17/03/2025

 Buscamos un puesto en la sociedad, 
dado que ya lo tenemos en la Naturaleza

Fragmento del prólogo 
de Carlos Calderón Mosquera
a El Chocó por dentro
de Carlos Arturo Caicedo Licona

Carlos Arturo Caicedo Licona (Quibdó, 1945-2023) no pudo haber encontrado mejor prologuista para su primer y maravilloso libro de ensayo, El Chocó por dentro, que el prominente intelectual, lúcido militante y disciplinado investigador, escritor y profesor universitario Carlos Calderón Mosquera (Condoto, 1927 - Cali, 2012). FOTOS: El Guarengue y Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
Introito (de El Guarengue)

En 1980, en la introducción a su libro El Chocó por dentro, Carlos Arturo Caicedo Licona escribió: “Este escrito no va para los eruditos, va para los de nuestra condición. Puede ser leído en cualquiera de nuestros ranchos y guardado detrás de la lamparita que ilumina el chisporroteo quejoso ofrendado a los dioses para que detengan los martillazos lacerantes en nuestros estómagos vacíos”.[1] Y a fe que esa era la sincera, honesta -e incluso un tanto cándida- aspiración intelectual en la que se fundamentó su debut como escritor, que ya se había fogueado en el periódico Saturio: que cada uno de sus textos fuera semilla que brotara en la tierra fértil de la conciencia orillera de las gentes del Atrato, del San Juan y del Baudó, del Pacífico y del Caribe, y germinara en procesos de lucha contra el congelamiento intencional de las fuerzas productivas en el Chocó (una de las tesis principales de su libro), sometiéndolo a ser simple enclave proveedor de metales preciosos y materias primas; y en reivindicaciones colectivas a favor del reconocimiento de la nación afrochocoana (otra tesis central de su libro) como una nación dentro de la nación colombiana. A través de estos procesos y reivindicaciones, y de obras de valía, como el canal interoceánico Atrato-Truandó, sostiene Licona, el Chocó encontraría una salida a la encrucijada histórica de su ausencia total en las agendas del desarrollo de la nación colombiana, cuyas élites clasistas y racistas lo han excluido y segregado desde siempre.

Dios los cría y ellos se juntan, podríamos decir, pues Carlos Arturo Caicedo Licona no pudo haber encontrado mejor prologuista para su primer y maravilloso libro de ensayo que el prominente intelectual, militante lúcido y sagaz, disciplinado investigador, escritor y profesor universitario Carlos Calderón Mosquera (Condoto, 1927 - Cali, 2012). Al igual que, dos años después, encontraría en Daniel Valois Arce (Tadó, 1910 - Medellín, 1989), otra figura intelectual cimera de la chocoanidad, el mejor intérprete de su primera obra literaria: Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, para que escribiera la sucinta presentación de contraportada de la primera y también única edición del libro…

Carlos Calderón Mosquera, haciendo gala de su conocimiento y de su formación intelectual sólida e integral, en universidades colombianas y extranjeras, escribe un prólogo que no solamente guía al lector por los vericuetos contextuales, históricos y políticos del libro El Chocó por dentro, de su tocayo y amigo, discípulo y colega, Carlos Arturo Caicedo Licona. Además, a la altura y más allá de los planteamientos del libro, le regala a la chocoanidad una síntesis precisa, bien escrita y plena de lucidez, de los factores estructurales determinantes de la compleja y dura historia de esta sociedad regional; complementando así el retrato que Caicedo Licona nos pinta con trazos firmes y determinados en su sensato análisis, que tiene mucho de clarividente, visto los acontecimientos que posteriormente conducirían a la expedición de una nueva Constitución Política y a la expedición de la Ley 70 de 1993.

Se cumplen en agosto 80 años del natalicio del intelectual, escritor y profesor universitario chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona (Quibdó, 12 de agosto de 1945 – 19 de junio de 2023), de cuya muerte conmemoraremos dos años el próximo junio. Y se cumplen y se conmemoran sin que ninguna institución o entidad, ni pública ni privada, ni regional ni nacional, ni comercial, ni administrativa ni cultural o educativa, haya dicho esta boca es mía o haya levantado la mano para liderar la mínima retribución que se le debe al Maestro Licona por su enorme e invaluable aporte al análisis de la realidad del Chocó y a la literatura de la región: la reedición de su obra completa o de alguno de los títulos más representativos de la misma, cuyos costos serían tan ínfimos como que su recuperación o retorno estarían asegurados por la venta inmediata de todos los ejemplares de cada tiraje; del mismo modo que ocurriría con cada uno de los autores de la Biblioteca de la Chocoanidad, que hemos venido proponiendo y para cuya organización y puesta en marcha estamos listos en El Guarengue-Relatos del Chocó profundo®.

