lunes, 25 de marzo de 2024

 De la Curia al CARE y del CARE al IDEMA
-Pequeño relato sobre la leche en Quibdó 
en el siglo 20-

Durante la mayor parte del siglo XX, la leche fue un artículo de lujo para los sectores populares de Quibdó. Los programas de Cáritas, CARE y el IDEMA popularizaron el acceso de la población a este producto. 1. Aviso del periódico ABC, 1940. 2. Carrera Primera de Quibdó, 1966. 3. Empaques de las leches disponibles en el mercado local en la década de 1970. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.
A mediados de la década de 1950, llegó a Quibdó la “Leche Curia”, una leche en polvo que la gente bautizó así porque era distribuida por la curia católica de la ciudad, como parte de los primeros programas masivos de la entidad eclesiástica Cáritas Internacional, que había sido fundada por la iglesia católica alemana a finales del siglo XIX, y cuyas acciones de asistencia social y caridad empezaron a llegar a esta población a raíz de la creación de los dos vicariatos apostólicos, Quibdó e Istmina, por la división en dos de la jurisdicción de la Prefectura Apostólica del Chocó, que había sido erigida en abril de 1908.

Hasta entonces, aparte del natural acceso de los recién nacidos a la leche materna y del consumo rural de la leche de milpesos[1], la gente del común no consumía regularmente esta bebida: era un privilegio que no se podía pagar. Unas cuantas vacas, en el predio de don Manuel de la Torre y su esposa doña Rufina, en La Yesquita, y años después las dos o tres vacas de la señora Carmen Paz, en la Calle de Las Águilas, eran algunas de las proveedoras de la oferta de leche fresca en la ciudad, la cual era adquirida por un reducido grupo de clientes fijos con capacidad de pago: empleados, comerciantes, curas, monjas... Igualmente, durante las primeras décadas del siglo XX, unos cuantos chivos de la Yesca Grande proveyeron leche a consumidores que podían pagarla.

Klim, Nido y La Lechera

Hasta fines de la década de 1940, Chagüí Hermanos, una firma comercial de importadores y exportadores, con negocios en Cartagena, Cereté, Quibdó e Istmina, ofrecía a su clientela servicios de navegación fluvial, de carga y pasajeros. El buque Bogotá navegaba por el río Atrato; el buque Damasco, por el río Sinú; para el río Magdalena, la empresa ofrecía los buques Leonor María y Sinú.

Chagüí Hermanos también compraba platino, oro y caucho, y vendía abarrotes, comestibles y leche Klim, “la mejor de las leches conservadas”. “Cuide a sus hijos alimentándolos con la inmejorable Leche Klim”, recomendaba su aviso publicitario en el periódico ABC, de Quibdó.

Hasta mediados de la década de 1960, tres marcas de leche de la multinacional Nestlé eran las únicas disponibles en el comercio de Quibdó: Klim y Nido, que eran leches enteras en polvo, y la leche condensada La Lechera. Las tres herméticamente empacadas en tarros de aluminio que traían adheridas a su contorno las coloridas etiquetas de papel y venían en dos presentaciones o tamaños. Klim era más costosa que Nido. Aunque eran leches enteras, ambas se usaban principalmente para preparar teteros de niños lactantes, en tiempos en que apenas comenzaban a aparecer en el mercado local, y eran aún más inaccesibles económicamente, las primeras leches de fórmula para bebés, tales como S-26, que solamente expendían en las farmacias. Por su parte, la leche condensada -en su presentación más diminuta o Lecherita- formaba parte indispensable del mecato que se llevaba a los paseos escolares.

Un ícono urbano

Misionero Claretiano, década 1950.
FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

La leche era, pues, desde principios del siglo XX, un artículo de lujo para los sectores populares de Quibdó. De modo que la “Leche Curia”, que por obra y gracia del humor popular terminaría convertida en un referente urbano bastante sonoro de las historias escolares y barriales de la ciudad, fue la posibilidad de acceso popular a los beneficios nutritivos de este producto. Mucha gente prefería su consumo tal cual venía, así, en polvo; o revuelta con azúcar y hojuelas de avena (Quaker), para lamer o comer a cucharaditas; o mezclada con la misma avena en coladas que se comían al desayuno; o en arroz de leche, o mezclada con sosiega de maíz, o en helados de coco, o con café, chocolate o aguapanela; y otras preparaciones, todas ellas diferentes a la preparación originalmente recomendada por la curia, que era la leche líquida, elaborada a partir de su mezcla con agua hirviendo hasta que se diluyera.

La leche de CARE: “Alianza para el progreso”

Un poco más de una década después de la “Leche Curia”, hizo su aparición en Quibdó, una ciudad aún devastada por aquel hito trágico de su historia que fue el incendio del 26 de octubre de 1966; la leche de CARE.

De distribución casi gratuita, pues la cuota que se pagaba por familia para acceder a ella era más bien simbólica y comprometía la responsabilidad del usuario sobre el cuidado de los envases, la leche de CARE era entregada en botellas de vidrio resistentes y bonitas, con capacidad de un litro, que se recibían con un sello hermético, y cuya desinfección previa hacía parte del programa. Uno entregaba las botellas usadas y, aunque estuvieran muy bien lavadas, nunca le entregaban a uno la leche en esas mismas botellas, sino que llenaban otras que habían sido higienizadas.

CARE, cuyo origen está ligado a la ayuda de los Estados Unidos para la reconstrucción de Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial y su atención a las tropas estadounidenses en Vietnam; era en ese momento la sigla del denominado Centro Americano de Remesas y Comedores Escolares, y llegó al Chocó como parte de la Alianza para el Progreso. Aparte de la leche de distribución masiva, este programa era el mismo que proveía los alimentos para los comedores escolares que se instalaron profusamente en las escuelas de Quibdó y donde uno comía por lo menos una vez por semana cosas que en su casa comía una vez al año.

Este programa asistencial, cuyo manejo de imagen y marca -minucioso y planificado- le vendía uno la idea de que todo era “una donación del pueblo de los Estados Unidos de América” (escrito en inglés, español, portugués y caracteres ideográficos que presumíamos árabes o chinos), había sido repotenciado por el gobierno de los Estados Unidos durante el gobierno del sonriente presidente John F. Kennedy, cuya popularidad llegó a tanto que con su apellido fueron bautizadas decenas de barriadas populares de toda la región latinoamericana. De fondo, más que la idea de la nutrición y el bienestar, estaba la idea de contrarrestar la influencia del comunismo, a través de la recientemente triunfante Revolución Cubana.

Lo mismo en Bogotá que en Quibdó, Kennedy pasó a ser un populoso barrio. En Quibdó, surgió y creció a partir de la desecación y relleno de humedales de la planicie de inundación del río Atrato y de las quebradas El Nausígamo y El Caraño, acción esta que fue adelantada como parte de las obras posteriores al gran incendio de 1966. Kennedy es hoy por hoy uno de los conglomerados urbanos más grandes y abigarrados de la ciudad.

La leche de CARE, el 8 Pisos y el Barrio Escolar

La leche de CARE, en sus relucientes y sólidas botellas, se entregaba en el Barrio Escolar de Quibdó, de lunes a viernes, a partir de las 5 a.m. Siempre me pregunté -si uno tenía que llegar a esa hora- a qué horas llegarían las señoras -impecablemente uniformadas- que lo atendían a uno con toda presteza y gentileza, así uno fuera un niño pequeño en medio de una multitud de adultos.

1. Quibdó, 27 de octubre de 1966. Ruinas del incendio en la Carrera 2a. Arriba a la derecha se ve el 8 Pisos, Edificio de la Beneficencia del Chocó. 2. Barrio Escolar, 1992. FOTOS. Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.

Un ficho de cartulina, con el sello del programa y con un color diferente cada semana, era el vale o bono con el cual se reclamaban los litros de leche correspondientes según el número de familias inscritas en cada caso. Era una leche absolutamente blanca, espumosa e hirviente, envasada directamente de unas ollas inmensas, que hervían sobre parrillas de fuego incandescente. Los fichos de cartulina, bonos, tarjetas o vales para reclamar la leche los reclamaba uno los viernes después de mediodía en el séptimo piso del Ocho Pisos o Edificio de la Beneficencia del Chocó. Allí quedaba la oficina de CARE, donde una señora totalmente amable, alta y sonriente, que vivía en el barrio César Conto, renovaba cada semana la inscripción de las familias en el programa, previo pago de la suma simbólica de dinero establecida.

