lunes, 26 de octubre de 2020

 La ciénaga cercada

Foto: Nereo López.

Un cuento de Manuel Zapata Olivella

(1961)

El viejo Layo, el cuerpo aceitado y duro por los años, se enderezó del chinchorro para recoger la atarraya y demás útiles de pesca. Su mujer le vio el rostro arrugado y no quiso decirle nada de lo que se rumoraba en el pueblo. Probó el arroz y como le era habitual, ni siquiera miró el pescado que ella, por la fuerza de la costumbre, le servía en la orilla del plato. Ya al salir se aventuró a decirle:

—Layo, he oído comentar que la ciénaga...

El viejo se fue alejando a pasos lentos, indiferente a lo que quería decirle su mujer. Su constante práctica de pescador, a la espera silenciosa, le inyectó esa manía de despreocuparse de cuanto le rodeaba. Ni siquiera los aguijones de los mosquitos solían perturbarlo. A la orilla del río, su vida se deshilaba en viajes continuos de la ciénaga a la barranca guiado por la proa de su canoa, única brújula en el itinerario de sus días.

Se embarcó y volvió a tomar el camino del caño. Los primeros rayos de sol oreaban las sementeras de maíz. Metidos por entre los cultivos y gritando a los pájaros, sus dueños madrugaban a recoger las pocas mazorcas que les dejaba la sequía. Comparando la abundancia de su pesca con los raquíticos granos de los agricultores, pensó en el bien recibido de su padre que lo indujo a la pesquería, sin aquerenciarlo a los cultivos. Su vida era más independiente; menos sometida a los caprichos de las lluvias; más libre de trabas con el resto de los hombres.

Esa misma noche, dos extraños se aproximaron a su rancho. Todavía no se había dormido y, desnudo, sentado en el suelo, a la puerta de su casa, los vio llegar y plantarse frente a él. Nada les preguntó, pero sus ojos y su olfato los escrutaban en la oscuridad, identificándolos. Alargó el silencio porque aquellos hombres no hedían a mariscos y, por tanto, no eran gente de su trato. Tras un momento de espera, en vista de que no recibían ninguna bienvenida, aún cuando ellos tampoco habían saludado, uno de los dos exclamó:

—Aquí le traemos esta notificación.

—¿Y qué vaina es esa?

—El alcalde lo cita a la oficina. Debe firmarla —volvió a decir el desconocido, mostrándole una hoja de papel a la luz de una linterna eléctrica.

—¿Qué quiere conmigo el alcalde? A nadie le debo. Además, él sabe que yo no sé firmar.

—Está bien. Ya queda notificado —explicó el hombre con voz autoritaria. —Este señor es testigo, así, pues, mañana debe presentarse a la Alcaldía.

El viejo se rascó la cabeza, chupó nuevamente el tabaco y después de largo tiempo de meditación, midiendo cada una de sus palabras, agregó:

—No será muy temprano, esta noche voy de pesca a la ciénaga.

—Más vale que no lo haga y que se presente temprano a la Alcaldía —afirmó autoritariamente el desconocido.

Desagradole el tono y le respondió con voz descompuesta:

—Mire, quien quiera que sea usted, eso de que vaya a pescar es cosa mía —tomó un poco de respiro esforzándose en construir su frase—. Desde que mi padre murió, nadie me ha señalado la hora en que debo tirar y sacar el anzuelo.

Cumplido el mandato, sin decir más, los extraños se alejaron por donde habían venido. El viejo los siguió con mirada larga y sostenida hasta que se hundieron en la oscuridad. Desde su habitación, la mujer que había oído la charla le dijo:

—Algo jodido te tiene preparado el alcalde. La gente dice que anda metiéndole miedo a los pescadores porque...

La mujer prefirió terminar aquí su comentario. Pensó que tal vez lo que se decía no guardaba relación alguna con la cita del alcalde y no quiso alarmarlo con simples suposiciones.

Afuera los salivazos se hicieron más frecuentes entre una y otra chupada de tabaco. La inquietud por saber lo que el alcalde deseaba de él retuvo despierto al pescador en la barbacoa que le servía de lecho. Tampoco durmió su mujer, pero no cambiaron una sola palabra a todo lo largo de la noche.

