lunes, 26 de agosto de 2019


Panorámica de Miguel A. Caicedo



En el centenario de su natalicio, les ofrecemos en El Guarengue una síntesis de los aportes del Poeta de la Chocoanidad, Miguel Antonio Caicedo Mena, a la educación pública, a la historia y a la cultura regional del Chocó, así como a su difusión en el ámbito nacional. Con este artículo termina nuestra serie Un chocoano llamado Miguel.

El 30 de agosto de 2019 se cumplen 100 años del nacimiento del educador, escritor y poeta chocoano Miguel Antonio Caicedo Mena, quien publicó más de 30 libros de diversos géneros y contenidos: poesía romántica, narraciones de ficción (cuentos y novelas), textos y estudios sobre historia, tradiciones, personajes y cultura del Chocó; al igual que 100 poesías costumbristas -gran parte de ellas grabadas en su propia voz en Radio Universidad del Chocó- a través de las cuales, valiéndose del lenguaje de los campesinos chocoanos, de su hiperbólico lenguaje y de sus rasgos de humor, narró para la posteridad instantes y vivencias de la vida cotidiana de la región, costumbres, problemáticas y características culturales; con tal riqueza y de tal modo que dichos poemas son, sin duda alguna, parte de la memoria oral de la chocoanidad, textos culturales a través de los cuales Colombia ha podido conocer rasgos de la identidad de esta región. Así lo reconoció el Instituto Colombiano de Cultura, Colcultura, precedente del actual Ministerio, en el Homenaje Nacional a su vida y obra como símbolo y presencia de la cultura chocoana en el país, que se llevó a cabo en el Parque Centenario de Quibdó, el 26 de agosto de 1989, a cuatro días de que Don Miguel cumpliera 70 años.

Miguel Antonio Caicedo Mena dedicó su vida a la educación y a la producción literaria, histórica y folclórica. Así aportó a la consolidación de la identidad cultural chocoana, a su reconocimiento en el ámbito nacional y a la perdurabilidad de elementos históricos, como parte de la memoria oral de la chocoanidad.

Imágenes cortesía Emilia Caicedo Osorio.

Sus aportes a la educación pública en el Chocó
De origen humilde, nacido en el Corregimiento de La Troje (Municipio de Quibdó) y fallecido el 4 de abril de 1995, en Quibdó, Miguel Antonio Caicedo Mena fue protagonista de primer orden en el proceso de organización, cualificación y proyección de la educación pública en la Intendencia y en el Departamento del Chocó, primero como estudiante y después como maestro, educador, profesor, docente.

Como estudiante, Caicedo formó parte del primer grupo de jóvenes negros y de escasos recursos que -en el marco de políticas incluyentes de la Intendencia del Chocó, lideradas por Adán Arriaga Andrade y Vicente Barrios Ferrer- ingresaron en los años 30 por primera vez al Colegio Carrasquilla, de Quibdó, superaron el quinto grado de secundaria y finalizaron su bachillerato en el Liceo Antioqueño, en Medellín, también con apoyo gubernamental.

Allá en Medellín, Caicedo se graduó con honores como Licenciado en Filología y Lenguas Clásicas y Modernas, en el Instituto de Filología y Literatura de la Universidad de Antioquia. En ese marco, Caicedo emprendió su primer trabajo de investigación académica sobre la poesía popular chocoana en los siglos XIX y XX, el cual fue fundamental para su decisión de incursionar como poeta costumbrista, hasta alcanzar la excelsitud que el Chocó y Colombia entera conocieron.

Mientras estudiaba en Medellín, Miguel A. Caicedo se codeó con intelectuales y literatos importantes de la época (Manuel Mejía Vallejo, Dolly Mejía Morales, Jorge Bechara Hernández, William Namen H.), en tertulias y reuniones literarias; y fue invitado a quedarse trabajando como profesor. Sin embargo, regresó a Quibdó a trabajar como maestro en todos los establecimientos educativos de la época, los cuales carecían de profesionales de la educación titulados o licenciados, como él; de modo que contribuyó, en esta condición, a la aprobación del Colegio Carrasquilla en todos los grados de bachillerato y al enaltecimiento de la Normal Superior de Quibdó como una de las más grandes proveedoras de maestros para la nación. De ambos colegios fue Rector y Profesor.

Del mismo modo, luego de una temporada docente fuera del Chocó, Miguel A. Caicedo contribuyó a la reorganización de la educación secundaria en el Departamento, a instancias del entonces Gobernador Carlos Hernán Perea. Desde esta posición, Don Miguel apoyó e impulsó la aprobación del ciclo completo de secundaria en varios colegios del Chocó. Como parte de sus preocupaciones por la cobertura y la calidad de la educación para su gente, promovió la idea y fue cofundador de la Normal Femenina Manuel Cañizales, en 1964.

El culmen de sus aportes a la educación en el Chocó es su contribución, como miembro activo del grupo de fundadores, a la creación de la actual Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba; en la cual se desempeñó también como profesor, como consejero, como encargado de asuntos culturales, como referente vivo para el quehacer académico de las primeras promociones de la institución. De su propio bolsillo, infinidad de veces y sin pregonarlo, Miguel A. Caicedo ayudó a decenas de estudiantes con el pago de su matrícula y su alimentación, para que no desertaran, para que la Universidad continuara y creciera, se afincara como alma mater del Chocó.

Imágenes cortesía Emilia Caicedo Osorio

A través de diversas publicaciones, Don Miguel aportó a las comunidades educativas diversos elementos para fundamentar la formación de la niñez y la juventud en el conocimiento y la valoración cultural del Chocó, y en los valores familiares y sociales del respeto, la solidaridad y el amor por la tierra. Ejemplo de ello son: Chocó, verdad, leyenda y locura; Sólidos pilares de la educación chocoana; Cuentos ejemplares; La Yesca: importancia de siempre; Nicolás Rojas Mena; Pedro León Cristancho Valencia, “El Profesor”; Armando Luna Roa; Los cuentos de la abuelita; El Castellano en el Chocó, 500 años; Chocó mágico y folclórico; y Panorámicas chocoanas.

Miguel Antonio Caicedo Mena fue un educador, un maestro, en todo el sentido de la palabra. Su calidad pedagógica era evidente hasta en la conversación más sencilla, así como fue siempre claro que para él la educación tenía sentido si su objetivo era la formación, más que la transmisión de conocimientos. Desde esa óptica, como un apostolado, como una misión, Caicedo le dedicó toda su vida a la Educación, que siempre concibió como la formación de hombres y mujeres de bien, con identidad cultural sólida, con valores humanos intachables y con ineludible compromiso en la transformación de las condiciones materiales de vida del Chocó hacia estados más equitativos y justos.