Señoras y señores: de Carlos Calderón Mosquera, en El Guarengue, los principales apartes de su prólogo a El Chocó por dentro, de Carlos Arturo Caicedo Licona; un prólogo tan elocuente y relevante, como revelador e histórico es el libro al cual corresponde. Disfrútenlo y, por su bien, léanse el libro.

Julio César U. H.
15 03 2025

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 Prólogo de Carlos Calderón Mosquera 
a El Chocó por dentro, 
de Carlos Arturo Caicedo Licona.
FRAGMENTO

El Chocó por dentro es el libro que las gentes estudiosas del Chocó y de Colombia, especialmente la juventud, estaban esperando de la inteligencia y la sabiduría de Carlos Arturo Caicedo Licona […] Caicedo Licona es un estudioso, no solo de las ciencias propias de su profesión, sino también de la historia, la sociología, economía y demás ciencias sociales. Ha fundado una casa de la ciencia y de la cultura en la ciudad de Quibdó, el Centro de Investigación “Manuel Saturio Valencia”,[2] que será la antorcha que los chocoanos encenderán, o que les servirá de guía en la liberación de su nacionalidad.

[…]

El libro que nos ocupa busca crearle al pueblo, a la juventud chocoana, conciencia de lo mucho que el Chocó le ha dado a Colombia y de lo poco o nada que ha recibido. De la deuda inmensa que tiene la nación colombiana para con la nación chocoana, injerta en ella, por cuidarle esta esquina oceánica. Es un libro histórico. ¿Acaso el mundo no nos mira? ¿Qué región de Colombia, y del orbe, tiene esta posición geográfica, rica en hechos? De riqueza a granel se puede hablar; que si se explotara racional y científicamente sería un gran aporte a la vida nacional.

[…]

Como el gobierno central, con su cohorte de burócratas, no permite, como no ha permitido durante centurias, nuestro adelanto, precisa entonces estudiar que se nos den instituciones. En el marco de la vida nacional mayor autonomía. Hoy no tenemos ninguna. Que se nos dé un estatus parecido al que reclaman vascos y catalanes, en la vieja España. […] Puede que andando solos alcancemos lo que no hemos logrado en muchos años de espera. Los pueblos y los hombres superiores, y todos los pueblos y hombres lo son, ante un reto se agigantan. Viviendo la verdad debemos cambiar. La integridad no se puede hacer mientras unas pocas regiones, unas pocas personas, vivan en la opulencia y una gran mayoría viva en la miseria, en medio de grandes recursos. La juventud del Chocó y de Colombia tiene ante este libro un compromiso. Su deber es estudiarlo. Analizarlo. Interpretarlo como una herramienta, y otras que ya se tienen y vendrán, para transformar nuestra condición de colonizados por la de hombres libres. No en la fraseología barata de los políticos de elecciones, sino en la profunda realidad que los tiempos de hoy y de mañana demandan. De cambiar, repetimos, nuestra condición de dependencia, de opresión, de coloniaje, de explotación, por la liberación integral. Liberación que debe empezar por el hecho económico, sin lo cual no hay libertad política. Como se ha olvidado la integridad de todo lo expresado, asistimos a un oportunismo que está cambiando el esfuerzo del pionero por la recompensa del lacayo. […] El deber de todo chocoano es ser revolucionario, se lo han dicho la realidad y el mismo presidente de la república. Para los temerosos de la furia legalista ante una situación revolucionaria, los remitimos a lo anterior. Ya tenemos, por lo mismo, la patente para luchar por nuestra nacionalidad. ¿Cuáles son las bases de dicha nacionalidad? La historia. La geografía. La situación geopolítica. La raza, las costumbres. Haber vivido y padecido juntos cuatro siglos de espera. Nuestros abuelos fueron traídos de África y al Chocó entraron en 1670, por la selva de Cartago a Nóvita, como a Tadó, donde existían reales de minas. Después de muchos años, llegaban los primeros negros, cruzando el istmo de San Pablo, a las orillas del Atrato. Padecimos afrentas colectivas. Afrentas que persisten con el trato que nos da el capitalismo antioqueño y la burocracia de la metrópoli ubicada en Bogotá, desde la época de los virreyes.