Un sonido de botellas vacías que se chocaban entre sí llenaba las calles de Quibdó aledañas al Barrio Escolar de Quibdó, antes de las 5 de la mañana. Un sonido de botellas llenas de leche, que se entrechocaban, llenaba las calles de Quibdó aledañas al Barrio Escolar cuando empezaba a amanecer. Uno aprendía a distinguir uno y otro sonido. Uno y otro sonido desaparecían bajo el fragor del aguacero cuando amanecía lloviendo y uno llegaba a su casa como si se hubiera zambullido en el Atrato, pero con sus litros de leche a buen recaudo.

La leche del IDEMA

Poco tiempo después, hacia 1973, fue inaugurada en Quibdó la sede del IDEMA, Instituto de Mercadeo Agropecuario, al frente del edificio principal de la Plaza de Mercado, que había sido construida después del incendio, a la orilla del río Atrato, en la Carrera Primera. Era un edificio sencillo y funcional, cuyo diseño y apariencia exterior guardaba coherencia con el estilo de las viviendas circundantes, que formaban parte del programa de reconstrucción o remodelación de Quibdó, adelantado por el Instituto de Crédito Territorial, ICT, a raíz de aquel fatídico incendio de 1966.

En ese edificio quedaban las oficinas del IDEMA, una bodega, y el espacio más inolvidable y querido por los quibdoseños del común durante los tres o cuatro años de su funcionamiento: el supermercado popular, donde la mitad del pueblo nos abastecimos durante ese lapso y de paso conocimos una caja registradora y el decoroso empaque de los productos, que nunca habíamos visto, con etiquetas indicativas de su peso, contenido, procedencia y licencias sanitarias.

El supermercado del IDEMA fue un alivio para la economía doméstica de los quibdoseños, por los bajos precios a los que se vendían artículos tan importantes como arroz, aceite, lentejas, azúcar, fríjoles, y a veces garbanzos, arvejas, papas, etc. Y, por supuesto, ¡leche en polvo! Una leche que todo el mundo desde el principio consideró mejor que la “Leche Curia” y la leche de CARE; pero, cuya oferta nunca fue suficiente para su alta demanda, además de los problemas de tráfico inadecuado, como compra de cantidades excesivas por una sola persona o por varias para el mismo destino. Lo cual conduciría a una de esas reglamentaciones milimétricas de usanza en los sistemas de mercadeo público: la limitación de cantidades de productos que era permitido comprar por un solo usuario. Sobre todo, la leche, que, a pesar de su bajo precio y su reconocida calidad, volvería a ser muchas veces inaccesible para la gente, por los problemas de distribución.

El supermercado del IDEMA en Quibdó contribuyó significativamente entre, 1973 y 1977, a popularizar el consumo de leche en los sectores populares de la ciudad. La señora Juanita Moldón (primer plano izquierda) era una de las cajeras del establecimiento. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.

Los milagros del IDEMA

Asegurar el arroz de la semana, de la quincena o del mes, según el caso, como base segura de la alimentación; era en los años del IDEMA en Quibdó la primera decisión de compra de la canasta familiar popular. Seguía el aceite, vuelto ya costumbre su uso después del incendio, en reemplazo de la antigua y proverbial manteca de cerdo, que había sido progresivamente reemplazada en las tiendas por las mantecas de origen vegetal (Gravetal era la más famosa), producidas por la naciente y multimillonaria industria de ese ramo, que para entonces empezaba a inundar el país de monocultivos de palma aceitera.

El IDEMA proveía con creces la demanda de ambos productos, arroz y aceite. Era para la gente motivo de tranquilidad, incluso de alegría, salir del supermercado, factura a la mano después de haber pagado, con su arroba de arroz y sus varios galones de aceite. No importaba, si así tocaba, salir sin leche, después de la batahola y del maremágnum que se armaban para alcanzar a coger aquel producto tan ansiado.

Únicamente el sábado -día tradicional de mercado en la ciudad- el supermercado del IDEMA en Quibdó tenía a disposición de su multitudinaria clientela todo el surtido posible. Pasaba, sí, a veces, que los camiones que transportaban los productos no podían llegar debido a los derrumbes de la trocha entre el Chocó y Antioquia. Así que todo resultaba en un sábado perdido, que al siguiente se recuperaba. Hacia el mediodía de cada sábado, los estantes vacíos y la soledad del lugar eran muestra de misión cumplida: medio Quibdó se había abastecido de productos claves de la canasta familiar, entre ellos la famosa leche IDEMA.

Pero, lo bueno poco dura, dice el refrán. El servicio del supermercado popular fue reemplazado por un servicio de distribución al por mayor dirigido a las tiendas de barrio de la ciudad, para que fueran estas las que vendieran al detal. Y después, ni lo uno ni lo otro. El IDEMA entró en crisis nacional, terminó quebrado por los clásicos malos manejos estatales y desapareció. El decreto 1675 del 27 de junio de 1997, firmado por el presidente Ernesto Samper Pizano y por Antonio Gómez Merlano como ministro de Agricultura, ordenó la supresión y liquidación del IDEMA. Su modesta y decente edificación en Quibdó fue demolida años después para construir en su lugar un adefesio desangelado de esos que llaman búnker, de la Fiscalía General de la Nación.

Gracias al IDEMA, durante por lo menos tres años, en las casas de Quibdó hubo siempre -a precios justos y adecuados- arroz volado, sopas de lenteja con queso o sin queso, fríjoles sabrosos, arvejas y papa guisadas, azúcar en coladas, tintos, jugos y postres, y garbanzos tan recién cocidos como recién introducidos en la dieta… Y hubo leche. Una leche buena, buena y sabrosa. Mejor que la “Leche Curia” y mejor que la leche de CARE, sus antecesoras en la popularización del consumo de leche en Quibdó durante el siglo XX.

A Juanita Moldón Blandón


[1] Bebida preparada a partir del extracto de los frutos de la palma de milpesos (Oenocarpus bataua), a la manera de la actualmente famosa “leche de almendras”.

lunes, 18 de marzo de 2024

Balbino Arriaga Ariza:
“Los colores del Atrato”
*Escena de una chirimía. Balbino Arriaga, 1971. Bocetos para un telón. Acuarela, 35.6 x 43.2 cm. FUENTE: Alma Arriaga, colección particular. Tomada del libro "Balbino Arriaga a través de la academia. Clara Forero, Iván Benavides. Universidad Nacional de Colombia. 2018. La foto de Balbino Arriaga es la portada del libro; del cual son tomadas todas las imágenes incluidas en esta publicación de El Guarengue.

Hace 66 años, del 19 al 30 de marzo de 1958, se llevó a cabo en Quibdó, con el patrocinio de la Unesco, uno de los eventos de mayor importancia y trascendencia científica que haya tenido lugar en Colombia, por sus novedosos aportes al conocimiento mundial en los campos forestal, botánico, hidrológico, cultural y étnico, geográfico, sociológico, ecológico y ambiental: el Simposio Americano sobre Zonas Húmedas Tropicales; cuya organización e impulso estuvo a cargo del naturalista colombiano Enrique Pérez Arbeláez y el científico alemán Ernesto Guhl.

Además del gran Pérez Arbeláez y de Guhl, participaron en el simposio otros científicos nacionales y extranjeros también de talla mundial, como José Cuatrecasas Arumí, Robert C. West, Gerardo Budowsky, Roberto Pineda, Orlando Fals Borda, Ernesto Vautier, Francis Raymond Fosberg, Adolpho Ducke y Lyman Bradford Smith. En su calidad de secretario general del Simposio -nombrado por Miguel Ángel Arcos, quien era entonces Gobernador del Chocó-, Rodolfo Castro Torrijos presentó a la concurrencia una completa monografía titulada Chocó-Colombia, que contenía información y datos sobre diversos aspectos de cada uno de los municipios del Chocó y de la región en general.