La poesía clásica y la narrativa literaria de Don Miguel
Miguel Antonio Caicedo Mena fue un poeta clásico y romántico de altos quilates, inscrito en la tradición del Siglo de Oro español, que conocía al dedillo y que como maestro presentó siempre como ejemplo del buen decir, del buen hablar, de la inspiración y de la creación en torno a la condición y a la vida humana.

En ese campo, Miguel A. Caicedo exhibía dotes admirables para el manejo de los versos clásicos: alejandrinos, octosílabos, pareados, cuartetos, décimas, espinelas, sonetos; con absoluta corrección en la métrica y en la rima, con total profundidad en el sentido y en los contenidos. Veinte poemas y un grito, Versos para olvidar, Diez plusonetos y demás olvidos, y su estudio histórico La décima y la espinela, son publicaciones en la que puede verse la hondura y belleza del conjunto de su obra poética clásica. Canción ante la tumba del abuelo y Soneto a Dora son dos elementos de ese conjunto, dos de sus poemas inolvidables.

También fue narrador, en los géneros del cuento y de la novela, con tendencia a las narraciones edificantes, educativas, morales, a través de las cuales se reconocen sus dotes de escritor y se trasluce, también aquí, su condición esencial de educador. Con el padre y el hijo, Negro y dolor, La palizada, El regreso de Jorge, Espinas redentoras, El quebrador y Cuando las madres lloran, son ejemplos de esta faceta de Caicedo, en los cuales son evidentes sus dotes de narrador, su facilidad estilística, su impecable manejo de la lengua española y su búsqueda ética como legado para las nuevas generaciones.

Sus aportes a la historia y a la identidad cultural del Chocó
Miguel A. Caicedo no descansó ni un minuto de su vida en la tarea autoimpuesta de dar a conocer todo lo de su tierra, difundir las costumbres, los personajes, el habla, la riqueza ambiental y cultural. El Chocó, su gente y su cultura fueron el centro de la vida intelectual y profesional de este hombre sencillo y sin tacha, campesino de origen, profesional admirable e inteligente en grado sumo, ferviente amante de su tierra, de sus ríos y mares, de su selva, de su fauna, de su flora, de su biodiversidad, de su difícil y glorioso pasado, de su complejo presente, de su incierto futuro.

En la línea de sus preocupaciones históricas, Caicedo documentó asuntos como el uso particular de la lengua española en el Chocó, la historia de la educación pública en la región y de algunos de sus adalides, la historia de Quibdó y del Chocó; en obras como El Castellano en el Chocó, 500 años; Sólidos pilares de la educación chocoana; Quibdó de los recuerdos; La Yesca: importancia de siempre; Nicolás Rojas Mena; Pedro León Cristancho Valencia, “El Profesor”; Armando Luna Roa; y Manuel Saturio (El hombre).

Sus saberes y conocimientos como filólogo los utilizó para indagar, explorar e investigar el habla popular chocoana y su producción oral como forma de arte, comunicación y documentación de su vida y de su cultura. De allí salieron publicaciones como Chocó, verdad, leyenda y locura; Del sentimiento de la poesía popular chocoana; Los cuentos de la abuelita; Poesía popular chocoana; Recuerdos de la orilla; y Chocó mágico y folclórico (Primer Premio de Alfabetización, 1.973, del Ministerio de Educación Nacional).

Imágenes cortesía Emilia Caicedo Osorio

Culmen y síntesis ontológica y literaria de su chocoanidad, Miguel A. Caicedo produjo un centenar de poesías costumbristas o folclóricas, que él mismo declamaba y ponía en escena, durante las décadas de los años 70 y 80, cuando el Chocó entero, y después Colombia, asistieron maravillados al delicioso espectáculo de ver y oír la narración de fragmentos valiosos de la vida del Chocó en cuestión de minutos, a través de cada una de estas poesías. Algunos títulos inolvidables de poesías costumbristas de Caicedo son: Negra del bunde amargo; La bogotana; El parentesco; El bochinche; La pordiosera; El portaviandas; Eudomenia la cotuda; La soberbia vencida; La bichera; El médico de los brujos; Reveses del congeneo; El perrito rabón; Guabinadas; Peripecias de los sueldos; La carta; Los discípulos de Baco; La sabiduría de Remojao; El paraguas de María Ramos; La razoncita; La maestra ociosa; La pesca fugitiva; El rapto de Fermina; El cholo ladino; Historia de chiverías; Las alcaldadas del Pollo; Dos gobernantes sedientos; La receta de Guabina; Bajameuno; La ramonera rezada; Llorá, negrito, llorá; El cholo de Remojao; Gajes de la subienda; El desguañañe; Estragos del apagón; El cotero y el paisa; La cantitienda; El chure y el chivo.[1]

Las poesías costumbristas o folclóricas de Miguel A. Caicedo están provistas de funcionalidad simbólica como parte de la memoria oral de la chocoanidad y son piezas de literatura y oralitura con las cuales mostrarle a Colombia y al mundo los valores de la región, de su pueblo y de su historia. En su estructura se destacan cinco aspectos esenciales, claves para el entendimiento de su alcance cultural:
  1. La geografía y la toponimia chocoanas son recursos narrativos y textuales, a la vez que elementos de autorreconocimiento e identidad cultural.
  2. Ritos y fiestas, creencias y mitos, son elementos narrativos y escénicos, a la vez que atributos culturales. 
  3. Las estructuras de parentesco, familiaridad y vecindad, a la vez que aportan picaresca y color a la narrativa, subrayan sin nombrarlo el carácter colectivo de la cultural regional.
  4. El abandono y la pobreza, el sentimiento de exclusión, aparecen como datos de la realidad y como clamores reivindicativos de la voz popular a la que sirve como vehículo el poeta, sin estridencias, con sentimiento profundo y profunda dignidad.
  5. La exuberancia de la naturaleza y el uso que hace el campesino de la biodiversidad y de los recursos naturales que ella le ofrece aparecen como elementos definitorios de la vida cotidiana de los personajes de Caicedo y, por ende, de su propia y sólida identidad. De allí que el conocimiento detallado y la identificación de estos recursos sean parte sustancial de la cultura regional.
A partir de esos elementos, Miguel Antonio Caicedo Mena nos entrega en sus poesías costumbristas un universo temático concebido y construido para caracterizar -de modo íntegro y agudo, comprehensivo y englobante, con profunda y envidiable intuición exegética- el ser cultural de la chocoanidad. Con una estructura definida y constante, fácilmente reconocible, y con un dominio castizo del idioma, hábil y recursivo como el que más en la confección precisa de los versos de sus poesías; el poeta Caicedo encuentra siempre la rima justa, nunca forzada, añadiendo infaltablemente un nuevo dato en cada línea, un dato nuevo en cada verso; ilustrando así al oyente sobre el contexto, la situación, los personajes, el nudo y el desenlace de la anécdota fabulosa que en cada poesía cuenta, cual acontecimiento de la historia regional que uno en su memoria guarda para citar, de modo cabal, si en algún momento fuera justo y necesario, y suficiente no fuera la academia para dar cuenta del pasado. Todo ello mediante un  uso natural y recursivo del habla popular del campesino chocoano, incorporando sus modismos, sus giros gramaticales, su vocabulario residual del Castellano antiguo; al igual que su hiperbólica manera de contar el mundo y esa cierta sorna de la que proviene su humorística expresión diaria.

