30/09/2024

El pentateuco de la literatura chocoana

Estas cinco novelas, que son las más representativas de la literatura chocoana, constituyen un compendio literario de la historia regional, a la manera de un pentateuco narrativo del Chocó. FOTOS: Archivo El Guarengue.

Explican los escrituristas, como el misionero claretiano chocoano Gonzalo de la Torre, biblista reconocido en el ámbito internacional, que el Pentateuco (= palabra griega que significa “cinco estuches; es decir, Pentateuco significa el “libro de los cinco estuches”) es una especie de síntesis de la historia del antiguo pueblo de Israel. Y que, “siendo cinco libros diferentes, estando escritos cada uno en un “rollo” y siendo guardado cada uno en su propio estuche o vasija, los cinco libros dan cuenta de una misma historia, bajo una misma interpretación…”.[1]

Nuestro Pentateuco

Como el Pentateuco de la biblia cristiana, Torá de la biblia hebrea, compuesto por los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; hay cinco libros de la literatura chocoana que no solamente son las novelas más representativas de la narrativa regional, y constituyen -sin duda- un compendio literario de la historia del Chocó, sino que, en ese sentido, conforman el Pentateuco de la chocoanidad: dos novelas de Arnoldo Palacios: Las estrellas son negras (1949) y La selva y la lluvia (1958); una novela corta de Rogerio Velásquez[2]: Las memorias del odio (1953); y dos novelas (cortas) de Carlos Arturo Caicedo Licona: Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia (1982) y La guerra de Manuel Brico Cuesta (1984).

En estos cinco libros, de tres autores (de Cértegui, Sipí y Quibdó), el lector puede ver y oír, palpar y percibir la cotidianidad de la vida chocoana, sus tradiciones, los dolores y esperanzas de la gente, sus tragedias mayores y menores, y sus pequeños gozos cotidianos de ayer, de mañana y de hoy... Con la misma energía creadora y el mismo valor documental con que los autores del pentateuco bíblico ilustraron para la posteridad aquella historia -de la cual nació la idea de crear y construir una nueva sociedad, basada en un amor fundamentado en la justicia, y con la eternidad de la paz como único fin-; Arnoldo Palacios, Rogerio Velásquez y Carlos Arturo Caicedo Licona ejercen como hagiógrafos ad hoc en la escritura de estos cinco libros, de estas cinco novelas, de cuya lectura no deberían privarse -porque es maravillosa- quienes quieran saber de la vida y de la historia del Chocó, y de Colombia, por ahí derecho.

Caimacán

En La selva y la lluvia[3], Caimacán, el grande y noble Baltasar Mosquera, que termina siendo declarado bandolero por el alcalde y sus cómplices godos en Istmina, a comienzos de la época de La Violencia; declara, no sin compungimiento: “Nosotros hemos vivido como los árboles, sujetos al viento, a la lluvia, al rayo, al hachazo que un día u otro se hinca en el tronco para derribarlo. Nuestra niñez se envejece y muere, a veces en la esperanza diluida o bien así no más, simplemente: como si se nos hubiese impuesto, por adelantado, el nacer con la soga en la garganta, con el estómago trancado, una tierra resbaladiza bajo nuestras plantas”. Una declaración honesta de la tragedia de quienes -como Caimacán y Pedro José y tantos otros que protagonizan la novela de Arnoldo Palacios- nacidos en las más profundas reconditeces de la selva chocoana, parten un día a recorrer las geografías propias y las de aquel país distante llamado Colombia, en búsqueda de suerte y dignidad para ellos y su gente; pero se topan con la cruenta violencia de aquel 9 de abril y hacia adelante, de modo que a su tragedia original se suma ahora aquella tragedia colosal y nacional. 

Irra

Ese dolor de Caimacán, que cuando uno lee la novela le encharca los ojos y el alma, ya lo había descrito Arnoldo Palacios en las primeras horas del día y medio de Las estrellas son negras, en su relato del estado de postración -por hambre- de Israel (Irra) y su desespero ontológico ante la situación que catapultará los dolores y desgracias de su vida: “Le dolía fuerte el estómago... El hambre... Cierto... No había comido... Ni su mamá ni sus hermanos tampoco habían pasado bocado, como no fuera esa saliva amarga, pastosa, que él se estaba tragando ahora trabajosamente... Tuvo entonces la noción clara de que en todo el día solamente había tragado un pocillo de café negro... ¿Y ayer? ¿Qué había comido ayer? Nada. Exactamente, había almorzado cada cual con un pedazo de plátano asado, sin tomarse una gota de agua de panela. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué Dios no se compadecía de ellos, y les dejaba algo a la entrada de la puerta? ¿Por qué no venía Dios una mañana, o una noche, y les dejaba un poco de arroz y plátano, o unos dos pesos siquiera en la cocina?”.[4] La orilla del Atrato, en Quibdó, atestigua lo desgarrador de este dolor colectivo, social, familiar, individual, del cual Irra es víctima, y de la ausencia de respuestas no solamente divinas a las preguntas del muchacho. En el cielo, invisibles, brillan las estrellas a las que se asemeja este sino lacerante y desolador.

Arnoldo Palacios (Las estrellas son negras, La selva y la lluvia), Rogerio Velásquez (Las memorias del odio) y Carlos Arturo Caicedo Licona (Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, La guerra de Manuel Brico Cuesta) son los autores del pentateuco de la literatura chocoana. FOTOS: Archivo El Guarengue.
Saturio

Como si la tragedia de Irra tuviera continuidad hacia adelante y hacia atrás, en Las memorias del odio, el condenado a muerte que se sabe sin redención califica su triste infancia: “Yo era un abandonado social, un hijo de la raza maldita, hecho para el sol, para la sed, para tener esperanzas rotas, para el calvario y la muerte. Había nacido para el martirio y la necesidad sin pausas, para el sucederse de los sufrimientos”.[5] Rogerio Velásquez Murillo, cuando nadie se interesaba en un acontecimiento en el que después tanta gente puso sus ojos, llevó a la literatura uno de los tantos pedacitos que le hacían falta a la historia reciente del Chocó. “Con esta novela, Quibdó recuperó un eslabón perdido de su pasado”, anota el profesor José Antonio Caicedo Ortiz en el prólogo a la edición de Las memorias del odio publicada en mayo de 2024 por la Universidad del Cauca.[6] 

“Yo nací bueno, puedo asegurarlo. Vine al mundo limpio, con el alma vacía de cosas que me trajeran al patíbulo”[7], declara en su relato de infancia, en el que hace un completo repaso de todas y cada una de las múltiples expresiones de la ruindad del poder dominante. Y cuando se aproxima la hora del cadalso, enjuta su alma hasta la aridez, proclama con pesadumbre existencial: “¿Por qué ahora me hablan de deber, de patria, de humanidad, de familia, si conmigo no hubo obligaciones, ni familia, ni patria, ni nada en los comienzos de mi carrera?”[8] Es la voz del reo M.S.V., iniciales con las que firma la dedicatoria de sus “Papeles del último fusilado de Colombia”, que al igual que el título del libro -Las memorias del odio- resumen en pocas palabras el sentido profundo del relato: “A mi hija Rosa y a los que nacen procesados”.