La presentación de Castro Torrijos fue largamente aplaudida, por lo apropiada y pertinente que resultaba para el simposio, dados sus contenidos, y por su diligente trabajo de diagramación e ilustración; cuyos dibujos, mapas, planos, cuadros estadísticos, portada y portadillas internas, habían sido hechos por un jovencito que aún no cumplía 20 años de edad y tampoco -como era frecuente en aquella época- había culminado sus estudios de bachillerato, lo cual haría dos años más tarde.

Ese jovencito era el artista chocoano Balbino Arriaga Ariza (Quibdó, 18 de junio de 1938-Bogotá, 5 de julio de 2002), hijo de Balbino Arriaga Castro, quien además de dirigente liberal y probo funcionario, fue consagrado y admirado maestro e intelectual; y quien, como presidente de la junta organizadora, influyó notablemente en la concertación con la curia claretiana de un nuevo modelo de celebración de la Fiesta Patronal de San Francisco de Asís, en Quibdó, donde además del templo fueran también la calle y el barrio, el vecindario y la población, escenarios y sujetos con poder de celebración festiva y devocional. Dicha estructura rige desde finales de la década de 1920 y principios de 1930.

La mamá de Balbino Arriaga Ariza fue Placidia Ariza Prada, hermana de los famosos profesionales y políticos Luis Víctor y Víctor Dionisio. Balbino fue el único hombre de la prole de ella y su esposo, por lo que el niño creció acompañado de sus siete hermanas: Carmen Elisa, Ángela Isabel, Alma del Socorro, Placidia María, Ana Luisa, Pola del Carmen y Gloria Stella, todas ellas dotadas también de talentos artísticos y en varios casos dedicadas a su cultivo a través de las artes plásticas o las letras.

Rendimos homenaje en El Guarengue al grandioso artista chocoano Balbino Arriaga Ariza, quien dedicó su vida artística y profesional a la formación de nuevos talentos, en la Universidad Nacional de Colombia, en donde trabajó durante más de 30 años y en donde recibió -entre otros reconocimientos- el de Docencia Excepcional, que le fuera concedido en cuatro ocasiones por el Consejo Superior de la Universidad con base en la postulación de los egresados del Programa de Bellas Artes, varias generaciones de los cuales encontraron en Balbino un verdadero Maestro. 

Balbino Arriaga Ariza falleció a los 64 años, sin haber consolidado su obra, como lo venía haciendo desde que se retiró de la docencia. Su tempranera muerte nos privó de disfrutar aún más de lo que se puede lograr con el rico acervo que de la luminosa paleta de su alma quedó. El texto que reproducimos evoca y narra su infancia y su juventud e incluye valiosas imágenes de la vida y de la obra de Balbino.

Julio César U. H.
18.03.2024

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 “Los colores del Atrato”[1]
Clara Forero, Iván Benavides
Universidad Nacional de Colombia, 2018

En 1930, empezó en Colombia la presidencia del boyacense Olaya Herrera, que representó el fin de la Hegemonía Conservadora, periodo durante el cual el Parti­do Conservador Colombiano había ostentado el poder por poco más de cuarenta y cuatro años.

Sin embargo, a pesar de aquel cambio radical, la vida en el Chocó transcurría impá­vida ante las muchas y vertiginosas transformaciones políticas que sufría el país. Los factores que determinaron tal estado incluyeron un aislamiento geográfico que perdura hasta hoy día y un injusto olvido por parte del Gobierno central.

Debido a lo anterior, Quibdó se presentaba ante los ojos de cualquier foráneo como suspendida en el tiempo, con un aire que se movía entre lo provinciano y lo «macondiano», surcado por el constante cauce del río Atrato.

Contrario a ello, el departamento atravesaba un auge, si no extraordinario, cuan­do menos suficiente para llamar la atención de las factorías extranjeras. Por la escasez mundial de platino, a causa de la Primera Guerra Mundial, el Chocó en­tero y Quibdó, su principal centro administrativo, fueron testigos de migraciones paulatinas de empresas británicas, que supusieron un notable incremento de la población y una activación de la economía en la zona.[2]

Casi inmediatamente, los hijos y herederos de aquella modesta bonanza, junto con las poblaciones autóctonas, empezaron a configurar una clase dirigente e intelectual urbana que el político chocoano Fernando Velásquez Martínez deno­minó «mulatocracia» (citado en González, 2008, p. 117).

En medio de este contexto, vivió Ángela de los Ríos, viuda de Quejada, la bis­abuela de Balbino Arriaga. Una cartagenera que llegó al Chocó a comienzos del siglo XX y que, en la década de los cuarenta, decidió asentarse en Riosucio para dedicarse al comercio de tagua y caucho. Con personas como ella, comenzó la paulatina colonización de aquella zona del Pacífico.

La vida de aquella mujer —que en los relatos de sus bisnietos parece inmersa entre el mito y la realidad— fue, por demás, peculiar. Según parece, provenía de una familia de artesanos dedicados a la elaboración de tapices y biombos, cosa que determinó para ella un aprestamiento en ciertos oficios manuales, que pos­teriormente plasmaría en pequeñas pinturas, tejidos, bordados, calados y flores de papel y de cera. Al tiempo, es probable que haya tenido acceso a una buena edu­cación para la época, puesto que le gustaba declamar, y se sabe que, aparte de ser una ávida lectora, educó a su nieto, Balbino Arriaga Castro, nacido el 27 de febrero de 1900, hasta un nivel tal que pudo iniciar sus estudios de bachillerato sin haber cursado el nivel primario.

Balbino Arriaga Castro, padre de Arriaga Ariza, tuvo acceso a una extensa bibliografía, a través de la cual el pensamiento humanista se instaló en su hogar de forma permanente. Arriaga Castro fungió como secretario y juez municipal de Quibdó, así como contralor departamental del Chocó, durante varios años. Aunque el Quibdó de antaño lo recuerda es­pecialmente por su labor como docente del Cole­gio Carrasquilla, por sus clases de literatura y por su enorme biblioteca.[3] De forma paralela, Placidia Ariza, la madre de Balbino, estaba emparentada con toda una generación de políticos y dirigentes locales que contribuyeron a la industrialización y el fomento de la educación del Chocó, entre las décadas de los cuarenta y cincuenta.[4]

Parece claro que el nacimiento de nuestro hombre se gestó en un ambiente propicio para el desarrollo intelectual. La prosperidad que la explotación del pla­tino y el oro dejó en el departamento y el nuevo clima cultural, así como la búsqueda de una participación más activa del pueblo chocoano frente a la política nacional para lograr su propio desarrollo, constituye­ron fuertes motores de progreso para la región y para la formación de una generación más crítica.

Balbino Arriaga Ariza nació el 18 de junio de 1938. Fue el segundo de siete hijos y el único varón. La vida de la familia se desenvolvió entre dos casas. La pri­mera, situada a un costado del Colegio Carrasquilla, tenía grandes patios y en ella se hallaba una enorme biblioteca que, con el tiempo y hasta el fatal incendio de 1966, se convirtió en una suerte de centro cultural para los colegiales. La segunda, ubicada a las afueras de la ciudad, rodeada de árboles que ofrecían gustosos sus marañones, naranjas y guayabas, era más bien una quinta de estilo californiano, una casa arrullada permanentemente por la corriente del Atrato, cuyos recovecos Balbino conoció muy bien, de acuerdo con el relato de Ángela Arriaga, una de sus hermanas.

El río le dio a Balbino motivos, colores y formas de toda clase para desarrollar su trabajo creativo. Des­de su niñez, el impacto de este sobre él se reflejó en su trabajo. Su infancia transcurrió en un tiempo en el que el Atrato se dejaba navegar por enormes barcos con motores centrales, semejantes a los que cruzaban por el Misisipi. Uno de los más destacados recuerdos de Carmen Elisa, otra de sus hermanas, es el del paseo que Balbino y ella hicieron junto a su padre desde Quibdó hasta Riosucio, donde residía su bisabuela. Los Arriaga emprendieron rumbo a la ma­nera de una historia de Mark Twain: los caballeros con sombrero corcho y la pequeña con un vestido blanco. En aquella ocasión, abordaron el «Cartagena de Indias», cuyo itinerario les permitió visitar Puerto Martínez, Vigía del Fuerte, Bella Vista y, finalmente, llegar a su destino.