[…]

Buscamos un puesto en la sociedad, dado que ya lo tenemos en la Naturaleza.

Si nos dejaran solos en la lucha por encontrar nuestro puesto en la sociedad, dado que ya lo tenemos en la naturaleza, podríamos hacernos a un “hábitat” económico, político, científico y humano. El Chocó tiene un retraso de más de cien años, en relación con otras partes intermedias del devenir colombiano. Por eso, la Universidad Tecnológica del Chocó “Diego Luis Córdoba” convoca a la juventud -lo mismo que el libro de Caicedo Licona- a hacer grandes cosas, dando la herramienta precisa para hechos concretos, partiendo de realidades concretas. Después de muchas luchas, de esperar, espíritus avizores arrancaron al sistema este instrumento, de donde debe estar alejada la politiquería, que tanto daño nos hace; su reestructuración se hace indispensable y ello traerá muchos bienes. Como vanguardia de un nuevo humanismo, de la nueva cultura y ciencia que nace en medio de la selva. Cual portador es el hombre negro, y el hombre de otras escuelas que quiera venir a construir con nosotros, no a destruir, como ha sucedido en el pasado y está sucediendo ahora.

En realidad, existe en Colombia un racismo larvado. Que no da su nombre. Pero muestra sus hechos. Desde los días de la colonia, al negro, al indio, al blanco pobre se les ha mantenido alejados de los centros de poder. Y la condición de raza, la explotación y la degradación palpable, se añade a la explotación como clase. La mujer negra e india es víctima de tres tipos de discriminaciones, Por negra e india, por pobre y por mujer. Con la liberación de estas razas, vendrá la liberación de clase. O al contrario, como quiera interpretarse. En Colombia, como en los Estados Unidos de Norteamérica, el imperio, la cabeza, al negro o al indio, es el primero en quitársela, así los empleos en época de crisis, y el último en dársele. El capitalismo vive de crisis en crisis hasta su debacle final. Un sistema que no da pan, techo, escuela, sanidad a su pueblo, no tiene derecho a regir su destino. Hay que enviarlo al basurero de la historia. Todos, absolutamente todos, nos dice Caicedo Licona, deben agruparse para el cambio. Los derechos no se mendigan, se conquistan luchando, le grita Antonio Maceo, el negro cubano, a los mambises.

El progreso del Chocó y de Colombia ha sido detenido deliberadamente. Por eso, los campesinos y los obreros, junto a los intelectuales, tienen la misión histórica de iniciar el cambio de las estructuras. En una palabra, el hombre nuevo tiene expresión por medio de esas voces. Carlos Arturo Caicedo Licona denuncia a sus hermanos de Colombia y del mundo el maltrato. Y cita a tres hombres guías de nuestro acontecer histórico: Manuel Saturio Valencia, precursor de la nueva nacionalidad; Diego Luis Córdoba, el primer Córdoba antiimperialista, que en la década del 30 al 60 levanta su voz solitaria en un congreso castrado por la burguesía y denuncia el trato infame de la Chocó Pacífico, una de las multinacionales que tanto daño nos han hecho y cuyas secuelas por ahí dan trato engañoso todavía. Y Rogerio Velásquez, el historiador del quehacer de nuestro pueblo, cuyas obras son testimonio consagrado al nuevo evangelio del cambio. Si esa generación heroica, sensible a las luchas de su tiempo, cumplió con su tarea, a esta generación con mejores herramientas le toca realizar lo que nuestros abuelos no pudieron hacer por las limitaciones de antaño. A fe nuestra, que es hermosa la brega. Y si derrotados una vez, tres y más veces, volvemos a la carga, se llegará a la cima. Entre las fuerzas del privilegio que luchan por su permanencia y las nuevas fuerzas que avanzan hacia el porvenir no cabe el reposo. Son antagónicas. Son contradictorias. Las contradicciones son revolucionarias. Por eso son las parteras de la historia.

