lunes, 28 de diciembre de 2020

 Aquellos 31...

Foto: Julio César U. H.

“Dos besos llevo en el alma,
que no se apartan de mí:
el último de mi madre
y el primero que te di”.
La Llorona. Canción popular mexicana

Daba gusto salir a cumplir esa maratón de repartición de saludos de Año Nuevo, que comenzaba en el vecindario más próximo, en las casas adyacentes y en las del frente, y que se iba prolongando según el rumbo, el sentido y el itinerario que los afectos marcaran, hacia el barrio y más allá, hacia el resto de aquel pueblo grande que era Quibdó hasta hace unos 40 años. Era la noche del 31 de diciembre. El pueblo entero le cabía a uno en los pies, así que bastaba una caminata más o menos larga para cubrir cada rincón de la geografía vital del alma de uno, en la madrugada del 1º de enero, a partir de la primera hora del Año Nuevo, acabado de nacer en medio del bullicio feliz de familiares, amigos y vecinos.

Aún no eran las motos ni los carros ni el miedo los que gobernaban las calles y la vida de la gente. Aún era posible salir despreocupadamente a esas horas, sin pensar que fuera a ocurrir algo diferente a recibir decenas de saludos de conocidos y desconocidos en el recorrido espontáneo y tradicional de quienes, cada año, caminaban hacia donde aquellos parientes y amistades a los que era costumbre saludar esa misma noche o de quienes salían a dar una vuelta larga por los contornos de su casa, simplemente para compartir el jolgorio que el año nuevo traía consigo. Había quienes olvidaban cerrar sus casas antes de irse; pero, no importaba, pues los vecinos las cuidaban con el rabo del ojo, con la mirada que de vez en cuando desviaban del estallido de la pólvora que en el cielo se explayaba.

Sancochos de carne o de pescado, arroces con pollo, mondongos y atollaos, con carne caleña y carne ahumada, pasteles de arroz aún calientes y muchas delicias más se compartían en medio de la madrugada. En aquellos platos de loza blanca, con florecitas coloridas en los bordes, de las vajillas chinas que llegaban por el Atrato en las lanchas provenientes de Cartagena, los manjares navideños se recibían de las generosas manos de sus propias cocineras, las señoras de las casas, quienes ahora emperifolladas, alhajadas y maquilladas, peinadas y arregladas, le servían a uno con gusto y generosidad; mientras sus maridos e hijos le sumaban unos cuantos tragos de anisado al delicioso banquete. Aparte de los abrazos, los buenos augurios y la sabrosa charla, que en las noches frescas de luna acontecía en el andén, al borde de la calle, y en las de lluvia ocurría en la sala de la casa, mientras escampaba -si era que escampaba-, que al fin y al cabo tampoco era que importara, pues entre charla, canto y baile se pasaba muy bien la velada.

Se respiraba un afecto como de familia grande, como de inmenso vecindario, con una generosidad que alcanzaba para brindar a los demás lo propio sin ansias de recompensa o contraprestación. Un afecto que era el único motivo de todo. Un afecto que era el principal sostén de la paz y de la tranquilidad con las que aún se vivía la vida en aquel Quibdó. Una tranquilidad y una paz que -avanzada la madrugada- podían ser todo lo bulliciosas, coloridas y desordenadas que son las cosas que se viven con alegría, pero nunca estridentes ni deslucidas, nunca molestas o perniciosas.

¿Cuántos primeros besos, cuántos abrazos profundos y cuántas caricias primeras se estrenaron en esas madrugadas de bienvenida al Año Nuevo y despedida del Año Viejo? Con inevitable nostalgia y con un abrazo de los muchos que en el 2020 no pudimos darnos, desde El Guarengue -sinceramente- les deseamos un ¡Feliz Año Nuevo!

lunes, 21 de diciembre de 2020

 Navidades


Aunque en los últimos años se haya puesto de moda pregonar que la Navidad es algo insustancial, que celebrarla es casi una bobada o que son simples paparruchas, como diría Ebenezer Scrooge, el viejo amargado del Cuento de Navidad, de Charles Dickens; la Navidad sigue siendo una especie de licencia temporal y múltiple para evocar y soñar, celebrar y sentir nostalgia, brindar por la vida y recordar. A quienes aún quieran tomarse esta licencia, y con un afectuoso saludo de Navidad, El Guarengue les ofrece cuatro relatos navideños para compartir con las niñas y los niños que aún esperan que un ser fantástico viaje desde los lugares de la imaginación a traerles regalos en nombre del nacimiento de la vida.

 Leyenda islandesa de los 13 hombrecitos de la Navidad

https://noloseytu.blogspot.com/2017/12/los-13-duendecillos-de-la-navidad.html 

Cuenta la leyenda que en Islandia habitaban hace mucho, mucho tiempo, unos jovencitos muy bajitos llamados jólasveinarnir, a los que les gustaba gastar muchas bromas a los niños, hasta el punto de atemorizarles. Todos ellos eran hermanos, hijos de una ogra, pero cada uno tenía una particularidad. Eso sí, les encantaba esconderse entre las rocas, la nieve o los glaciares.

Los niños tenían auténticas pesadillas y, cada vez que veían a alguno de estos jólasveinarnir o enanitos, salían corriendo a esconderse en sus casas.

Enfadados con esta actitud, los habitantes del lugar decidieron pedir ayuda al rey. Al principio, éste no les escuchó, hasta el día en que sus propios hijos recibieron la burla de estos hombrecitos. Harto de esta situación, decidió castigarles de esta forma: si no querían ser desterrados de por vida de Islandia, debían llevar un regalo a cada niño, un día al año, como recompensa por todo el mal que les habían hecho.

Los hombrecitos, que eran 13, acordaron llevar los regalos antes del 25 de diciembre. Y como eran 13, la Navidad comenzaría trece días antes del día 25. Cada uno de ellos debía recorrer un largo camino hasta la casa de un niño. Pero, como seguían siendo un poco traviesos, además del presente dejaban también una travesura. Además, decidieron que sólo dejarían regalos en forma de juguete, libro o dulce a los niños que se habían portado bien. A los que se habían portado mal, les dejaría... ¡una patata!

Por si eso no fuera poco, también acordaron no renunciar nunca a su carácter travieso y burlón. Durante esas dos semanas previas al 25 de diciembre, los hombrecitos gastarían bromas en cada hogar. Y como son invisibles, podrían hacerlo sin disimulo.