Una vez se instalaron, emprendieron un corto paseo por el río Truandó y el río Salaquí. Balbino padre, que no dejaba pasar ocasiones como aquellas para ofrecer a sus hijos una cátedra de geografía, biología y ecología, les pidió que juntaran sus oídos a unas enormes formaciones rocosas que encontraron a mitad del trayecto. Se alcanzaba a oír un trémulo sonido: la «resaca» del Pacífico. El padre anotó que si aquellas rocas fueran extraídas sería posible ver el Pacífico y así concluir el anhelo colombiano de conectar ambos océanos.

De vuelta en la casa de la bisabuela, Balbino hijo pidió afanoso algunos materiales y se puso a dibujar lo que había visto. Sería este uno de muchos mo­mentos que marcaron el inicio de una recurrente fascinación por el paisaje, el agua, el reflejo y los cielos arrebolados.

Por otro lado, el paulatino desarrollo de Quibdó le permitió encontrarse con otra docena de estímulos. Quizá, uno de los primeros y más llamativos fue su interés por el diseño de trajes, vestidos y disfraces. Cabe señalar que su madre se formó de manera au­todidacta como costurera, de tal suerte que los libros de la biblioteca de Balbino Arriaga Castro llegaban siempre en compañía de revistas y magazines ilustrados con figurines, vestidos, cortes y plantillas, que la modista imitaba a la perfección.

Es más que probable que aquel contacto cercano con el diseño textil haya motivado al joven Balbino a rea­lizar sus propios experimentos. En efecto, las fiestas de disfraces y los jolgorios de las fiestas de San Pacho fueron ocasiones propicias para que diseñara los tra­jes de las comparsas, los vestidos para sus amigas, la pintura facial de sus hermanas e incluso las carrozas del barrio César Conto, que en vista de sus cualida­des solicitaban regularmente sus servicios.

Del mismo modo, la llegada del cine al Chocó fue una influencia determinante para su obra posterior. Cuando era todavía un niño, instaló en su casa un enorme telón para exhibir películas de Charles Cha­plin, utilizando un proyector Pathé. Solía cobrar cinco centavos por la entrada y, cuando la cinta empezaba a rodar, se convertía en el relator que complementaba cada episodio. Años más tarde, frecuentó los teatros Quibdó, Salón Colombia y Salón Claret. Las anécdotas coinciden en narrar los tratos que Balbino tenía con sus compañeros de colegio, acostumbraba dibujar los mapas e ilustraciones de sus amigos a cambio de dinero, que luego gastaba en el cine.

Sin embargo, por encima del río, de las telas o del cine, estaban sus tizas y sus colores, las primeras herramientas de las que dispuso y, en cierta forma, las que le harían célebre muchos años más tarde, ya convertido en profesor universitario.

Cierto día, la tía de Balbino, Luisa Ariza, Lucha, que trabajaba en el Instituto Pedagógico Femenino, le regaló algunas tizas de colores, con las que hizo va­rios dibujos en el piso de su casa. El padre de Balbi­no acostumbraba dejar aquellos garabatos por cierto tiempo y así poder mostrarlos a los recurrentes visitantes. Uno de aquellos fue el señor César Arriaga, intendente del Chocó, que en ocasiones llevaba al pequeño Balbino y a sus hermanas a pasear en el carro de la intendencia, por entonces, uno de los pocos vehículos que había en Quibdó.

A su llegada, después de uno de esos recorridos, Balbino procedió, tizas en mano, a dibujar un carro en el piso de la casona. El dibujo inquietó a Carmen Elisa, que inquirió sobre aquella extraña imagen de un carro con tan solo dos ruedas. Desde luego, el pequeño Balbino, cuya edad no excedería los tres años, explicó que aquello se debía a la posición fren­te a la cual se había puesto con respecto al coche. Atisbando así, para sorpresa de sus padres y de Cé­sar Arriaga, nociones elementales de dibujo, como la profundidad y la perspectiva. De ahí en adelante, sus padres le alentaron incondicionalmente. Don Balbi­no Arriaga le suministró tantos materiales como fue posible, muchos de los cuales debían ser llevados hasta Quibdó en barco desde Cartagena.

Ahora bien, aunque su temprana formación artística fue, en términos generales, autodidacta, Arriaga tuvo la oportunidad de conocer a algunos de los más des­tacados docentes, artistas y artesanos de su región. Pese a que la influencia que tuvieron sobre él es in­cierta, fueron estos encuentros los primeros apren­dizajes informales que obtuvo en tierra chocoana.

Se sabe, por ejemplo, que Balbino trató con cierta regularidad a las educadoras Belén Perea y Esperan­za Luna, avezadas artesanas y personajes medula­res dentro de la tecnificación artesanal en el Chocó. Al respecto, en un informe sobre la artesanía del «cabecinegro»,[5] preparado por Marta Lucía Bustos para Artesanías de Colombia (1989, p. 2), se men­ciona lo siguiente: “La artesanía en damagua y cabecinegro, se inicia, entre la población negra, con las edu­cadoras Belén Perea, Judith Ferrer y Cruz Esperanza Luna, quienes a finales de la década de los treinta enseñaron a sus alumnos en Tadó, Istmina y Quibdó a trabajar dichas materias primas. Se hacían entonces bolsos, carteras, individuales, vestidos, cuadros típicos y tapetes”.

Asimismo, mientras Balbino realizó sus estudios de bachillerato en el Colegio Carrasquilla de Quibdó pudo trabar amistad y ser el asistente del docen­te boyacense Hugo León, a quien eventualmente se le comisionaron murales para esa misma insti­tución. También pudo conocer al célebre Francisco Mosquera Agualimpia, posteriormente llamado «el pintor de las gentes y las costumbres del Chocó», que por entonces ofrecía su cátedra de dibujo en el mismo colegio. Este pintor, gracias a una beca, había podido adelantar tres años de estudios en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, entre las décadas de los treinta y cuarenta.

De acuerdo con Carmen Elisa Arriaga, hermana de Balbino, es probable que Mosquera hubiese dado algunos consejos a Arriaga; incluso es plausible que le haya exhortado a viajar a Bogotá para estudiar en la misma escuela. Sea como fuere, al parecer, el pintor introdujo a Balbino en el uso del lápiz y el carboncillo, técnicas que fueron fundamentales para su obra y que constituyen los espacios de expresión en los que Arriaga consiguió sus más prolíficas pro­ducciones.

A pesar de ello, el avance de Balbino en el dibujo y la pintura contrastaba con sus calificaciones académicas y sus planes futuros. Él había cursado sus es­tudios elementales en el Colegio de la Presentación y después en la escuela anexa a la Normal Superior de Quibdó. Esa época coincide con políticas liberales que mucho tuvieron que ver con la laicización de la educación y con un proyecto construido a partir de las novedades pedagógicas más vanguardistas (Re­yes, 2012, pp. 37-38). No obstante, ya en el quinto grado, Balbino expresó su renuencia a continuar con su formación como docente normalista y tomó la decisión de trasladarse al Colegio Carrasquilla, don­de cursó cuatro años más de estudio. Mientras sus calificaciones en dibujo y arte fueron siempre de 5.0, sus notas en aritmética y matemáticas fueron motivo de más de una reprimenda por parte de su padre. Debido a su larga trayectoria administrativa, para don Balbino Arriaga Castro, era esencial que sus hijos aprendieran los fundamentos del pensamiento lógico. Sin embargo, la persistencia de Balbino por dedicarse a las artes y su indudable virtud para el dibujo le propiciaron poco tiempo después la opor­tunidad perfecta para combinar dos escenarios, el de la política y el del arte, que hasta entonces parecían irreconciliables.

En 1958, con motivo del simposio Tierras húmedas tropicales, realizado en Quibdó, Balbino fue convocado por el gobernador del Chocó, Miguel Ángel Arcos, y por el contralor departamental, Rodolfo Castro Torri­jos, para ilustrar el libro Chocó-Colombia. Una especie de informe que recogía las conclusiones más impor­tantes del encuentro. Don Balbino Arriaga, quien tam­bién había ocupado el cargo de contralor años atrás, recomendó a su hijo para que elaborara las ilustracio­nes que acompañarían al texto y que serían esenciales para representar varios aspectos de la región: geolo­gía, mineralogía, biodiversidad y etnografía.