Desde sus tiempos de profesional recién graduado, que se entrenaba en las lides de la investigación filológica y lingüística, Miguel A. Caicedo entendió perfectamente que una porción significativa de la cultura chocoana reposa en comunidades en donde “el canal privilegiado para la satisfacción de las necesidades comunicativas es el oral, porque son comunidades ágrafas o comunidades en las que poco se producen textos escritos[2]; razón por la cual la tradición oral es el soporte principal para la preservación del acervo colectivo: “…es en las sociedades de tradición oral donde no sólo la memoria está más desarrollada, sino que es más fuerte ese vínculo entre el hombre y la palabra. Allí donde la escritura no existe, el hombre depende de su expresión oral, de su palabra. Ella le vincula y le compromete. Él es su palabra y su palabra da fe de lo que él es. La cohesión misma de la sociedad descansa en el valor y el respeto de la palabra[3], como escribiera hace 40 años el sabio e intelectual africano Amadou Hampâté Bâ, alma del reconocimiento y posicionamiento del valor de la oralidad para el conocimiento universal, en los escenarios internacionales de la Unesco. O como acertadamente anotara Libardo Arriaga Copete: “…En cantares rústicos, como quien mira en un espejo, el pueblo retrata su propia alma. Interpretarla, traducirla, es función eminente del poeta que puede acercarse a esa fuente sencilla y trivial y de ella extraer zumos de belleza [4]. Que fue lo que, justamente, hizo Miguel Antonio Caicedo Mena: relatar e historiar su propia cultura en casi un centenar de poesías folclóricas que, en conjunto, constituyen un verdadero tratado de chocoanidad.

Además de la inigualable diversión y el poderoso encanto que en sus lectores y oyentes ejercen, las poesías folclóricas de Miguel A. Caicedo funcionan como textos culturales, como memoria oral de la vida pueblerina, rural, comarcana, vecinal, y como crónicas precisas del mundo quibdoseño de la ciudad. Es decir, como relatos colectivos de aquella chocoanidad en virtud de la cual todo el mundo sabe lo de todo el mundo, todo el mundo se conoce, todo se cuenta para que todo el mundo lo sepa, porque todo lo debe saber todo el mundo: al fin y al cabo, parodiando al novel Gabo después Nobel, se trata de una antigua y extensa casa de por lo menos medio millón de parientes.

Dorita y la Seño Emilia Caicedo Osorio, hijas y herederas
del legado de Miguel A. Caicedo, el Poeta de la Chocoanidad.
Fotos: Facebook y Norma Londoño.
En justicia y coherencia con el legado de Miguel A. Caicedo, en memoria del Centenario de su Natalicio, las universidades y las entidades públicas y privadas del Chocó bien podrían asociarse para adelantar acciones conmemorativas y de reconocimiento a dicho legado, como las siguientes:
  1. Compilación, revisión, reedición y publicación de la totalidad de la obra impresa de Miguel Antonio Caicedo Mena; en un compendio denominado Colección Chocoanidad; colección esta que quedaría abierta para la inclusión de nuevas antologías, como una de Rogerio Velásquez, u obras individuales significativas, como Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, de Carlos Arturo Caicedo Licona.
  2. Compilación, revisión, remasterización y publicación en medio sonoro (discos compactos, USB) de la totalidad de las poesías costumbristas de Miguel Antonio Caicedo Mena que reposan en el archivo de Radio Universidad del Chocó; como parte de la Colección anteriormente mencionada. Las poesías no grabadas en su voz podrían ser grabadas por su hija Emilia Caicedo Osorio y por Rosita Lemos, Luis Enrique Blandón Wiedemann y Luis Demetrio Caicedo, quienes marcaron una época de este arte en Quibdó y en el Chocó.
  3. Realización de un Festival de Declamación de poesías folclóricas de Miguel Antonio Caicedo Mena, con la participación de la mayor cantidad posible de instituciones educativas del Chocó, en el Corregimiento de La Troje.
  4. Publicación de un libro en homenaje a la memoria de Miguel Antonio Caicedo Mena, con una selección de artículos de diversos autores, incluida su hija Emilia Caicedo Osorio, sobre diversos tópicos de la vida y obra del poeta.
  5. Celebración de un Foro Regional sobre la importancia y aportes de Miguel Antonio Caicedo Mena para la cultura de las comunidades negras de Colombia; en Quibdó, con participación de los autores del libro mencionado en el punto anterior y como acto de presentación de dicho libro.
  6. Construcción e instalación, en un sitio público de Quibdó, de un monumento a la memoria de Miguel Antonio Caicedo Mena; que incluya su imagen, datos biográficos y un fragmento de uno de sus poemas.
  7. Construcción e instalación, en un sitio público de La Troje, de un monumento a la memoria de Miguel Antonio Caicedo Mena; que incluya su imagen, datos biográficos y un fragmento de uno de sus poemas.
  8. Elaboración e instalación de sendas placas conmemorativas del Centenario de Miguel Antonio Caicedo Mena, en el Colegio Carrasquilla, en la Normal Superior y en la Universidad Tecnológica del Chocó, en Quibdó.
  9. Elaboración y amplia difusión, en los ámbitos local, regional y nacional, de un documental sobre la vida y obra de Miguel A. Caicedo; en coproducción entre la Universidad Tecnológica del Chocó, Señal Colombia y Telepacífico.
  10. Difusión semanal de un poema folclórico en la voz de Miguel Antonio Caicedo Mena, el mismo día y a la misma hora, a través de todas las estaciones de radio del Chocó; con una texto de identificación alusivo al Centenario del Natalicio, producido por Radio Universidad del Chocó o por Radio Nacional de Colombia.

La gratitud con quienes ponen su vida y su obra al servicio de su gente, como lo hizo Don Miguel, es un sentimiento que enaltece. Traducir la gratitud en gestos significativos y expresiones simbólicas trascendentes es el mínimo acto de justicia de los pueblos hacia lo mejor de su gente.