Antes de que el alcalde abriera la oficina, ya estaba ahí parado, las manos sobre el palo que había cogido al salir para no llevarlas vacías, costumbre de cargar el arpón y el canalete. El alcalde no lo saludó, dándose con el silencio ínfulas de autoridad. El ceño adusto, más parsimonioso que un oidor, abrió la puerta y después de remover todas las cosas de su lugar se dignó a decir:

—¡Entre!

Layo dio varios pasos y se plantó frente a él.

—Tiene que pagar una multa de diez pesos —le notificó el alcalde sin ceremonia.

—¿Multa por qué? —respondió rápido como fósforo que rastrillaran en la pared.

A pesar de la superioridad que sentía tener sobre el pescador, el funcionario no se atrevió a mirar sus ojos alzados. Con el índice apuntando sobre el suelo, explicó:

—Por pescar en la ciénaga de los señores Argaíz.

—¿Qué ciénaga es esa? Yo nunca me he metido a pescar en ciénagas ajenas, ni sé que existan, siempre lo he hecho en la del pueblo —argumentó el viejo, un poco tranquilizado al saber que se le acusaba por un delito que no había cometido.

—Pues esa ciénaga que usted llama del pueblo —advirtió el alcalde con severidad— es de los señores Argaíz.

Apoyándose sobre el báculo, Layo preguntó con sorna:

—¿De cuándo acá les pertenece y está prohibido pescar ahí?

El alcalde volvió a remover los objetos, reafirmando sus palabras con ademanes:

—Eso lo sabe todo el mundo en el pueblo y usted mismo, aun cuando se haga el sordo.

Cambió de golpe la expresión del pescador. De la sorpresa porque se le acusara de una infracción de la que no se sentía culpable, pasó a la nerviosidad y al coraje. Las palabras que reservara en su mutismo cotidiano se agolparon en sus labios pugnando por salir.

—Conque esos señores Argaíz, no contentos con haber cercado los playones del pueblo, ahora se han cogido la ciénaga. Y usted, señor alcalde, —agregó señalándole con el índice— hijo del viejo Agamenón Torralbo, su padre, que desde pequeño le consta que esas tierras y esa ciénaga son de todo el pueblo, ¿ahora porque ellos lo han hecho alcaldito, comadrea semejante vagabundería? Oiga don Rafael Torralbo Cienfuegos, yo conocí a todos sus abuelos, gente bien medida y le puedo asegurar que ninguno de ellos, que Dios me los tenga en el Cielo, mirarían con buenos ojos que su nombre, el buen nombre de los Torralbo y Cienfuegos, sirva de tapujo al robo y descaro de los Argaíz. Además —dijo para terminar su acusación—, ¿si el pueblo no puede pescar en la ciénaga, de dónde carajo va a sacar el pescado para alimentarse?

El alcalde no tuvo más argumento que dirigirse a un policial, sentado a su diestra en espera de recibir órdenes:

—¡Métame a este atrevido y sinvergüenza al calabozo por irrespeto, desobediencia y falsas acusaciones a la autoridad!

De un salto el policial agarró del cuello al anciano, le arrebató el palo que le hacía de bastón y a empellones lo condujo a la celda donde lo dejó tendido en el suelo de un garrotazo. Media hora después el pueblo se aglomeraba frente a la oficina, rodeando a la mujer del pescador que pedía clemencia al alcalde. Lejos de oír sus súplicas y la de los vecinos, este montó en su mula, y orondo y campante salió a dar un vistazo a sus cultivos de maíz en plena recolección.

A los dos días el viejo Layo fue puesto en libertad bajo la amenaza de encarcelamiento si comentaba lo sucedido o si violaba la prohibición de pescar en la ciénaga de los Argaíz. Algunos vecinos y amigos se reunieron a la puerta de la Alcaldía para rendirle su pesar por el encarcelamiento, mas el viejo Layo partió delante de su mujer sin responderles nada. Sus ojos condenaban con el desprecio la pasividad de esos mismos hombres que se condolían en vez de defender los derechos del pueblo. No concebía que un rótulo de propiedad pudiera escribirse sobre la ciénaga, donde desde la más temprana infancia su padre le enseñó a manejar el cordel y a soltar libremente la atarraya sobre los peces que Dios había echado al agua. Ni las amenazas del alcalde, ni los golpes del gendarme, ni el silencio cobarde del pueblo, le privarían del derecho que sentía tener por aquella ciénaga que vio siempre sin estacas y sin dueños.