Por esto, a Balbino se le asignó la elaboración de mapas, planos, cuadros estadísticos y maquetas, así como un par de viñetas, entre las que sobresa­le la imagen que se usó como portadilla del libro. Se trataba de una rana desamparada que esperaba bajo su paraguas que amainaran las fuertes lluvias que caracterizan los bosques húmedos del Chocó. Al mismo tiempo, se le encargó hacer una serie de acuarelas que representaban los pueblos y ciudades más importantes del Chocó y la cuenca del Atrato. Lastimosamente dichas acuarelas no pudieron ser recuperadas.

Las hermanas de Balbino evocan la habilidad con la que pudo recrear la mayor parte de las imágenes a partir de las memorias de su infancia. Momento en el que, junto a su padre, conoció Istmina, Tadó, Condoto, Andagoya y el Carmen del Atrato. Pero fue todavía más sobresaliente el grado de rigor con el que pintó poblados que desconocía y que recons­truyó basado en las anécdotas de su padre y de los invitados al simposio.

Al final, el resultado fue editado en dos volúmenes mimeografiados en papel periódico. En la introduc­ción del primer tomo, Castro Torrijos (1958, p. 2) dice de Balbino: «Es un joven estudiante y artista cuyo pincel acuarelista y ágil plumilla hacen mila­gros, y quien colabora con todas las gráficas y cartas de este estudio».

Después de aquella oportunidad, Balbino sugirió a su padre la idea de abandonar el bachillerato y continuar trabajando como dibujante. Don Balbino Arriaga se opuso a tal idea y, en cambio, lo convenció de culminar sus estudios de bachillerato en el Liceo Nacional Marco Fidel Suárez de Medellín para, de esa forma, poder iniciar sus estudios como artista en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá.

Evidentemente, la falta de escuelas de arte en Quib­dó y la posibilidad de más y mejores oportunidades en otras ciudades fueron factores decisivos para que Balbino dejara el Chocó de forma definitiva. Arriaga no fue un caso aislado, por el contrario, hace parte de toda una generación de inmigrantes, si bien él no tenía las necesidades económicas que caracterizaban a la mayoría de esta población.

Medellín representó para Balbino el preludio de las posibilidades que involucró su llegada a Bogotá. César Martínez, profesor de la Facultad de Artes, na­rra cómo el rector del Liceo Marco Fidel Suárez le dio a Arriaga el impulso definitivo para iniciar sus estudios como artista (Mora, 2001). Aunque su pa­dre jamás se opuso a los deseos y vocaciones de sus hijos, no faltó la oportunidad en la que le insinuara la conveniencia de estudiar una carrera con «más y mejores proyecciones», como arquitectura, por ejemplo. 

Balbino culminó el bachillerato en 1960 y un año después inició formalmente sus estudios en la Universidad Nacional de Colombia, en una época en la que no muchas personas se decidían a cursar una carrera universitaria.[6]

Estudio de mujer frente al río Atrato-Balbino Arriaga Ariza, 1990.
Lámina en acuarela, 35.6 x 43.2 cm. Fuente: Alma Arriaga, colección particular.



[1] Tomado de: Balbino Arriaga a través de la academia. Clara Forero, Iván Benavides. Universidad Nacional de Colombia. Centro de Divulgación y Medios Facultad de Artes Sede Bogotá. Colección Notas de Clase 19. 1ª edición, octubre 2018. 156 páginas. Pp. 44-53.

ISBN impreso: 978-958-783-600-4 ISBN electrónico: 978-958-783-601-1.

[2] Este departamento, durante la Segunda Guerra Mundial, a pesar de haberse convertido en un punto estratégico para los aliados y de la instalación de la South American Gold and Platinum Company (de propiedad estadounidense) y la fundación en Andagoya de la Chocó Pacific Mining Company (subsidiaria de la primera), siguió siendo una zona aislada, con una reducida comunicación marítima y un clima que dificultaba la agricultura (Raush, 2011, p. 70).

[3] No sobra destacar su parentesco con el poeta quibdoseño Adriano Arriaga.

[4] Luis Víctor Ariza (hermano) ocupó la alcaldía de Quibdó entre 1953 y 1957, fue suplente en el Congreso por el Movimiento Liberal Popular (MLP) y gerente de la Zona Agropecuaria del Mag­dalena. De su otro tío, Víctor Dionisio Ariza, se sabe que fue uno de los primeros alumnos que tuvo la Escuela Normal de Varones de Quibdó, fue gobernador del Chocó en los años cincuenta y junto con otros importantes comarcanos fue fundamental para la democratización de la educación en el Chocó (Díaz, 2006, p. 6).

[5] Nombre vernáculo para la planta Phytelephas seemil. En las artesanías se hace uso de la fibra de los frutos o cápsulas de la planta.

[6] De hecho, el promedio de estudiantes graduados del programa de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia entre los años sesenta y setenta del siglo XX era de solo seis alumnos por año (Vicerrectoría General, 2013).

lunes, 11 de marzo de 2024

 Entre caminos, ferrocarriles carreteras  
La eterna quimera del desarrollo del Chocó

Valla informativa (1970) de la construcción de la Carretera Panamericana y promoción de la obra mediante una estampilla del 8° Congreso Panamericano de Carreteras. FOTOS: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó - El Guarengue.

Más de un siglo ha pasado desde que el entonces presidente de Colombia, Carlos E. Restrepo, y su ministro de Obras Públicas, Simón Araújo, firmaron la Ley 82 de 1913 (noviembre 17), “sobre fomento de la Intendencia Nacional del Chocó”[1]. Más de la mitad del articulado de esta ley se refiere al establecimiento de “una Colonia Agrícola en alguna de las bahías de Cupica, Solano o el Valle, en la Costa del Pacífico” (artículo 1°). El resto de la norma se ocupa de “la canalización del río Sinú” (artículo 17); de la “construcción de un sanatorio en Urrao u otro lugar más próximo a Quibdó, de clima sano y frío” (artículo 16); y de la finalización de “el camino que debe unir las poblaciones de Bolívar y Quibdó, en el trayecto que falta entre los Municipios de El Carmen y Quibdó” (artículo 9°).

La colonia agrícola fue establecida, dos décadas después (1935), en la bahía de Solano, dando origen a Ciudad Mutis y al posterior municipio de Bahía Solano.[2] El sanatorio, con fines de aislamiento y atención a enfermos de tuberculosis, fue finalmente establecido en El Carmen de Atrato, muchos años después, y clausurado a fines de la década de 1980, cuando ya la antes temida y mortal TBC o tisis había dejado de serlo y su tratamiento había pasado a ser tan manejable como ambulatorio.

De un camino a una carretera

El antiguo camino entre Quibdó, capital de la entonces Intendencia Nacional del Chocó, y el municipio cafetero de Bolívar (Antioquia) derivó en una carretera, el comienzo de cuya construcción le fue comunicado al entonces Intendente, Adán Arriaga Andrade, en un telegrama del 21 de marzo de 1935, fechado en el pueblo de Bolívar (Antioquia) y firmado por Ricardo de la Cuesta, Ingeniero Jefe de la Carretera, que a la letra decía: “Complázcome comunicarle acabamos iniciar trabajos carretera Bolívar - Quibdó. Esperamos activará campaña para llevar feliz término vinculación pueblo chocoano. Cordial saludo”[3]... Hoy, casi un siglo después de aquel telegrama, de accidente en accidente, de mortandad en mortandad, de derrumbe en derrumbe, la carretera aún no ha sido concluida. La vinculación del pueblo chocoano ha sido, sobre todo, a través de la muerte de su gente.

De un camino a un ferrocarril

La citada ley 82 de 1913 establecía, en su artículo 8°, que se abriría un camino que condujera desde el sitio elegido para la Colonia Agrícola hasta la ribera occidental del Atrato, en las goteras de Quibdó: “El Gobierno procederá a contratar, en las mejores condiciones posibles, de acuerdo con la naturaleza y condiciones del terreno, la apertura de un camino que parta de la nueva población que se va a fundar y que termine en la ribera occidental del Atrato, con el objeto de unir la costa del Pacífico con el interior de la Intendencia”.

