lunes, 29 de junio de 2020


Recordando al Brujo
El Brujo, Alfonso Córdoba Mosquera, acompañado por el guitarrista Gabriel Enán Mosquera.
Foto: Cortesía Douglas Cújar

Cuando falleció, el 26 de junio de 2009, El Brujo estaba a dos meses de cumplir 83 años de vida, de una vida dedicada al arte en por lo menos una decena de manifestaciones: canto, composición, orfebrería, escultura, pintura, narración, lutería, caligrafía, artesanía, talla de madera. Como un homenaje a su memoria, en el 11º aniversario de su muerte, El Guarengue reproduce este reportaje de Cromos, publicado en El Espectador el 17 de septiembre de 2014 y escrito por la periodista Gloria Castrillón. Un recorrido por su existencia, maravillosamente llena de artística brujería.

La magia creadora de Alfonso Córdoba, el Brujo del Chocó

En Quibdó nació y murió este genio creador de las artes chocoanas. Su talento cubrió la música, el canto, la joyería, la artesanía. Fue uno de los personajes más importantes del Chocó el siglo pasado. Una joya de la música.

Mientras correteaba por el barrio La Yesquita, de Quibdó, Alfonso Córdoba era feliz escuchando la música cubana y caribeña que en medio del bullicio del puerto se colaba y llegaba para endulzarle el alma. La cadencia y el sabor de los boleros, sones, calipsos y tangos se le fueron metiendo en la piel. En su cabeza revoloteaban las historias que le escuchaba a su padre, don Salomón, gran boga que encantaba a sus pasajeros con sus relatos remontando el río y las inverosímiles leyendas de don Cupertino Mosquera, el amigo de la casa que llegaba a alimentarle su ánimo aventurero.

Semejante mezcolanza en un solo cuerpecito –era tan delgado y frágil como vivaz– no podía terminar en otra cosa que no fuera genialidad. Y eso fue Alfonso Córdoba, un genio.  Le decían el «Brujo» porque no había otra forma de explicar la sabiduría que derrochó hasta el último de sus días. De sus prodigiosas manos salieron desde canciones y joyas, hasta guitarras, bongos y una escritura adornada y escrupulosa que nadie pudo replicarle. 

Nació en Quibdó, en 1926, apenas tres días antes de que San Francisco de Asís, el patrono de los quibdoseños, cumpliera 500 años. Para ese año las fiestas de San Pacho vivieron un cambio fundamental porque se integraron al mismo tiempo la banda del pueblo –esa que estaba destinada solo para las procesiones de la virgen– las chirimías (conjuntos de música tradicional) y la pólvora. 

Y fue allá, en La Yesquita, donde nacieron los grupos folclóricos y artesanos que revolucionaron la fiesta de San Francisco, y la sacaron de las paredes de la Catedral para llevarla a los barrios, por allá en 1898. Fueron los yesquiteños quienes se apropiaron de San Francisco y lo llamaron San Pacho, como quien le habla al vecino, y lo adoraron con alegorías africanas e indígenas. Allá, en ese mismo barrio donde retumbaba la sonoridad de los abozaos y alabaos, nació el Brujo, en esos días de revolución. Como si fuera una premonición de la revolución que él le haría años más tarde en el mundo de la cultura de esta ciudad.

Su infancia estuvo marcada por la música. Fue a la escuela pública y en apenas cuatro años que cursó se hizo notar. No solo era buen estudiante, como era previsible, sino que se destacó por ser «muy pulido», como recuerda don Alfredo Cújar, compañero de pupitre. Recitaba poesía como nadie y cantaba con el mismo timbre y estilo de Bienvenido Granda. «El Brujo fue fiel intérprete de la Sonora Matancera», recuerda el amigo de infancia en su casa, a pocos metros de la catedral de Quibdó. Ya por esa época se hizo célebre por su talento para hacer pequeñas tallas en madera de los santos que adornaban la iglesia. 

Era tal su inquietud que, al crecer, Quibdó se le quedó pequeña. Aunque amaba su pueblo y era feliz recorriendo el Baudó, el Atrato o el San Juan en busca de buenas maderas y oro para fabricar cuanta cosa se le ocurría, el Brujo tuvo que volar pronto para encontrarle sosiego a su alma aventurera. Por aquella época los quibdoseños no buscaban su futuro en Cali o Medellín, como lo hacen hoy. En aquel tiempo preferían tomar un barco de vapor que los llevara, en un día y medio, a Barranquilla o Cartagena, ciudades mágicas y exuberantes para perderse en la bohemia y la música. 

Allá fue a parar el Brujo. En Barranquilla colmó su inquietud de orfebre con unos joyeros italianos de los que aprendió técnicas y secretos insospechados; conformó una familia (tuvo cuatro hijos con Margarita Herrera) y pudo crear su primer grupo musical, Los mayorales del ritmo. Fueron 18 años de vida artística, tocando, cantando, creando.

Al regresar a su Quibdó del alma, la ciudad seguía siendo un hervidero musical. De alguna manera el Brujo sentía que era momento de volver a la tierra para sembrar todo aquello que había recogido en tierras lejanas (Cartagena, Galapa, Mompox). «Él se devolvió porque extrañaba su tierra, él se inspiraba en la selva y siempre prefirió la música del Pacífico, la del Caribe le parecía repetitiva y pobre de letra», dice Daysi, una de las nietas que le sigue los pasos en la música. Su llegada a Quibdó marcó un antes y un después en la vida de este pueblo.

Foto: Cortesía Douglas Cújar.

El negrito contento
«Yo soy un negrito contento / que a Dios le doy las gracias / por haberme dado como bendición / la dicha, de haber nacido en el Chocó».