Esa tarde, pues, para que todo el pueblo lo viera, bajo los últimos destellos del sol, montó en su champa y ante el asombro de los pescadores que en la barranca del río comentaban la prohibición, el viejo Layo, con atarraya y arpones, tomó rumbo de la ciénaga. Indefectiblemente, sobre la amenaza de la autoridad, se dirigía a cumplir su habitual pesca hasta entonces solo perturbada por los vientos, las lluvias y la sequía.

Al llegar al extremo del caño, encontró que varias estacas hundidas en el agua, impedían el acceso a la ciénaga. En la orilla, sin camisa, luciendo la gorra del uniforme ladeada, un policía montaba guardia con el fusil entre las piernas. No se inmutó al ver al pescador y ya cerca, observando que buscaba un portillo por donde pasar su canoa, le dijo:

—Pague los diez pesos y lo dejo pasar.

—¿Qué diez pesos? —interrogó el anciano, conteniendo su furia por aquella intromisión.

El policía, sin darse prisa, pues le sobraba tiempo para dormir, le explicó:

—Es la orden de los señores Argaíz. Todo el que quiera pescar en su ciénaga debe pagar diez pesos.

Una sonrisa maliciosa se prendió en los labios del viejo, diciéndose en voz alta:

—Ahora comprendo el negocito entre los Argaíz y el alcalde.

Sin importarle el fusil, Layo arrancó una estaca, enderezó la canoa y de un golpe de palanca, entró en las aguas de la ciénaga donde los peces saltaban apelotonados. Y el disparo que el pueblo presentía con inquietud se oyó a todo lo largo de la corriente.

***

Esa noche, acompañada por el silencio de casi todo el pueblo, la mujer no quería perturbar con su llanto la serenidad del viejo Layo. A la luz del mechón se veía su cuerpo semidesnudo como había pasado toda la vida, los ojos cerrados, los labios cosidos por la muerte, más desafiante que nunca.

Tomado de: CUENTOS DE MUERTE Y LIBERTAD. 
Universidad del Valle, 2020

Portada de la edición 2020, coordinada por la Universidad del Valle

 

lunes, 19 de octubre de 2020

 Desolación

Iglesia parroquial de Quibdó, 1934.
Foto: Misioneros Claretianos.


Hace casi un siglo, en septiembre de 1934, docena y media de comerciantes de Quibdó se declararon “confundidos ante el estado de inseguridad en esta población”, en una carta dirigida al entonces Intendente Nacional del Chocó, Adán Arriaga Andrade, la cual estaba firmada por Raúl Cañadas Vivas, Wadir Chacurt, Jorge Bechara, Mario Ferrer, Manuel Valdés, Vespasiano Sanmartín, Trifón Cook, Miguel Karduss, Bichir Meluk, Daniel Chaljub, José Bechara, Manuel J. Barcha, Zaher Hermanos, Benjamín Medina, Gabrio David Sodri, Emilio Yurgaqui & Cía., Félix Meluk y Alfredo Chamat.[1]

Según los comerciantes, “los rateros y ladrones atacan diariamente la propiedad ajena” en Quibdó y son “vagos que, tanto en las poblaciones como en los campos, pretenden resolver el problema de la vida apropiándose de lo ajeno”. A los rateros los ampara, según la carta, la laxitud de la Ley 50 de 1933, que establece en su Artículo 5°: “En ningún proceso judicial, correccional o de policía, podrá ser detenido preventivamente el sindicado, a menos que el delito que se investiga esté sancionado con pena de presidio o de reclusión”[2]. Y a los ladrones, “la suavidad de los castigos”.

Así las cosas, este grupo de comerciantes mayoritariamente sirio-libaneses (los llamados turcos) reclama ayuda del Intendente Arriaga Andrade: “pedimos a usted muy respetuosamente se sirva dictar alguna providencia enérgica y eficaz que ponga a la ciudadanía honrada fuera del alcance de los vagos…”.

Dos meses atrás, Eduardo Castro, del Comando de la Policía Nacional en el Chocó, remite una carta al Director del ABC, con fecha julio 16 de 1934, “para si usted lo estima conveniente, …se sirva publicarla en tan leído diario como una voz de alerta para los padres de familia”[3]. El ABC la publica bajo el título “La policía notifica que hará retirar a los menores a sus casas pasadas las ocho de la noche”.