En su Artículo 14, La ley 82 de 1913 disponía que, “si hubiere alguna entidad o compañía nacional que se encargue de construir un ferrocarril en lugar del camino expresado en el artículo 8°, el Gobierno podrá garantizar hasta el 6 por 100 de interés anual sobre el capital que se invierta en dicha obra y por un término que no exceda de treinta años, contados desde el día en que empiece la explotación del primer tramo de veinte kilómetros”.

Más caminos, más destinos

A menos de cuatro meses de expedida esta ley, el presidente Restrepo y el ministro Araújo suscribieron y expidieron el decreto 264 de 1914 (marzo 3), “por el cual se dispone la ejecución de los estudios técnicos de las varias obras decretadas por la Ley 82 de 1913, y se nombra Ingeniero para hacerlos”[4]. Los estudios ordenados por este decreto corresponden a la definición del mejor sitio para la Colonia Agrícola de la costa Pacífica del Chocó, el trazado y construcción de la misma y la “Exploración y trazado de un camino que comunique la nueva población que va a fundarse sobre las bahías de Cupica, Solano, el Valle o Utría, con la ribera occidental del río Atrato, a fin de unir la costa del Pacífico con el interior de la Intendencia del Chocó” (artículo 1°, inciso c). Así mismo la “Exploración y trazado de un camino que comunique el río Sinú con el golfo de Urabá por la ruta mejor…” (inciso e) y los “Estudios de exploración y reconocimiento de la línea que hayan de seguir las siguientes vías: ... Camino de Frontino a Turbo por Dabeiba y Pavarandocito. Camino de Cáceres a Montería. Camino de Noanamá, sobre el río San Juan, a la población de Bolívar en el Departamento del Valle. Camino del Municipio de Apía, en el Departamento de Caldas, al puerto de Lloró, sobre el río Andágueda, en la Intendencia del Chocó” (inciso f).

Así las cosas, si todas las obras contempladas en la Ley 82 de 1913 (noviembre 17) y en el Decreto 264 de 1914 (marzo 3), se hubieran ejecutado del modo previsto; actualmente, desde la Costa Pacífica chocoana se podría llegar al Atrato por carretera o por ferrocarril, y viceversa; desde Noanamá se podría viajar directamente al Valle del Cauca y desde Lloró se podría ir a Caldas, por carretera. De hecho, para que así fuera, en el siguiente periodo presidencial se dispusieron nuevos y significativos recursos presupuestales.

“En lo posible y conveniente…”

La Ley 102 de 1914 (diciembre 04) “sobre régimen administrativo en la Intendencia del Chocó”[5], confirmó lo establecido en la Ley 82 de 1913 en el sentido de que el Gobierno fundaría una Colonia Agrícola en la bahía de Solano, y determinó que, conforme a los recursos disponibles, “el Gobierno procederá a fundar otra u otras Colonias en la región que corta el camino en construcción entre Bolívar y Quibdó, así como otra Colonia en la Provincia del San Juan” (artículo 4°). Igualmente, según el artículo 2°, el Gobierno nacional decide intervenir en la región como lo harían las asambleas en los regímenes departamental y municipal; aunque concede a la Intendencia del Chocó, “en lo posible y conveniente, la mayor autonomía e independencia para la administración de sus intereses seccionales”. Esta ley fue promulgada por José Vicente Concha, como presidente, y Miguel Abadía Méndez como ministro de Gobierno.

Explotar para financiar

Exactamente dos años después de aquella ley que ordenaba por primera vez la construcción de un camino o de una vía férrea entre Bahía Solano y la cuenca media del río Atrato aledaña a Quibdó, el presidente Concha y el ministro Abadía Méndez firmaron la Ley 62 de 1915 (noviembre 17), “sobre fomento y régimen administrativo de la Intendencia Nacional del Chocó”[6]. En su artículo 1°, esta nueva ley ordenaba destinar el 80% “de toda participación, arrendamiento, precio u otro rendimiento que a la Nación corresponda y pueda corresponder en lo futuro por las concesiones otorgadas y que se otorguen para la explotación de bosques, baldíos y minas situadas dentro del territorio de la Intendencia Nacional del Chocó, a la ejecución de las siguientes obras: a) El camino de herradura, con trazo de carretera, con pendientes que no excedan del cuatro por ciento, entre un punto del río Atrato y la bahía de Utría, Cupica y Solano, en el Océano Pacifico, según convenga; b) Terminación de un camino de herradura de Quibdó a Bolívar, en el Departamento de Antioquia”. Igualmente, sendos caminos entre el Alto Sinú y Riosucio, entre Tadó y Pueblorrico, y entre Nóvita y Cartago; así como la “Construcción de una carretera que una a Quibdó e Istmina, con pendiente no mayor del cuatro por ciento, y curvas cuyos radios no bajen de 70 metros”.

Y una ley de vías férreas

El remate de esta sucesión inusitada de disposiciones legales acerca del fomento y desarrollo de la Intendencia Nacional del Chocó, hace más de un siglo, fue la Ley 86 de 1920 (noviembre 20), “por la cual se ordena el estudio y construcción de las vías férreas de la Intendencia Nacional del Chocó y se da una autorización al Gobierno”[7].

Esta ley, firmada por Marco Fidel Suárez como Presidente de la República y Esteban Jaramillo como Ministro de Obras Públicas, ordenó (artículo 1°) que, “entre los estudios de las vías a que se refiere la Ley 92 de 1919 para comunicar la Intendencia del Chocó con el interior de la República”, se le diera “preferencia a la que comunique el Puerto de Pedrero, sobre el río Cauca, con el de Negría, en el San Juan, y a la que enlace las ciudades de Cartago e Istmina”. Estableció, igualmente (artículo 2°), que “terminados que sean los estudios de la vía férrea entre Quibdó y Negría, el Gobierno procederá a construirla por administración directa o por contrato”.

Adicionalmente, la Ley de vías férreas de la Intendencia Nacional del Chocó, estableció en su artículo 3° que el gobierno procederá “a construir la vía que para unir el Chocó con el interior de la República reúna las mejores ventajas entre las que ordena estudiar el artículo 1°”; y autoriza la contratación de empréstitos y la prestación de garantías aduaneras para el cumplimiento de todos los fines de la ley. Finalmente (artículo 5°), la Ley 86 de 1920 dispone que “en caso de que el Gobierno prefiera construir estos ferrocarriles por el sistema de contratos”, tenga “en cuenta que la entidad o entidades con quienes contrate ofrezcan las garantías de todo orden que la importancia de las obras requiere”.

La eterna y fallida quimera

Así que, hace más de un siglo y en el breve lapso de 7 años (1913-1920), con tres periodos presidenciales de por medio (Carlos E. Restrepo, José Vicente Concha y Marco Fidel Suárez) y durante la administración de seis intendentes nacionales (Jesús María Gutiérrez, Demetrio Gómez, Cicerón Ángel, Rubén Santacoloma, Aristides Vaca, Juan José Carrasco), se expidieron -por lo menos- cuatro leyes y un decreto ordenando estudios y ejecución de obras públicas en la Intendencia Nacional del Chocó, principalmente caminos, carreteras y vías férreas, que de haberse llevado a término habrían modificado sustancialmente el territorio y la vida de esta región.

Sin embargo, todo fue una quimera, la eterna y fallida quimera de ofrecer como desarrollo unas cuantas vías pensadas para la penetración de una comarca -con fines de explotación, saqueo y expoliación-, más que para el bienestar y desarrollo de la gente, de la población. La quimera de la ley incumplida, de la promesa fallida, de la obra irrealizada.

En pleno proceso de elaboración se encuentran los planes de desarrollo del Departamento del Chocó y de sus 30 municipios. Que esta quimera eterna, eterna y fallida, no sea su guía.

Río Quito, Chocó. FOTO: León Darío Peláez.