Petronio y Enesilda

Todo, sin embargo, podría no ser así para siempre. De la estirpe de Caimacán, de Irra y de Saturio, son Petronio Rentería y Enesilda Cuesta, quienes traerán al mundo un hijo santo y un mesías negro hecho de madrugadas y crepúsculos, de aguaceros y de soles, de crecientes y de incendios. Petronio Rentería es portador y símbolo de la simiente eterna de todos los linajes del universo narrativo de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, varón elegido por La Providencia para engendrar -sin que importe la extemporaneidad de ese momento de su vida- su hijo sexagésimo primero, el mesías que habrá de salvar a este universo, y a todos los linajes que lo habitan, de los estragos de una lucha de apocalíptico final. Enesilda Cuesta es la fuente de la vida, dueña y señora de la fecundidad de este universo de selva y de río, de manglares y mar, paridora de treinta hijos suyos y cómplice de un número igual de hijos ajenos. Padre y madre del Santo Benito, el precursor del mesías, el del milagro salvador de todos los pescados de una subienda completa, el que avisa de los males que existen al otro lado del mundo. Padre y madre, también, de ese hijo extemporáneo cuya concepción solamente fue posible por obra y gracia del designio de La Providencia y de la eficaz ayuda de un botánico de San Basilio de Palenque, de la potencia de los insumos animales y vegetales obtenidos en los pantanos del Darién y de la plena conciencia de un pueblo entero que se dedica de tiempo completo a resucitar las virtudes empreñadoras del varón Petronio y las amatorias y fecundas virtudes de la hembra Enesilda… 

Pero, quizás, harán falta más que un santo y un mesías para conjurar lo que pareciera un cruce inextricable de la suerte de todo un pueblo, propiciado por los brujos de Viro-Viro, que esperan la ofrenda propicia que pueda revertirlo: “…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua”[9]; es la sentencia final -augural- de la Glosa de Licona. 

La guerra de los mil ríos

Que todo nos llega tarde, incluso la paz de los fusiles, y que el centralismo y el bipartidismo nos enmarañaron la vida hasta el absurdo más extremo, parecieran decirnos los liberales chocoanos que pelean todas las batallas en La guerra de Manuel Brico Cuesta [10]una breve y sustanciosa novela en la que Carlos Arturo Caicedo Licona le muestra al lector las múltiples conexiones y caminos del entramado de agua de los ríos y quebradas, que son las vías ancestrales de aquel territorio lejano y aislado de la nación: el Chocó; y, en el bastidor de su arte literario, los borda con precisión y colorido hasta conseguir que el lector los vea con sus propios ojos, a través de las florituras de la narración.

Narra Licona también los senderos y caminos terrestres que,  a través de las entrañas del monte y desde las goteras del Quibdó de entonces, conducen a todas partes: a las tierras de Guayabal y de Neguá, y desde allí a las de Ichó, a las entrañas de Tutunendo y a las vicisitudes de Munguirrí, en el camino de mulas hacia El Carmen de Atrato; también a las comarcas de Cabí y a las del río Quito, con su lucero nocturnal, que tutela la entrada de sus afluentes aguas a las del Atrato.

Allí, justo allí, en dicho escenario, moviéndose a través de trochas y caminos culebreros, por las planicies y el lomerío de Bebará y Bebaramá adentro, es donde el héroe de la novela continúa batallando en un momento en el que los jefes supremos de los partidos (liberal y conservador) han decretado el fin de la Guerra de los Mil días, una decisión tremenda, de la cual él no ha sido enterado. Mientras en Quibdó, el 10 de diciembre de 1902, desfilan -juntos, pero no revueltos- los liberales por el lado izquierdo y los conservadores por el derecho de la calle primera del pueblo; Carlos Quinto Abadía en el Baudó y en Bebaramá Manuel Brico Cuesta continúan alzados en armas... Manuel Brico Cuesta “murió aquí en Beté el día 5 de mayo de 1924, rodeado de más de treinta hijos y ciento cincuenta nietos, sin contar los que estaban en camino, que salieron atraídos con la noticia de su agonía en estos vericuetos”.[11] Nunca salió del monte a sumarse a los coros que vitoreaban la paz de los sepulcros y el silencio transitorio de los fusiles. Todo nos llega tarde, inclusive las noticias de la paz.

Cinco relatos épicos

Así como en la biblia, uno de los libros de mayor valor literario de la humanidad, Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, no son recetarios morales o manuales de comportamiento, ni compilaciones de frases célebres para escoger al azar y aplicar cada día al amaño moralizante del lector; las cinco novelas que conforman el pentateuco de la literatura chocoana no son discursos ni repertorios de consignas de carácter político, racial o social. Son, en todos los casos, narraciones vívidas, de alta calidad y valor literario, construidas por sus autores a partir de una realidad que no por cruda deja de ser bella, la del pueblo chocoano, y de paso la de aquella Colombia indiferente, distante y alejada de esta esquina estratégica de su geografía humana y política, que tanto le aporta a su riqueza y a su diversidad biológica, étnica y cultural.

Bellavista. FOTO: Jesús Abad Colorado.

Epopeyas, leyendas, novelas, mitos y piezas de oralitura, Las estrellas son negras, La selva y la lluvia, Las memorias del odio, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, La guerra de Manuel Brico Cuesta; estas cinco novelas son, sin duda alguna, relatos épicos de la chocoanidad. O su “Antiguo Testamento”, como escribió otro gran intelectual chocoano, Daniel Valois Arce, en su presentación de contraportada a la primera edición de la Glosa de Licona, en 1982; donde hizo notar con precisión de exégeta algo que podría aplicarse también a las otras cuatro novelas de este pentateuco de la literatura chocoana: que los personajes de la Glosa “son el agua primordial, el relámpago nunciativo del trueno, los diluvios pluviométricos y la tempestad sobrecogedora. Sobre todo, la Noche, esa noche definitiva de la selva chocoana, sin pasado, ni presente, ni futuro, esa Noche absoluta”.[12]



[1] Introducción al Pentateuco. Serie Palabra Misión. Publicaciones Claretianas, Madrid, 1993. ISBN 84-7966-060-0. 14 pp. Pág. 3.

[2] Memorias del Odio es la única obra de ficción de Rogerio Velásquez, quien aparte de sus artículos ytextos de investigación, también escribía poesía.

[3] Arnoldo Palacios. La selva y la lluvia. Intermedio Editores, 2010. Consultado en línea en la Biblioteca Digital de Bogotá. 25 al 28 de septiembre de 2024.

[4] Arnoldo Palacios. Las estrellas son negras. Biblioteca de Literatura Afrocolombiana. Ministerio de Cultura, 2010. 174 pp. Pág. 34.

[5] Rogerio Velásquez. Las memorias del odio. Colcultura-Biblioteca del Darién, volumen 3. 1993. 93 pp. Pág. 27.

[6] Rogerio Velásquez Murillo. Las memorias del odio. Tercera edición, Popayán: Editorial Universidad del Cauca, 2024. 126 páginas. Pág. 10.

[7] Ibidem. Pág. 43.

[8] Ibidem. Pág. 87.

[9] Carlos Arturo Caicedo Licona. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 páginas. Pág. 98-99.

[10] Carlos Arturo Caicedo Licona. La Guerra de Manuel Brico Cuesta. Medellín, Editorial Lealon, 1984. 64 pp.

N. B. El libro completo tiene 79 páginas; pero, en realidad, son 64 las que ocupa el relato de Carlos Arturo. Las restantes, bajo el nombre de “Segunda parte-CAMPEÓN DE SUEÑOS” pertenecen a dos relatos de su hermano Pedro Adán Caicedo Licona.