Y así es como, desde entonces, los niños islandeses no reciben la visita de Papá Noel, sino la de 13 Papás Noel o 13 hombrecitos que deciden cada Navidad si dejarán regalo o una patata a los pies del abeto navideño de cada hogar y que de paso gastan alguna que otra broma para dejar constancia de que pasaron por allí.[1]

La Befana, leyenda de Navidad de la 'reina maga' de los niños italianos

https://www.mamalisa.com/
images/song_types/la_befana_song.gif

Cuenta la leyenda que, cuando los Reyes Magos iban hacia Belén para llevarle regalos al Niño Jesús, se extraviaron en el camino, pues perdieron de vista por un momento la brillante estrella que les guiaba, porque unas nubes muy oscuras ocultaron su estela.

Desesperados, los Reyes Magos comenzaron a preguntarle el rumbo a todas las personas que encontraban por el camino. Primero fue un pastor, que no supo contestar. ¿Una estrella?, preguntó extrañado el pastor... ¡Si con estas nubes no se ve ninguna!

Andando por el mismo camino, los Reyes Magos se encontraron con un niño, que tampoco supo contestar a su pregunta: Había una estrella muy brillante en lo alto del cielo, pero hace un rato que dejé de verla y mis papás nunca me dijeron dónde está ese sitio que buscáis... ¿Belén?...

Los Reyes Magos continuaron preguntando a diferentes campesinos del lugar, pero ninguno supo contestar... y justo cuando ya estaban a punto de perder las esperanzas, cuando comenzaban a pensar que estaban realmente perdidos y no llegarían a tiempo de ver al Niño Jesús, se encontraron con una anciana de cabellos blancos y ropa muy oscura: La Befana.

Los niños del lugar le tenían miedo e incluso la llamaban 'bruja Befana', porque siempre estaba sola y andaba con ayuda de una vieja escoba por caminos muy largos y misteriosos. Pues fue justo la anciana Befana la única que les pudo decir a los tres Reyes Magos qué camino seguir hacia Belén, ya que de tanto andar una vez la anciana Befana consiguió llegar hasta Belén.

Para agradecerle su ayuda, los tres Reyes Magos invitaron a la anciana a seguir el viaje con ellos hasta Belén, pero ella rehusó. Más tarde, la anciana Befana, arrepentida de haber dejado pasar la oportunidad de ver al recién nacido, salió en busca de los Reyes Magos, pero ya era tarde, y no consiguió dar con ellos. Fue entonces cuando decidió regalar un dulce a todos los niños que se encontraba en su camino, con la esperanza de que algunos de ellos fuese el Niño Jesús.

Desde entonces, todos los niños reciben en navidad un regalo sorpresa o dulce de la anciana Befana, en recuerdo del día en el que nació el Niño Jesús.[2]

La doncella de la nieve, una leyenda de Navidad rusa 

Snegurochka, La doncella de nieve (1899), de Víktor Vasnetsov.
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/5f/Vasnetsov_Snegurochka.jpg. 

En algunas de las zonas más frías de Rusia, Papá Noel no llega cargado de regalos, sino que es Ded Moroz, un anciano muy parecido a Papá Noel, quien reparte los presentes en todos los hogares.

Ded Moroz era un anciano alto, corpulento y con una larguísima barba blanca. Además, era muy bondadoso. Le encantaba contemplar la sonrisa y la carita de felicidad de los niños en Navidad. Un día se le ocurrió que cada final de año cada niño, además de recibir la llegada del año nuevo, también recibiría un regalo. Pero, Ded Moroz era ya muy mayor y era mucho trabajo para él. Así que pidió ayuda a su nieta, Snegúrochka. Ella era una hermosa hada, hija del hada de la primavera y de Frost, señor de la escarcha. Su pelo era blanco y suave como la nieve, y sus ojos tan claros y azules como el cielo cuando no había nubes. Así que un día el anciano le propuso lo siguiente a su nieta:

- Snegúrochka, se me ha ocurrido una idea-, le dijo a la joven.

- Dime abuelo, ¿de qué se trata?

- ¿Qué te parece si por año nuevo dejamos una sorpresa a cada niño? Pero no pueden vernos..., si no, ¡no sería una sorpresa!

- Uy, es mucho trabajo, abuelo, pero... ¡es una idea fantástica! ¡Me gusta!

Así que ese año comenzaron a poner en marcha su idea. Ded Moroz vestía de rojo. Le encantaba llevar una enorme capa roja que le había confeccionado su nieta. Ella vestía de azul. Era su color favorito. El anciano llevaba muchos meses fabricando un trineo de madera y al fin lo tenía preparado. buscó sus mejores troicas (unos caballos típicos de Rusia) y empezaron a recorrer la zona para llevar regalos a los niños.

Desde entonces, el abuelo del frío (como comenzaron a llamar a Ded Moroz) y la doncella de la nieve reparten cada año a todos los niños juguetes y regalos que les hacen, por un día, los niños más felices del planeta.[3]

La historia de Tomte, el gnomo de la Navidad


Cuenta una leyenda muy antigua que en la zona de Escandinavia (Suecia, Finlandia y Noruega), Papá Noel decidió pedir ayuda para repartir los regalos a los niños a un gnomo muy habilidoso, pequeño y saltarín, llamado Tomte. Y esta es su historia.

Tomte vivía tranquilo en su frío hogar escandinavo, escondido en medio de un frondoso bosque. No llegaba al metro de altura y tenía una larga barba blanca. Le encantaba salir de vez en cuando en la época de Navidad, para contemplar la felicidad de las familias.

Y también le gustaba ayudar a los demás sin que le vieran: se encargaba de devolver las ovejas descarriadas a su granja, o de iluminar -con ayuda de sus amigas las luciérnagas- un claro del bosque para que ningún aldeano se perdiera. A Tomte le encantaba ver la cara de felicidad de todos aquellos a los que ayudaba.

Una gélida noche de invierno, Tomte había salido a pasear y de pronto vio a un reno en apuros. Su pata había quedado atrapada entre unas ramas. Le pareció un reno muy extraño: ¡tenía la nariz roja como un tomate! Tomte no se lo pensó dos veces y acudió en su ayuda. Y así fue como de pronto se encontró cara a cara con Papá Noel. Acababa de aterrizar con su trineo y su querido reno Rudolph había introducido sin querer su pata entre unas ramas. Tomte le ayudó a liberar su pata y Papá Noel se quedó pensativo. Llevaba toda la noche repartiendo regalos y estaba cansado. El pequeño gnomo le ofreció a Santa un chocolate caliente. Le invitó a su humilde morada y estuvieron un buen rato compartiendo anécdotas.

A Papá Noel le pareció que Tomte era la persona ideal para ayudarle y decidió que esa noche le acompañara para aprender cómo era su trabajo. A Tomte le encantó. Disfrutó sorteando obstáculos en las casas al dirigirse hacia el árbol de Navidad, andando de puntillas para no despertar a los niños. Le gustó tanto que pidió a Santa dejar los últimos regalos de Navidad. A Papá Noel le pareció bien. Estuvo observando con discreción... Y así fue cómo se dio cuenta de que Tomte era efectivamente el ayudante que estaba buscando. Así que esa misma noche, y sin perder tiempo, Papá Noel ayudó a Tomte a hacerse un trineo. Solo que, al no tener un reno como Rudolph, su trineo no podría volar.