[1] En los siguientes vínculos se puede escuchar una pequeña muestra de poesías costumbristas del Maestro Caicedo:
·         La bogotana: https://www.youtube.com/watch?v=Xtt_xmon5d0.
·         La Razoncita: https://www.youtube.com/watch?v=NdrC4RFdnpE&t=38s
·         La soberbia vencida: https://www.youtube.com/watch?v=ceUSijCsq-M
·         Los discípulos de Baco: https://www.youtube.com/watch?v=tfbgZw6razY&t=200s

[2] Llerena Villalobos, Rito. La función poética en la canción folclórica. El caso del Vallenato. En: Revista Lingüística de Asolme (Asociación de lingüistas de Medellín). Vol. 1, N° 1, 1983. Pp. 39-50.

[3] Amadou Hampâté Bâ. El poder de la palabra. El Correo de la Unesco, agosto-septiembre 1979. Pp. 17-23. Pág. 17. En: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000074777_spa.nameddest=44650

[4] Arriaga Copete, Libardo. Citado por: Rivas Lara, César en: De Rogerio Velásquez a Miguel Caicedo. Quibdó, Gráficas Universitarias del Chocó, 1970. Pp. 90-95.

lunes, 19 de agosto de 2019


Efemérides
Crepúsculo en Quibdó. Foto: Julio César U. H.
Pródigo en efemérides es agosto para el Chocó. Se conmemoran tres hitos históricos: en el periodismo y la literatura regional, y en la investigación social y antropológica; así como se cumplen 26 años de la expedición de la Ley 70 o Ley de comunidades negras y tres años del último Paro Cívico Regional, gesta fructífera y digna en la que se le demostró nuevamente a Colombia que el pueblo no se rinde, carajo.

Foto: Julio César U. H.
El Chocó cada 7 días
Chocó 7 días, semanario cuya primera edición fue voceada en las calles de Quibdó un 7 de agosto, está cumpliendo 24 años de ininterrumpida labor. Una especie de odisea en un contexto como el de Quibdó y el Chocó, en donde la economía formal depende del sector público y del comercio, que vendrían a ser las únicas fuentes de pauta publicitaria para el sostenimiento de los medios; pero, que, en un caso, pretenden cooptar la independencia periodística a cambio de avisos; y en el otro no tienen tradición de estrategias publicitarias y pretenden pautar a precio de huevo.

Este hecho, por sí solo, evidencia lo significativo de la labor de Chocó 7 días, un semanario que, a pesar de las dificultades que ha vivido, circula cada viernes en las calles de Quibdó, en otros municipios del Departamento y en ciudades del interior del país; así como en Internet, en los últimos años. Chocó 7 días ha sido durante estos 24 años el lazo informativo de la chocoanidad que no habita en el Chocó con las cosas de su región. Es por ello oportuno agradecer esta labor y desearle a Chocó 7 días una vida tan larga como la que tuvo el ABC, de Don Reinaldo Valencia; y buenos augurios para que se cumpla su propósito de ser “un almácigo del cambio y la transformación regional”, como lo expresó en su Editorial conmemorativo de esta fecha.

Imagen tomada de Ensayos escogidos.
Biblioteca de Literatura Afrocolombiana.
Rogerio Velásquez y su negredumbre
Por otra parte, el 9 de agosto se cumplieron 111 años del nacimiento en Sipí de Rogerio Velásquez, el primer antropólogo negro graduado en Colombia y el fundador indiscutible de los estudios sobre raza y sociedad en las comunidades negras del país; a través de sus múltiples y rigurosos trabajos etnográficos, históricos y literarios. Su vida fue tan corta en el tiempo (murió antes de cumplir 57 años) como pródiga en aportes a las ciencias sociales y humanas. Conocer su obra debería ser un deber de todo chocoano: para empezar a hacerlo, los invito a que obtengan de internet una compilación de sus ensayos, publicada por el Ministerio de Cultura en el año 2010, como parte de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana. Se puede obtener en la Biblioteca Virtual del Banco de la República:

La recopilación y el prólogo de los ensayos de Rogerio Velásquez que conforman el libro son obra de Germán Patiño, el insigne investigador y escritor vallecaucano, el mismo que se inventó el Festival Petronio Álvarez. Tras las huellas de la negredumbre titula Patiño su excelso prólogo, en el cual explica el contexto de la vida y la obra de Rogerio Velásquez, su recorrido vital y sus aportes a las ciencias sociales y humanas del país. De acuerdo con Patiño, el aislamiento estructural al que Colombia sometió al Chocó desde su origen es la fuente y materia prima del trabajo de Velásquez:

“De acuerdo con su hija Amparo Velásquez Ayala, en algunos atardeceres, cuando paseaba con su padre, él les decía: «Al otro lado de la cordillera termina Colombia y a este lado comienza el Chocó». Esta conciencia de aislamiento, vigente hasta hoy, le entregó la materia prima para sus investigaciones y estudios. No vaciló a la hora de dedicar su vida a contarle al resto del país cómo era ese Chocó profundo, desconocido y despreciado. Tierra de negros y de indios supérstites, de humedad y calor, de oro y platino, de pobreza e injusticia social, que siempre ha sido mirada con desprecio por las elites que gobiernan el país. Es casi inexplicable que el Chocó todavía pertenezca al territorio colombiano y que sus gentes no hubieran aprovechado la secesión de Panamá para formar parte de la nueva república centroamericana. Desde luego, esta perspectiva aún puede suceder en Colombia, si aquel abandono contra el que luchó y escribió Rogerio Velásquez continúa vigente”[1].

Erudito, riguroso, detallista y sistemático en su producción ensayística, Rogerio Velásquez acuñó el concepto negredumbre, para referirse a la masa de negros que son objeto de su investigación, en una audacia semántica que relaciona negros con muchedumbre[2]. En dicho concepto, Velásquez incluye específicamente a la negritud doliente, abandonada, despreciada por Colombia, desconocida, civilmente inexistente hasta que llegaron los tiempos electorales y las cedulaciones para dicho fin; la negritud que habita los tremedales, los ríos cual arterias del sistema vital de la selva, bajo el gobierno de la Naturaleza, el rayo, la tempestad, la lluvia eterna, el sol tan majestuoso como candente sobre unas vidas que tienen sentido porque son vividas colectivamente, en familia extensa, en redes de parentesco, en comunidades, en grupos, en pluralidad. Todo lo cual, con precisión científica y con belleza literaria, retrató Rogerio Velásquez en todos y cada uno de sus ensayos, publicados en las revistas colombianas de Antropología y Folclor, en la revista de la Universidad de Antioquia y en el Boletín bibliográfico y cultural del Banco de la República… Imagínense ustedes la calidad de los trabajos y de los escritos de Rogerio Velásquez para que, desde el lejano y excluido Chocó, llegaran a las páginas de publicaciones como estas, que marcaron hitos editoriales en materia cultural en Colombia.