[11] Ibidem. Pág. 57.

[12] Carlos Arturo Caicedo Licona. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. Obra citada. Presentación de contraportada, por Daniel Valois Arce.

23/09/2024

 Un maestro del cuento: 
el condoteño Carlos Arturo Truque

Carlos Arturo Truque fue un maestro del cuento, un narrador extraordinario, cuyos 25 cuentos le aseguraron un puesto de honor en la literatura colombiana. FOTOS: Archivo El Guarengue.

Nacido en Condoto (Chocó) el 28 de octubre de 1927 y fallecido en Buenaventura (Valle del Cauca) el 8 de enero de 1970, a la edad de cuarenta y dos años, dos meses y once días; el escritor Carlos Arturo Truque Asprilla es un cuentista magistral, con un puesto relevante en la literatura colombiana, dentro de la cual contribuyó significativamente al desarrollo y consolidación de este género. Tan largos sus frutos como corta su existencia, Truque alcanzó a escribir 25 cuentos, que, para fortuna de las letras nacionales, fueron compilados y puestos a disposición del público colombiano en el año 2010, como parte de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, del Ministerio de Cultura.[1]

Un excelente narrador

“Al hablar de Carlos Arturo Truque tenemos que empezar diciendo que estamos enfrentados a un excelente narrador, a un maestro del cuento”[2], escribió el profesor Fabio Martínez, en una publicación de la Universidad del Valle, en 2017. Y tenía toda la razón. Dos años antes, en una entrevista televisiva del programa editorial de esta universidad, el profesor Martínez había expresado: “…Yo pienso que, a partir de la cuentística de Truque, el cuento se vigoriza y se airea mucho en el contexto de la literatura colombiana…”[3].

Arnoldo Palacios (Las estrellas son negras) y Carlos Arturo Caicedo Licona (Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia) son los autores de las dos novelas cumbres de la literatura chocoana. Rogerio Velásquez Murillo es el etnógrafo y narrador por excelencia de la tradición cultural del Pacífico y del Chocó. El Maestro Miguel A. Caicedo es cronista de la vida cotidiana del campesinado chocoano y del pueblo grande que era Quibdó cuando él las escribió, a través de sus poesías folclóricas o costumbristas. Carlos Arturo Truque Asprilla es, de lejos, el escritor chocoano de mayor relevancia nacional en el género del cuento y es hora ya de que se le reconozca su puesto en la literatura regional, tal como de alguna manera se ha venido haciendo en la literatura nacional. Su temprana muerte -con seguridad- nos privó del tesoro de una novela cumbre de la región: “Truque se perfilaba como el García Márquez del Pacífico colombiano; sino que, infortunadamente, la muerte lo visitó muy temprano y solamente tuvimos la oportunidad de conocer un volumen de cuentos de este autor”[4].

“No se puede pintar lo que no se conoce”

Sonia Nadezhda Truque.
FOTO: Pijao Editores.

“El cuento exige condiciones especiales, entre ellas una profunda experiencia vital. Porque no se puede pintar lo que no se conoce”, dijo Carlos Arturo Truque en una entrevista de 1960, citada por su hija, la escritora y poeta Sonia Nadezhda Truque, en la semblanza que hizo de su padre en el 2017.[5] Y Truque, Carlos Arturo, sabía de lo que estaba hablando. Conocía la sentencia de Cortázar: «La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut». 25 veces sucesivas triunfa Truque en el maravilloso cuadrilátero de la lectura, cuando uno se queda a solas con él, sin más árbitros que el gusto y la alegría de leer.

En su meritorio artículo, Sonia Nadezhda Truque presenta una valiosa clasificación temática de la obra de su padre: “La obra de Carlos Arturo Truque es breve pero interesante por la variedad de temas que abordó en sus veinticinco cuentos. Uno de los más señalados es la violencia y la guerra, donde hace muy evidente su posición ideológica, su visión de mundo y del país. Sin embargo, no deja de lado otros tópicos como el origen racial, sobre todo si se tiene en cuenta su condición de mestizo, la negritud, a través del cual recoge tradiciones de sus antepasados negros, la dificultad social, la cuestión afectiva, y finalmente lo religioso”[6].

Los títulos de los 25 cuentos de Carlos Arturo Truque, en el orden en el que aparecen publicados por el Ministerio de Cultura en el tomo V de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, son: Vivan los compañeros, Granizada, La noche de San Silvestre, Sangre en el Llano, El día que terminó el verano, Sonatina para dos tambores, La fuga, La diana, El encuentro, Fucú, El misterio, Martín encuentra dos razones, Dos hombres, Porque así era la gente, La aventura de Tío Conejo, La muerte tuvo cara y sello, José Dolores arregla un asunto, Lo triste de vivir así, El collar, Las gafas oscuras, De cómo Jim empezó a olvidar, Puntales para mi casa, La otra oportunidad, El Pigüita, Longinos.

“Una clara intención racial”

Cinco de los 25 cuentos dan cuenta de la experiencia vital de Truque en lo que hoy, más de medio siglo después de haber sido escritos estos cuentos, conocemos como lo étnico y lo territorial. Su hija lo reseña así: “Por otra parte, como lo señalamos antes, como segundo tema recurrente en sus cuentos, hay una clara intención racial, al poner de manifiesto el tema de la negritud. En los cuentos “Sonatina para dos tambores”, “La aventura de Tío Conejo” “Fucú”, “El Pigüita” y “De cómo Jim empezó a olvidar” abordó el tema racial como un ajuste de cuentas con su origen mestizo: hijo de padre blanco y madre negra. También se nota la intención de reivindicar a todos los sectores marginados de una sociedad como la colombiana, de mentalidad oligárquica, racista y excluyente”.[7]

Óyeme, Chocó

Hace 70 años, en septiembre de 1954, el Departamento del Chocó, que todavía no cumplía ni siquiera una década de vida institucional, se debatía entre la desaparición y la repartición. En Quibdó, en Condoto, en Istmina, se protestaba, se marchaba, se cantaba Lamento chocoano, de Miguel Vicente Garrido; para impedir que Rojas Pinilla saciara la codicia de Antioquia, el Viejo Caldas y el Valle del Cauca, entregándoles a pedazos el Chocó. Simultáneamente, en Bogotá, viviendo afugias y en medio de la persecución de la dictadura a la intelectualidad colombiana, Carlos Arturo Truque bregaba con denuedo y dignidad por su familia, por su arte, por su vida. Su gran amigo, Manuel Zapata Olivella, lo socorrería material y espiritualmente.