“Ha resuelto este comando aplicar con todo rigor la disposición vigente de no permitir en la calle niños después de las 8 de la noche, especialmente aquellos cuya presencia en la calle no sea suficientemente justificada”, informa la Policía, aduciendo el bullicio como motivación de la medida: “en vista de los continuos tumultos y desórdenes que a diario vienen fomentado los muchachos en los lugares más públicos de la ciudad”.

Cinco meses después, el Inspector del Corregimiento de Tutunendo, Azael E. Romaña se dirige también al Director del periódico ABC, mediante una carta fechada en esa localidad el 7 de febrero de 1935. Romaña presenta una relación de necesidades y problemas que aquejan a dicha población, referentes a la insuficiencia de la actual escuela para atender una población escolar estimada en 100 niños, que podrían reunirse entre Tutunendo e Ichó; a la falta de servicio telefónico con Quibdó, para casos de emergencia; a la ruina y falta de dotación de la Inspección de Policía del corregimiento; y a “la falta de un agente de Policía, siquiera, para cumplir las órdenes de la Inspección, y para hacer guardar el orden”.[4]

En ese momento, está en plena construcción la carretera Quibdó-Bolívar (Antioquia), situación que, según el relato epistolar del Inspector Romaña, afecta a los tutunendeños: “como los trabajos de la carretera están a corta distancia de Tutunendo, a este lugar se vienen a pernoctar sus obreros y con frecuencia se forman discusiones que exigen la intervención de la autoridad, y sin un colaborador o agente de Policía, no se puede hacer mayor cosa”.

Don Reinaldo Valencia Lozano, Director del ABC, a quien va dirigida la carta, la publica con la siguiente nota: “Todo lo pedido nos parece justo y cabe dentro de las capacidades fiscales de la Intendencia y del municipio. Es necesario averiguar si se necesita la otra escuela, y proceder, ya que el presupuesto no se ha elaborado aún, a apropiar la partida. Y en cuanto a muebles y local para la inspección, que el municipio proceda. Y que proceda la Intendencia a restablecer el servicio telefónico y a enviar siquiera un agente de Policía, o que lo cree el municipio”.

Casi un siglo después, el viernes 16 de octubre de 2020, los comercios grandes de Quibdó cierran antes de la hora habitual. Una que otra tienda de barrio permanece abierta, a la espera de ventas extraordinarias. El ya de por sí frenético y arrevesado tráfico de motos en las vetustas y desvencijadas calles de la ciudad se alborota antes de la hora pico nocturna; pero, no -como en otras ocasiones- por el frenesí festivo típico de los viernes quibdoseños. La gente se interroga mutuamente sobre la hora en la que se va a ir para su casa…

Con una disciplina que el gobierno hubiera deseado en las cuarentenas obligatorias de marzo a septiembre, a las 9 de la noche no hay un alma en el centro de Quibdó. A las 10 de la noche, la gente está encerrada detrás de sus puertas y ventanas. El silencio es inusual y escasamente interrumpido por alguna charla en voz baja dentro de las casas, por el ruido de la televisión o por una que otra conversación por celular, que invariablemente incluye como tema este silencio.

Todo fue producto de una orden. La orden no la dio el gobierno municipal, ni el gobierno departamental; tampoco el gobierno nacional. Pero, la orden se cumplió.



[1] La carta estaba fechada el 18 de septiembre de 1934 y fue publicada por el periódico ABC, de Quibdó, en su edición 2885, del miércoles 19 de septiembre de 1934, bajo el título “El comercio pide protección contra los ladrones y rateros”.

[3] ABC, edición 2.854, julio 17 de 1934.

[4] ABC, edición 2953, 12 de febrero de 1935. En: http://www.choco7dias.com/1018/choco_ayer.html

 

lunes, 12 de octubre de 2020

 ¿Qué pasó

el 12 de octubre?

Isnel Alecio Mosquera Rentería, El Poeta del Pueblo.
Tomada de: https://www.facebook.com/1146413052158554/
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Algo así como una clase de Historia
con Isnel Alecio Mosquera Rentería, El Poeta del Pueblo

Isnel Alecio Mosquera Rentería (Andagoya, Chocó, 1956) es con justicia conocido como El Poeta del Pueblo, así, con todas las mayúsculas posibles. Mayúsculo es Isnel como poeta, un oficio que ejerce de un modo elevado y hábil, y para el cual se nutrió y preparó desde la niñez rural de su pueblo, oyendo décimas y cuartetos de labios de sus mayores, en las faenas de campo y en las noches familiares. Y mayúscula es su vocación de cantor y juglar de su pueblo, motivo principal de su amplia y formidable obra poética.

