lunes, 27 de diciembre de 2021

Desmond Tutu

 Desmond Tutu

Desmond Tutu, 17 de octubre de 1931 - 26 de diciembre de 2021. FOTO: Euronews.

Desmond Tutu fue parte esencial de la conciencia moral de la humanidad. Pocos como él, a quienes en la tradición católica se ensalzan como santos -verbi gratia, San Romero de América, San Francisco de Asís o Pedro Casaldáliga-, han dedicado su vida entera como clérigos a la defensa de la humanidad de los desposeídos, los empobrecidos, los ultrajados. Con la luz de su sonrisa, The Arch -como solían llamarlo sus feligreses y paisanos para mostrarle su cariño infinito, sin que se perdiera el respeto inmenso que hacia él profesaban- era un milagro de la vida, cuya sola presencia fue siempre un bálsamo para las comunidades de su noble presbiterado y de su admirable episcopado. De los ojos de Tutu emanaban, con la misma fuerza, la compasión de quien es capaz de llorar con el llanto de sus hermanos y la condena enérgica de la nauseabunda injusticia de quienes eran capaces de tanta indignidad durante el apartheid en Sudáfrica.

«Cuando me encontré con el Arzobispo Tutu le estreché en un gran abrazo. Ahí estaba un hombre que había inspirado a toda una nación con sus palabras y su valor, que había hecho revivir las esperanzas del pueblo en su momento más sombrío», nos cuenta Nelson Mandela en su conmovedora autobiografía de 2010, El largo camino hacia la libertad. Justin Selby, Arzobispo de Canterbury y líder espiritual de la iglesia anglicana, lo resumió diciendo: “En los ojos de Desmond Tutu, tenemos el amor de Jesús. En su voz, la compasión de Jesús. En su risa, la felicidad de Jesús. Era bueno y valiente”.

“Tutu simbolizaba mejor que nadie ese cristianismo que sirvió de poderosa fuente de inspiración y legitimación de la causa negra en una lucha que entrañaba una batalla espiritual contra el pecado y la búsqueda de un orden moral justo. Aproximarse a su figura significa, sin duda, acercarse a una de las personalidades eclesiales más versátiles y polifacéticas del continente africano. No en vano se ha dicho de él que es capaz de sobrellevar la pompa, el boato y hasta la fastuosidad que caracterizaban al episcopado de la high church anglicana con distinción e incluso un cierto aire de realeza, y al mismo tiempo sentirse un simple párroco, un hombre del pueblo y un hijo de la tierra africana”, explicó con meridiana precisión la teóloga española Carmen Márquez Beunza, Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, en un artículo de 2014[1].

“Desmond Tutu era la conciencia moral de Sudáfrica… Hijo de un profesor y de una empleada doméstica, nació en Klerksdorp, una ciudad agrícola ubicada a 100 millas al suroeste de Johannesburgo. Antes de decidir dedicar su vida a la Iglesia Anglicana, optó por seguir el camino de su padre, el de la enseñanza. Sin embargo, fue como clérigo, teniendo un máster en teología de la Universidad de Londres, que Tutu terminó siendo una figura clave en la lucha contra la segregación en su país. Su nombre pasó a la historia como uno de los impulsores de la batalla por la liberación sudafricana de los años 70”[2].

Desmond Tutu eligió el bien y lo prodigó a mares durante toda su existencia. Su Premio Nobel en 1984 es uno de los más merecidos que se haya otorgado. Su trabajo profético y exhaustivo como líder de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica, es una muestra viva del triunfo del bien sobre el mal. Si de su ejemplar vida replicáramos en las nuestras tan siquiera una centésima parte, nuestras vidas y la vida en el mundo serían sustancialmente mejores, fecundas y valiosas. Paz eterna y memoria imperecedera para The Arch, a quien hoy evocamos con abatimiento y tristeza, con lágrimas de duelo, pero también con la felicidad de haber conocido a un ser tan excepcional que honra y enaltece a la especie humana.