Gabo y Truque. 1954.
FOTO: El Tiempo

En ese momento, el escritor chocoano es premiado en el Concurso de Cuento de la Asociación de escritores y artistas de Colombia, en julio de 1954; en el que un jurado compuesto por Hernando Téllez, Rafael Maya, Próspero Morales Pradilla, Daniel Arango y José Humberto García, le otorga el primer premio a Gabriel García Márquez, por su cuento Un día después del sábado; el segundo premio a Guillermo Ruiz Rivas, por su cuento Por los caminos de la muerte; y el tercer premio a Carlos Arturo Truque, por su cuento Vivan los compañeros. Este cuento de Truque es un clásico del género en la literatura de la violencia colombiana, que para entonces comenzaba a nacer. Una autoridad tradicional del cuento en Colombia, el autor de la primera antología del género en el país: Eduardo Pachón Padilla, refiriéndose a este cuento, anota: “para mí es uno de los grandes cuentos colombianos, antológico por su pureza, por su ternura, por tantos motivos que tienen los cuentos bien logrados y que habla de un personaje del que no se había hablado en los cuentos de la violencia, ni antes ni después: El estudiante incorporado a la guerrilla”.[8]

Truque, un cuentista magistral

Refiriéndose al escritor mexicano Juan Rulfo, Eduardo Galeano anotó: "Dijo lo que tenía que decir en pocas páginas, puro hueso y carne sin grasa, y después guardó silencio"; en alusión a un hecho que le daría a Rulfo tanta fama como su calidad literaria: sus publicaciones se reducen a una colección de 17 cuentos (El llano en llamas, 1953) y una novela (Pedro Páramo, 1955), amén de El gallo de oro, que él clasificó como cuento, pero cuyo mayor reconocimiento provino de sus diversas versiones cinematográficas, con guion de García Márquez una de ellas.

De Carlos Arturo Truque podría decirse lo mismo que de Juan Rulfo. Sus cuentos son pura sustancia narrativa. “Algunos críticos como Cyrus Stanley en Estados Unidos y Peter Schultze-Kraft en Alemania, que se han encargado de traducirlo y divulgarlo en sus respectivos países, lo consideran un cuentista a la altura de Horacio Quiroga y Filiberto Hernández. En Colombia sabemos de él, gracias al conocido crítico Eduardo Pachón Padilla, que en su tiempo lo incluyó en sus necesarias antologías literarias. Truque, quien en la actualidad es más estudiando en la academia norteamericana que en la nuestra, fue víctima en su época de la exclusión, y en más de una ocasión, fue estigmatizado por ser pobre, negro y comunista”[9].

Los cuentos de Carlos Arturo Truque contribuyeron a la modernización del género en la literatura colombiana y a la introducción de temáticas sociales, políticas, históricas, regionales, étnicas y raciales en la narrativa nacional; conservando, por así decirlo, la pureza del género, la narración por encima de todo, sin concesión alguna a la consigna o al discurso; y con una capacidad enorme de construir personajes memorables en unos cuantos párrafos y de retratar entornos y paisajes, sensaciones y sentimientos, que se le quedan a uno grabados en el alma, como ocurre siempre cuando se leen todos o uno cualquiera de sus veinticinco cuentos.

Su magia inagotable

Uno oye, en Sonatina para dos tambores, la voz del río y de la selva y de la mar, en la fiesta de Santa Bárbara del Rayo, en Timbiquí, hasta que se apaga tristemente en la respiración trunca de Damiana y en la euforia irresuelta de Martín, envuelto en la añoranza de sus amores, tendido sobre una paliadera al cobijo de la selva y de la música de la fiesta... Uno lagrimea con las ausencias de padre y madre del Pigüita en una playa de Buenaventura, en donde juegan fútbol los muchachos, en donde el Bambocha manda como quiere, en donde el Pigua intenta hallar a su padre, con la única seña de su pelo de candela y sus ojos azules… Uno ríe con la proverbial astucia del tío conejo, que seguramente Truque alcanzó a escuchar en la oralidad de su primera infancia en Condoto… Uno sufre con la tristeza de la vieja balandra del Capitán Torreblanca, oxidada y varada en una playa del Pacífico, porque le cayó fucú después de que el amor y la pasión lo llevaran a violar un antiguo tabú, que conduce a que no haya marinero alguno en aquel puerto que quiera hacer parte de su tripulación… Uno se compunge con la honda tristeza de míster Jim en aquel poblado de aquella playa de aquella mar, donde al son de la lluvia, al calor del sol, al ritmo del viento y de las noches de aguardiente, encuentra cómo diluir una pena de la que nadie sabe, pero todos intuyen… Uno queda en la desolación más sublime cuando, un instante antes de morirse, Florito cumple el sueño de su vida: leer, pues hasta ahora solamente había aprendido a distinguir los nombres y sonidos de las letras del abecedario. Y, moribundo feliz, lee por primera vez: «Vivan los compañeros» … La magia narrativa de Carlos Arturo Truque es inagotable.

Carlos Arturo Truque “era una persona muy responsable en literatura, era culto y, sobre todo, él hizo descubrir una región que en el folklore era conocida, pero en la literatura era inédita. Me refiero al departamento del Chocó”.[10] En una Biblioteca de la Chocoanidad, la colección dedicada a los cuentos y relatos no podría llevar un nombre diferente al suyo.



[1] Truque, Carlos Arturo. VIVAN LOS COMPAÑEROS. CUENTOS COMPLETOS. Ministerio de Cultura de la República de Colombia, Biblioteca de Literatura Afroamericana, Tomo V. 2010. 212 pp. En: https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll7/id/4

Para una visión panorámica de su vida y su trayectoria, se puede leer: Carlos Arturo Truque: Tan largos sus frutos como corta su existencia. El Guarengue, 22 de octubre de 2018: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/carlosarturo-truque-tan-largos-sus.html

[2] Martínez Fabio (Prólogo). Universidad del Valle-Programa Editorial. Carlos Arturo Truque, Valoración crítica. Compilador: Fabio Martínez. Edición digital: septiembre 2017. 137 pp. Pág. 11. En: https://libros.univalle.edu.co/index.php/programaeditorial/catalog/view/69/32/1435

[3] Entrevista al Profesor Fabio Martínez, en el programa Tiempo de Letras, una producción del Programa Editorial de la Universidad del Valle. En: https://www.youtube.com/watch?v=f2IIvcKdKwI (publicado el 19 de agosto de 2015).

[4] Ídem. Ibidem.

[5] Truque, Sonia Nadezhda. Colombia a corazón abierto. En: Carlos Arturo Truque, Valoración crítica. Compilador: Fabio Martínez. Universidad del Valle-Programa Editorial. Edición digital: septiembre 2017. 137 pp. Capítulo 13, pp. 103-115. Pág. 108. Consultado en:

http://revistas.univalle.edu.co/omp/index.php/programaeditorial/catalog/view/69/32/1227-1 En este texto se puede leer completa la aleccionadora entrevista que Truque responde sobre el cuento como género literario.

[6] Ibidem. Pág. 110.

[7] Ibidem. Pág. 111.

[8] Palabras de Eduardo Pachón Padilla, el 28 de octubre de 1987, en la casa de la Amistad Colombo Checoslovaca, con motivo del 60° aniversario del nacimiento de Carlos Arturo Truque. En: Universidad del Valle-Programa Editorial. Carlos Arturo Truque, Valoración crítica. Compilador: Fabio Martínez. Edición digital: septiembre 2017. 137 pp. Pág. 90.

[9] Ibidem. Pág. 2.

[10] Pachón Padilla, Eduardo. Discurso citado. En: Universidad del Valle-Programa Editorial. Carlos Arturo Truque, Valoración crítica. Compilador: Fabio Martínez. Edición digital: septiembre 2017. 137 pp. Pág. 89.

16/09/2024

 El Santo Eccehomo de Raspadura 
relatado por Arnoldo Palacios

Fachada y atrio del Santuario (izq.), altar del templo 
e imagen venerada del Santo Eccehomo 
de Raspadura (Chocó). 
FOTOS: Diego Roselli, marzo de 2024. 