Pulido como siempre, ahora con boina, ropa elegante y finos tratos con la gente, el Brujo llegó como un huracán que lo revuelca todo. Cantaba su Negrito contento –primer gran éxito musical– y traía debajo del brazo canciones, partituras, joyas y mucho ingenio. Le faltaron manos y tiempo para hacer lo que quería. Lo primero fue conformar su primer grupo en Quibdó. Se juntó con un maestro de escuela que no ejercía por andar de carpintero, con tres empleados de la cárcel –dos expertos en contabilidad y uno en manejo de armas–, y con un puñado de músicos que estaban desperdigados. De ahí salió algo llamado Los negritos del ritmo. Eran Lucho Palomeque, Santos Moreno Blandón, Carlos Rengifo, Augusto Lozano, Eduardo Halaby, Carlos Bechara, y el Brujo, entre otros, bajo la dirección de Neptolio Córdoba. Esa fue la primera orquesta moderna de Quibdó que tocaba en el único hotel cinco estrellas de la ciudad, el Citará. Era la primera vez que músicos de los barrios populares tocaban para los más pudientes, y era la primera vez que una orquesta de semejantes dimensiones tocaba en vivo en el pueblo. Y era en aquellas memorables fiestas que un jovencito pobre y talentoso lograba colarse para deleitarse con la música. Una noche, en medio de un receso de la orquesta, ese jovencito tomó prestada la trompeta para robarle unas notas, escondido en un baño. Ese jovencito se llamaba Jairo Varela.

Asentado en La Yesquita, El Brujo no se conformó con su éxito musical. Mientras buscaba la oportunidad de grabar un disco, puso su taller de orfebrería. Con sus manos inquietas y sabias fabricó sus propios instrumentos para la orquesta, diseñó las más hermosas joyas con técnicas que nadie en el Chocó conocía y escribía y escribía canciones con esa letra inimitable. La faceta de orfebre del Brujo dejó a todos boquiabiertos. Trabajaba la filigrana como ninguno en su tierra y además fabricó una herramienta que hasta el sol de hoy no se ha reemplazado y que les cambió la vida a los joyeros del Chocó. Se inventó un soplete para soldar el metal que se operaba con el pie y no con la boca, como durante siglos se hizo, a costa de la vida de los orfebres que morían contaminados por el mercurio y otros gases tóxicos. Sus creaciones le dieron la vuelta al mundo y con una de ellas se ganó el Premio Nacional de Artesanías de Colombia en 2005.

Pero su regreso a La Yesquita no fue solo para poner su joyería. Apenas llegó se vinculó a las fiestas de San Pacho, tan importantes para este barrio donde se gestó la pueblerización de la celebración religiosa. Y ahí también revolucionó. Hasta ese momento, cada barrio desfilaba con un disfraz, una carroza grande sobre la que se montaban muñecos cabezones que representaban personajes de la picaresca local, siguiendo la costumbre traída siglos atrás por los padres claretianos. Al Brujo se le ocurrió que había que cambiar aquella cosa estática y sosa y que el muñeco cabezón debía ser reemplazado por figuras en movimiento que representaran la realidad de su pueblo oprimido. Así que se encerraba en el patio de su casa todas las noches armado con martillos, clavos, poleas y maderas. 

De ahí en adelante, las fiestas de San Pacho no volvieron a ser las mismas. Cada disfraz que hacía el Brujo era para criticar a la Iglesia, a los políticos corruptos, al saqueo del oro por parte de las multinacionales, al olvido del Estado… no dejó títere con cabeza.  Cada San Pacho, la ciudad entera esperaba con ansias los disfraces que salían de su taller. Cada creación era el secreto mejor guardado de La Yesquita. Muchas veces intentaron, sin éxito, escabullirse hacia el patio de la casa para descubrir su última idea. Se hizo mito viviente entre los muchachitos más inquietos del barrio que buscaban a un señor que era brujo y que fabricaba inventos maravillosos. Todos querían verlo trabajar. «Él estaba rodeado de misterio, yo fui a conocerlo y estar ahí para alcanzarle el martillo, conseguirle los clavos o cargarle la madera», recuerda Carlos Valencia, uno de los más traviesos vecinitos del sector, hoy conocido como «Tostao», integrante de Chocquibtown, quien se convirtió años más tarde en uno de sus aprendices en la música.
  
Lo cierto es que en Quibdó, en cada San Pacho, la gente se negaba a aceptar esos cabezones estáticos antiguos; todos reclamaban «movimiento, movimiento». 

Foto: Najle Silva.

El negrito en Bogotá
No contento con revolucionar la joyería, la música y las fiestas de San Pacho, el Brujo seguía en su empeño de grabar un disco. Los vientos del momento decían que era Bogotá la ciudad donde la música del Pacífico podía florecer. Una generación de talentosos músicos emigró desde el Atrato a la capital. La mayoría de ellos aprendió los secretos de la música en la Catedral de Quibdó, formados por el padre Isaac Rodríguez. De esa manera, el Brujo llegó a Bogotá, entre otros, con Jairo Varela, Alexis Lozano y un blanco de ojos verdes al que le decían Macabí, uno de los mejores pianistas del Chocó. Con ellos soñó grabar, por fin, un disco.

Llegaron a Bogotá en 1979. Tocaron las puertas de los sitios que le rendían culto a la salsa, hasta que lograron instalarse en Ramón Antigua, en la calle 82 con 16. «El sitio estaba quebrado, no era nada –recuerda Leonardo Álvarez, el dueño– pero, con la voz auténtica del Brujo y la genialidad de esos músicos, en poco tiempo floreció y ya no le cabía la gente». Intelectuales, políticos, artistas, todos caían seducidos por el encanto del Brujo. Cada fin de semana se hacían concursos para descubrir talentos y, después del cierre oficial, los bohemios más empedernidos se quedaban de puertas para adentro para escuchar las historias fantásticas que aquel negrito contento les relataba con su magia chocoana. «Cuando el Brujo cantaba los boleros era el momento estelar de la noche. En boca suya escuché por primera vez La caderona, en su estilo tan único», recuerda Carlos Vives, que en aquel momento era un universitario samario de 21 años que llegaba a meseriar y soñaba con cantar un bolero al lado del Brujo. 

Alexis Lozano dice que en aquel momento estaban buscando el éxito con Niche, pero en algún momento se descartó la idea de que el Brujo fuera el cantante, como se había pensado. «Era cuestión de estilo, Jairo buscaba un cantante de salsa». Alexis y el Brujo se quedaron en Bogotá y conformaron El negro y su timba y Alexis y su banda, dos grupos que crecieron en paralelo al grupo Guayacán, mientras Jairo Varela se iba a Nueva York persiguiendo el éxito con Niche.