Ese día, la nación chocoana se pondrá en marcha. Ellos, los colonialistas, los burócratas decadentes, raposas jurídicas, están sembrando vientos. Nosotros seremos, ya estamos siendo, la tempestad. La pobreza, la gran riqueza y la democracia son elementos incompatibles en cualquier sociedad. Es esta la respuesta para muchas personas que ven la libertad en el vacío. Un pueblo libre siempre rehusará aceptar una pobreza que pueda evitarse. Para salvar y acrecentar la libertad, es preciso terminar con la pobreza, fruto de la injusticia. No hay otra solución. Es el único camino.

[…]

El libro El Chocó por dentro es un libro político doblado de científico. Estudiarlo es un imperativo de la hora en que nos ha tocado vivir.



[1] Caicedo Licona, Carlos Arturo. El Chocó por dentro. Editorial Lealon, diciembre de 1980. 120 pp. Introducción, pág. 20.

[2] N.B. El comité directivo del Centro Cultural Manuel Saturio Valencia, como lo registra el propio Licona en su Introducción a El Chocó por dentro, estaba integrado por los siguientes profesionales chocoanos: Ramón Contreras, Gerardo Enrique Mosquera, Salomón García Córdoba, Alberto Moreno Chaverra, Eduardo Henry Salas, Clímaco Maturana Pino, William Valencia M., Eccio Crisanto Asprilla, Fernando Quejada.

10/03/2025

 Madolia de Diego 
Una chocoana memorable

*Madolia de Diego Parra (Quibdó, 30 de julio de 1937 - Medellín, 30 de abril de 2017). FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Quien la veía ahí tan fresca y desprevenida, parada o sentada en el andén de su casa del barrio César Conto, saludando por su nombre, apellido o apodo a todo el que pasaba por la calle y endilgándole un comentario pícaro y jocoso, un saludo afectuoso y saludes para la familia; casi nunca se imaginaba que Madolia de Diego Parra, esa mujer tan conocida por todo el mundo en Quibdó, Chocó -ciudad donde nació en julio de 1937-, había formado parte de un grupo nacional de folcloristas gracias al cual “se crearon y se fundamentaron los hitos fundacionales de las danzas, ritmos, cantos y músicas que representan a Colombia hoy”.[1]

De rostro bonito y de gracejo repentino; de sonrisa sincera e inolvidable; de pelo chonto, con el afro más o menos alto o rebajado, según la luna y la ocasión; sin ínfulas de nada, más que de buena gente; Madolia, la Mana, dedicó su vida a cultivar las artes para conservar y enriquecer la tradición cultural y folclórica chocoana que de sus mayores había heredado en cuanto a música y danza, canto y poesía, religiosidad y oralitura. Era aún una adolescente cuando Manuel y Delia Zapata Olivella la reclutaron para la histórica agrupación de talentos del Caribe y del Pacífico que recorrería medio mundo (Francia, España, Alemania, Checoslovaquia, Rusia y China) mostrándole al otro medio que en Colombia y en América había más gente y más cultura de la que usualmente se creía…: “Leonor González Mina, de Robles, Valle del Cauca; Madolia de Diego, de Quibdó, Chocó; Teresa Gutiérrez, de Riohacha, Guajira; Julio Rentería, de Tadó, Chocó; Juan Lara, Antonio Fernández y José Lara, de San Jacinto; Lorenzo Miranda, de San Basilio de Palenque; Salvador Valencia, de Guapi; Roque Arrieta y Erasmo Arrieta, de Mahates, y Óscar Salamandra, de Quibdó”.[2]

Cantadora

Madolia cantaba alabaos y arrullos, salves y santodioses, romances y aguabajos, y escenificaba ritos fúnebres de velorios y gualíes o chigualos: en 1989, en las Jornadas Populares de Cultura que se realizaron en todo el país con el auspicio del PNR y Colcultura[3], su grupo de alabaos marcó un hito nacional desde Quibdó. En el archivo sonoro de Vanderbilt University, en treinta y siete minutos de grabación, Madolia explica de viva voz en qué consisten los velorios de los niños en el Chocó, por qué se mueren, cómo se les despide en su tránsito de ángeles hacia la eternidad e interpreta bellamente, con un grupo de cantadoras, algunos de esos cánticos fúnebres.[4]