Desde entonces, Papá Noel delega cada año su trabajo a Tomte y este pequeño gnomo es el encargado, gracias a su trineo y a las indicaciones que Papá Noel le dio en su día, de llevar todos los regalos a los niños escandinavos.[4]

lunes, 14 de diciembre de 2020

 Mil emberas con miedo

Ocaso. Foto: Julio César U. H.


Han pasado más de diez días desde que fuera asesinado, en circunstancias tan oprobiosas como escalofriantes, uno de los líderes organizativos y comunitarios de la zona, quien hasta el año pasado ejerció como Gobernador del Resguardo Indígena Río Valle y Boro Boro. Ante lo aterrador del hecho, el pánico cundió en medio de la selva y las cuatro comunidades indígenas embera del área rural del Municipio de Bahía Solano, donde ocurrió el crimen, no hallaron más salida que desplazarse de inmediato al Corregimiento de El Valle, el poblado de mayor importancia del municipio después de Ciudad Mutis, que es la cabecera y sede de la Administración Municipal.

Según datos oficiales, son 195 familias integradas por 906 personas, entre ellas más de 200 niños. Proceden de cuatro comunidades indígenas: El Brazo -a la cual pertenecía el líder- Pozamansa, Boro Boro y Bacurú Purrú, donde -según informó la Defensoría del Pueblo- ocurrió el homicidio. Aunque están padeciendo hambre y su hacinamiento en la sede de una institución educativa de El Valle es literalmente un caldo de cultivo para la eclosión de todo tipo de enfermedades, incluyendo el consabido y temido Covid-19; en medio de llantos que salen del alma, con voces entrecortadas y resecas de dolor, hombres y mujeres no reclaman nada diferente a que los dejen vivir en paz en sus territorios.

No queremos más violencia. Queremos es paz. Por nuestros hijos, por nuestros bebés que tenemos en sus manos, las mamás están sufriendo. En estos momentos estamos asustados, porque nunca había pasado esto. Necesitamos es paz, no más violencia, no más, no más violencia, señores, no más. No más violencia en nuestro territorio. Los indígenas no queremos eso”, grita una mujer embera, transfigurada por el dolor, desgarrada por el sufrimiento, en medio de una marcha de las comunidades desplazadas por las calles encharcadas del corregimiento de El Valle. “No quiero ver más sangre derramada, sangre inocente”, proclama otra mujer, que termina con los ojos anegados de llanto.

Como lo han expresado tanto en embera como en español, si el país así lo quisiera, bien podría incluso no darles nada. Bastaría con que los dejaran vivir tranquilos, en sus tambos, en su monte, en su río, en sus playas y manglares, en sus cascadas, en sus colinas, en su territorio. Eso sería suficiente. Y, aun así, sin nada adicional a la tranquila soledad en la que han transcurrido miles de sus noches desde que la vida es vida entre la gente de este pueblo ancestral, ellos continuarían preservando su territorio para la humanidad, como lo han hecho desde que tienen memoria, obteniendo del mismo básicamente lo necesario para hacer posibles sus vidas y las de las generaciones por venir.

Desde el primer momento de esta infamia, el Alcalde y el Personero Municipal de Bahía Solano, la Gobernación del Chocó y otras autoridades locales y regionales, así como la Defensoría del Pueblo desde Bogotá, han hecho lo que está en sus manos para atender esta emergencia humanitaria, para paliar en lo posible esta descomunal tragedia humana desencadenada por el asesinato de Miguel Tapí. Pero, es muy poco lo que está en sus manos, sobre todo si las manos son locales y regionales; pues ni siquiera cuentan con provisiones de emergencia suficientes para facilitar condiciones higiénicas y medianamente cómodas de alojamiento, alimentación y atención integral en salud a estos casi mil indígenas que viven hoy el desplazamiento forzado.

Por ello, todas las autoridades locales y regionales, cada una a través de sus propios conductos y contactos, individualmente y en conjunto, se han dirigido insistentemente al gobierno nacional, cuya respuesta inmediata, típica y predecible, fue hacer presencia militar en la zona del crimen, en esos caseríos desolados de donde -expulsados los indígenas- solamente han quedado las voces de la selva, el silencio triste y descomunal de los jai o espíritus que presiden la vida en el territorio embera. Como si sus armas y su parafernalia de guerra fueran a servir de algo allí donde ahora no hay gente.

Como siempre, la guerra estaba advertida. El 22 de abril de 2020, un poco más de seis meses antes del asesinato del exgobernador embera, la Defensoría del Pueblo le entregó al gobierno colombiano, a través del Ministerio del Interior, la “Alerta Temprana de Inminencia N° 016-2020, debido a la situación de riesgo que afrontan los habitantes de los barrios Chambacú, El Poblado, Las Conchitas, Barrio Nuevo y Las Brisas; y los corregimientos El Valle, Huaca, Bahía Cupica y la vereda Playita Potes del municipio Bahía Solano, Chocó, por la disputa territorial entre las AGC, el grupo armado de crimen organizado Los Chacales y el ELN[1]. El documento, firmado por el entonces Defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret Mosquera, incluye la localización geográfica del riesgo, en la cual se puede ver claramente la delimitación resaltada tanto de los corregimientos y los barrios del área urbana, como de los consejos comunitarios y de los resguardos indígenas amenazados.

Como siempre, la alerta no fue debidamente atendida: la muerte llegó antes que las medidas de defensa de la vida, a pesar de lo detalladas que fueron la exposición de los hechos y las diez recomendaciones del documento para las diversas autoridades e instancias de todos los ámbitos. Y no fue atendida, quizás, porque en el fondo, así ahora se refiera a ellos con el lenguaje y las formalidades impuestas por la Constitución Política de 1991, el gobierno sigue tratando a los indígenas como si en Colombia aún rigiera la Constitución de 1886. De hecho, ni siquiera ha llegado la ayuda que los funcionarios locales y regionales de Bahía Solano y del Chocó han pedido insistentemente después de que ocurrió el crimen que pudo evitarse, para atender a estos casi mil emberas que fueron forzados a dejar sus comunidades y a salir huyendo. Estos casi mil emberas que vinieron a refugiarse, a esconderse, en un pueblo sin capacidad para albergarlos, porque no solo son muchos, sino que es muy grande su miedo como para sumárselo al que ya tienen los habitantes locales del corregimiento de El Valle.


lunes, 7 de diciembre de 2020

 Quibdó

Quibdó. Foto: Julio César U. H.