«Fue una vida difícil. Él vivió en el barrio Santafé porque allá se concentraban los caleños, los calentanos, y también vivió en Fontibón, en una casa que Jairo tenía para los músicos», dice Douglas Cújar, un arquitecto que se dejó fascinar por las historias del Brujo y se dedicó a investigarle la vida, hasta convertirse en su biógrafo no oficial.

En ese apartamento del Santafé vivieron hasta doce personas, todos músicos y cantantes destacados, según recuerda Félix Mena, el hijo mayor (aunque no de sangre) del Brujo. Dice que su padre se cansó de buscar el éxito y se devolvió para Quibdó porque lo jalaba el amor por sus nueve hijos. 

Retornó con el mismo ímpetu de antes a seguir buscando la forma de grabar. Lo hizo en Medellín con Alexis y con el Trío Atrato. No paró de escribir y crear. Formó músicos y joyeros y siguió ganándose los concursos de disfraces en cada San Pacho. Solo Mianmco, un gran amigo y artesano, logró ponerle competencia y arrebatarle varios premios. «A veces a él se le acababa la madera y me pedía. Yo se la llevaba hasta su casa», recuerda el anciano en su taller, donde todavía trabaja como el último de los grandes disfraceros del Chocó.

Solo dejó su Quibdó del alma cuando le hicieron una propuesta de hacer talleres de orfebrería en Bogotá. Pasaba varias horas del día en una casa del barrio Teusaquillo conocida como la casa de los Mojarra, porque allí ensayaban, entre otros, Mojarra Eléctrica, Chocquibtown y La 33. Fue su reencuentro con viejos amigos como Tostao y con la buena vibra de un puñado de muchachos chocoanos que le aprendían al Brujo con cada anécdota que les contaba. Vivió algunos años hasta que el corazón le falló y tuvo que volver a su tierra. 

Foto: Najle Silva
Llegó agotado y enfermo, pero su pueblo lo adoraba y le reconocía su entrega al arte. También le llegaron reconocimientos nacionales, como el que le hizo la ministra de Cultura Paula Moreno; y el festival Petronio Álvarez le dedicó una de sus versiones.

Al final de sus días, el Brujo fue reconocido. Tal vez no tanto como se merecía, reconoce su hija Johana. «Hubo placas y discursos, pero eso no es suficiente». Y lo dice porque dentro de un baúl que guarda su viuda hay más de 500 canciones inéditas. Un gran tesoro que se quedó allí, escrito en la hermosa caligrafía del Brujo, pero que no logró convertirse en canciones por la falta de apoyo al talento que en el Chocó surge a borbotones.

Poco antes de su muerte, y en medio del homenaje en el Petronio Álvarez (2007), Alexis Lozano se lo llevó a su casa en Cali y le grabó tres discos, uno de boleros, otro de timba y uno más de folclor, que permanecen inéditos aún. Esa es la última herencia de un hombre que revolucionó las artes de su pueblo chocoano, desde el primero hasta el último de sus días.


lunes, 22 de junio de 2020


¿Un cementerio sin sepulturas?
Pórtico de acceso al único cementerio de Quibdó. Foto: Chocó 7 días.

A fines del año 1926, luego de cuatro años de construcción, fueron enterrados los primeros muertos en el Cementerio San José, de Quibdó, capital de la entonces Intendencia Nacional del Chocó. Por las calles de la ciudad ya circulaban automóviles, había servicio de luz eléctrica y hacía tres años había acuatizado el primer hidroavión en la orilla del Atrato. La Carrera Primera, entonces Calle de la Paz, había sido pavimentada tres años atrás y tanto el cemento como los elementos constructivos vaciados en concreto, por ejemplo, columnas, eran ya de uso corriente en las obras civiles de aquella ciudad que, al decir de algunos viajeros, era un claro de modernidad en medio de la selva.

Cuando el cementerio fue inaugurado, aún faltaba terminar su portada o pórtico, con un diseño de forma trapezoidal por su inspiración egipcia y rematado por una clepsidra o reloj de agua y por una guadaña, como expresiones simbólicas de la eternidad y del paso de la muerte, y como sellos historicistas de su diseñador, el gran arquitecto de Quibdó en la primera mitad del siglo XX, el ingeniero catalán Luis Llach Llagostera, quien llegó a la ciudad procedente de Cartagena y dejó su impronta en una vasta y exquisita obra constructiva, que se extendería a Centroamérica, en particular a Costa Rica, donde también sus obras son de culto y forman parte del patrimonio nacional.

A la sazón, Quibdó contaba ya una década de progreso material sostenido, visible en las obras públicas y en el incremento de pequeñas industrias, construcciones de casas y establecimiento de locales comerciales que expendían productos procedentes de los Estados Unidos, de Inglaterra y de Francia, los cuales entraban a la ciudad en los vapores de carga y pasajeros que circulaban por el río Atrato, procedentes de Cartagena, ciudad en donde la mayoría de las casas y sociedades comerciales tenían sus sedes principales. Tal prosperidad se cimentaba en el hecho histórico de que, a partir de 1916, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y de la situación política interna de Rusia por la Revolución Bolchevique (1917), el Chocó pasó a ser el mayor productor mundial de platino, desplazando a la región de los Montes Urales, cuya producción se paralizó por dichas causas. De modo que “el precio del platino le permitió al Chocó, y a Quibdó en particular, incorporarse en igualdad o en mejores condiciones a la dinámica de la economía nacional, que entonces se fundamentaba en los mercados regionales. Este hecho favoreció a las ciudades del Caribe y a las ubicadas en las arterias fluviales que conectaban con el mismo, como es el caso de Quibdó[1].

El Cementerio San José fue inaugurado el 26 de octubre de 1926, con una capacidad de 60 bóvedas, con una planta de diseño oval proyectada así por Llach debido a las condiciones del terreno. La construcción, que incluyó ladrillos fabricados por la Compañía Industrial Quibdoseña, estuvo a cargo de Rodolfo Castro Baldrich, el famoso ingeniero empírico que también participó en la construcción del Hospital San Francisco de Asís, en el trazado del camino de Quibdó a Bolívar (Antioquia) y en la primera etapa constructiva del Colegio Carrasquilla, entre otras obras significativas, y quien llegó a ser Director de Obras Públicas de la Intendencia.