[1] Desmond Tutu, el testimonio de una teología profética. En: Revista ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS, vol. 89 (2014), núm. 348, ISSN 0210-1610 pp. 141-171.

https://revistas.comillas.edu/index.php/estudioseclesiasticos/article/view/7176/7016

lunes, 20 de diciembre de 2021

Añoranzas de Nochebuena

 Añoranzas de Nochebuena

Río Timbiquí. FOTO: Doris Moreno H.

“Ya la noche está fría y está serena,
canta los villancicos de Nochebuena.
Al niño que ha nacido, venid pastores,
no le temáis al frío ni a sus rigores.
 
Al niño recién nacido
todos le traemos don;
yo soy pobre, nada tengo,
le traigo mi corazón.
 
Ha nacido en un portal
llenito de telarañas,
entre la mula y el buey,
el redentor de las almas”.
 
Ya la noche está fría.
Villancico tradicional del Pacífico Colombiano[1].

Con luna o sin ella, con viento o sin él, las olas mareñas marcan el vaivén. Las ondas del río refrescan la noche, se canta en la selva hasta el amanecer. Ha nacido el niño, ya el niño nació: “Ay, que sí, que sí, ay que no, que no, que la doncellita anoche parió”.

En la voz oceánica del bardo de los esteros, vate de los ríos, juglar de la selva, el Poeta del Mar, Helcías Martán Góngora (Guapi, febrero 27 de 1920-Cali, abril 16 de 1984), evocamos en El Guarengue los escenarios y universos de la Nochebuena antigua en los rincones pacíficos del Litoral Pacífico colombiano; sus coplas y sus cantos, sus jugas y romances, sus arrullos y alabaos, su cantoral antiguo que con voz colectiva bendice y aclama, acoge y festeja la llegada del niño, del Dios humanado, a quien acogen como uno de los suyos, junto a su mamá, María, y a su papá, José: “En Belén andaba cuando me acordé que la fiesta‘el niño era en este mes”. “Gloria al niño Dios, gloria al niño Dios. Me voy pa' Belén, a ver a María, también a José”.

Villancico marinero es la añoranza de la madre ausente en las fiestas de Navidad. Santos Garcés es la remembranza de un vate popular de los ríos y esteros del litoral caucano en donde nació y creció el Poeta del Mar. Diciembre es, igualmente, evocación de lo vivido, incluyendo la justa mención a las letras y a las voces de este cantoral no escrito que forma parte de la memoria del alma de las aldeas y pueblos desde el Darién hasta Esmeraldas.[2]

 JCUH

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Villancico marinero
Helcías Martán Góngora
 
Madre, tú lo cantarías
con la música del agua.
¡Ay, qué diciembre de aromas
sobre la costa caucana!
¡Ay, qué delirio de luces
en los ojos y en el alma!
Ángeles color de infancia
llenan la noche extasiada
y pastores marineros
ponen a soñar sus flautas
entre un incendio de voces
y una aurora de guitarras.
Villancico de gaviotas
en la orilla de las barcas,
cuando la palmera niña
como una pastora canta.
¡Ay, qué diciembre infinito,
qué marimbas rescatadas,
qué rumor de los tambores
desde el principio del alba!
¡Ay, qué Navidad tan honda,
qué soledad en la casa,
qué amargo clamor de hijo
sin la purísima entraña!
¡Ay, qué diciembre de luto,
qué Navidad de lágrimas!
Por el cielo de las islas
Dios hacia la tierra baja,
navega sobre la espuma
de litorales de plata.
Almirante san Miguel
la flota de astros comanda,
delfines le dan escolta
al bajel de la esperanza
y los ángeles grumetes
hacen remos de sus alas.
Arcángel san Rafael
ordena soltar las anclas
y un salmo de caracolas
llena la noche de arpas,
que tú, madre, entonarías
con la música del agua.
 