Unos dicen que 120. Otros que 130. Que 140 dicen otros. Las cifras varían -según quien las diga- cuando se trata de contar los muertos ajenos. Como en este caso, cuando se trata de llevar la cruel contabilidad de los homicidios ocurridos en Quibdó durante el año 2020. Una contabilidad cuyo haber diario frecuentemente aterra y espanta, incluso a las autoridades, que cada tanto entienden que, aunque sea solamente eso lo que hagan, tienen que decir algo. Y entonces vuelven a hacer los mismos anuncios de siempre, que concluyen siempre en lo mismo: en nada. Y repiten las promesas de la vez anterior sin tomarse ni siquiera el trabajo de renovar las palabras, para que lo que dicen no parezca una grabación o un cuento viejo mil veces contado o un discurso vano mil veces echado; un cuento y un discurso repletos de epítetos inocuos frente al mal que con ellos se descalifica; un cuento y un discurso hechos de lugares comunes y adornados teatralmente con vacuos gestos de autoridad, de una autoridad que ellos saben que no tienen, por lo menos en esta materia y en este lugar.

Duele Quibdó. Con un dolor lacerante, que convierte el alma en un reguero de cosas malucas, tristes, desesperanzadoras. Un dolor que no cesa, un dolor agudo, un dolor punzante. Un dolor cuyo único paliativo es un placebo: rememorar los tiempos en los que a los niños nos regañaban por cerrar las puertas de las casas, que se abrían desde que la gente se levantaba y se cerraban cuando se acostaban, en muchos casos solamente con una tranca de palo o una endeble aldaba. Cuando el robo de una gallina, para un sancocho de borrachos de amanecida o para la jugarreta de unos escolares en vacaciones, era el acontecimiento judicial del mes. Cuando robar marañones, zapotes, guamas, lulos o guayabas del solar vecino era más una aventura que un delito. Cuando la vida era sagrada, literalmente, a pesar de la pobreza y otros males.

Duele Quibdó. Y el dolor aumenta a niveles de agonía cuando uno recuerda que así, en un estado que los mayores llamaban santa paz, eran las cosas en Quibdó hace nomás 50 años; aun con los estragos del incendio de octubre de 1966 y las graves carencias que condujeron a la llamada huelga de agua y luz, de agosto de 1968. Porque, aunque había grandes sectores de la población que carecían de todo, las soluciones de sangre nunca fueron la salida.

Y entonces uno se pregunta a qué horas este pueblo grande metido a ciudad se convirtió en esta vorágine dolorosa, en este melancólico Far West. En esta mezcla desproporcionada y espeluznante de comuna medellinense, bonaverense y caleña, en donde las puertas y ventanas se cierran en cuanto oscurece, para dar paso al pánico, que ocupó el lugar de la música, de los sueños y del silencio. En esta desgracia inmerecida en virtud de la cual, poco a poco, cada quien tiene un muerto por quién llorar, un desterrado a quién extrañar, una vida por la cual temer, un silencio qué guardar para evitar problemas, una rabia y una impotencia que toca saber manejar para disminuir el envenenamiento del alma.

Y entonces uno se pregunta cómo y por qué las autoridades, que viven de pregonar lo contrario y fueron creadas para evitar que pasara lo que pasa, permitieron que en Quibdó esto llegara hasta donde ha llegado. Y cómo y por qué la gente, cuando de votante ejerce, elige, vuelve a elegir, reelige y vuelve a reelegir, a quienes ellos mismos llaman “los mismos con las mismas”, que son quienes no han podido impedir que esto que pasa -y que duele tanto- siga pasando y doliendo.

Quizás nunca sabremos cuántos son realmente los muertos. Cuentan en los barrios que hay muertos que mueren sin que nadie sepa que murieron y que desaparecen después de muertos, como si nunca hubieran estado vivos. Y al número de muertos que finalmente se establezca habría que añadirle los muertos en vida, que son quienes padecen la zozobra cotidiana de saber que, en cualquier momento y sin razón válida alguna, más pronto que tarde, una bala -perdida o no- puede alcanzarlos y quitarles la vida. O mandarlos a la otra vida, como suelen decir quienes, ahora prevalidos de su condición de dueños y señores de la vida, tienen como profesión en la vida quitarle la vida a los demás.


lunes, 30 de noviembre de 2020

 Feliz cumpleaños, Mesié

César E. Rivas Lara, El Mesié, es uno de los más grandes escritores
en la historia del Chocó. Foto tomada de su perfil de WhatsApp


Con 34 libros publicados, el último de los cuales fue presentado ahora en octubre y es una reseña histórica del Colegio Carrasquilla de Quibdó, a propósito de su 115º aniversario; el Maestro César E. Rivas Lara, conocido durante más de media vida como El Mesié, es -junto a Miguel A. Caicedo Mena- el escritor chocoano más prolífico en la historia regional y nacional. Una historia de la cual, por vocación y compromiso, decidió ser notario y escribano. Por vocación, porque para El Mesié escribir es como respirar: a través de su olfato respira su cuerpo, a través de la escritura respira su alma; y por compromiso, pues desde su primera juventud, cuando estudiaba Filología e Idiomas en la Universidad Libre, en Bogotá, supo que escribir era el más grande de los servicios que podría prestar a la causa cultural de su tierra chocoana, a la orilla de cuyo Atrato inmenso nació un sábado 30 de noviembre de 1946.
 
Veinte de los treinta y cuatro libros del Maestro Rivas Lara están dedicados al Chocó, con líneas temáticas que podemos clasificar en cinco grupos. Un primer grupo está dedicado a trabajos de rescate de tradiciones culturales y folclóricas de la región, su oralitura y su poesía popular, sus dichos y adivinanzas, sus juglares autóctonos como Blas María y el Poeta de Guayabal. El segundo grupo está dedicado a la reseña de la vida y las acciones públicas de grandes personajes de nuestra historia regional, como Diego Luis Córdoba, Neftalí Mosquera y Mosquera, Ramón Lozano Garcés y algunos más de aquellos que destinaron gran parte de su vida a hacer de este Chocó -hoy tan venido a menos que se le conoce más por sus fatídicos incendios y sus inundaciones diluviales- una comarca importante en el concierto nacional, una tierra pródiga no solamente en materias primas y exuberancia para el saqueo foráneo, sino en ideas y hechos culturales para el enriquecimiento de la pluriculturalidad del alma colombiana. Un tercer grupo, entre los veinte libros del Maestro Rivas Lara sobre el Chocó, son trabajos de biografía y análisis de las contribuciones literarias de varios grandes de nuestras letras, como Rogerio Velásquez Murillo, Miguel A. Caicedo Mena y el mundialmente famoso Arnoldo de los Santos Palacios Mosquera. Un cuarto grupo de libros, dentro de estos veinte del Maestro Rivas Lara sobre el Chocó, incluye dos trabajos de denuncia y crítica sobre la situación del Chocó y otro en el que examina uno de los acontecimientos más significativos de la historia regional: el fusilamiento de Manuel Saturio Valencia. El quinto grupo temático de los libros del Maestro Rivas Lara acerca del Chocó lo componen sendas obras en las que rescata, para la memoria de todos, la historia de dos grandes instituciones educativas del Chocó, ambas ligadas a su propia historia: el Colegio Carrasquilla, donde estudió brillantemente su bachillerato y también fue profesor; y la Universidad Tecnológica del Chocó “Diego Luis Córdoba”, de la cual es uno de sus fundadores y primer director del programa académico de Idiomas, del cual egresaron los primeros licenciados made in Chocó que le dieron lustre a la enseñanza de español, inglés y literatura en los colegios de Quibdó a finales de la década de los años 70 del siglo pasado, como Tirso Quesada Martínez, Aminta Arias Ledezma, Darcio Antonio Córdoba Cuesta, Mirza Mena Villalba, Yamileth Palacios de Moreno, Guillermo Murillo Rentería, entre otros.
 