“Desde niña estuve entre mayores. Mi papá nos llevaba a Munguidó a fiestas y velorios, reuniones en las cuales los niños alternan con los mayores; se aprende mucho en estos encuentros. Fui una enamorada de las flores y del culto a los difuntos, aprovechaba los muchos jardines que existían en Quibdó para recoger flores y armar ramos para los sepelios y tumbas de personas conocidas. Tenía una gran sensibilidad por estos acontecimientos”, cuenta Madolia sobre los orígenes de su encanto con la tradición del rito y del canto.[5]

Y se refiere también a las influencias que recibió en el propio Quibdó y comunidades rurales cercanas para desarrollar esta vocación artística y cultural: “Otra de mis fuentes de aprendizaje fueron los alumbramientos de los santos y de la cruz que se celebraban en algunos sectores de Quibdó, como en la casa de María Isabel, conocida como la Cuca, en el barrio Roma; estos rituales incomodaban a los sacerdotes. [Así mismo] Mi madre y mi tía Loreto me llevaban a Samurindó, a Guayabal, lugares donde mi tía alternaba con otros cantadores y me sentía orgullosa de su melodiosa voz”.[6] Y remata su testimonio reconociendo la valiosa influencia que en su quehacer en este campo tuvo una de sus mentoras iniciales: “La presencia de Delia Zapata Olivella en mi vida como cantadora y compositora de alabaos fue determinante; aprendí con ella a hacer mis propios montajes”.[7]

Compositora y narradora

Madolia de Diego y Eyda Caicedo Osorio, 
poeta, escritora, folclorista y compositora. 
FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Madolia también componía canciones de diversos géneros musicales del Chocó y del Pacífico, cuyas versiones originales arreglaba con la polifonía de su propia voz como único instrumento, mientras sus manos chocaban entre sí, percutían en el aire o sobre la tabla gastada de una vieja mesa de madera… La institucionalidad cultural de Colombia y del Chocó deberían establecer con certeza, lejos de suposiciones y atribuciones de conveniencia, cuántos y cuáles temas musicales compuso Madolia, y recuperarlos en su totalidad para el pentagrama y el cancionero regional. Son parte del patrimonio musical del Chocó.

Madolia contaba, como si las hubiera vivido todas, anécdotas de cuanto tema uno hablara con ella: pesca y subienda, agricultura y cosecha, cholos y libres, maldiciones, brujerías y bebedizos, minería y enamoramientos, fiestas y sepelios, arrecheras y corrinches, tiempos de ayer, de hoy y de mañana… de todo como en botica… Lástima no haberle grabado todas las ocurrencias: de ellas habría salido un divertido libro, gran parte del cual contendría elementos importantes sobre las prácticas culturales y sobre la Historia de Quibdó y del Chocó.

Coreógrafa, danzarina y directora

Gracias al trabajo de Madolia de Diego Parra, las danzas folclóricas del Chocó, cuyos pasos, planimetría, cadencia, vestuario, interpretación y actuación tanto contribuyó ella a estandarizar, recibieron múltiples reconocimientos regionales, nacionales e internacionales. No hubo festival folclórico en el que no triunfaran los grupos de danzas folclóricas que Madolia dirigió, unas veces ganando concursos, otras siendo declarados fuera de concurso, como en Ibagué y en Medellín, en 1969 y 1971.

El triunfo de un grupo chocoano orientado por ella en el Concurso Folclórico Nacional de Polímeros Colombianos (Medellín) fue una de las más grandes alegrías que haya tenido el Chocó en su historia reciente y que la chocoanidad entera, sin distingos de edad, celebró como su propia victoria. Dicho concurso y el Reinado Nacional del Folclor (Ibagué), así como la creación -por parte de chocoanos- de grupos folclóricos en la Universidad Nacional y otras universidades e instituciones en Bogotá; son hitos de la historia de la danza y de la chirimía chocoana que marcan su irrupción en la escena musical y folclórica de Colombia, en las décadas de 1960 y 1970. Madolia de Diego Parra formó parte sustancial de este glorioso momento de la historia del folclor chocoano, hoy venido a menos y medio nublado por rarezas frenéticas como un baile que con razón llaman exótico