Por los mismos días en los que el Cementerio San José fue inaugurado, el Consejo Administrativo de la Intendencia ordenó suspender los trabajos de construcción del Hospital San Francisco de Asís, habida cuenta de que se adelantaban sin el cumplimiento de los requisitos, pues los planos y presupuestos definitivos de la obra no contaban con su aprobación. Fue entonces cuando la misma Intendencia contrató al ingeniero alemán E. Altman, quien se encontraba trabajando en una empresa de ingeniería contratada por el Gobierno Nacional para adelantar diseños de vías desde el Chocó hacia el Valle y otros departamentos, para que elaborara los planos con todas las condiciones necesarias; hecho lo cual, las obras del Hospital se reanudaron, luego de que Altman entregara los planos, en marzo de 1927.

La ubicación del cementerio formaba parte de los propósitos de expansión de la ciudad hacia esa zona, contemplados en el llamado Plan de Urbanización del Barrio Norte, así como pretendía dar comienzo a un polo de crecimiento hacia el oriente de la ciudad, junto con el Hospital y con la apertura de la nueva conexión del camino hacia Antioquia, que antes de eso estaba definido por la Alameda Reyes hacia Las Margaritas y pasando por las estribaciones de la Loma de San Judas.

Dado que se dio al servicio sin terminar las obras finales de embellecimiento, el Consejo Administrativo de la Intendencia Nacional del Chocó, mediante el Acuerdo Nº 7 del 24 de octubre de 1928, aprobó la inversión de hasta 800 pesos para el cementerio, en el mismo capítulo de Obras Públicas en el que se incluyeron 36.000 pesos “para trazado y construcción de la carretera Quibdó-Bolívar”; 10.000 pesos “para la construcción de los hospitales de San Francisco de Quibdó y Nuestra Señora de las Mercedes, de Istmina”; y 6.000 pesos “para construcción del nuevo Colegio de Carrasquilla de Quibdó, y mejoras en la plaza del mismo nombre”. Este Acuerdo, suscrito por Jorge Valencia Lozano, como Intendente y Presidente del Consejo Administrativo de la Intendencia, fue aprobado mediante el Decreto 2088 de 1928, suscrito por el Presidente de la República, Miguel Abadía Méndez, y por su Ministro de Gobierno, Enrique J. Arrázola.[2]

Templete del Cementerio San José, de Quibdó. Foto: Julio César U. H., junio 2018.
Casi un siglo después de inaugurado el Cementerio San José, de Quibdó, sus administradores informan -a finales de abril de 2020- que en el mismo solamente se dispone de 100 bóvedas y que el 20% del predio estaría disponible para construcción de nuevas sepulturas. A principios de junio, la disponibilidad se redujo a 50 bóvedas para la inhumación o entierro de cadáveres. Hace 5 días, en un “Comunicado sobre la situación actual del cementerio San José, del municipio de Quibdó, en el contexto del colapso del sistema de salud y el alto índice de homicidios en la ciudad”, emitido por la Diócesis de Quibdó y firmado por el Párroco de la Catedral (que tiene a su cargo la administración del camposanto) y por el Obispo diocesano, se informa detalladamente sobre la incapacidad del cementerio para albergar los muertos por venir, si las cifras siguen como vienen durante el año y, especialmente, por la combinación entre homicidios o muertes violentas y fallecimientos por Covid-19 y por otras causas. Se anuncia en el comunicado que, para afrontar la situación, se ha acordado construir 700 bóvedas: “la parroquia Catedral San Francisco de Asís realizará la construcción de 200 bóvedas, y las otras 500 estarán bajo la responsabilidad de la Alcaldía de Quibdó y la Gobernación del Chocó[3].

Según los reportes de la Secretaría de Salud de la Gobernación del Departamento del Chocó, hace un mes, el 21 de mayo de 2020, había 80 casos confirmados de contaminación por Covid-19 en el Chocó, de los cuales 63 correspondían a Quibdó. Un mes después, ayer 21 de junio, la misma fuente informa que en total hay 995 casos positivos, de los cuales 891 corresponden a Quibdó. Es decir, que en el lapso de un mes el Chocó ha tenido un incremento mayor al 1.100% (mil cien por ciento) en los casos positivos. Y en Quibdó, comparando la población total (aproximadamente, 130.000 habitantes) y los casos actuales, se puede decir que hay por lo menos un enfermo por manzana.

No será la aguapanela con limón y bicarbonato de sodio la toma milagrosa que nos salve de los muertos que resultarán de tan impresionante situación, los cuales se sumarán a los muertos en hechos violentos, a los 70 homicidios que, según el comunicado de la Diócesis, han ocurrido en lo que va del año 2020. La situación es literalmente grave, preocupante, tan escandalosa que perturba la paz de los sepulcros. Un siglo después, Quibdó está a punto de tener un cementerio sin sepulturas.

Foto: Julio César U. H.



[1] Orozco M., Fernando y Luis Fernando González E. Quibdó, sueño y realidad arquitectónica. Banco de la República, Área Cultural – Quibdó, 1994. 36 pp. Pág. 13.

[2] DIARIO OFICIAL. AÑO LXIV. Nº 20954. 26 NOVIEMBRE. PAG. 4. DECRETO 2088 DE 1928 (octubre 24). Por el cual se aprueba el Acuerdo número 7 del Consejo Administrativo de la Intendencia del Chocó.

[3] Diócesis de Quibdó-Gobierno Eclesiástico. Comunicado sobre la situación actual del cementerio San José, del municipio de Quibdó, en el contexto del colapso del sistema de salud y el alto índice de homicidios en la ciudad. 2 pp. Pág. 2.

lunes, 15 de junio de 2020


Semblanza de Ramón Lozano Garcés
Por Alfredo Cújar Garcés [1]
Ramón Lozano Garcés en Kingston, Jamaica,
en sus tiempos de Embajador de Colombia en ese país.