 
Santos Garcés
Helcías Martán Góngora
 
Allá…
Donde el mar se hace un ovillo melódico, y la espuma se alarga en espiral de ausencias como añorando nubes; en la patria del sol y la palmera, limitada por las hondas guitarras y las marimbas quejumbrosas; sobre el ardido corazón del trópico y la encajería de sus ríos lontanos, atardecidos de piraguas, de bogas y leyendas; en la costa sur del Pacífico Océano existe un retazo de la geografía del Cauca, millonario de selvas y de mangles, presuntuoso de aromas y de trinos, de crepúsculos y constelaciones y doncellas negras, que llevan en su rostro el alba eterna de sus risas de talco perfumado o de velo nupcial.
 
En cada ribera crece un pueblo. Y en cada pueblo el viento se hace rumor de serenata, cuando la luna baja al río y el amor duele menos que la propia mirada o un lirio en el amanecer.
 
Allá…
Donde las villas tienen nombre que saben a golosinas indias, como Saija; rotundos de castigo, acerados de música, como Guapi; cobrizos y cordiales como Micay; vino al mundo en un día de la semana del mes de un año, que no recuerdo porque nunca lo supe, Santos Garcés: alma de copla, ojos de paisaje, voz de bambuco y currulao, fideicomisario de la rima, antena de la juglaría, guía lírica de turismo de mi rincón natío.
 
Santos Garcés realizó en su vida el destino sinfónico de los pájaros. Arquitecto de su propio existir se construyó una morada de armonías. Buzo sin escafandra fue a sus profundidades a descubrir tesoros. Homero negro, de aldea en aldea, iba diciendo su Ilíada de ternuras.
 
Conquistador sin armas ni legiones, sometía el panorama de la comarca, que le cabía en la miniatura de su verso, tembloroso de angustia, saudoso de elegías, pleno de admoniciones e iluminado de plegarias. Él iba sembrando sus canciones sencillas, sus fáciles tonadas, sus trenos escondidos sobre la gleba nutricia, porque sabía que la tierra es mujer que nos devuelve en frutos una sonrisa o una lágrima.
 
El cantar se rendía a su empeño, como las hembras de su raza nostálgica, porque su copla tenía corazón de maraca africana, senos incipientes de chontaduro o de caimito, ladina lengua de Castilla, cuerpo de moza esbelta y manos de laúd.
 
Llevaba, Santos Garcés, el almanaque de sus cántigas a las veladas navideñas, donde el bullicio de la juga y del bunde se detenía a escuchar, porque él decía un evangelio folclórico que hacía cosquillas en los labios y embriagaba como un vino de procedencias raras y de dulce gustar.
 
Y un día de la semana del mes de un año, Santos Garcés, alma de copla, antena de la juglaría, enmudeció por siempre. Se le volvieron dos témpanos de hielo las manos. Se le apagó el paisaje en las retinas ávidas de luz. Cedieron sus plantas al fatigoso andar de los esteros. Cansose su diestra de la faena de los dones. Y vestido de negro, con su levita antigua y sus botas fiesteras, con su camisa blanca de percal almidonado, extinguida la melodía de sus arterias, pacificado el corazón, entregáronlo a la muerte sus amigos, sin una cruz, sin un responso.
 
Santos Garcés duerme un sueño ancho, poblado de silencios en el regazo inmenso de la soledad. Y es menester que retorne la Navidad al calendario, para que entre las gentes que tan presto olvidáronlo, alguno diga con dolorida remembranza: «Está vacío el puesto del viejo Santos».
 
Diciembre
Helcías Martán Góngora
 
Diciembre: contraportada del año, ilustrada con barcos y gaviotas, paisajes claros y noches subterráneas. Amplios pórticos al ensueño y cauces profundos al ritmo.
 
Cae la última hoja del árbol del calendario, mientras en lejanía fulge la madrugada rubia de enero. Pero antes, las postales de Belén izaron el gallardete afrocosteño de un villancico armonioso:
 
A la madrina del niño
díganle que digo yo,
que si no tiene bebida
para qué me convidó.
 