El Mesié Rivas Lara ha publicado también dos libros de poesía propia: Poemas de cumpleaños, en 1968, cuando era un jovencito de 22 años; y Veinte poemas desesperados, en 1969. Y por lo menos una decena de obras de ficción, entre relatos, novelas y cuentos, en los cuales no abandona sus preocupaciones éticas y sociales, así las remita al mundo de lo imaginario, mediante personajes creados por su pródiga imaginación para que escenifiquen situaciones que él, como autor, considera aleccionadoras para sus lectores, a quienes siempre ha querido trasmitir ideas edificantes.
 
Preocupado por sus estudiantes, a quienes dedicó gran parte de su vida en la Universidad del Chocó, se tomó incluso la tarea de convertir en manual metódico las claves de su oficio de escritor y de allí resultó su trabajo Cómo escribir un libro, cuya principal virtud es desentrañar para el estudiante interesado lo que podríamos llamar la carpintería necesaria para concretar el arte de la narración y la escritura.
 
La obra de César E. Rivas Lara es indudablemente compendio y referente para caminar por los senderos de la identidad, de la historia, de la cultura y de los sueños del Chocó, de sus avatares y de sus penurias, de sus amores y de sus contradicciones. Con la generosidad propia de los grandes, inspirado en aquellos que personalmente conoció, como Miguel A. Caicedo Mena, su amigo y colega de tantos años en la Universidad del Chocó, El Mesié nos ha contado quiénes son nuestros viejos maestros, quiénes crearon lo bueno que a lo largo de la vida regional hemos tenido, qué ha sido de nuestra gente en medio de sus carencias y cómo desde estas orillas tan bellas como ignotas se ha producido poesía, arte, folclor y sabiduría. Es decir, nos ha contado quiénes y cómo somos como región y sociedad, a través de una inmensa panorámica construida cuadro a cuadro con cada uno de sus libros, en largas horas y extensos días de disciplinado y dedicado trabajo.
 
Además del luengo, valioso y generoso aporte a la historia y a la cultura del Chocó que son sus 34 libros, en tiempos de pandemia y cuarentena obligatoria, el Mesié sacó tiempo para grabar en su propia voz narraciones sobre hechos históricos significativos para la región, como el Ingenio de Sautatá en el Bajo Atrato, la despiadada explotación minera hecha por la Chocó Pacífico en la región del San Juan, los primeros educadores y colegios del Chocó, los contrastes de la región chocoana, el episodio del Fuerte de Murrí como una muestra de la participación del Chocó en la Independencia de Colombia y la remembranza de los presidentes colombianos que, nacidos en estos parajes, negaron su origen hasta la saciedad.
 
Así mismo, a lo largo de su vida profesional y personal, El Mesié ha dedicado todo el tiempo del mundo a darnos ejemplos de modestia y sencillez. Ajeno a vanidades y alharacas, a innecesarias figuraciones y aspavientos, el Maestro César E. Rivas Lara es uno de los educadores, profesionales, investigadores, intelectuales y escritores que más y mejor han contribuido al engrandecimiento del Chocó y a la promoción de su riqueza histórica, cultural y social. Por todo ello, no quería dejar pasar esta ocasión para decirle que celebro su vida: ¡Feliz cumpleaños, Mesié!

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Obras publicadas de César E. Rivas Lara

1.    Poemas de cumpleaños, 1968

2.    Veinte poemas desesperados, 1969

3.    De Rogerio Velásquez a Miguel A. Caicedo, 1973

4.    Quién es quién en el Chocó, 1974

5.    Diccionario popular chocoano y apuntes regionales, 1979

6.    Frustración y crimen, 1980

7.    Naufragio, 1982

8.    Tragicomedia de burócratas, 1983

9.    Coplas, décimas y refranes oídos en el Chocó, 1985

10. Perfiles de Diego Luis Córdoba, 1986

11. Cómo escribir un libro, 1989

12. Homenaje Nacional de Colcultura a Miguel A. Caicedo, 1989

13. Testimonio de Ramón Lozano Garcés, 1990

14. Cuentos y relatos que son la vida, 1991

15. Guía de autores chocoanos, 1993

16. El último juglar chocoano, 1994

17. Semblanza de Neftalí Mosquera Mosquera, 1994

18. Miguel A. Caicedo: vida y obra, 1996

19. Diego Luis Córdoba, un hombre históricamente necesario, 1997

20. Cuentos para entretener el tiempo, 1999

21. Tradición oral en el Chocó: mitos, supersticiones y agüeros en la sabiduría popular, 2000

22. De la expresión popular, el verso y la adivinanza, 2001

23. Callejón sin salida, 2002

24. Folclor, comedia y carnaval, 2004

25. Los desplazados, 2004

26. Relatos fantásticos, 2006

27. A cien años del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia, 2007

28. Tres grandes afrocolombianos: Rogerio Velásquez, Arnoldo Palacios y Miguel A. Caicedo, 2008

29. El Chocó que Colombia desconoce, 2012

30. Todavía es tiempo de aprender, 2013

31. El hombre de las máscaras, 2015

32. Palabras que arden: Chocó, crítica y reflexión, 2017

33. Reseña histórica de la Universidad del Chocó “Diego Luis Córdoba”, 2018

34. Reseña histórica del Colegio Carrasquilla, Alma Máter de la cultura chocoana, 2020

 

lunes, 23 de noviembre de 2020

 La naturaleza se enfurece

Hazel Robinson Abrahams

Parque Nacional Natural McBean Lagoon, en la Isla de Providencia.Foto:http://www.providencia-sanandres.gov.co/municipio/nuestro-municipio 

Providenciales deberíamos decirles, en lugar de providencianos, a los nativos de la Isla de Providencia, luego de su milagrosa supervivencia a la tragedia lamentable y triste que un huracán llamado con el nombre de una letra griega (Iota) ocasionó en esa isla tan pequeña como bella y a veces inaccesible, la Divina Providencia, al igual que en su isla hermana, San Andrés.  Como ocurre en todo el Caribe insular, los huracanes forman parte de la historia de este excelso fragmento de Colombia y actual Departamento Archipiélago del territorio nacional.