Ramón Lozano Garcés nació en Quibdó, el 24 de septiembre de 1912, y murió el 22 de septiembre de 1983. Es un integrante destacado de la denominada Generación Chocoanista, de la cual también formaron parte, entre otros, Diego Luis Córdoba, Manuel Mosquera Garcés, Adán Arriaga Andrade y Daniel Valois Arce, quienes salieron del Chocó, a partir de la década de 1920, a formarse en las más prestigiosas universidades públicas de Medellín, Bogotá y Popayán, y después de graduados accedieron a espacios políticos nacionales, desde los cuales trabajaron conjuntamente en la construcción de un proyecto regional para el Chocó, cuya base fue la conversión de la entonces Intendencia en Departamento del Chocó. Lozano Garcés se distinguió como parlamentario inteligente, fogoso y defensor a ultranza de la soberanía nacional frente a los intereses del capital extranjero en los recursos mineros y forestales de Colombia. Su denodada lucha por la defensa de los mineros chocoanos no tiene antecedentes ni parangón en la historia regional. “Más vale morir de pie que vivir de rodillas” es una de sus frases, que resume su lucha de toda una vida.

Por su calidad literaria y el valioso resumen que hace de la trayectoria de Ramón Lozano Garcés, El Guarengue reproduce este escrito de Don Alfredo Cújar Garcés, quibdoseño eminente y conocedor como el que más de la vida social, cultural, económica y política del siglo XX en el Chocó.


Sus ojos fijos en el horizonte, como escrutando el destino de su pueblo, irradiaban ese tono de humildad que marcó su vida irremediablemente, su sino vital y humanitario que le acompañaría en el proceso luminoso de su carrera. En mi retina de niño entonces, quedó para siempre en el paisaje parroquial la figura de un hombre reflexivo y sereno cruzando la calle principal de su barrio, Yescagrande. Triunfante o derrotado, como el soldado que regresa de la guerra con las heridas frescas, pero con la esperanza viva. Justicia social para su pueblo fue su emblema y su grito en las mil batallas de su vida. Por eso y para eso nació y vivió. Agotando todas las fuerzas de su existencia, perdió la última batalla con la muerte, pero no con la injusticia. Todavía sus amigos luchan por su ideario y sus sueños.

Su destino de líder comenzó desde los 18 años de edad, cuando se involucra en los problemas y conflictos sociales y económicos de su tierra natal. Estudia Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Antioquia, de Medellín, en donde sus calidades intelectuales lo sitúan en la primera avanzada estudiantil. Allí, en foros y congresos, da muestra de su condición innata de dirigente y conductor.

A su regreso a la ciudad natal, Quibdó, se vincula en el sector político que comandaba Adán Arriaga Andrade. Allí encajan sus ideas de izquierda. El desempeño oficial de algunos cargos públicos lo compenetra más a fondo con la realidad y el padecimiento del Departamento del Chocó, la región más pobre de Colombia. Brota del fondo del alma su inconformidad por el trato y comportamiento estatal con su tierra. No hubo organización cívica política de la que no hiciera parte Ramón Lozano. Su postura física y su oratoria engalanada de una prosa fresca y convincente calaba en el corazón de los chocoanos. Sus dotes íntimas de poeta, escritor y catedrático, hicieron presencia inconfundible en su elocuencia juvenil, que despertaba entusiasmo y simpatía popular.

Después de la decepción ocasionada por el pacto suscrito por Adán Arriaga y Diego Luis Córdoba, en un acuerdo político denominado “El Eje”, Lozano Garcés se afianza en la arena política regional con cuerpo y alma. Con Leopoldino Machado, conforman un movimiento político Anti-Eje, denominado “Binomio”, que los lleva al congreso nacional en varias oportunidades. No hubo un solo instante en donde no latieran en su corazón los problemas de su terruño. Apropió como suyo el dolor de los mineros del Chocó, materia de su predilección de la que era maestro y figura nacional. Los mineros de la región aurífera del río San Juan hicieron de él su bandera. Compartió con ellos resonantes triunfos en la lid del derecho y también sus agonías por el despojo del imperialismo norteamericano a los nativos.

Hubo una etapa crucial de su trayectoria vital, cuando ejerció el litigio público, en donde la Rama Judicial dominada por sus adversarios políticos, le cerró todas las puertas. El ejercicio de su profesión entró en un campo minado en donde Lozano Garcés no podía pisar. Circuló, entonces, de su autoría, un documento público: “Banderas a media asta”, que fue constancia de la situación judicial. Lozano Garcés fue acusado también, por sus detractores, de subversivo, en tiempos del gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla (1954-1957). Fue vigilado día y noche, en sus actividades civiles y políticas. Estuvo encarcelado injustamente por defender a los mineros del San Juan (1956). Esta etapa de su trayectoria lesionó para siempre su corazón.

Ramón Lozano Garcés pudo haber sido rico si su lucha hubiere estado al servicio de los poderosos y del capital norteamericano. Pobre, humilde y resignado, despreció las mieles de las cumbres para compartir con los más humildes de su tierra el plato vacío y desprovisto de los chocoanos.

Este extraordinario exponente de la chocoanidad fue de los últimos productos de la racha de valores humanos que se inició en los albores del siglo XX, hasta los años treinta. Tiempo en que se dieron ministros, consejeros de estado, contralores, miembros de altas cortes y embajadores, como él mismo lo fue. Era la época en la que el Chocó surgió como potencia en la formación de maestros, exportador de metales preciosos y de talento humano.

Este hombre, humilde y pobre dio la muestra sublime de su modestia y sencillez cuando acude, en silla de ruedas, apoyado en el brazo de sus amigos, a la Asamblea Departamental para conseguir la gracia de una pequeña pensión. Una honda lección de humildad para la historia del Chocó, y hoy para la tan cuestionada honradez pública.

Queda en el espacio colombiano como un gigantesco interrogante: ¿hasta cuándo la injusticia y la deuda social con el Departamento del Chocó? Fue la razón indeclinable de su lucha y de su vida.