Estampa móvil de la danza, cuando la juga paganiza los cuerpos de las danzarinas esbeltas o el bunde levanta su marea humana. Y el sexo, entonces, prende su llamita azul de lujuria. Parece que el trópico pusiera en los ojos de las danzantes todo el fuego de su sol voluptuoso.
 
Blancas sonrisas en zigzag caprichoso forman un haz de azahares impolutos para la cuna del Dios-Niño. Y el cantar sigue en confidencias íntimas con el tambor hermano:
 
Se quema Belén.
déjalo quemá.
cucharitas de agua
ya lo apagarán….
 
Revolución de caderas, en tanto que los senos erectos como taladros perforan el túnel de la noche. Y como llevamos estas cosas en la sangre, nos perdemos irremisiblemente en la vorágine de la dicha popular.
 
Balsadas de Navidad, enjambre acuático de luces, bajel de melodías distantes. Voces lejanas de Natividad Lobatón, Agustina Segura, Rita Tulia Perlaza:
 
Velo que bonito
lo vienen bajando.
Con ramos de flores
lo van coronando.
 
Cae la última hoja del calendario, mientras en lejanía fulge la madrugada rubia de enero.
 


[1] En versión de Canalón de Timbiquí: https://www.youtube.com/watch?v=xanZSr-8Slk

[2] Los tres textos de Helcías Martán Góngora fueron tomados del volumen publicado por el Ministerio de Cultura como parte de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, en el que se juntaron dos poemarios del autor: Evangelios del hombre y del paisaje y Humano litoral. Este volumen puede obtenerse en:

https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll7/id/10/rec/9

lunes, 13 de diciembre de 2021

La ombligada del mesías negro

 “Desde este día a este muchacho no le puede nadie”:
La ombligada del mesías negro
en Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia,
de Carlos Arturo Caicedo Licona
Portada y contraportada de la primera y única edición (1982)
de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, de Carlos Arturo Caicedo Licona.

Epopeya, leyenda, novela corta, mito y tradición oral, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, del escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona (Quibdó, 1945), constituye sin duda alguna un relato épico de la chocoanidad. O su “Antiguo Testamento”, como escribió Daniel Valois Arce en la presentación de contraportada a la primera edición del libro, en 1982[1].

 

Un día de abril, cuando ya Petronio Rentería ha procreado 60 hijos, 30 con Enesilda y 30 con mujeres de siete pueblos río arriba, en bailes de bullerengue y tamborito; una tempestad, un vendaval, una lluvia de fuego, un cataclismo, amenazan la existencia del pueblo. “Es la primera y última advertencia de los brujos de Viro-Viro […] Lo hicieron por venganza…si en veinte años no les mandamos una razón convincente, ahí sí nos matan[2].

 

Ante semejante anuncio, el pueblo entero en vigilia se dedica a esperar una señal sobre lo que habrán de hacer. Trasnochados, ven aparecer su nombre dibujado sobre las ondas del río: Petronio, el único Petronio del pueblo, “escogido por la mano de la Providencia para engendrar en Enesilda Cuesta el varón que debía llevar, en menos de veinte años, explicaciones convincentes a los brujos de Viro-Viro[3]. De las manos de la comadrona Tomasa, este mesías, este héroe esperado que ha de hacer las paces con los brujos de Viro-Viro, llega al mundo y es ombligado y preparado desde ese momento para su futura misión.

 

A propósito del comienzo de la novena de Navidad, he aquí la narración del alumbramiento y ombligada de este mesías negro, que conforma el primer acápite (páginas 7-11) de la novela maravillosa de Caicedo Licona.