Precisamente, con un huracán que prefigura y anuncia la llegada de nuevos tiempos en el amor y en la vida, comienza la novela No Give up, maan! (¡No te rindas!), de Hazel Robinson Abrahams (San Andrés, 1935), quien es justamente reconocida como la escritora más representativa de la cultura isleña, de esa isla cuya historia y vida ella contó en 30 crónicas escritas para El Espectador entre 1959 y 1960, en una columna titulada Meridiano 81, del Magazín Dominical de ese diario; y en sus tres novelas publicadas: No Give Up, Maan! (2002), Sail Ahoy (2004) y El príncipe de St. Katherine (2009), en las que está presente su calidad narrativa vital, fresca y enraizada en la historia, mediante la cual ha recreado y comunicado al mundo Caribe la realidad de estas islas y de su gente raizal a lo largo del tiempo.

El huracán de la primera novela de Mrs. Hazel acontece en la primera mitad del siglo 19, a pocos años de la abolición formal de la esclavitud. Su narración incluye una viva estampa de las plantaciones inglesas de algodón y de la vida insular de San Andrés en ese momento, incluyendo a dos propietarios ingleses, 45 esclavos y 2 esclavas, una de las cuales, muda, es la mamá del protagonista de la novela, que es un ñanduboy en la lengua que los esclavos han creado. El Guarengue les ofrece, pues, el primer capítulo de la novela No Give up, maan!, de la escritora sanandresana Hazel Robinson Abrahams, titulado La naturaleza se enfurece.[1]

 

Wen dem whe come ya, u no
Whe de ya yet.
(Ellos llegaron antes que tú)

Blancos y negros, o en esos tiempos, amos y esclavos, acostumbrados a escarbar el horizonte cuantas veces posaban la vista en él, descubrieron la llegada de las huidizas nubes que coqueteaban con la calma que venía acompañando el ofensivo silencio en la naturaleza. Un nuevo fenómeno, nunca antes visto en la isla, inquietó también la gelatinosa superficie del mar: la desaparición de las acompasadas olas de los arrecifes, reemplazadas por las que ahora llegaban a intervalos largos arrastrándose cansadas.

En tierra, contadas palmeras presentaban sus ramas desafiando la gravedad y el calor, elevadas en forma majestuosa por encima de las copas de los cedros, los mangos, los árboles de tamarindo y los de fruta de pan. La mayoría de los árboles estaban inertes en huelga contra la vegetación. Las predominantes brisas del nordeste habían desaparecido por completo y un sol canicular extendía sus rayos convirtiendo la tierra en brasa, al contacto de los desnudos y rajados pies que laboraban en las plantaciones de algodón.

Los esclavos, obligados a convertir la mitad de un talego —el que antes sirvió de abrigo a la harina traída a la isla— en una especie de abanico para tapar su sexo, estaban ese día regados en los acres que no se contaban, agachados entre las matas de algodón, mientras desyerbaban lo poco que luchaba por vivir entre los surcos cuarteados. De cuando en cuando, alguno se levantaba perezosamente y con el dedo índice barría el sudor de la frente; luego levantaba el brazo y con el mismo dedo enhiesto como el asta sin bandera de su vida buscaba determinar la dirección del viento. Desilusionado, con sus callosas manos formaba un binóculo para escudriñar el horizonte. Desalentado por lo imperturbable del encuentro del cielo con el mar dejaba caer el brazo con todo el peso del cansancio. Con los párpados aún fruncidos, miraba el sol y lo maldecía. Maldecía en una lengua que solo ellos entendían. Lo único que sus amos les habían dejado conservar y solo porque no habían ideado la forma de extirparla de sus mentes. Su lengua y su color, la gran diferencia, la catapulta que servía a la inseguridad de sus dueños.

Era un mes de octubre de algún año hace dos siglos. Durante semanas había prevalecido este tiempo opresivo y caliente que secó bruscamente la cosecha de algodón. Las doradas cápsulas desafiaban ahora el silencio reinante entonando un delicado tic-tac por todos los campos, al abrir y exhibir sus blancas motas, contribuyendo a la desesperación de los esclavos, quienes esperaban impacientes la orden de la recolección, aunque aquello representaba más trabajo y bajo el sol como capataz implacable. Hacía más de una semana que esperaban la orden, mas no llegaba y, ahora de él no quedaba esperanza menos cuando ya se había ido a descansar casi todo el día.

De improviso, en el campo vecino se escuchó un lamento:

Ova yaaa… (Allá…).

A lo que de inmediato se respondió con:

We de yaaa (Estamos aquí).

Y en esta letanía siguieron por horas. Eran los esclavos utilizando la forma ideada de comunicación por medio de la cual transmitían sus alegrías y chismes y desahogaban todas las emociones reprimidas por el cautiverio. Cuando más se necesitaba y menos se esperaba, irrumpió en el ambiente la respuesta a sus maldiciones —o la derrota a las enseñanzas del pa’ Joe—. Despachadas de la nada, unas ráfagas de aire puro y limpio irrumpieron en el ambiente, cortando el calor a medida que abrían el paso a otras de mayor intensidad que sacudían las matas de algodón interrumpiendo el vals del tic-tac y obligando a los capullos a despojarse de sus preciosas motas y a bailar una loca melodía en la que las secas cápsulas convertidas en maracas predominaban sobre el chillido de los pájaros y los insectos, pero impotentes ante el batir de los árboles más grandes en su afán de defenderse del ataque inesperado.

Los esclavos, perplejos, y como solitarias y pétreas estacadas de una quema, miraban a su alrededor extasiados frente al éxodo de la fauna que habitaba en las matas de algodón. Los pájaros en desbandada, interrumpida a veces por las motas de algodón, chillaban impotentes ante la fuerza desconocida que no cesaba de espantarlos.

A lo lejos, tratando de desafiar esta orquesta, un esclavo seguía entonando su letanía. Pero su voz ya no era un lamento de dolor como al principio; el tono era de franca alegría, una clara nota de victoria, el reconocimiento de que la naturaleza era su aliada y ella había triunfado. Las ráfagas siguieron desalojando el calor hasta llegar a la falda de la loma. A su paso, los grandes cedros trataban en vano de imitar a las palmeras que se inclinaban en reverencia para después elevar sus ramas al cielo en un frenesí incontrolable.