[1] Publicada el 1º de julio de 2012, en la página de Facebook Ramón Lozano Garcés "Centenario": https://www.facebook.com/RamonLozanoGarcesCentenario/

lunes, 8 de junio de 2020


La Catedral de Quibdó,
de caserón destartalado a popurrí arquitectónico
Iglesia Parroquial de Quibdó, 1934.
Foto: Misioneros Claretianos.
El pasado 13 de mayo se cumplieron 75 años de la ceremonia de bendición de la Primera Piedra de la Catedral San Francisco de Asís, de Quibdó, cuya construcción duró más de 30 años, entre 1945 y 1977. Dicho periodo abarca tanto la época de la Prefectura Apostólica del Chocó como la del Vicariato Apostólico de Quibdó. La Prefectura fue creada por la Santa Sede en 1908, definiéndole como jurisdicción la totalidad del territorio del Chocó y encomendándola a los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (CMF) o Claretianos, quienes llegaron a Quibdó en febrero de 1909, encabezados por el Padre Juan Gil y García como primer Prefecto Apostólico. En 1952, por decisión del Papa Pio XII, la Prefectura es dividida en dos jurisdicciones eclesiásticas diferentes, con la consiguiente distribución del territorio entre ellas: el Vicariato Apostólico de Quibdó, para cuya administración son confirmados los Misioneros Claretianos, encabezados por el Padre Pedro Grau y Arola, quien es ordenado Obispo y nombrado Vicario Apostólico, y el Vicariato Apostólico de Istmina encargado a los Misioneros Javerianos de Yarumal, cuyo nombre oficial es Instituto de Misiones Extranjeras de Yarumal.

El antecedente inmediato de la Catedral es el templo parroquial de Quibdó, construido desde que los Claretianos llegaron a la ciudad, en 1909. Fue casi siempre una edificación de madera, palma, mampostería en barro y techo de zinc, que, aunque bellamente decorada por los misioneros y los fieles locales, sufría permanente deterioro y requería mantenimiento constante; así como era presa fácil de los sucesivos incendios que en el Quibdó de entonces se presentaban. Ello condujo a que, por temporadas, su aspecto exterior e interior no fuera el mejor; al punto que Diego Luis Córdoba se refirió a él como un “caserón destartalado”, que debía ser reemplazado por un edificio digno de la ciudad capital de la Intendencia.

El último domingo del año 1934, según registro del periódico ABC, de Quibdó, “se reunieron, en uno de los salones del convento de los misioneros, los señores Intendente Nacional y Secretario de Hacienda, el Reverendo Padre Cervelló y los caballeros que a continuación se enumeran: don Delfino Díaz R., don Miguel Ángel, don Félix Meluk, don Azarías Valencia, don Manuel F. Barcha, don Juan J. Carrasco, don Enrique Santacoloma, don Guadalupe Rivas Polo, don Julián Meléndez, don Francisco Córdoba, don Julio Perea Quesada y don Guillermo Henry, estudiaron por todos sus aspectos el problema de la iglesia que necesita esta ciudad, con toda urgencia, para reemplazar el “caserón destartalado” de que hablara Diego Luis Córdoba[1]. Este grupo de notables nombró una Junta Administradora de la obra del Templo de San Francisco, como ya se llamaba, encabezada por el Intendente Nacional, Doctor Adán Arriaga Andrade, el Padre Cervelló, el Alcalde Provincial, doctor Jaime Arango, y los señores Delfino Díaz Ruiz, Julio Perea Quesada, Félix Meluk y Francisco Córdoba, quien fue elegido secretario de la junta.

Tal como lo informa el ABC [2], el Intendente se comprometió a apropiar para la obra una suma no menor de cinco mil pesos, del presupuesto de 1935; así como a lograr que el Concejo Municipal de Quibdó hiciera un aporte para el mismo fin. Pero, dicha sesión de la junta no concluyó sin que los demás asistentes hicieran efectivos sus aportes personales a la causa del templo parroquial, así: Misioneros Claretianos, $100; Doctor Arriaga Andrade, $100; Manuel Felipe Barcha Velilla, $100; Félix Meluk, $100; Julio Perea Quesada, $25; Enrique Santacoloma, $25; Delfino Díaz Ruiz, $20; Miguel Ángel Ferrer, $10; Dionisio Echeverry Ferrer, $10; Guadalupe Rivas, $10; Azarías Valencia, $5; Francisco Córdoba, $5; Guillermo Henry, $5.

Además del dinero inicialmente recaudado, hubo en la reunión ofrecimientos significativos y de gran valía para la obra del templo parroquial de San Francisco de Asís. Dionisio Echeverry ofreció sus servicios como Ingeniero, Miguel Ángel F. ofreció su teatro para la realización de funciones con propósitos de recolección de fondos y Julián Meléndez donó cinco barriles de cemento.

El edificio que posteriormente se convirtió en la Catedral tuvo una primera etapa constructiva casi ininterrumpida, que duró aproximadamente una década. Posteriormente, casi siempre por falta de recursos, tuvo suspensiones periódicas que alcanzaron hasta un año. Donaciones en dinero, de distintos gobiernos, de comerciantes, de la ciudadanía quibdoseña y de colectas especiales pro-templo; al igual que extenuantes y fructíferas jornadas de contribuciones en especie, como las marchas de la baldosa realizadas en los años 1970, hicieron posible la culminación casi total de la obra, a fines de esa década, incluyendo modificaciones y ajustes al diseño original, obra del Ingeniero Oscar Castro Conto, quibdoseño, quien estuvo al frente de la construcción durante buena parte de ella.

Catedral de Quibdó, julio 2019.
Foto: Julio César U. H.
La Catedral fue consagrada oficial y solemnemente por el entonces Cardenal de Colombia, Monseñor Aníbal Muñoz Duque, en compañía del entonces Vicario Apostólico de Quibdó, Monseñor Pedro Grau y Arola, quien, al igual que su hermana Mercedes, donó gran parte de su herencia familiar para la terminación de la obra. El Arquitecto e Historiador Luis Fernando González Escobar, en su destacada y ya proverbial obra sobre el patrimonio arquitectónico de Quibdó hasta mediados del siglo XX, anota que “si la Prefectura (Palacio Episcopal) fue una obra ecléctica, pero contenida, con buen diseño y construcción, no lo fue tanto la Catedral, que se distingue desde el diseño por un delirante popurrí donde todos los cánones arquitectónicos se rompieron, tal vez en razón de la formación académica del Ingeniero Oscar Castro C., quien en últimas decidió el diseño que inicialmente planteaba el Hermano Galicia[3].

Castro Conto estudió Ingeniería en Popayán. Es hijo del famoso Rodolfo Castro Baldrich, quien también fue padre de los hermanos Castro Torrijos, de notable aporte a la música folclórica chocoana, y fue reconocido como un ingeniero autodidacta que participó en destacadas obras, como el trazado de la carretera de Quibdó hacia Bolívar (Antioquia) y la construcción del Hospital San Francisco de Asís, obra que fue finalizada por el Hermano Vicente Frumencio Galicia.