Miguel A. Caicedo, El Poeta de la Chocoanidad
Finalmente, el próximo 30 de agosto, viernes, se conmemora el Centenario del Nacimiento del Poeta de la Chocoanidad, Miguel A. Caicedo, quien nació en La Troje (corregimiento del Municipio de Quibdó), el 30 de agosto de 1919, sábado, y falleció en Quibdó, el 4 de abril de 1995.

Miguel Antonio Caicedo Mena (su nombre completo) es sin duda el más grande poeta costumbrista y folclórico del Chocó, escritor y poeta clásico, educador y maestro ejemplar, creador literario y promotor del patrimonio cultural y de la identidad de la región. Oportuno es rendirle homenaje de admiración y gratitud a quien con su vida y su obra contribuyó a la construcción de nuevos caminos para la educación del pueblo chocoano, el reconocimiento de su cultura y el fortalecimiento de su identidad.


Miguel A. Caicedo fue un educador, un maestro, en todo el sentido de la palabra; tanto por su calidad pedagógica como por la dedicación de su vida a la Educación, en la cual creía como formadora de hombres y mujeres de bien, con identidad cultural sólida, con valores humanos intachables y con ineludible compromiso en la transformación de las condiciones materiales de vida del Chocó hacia condiciones más equitativas y justas. Protagonizó como estudiante y como educador el proceso de transformación de la educación pública en el Chocó, de unas condiciones excluyentes por causas económicas y raciales, a un escenario incluyente que él mismo -como Licenciado en Filología y Lenguas Clásicas y Modernas- contribuyó a fortalecer a través de logros como la aprobación del bachillerato completo en el hoy centenario Colegio Carrasquilla, de Quibdó; y el enaltecimiento de la Normal Superior de Quibdó, como excelsa proveedora de maestros para todos los rincones de Colombia. Así como cofundador y profesor de la Universidad Tecnológica del Chocó y de la Normal Superior Manuel Cañizales; y como promotor, desde la Secretaría de Educación del Chocó –durante el gobierno de Carlos Hernán Perea- de la aprobación del ciclo completo de estudios en varios establecimientos educativos del Departamento.

Miguel A. Caicedo fue también un poeta clásico y romántico de altos quilates, inscrito en la tradición del Siglo de Oro español, la cual conocía al dedillo y la difundió siempre en su misión magisterial, como ejemplo del buen decir, del buen hablar, de la inspiración y de la creación en torno a la condición y a la vida humana. También fue narrador en los campos del cuento y de la novela, con tendencia a las narraciones edificantes, educativas, morales, a través de las cuales se reconocen sus dotes de escritor y se decanta su condición esencial de maestro.

En la línea de sus preocupaciones históricas, Caicedo documentó asuntos como el uso particular de la lengua española en el Chocó, la historia de la educación pública en la región y de algunos de sus adalides, la historia de Quibdó y del Chocó. Con su obra Manuel Saturio (El hombre), Caicedo exploró uno de los mitos fundantes de la chocoanidad moderna, el de Manuel Saturio Valencia, el último colombiano que sufrió la pena de fusilamiento; así como se aproximó a mitos fundantes de la chocoanidad rústica y premoderna, pues sus saberes y conocimientos como filólogo los utilizó Caicedo para indagar, explorar e investigar el habla popular chocoana y su producción oral como forma de arte, comunicación y documentación de su vida y de su cultura. De allí salieron publicaciones como Chocó, verdad, leyenda y locura; Del sentimiento de la poesía popular chocoana; Los cuentos de la abuelita; Poesía popular chocoana; Recuerdos de la orilla; y Chocó mágico y folclórico (Primer Premio de Alfabetización, 1.973, del Ministerio de Educación Nacional).

Como culmen y síntesis ontológica y literaria de su chocoanidad, Caicedo produjo un centenar de poesías costumbristas o folclóricas, que él mismo y sus hijas Eyda María y Emilia Caicedo Osorio declamaban y ponían en escena durante las décadas de los años 70 y 80; al igual que lo hacían estudiantes de secundaria de la época, como Rosita Lemos, Luis Demetrio Caicedo y Luis Enrique Blandón Wiedemann. En ese entonces, el Chocó entero, y después Colombia, asistieron maravillados al delicioso espectáculo de ver y oír fragmentos significativos de la vida del Chocó contados en cuestión de minutos, a través de cada una de estas poesías, que se hoy se conservan en el archivo sonoro de Radio Universidad del Chocó. Algunos títulos de estas son: Negra del bunde amargo, La bogotana, El parentesco, El bochinche, La pordiosera, La bichera, El médico de los brujos, Reveses del congeneo, El perrito rabón, Guabinadas, Los discípulos de Baco, La sabiduría de Remojao, El paraguas de María Ramos, La razoncita, La maestra ociosa, La pesca fugitiva, El rapto de Fermina, El cholo ladino, Las alcaldadas del Pollo, Dos gobernantes sedientos, La receta de Guabina, Bajameuno, La ramonera rezada, Llorá, negrito, llorá, El cholo de Remojao, Gajes de la subienda.

Miguel A. Caicedo no descansó ni un minuto de su vida en la tarea autoimpuesta de dar a conocer todo lo de su tierra: sus costumbres y personajes, el habla popular, la riqueza biológica y cultural, su historia. Fue hombre sencillo y sin tacha, campesino de origen, profesional admirable e inteligente en grado sumo, ferviente amante de su tierra y de su gente, de sus ríos y mares, de su selva, de su fauna, de su flora, de su biodiversidad, de su difícil y glorioso pasado, de su complejo presente, de su incierto futuro, todo lo cual constituyó el centro de su vida intelectual y profesional. Un siglo después de su nacimiento, la paz de la eternidad es la nota poética de su ser.




[1] Patiño, Germán. Tras las huellas de la negredumbre. Prólogo a Velásquez, Rogerio. Ensayos escogidos. Ministerio de Cultura, 2010. Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, Tomo XVII. 217 pp. Pág. 9-10.

[2] Ibidem, pág. 12.

lunes, 12 de agosto de 2019


Maternidades colectivas (II)
Doña Lucía Ortiz de Mena y la Señora Agripina Ligia Córdoba Palacios.
Fotos cortesía de sus hijos.

Soy uno de los 25 estudiantes del Curso 6° A que nos graduamos juntos como Maestros-Bachilleres en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, que era como se llamaba entonces nuestro colegio. Con dos o tres variaciones apenas, los veinticinco fuimos el mismo salón durante los seis años de secundaria. De ese total, por lo menos 15 habíamos hecho juntos los cinco años de primaria: con dos de estos cursé en el mismo salón once años (primaria + secundaria); con otros dos cursamos 10 años juntos; con algunos más, estuvimos 9 años en el mismo salón. Y así sucesivamente. De ahí que entre nosotros persisten lazos de cercanía y amistad que han resistido las distancias geográficas, los silencios largos y el paso del tiempo. Lazos que incluyen a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a nuestros padres; pero, especialmente, a nuestras madres, por los motivos que le dan vida al siguiente texto, fundamentalmente relacionados con el papel que ellas jugaron como madres de todos: las madres del salón.