En contraste con esta alegría de la naturaleza se escuchaba el seco golpe de puertas y ventanas que se cerraban, después de haber aguardado por días la invitación al aire a invadir los aposentos.

Richard Bennet, que en aquella hora y tarde iniciaba el tradicional té de las cuatro, se sorprendió del cambio repentino del tiempo y al observar que tante Friday luchaba por cerrar las ventanas, dejó a un lado el té a medio consumir para acudir en su ayuda.

Harold Hoag, en la plantación vecina, recorría con la vista los campos de algodón convertidos en la espumosa cresta de una gran ola, salpicada de punticos negros. Maldijo su decisión de esperar dos días más para la recolección. Caminó hacia la puerta principal de su casa y del dintel tomó su binóculo y lo colocó en el eterno fruncido entrecejo. Atisbó el horizonte y su descubrimiento le hizo exclamar:

God damned my luck! (¡Dios maldijo mi suerte!).

En él, con seguridad y pasos majestuosos, llegaba del noreste de la isla una brava cabalgata de nubes grises que parecían dispuestas a desafiar al sol su dominio sobre el lugar. Una amenazadora mancha negra que nada bueno presagiaba.

Los esclavos de Richard Bennet también asistían al encuentro y ya apostaban al ganador. El sol, aunque con las sorpresivas ráfagas había perdido toda su fuerza calcinante, no parecía dispuesto a bajar a su lecho de agua, cediendo el lugar a la invasora gris.

Cuando la llamada del caracol se dejó escuchar, contrariamente al alivio que siempre significaba, hoy era una llamada inoportuna. Por primera vez desde su llegada a esta isla la naturaleza había decidido hacer tantas cosas a la vez y a un ritmo tan acelerado. Como bandadas de pájaros negros, fueron subiendo la ladera de la loma. Desde ahí, pudieron observar que el océano se había sumado a la competencia, que el mar tapaba el muro coralino que abrigaba la bahía con claras intenciones de abrazar la tierra. Sintieron una extraña y nueva sorpresa, pero la seguridad en un terreno tan elevado descartó de inmediato el desconocido sentimiento.

Esa, como todas las tardes, irían a la choza mayor, ahí recibirían su calabash (totuma) con la ración de la tarde que cada grupo cocinaría en su choza. Pero cuando llegaron al campamento, los vientos habían comenzado a desenterrar las matas de algodón arrancándolas de raíz y elevándolas en vuelos sin rumbo. Contrariamente a la rutina diaria, no esperaron afuera de la choza; fueron empujados hacia el interior por esta mano como si quisiera defenderlos. Adentro y en completa oscuridad, dieron rienda suelta a sus sentimientos. Hablaban, gritaban, otros cantaban y no faltaron algunas nerviosas carcajadas. Tal parecía que toda esta energía estaba dispuesta a desafiar igualmente a la tormenta. La choza, cuyo tamaño no fue concebido para protección de ellos, sino para almacenar y distribuir sus alimentos, se convirtió ese día en el calabozo de la nave donde todos habían iniciado este obligado cautiverio y el disfraz de sus gritos, carcajadas y cantos se convirtió pronto en suspiros y después en inconsolables llantos.

Afuera, el sol, agotado por los embates del viento, dejó de alumbrar, y la llegada de relámpagos resquebrajando los cielos, seguidos por ensordecedores truenos, obligó al astro a aceptar su derrota. Al ceder, llegaron las primeras gotas de una llovizna semejante a lágrimas desahogadas por frustración en apoyo de los esclavos.

Por un momento parecía que la brisa se llevaría los nubarrones de agua, pero a medida que oscurecía, fueron cayendo gotas más fuertes y de una abundancia nunca antes observada en la isla.

Por segundos, el viento adquiría más fuerza y la alegría convertida en nostalgia que se había apoderado de los esclavos, se transformó en pavor.

A las seis, un golpe sacudió la casa grande. Richard Bennet pareció adivinar que la choza mayor, al sufrir igual suerte que las más pequeñas, no había podido resistir la tempestad.

El pánico fue total cuando los esclavos quedaron a la intemperie en pleno desafío del monstruo desconocido. Instintivamente, como los perros, los cerdos y demás animales domésticos, se dirigieron a la casa grande, y debajo de ella la algarabía de los animales se completó con los gritos de los aterrorizados esclavos.

Por su construcción sobre pilotes, la casa grande había resultado un refugio. Ahí debajo, con el tacto más que con la vista, cada cual fue buscando un sitio donde guarecerse. Era el único lugar al que la lluvia no había logrado llegar por completo, pero desde donde se podía sentir y escuchar la obra demoledora del huracán que, como una gran escoba, barría todo, se estrellaba con todo, arrasaba todo. Nada parecía suficientemente fuerte para no ser arrollado.

El viento les silbaba a su alrededor, y para ellos era el intento del monstruo en su afán de sacarlos de su única guarida. Eran como las seis y treinta de la tarde, pero estaban en medio de una oscuridad completa, que agravaba la situación. Ben, el esclavo jefe, con el miedo que sentía por lo que estaba ocurriendo, decidió hacer un conteo para saber si todos habían logrado escapar. Elevando la voz por encima del ruido de los árboles al caer, de los silbidos del viento, de la caída del torrencial aguacero, gritó el «número 1» y los demás siguieron respondiendo hasta completar el «número 47». Todos estaban ahí, completos y aparentemente seguros por el momento. Habría que dar gracias al pa’ massa. En el conteo faltaron solamente los números 26 y 27, las encargadas de la casa grande. ¿Estarían ahí?

«Pa’ massa quiera que sí», pensó Ben.

Mientras tanto, a menos de un pie de sus cabezas, en el primer piso de la casa, Richard Bennet se paseaba de un lado a otro de su sala.

Nunca antes en sus treinta y cinco años en el Caribe había visto desatar tal furia en la naturaleza. Trató de mirar por los cuadros que formaban las ventanas de vidrio, pero era imposible. La oscuridad, la lluvia inclemente, habían convertido todo en un manto negro. Aprovechando los reflejos de los relámpagos, logró vislumbrar algo del caos que reinaba fuera, un lugar fantasmagórico que no alcanzaba a reconocer. Según parecía, lo único intacto hasta el momento era el lugar donde se encontraba, y se preguntaba hasta cuándo. Miraba la frágil estructura de su casa en comparación con la mole destructora que tenía afuera y, sin saberlo, sus pensamientos coincidían con los de sus esclavos. A esta isla le había llegado el fin. El fin que tanto les predicaba el reverendo Joseph Birmington.