Coplera y poeta

Madolia -me consta- improvisaba coplas atrateñas (cuartetos octosílabos) con envidiable facilidad y gracia. Con ella y con Gache, una mañana, improvisamos un pequeño torneo, en el cual la Mana nos dejó regados a mi comadre y a mí, que no atinamos más que a morirnos de la risa. Ocurrió un día de mediados de 1990, cuando Graciela Quejada Córdoba (Gache), que era una de sus amigas entrañables, me acompañó a proponerle a Madolia que formara parte del jurado de un concurso literario, patrocinado por la Diócesis de Quibdó, que Gonzalo de la Torre y yo nos acabábamos de inventar con el beneplácito del obispo Jorge Iván Castaño Rubio: el Concurso Franciscano de Cuento y Poesía / Premio Literario Hermana Tierra…, que era nuestra manera de añadirle un poco de creación a la fiesta de San Pacho, que ya desde entonces andaba lindando con la monotonía y la decadencia de la repetición.

La Mana aceptó e integró, con Efraín Gaitán Orjuela y el poeta Oscar Maturana, un jurado eficaz, que premió un poema que ella dijo que le habría gustado escribir: un poema de Luz Stella Useche, cuyos versos exactos no recuerdo, pero cuya cadencia es imposible de olvidar. Unos años después, Madolia de Diego Parra integró el jurado de la segunda versión del Festival de Música del Pacífico Petronio Alvarez (1998), junto a Antonio Arnedo, Françoise Dolmetsch, Armando Olave Cárdenas y Umberto Valverde.

Trabajadora

Madolia de Diego con Doña Libia Abadía 
de Valencia. Archivo fotográfico 
y fílmico del Chocó.

Largo y provechoso fue el trabajo de Madolia en el sector cultural institucional del Chocó, el cual llevó a cabo -durante muchos años y varias administraciones- en una dependencia de la Gobernación del Chocó que se llamaba Oficina de Cultura y Turismo, que llegó a ser tan famosa y conocida como no lo ha sido su actual equivalente, aunque tiene rango de secretaría de despacho de la Gobernación. Doña Libia Abadía de Valencia, gentil dama y honesta funcionaria, tuvo a Madolia en su reducido equipo de trabajo durante varios años. Y desde allí Madolia hizo todo lo que estuvo a su alcance para que el arte y la cultura del Chocó alcanzaran realce en todos los ámbitos posibles.

Madolia, igualmente, trabajó en la Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba, en los tiempos fundacionales, cuando la cultura y el arte, además de la academia, eran consustanciales, no accesorios, a este centro regional de educación superior. Ninoska Salamandra, hija de un amigo y compañero de andanzas culturales de la Mana: el Maestro Oscar Salamandra -uno de los más excelsos clarineteros y compositores de la historia de la chirimía del Chocó, de cuyo fallecimiento se cumplieron 30 años el pasado 16 de febrero-, trabajó con ella en ese entonces. Juntas, Ninoska y Madolia aportaron significativamente para que la música y las danzas del Chocó alcanzaran la gloria que merecían.

Precursora y pionera

Más que una celebridad local y regional de Quibdó y del Chocó, la folclorista Madolia de Diego Parra fue una figura clave en cuanto a la reivindicación y promoción de la identidad y las manifestaciones culturales de las comunidades negras en el ámbito nacional. Con el paso de los años y las conquistas sociojurídicas y políticas en esta materia, así como el avance en cuanto a los estudios e investigaciones de las ciencias sociales y humanas sobre la intelectualidad negra de Colombia y sus aportes a la construcción de nación; ha ido quedando claro que Madolia de Diego Parra, además de ser una cultora, creadora, fundadora y orientadora de grupos artísticos, forma parte de una generación pionera que durante la segunda mitad del siglo 20 enarboló las banderas de la identidad y, como si la pusiera frente a un espejo de la multiculturalidad, le mostró a la nación su rostro negro.

Fotos de la gira por Europa y Asia del grupo conformado por Manuel y Delia Zapata Olivella. Fuente: Tambores de América para despertar al viejo mundo.