 

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Nació bajo la lluvia interminable, en un pueblo de selvas y de ríos, y sobre un diluvio de árboles que nadie había visto juntos jamás. Nació justo en el día y la hora en que Petronio anunció que iba a nacer. Pero nosotros nunca creímos que la criatura fuera tan puntual, hasta que lo vimos sano en las manos de la comadrona Tomasa. Enesilda reposaba en el catre de madera, con los pies recostados sobre la pared, por encima del nivel de su cabeza, con la intención de que se le volteara el cuajo, después de haberle avisado al hombre que: “Este dolor lo que soy yo sí no lo repito más”. Y nosotros pensamos que tenía razón, luego de treinta dolores fatigosos iguales a sus años de mujer con marido bajo techo. A pesar de ser hija de quien era y de haberla atendido quien la atendió, este parto fue mucho más difícil que los treinta alumbramientos anteriores. Nosotros no teníamos por qué saberlo, embelesados como estábamos en la sonrisa del bebito de ébano que jugaba abrazado a su primer rayo de sol. “Este dolor es como la muerte”, dijo estirada bocarriba sobre el camastro. Tenía encima una manta vieja pero limpia de género oriental, herencia sagrada de la abuela Vicenta, en la cual habíase condensado una mezcla íntima entre el sabor milenario y el sabor amargo. Treinta veces antes salió la cobija del baúl para cumplir el mismo oficio. Ahora, yacía empapada de esencia de calaguala, que previene el dolor de los huesos, de almizcle de caimán, que detiene la degeneración de la sangre, y veteada con limaduras de caparazón de armadillo, que impiden la eclampsia. La hembra recostaba los moños ensortijados de su pelo sobre hojas maduras de matarratón, mientras decía a una vecina que acomodaba la cobija como mejor podía sobre sus nalgas: “Esta hierba espanta los mosquitos y me prepara un sueño corto, porque hay una cosa que tampoco saben estos malditos hombres, que una mujer recién parida duerme, pero no puede hacerlo mucho porque se desliza en un pris-pras al sueño de la muerte”. Nos desentendimos de ella para no perdernos de lo bueno y corrimos hacia el patio posterior de la casa cuando mamá Tomasa ya comenzaba. La comadrona suspendió de las paticas al niño con la mano izquierda, con la derecha le dio tres suaves palmadas: en las corvas, en la espalda y en las nalgas; respiró profundo, batió en sus mandíbulas un enorme trozo de tabaco y escupió el pucho macerado, envuelto en la espesura de sus babas, a un recipiente de totumo rebosante de agua de lluvia templada al sereno de la media noche y, mientras murmuraba una oración de indios Cunas que ahora no recuerdo, escurrió el brebaje por las paredes del cuerpo de la criatura vuelta de cara al sol, explicando: “El alma humana es una chispa de substancia de los astros y quien mira desde pequeño cara a cara al sol no le tiene miedo a nadie jamás”. Caminó dos pasos. Cuando tuvo a centímetros de sus pies el pozo que mandó a excavar cuando supo que Enesilda estaba embarazada, lo dejó caer de golpe en el hueco verdeamarillento de algas. Nosotros pensamos secarlo con nuestro sobrecogimiento, fruto doliente del miedo. Ella, imperturbable, se adelantó, lo limpió con un pañal de agua bendita aromado en ricino salvaje, y se lo entregó a María, diciéndonos: “Ahora tampoco le harán daño los animales, el frío, la luna, ni el agua”. Trajeron una pepita de oro, un trocito de uña de tigre pintado y una faja llamada ombliguero. Tomasa enredó el fajón con los rastros del tigre hasta cuando dio muestras de que le faltaba aire. Entonces, giró la pepita de oro sobre las miradas curiosas para que supiéramos que el metal no estaba escaso de quilates; tomó la manita derecha del infante, friccionó su muñeca con esencia de guadua y codillo blanco en zumo de limón, y con una aguja encebada de palo negro se la empujó hasta el éter, sitio en que el metal no irradia la sangre y en el cual el oro que vale se convierte en piedra de ara. Cuentan que a un mortal así preparado no le hace tormenta, ni la fulminante electricidad del rayo, domina a los caimanes, se hace obedecer del león, le temen las sierpes y no lo ahoga el agua. Tomasa, envolviéndonos con su mirada escrutadora, apuntó: “Desde este día a este muchacho no le puede nadie”. Cuando un pariente gritó: “Enesilda, cogé tu hijo”, yo me quité del turbión del patio, donde caían desgranados los muchachos, desde los cocoteros, los caimitos, los marañones y los guayabos, evitando que el olor a rabo de chucha revuelto en ajo macho de los viejos, que también pasan, me borre de la memoria esta historia que viví hace años.