Vicente Frumencio Galicia Arrué, popularmente conocido como el Hermano Galicia y quien participó con sus ideas en los diseños originales de la Catedral, es uno de los genios constructores de la Congregación Claretiana en toda su historia misionera en el Chocó y Colombia. Vivió en Quibdó durante 16 años. Ejecutó obras como el Palacio Episcopal de Quibdó, el Colegio Carrasquilla y el Barrio Escolar –demolido para darle paso a un edificio de los que actualmente llaman megacolegios-, bajo diseños del ingeniero catalán Luis Llach, y del Ingeniero alemán E. Altman, en el caso ya mencionado del Hospital.

En la actualidad, la Catedral San Francisco de Asís es uno de los edificios públicos más queridos por la población de Quibdó, tanto por el valor arquitectónico que la gente le atribuye, como por su condición de referente urbano y simbólico de la cultura y de la religiosidad de una ciudad en donde este tipo de símbolos no abundan. Dos imágenes de San Francisco de Asís refuerzan el peso simbólico del lugar.


Una imagen de madera de casi dos metros de altura, preside el lado derecho del altar, mirado de frente. Es el San Pacho que, salvo casos de incendios grandes, solamente sale una vez al año, cada 4 de octubre, a recorrer la ciudad en procesión, adornado con varios metros de collares de oro donados por sus devotos en gratitud por los favores recibidos.

Al fondo, en el ábside del templo, el más grande pintor sacro actualmente vivo en el mundo, Maximino Cerezo Barredo, también Misionero Claretiano, dejó para la historia universal del arte un tríptico mural sobre la historia de la evangelización en América Latina; gracias a la inspiración del misionero chocoano Gonzalo M. de la Torre Guerrero y al auspicio de Monseñor Jorge Iván Castaño Rubio, primer obispo diocesano de Quibdó; ambos claretianos. En la sección central de dicho tríptico, compartiendo escena con Jesús de Nazareth y con San Antonio María Claret, portando una paloma de paz y provisto de símbolos ecológicos, está San Francisco de Asís. A diferencia del otro, este San Francisco pasa la mayor parte del año sin ver la luz ni a la gente de Quibdó, pues hay quienes, desde que los murales fueron pintados, se han empeñado en mantenerlos ocultos de la vista pública, valiéndose de todo tipo de artificios y motivos, como telas y telones, escenas pías e historias sagradas; y tratándolos con tal desdén que no ha importado el uso de puntillas, clavos y pegantes sobre su superficie, elementos estos que paulatinamente han empezado a deteriorar la calidad de las artísticas pinturas.

De este modo, sin parar mientes en el valor teológico y artístico de éstos, hay quienes han decidido unilateralmente ocultar y acallar la verdad que los murales contienen, escribiendo así un nefasto capítulo de la historia de la Catedral de Quibdó, que ojalá no termine en que un día –como ya lo ha hecho en otras ocasiones en las que ha querido sancionar alguna falta de sus devotos- la imagen de San Francisco de Asís se niegue a salir de la Catedral para contener algún incendio o para presidir la procesión anual en su homenaje.


Tríptico mural de Maximino Cerezo Barredo, en el ábside de la Catedral de Quibdó.
Foto tomada de: https://es.wikiloc.com/rutas-senderismo/de-tours-por-quibdo-14406763/photo-8943270




[1] Periódico ABC, Quibdó, Edición 2935, enero 5 de 1935.

[2] Ibidem.

[3] González Escobar, Luis Fernando. QUIBDÓ, Contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín. Primera edición: febrero 2003. 362 pp. Pp. 235-236.



lunes, 1 de junio de 2020


Los Negritos del Ritmo
Los Negritos del Ritmo (1970, aprox.). En primera fila: 
Augusto Lozano, El Brujo, Neptolio Palacios (¿?), El Gringo Valdés y Santos Moreno Blandón
Durante por lo menos una década, desde mediados de los años 1960 hasta mediados de los 1970, la agrupación musical Los Negritos del Ritmo ocupó casi por completo la escena musical de Quibdó y de gran parte del Chocó, sobre todo en el campo festivo y bailable. Fue una conjunción de talentos impulsada por el trompetista y bajista Santos Moreno Blandón, y por el compositor, intérprete y saxofonista Augusto Lozano (Augustico). Asomarse por las persianas laterales de la fachada del antiguo Hotel Citará, para intentar ver algo de sus presentaciones o averiguar dónde estaban ensayando para llegar hasta allá y tener el gusto de oírlos, formó parte de la diversión de una niñez y una juventud a quienes estaba vedado el ingreso a dichos sitios. Colarse a sus presentaciones en Mi Ranchito fue práctica de jóvenes avezados de la época, mientras que la mayoría escuchaba desde afuera en tardes de sábado o domingo, hasta el anochecer.

El Guarengue ofrece dos textos en memoria de este fabuloso, histórico e inolvidable conjunto musical quibdoseño, del cual -infortunadamente- es escasa la memoria documental. El primero es del abogado, melómano, coleccionista e investigador musical Luis Ramón Garcés Herazo, quibdoseño, quien actualmente reside en Bogotá. Tomado de su libro Antología musical del Caribe americano, tan voluminoso como documentado y agradable de leer. El segundo es la transcripción de un comentario del gran periodista y conocedor de las tradiciones quibdoseñas Carlos “El Mono” Díaz, basado en sus propios recuerdos sobre esta agrupación.

I
Del Jazz Band de Carlos Borromeo
a Los Negritos del Ritmo
Por Luis Ramón Garcés Herazo
(Tomado de “Antología musical del Caribe americano”[1])

A mediados de los años 60 y después de repetidas reuniones y tertulias improvisadas en casa de Santos Moreno Blandón, realizadas en la Calle de las Águilas (Calle 23 con Carrera 4ª y 5ª) de Quibdó, se organizó un grupo de músicos a instancias del comerciante Belisario Valencia, quien nos informó que obsequió los primeros uniformes del conjunto, Los Negritos del Ritmo. Ellos fueron desde ese entonces el soporte de todas las fiestas y reuniones, no sólo en la capital sino en el resto del Departamento.