 

De Miguel A. Caicedo, nuestro Poeta de la Chocoanidad, Isnel retomó la huella vernácula de la nativa tradición campesina, con su habla y su picaresca, sus mil y más historias, decires y sentires. Formado en el ejercicio del magisterio y de la militancia en las causas sociales de su tierra y del mundo, Isnel bebió de la poesía negra, continental y nacional: de Nicolás Guillén, su sóngoro cosongo y sus Motivos del son; de Jorge Artel, el ritmo de sus Tambores en la Noche; del gran Neruda, la grandiosidad del Canto General; y de Candelario Obeso, el ritmo líquido de la Canción del boga ausente y la premura racial de sus Cantos populares de mi tierra.

 

Y así, a lo largo de los años, como si desgranara una infinita mazorca de maíz chococito, de las manos de Isnel han ido saliendo, con una naturalidad alucinante y una sencillez a prueba de cualquier mundana vanidad, decenas, cuarentenas, centenas de poemas sobre todos y cada uno de los temas que conforman la historia del pueblo y de su gente, los hitos reales o inventados de esa historia, los personajes simples y los más encumbrados; en una variedad tal, que asombra su inagotable capacidad para incluir siempre algo novedoso en su producción poética, que con la misma fuerza que conmueve por su rigurosidad, su dureza y su honestidad, divierte y alegra por la creatividad de su humor, elemental a veces, corrosivo en más.

 

Una muestra plena de lo dicho es este poema que hoy, a propósito de la siempre controversial efeméride del 12 de octubre, ofrecemos en El Guarengue. Larga vida a nuestro Poeta del Pueblo.

 

 ¿Qué pasó el 12 de octubre?
Isnel Alecio Mosquera Rentería


El tercer milenio avanza
y seguimos en el cuento
celebrando día de raza
y de un tal descubrimiento
 
Me refiero en lo concreto
al día doce de octubre,
que en los países nuestros
celebrar se ha hecho costumbre
 
Esta es una fecha histórica
sí, para conmemorar
por las consecuencias trágicas
que les voy a recordar
 
Finales del siglo quince,
década de los noventa,
nace en la historia del hombre
una época de afrenta
 
Y nuestra América y África
sufren, como consecuencia,
cinco siglos de saqueo,
de racismo y de violencia
 
Se inicia con la llegada
a este rico continente
de personas europeas
obrando violentamente
 
La España expansionista
se encontró con esta tierra
y a la población nativa
acorraló con la guerra
 
Fue el indio de su territorio
y sus bienes despojado
y sometido al martirio
de un trabajo muy pesado
 
Pues la ambición por el oro
conllevó a que el español
le impusiera al amerindio
trabajar de sol a sol
 
violentara sus costumbres
o estructura cultural
no lo viera como hombre
sino como a un animal
 
En la búsqueda del oro
el hombre indio moría
mientras tanto el invasor
más y más se enriquecía
 
Al transcurrir cierto tiempo
el indio estaba diezmado
y España consideró
que debía ser remplazado
 
La solución que el imperio
dio a esto con prontitud
fue construir un macabro
sistema de esclavitud
 
Viene así a la escena histórica
el esclavismo brutal
y se inicia para África
un período fatal
 
El africano es cazado
como cualquier animal
y en cadenas transportado
al mercado colonial
 
Miles morían en los barcos
en la dura travesía
y al mar se arrojaban muchos
en gesto de rebeldía
 
Porque el viaje era muy largo
y el trato muy inhumano,
con las esposas y grillos
hiriéndoles pies y manos
 
Cuando eran desembarcados
los que arribaban vivos
primero eran sometidos
a procesos selectivos
 
Nunca se dejaban juntos
los de una misma región,
se les castraba el derecho
de la comunicación
 
Eran entonces vendidos
por los llamados negreros,
para haciendas o cultivos
o para entables mineros
 
Su trabajo era extenuante,
en precarias condiciones
laboraban día y noche
en huaches o socavones
 