Los esclavos, confundidos con los animales, unidos por el miedo de lo que reinaba en el antes apacible lugar, seguían debajo de la casa protegidos de la brisa y de todo lo que ahora volaba a su alrededor. Tante Toa y «la muda» —la madre del ñanduboy—, se habían quedado atrapadas en la casa grande convertidas en silentes espectadoras que acudían al llanto como respuesta.

Aprovechando los relámpagos que se estrellaban contra las ventanas, Richard Bennet buscó a las dos esclavas y las halló acurrucadas al pie de la escalera que daba a las habitaciones del segundo piso de la casa. Las contempló abrazadas la una a la otra y vio en sus caras un miedo mayor, distinto a cualquier otro conocido por ellas. Caminó hacia donde se encontraban y, a gritos, le preguntó a tante:

Is this Birmington’s hell? (¿Es este el infierno de Birmington?).

La anciana se limitó a sacudir la cabeza negativamente sin levantarse a contestar como lo hubiera hecho en circunstancias normales. Bennet caminó de nuevo hacia la esquina sur de la sala, lejos de las ventanas y de los amenazadores rayos. Allí se acomodó encima de un barril que días antes había canjeado. Contenía clavos que pensaba utilizar en la nueva construcción que ahora el huracán había definido. Pensaba que si los primeros embates del fenómeno lo habían tomado desprevenido, ahora, con la furia desatada, nada podía hacer por los cuarenta y siete esclavos que seguramente encontrarían la muerte debajo de la casa. Ni siquiera sabía hasta qué hora la casa resistiría la hecatombe uniéndolo a la suerte de ellos.

Eran como las diez de la noche cuando llegó lo que parecía el fin del mundo. El agua en forma violenta y en cantidades alarmantes caía por toda la casa, obligando a los tres a buscar nuevas formas de guarecerse. Por la escalera bajaba una cascada, al no quedar más que las vigas del techo. Las tejas de madera habían volado como si fueran de papel. Los truenos sacudían la casa tratando de ayudar al viento en su afán de elevarla. Los árboles al derrumbarse arrastraban otros y, sin que Bennet lo supiera, habían formado un cerco alrededor de la casa.

Todo esto daba la impresión de que nada quedaría sobre la tierra. El resto de la noche lo vivieron debajo del arrume de muebles que el viento había llevado en un loco recorrido por la casa. Fueron las horas más largas de sus vidas. Parecía que no habría fin. Pero, cuando perdían todas las esperanzas, comenzó a amanecer y con la luz del nuevo día, el agua y el viento no fueron tan violentos. Sin embargo, solo hasta las nueve de la mañana aclaró y todos pudieron salir para apreciar la magnitud del desastre.


Hazel Robinson Abrahams.
Foto: Biblioteca de Literatura Afrocolombiana


[1] El texto fue tomado de la edición bilingüe (español/inglés) de la novela, publicada por el Ministerio de Cultura de Colombia en el año 2010, en la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, con un maravilloso prólogo de Ariel Castillo Mier. La primera edición de la novela fue publicada por la Universidad Nacional de Colombia-Sede Caribe, en 2002. Aquí puede obtenerse para que quienes no la conozcan accedan al encanto de leerla completa: https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll7/id/3/rec/1

lunes, 16 de noviembre de 2020

Crecientes e inundaciones

Tomada de Twitter: @ComunidadesAfro

En ocasiones, los ríos crecen silenciosamente, paulatinamente, de modo imperceptible aun para el ojo más entrenado, sobre todo si es de noche y no hay luz ni de luna. Otras veces, las crecientes son estrepitosas y súbitas, aparecen como de la nada y se dejan ver y oír como rugido de fieras a plena luz del día. También de día las crecientes pueden ser poco escandalosas y casi imperceptibles, como de noche pueden ser fragorosas y ostensibles. En todos los casos, de día o de noche, en silencio o bulliciosas, las crecientes son irremediables, incontrolables, además de puntuales para llegar varias veces al año, a los mismos sitios, donde la misma gente, con los mismos o mayores estragos en cada ocasión.

Uno no sabe si es porque ahora hay más cosas que el agua puede arrastrar o dañar o porque ahora nos damos cuenta de modo casi instantáneo de su ocurrencia, o si es porque, definitivamente, los fenómenos asociados al cambio climático inciden en su intensidad y magnitud haciéndolas más perjudiciales y funestas para quienes las sufren, o todas las anteriores; pero, esas crecientes de ahora parecieran causar más estragos que las de antes, diga usted hace unos 50 años, y parecieran ser más arrasadoras, más desordenadas -por decirlo de alguna manera- y comparativamente más destructivas. Lo cierto del caso es que a la gente las crecientes de los ríos les mojan e inundan la vida toda, se les llevan -entre sus espumarajos y raudales- fragmentos irremplazables de su cotidianidad, como los trastos de luminoso aluminio, la poca ropa, los colchones y los petates, las sillas Mariapalito, los escasos enseres, los invaluables cultivos, las gallinas y los marranos, las azoteas de horticultura casera y, cómo no, el maíz y el arroz que almacenaban con ilusión de venta y de consumo. Más de 40.000 personas en todo el Chocó lo han vivido durante los últimos 4 días.

Tomada de Twitter: @ComunidadesAfro

Ocurren en el Atrato, el Baudó y el San Juan. En sus afluentes y tributarios las crecientes ocurren también. Y en las ciénegas que se desbordan. Y en los charcos y humedales de la selva adentro. Así que, por obra y gracia del sistema circulatorio conformado por estos ríos, estas quebradas, esas ciénagas y esos humedales, que en conjunto se cuentan por centenas y millares, en un santiamén se inunda todo el territorio chocoano, a través de ese tejido fluvial por el cual ha circulado la vida durante siglos. Y el agua, esa aliada y cómplice que ha hecho posible el nacimiento y la reproducción de la vida en estos lugares, pareciera tornarse en adversario inapelable durante el tiempo de inundación. Hasta que, en una mañana fresca, límpida, olorosa a cielo recién lavado y a monte fresco, bajo el rocío de una llovizna lustral, ocurre la reconciliación: gente y agua se reencuentran para seguir haciendo nacer juntos la vida, a pesar de los pesares que la creciente reciente ha causado. Al fin y al cabo, es aquí donde -desde hace cientos de años- estas comunidades y pueblos vienen sembrando la semilla del futuro, cosechando el fruto del presente y atesorando la memoria del pasado. Al fin y al cabo, es aquí donde la vida, por precaria que sea, es posible para quienes han hecho de este lugar del mundo su territorio; un territorio por cuya defensa vale la pena quedarse, una vida por cuyo enaltecimiento y por cuya dignidad vale la pena seguir luchando.