Carlos Arturo Caicedo Licona, Quibdó, 2007. Foto: León Darío Peláez.


[1] Uribe Hermocillo, Julio César (2019). "Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia" o el relato épico de la chocoanidad. En El Guarengue: https://miguarengue.blogspot.com/2019/04/glosa-paseada-bajo-el-fuego-y-la-lluvia.html

[2] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 pp. Pág. 19-20.

[3] Ibidem, pág. 21.

 

lunes, 6 de diciembre de 2021

Un diciembre triste

 Un diciembre triste 
-Quibdó 1966-
Carrera Primera de Quibdó, 1965. 
Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. 

Hacían falta dos meses para la navidad de aquel año, 1966, que terminaría siendo la más triste de la que tuvieran memoria los quibdoseños de la época. Durante toda la noche de aquel miércoles 26 de octubre, y aunque eran conscientes de que aquella cadena humana de inusitada vocación bomberil era más una muestra colectiva de solidaridad que una acción efectiva para detener la tragedia, decenas de hombres y mujeres trataron de apagar el incendio con los chorros de unas cuantas motobombas, que resultaban escuálidos ante la magnitud y fuerza de las llamas, y hasta con baldados de agua pantanosa que pasaron de mano en mano hasta el amanecer. Adivinando la ruta de la devastación, en un incesante ir y venir a las carreras y sacando fuerzas de donde no las tenían, hora tras hora de aquella noche aciaga, intentaron llegar a las casas primero que el incendio, para trastear los objetos de valor antes de que las llamas los alcanzaran. Obstinados y valientes, lucharon hasta el otro día por tratar de hallar y rescatar alguna cosa de valor entre las cenizas y las ruinas. Enseñoreado de la ciudad que crecía a la orilla del Atrato, el fuego solamente se aplacaría -por su propio marchitamiento- bien entrado el nuevo día.

Ese jueves 27 de octubre, el Presidente de la República, Carlos Lleras Restrepo, quien no llevaba ni tres meses en el cargo, empezó su alocución en la Radiodifusora Nacional de Colombia dándole al país la noticia de lo que había ocurrido la noche anterior en Quibdó:

“Hoy, infortunadamente, tengo que comenzar refiriéndome a una gran catástrofe: el incendio de Quibdó, sobre el cual el país apenas empieza a conocer detalles; pero, que reviste todas las características de una tremenda calamidad”[1].

Lleras Restrepo resumió así las primeras acciones de su gobierno, que incluían la visita a Quibdó de su consejero Emilio Urrea, posteriormente Alcalde de Bogotá, quien viajó con el encargo de contribuir a la coordinación del manejo de la emergencia y establecer la magnitud de la tragedia:

“Desde el primer momento, el Gobierno ha actuado para tratar de aliviar la suerte de las víctimas. A primera hora, el Ministerio de Guerra empezó a despachar auxilios, lo mismo que la Cruz Roja, y se han preocupado también por ayudar en forma intensísima entidades públicas y privadas del Departamento de Antioquia. También en las horas de la mañana, la Presidencia de la República hizo que el consejero personal del presidente, don Emilio Urrea, que empieza a desarrollar su labor en el campo de la integración popular, viajara a Quibdó, llevando también auxilios para las víctimas y con el objeto principalísimo de colaborar en la organización de refugios para quienes han quedado sin techo, y de todas las medidas de seguridad, de higiene, de prevención, que es indispensable tomar en casos como este”[2].