Sus sonrisas eran tan hermosas y refulgentes como la flor del marañón atrateño cuando cae lentamente, con cadencias de rocío o de colorida caricia, sobre la tierra y el barro de los patios de las casas de esas orillas silentes del río abajo, en donde se escuchan la brisa vespertina, los cantos de treinta y nueve pájaros diferentes y el rumor complacido del agua cuando la hiende suavemente el canalete del boga que en la tarde regresa en su esbelta canoa, después de recoger los anzuelos, revisar las catangas y cortar una mano de plátanos para la cena de ahora y el desayuno de mañana. Sonrisas tan amplias que en ellas cabíamos todos. Sonrisas tan sinceras que era inevitable terminar pensando –contentos por el privilegio- que estaban dirigidas exclusivamente a uno. Sonrisas tan acogedoras que daban ganas de quedarse a su alcance el resto del día. Sonrisas tan cariñosas que uno -de verdad- sentía que ellas a uno lo querían.

Señoras Terecila Serna Ramírez y Gladys Córdoba de Lemos.  Fotos cortesía de sus hijos.
Del mismo espíritu y la misma sustancia que su sonrisa, estaba hecha su generosidad cotidiana, permanente, invariable, en virtud de la cual compartían con nosotros hasta lo que no tenían. Un poquito de jugo de badea, lulo o borojó. Un trozo de cocada asada, de cuca, de envuelto de choclo o de pan caliente. Una totuma de agua de lluvia. Un plato de arroz vacío, de arroz con queso clavado o de arroz con longaniza. Una sopa de queso o un poquito de atollado. Un chontaduro, unas cuantas pepas de árbol del pan o de guama, un zapote, una guayaba, un marañón biche o maduro, un tarro de caña. Un helado de cubeta o de copita. Un vikingo aguado, medio congelado o congelado del todo, del color que uno lo escogiera. Un pedazo de queso de huequitos o del desborinador. Un saludo, un consejo o una ayuda a tiempo. Su permiso completo y una o varias mesas para que invadiéramos sus casas con nuestras tareas, con nuestra inocente socarronería y con nuestra hambre de adolescentes galgos de los que se comían cada uno una libra de arroz. El tocadiscos, la radiola o el equipo de sonido para que ocupáramos la sala de sus casas con nuestras risas, nuestras amigas y nuestros bailes de muchachos (“Quítate tú pa’ ponerme yo” … “En mi Cuba nace una mata que sin permiso no se pue’ tumbá” … “Vamos a bailar la murga, la murga de Panamá” … “Soy como la brisa que, siempre de prisa, no, no anuncia su partiiiiida” …). Todo esto, además de la sonrisa. Y más, muchísimo más.

Astrid Henao de Bolaños, Teresa Hermosillo Rodríguez,
Modesta Rentería de Figueroa y Digna Gamboa de Moya. 

Fotos cortesía de sus hijos.
Eran amas de casa, maestras de escuela, empleadas de oficina, modistas o costureras de las de máquina Singer de pedal, fabricantes de golosinas o comidas caseras (“Se venden helados, hielo, vikingos y gaseosas”. “Hay hielo”). Eran madres de varios hijos, en algunos casos de todos los tamaños. Como vecinas eran inmejorables. Eran gente del pueblo: conocidas por todo el mundo, bastaban un par de referencias para que de inmediato las identificaran. Ser sus hijos era cómodo y gratificante, era lo más cercano al orgullo que todos teníamos, aparte de nuestras calificaciones impecables y nuestros premios por aprovechamiento, conducta y disciplina, que eran el orgullo de ellas. Y por eso, muchas veces, se les aguaron los ojos en los actos de clausura del año escolar, pues tanta penuria regada por ahí en la vida se mitigaba con las buenas noticias que venían en las libretas de calificaciones, en los premios y reconocimientos, en las matrículas de honor y en las becas escolares, en la certeza de que no seríamos nosotros ninguna fuente adicional de problemas o dificultades para ellas.

Y, como si todo eso fuera poco, nos admiraban, nos alentaban, nos apoyaban. Admiraban, por ejemplo, la frescura de nuestra amistad de muchachos, una amistad de futbolito y baño en el aguacero recorriendo el pueblo para encontrar los mejores chorros de los techos de las casas; una amistad de tareas, derroteros para exámenes finales y bodas o comidas caseras preparadas por todos con los ingredientes que todos aportábamos; una amistad de recreo compartido en el patio de la escuela; una amistad de caminadas y paseos a La Platina, a Duatá, a Guayabal, a Cabí, a Tanando, a Tutunendo. Y nosotros admirábamos las amistades de ellas, por su antigüedad y su solidez (De verdad, ¿ustedes se conocen desde chiquitas?); el reconocimiento del que gozaban en el pueblo, la facilidad con la que resolvían los problemas de la vida, sus habilidades manuales, lo bonito de sus letras, la dignidad y la limpidez de su pobreza, su capacidad para contarnos historias sobre la Historia local y regional.

Nos alentaban siempre a seguir como íbamos, a no perder el rumbo por nada del mundo, a ser siempre amigos (“La amistad es de las cosas más bonitas que uno puede tener en la vida”), a soñar con llegar a ser alguien en la vida, a pensar que las dificultades y obstáculos del momento desaparecerían algún día y que ellas estarían vivas para cerciorarse de que así fuera. Nosotros las alentábamos diciéndoles que, cuando fuéramos grandes y trabajáramos, ellas no tendrían de qué preocuparse, porque nosotros les íbamos a ayudar a ellas y a nuestros hermanitos y nuestras hermanitas, a quienes cargábamos y hasta hacíamos dormir; las ayudábamos con los mandados y los oficios de la casa, para que no se sintieran tan solas en medio de tantas obligaciones; y charlábamos con ellas, les preguntábamos de todo, les contábamos todo.

Ellas nos apoyaban cuando les contábamos lo que queríamos ser cuando grandes, así ya nos hubieran advertido que para estudiar en la universidad sí no había con qué, que nos tocaba salir a trabajar; nos apoyaban, incluso, en las temporadas más difíciles, cuando en algunas casas no había mucho que echarle a la olla y por eso ni se prendía el fogón; cuando había que fiar en las tiendas  y recurrir a la solidaridad de las vecinas y de las mamás de nuestros amigos para pasar la mala racha; cuando ellas mismas, por momentos, no tenían más ilusiones que las que usaban para cogerse el pelo.