Para tal fecha, quienes abanderaban la enseñanza musical popular en nuestro medio eran el Maestro Pedro Serna y todavía el sacerdote español Isaac Rodríguez, en principio sólo inclinado por los aspectos corales y religiosos. Mientras las serenatas locales, bazares y veladas estudiantiles en el Colegio Carrasquilla y el Teatro Claret, de tiempo atrás, eran animadas por Gilberto “Caballero” Couttin y Manuel Santacoloma, “Mane-Mane”, dueto conocido entonces como “Los Garrido”. Todavía al iniciarse el 2005, nuestro querido Mane-Mane, con su descomplicada simpatía, nos acompañaba en reuniones y tertulias musicales en el desvencijado Quibdó y añoraba como nosotros los idos tiempos del ayer, con nostalgia y pesadumbre. Para el 2 de mayo de 2005, se nos informó de su deceso. ¡Cómo te extrañamos, Manolo!

La agrupación Los Negritos del Ritmo prácticamente arrebató en Quibdó el primer lugar de popularidad local al Jazz Band, de Carlos Borromeo Cuesta, pionero de un novedoso experimento musical sólo manejado por él: la batería, tambor redoblante, platillo, cencerro de madera y bombo de pedal, aplicados a los grupos de chirimía. El tema preferido del conjunto era el mapalé titulado El cebú. Su hegemonía tuvo vigencia firme después de 1950 y el grupo se conformó con Oscar Salamandra y Daniel Rodríguez (clarinetes), José del Carmen Rentería (Tata) en el saxofón, Pedro Serna (bombardino) y Juancito Cuesta (redoblante): ¡de inolvidable y grata recordación! Años después, Juancito y Lucho Cuesta intentaron vanamente retomar este experimento musical creado por su tío Carlos; pero, no funcionó, porque la moda musical lo habría hecho pasar inadvertido en ese momento.

Los Negritos del Ritmo era un grupo dirigido por el saxo-clarinetista Neptolio Córdoba, del cual hicieron parte: Eduardo Halaby, Alfonso “El Brujo” Córdoba (también eximio compositor), como vocalistas; después Aristarco Perea (Arista), Napoleón Cossio, César Murillo (Muñeco) y las voces femeninas Betty Álvarez, Beatriz Blandón Moreno y Elizabeth García Ayala. Además: Carlos Bechara (Manimeño), güiros y maracas; Enrique López y Juan Maturana (Chiquito), en los timbales; Lucho “Tumbadora” Palomeque; Augusto Lozano (también vocalista y compositor) como saxofonista; Santos Moreno, trompetista; Julio César Valdés (El Gringo), segunda guitarra, bajo y vocalista; Lucho “Cayayo” Rentería, primera guitarra y guitarra piano.

El repertorio de Los Negritos del Ritmo se basaba en temas regionales (Tierra de promisión, Chocó tierra mía y El negrito contento); la música costeña de Pacho Galán, Pedro Laza y Lucho Bermúdez; lo mismo que la interpretada por Los Melódicos y la Billo’s Caracas Boy, ambas de Venezuela y de moda en la época.

Los Negritos del Ritmo, en sus últimos años de existencia, fueron artistas “de planta” del recordado Grill Mi Ranchito, de propiedad del conocido comerciante Don Fermín García (Alameda Reyes, Carrera 6ª, esquina) y recibieron serias ofertas para grabar en Medellín, luego de alternar exitosamente en Quibdó con Los Corraleros de Majagual y con Peregoyo y su Combo Vacaná[2]. Este proyecto no se cristalizó nunca, ignoramos las razones”.

Antiguo Hotel Citará, Quibdó.

II
El esfuerzo de unos muchachos muy queridos
Por Carlos Manuel Díaz Carrasco, El Mono Díaz[3].

“Era extraño que en un ambiente musical como ha sido tradicional el del Chocó y el de Quibdó, no contáramos con una agrupación musical organizada. La única había sido el Jazz Band, de Carlos Borromeo; pero, era una orquesta que no tenía cantantes. Sin embargo, con el regreso de Augustico Lozano a Quibdó, comenzó a gestarse una agrupación con muchachos aficionados a la interpretación de los instrumentos musicales y otros a quienes les gustaba el canto. Y organizaron lo que salió a la palestra como Los Negritos del Ritmo.

No vamos a decir que era una orquesta de primerísima categoría, no. Eran unos muchachos que soplaban instrumentos al piso y creían que estaban interpretando muy bien la pieza que les habían pedido o que tenían en su repertorio. Ahí estaba Lucho “Tumbadora”; estaba “El Gringo” Valdés; estaba Neptolio Palacios, el del clarinete, que era el que marcaba el compás; estaba Augustico Lozano, que tocaba saxofón; Santos, que era el trompetista; y, además de esos que tocaban instrumentos, tenían como cantante a Aristo Perea y el Gordo Halaby Rentería.

Eran apreciados en Quibdó. En todo tuntún que había estaban Los Negritos del Ritmo. Le ofrecieron a esa juventud de la época las mejores tardes en el Hotel Citará para que se divirtieran sanamente. Era un esfuerzo de un grupo de muchachos muy queridos, todos amigos, que la gente respaldó sin reservas. Y yo, en particular, reconozco que marcaron una época dentro de la era musical de Quibdó. Desgraciadamente, no sé las razones; pero, el grupo se fue desintegrando hasta desaparecer; y muchos de sus integrantes ya no están entre nosotros. Los recordamos con mucho afecto, con mucho cariño, y yo evoco en este momento oír a Los Negritos del Ritmo, con El Gordo Halaby, mi hermano y mi amigo, interpretando “La danza de la chiva”. Nadie lo pudo hacer mejor que él, nadie lo pudo musicalizar mejor que Los Negritos del Ritmo”.



[1] Garcés Herazo, Luis Ramón. Antología musical del Caribe americano. Bogotá, Opciones Gráficas Editores, 2012. 594 pp. Pp. 520-521.

[2] Esta palabra se la inventó Peregoyo juntando las dos primeras letras de los nombres Valle, Cauca y Nariño, como un homenaje y una forma de expresar que su música recogía el sentir de los tres departamentos.

[3] Transcripción de una grabación de audio publicada por John Díaz Cañadas en: https://co.ivoox.com/es/negritos-del-ritmo-audios-mp3_rf_12826890_1.html