Conmovido, el presidente Lleras narró al país lo que al momento sabía sobre la magnitud de la tragedia, informado de la misma por su enviado personal:

“He recibido, hace pocos minutos, una comunicación de don Emilio Urrea en que me da cuenta de la magnitud de la catástrofe. Cerca de una tercera parte de la población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones, los juzgados, etc.

 

Será necesario un grande esfuerzo nacional para remediar este daño; pero, yo quisiera que ese esfuerzo no revistiera tan solo las características de una gestión fiscal, de un auxilio dado por el Tesoro Nacional”[3].

Reconociendo públicamente la situación de atraso del Chocó en materia de desarrollo económico, Lleras invocó la solidaridad de los colombianos:

“Me parece que se presenta a los colombianos la oportunidad de hacer un gran acto de solidaridad con los compatriotas que viven en una tierra pobre, sujeta a un clima inclemente, que se cuenta entre las regiones más deprimidas económicamente en la Nación. Me parece que se ha presentado a los colombianos la oportunidad de demostrar hasta dónde sentimos todos nosotros los dolores, las calamidades que puedan afligir a nuestros compatriotas”[4].

Y materializó su invitación en la siguiente idea, que terminó llevándose a cabo, y cuyo recaudo formó parte del Fondo pro Remodelación de Quibdó, creado por la Ley 1ª de 1967:

“Yo quiero proponer formalmente que todos nosotros destinemos un porcentaje de nuestro sueldo, en este mes, para formar un fondo de ayuda a los damnificados de Quibdó, porcentaje que naturalmente debe ser más grande en los sueldos altos; pero, que debe ser común a todos los empleados públicos y privados del país, a todos los que reciben alguna entrada por cualquier concepto. Creo que un acto de estos honraría al país y mostraría a nuestros hermanos en desgracia cómo Colombia toda los está acompañando y quiere luchar al lado de ellos para sobreponerse a la adversidad”[5].

Un mes después del incendio y de la alocución del Presidente Carlos Lleras Restrepo y su puesta en marcha de la idea de la recaudación de fondos por vía de la contribución de los empleados y trabajadores del país, el famoso poeta nadaísta Gonzalo Arango, en un artículo de la revista Cromos escrito en tono epistolar y dedicado a su hermano Benjamín Arango, quien ejercía como Juez en Quibdó, fustigó al presidente y a la clase política colombiana en general por la idea de mitigar la tragedia de Quibdó y afrontar la situación desde la noción de la caridad:

“Porque pensándolo mejor, hermano, la caridad no resuelve nada. Ni la nobleza tampoco. La caridad es una virtud pordiosera que niega la justicia. Claro, estoy emocionado con la nobleza y la solidaridad del pueblo colombiano. Admiro su generosidad sin límites, su sentido del sacrificio. Todos sabemos lo que significa para un pobre trabajador ofrecer un día de su salario para hacer menos amarga la miseria de sus compañeros en desgracia. Ese regalo adquiere dimensiones de un heroísmo épico para nuestra sufrida clase media y obrera que, por lo mismo, es la más solidaria con el dolor ajeno.

 

Aprecio en su valor esos sentimientos que son elocuentes de la fraternidad nacional con el Chocó, la única que en este momento puede salvarlos de la desesperación. Nadie, con un poco de corazón, puede ser insensible al espectáculo atroz de un pueblo hambriento, sin techo, sin trabajo, sin esperanza. Pero es raro que nuestro pueblo sólo es solidario en el momento mismo de las catástrofes, en presencia de esas fuerzas “sobrenaturales” que desatan el caos, la desolación, la muerte”[6].