Las mujeres en las haciendas
eran por el blanco usadas,
a menudo sometidas
a las tortuosas pernadas
 
Sufrieron los africanos
la violación, la tortura,
el crimen y el desarraigo
privados de su cultura
 
Le violaron como al indio
la policromía de dioses
o creencias ancestrales
los invasores atroces
 
Eran indios como negros
términos homogenizantes,
querían decir lo más bajo
por tanto eran degradantes
 
El negro era asimilado
a categoría de mulo,
también animalizado
el indio sin disimulo
 
De allí que todos los nombres
que le dieron a las mezclas
eran también degradantes
por la presencia india y negra
 
Ningún matiz escapó
a aquellos racistas, dardos
el español les lanzó
hasta a sus propios bastardos
 
Cruce de español con india
era llamado mestizo;
mestiza con español
daba origen al castizo
 
El del español con negra
era llamado mulato,
y morisco el resultado
de española con mulato
 
Morisco con española
daban el llamado chino
y llamaban saltatrás
al cruce de india con chino
 
Al saltatrás con mulata
se denominaba lobo
y jíbaro al resultado
de la china con el lobo
 
Del jíbaro con mulata
salía el albarrazado
y de albarrazado y negra
cambujo era el resultado
 
Del cambujo con la india
se generaba el zambaigo
y el calpamulato era
hijo de loba y zambaigo
 
Calpamulata y cambujo
daban el tente en el aire
y notentiendo era el fruto
de mulata y tente en el aire
 
La india y el notentiendo
producían el tornatrás
y el negro con la india zambo
para no alargarme más
 
Era una serie de términos
que siempre minimizaban
a los hombres y mujeres
a quienes se aplicaran
 
Hoy ya en el siglo veintiuno
ha seguido la cuestión:
tanto el negro como el indio
sufren discriminación
 
Fue el trabajo del negro
la fuerza fundamental
para la extracción del oro
en la época colonial
 
En la sociedad burguesa
con todo su dinamismo
es pilar de la riqueza
que ostenta el capitalismo
 
Allá en la ardiente África,
cuna de la humanidad,
el negro ha soportado
el clima y la adversidad
 
Construyó obras enormes
que no es cualquier trabajito,
muestra de ello son la esfinge
y pirámides de Egipto
 
Por ello es insensato
que hoy los racistas tramposos
tilden a los recios negros
de flojos y perezosos
 
La visión antropológica,
se lo quiero recordar,
dice que de raza pura
no se debiera ni hablar
 
El hombre estaba mezclado,
siglos antes de Jesús,
cosa que se ha demostrado
con muy meridiana luz
 
Dejo aquí estas dos preguntas:
¿Amerita celebrar?
¿No es mejor que esta fecha
sea para reflexionar?

 

lunes, 5 de octubre de 2020

San Pacho


A orillas del río Atrato, en Quibdó, Chocó, Colombia, esquina noroccidental de Sudamérica, a casi 10.000 kilómetros de distancia de Asís (Italia) si el viaje se hiciera en línea recta; se celebra desde hace casi cuatro siglos una fiesta patronal en homenaje a San Francisco de Asís, a quien -para confirmar su adopción popular- se le conoce también como San Pacho. San Pacho llama también el pueblo, genéricamente, al conjunto de rituales de carácter religioso, artístico y festivo que constituyen esta fiesta anual, que desde el año 2012 forma parte de la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, de la Unesco.
 
San Pacho está en la esencia del ser chocoano, particularmente del ser quibdoseño. Por ello, ser San-Pachero es la mejor forma anual que el pueblo quibdoseño ha encontrado de hacer más buena y llevadera la vida. Y ser Franciscano es proclamarse hermano de los demás y tratarlos como tal, así muchas veces solamente sea de palabra y durante el tiempo que dura la fiesta.
 
Desde la orilla del Atrato, Miguel Antonio Caicedo Mena, el insigne Poeta de la Chocoanidad, resumió en setenta y dos versos lo que el santo y la fiesta significan para Quibdó y su gente. Desde Roma, a 180 kilómetros de Asís, en el primer caso, y desde la propia tumba de San Francisco de Asís, en el segundo caso, el Papa Francisco, quien del santo tomó su nombre pontifical, nos ha enseñado sobre el significado de la ecología integral de quien escribió el primer poema en lengua italiana (el famoso Cántico de las criaturas) y sobre su profunda concepción del amor fraterno, el compromiso con la justicia, con la paz y con los pobres.
 