Arnoldo Palacios ha encontrado un nuevo lugar desde donde otear el mundo: el balcón del segundo piso de la amplia y cómoda casa nueva que su papá acaba de construir en Cértegui, adonde la familia ha regresado, luego de una larga temporada en Ibordó. Su vida en aquel momento es un asombro permanente.

Allí, en ese balcón, experimenta Arnoldo la maravillosa novedad de observar desde arriba cosas que antes solamente veía desde abajo, imaginando que incluso podría tocar la torre de la iglesia si la longitud de su brazo le alcanzara. Ahí, en ese balcón, Arnoldo experimenta -entre sobresaltado y sorprendido- el paso del primer carro que llegó al pueblo (una casita rodante, pensó cuando lo vio) y el prodigio del encendido por primera vez de la luz eléctrica en Cértegui, que asoció al infinito resplandor de una luna enorme.

En aquel balcón, donde acumuló tantos recuerdos significativos para su posterior escritura, Arnoldo Palacios soñó más de una vez con que lo llevaban adonde el Santo Eccehomo de Raspadura, cuya fama de curarlo y arreglarlo todo ya alcanzaba y excedía los confines de todo el Chocó. Así que quizás sería fácil para tan milagroso ser socorrerlo y ponerlo a caminar. Los prodigios del Eccehomo, con los detalles que había oído contar a los mayores, quedarían para siempre guardados en su mente; de tal modo que, valiéndose de aquella memoria, en el acápite XLV del Libro Tercero (De vuelta a Cértegui) de su siempre sorprendente y admirable autobiografía (Buscando mi madredediós), Arnoldo Palacios nos regala un retrato minucioso del Santo Eccehomo -o el Señor Ecce Homo, como él prefiere llamarlo en el libro-; a partir de la historia originalmente oída de labios de uno de sus narradores orales nutricios: su tío Juan… Una historia que también recogió en sus versos, en Eudomenia la cotuda, el poeta Miguel A. Caicedo Mena.

Hemos empezado a transitar el último tercio del año 2024, declarado por el Ministerio de Cultura como el Año Arnoldo Palacios, a propósito del centenario de su nacimiento. Ojalá la declaratoria haya sido útil para que la maravillosa obra de este maravilloso escritor haya sido leída por más y más gente en el Chocó, en Colombia y en el mundo... 

El Guarengue invita a sus lectores a deleitarse leyendo este relato del escritor certegueño Arnoldo Palacios sobre uno de los íconos y símbolos religiosos más relevantes del pueblo chocoano, cuyo santuario se ubica en el antiguo poblado minero del Plan de Raspadura, adonde todo devoto debería concurrir por lo menos una vez cada año para conseguir los favores del santo y, en general, mantener de su parte a la divinidad. Los favores -todo hay que decirlo- se multiplican si la concurrencia del devoto ocurre el Domingo de Cuasimodo.

Raspadura hace parte de un municipio que debió llamarse con el nombre de su cabecera municipal: Las Ánimas, en homenaje a la memoria y a la tradición; pero que, oficialmente, se llama Unión Panamericana, pues se prefirió rendirle tributo a la quimera de una carretera que probablemente nunca se construirá. Ni siquiera con la ayuda del Santo Eccehomo.

Julio César U. H.

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 El Señor Ecce Homo
 Arnoldo Palacios

Vengan sordos, vengan ciegos
Vengan mancos y tullidos

Arnoldo Palacios y su magnífica autobiografía, que es un relato histórico de su vida y la del Chocó en el siglo XX. FOTOS: Planeta y Centro Virtual Isaacs-Universidad del Valle.

Siempre oía hablar del Señor Ecce Homo, quien se encontraba en el pueblecito llamado Plan de Raspadura. Adonde él, acudían ciegos, mancos y tullidos venidos de ciudades y aldeas de todo el mundo. Aprovechando su presencia, referían a menudo los milagros del Señor Ecce Homo. Fulano de tal, ciego de nacimiento, había recobrado la vista al encender la primera vela al Señor, en la capilla del Plan de Raspadura. No sé quién llegó a cumplir su promesa, caminando con muletas; pues bien, dicho fulano regresó a su tierra; más tarde volvió, andando con sus propios pies, las muletas cargadas al hombro para que sirvieran de aliento a los enfermos; dejó al santo una muletica de oro, en señal de agradecimiento. A quien se le secaba un brazo y se le curaba, aquel obsequiaba un bracito de oro o de plata. Otros ofrendaban ojos, orejas, si el milagro había hecho ver u oír; si no, collares, prendedores, anillos, zarcillos, pulseras. Todo, fuese de oro y plata únicamente, fuese adornado con perlas o piedras preciosas. Muchos se pasaban la vida sometidos a privaciones, incluso a dejar de comprar cuatro onzas de arroz o una sardina o un banano para matar el hambre, con tal de economizar, podía ser durante varios años, lo necesario para el presente del Señor. Así, el Señor Ecce Homo había acumulado un tesoro incalculable. Si en vez de joyas, sus fieles le daban dinero, este servía para embellecer su altar y continuar la construcción de la iglesita de Raspadura.

No pasaba día sin hablar en la casa de nuestro viaje a Raspadura, de manera que yo me mantenía listo, pues, me parecía que ya mismo, por la tarde o a la mañana siguiente, nos iríamos. Pero, en verdad, el instante de embarcarnos se prolongaba con una lentitud angustiosa. ¿De qué dependía aquello? Yo sufría, callado.

La historia del Señor Ecce Homo era como un cuento. Le brillaban los ojos a mi tío Juan, su voz nos dejaba boquiabiertos, al referimos la aparición del Señor de Raspadura. Una viejecita, que ya no tenía a nadie en el mundo, vivía sola, en su cabaña, a la orilla de la quebrada Raspadura. Tenía el cabello blanquito, blanquito, de canas, como una mota de algodón. Desdentada, hablaba como si estuviese mascando una pelotica de jujú; casi ni se le entendían las palabras. El cuerpo tembleque, caminaba, ya me caigo, no me caigo. A veces, si acaso alguno se acordaba de ella, porque así es la santa humanidad, le llevaba un bocado de comida.

«¿Cómo está, madre-abuela!» -le preguntaban.

«Aquí, como la hoja seca» -respondía.

Una mañana, provista de su batea, su mate jagüero, sus cachos, desde muy temprano, se fue la viejita, con un traguito de café en el estómago, a buscar su madre-de-dios, a ver si se la encontraba, por ahí, trabajando mina, mazamorreando. Estuvo todo el santo día cateando, cateando, por aquí, por acá, más allá, con el agua hasta la cintura. Al caer la tarde, entre oscuro y claro, la viejita, rendida, bostezó y llenó la última bateada de tierra, porque hasta ese momento no había cogido ni un grano de metal. Lavó esa última bateada. Al hacer la ceja, vio, al borde de la batea, una cosita, revuelta con unos granitos de oro y platino; la cosita se movía, pero como si estuviese pegada, que no pudiera salirse. A la viejita le pareció ser algo semejante a un pedacito de papel o de trapo, enrollado. La viejita, intrigada, con sus deditos entumidos de frío, lo coge, lo desenrolla. Como ella estaba casi ciega, se restriega, se restriega, se los restriega, se restriega los ojos a ver si ve más claro. Mientras tanto le pareció que el trapito se había puesto más grande y lo metió en el mate. Arregló sus corotos dentro de la batea, la cual se colocó sobre la cabeza; se salió del río; se fue caminando por la playa, hacia su casa. Se detuvo un ratico para mirar que su cosa no se le hubiese caído; lo que constató fue que el pedacito de trapo estaba más grande y ya no cabía dentro del mate. Sin embargo, recapacitó: así como estaba lo había hallado; pero, al principio, ella no se había fijado bien. Lo extendió en el plan de la batea; lo pisó con el mate para que el viento no se lo fuera a llevar. Siguió caminando. Notó que su cosa ya estaba tan grande como un pañuelo. Siguió su camino. El pañuelo ya estaba como una pañueleta, Y cuando pisó el primer escalón de la escalerita de subir a la casa, la pañueleta no le cabía en la batea. En estico, la viejita alumbró con su lamparita de querosín. El trapo, convertido en una mantilla de lienzo completamente mojada, tuvo que colgarlo en una cuerda de secar ropa.