[2] Detalles de la fundación y el funcionamiento de la colonia se pueden leer en dos crónicas de El Guarengue, de agosto de 2020: La Colonia Agrícola de Bahía Solano, 1ª y 2ª Parte, en: https://miguarengue.blogspot.com/2020/08/lacolonia-agricola-de-bahia-solano.html  

https://miguarengue.blogspot.com/2020/08/la-colonia-agricola-de-bahia-solano-2.html

lunes, 4 de marzo de 2024

 Dos acontecimientos históricos
en la vida de Arnoldo Palacios

>>Su singular autobiografía, compuesta por 105 relatos, es algo así como la prehistoria de la vida pública de Arnoldo Palacios y un retrato o un collage del Chocó de los tiempos de su infancia. FOTOS: Planeta y Centro Virtual Isaacs.

Los 105 relatos de Arnoldo Palacios contenidos en las 350 páginas de su libro Buscando mi madredediós son simultáneamente el testimonio de los primeros años de su vida en Ibordó, Cértegui y Quibdó, y un collage de la historia genuina, vívida, de lo que ocurría en aquellos tiempos en todo el Chocó.

Arnoldo deja que su memoria discurra y fluya en cada relato, con la misma naturalidad de los ríos y quebradas en los que transcurrió su infancia: a veces mansos y tranquilos, como lagos andantes; otras veces impetuosos como mares de agua dulce y azarosas olas. Como el oro de su tierra convertido en memorable alhaja por la filigrana del joyero, la memoria portentosa de Arnoldo es transformada en relato fresco y espontáneo por su enorme capacidad narrativa, vivaz y sincera como su carcajada, rica como la selva donde se crio, inconmensurable como la imaginación con la que creció; de modo que cada vez que uno lee un relato de este libro es como si él mismo, el propio Arnoldo, estuviera ahí volviéndoselo a contar a uno por primera vez.

Así que esta semana, en El Guarengue, Arnoldo Palacios nos cuenta que hubo una vez en la que él creyó que el doctor Julio Figueroa Villa, eminencia chocoana de la medicina, que comenzó a trabajar en el hospital de Quibdó en 1935, cuando Arnoldo aún era un niño, le curaría su poliomielitis. Cómo se imaginaba a Quibdó, treinta veces más grande que Cértegui. Y cómo -a través de las palabras de su hermana Elba, primero, y de Diego Luis Córdoba, después- descubrió que la conciencia social, étnica y racial lo “llenaba de algo semejante a un buen vaso de agua cuando se tiene sed y se lo bebe”.

El miércoles 31 de agosto de 1949, el periódico El Universal, de Cartagena, a cuya nómina de periodistas pertenecía en ese momento Gabriel García Márquez, reseñó el viaje de Arnoldo Palacios hacia París. En una entrevista publicada en 2015, poco antes de su muerte, Arnoldo contó que había hablado con Gabo, en Cartagena, antes de su viaje. Y que el propio Gabo le mostró la edición del periódico  en donde aparecía, sin firma, una nota de despedida que él mismo había escrito: "Cuando me fui a Francia, fui a tomar un barco en Cartagena y unos amigos de un primo artista, José León Moreno, que era amigo de él, fueron a saludarme. García Márquez también fue y estuvimos hablando. Nos despedimos y al día siguiente llegó al muelle con un doctor a buscarme y cuando sonaron las sirenas él se metió la mano al bolsillo y sacó el periódico El Universal, donde él había escrito una despedida sobre mí" (El Tiempo, Revista Bocas N° 46, septiembre 2015).

Más de medio siglo después de hacerse a la mar en Cartagena, Arnoldo regresó al país. Se había ido a buscar su madredediós. En el trayecto, había hallado la gloria. Y este libro, singular autobiografía, es testimonio de los momentos primigenios de ese periplo, algo así como la prehistoria de la vida pública de Arnoldo Palacios.[1]

Julio César U. H.
Marzo 04 de 2024.

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XCV • EL DOCTOR FIGUEROA VILLA, TAUMATURGO

Junto al animado relato del éxito de su viaje, oímos de labios de mi mamá una noticia extraordinaria: había llegado a Quibdó, haciendo milagros en el hospital, un médico llamado Julio Figueroa Villa.

«Dicen -repetía mi mamá- que es una cuchilla incomparable. Enfermo que él no sana, no tiene cura y no le queda más esperanza que irse al cementerio. Le han subido gentes ya en el artículo de la muerte que se han bajado cantando de la mesa de operación».

Lo dicho por mi mamá me trastornó: aguardaba el instante en que ella hablara de mi caso. Seguro, se pondría de acuerdo con mi papá, me mandarían adonde ese médico. Mi desasosiego provenía de una emoción no relacionada con la posibilidad de ver al doctor Julio Figueroa Villa, sino con la proximidad de mi visita a Quibdó capital de la Intendencia, ciudad grande, a orillas del Atrato, río diez veces más grande que el Quito y el Cértegui reunidos, y larguísimo, que iba a desembocar al mar. En Quibdó atracaban buques de paquete, como casas; en Quibdó había colegios, donde estudiaban quienes después llegaban a ser maestros y maestras. En Quibdó había doctores de leyes y de medicina, varios curas, monjas, esas mujeres que al salir a la calle para trasladarse de su convento a la iglesia andaban con la cara tapada para no ver el mundo, para no pecar. Quibdó, según decían, era por lo menos treinta veces más grande que Cértegui. De un instante a otro se me presentaba la ocasión de conocer algo grandioso.

Sin embargo, la presencia de Quibdó, ya casi ante mi cara, se desvaneció. Mi mamá no habló de mí esta vez, mi papá tampoco. Las hazañas del doctor Julio Figueroa Villa no se extendían hasta hacer caminar sin muletas a alguien como yo. En cambio, sí podía operar a mi hermanito Eleazar y hacerlo orinar a chorro, sin dolencias. En el acto lo hicieron venir de Ibordó y lo despacharon para Quibdó, de donde regresó orinando en un abrir y cerrar de ojos; esto cambió su destino, pues, Eleazar no quiso volver a Ibordó. Permaneció en Cértegui, ayudando a mi papá y a mi mamá en el manejo del negocio. A pesar de ser prácticamente un adulto, manifestó que no se pensaba quedar enteramente bruto y se metió a la escuela.[2]


XCVII • ELBA - DIEGO LUIS CÓRDOBA - LA REVOLUCIÓN

Por aquellos años, surgió en el Chocó un movimiento político que había sacudido las entrañas del departamento. Hasta los niños nos habíamos dado perfecta cuenta de pertenecer a la raza negra. La mayoría de todo el departamento estaba habitada por negros. Pero el negro no tenía derecho a muchas cosas. Los negros no llegaban a ser doctores porque se les ponía mucha traba en los estudios; tampoco podían tener puestos importantes en el gobierno. Un blanco podía pegarle a un negro si el negro le reclamaba algún derecho; y si el negro se quejaba ante las autoridades a causa de la ofensa, más bien arriesgaba irse a la cárcel, pues las autoridades eran blancas. Una muchacha negra no alcanzaba a ser maestra porque no le permitían hacer estudios en el Colegio de la Presentación, regido por monjas blancas, para muchachas blancas. Si acaso, una mulata, tirando más a blanca que a negra y con el pelo liso, podía tener la suerte de ser aceptada en el Colegio de la Presentación. Decían en Cértegui, y esto más bien era que lo repetían, pues en todo el Chocó lo proclamaban, que los negros ya no iban a seguir aceptando ese trato.

Mi hermana Elba figuraba como una de las muchachas más inteligentes de su generación, si no la más. Mi papá y mi mamá aspiraban a que Elba fuera maestra. ¿Cómo hacer si las negras no hallaban cupo en el Colegio? Así, a nosotros nos concernía directamente esa revuelta de los negros contra un puñado de blancos. Mi papá, además de jefe del partido liberal, fue reconocido como cabeza del nuevo movimiento que aspiraba a realizar una revolución, palabra utilizada al respecto por todo mundo. Nuestra casa se llenaba de gente por la mañanita, al anochecer, durante todo el día los sábados y domingos.