A propósito de la fiesta de San Francisco de Asís (4 de octubre), quien hace 800 años vivió y pregonó con palabras tan sencillas como revolucionarias el amor a la Humanidad y a la Naturaleza, con todas sus consecuencias y más allá del discurso llano, El Guarengue les ofrece el poema La gran fiesta patronal, de Miguel A. Caicedo; y los apartes directamente dedicados por el Papa Francisco a San Francisco de Asís en sus encíclicas Laudato si’, sobre el Cuidado de la Casa Común (24 de mayo de 2015), y Fratelli tutti, sobre la fraternidad social (3 de octubre de 2020).
 
Es una invitación a la reflexión sobre los alcances del espíritu franciscano del que tanto nos preciamos los quibdoseños.


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La gran Fiesta Patronal
Miguel A. Caicedo

San Francisco de Asís, il poverello,
a quien tanto venera el pueblo entero,
es para nos la bendición del cielo,
defensor sinigual, buen compañero.
Permitidme que rápido os explique
que Francisco Briceño esta ciudad fundó
y en su honor para el santo y el cacique
la llamó San Francisco de Quibdó.
Luego la fe creció desmesurada,
después de aquel incendio del Convento,
cuando la gente muy desesperada
tuvo una gran idea de momento
y por sublime inspiración divina,
en una acción que resultó genial,
a San Francisco puso en una esquina
allá cerquita de la Catedral
y antes de que la llama lo atacara,
en forma inusitada, extraña o rara,
el viento sur se agigantó valiente
y demostrando un inmenso poderío
hizo del fuego una columna ardiente,
la convirtió en un arco y la clavó en el río.

En alabanza del Todopoderoso
el poblado, la selva, el agua, el agro,
en un estado excepcional, gozoso,
vieron la realidad de ese milagro;
porque fue el cielo el que de esa manera
al pueblo triste le tendió la mano
y evitó la desgracia de la ciudad entera,
que amó ya mucho más al Gran Hermano.

Y desde entonces, mejor dicho, de antaño,
testimonio de amor intenso fue
la fiesta que celebra cada año
el pueblo lleno de esperanza y fe.
Maravillosa es la celebración
que acrecienta el espíritu cristiano
que nos lleva con alma y corazón
a la veneración del sacro hermano.
Treinta días de goces populares.
Todos los barrios de la capital,
con sus disfraces espectaculares,
en un extraordinario carnaval,
compiten en comparsas y mensajes
que en el ánimo encienden la esperanza
diseñada por crítica y paisajes,
entre cánticos, himnos y alabanzas.

Y, luego, esa nutrida procesión,
que una cosa es contar y otra es el verla,
y darse cuenta por observación
que no hay calle que pueda contenerla.
Entonces nadie piensa ya en los charcos,
ni en tantos huecos, ni en calor, ni nada,
y recorren con él todos los arcos,
sin quitar de su rostro la mirada.
Muy bella es esa gran demostración
de amor y fe al santo cada día
y ese ejemplo tan fiel de adoración
rebosante de paz y de alegría.

Pero, tiene también su lado así,
como dijo el amigo de la tienda;
quedan tantas preñadas por ahí
como lo afirman que deja la subienda.
Y la creencia ha hecho de ese vicio
una réplica del becerro de oro
y lo juzga del santo beneficio
sin pensar en conciencia ni decoro.
Aseguran que el santo, muy propicio,
alcanza cada año del divinal tesoro
la gran resurrección. Dice la gente
que es algo que ya tiene comprobado
que vuelven a nacer en el siguiente
todos los que murieron el pasado.

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San Francisco de Asís
-Apartes de la Carta Encíclica Laudato Si’
del Papa Francisco sobre El cuidado de la Casa Común-[1]

10. No quiero desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que puede motivarnos. Tomé su nombre como guía y como inspiración en el momento de mi elección como Obispo de Roma. Creo que Francisco es el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad. Es el santo patrono de todos los que estudian y trabajan en torno a la ecología, amado también por muchos que no son cristianos. Él manifestó una atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior.

11. Su testimonio nos muestra también que una ecología integral requiere apertura hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos conectan con la esencia de lo humano. Así como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón».[2] Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas »[3]. Esta convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio.

12. Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza.[4] El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza.

El Papa Francisco firma la Encíclica Fratelli tutti, el sábado 3 de octubre, en la tumba de San Francisco de Asís.
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 Apartes iniciales de la Carta Encíclica Fratelli tutti

del Papa Francisco sobre la fraternidad 

y la amistad social[5]

 
1. «Fratelli tutti»[6], escribía san Francisco de Asís para dirigirse a todos los hermanos y las hermanas, y proponerles una forma de vida con sabor a Evangelio. De esos consejos quiero destacar uno donde invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio. Allí declara feliz a quien ame al otro «tanto a su hermano cuando está lejos de él como cuando está junto a él».[7] Con estas pocas y sencillas palabras expresó lo esencial de una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite.

2. Este santo del amor fraterno, de la sencillez y de la alegría, que me inspiró a escribir la encíclica Laudato si’, vuelve a motivarme para dedicar esta nueva encíclica a la fraternidad y a la amistad social. Porque san Francisco, que se sentía hermano del sol, del mar y del viento, se sabía todavía más unido a los que eran de su propia carne. Sembró paz por todas partes y caminó cerca de los pobres, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos.

Sin fronteras

3. Hay un episodio de su vida que nos muestra su corazón sin confines, capaz de ir más allá de las distancias de procedencia, nacionalidad, color o religión. Es su visita al Sultán Malik-el-Kamil, en Egipto, que significó para él un gran esfuerzo debido a su pobreza, a los pocos recursos que tenía, a la distancia y a las diferencias de idioma, cultura y religión. Este viaje, en aquel momento histórico marcado por las cruzadas, mostraba aún más la grandeza del amor tan amplio que quería vivir, deseoso de abrazar a todos. La fidelidad a su Señor era proporcional a su amor a los hermanos y a las hermanas. Sin desconocer las dificultades y peligros, san Francisco fue al encuentro del Sultán con la misma actitud que pedía a sus discípulos: que sin negar su identidad, cuando fueran «entre sarracenos y otros infieles […] no promuevan disputas ni controversias, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios».[8] En aquel contexto era un pedido extraordinario. Nos impresiona que ochocientos años atrás Francisco invitara a evitar toda forma de agresión o contienda y también a vivir un humilde y fraterno “sometimiento”, incluso ante quienes no compartían su fe.

4. Él no hacía la guerra dialéctica imponiendo doctrinas, sino que comunicaba el amor de Dios. Había entendido que «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios» (1 Jn 4,16). De ese modo fue un padre fecundo que despertó el sueño de una sociedad fraterna, porque «sólo el hombre que acepta acercarse a otros seres en su movimiento propio, no para retenerlos en el suyo, sino para ayudarles a ser más ellos mismos, se hace realmente padre»[9]En aquel mundo plagado de torreones de vigilancia y de murallas protectoras, las ciudades vivían guerras sangrientas entre familias poderosas, al mismo tiempo que crecían las zonas miserables de las periferias excluidas. Allí Francisco acogió la verdadera paz en su interior, se liberó de todo deseo de dominio sobre los demás, se hizo uno de los últimos y buscó vivir en armonía con todos. Él ha motivado estas páginas.





[1] Tipografía Vaticana. 24 de mayo de 2015. 192 pp. Pág. 9-12. Los numerales de los párrafos son los que tienen en el documento original.

[2] Tomás de Celano, Vida primera de San Francisco, XXIX, 81: FF 460.

[3] Legenda maior, VIII, 6: FF 1145.

[4] Cf. Tomás de Celano, Vida segunda de San Francisco, CXXIV, 165: FF 750.

[5] Libreria Editrice Vaticana. 3 de octubre de 2020. 97 pp. Pág. 1-2. Los numerales de los párrafos son los que tienen en el documento original.

[6] Admoniciones, 6, 1: Fonti Francescane (FF) 155; cf. Escritos. Biografías. Documentos de la época, ed. Bac, Madrid 2011, 94.

[7] Ibid., 25: FF 175; cf. ibíd., p. 99.

[8] S. Francisco de Asís, Regla no bulada de los hermanos menores, 16, 3.6: FF 42-43; cf. ibíd., 120.

[9]
Eloi Leclerc, O.F.M., Exilio y ternura, ed. Marova, Madrid 1987, 205.