Con la mañanitiquita, a la vieja le pareció ver en la tela algo pintado, como con carbón de la punta de un tizón apagado. Cada vez que la vieja lo volteaba a ver, el dibujo se iba haciendo más y más visible. Antes de las doce, se distinguía un retrato, pero borroso. Y, a las doce en punto, ya estaba patente la imagen del Señor, pintada con colores. La vieja lo llevó al pueblo para enseñárselo al sacristán, el cual, maravillado, lo metió a la capilla.

El asunto se quedó así hasta cuando el Señor de Raspadura comenzó a hacer milagros: curaba paralíticos, a los mudos los hacía hablar. Repetidas ocasiones le ocurrió al sacristán entrar a la capilla, durante el peso del día, y no encontrar al Señor; en cambio, por la tarde, a la hora de la oración, lo volvía a topar, todo lleno de barro, como si hubiese estado trabajando mina. Su fama fue creciendo..., porque nadie puede tapar el sol con la mano...

Istmina 1929 (Hermanos Acevedo) y 1930 (Scadta).
Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
El cura párroco de Istmina, capital de la provincia del San Juan, pidió que le llevaran al Señor para conocerlo. Y cuando el sacerdote vio semejante maravilla, decidió conservarla en la iglesia parroquial. Los comisionados de Raspadura protestaron; pero, ante el poder y argumentos del presbítero, cedieron y regresaron tristes a su villorrio, el cual recibió la noticia con indignación. Al día siguiente, el Señor reapareció en su capillita pobre de Raspadura. ¡Se devolvió él solo!

El cura de Istmina se alarmó. Se trasladó, en persona, al Plan de Raspadura, dispuesto a llevarse al Señor, costare lo que costare. El pueblo se opuso. El ministro de Dios insistió. Y cuando se propuso sacarlo, a la fuerza, de la iglesita, el Señor se creció, de suerte que no cupo por la puerta. El comentario llegó a oídos del arzobispo; este despachó a un pintor para que lo pintara, dejara la copia en Raspadura y le llevara el modelo. El pintor lo pintó tan perfecto que no se sabía cuál era el uno ni cuál era el otro. La única diferencia consistía en que el uno era nuevo y el otro era viejo.

«La gente de Raspadura preferirá el nuevo al viejo, naturalmente» -había comentado anticipadamente el arzobispo.

Cuando el pincelista metió al viejo Señor dentro de una caja de hierro, que llevaba lista para ello, ya se estaba murmurando que los fieles planeaban lincharlo. No hubo sangre porque los ancianos del pueblo aconsejaron acatar la propia voluntad del Señor. Horas después de haberse marchado del Plan de Raspadura, todavía en camino, el pintor sacó su llave, abrió la caja y en ella encontró fue el cuadro que él mismo había pintado con su propia mano. El Señor, el viejo, ya había reaparecido en su capilla. Y se dice que estaba bañado en sudor. Más tarde cundió la noticia de que al pintor se le había secado el brazo derecho.

En otra ocasión, un dibujante, de buena fe, reprodujo el óleo para conservarlo él, en su propia morada, por cariño. Quizá debido a lo noble de su intención, no se le vino encima una desgracia, sino que no pudo llevar a cabo su empeño; pues, a medida que ejecutaba la obra, íntegro, todo el trabajo se le borraba. Y si fotografiaban al Señor, la máquina se dañaba o el rollo se velaba.

Por otra parte, a sus pies, el Señor Ecce Homo tenía escrita una oración. A causa de experiencias nefastas estaba absolutamente prohibido aprenderse dicha oración o copiarla, fuera de ser casi imposible retenerla siquiera un instante en la mente. A muchos, al hacer el esfuerzo, les dolía la cabeza. Había personas que alcanzaban a aprendérsela; tan pronto como salían de la iglesia la olvidaban. Los más necios sí seguían recordándola; pero únicamente hasta llegar a la casa, donde enloquecían.

Dentro de la iglesia, se aconsejaba no clavarle la vista, fija, al Señor Ecce Homo porque él tenía los ojos vivos y aquel que lo miraba de más podía quedar ciego. Por eso era que donde uno se colocara, aun no estando exactamente frente a su cara, el Señor lo iba siguiendo con la vista, desde su altarcito, en el fondo del rincón izquierdo, al lado del altar mayor.

Tomado de: Buscando mi madredediós. Arnoldo Palacios, octubre de 2009. Universidad del Valle, Ministerio de Cultura. ISBN 978-958-670-753-4. 345 páginas. Pp. 180-183.

 

09/09/2024

 3 sucesos históricos del Chocó
en la Gobernación de Ramón Mosquera Rivas

Quibdó antes del incendio de 1966. Parque Infantil, con monumento a Cristo Rey. Izquierda: Hotel de Turismo Citará. Derecha: Edificio de La Confianza, establecimiento comercial de propiedad de Fausto Abuchar y socios, que fue comprado en 1967 para que funcionara provisionalmente la Gobernación del Chocó. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

20 años se cumplieron, en enero de 2024, del fallecimiento en Bogotá de Ramón Mosquera Rivas. 120 años de su natalicio se conmemorarán en julio de 2025. Ingeniero Civil y de Minas de la célebre Escuela Nacional de Minas, posteriormente Facultad, de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín; Mosquera Rivas es uno de los intelectuales más lúcidos de aquella generación de jóvenes chocoanos: la Generación de la Dignidad, que nacieron con el siglo XX y durante la primera mitad del mismo le dieron lustre al Chocó de múltiples e históricas maneras.[1]

Ramón Mosquera Rivas nació en Istmina, el 13 de julio de 1905. Murió en Bogotá, próximo a cumplir 100 años, el 5 de enero de 2004. Su trayectoria en el sector público fue larga, productiva y ampliamente reconocida. Trabajó como Personero municipal y Concejal de Istmina; Director general de Obras públicas, Secretario de Hacienda e Ingeniero de la Intendencia Nacional del Chocó; profesor de aritmética, álgebra y geometría en el Colegio Carrasquilla de Quibdó; profesor de aritmética, álgebra e historia natural en la Normal de Señoritas de Istmina; ingeniero de trazado y construcción de varias vías nacionales; Representante a la Cámara; Ingeniero Jefe del Instituto de Fomento Municipal, Insfopal, en el Chocó y en Cundinamarca; Jefe de la División de Minas de este Ministerio; entre otros cargos, además del ejercicio de su profesión de manera independiente, durante varios años.