Estábamos cerca de elecciones para el Parlamento. Mi papá recibía noticias, periódicos, hojas volantes; daba instrucciones, explicaba, daba órdenes. La gente, desenterrándose de sus orillas, acudía al pueblo, curiosa de informarse personalmente acerca de esa nueva era que se avecinaba para todos los negros. Muchos llegaban sin dinero, sin con qué comer durante la estadía; numerosos los que se presentaban casi desnudos, con el mero taparrabo utilizado en sus orillas; otros vestían viejos pantalones remendados con telas de diferentes calidades y colores, pero carecían de camisa. Mi papá, animado por su estricto sentido de solidaridad, lo cual llenaba de confianza a toda aquella gente, les daba lo necesario. Evidente, esa campaña política, como aquella por el triunfo del partido liberal, 1930, con Olaya Herrera, le costaba a mi papá mucho, mucho, dinero.

El candidato de los negros, jefe de toda esa revolución, se llamaba Diego Luis. Dizque era un orador superior a Dumas Pompilio. Había nacido en Neguá, un pueblito de mala muerte, más chiquito que Cértegui, donde nunca había habido luz eléctrica ni carro. El papá, minero, no sabía leer ni firmar su nombre. En su niñez, su hijo Diego Luis también había trabajado mina, sembrado plátanos y hasta aprendido a labrar bateas y a manejar la palanca viajando en canoas entre su pueblo y Quibdó. Pero ese niño había resultado tan inteligente que el papá tuvo que mandarlo a estudiar fuera del Chocó. Se había graduado de doctor en abogacía, en Medellín, llegando a ser tan importante que, incluso, se había casado con una blanca. El único que se le podía parar en la historia de Colombia era el negro Robles. Se hablaba del doctor Diego Luis como que fuera más grande que el padre Luis Demetrio Salazar.

«¿Quién es el negro Robles, papá?»

«Su nombre completo era Luis A. Robles. Durante la hegemonía de los conservadores, por espacio de cuarenta y cinco años, hubo un periodo en que el partido liberal apenas tenía dos o tres representantes en el Congreso de la República: uno de ellos era Luis A. Robles, negro como nosotros. Una vez, un parlamentario, blanco, naturalmente, despreció a Robles, debido al color negro de su piel; al verlo entrar en plena sesión gritó:

«Señores, ¡se oscureció el recinto!»

«Robles que lo oye y toma la palabra:

«¡Negro! ¡Sí! ¡Pero no olvidéis que los huesos de mis antepasados blanquean todavía sobre las murallas de Cartagena, testigos de los combatientes de mi raza por la independencia de nuestra patria»!

Al terminar su discurso, Robles fue sacado en hombros por la multitud.

Robles había muerto hacía mucho tiempo. Diego Luis debía pasar por Cértegui, estaba haciendo una gira a través de todo el Chocó para que lo conocieran y oyeran de sus propios labios lo que él se proponía hacer por los negros, sus hermanos de raza. Por donde pasaba, la gente quedaba cautivada y lo seguía como a Cristo sus discípulos.

Al fin, un telegrama: Diego Luis Córdoba llegaría tal día, más o menos a tal hora; venía de Bagadó a Cértegui; tenía que, primero, cruzar el istmo entre los ríos Andágueda y Cértegui, atravesando a pie una trocha llena de culebras, arañagato, tigres, por donde el individuo ni siquiera sabía bien en qué trampa metía el pie; tenía que subir y bajar lomas; si llovía, en esos barriales se descalabraba hasta el putas. En la orilla del Cértegui el trayecto se continuaba embarcado. Por eso, la junta organizadora de la recepción envió desde temprano una canoa de dos palos para transportar a Diego Luis. Mientras tanto, mataron varias gallinas para hacer una cena con arroz seco y plátano frito. Prepararon una canoa con sábanas blancas, almidonadas; sobre una mesita pusieron una jarra de cristal, jabón, toallas. El balcón, desde el cual hablaría Diego Luis, con matas y flores. Todos estos preparativos ocurrían en nuestra casa. Yo tendría, pues, la oportunidad de estar, como se decía, al lado de un gran hombre.

De pronto se oyó un cañonazo, como cuando llegaba el padre Salazar. Corrió la gente. El pueblo temblaba con las pisadas.

Se destapó la chirimía: Pepe-pen, pen, pen / Pepe-pen, pen, pen / Bum, bum, bum.

Diego Luis, bien vestido, con una corbata negra y un sombrero blanco de fique, encabezaba el cortejo. Con él hablan venido otros tipos, que caminaban y miraban también como doctores. Frente a nuestra casa se detuvo la multitud. Diego Luis subió al balcón. Mi hermana Elba le dio la bienvenida.

Yo, al principio, creí que se trataba de algo así como una fiesta, semejante a una velada de un 20 de Julio, hecha de día y no de noche. Sin embargo, mi hermana Elba no estaba declamando una recitación. Por otra parte, me extrañó que mi hermana Elba no aprovechaba su retentiva prodigiosa, no se había aprendido de memoria lo que estaba hablando: lo estaba leyendo. Y no eran versos ni frases de libros, sino sus propios pensamientos, escritos por ella misma en ese papel que, de la emoción, le estaba temblando en las manos. Otra cosa: aquí, Elba no estaba hablando de mariposa vagarosa, rica en tintes y donaire; tampoco de tú niñito, tan bonito; ni mucho menos de espumas de la fuente, con sol resplandeciente.[3]

Nada de eso. Elba estaba hablando de opresión, de injusticia; exigía colegio para las muchachas negras. Y hasta amenazaba con que un día de estos la paciencia del pueblo se agotaría.

Ese discurso suscitó un frenesí superior al provocado por Dumas Pompilio en la velada memorable.[4] Naturalmente, su voz no se igualó a la de Dumas Pompilio. Pero había expresado, con sus propias ideas, cosas nuevas, idénticas a las que cada persona hubiese querido manifestar, de haber poseído ese don.

Diego Luis, complacido, la miró como quien dice: «¡Vaya, sorpresa admirable!», y le dio un abrazo. De seguido, el jefe se cuadró. Desde la tribuna, paseó una mirada, abarcando el paisaje circundante. Movió la cabeza, afirmativo, como quien dice: «Sí. Estoy entre los míos». Se irguió. Enarboló el puño cerrado en su brazo izquierdo: «¡Salud y revolución!».

Hizo una arenga contra las clases opresoras; contra los blancos asesinos de Manuel Saturio Valencia; en pro de la instrucción de los negros, forma de liberarse del yugo de la ignorancia. Y dijo frases resonantes, unas que no comprendí en absoluto, otras que se le quedaron revoloteando a uno en la cabeza como: «Todos los hombres nacen libres y permanecen iguales en derecho ... Las masas obreras y campesinas ... Proletarios de todos los países, unidos». Según me explicó luego mi papá, eran locuciones latinas aquellos pasajes que uno no captaba en absoluto.

El significado exacto de cada una de esas expresiones, nosotros no lo comprendíamos bien. Pero, de todos modos, sentíamos que era algo bueno para nosotros. Y la manera de decirlo, con arrogancia, sin vacilación, nos daba ánimos, nos llenaba de algo semejante a un buen vaso de agua cuando se tiene sed y se lo bebe. Se sentía uno como si, habiéndose dejado coger el sueño y ya siendo arrastrado por la corriente, para ser depositado, sin sentido, en cualquier bojeo, de pronto lo sacudieran a uno y le dijeran: «Mire, hombre: todas las cosas no eran como le habían dicho a uno que eran, como le habían hecho creer y aceptar a uno que eran ... y ya muchas cosas tendrán que cambiar y ser de tal y tal forma…».[5]



[2] Ibidem, pág. 317. Hemos conservado, para ambos relatos, los ordinales en números romanos con los que sus títulos aparecen organizados en el libro.

[3] N.B. Referencia a “El niño y la mariposa”, poesía de Rafael Pombo.

[4] N.B. Referencia a un compañero de pupitre escolar de Arnoldo Palacios en Cértegui, a quien él rememora en varios relatos de Buscando mi Madredediós. El relato LX del libro (Solio de la sabiduría) está dedicado en gran parte a contar quién era Dumas Pompilio.

[5] Arnoldo Palacios. Buscando mi Madredediós. Universidad del Valle y Ministerio de Cultura, 2009. 345 pp. Pág. 319-322.