Gonzalo Arango va más allá y plantea su punto de vista sobre la indiferencia de Colombia hacia la grave situación de marginalidad del Chocó, que él mismo había puesto de presente en un reportaje para Cromos escrito en julio de 1965:

“Como sabes, Quibdó siempre existió ahí, y soy testigo de su miseria aterradora, en los límites de la pesadilla. Alguna vez, en mis crónicas de viaje, denuncié la desesperanza de un pueblo que sobrevive en condiciones infrahumanas, degradantes para una sociedad civilizadora que ostenta títulos democráticos y cristianos. Pero nadie, ni el pueblo, ni el Estado, ni los políticos, reaccionaron ante esos testimonios. No era más que literatura inofensiva, aventuras de la imaginación, Gonzalo que es loco...

 

Lo que pasa es que somos insensibles a la justicia y a la dignidad. Carecemos de conciencia social. Nos hemos oxidado por la indiferencia, el egoísmo y el desprecio. Nuestros sentimientos sólo despiertan de su letargo culpable cuando son sacudidos por el terror..., por el terremoto”[7].

Y en la parte final de su epístola al hermano Juez que vive en Quibdó hace algún tiempo y quien vivió la tragedia del incendio y está viviendo sus consecuencias, Gonzalo Arango vaticina que, pasada la compunción por lo reciente de la tragedia, el Chocó volverá nuevamente a su ostracismo:

“Yo sé que cuando Quibdó desaparezca de las primeras páginas de los periódicos, de la pantalla de televisión, y la desgracia no sea más una noticia para la avidez y el sentimentalismo del público, entonces el Chocó volverá a desaparecer del mapa, cercenado, condenado a su negritud sin porvenir. Un manto de indiferencia y olvido caerá inexorable, con sus lluvias eternas, sobre la desolación de ese territorio.

 

Nadie volverá a pensar en Quibdó, en su pobreza, en su desamparo. Y esa indiferencia futura —y no sus escombros— es lo que constituye para mí el drama de su situación actual; que el Chocó es un drama eterno. El de antes del incendio, el de después, el de siempre. Y ese drama, hermano no se resolverá con una estera de caridad, ni con un tarrito de leche Klim, ni con un recital nadaísta. Porque después de la estera y del tarrito de leche, ¿qué? Ese es el problema: lo que vendrá. O sea, la impunidad del hambre, la desesperación, la negra nada”[8].

Quibdó, noviembre 1966.
El primer plano, a la orilla del Atrato,
vista parcial del área destruida por el incendio.
FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó
.

Así las cosas, la Navidad de hace 55 años llegó cuando Quibdó a duras penas empezaba a despertar del shock provocado por los estragos de aquel incendio devastador que había, literalmente, incinerado el último capítulo de una etapa completa de su historia. En muchos sentidos, había que comenzar de nuevo y abrirle paso al primer capítulo de una nueva etapa, tan nueva que implicaba volver a construir una tercera parte del pueblo porque las llamas habían quemado sin misericordia la estructura original y las esperanzas de cientos de quibdoseños, en escasas ocho horas de aquella horrible noche del 26 de octubre de 1966, cuando -del cielo nublado y medio turbio de un miércoles cualquiera- la ciudad pasó al cielo encendido de un miércoles de tragedia que transformaría, en la mitad del tiempo que se gastaba un viaje por carretera desde Medellín, y ya para siempre, la historia que Quibdó había vivido durante los más de sesenta años que del siglo veinte habían transcurrido.



[1] Alocución del Presidente de la República Carlos Lleras Restrepo a propósito del incendio del 26 de octubre de 1996 en Quibdó. En: https://www.senalmemoria.co/la-voz-del-poder/carlos-alberto-lleras-restrepo

[2] Ibidem.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Ibidem.

[6] Arango Gonzalo. Chocó en llamas. Cromos N° 2.565. Bogotá, noviembre 28 de 1966, pp. 10-12. En: https://www.gonzaloarango.com/ideas/choco-en-llamas.html

[7] Ibidem.

[8] Ibidem.