Ejerció la Gobernación del Chocó entre el 20 de agosto de 1966 y el 15 de septiembre de 1968, cargo en el cual sucedió a Olmedo Paz Arriaga y fue sucedido por Esaú Becerra y Córdoba. Tres sucesos significativos, que marcaron la historia local de Quibdó y la historia regional del para entonces aún joven Departamento del Chocó, ocurrieron en su primer año de gobierno, dos de ellos en los dos primeros meses de su administración.

“…el piso del salón de sesiones cedió ante el peso de la enorme multitud…”[2]

El 1° de octubre de 1966, mientras Mosquera Rivas -quien se había posesionado escaso mes y medio antes- presidía el acto inaugural del periodo ordinario de sesiones de esta corporación, colapsó el salón de la Asamblea Departamental del Chocó, ubicado en un tercer piso, construido en vigas de madera y tiras de chonta, por el exceso de peso de la numerosa concurrencia. Una parte de los asistentes cayó al segundo piso, entre ellos un famoso médico del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó.

Como lo narró posteriormente Mosquera Rivas, en su autobiografía, “el más afectado con la caída fue el Doctor Varela, médico de la Universidad de Cartagena, que venía prestando sus servicios asistenciales al departamento hacía varios años, [y] nunca llegó a recuperarse de los traumas sufridos, por los cuales quedó cojo.”[3]

Aún no había terminado de sobreponerse al sobresalto que le ocasionó este accidente, cuando aconteció una catástrofe de enormes proporciones, que cambió para siempre la faz de Quibdó e influyó de manera importante en el devenir del Chocó.

“Como si fuera una noche de plenilunio…”[4]

25 días después del colapso del piso del salón de la Asamblea Departamental, cuando se disponía a dormir y recostado en su cama revisaba documentos oficiales, el Gobernador Ramón Mosquera Rivas supo del pavoroso incendio que en ese mismo instante destruía metro a metro la zona céntrica de Quibdó. “Serían las 11 p.m. Cuando aún no había empezado a conciliar el sueño, escuché los primeros gritos de “fuego”, “incendio”, “se quema Quibdó” … Entonces empecé a vestirme con ropa de calle, para salir. Antes de hacerlo, pasó el destartalado y único carro de bomberos con que contaba la ciudad, manejado por los titulares y unos pocos voluntarios, entre los cuales iba el comerciante Abdo García, quien después resultó gravemente herido a causa de un espantoso choque que sufrió el vehículo contra incendios.”[5]

Foto y plano del área destruida por el incendio del 26 de octubre de 1966, en Quibdó. 
Fuente: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
De inmediato, el Gobernador Mosquera Rivas salió a enterarse de primera mano de la situación: “Llegué a la zona de iniciación del incendio, donde el fuego había alcanzado alturas de más de 30 metros y la ciudad, inclusive la orilla opuesta del Río Atrato, se veía iluminada, como si fuera una noche de plenilunio”.[6] Se comunicó, en cuanto pudo, con el presidente Carlos Lleras Restrepo, quien le expresó su solidaridad y le brindó inmediato apoyo. De hecho, a la mañana siguiente, jueves 27 de octubre de 1966, cuando Quibdó aún humeaba, arribó a la ciudad el consejero presidencial Emilio Urrea Delgado, portando ayuda significativa y órdenes expresas del presidente de apersonarse de la situación, garantizar una inmediata atención de los damnificados y coordinar con el Gobernador del Chocó tanto las acciones inmediatas y urgentes, como las estrategias a largo plazo.

Una tremenda calamidad

Dichas órdenes y mensajes fueron reiterados por el presidente Lleras Restrepo, quien al igual que el Gobernador llevaba poco tiempo en su cargo (menos de 3 meses); en una alocución a través de la Radiodifusora Nacional de Colombia, en la que, entre otras cosas, expresó: “Hoy, infortunadamente, tengo que comenzar refiriéndome a una gran catástrofe: el incendio de Quibdó, sobre el cual el país apenas empieza a conocer detalles; pero, que reviste todas las características de una tremenda calamidad. Desde el primer momento, el Gobierno ha actuado para tratar de aliviar la suerte de las víctimas... He recibido, hace pocos minutos, una comunicación de don Emilio Urrea en que me da cuenta de la magnitud de la catástrofe. Cerca de una tercera parte de la población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones, los juzgados, etc. Será necesario un grande esfuerzo nacional para remediar este daño; pero, yo quisiera que ese esfuerzo no revistiera tan solo las características de una gestión fiscal, de un auxilio dado por el Tesoro Nacional. Me parece que se presenta a los colombianos la oportunidad de hacer un gran acto de solidaridad con los compatriotas que viven en una tierra pobre, sujeta a un clima inclemente, que se cuenta entre las regiones más deprimidas económicamente en la Nación”.[7]

Reconstrucción y remodelación

Superado el momento crítico de la emergencia, los gobiernos nacional y departamental acometieron la ejecución de acciones de fondo, para empezar cuanto antes la reconstrucción y remodelación de Quibdó. “Restablecida la calma, sobrevino el periodo de la reconstrucción, el cual comenzó con los estudios que hicieron las universidades Nacional y de los Andes, acompañados por técnicos urbanistas y el Instituto de Crédito Territorial”, anota al respecto Ramón Mosquera Rivas.[8] En la primera comisión de la Universidad Nacional viajó la entonces estudiante de Arquitectura Gilma Mosquera Torres (hija del Gobernador, quien nada tuvo que ver en su participación en la comisión académica), cuya trayectoria profesional sería posteriormente reconocida en todos los ámbitos profesionales y académicos nacionales e internacionales; y viajó también el famoso arquitecto y urbanista francés Jacques Aprile-Gniset, quien se vinculó a Colombia desde 1966 y contribuyó a la consolidación académica de sus áreas de conocimiento en la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá y Medellín) y en la Universidad del Valle, y conformó con la Doctora Mosquera Torres una de las duplas más famosas de investigadores del hábitat y la arquitectura popular de las comunidades del Pacífico colombiano, incluyendo la zona del Atrato Medio.

Un acontecimiento urbanístico

Malecón de Quibdó. Atardecer en el río Atrato. FOTO: Julio César U. H.-El Guarengue

Entre todos los cambios urbanísticos y arquitectónicos de la ciudad de Quibdó, a raíz del calamitoso incendio del 26 de octubre de 1966, se destacan las construcciones de viviendas familiares a cargo del Banco Central Hipotecario, el Instituto de Crédito Territorial y firmas constructoras privadas contratadas por la Nación para la ejecución de diversas obras; la construcción de una plaza de mercado a la orilla del río; y uno de los acontecimientos urbanísticos de mayor trascendencia en la historia de la ciudad: la decisión de conservar sin edificaciones la orilla del Atrato, para adelantar la construcción de un malecón.