Nos admiraban, nos alentaban, nos apoyaban. Con su sonrisa, con su bondad, con su generosidad, nos amaban y -en algunos casos desde la eternidad- nos aman aún esas mujeres: Zenobia Salcedo de Asprilla (mamá de William), Astrid Henao de Bolaños (mamá de Rafael), Agustina Ampudia viuda de Córdoba (mamá de Jhon), Doris Durán de Chaverra (mamá de Adinel), Modesta Rentería de Figueroa (mamá de Jhalton), Florina Cuesta de Flórez (mamá de Dagoberto), Omaira Osorio de García (mamá de Luis Fernando), Lilia Tapias de González (mamá de Saúl y de Wilson), Agripina Ligia Córdoba Palacios (mamá de Valentín Guerrero), Gladys Córdoba de Lemos (mamá de Jesús Wagner), María Antonia Andrade (mamá de Víctor Julio Machado) Aura María Mena Córdoba (mamá de Segundo), Lucía Ortiz de Mena (mamá de Jesús Alito), Ana del Carmen Moreno de Moreno (mamá de Dualber), Virgelina Mosquera de Moreno (mamá de Melquisedec), Delfa Arce viuda de Mosquera (mamá de Jesús Erwin), Terecila Serna Ramírez (mamá de Jesús Alberto Moreno), Digna Emérita Gamboa de Moya (mamá de Jesús Alexis), María Tránsito Romaña (mamá de Fidelino Palacios), la mamá de José Ramírez Mosquera (a quien no conocimos porque ya no vivía cuando estudiamos con su hijo), Victoriana  Palacios Mena (mamá de Jairo Rentería), Francisca Moreno de Tréllez (mamá de José Mosley), Teresa Hermosillo Rodríguez (¡mi mamá!) y Zulma Morantes (mamá de Carlos Alberto Valdez).

¡Loada sea la memoria de estas mujeres, que dejaron su huella vital en nuestro ser! Gracias a ellas, en lo más alto del cielo de nuestras vidas siempre habrá un barrilete colorido como la esperanza, batiendo su larga cola, alegre como una ilusión.

lunes, 5 de agosto de 2019


Maternidades colectivas (I)
20 de los 25 integrantes del Salón, en la Normal de Quibdó, el 28 de diciembre de 2017.

El grupo de 25 estudiantes del cual formé parte, que terminamos juntos la enseñanza secundaria en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, como se llamaba entonces, fuimos el mismo salón –con dos o tres variaciones apenas- entre 1° y 6° (actualmente 6° a Once, inexplicablemente sin el ordinal). Y de todos, hay un grupo de por lo menos 15 que, con ligeros cambios de grupo, hicimos juntos los cinco años de primaria. Con dos de ellos, Jesús Alito Mena Ortiz y Adinel Chaverra Durán, cursé los once años en el mismo salón; con Rafael de Jesús Bolaños Henao y Jesús Alexis Moya Gamboa cursamos 10 años juntos; con Jhalton Figueroa Rentería, 9 años. Y así sucesivamente.

De modo que imagínense los lazos que pueden haberse generado entre muchachos que pasamos juntos tantos y tan importantes años de nuestras vidas; no solamente en la escuela y el colegio, que duraban todo el día de lunes a viernes, sino también en actividades de fin de semana y, muchas veces, en las noches, cuando -además de condiscípulos- éramos vecinos. Estos lazos se extendieron a nuestras madres, algunas de las cuales se conocían desde mucho antes, cuando nosotros no alcanzábamos a ser ni siquiera un pensamiento de amor en sus vidas. Y por ello, cada muerte de una de ellas es para nosotros un acontecimiento que nos lleva a la historia compartida de nuestras vidas. 

Mamá Mode
La señora Modesta Rentería Cuesta de Figueroa era Maestra. Este sábado 3 de agosto de 2019 la acompañamos hasta el Cementerio San José, de Quibdó, en donde su cuerpo fue inhumado, en medio de la natural tristeza de sus hijas, de sus hijos, de toda su familia, de su hermano Carmelo, ese cedro de la chocoanidad, cuya reciedumbre estaba conmovida cuando llegó a la Catedral San Francisco de Asís del brazo de su hija Nigeria, quien mediante palabras escritas con la sencillez y la belleza propias del amor se despidió de su querida tía hasta que las lágrimas llegaron a sus ojos.

Funeral de la Señora Modesta, en la Catedral San Francisco de Asís, de Quibdó,
03 de agosto de 2019. Su ataúd es el de la derecha. Foto JCUH.

Cuando la conocimos, la Señora Modesta trabajaba en una escuela que se llamaba la Anexa Departamental, contigua al edificio principal de la entonces denominada Escuela Normal Superior para Varones, de Quibdó; en el monte de atrás, por el caminito que nos conducía al río Cabí. Era una escuela en la que, por razones que nunca supimos, solamente había un montón de cursos del grado 5° y no había ninguno de los demás grados. Aunque era maestra, siempre fue cómplice de nuestras pequeñas faltas escolares, tan insignificantes e ingenuas que hasta risa le daba cuando llegábamos –entre preocupados y asustados- a contarle nuestras pilatunas, mientras ella se fumaba un Pielroja sin filtro. Y se reía, con sus dientes blancos y disparejos, con sus pequeños ojos negros iluminados, con sus peinados de trencitas a la antigua, cuando las mujeres no se alisaban su pelo, sino que sacaban el tiempo para peinárselo bien peinado y lo lucían con la misma naturalidad con la que lucían sus ojos o sus manos o sus piernas o cualquier otra parte de su cuerpo, con la misma naturalidad con la que guardaban monedas entre los pliegues de las trenzas más gruesas, aquellas que se sostenían con unas pinzas muy
Ilusiones
sencillas, negras, que tenían un nombre tan bello que uno no puede menos que felicitar por su ingenio al publicista que eligió esta palabra como marca de un adminículo al parecer tan baladí: Ilusiones. Vaya a la tienda y me compra una ilusión, mandaban las mamás a sus hijos. Mi mamá que haga el favor y me venda una ilusión, pedían los hijos al tendero. ¿Tenés ilusiones, que me prestés una?, se decían entre vecinas. Ilusiones.

A la luz de los años que han pasado, he terminado imaginándome a la Señora Modesta como una especie de consejera y asesora previa o ex-ante (Advisor, podríamos también decir) de nuestra niñez, que nos preparaba para el inevitable encuentro con nuestras mamás, ese tenso e intimidante momento en el que –llegados a nuestras casas, nosotros, que éramos un dechado de virtudes- tendríamos que contarles por qué llegábamos a esa hora, si a esa hora debíamos estar en clase; y –peor aún- que nos habían rebajado en Conducta y en Disciplina porque nos habíamos volado de clase para ir a ver a Esmeralda, aquella telenovela de Venevisión de la cual lo sabíamos todo: que Delia Fiallo, una cubana que vivía en Venezuela, era la libretista; que el actor que hacía del Doctor Juan Pablo Peñalver (hijo del desalmado Rogelio Peñalver) se llamaba José Bardina y que se llamaba Lupita Ferrer aquella actriz, tan hermosa como una ilusión (pero, no de las de pinza del cabello), que hacía el papel de la joven ciega Esmeralda Rivera, cuya belleza no alcanzábamos a describir con el vocabulario del que disponíamos en ese momento, cuando teníamos entre 12 y 13 años.