Este acontecimiento es rememorado por el Gobernador Ramón Mosquera Rivas en su estupenda autobiografía, Recuerdos de un hijo de mineros: “…la reconstrucción resultó benéfica para la ciudad, ya que su aspecto, en la parte incendiada, cambió por completo. Por otra parte, se eliminaron las casas que se anclaban en zancos (guayacanes) en la orilla del Atrato, lo que permitió despejar la vista panorámica de la margen opuesta y la desembocadura de los ríos Quito y Cabí, hermosísima, sobre todo cuando en las tardes se admiran crepúsculos multicolores… Y además deja que las brisas del río refresquen la ciudad, a lo largo del bonito malecón construido para solaz de los habitantes, en las tardes veraniegas…”.[9]

El edificio de “La Confianza”

Edificio original de "La Confianza"-
Servicentro Esso. 1965 (aprox.)
FOTO: Archivo fotográfico
y fílmico del Chocó

El plan de edificios nacionales, departamentales y municipales ordenado por la Ley 1ª de 1967 -norma en cuyo marco se tomaron la mayor parte de las medidas de reconstrucción y remodelación de Quibdó- nunca se cumplió. Así lo recuerda el entonces Gobernador del Chocó, Ramón Mosquera Rivas, “Por el incumplimiento de esa parte de la Ley 1ª de 1967, la gobernación continúa instalada en el edificio que poco después del incendio se le compró a la empresa comercial “La Confianza”, y al cual se le hicieron algunas mejoras para adaptarlo a los servicios de oficinas…”.[10]

Con posterioridad al incendio, las oficinas gubernamentales fueron instaladas en varios establecimientos, como el Politécnico Femenino. Parte de las instalaciones del edificio de la empresa comercial La Confianza fueron usadas como depósitos de las ayudas enviadas de casi todas las capitales del país y recogidas por la Cruz Roja. Y fue entonces cuando surgió la idea de comprar ese edificio para dos fines: para adaptarlo provisionalmente como sede de la Gobernación, mientras se construía un Centro Administrativo que recogiera las oficinas nacionales, departamentales y municipales; y para que, posteriormente, sus instalaciones formaran parte adicional del Hotel de Turismo Citará, de propiedad del Departamento.

Algunos detalles de la adquisición del edificio de “La Confianza” fueron relatados en su autobiografía por el Gobernador Ramón Mosquera Rivas. “…La negociación la adelantamos con el Delegado Presidencial, Don Emilio Urrea, directamente con los directivos de la empresa, Don Mariano Montero y Don Fausto Abuchar. El negocio se hizo previo concepto favorable del entonces Ministro de Obras Públicas, Doctor Bernardo Garcés Córdoba, el Ministro de Gobierno, Doctor Misael Pastrana Borrero y el Delegado Presidencial. La suma de $780.000, valor con el cual en aquel entonces no se podía construir ni siquiera las bases de tal edificio de tres pisos, se me hace irrisoria. ”[11]

Por herencia nominal del establecimiento comercial que motivó la construcción original del edificio, para la venta de combustibles, lubricantes y repuestos automotores, así como para el expendio de artículos industriales y de ferretería, y la administración de otros negocios de sus propietarios, entre ellos la extracción maderera y el transporte fluvial por el río Atrato desde y hacia Cartagena; el edificio que sirve como sede a la Gobernación del Chocó terminó llamándose “Palacio de La Confianza”, denominación que -la verdad sea dicha- no deja de tener un tinte sardónico.

La Huelga

Menos de un mes después de esta denuncia 
en el periódico El Espectador,
comenzaría en Quibdó la Huelga
de Agua y Luz. FOTO: Chocó 7 días.

Menos de un año después de aquel pavoroso incendio, el martes 22 de agosto de 1967, comenzó en Quibdó un movimiento de protesta cívica conocido como la Huelga de Agua y Luz, que marcó un hito en la historia de la protesta social de la segunda mitad del siglo XX en el Chocó. Habían transcurrido 10 meses del pavoroso incendio que el 26 de octubre de 1966 consumió casi íntegra la zona céntrica, comercial, residencial y oficial de Quibdó. Aún podían mirarse las ruinas y todavía había quienes escarbaban y lavaban en sus bateas la tierra agostada por aquel fuego casi imparable que ardió toda una noche y a la siguiente todavía humeaba.

A nadie le cabía en la cabeza que, en una ciudad medio arruinada, capital de un departamento al que siempre le prometían de todo, no solamente hubieran sucumbido las esperanzas entre las llamas del incendio, sino que además no existieran servicios tan elementales como el agua corriente y la luz eléctrica.

De este suceso histórico sacó Ramón Mosquera Rivas, quien lo consideró “motín estudiantil y asonada contra las autoridades legalmente encargadas de la administración”, su remoquete de Ramón Plomo; pues, dada su condición de Gobernador, la gente le atribuyó en su totalidad las decisiones que condujeron a que la denominada Huelga de Agua y Luz finalizara con un saldo de 3 muertos, 7 heridos y 33 detenidos (13 de ellos menores de edad).

Fueron, pues, accidentados y desafiantes, los dos años largos durante los cuales ejerció como Gobernador del Chocó el ingeniero istmineño Ramón Mosquera Rivas, quien publicó su informe de gestión con sus propios recursos económicos, en un folleto titulado “Balance de una Administración”, como lo explica enfáticamente en su autobiografía, en la cual incluye el texto del informe.

Aprendiz de sastre, mientras estudiaba la escuela primaria; portero de la Prefectura provincial del San Juan, en Istmina; y estudiante tardío de bachillerato en el Colegio Carrasquilla, de Quibdó (iba a cumplir 18 años cuando ingresó al primer curso); Ramón Mosquera Rivas heredó la entereza de sus mayores y también su longevidad: sus abuelos murieron con más de 100 años de edad y a él le faltaron seis meses de vida para alcanzar el siglo… Ramón Mosquera Rivas fue, simultáneamente, testigo y protagonista, actor y cronista de la vida del Chocó durante la totalidad de su existencia.



[1] Sobre la generación de Ramón Mosquera Rivas, se puede leer en El Guarengue La Generación de la Dignidad: https://miguarengue.blogspot.com/2024/05/la-generacion-de-la-dignidad-ramon.html

Sobre Ramón Mosquera Rivas, algunos artículos anteriores de El Guarengue son los siguientes:

*Como si hoy fuera ayer (II). El desarrollo del Chocó según Ramón Mosquera Rivas:

https://miguarengue.blogspot.com/2020/03/como-si-hoy-fuera-ayer-ii-el-desarrollo.html

*Confluencias: https://miguarengue.blogspot.com/2020/01/confluencias-draga-n-2-de-la-compania.html

*DYNA N° 9 – 1934. 3ª Parte. Un retrato del Chocó de entonces:

https://miguarengue.blogspot.com/2023/04/dyna-n-9-1934-un-retrato-del-choco-de.html

[2] Ramón Mosquera Rivas. Recuerdos de un hijo de mineros. Editorial Difusión, Medellín, s.f. 231 páginas. Pág. 178.

[3] Ibidem. Pág. 179.

[4] Ibidem.

[5] Ídem. Ibidem.

[6] Ídem. Pág. 180.

[7] Alocución del presidente de la República Carlos Lleras Restrepo a propósito del incendio del 26 de octubre de 1996 en Quibdó. En: https://www.senalmemoria.co/la-voz-del-poder/carlos-alberto-lleras-restrepo 

En El Guarengue, 24 de octubre de 2022, puede leerse la crónica Recuerdos del Incendio: https://miguarengue.blogspot.com/2022/10/recuerdos-del-incendio-asi-era-la.html

[8] Ramón Mosquera Rivas. Recuerdos de un hijo de mineros. Editorial Difusión, Medellín, s.f. 231 páginas. Pág. 183.

[9] Ibidem. Pág. 184.

[10] Ibidem. Pág. 185.

[11] Ibidem. Pág. 186. El valor de compra del edificio aparece diferente unas páginas más adelante en la autobiografía de Mosquera Rivas: $680.000 (pág. 197).