Lupita Ferrer y José Bardina,
en Esmeralda.
Por supuesto, la telenovela de la transgresión escolar la veíamos allá en su casa del barrio Niño Jesús, que quedaba a escasos 5 minutos de la escuela. Una casa que, con el tiempo, se volvió de todos nosotros, los condiscípulos de Jhalton, su segundo hijo, quien fue el culpable de que nos mantuviéramos ahí metidos, incluso los fines de semana. Allí las puertas siempre estaban abiertas y el televisor prendido para que viéramos las telenovelas, como Esmeralda, y series norteamericanas como Viaje al fondo al mar o Perdidos en el espacio o Viaje a las estrellas. Allí la cocina siempre estaba disponible para nosotros, para que hiciéramos esas comidas colectivas de amigos, que se llamaban bodas, que cocinábamos entre todos y para las que cada uno llevaba los ingredientes que pudiera llevar. Cuando la Señora Modesta veía que la receta tenía algún grado de complejidad por fuera de nuestro alcance, de inmediato intervenía: como aquellas veces en las que comprábamos en la orilla del río varias ensartas de sardinas comunes o de rabicoloradas y dos o tres plátanos y ella nos hacía la respectiva fritanga o cocinaba bananos verdes para acompañar esos manjares crujientes que eran las sardinas.

El culmen de la complicidad de la Señora Modesta con nosotros fue aquella inolvidable mañana, hacia las 9 y media, cuando ya habíamos terminado la primaria y estábamos en el último grado de la secundaria (6° entonces), rumbo hacia el título que nos entregarían como primera promoción de Maestros Bachilleres de la Normal de Quibdó. Fuimos llegando en grupitos a la casa, hasta completar casi los 25 que conformábamos el salón, los mismos que habíamos pasado juntos los seis años de la Normal y varios que veníamos juntos desde Primerito de primaria; lo cual nos hacía un grupo compacto, compañeros de niñez, hermanos de la vida, amigos de todos los momentos de aquella vida pueblerina de aquel Quibdó en donde por las noches todavía hacía silencio.

No sabíamos cómo empezar a contarle a la señora Modesta lo que nos había pasado; pero, había que hacerlo. -Nos echaron, empezó no me acuerdo quién. -Y no podemos volver al colegio hasta el lunes (era miércoles) y debemos ir con los acudientes, añadió otro (siempre en la Normal hablaban de los acudientes, cuando las únicas que siempre acudían eran nuestras mamás). -Y si el problema no se arregla no nos dejan graduar y avisan a la Normal de Istmina y a la de Tadó y a las demás normales del país para que no nos den cupo, remató alguien más. Y Bolaños y yo le explicamos que era que nos había dado por apilar las sillas del salón, poniéndolas una encima de otra hasta que la torre tocaba el techo y se tambaleaba con muchas posibilidades de caerse; como parte de una protesta que incluía unos letreros que habíamos puesto en las columnas de los pasillos del primer piso, en los cuales manifestábamos nuestro descontento porque la cancha de fútbol de la Normal, que toda la vida había sido nuestro patio de recreo, nuestro campo deportivo, donde recibíamos las bastas clases de Educación Física con Efracho, uno de nuestros sitios de no hacer nada, se la estaba apropiando Coldeportes, la había cercado y no teníamos acceso a ella, como si fuera de ellos y no de nosotros, dizque porque allí iba a quedar el estadio de fútbol de Quibdó. Y eso no nos parecía justo con nosotros ni con la Normal, que perdía su cancha y a cambio no recibía nada.

La Señora Modesta nos escuchó, sin más interrupciones que las necesarias para precisar uno que otro dato del relato. Y nos dijo que la cosa sí era muy grave, que estaba muy preocupada, que no nos podían hacer eso porque entonces qué sería de nosotros, si no nos graduábamos. Nos dijo que era nuestro deber ir a contarles a nuestras mamás y que ellas iban a hacer todo lo posible para que no nos pasara nada. Nosotros no éramos conscientes de lo asustados que estábamos. Salimos en grupitos hacia nuestras casas y les contamos a nuestras mamás. Y ellas –como la Señora Modesta- también se preocuparon mucho y también dijeron que no nos podían hacer eso. Y hablaron entre ellas, quién sabe qué, sobre la reunión a la que tenían que ir el lunes, en donde se iba a decidir nuestro futuro. Yo recuerdo que mi mamá, Teresita, habló con su amiga de infancia, Astrid, la mamá de Bolaños; y con la Señora Digna, la mamá de Moya.

Finalmente, no nos pasó nada de eso. Nos graduamos un 7 de diciembre. Nuestras mamás, que a lo largo de los años de escuela y colegio habían terminado siendo tan amigas entre ellas como amigos éramos nosotros, fueron muy felices, quizás un poquito más que nosotros. Nos organizaron una comida en la casa de Melqui (donde Mamá Ina y Mamá Pacha) que quedaba al frente de la casa de Moya, esa casa donde la señora Digna tantas veces también nos había hecho sentir como en nuestra propia casa.

Sepelio de la Señora Modesta.
03.08.2017
Cuando el sacerdote asperjó por última vez agua bendita sobre el ataúd dentro del cual iba rumbo al cementerio la Señora Modesta, ahí en la puerta principal de la Catedral, eran las tres de la tarde pasadas. El sol había empezado a amainar, como para hacernos más llevadero el recorrido fúnebre. Viendo a Jhalton y a Juancho, a Mencho, Alba y Carlitos, y recordando al Chino, pensé que habían sido nuestros hermanitos y hermanitas en la infancia. Me sentí inmensamente afortunado de haber conocido a la Señora Modesta y haber sido beneficiario de su generosidad, de su hospitalidad y de su cariño, que en poco tiempo nos llevaron a todos los del salón a llamarla Mamá Mode. Y recordé la risa que a ella y a mi mamá les daba porque Jhalton y yo, durante tres años, tuvimos idéntica la letra, al punto que una vez Pacho Díaz nos acusó de haber intercambiado nuestras pruebas en un examen de Psicología: -como si estos dos muchachos necesitaran de eso, le dijo Modesta a mi mamá, quien estuvo a punto de hablar con el Rector de la Normal, Don Jorge Valencia Díaz, para decirle que le dijera al profesor que respetara, que Jhalton y yo no éramos ningunos pasteleros.