La participación de Madolia en este rol histórico de la intelectualidad negra de Colombia es contextualizada por el investigador Carlos Alberto Valderrama Rentería, quien anota al respecto: “Con mis trabajos, he tratado de probar que Teófilo R. Potes, Rogerio Velázquez y la misma Delia Zapata Olivella desarrollaron una política del folclore negro que buscó afirmar una identidad y denunciar el racismo estructural en Colombia. A esta lista habría que sumarle intelectuales, escritores, poetas y literatos como Arnoldo Palacios, Manuel Zapata Olivella, Teresa Martínez, Jorge Artel, Helcías Martán Góngora, Hugo Salazar Valdés, Otto Morales Benítez; literarios y políticos como Natanael Díaz, Diego Luis Córdoba; músicos y folcloristas como Esteban Cabezas, Leonor González Mina, Margarita Hurtado, Alicia Camacho, Mercedes Montaño, Madolia de Diego, Totó la Momposina; humanistas y académicos como Aquiles Escalante, y todos aquellos incluibles en lo que Manuel Zapata Olivella llamó “el bando de la cimarronería de las negritudes”.[8]

Memorable

Si se tiene la intención y el compromiso de celebrar la vida y obra de Madolia de Diego Parra, como lo ha venido planteando la Mesa de Cultura del Comité Cívico por la salvación y la dignidad del Chocó, su trayectoria memorable y el conjunto versátil y polifacético de su producción artística deberían ser materia de estudio y documentación, con el auspicio de la institucionalidad cultural del Chocó y de Colombia. Sin duda, la mejor solemnidad con la que se puede homenajear la memoria de Madolia de Diego Parra será preparar y producir una recopilación sistemática y completa de su obra musical, folclórica, literaria, y documentar seria y concienzudamente su historia de vida.

Su vida tiene todos los merecimientos para ser siempre celebrada y conmemorada, tanto por la generosidad con la que entregó su talento como por la integralidad del acervo que dejó a la región chocoana y al país. El 30 de abril de 2027, cuando se cumple una década de su fallecimiento, quizás sea la ocasión propicia para presentar regional y nacionalmente alguna publicación multimedia donde queden debidamente plasmadas la vida y la obra de Madolia de Diego Parra, así como ella plasmó con su arte la identidad cultural y la tradición de su pueblo.



[1] Cabezas Galindo, Wilson David. “NEGRO ME LLAMAN PORQUE SOY NEGRO, NUNCA HE TENIDO OTRO COLOR”. Dissertação apresentada ao Programa de PósGraduação Interdisciplinar em Estudos LatinoAmericanos da Universidade Federal da Integração Latino-Americana, como requisito parcial à obtenção do título de Mestra em Estudos Latino-Americanos. Foz do Iguaçu 2022. 66 pp. Pág. 40.

[2] Ídem. Ibidem.

[3] Instituto Colombiano de Cultura. Antecesor del actual Ministerio. Las Jornadas regionales de cultura popular formaron parte de las estrategias del PNR, Plan Nacional de Rehabilitación, para las zonas de conflicto del país. La jornada correspondiente a la región Pacífico se llevó a cabo en Quibdó, del 25 al 27 de agosto de 1989. En Quibdó se reunieron cerca de quinientos artistas de todo el Pacífico y un centenar de quibdoseños tuvieron la oportunidad de participar en talleres y conferencias.

[4] https://mzo.library.vanderbilt.edu/additional-collections/audio?nid=5031 Grupo de alabaos y romances del Chocó-Colección Manuel Zapata Olivella.

[5] Morales Acosta, Gina. Polifonías de la diversidad. Universidad de Antofagasta, abril 2019. 271 pp. Pág. 202-203.

[6] Ibidem, pág. 203.

[7] Ídem. Ibidem.

[8] Carlos Alberto Valderrama Rentería. Pensamiento crítico afrocolombiano en la intelectualidad de Delia Zapata Olivella. Más allá de lo folclorizado. En: Páginas de Cultura, AÑO 9 - NÚMERO 11 - DICIEMBRE DE 2016. Instituto Popular de Cultura, IPC. Alcaldía de Santiago de Cali. Pp. 15-21. Pág. 20

03/03/2025

 La playa de Quibdó: una remembranza

*Río Atrato en Quibdó en un verano de enero.
FOTO: Julio César U. H. Archivo El Guarengue

Era tan grande aquella playa que hasta hace un poco más de medio siglo en ella cabía la mitad de la gente de Quibdó, que -en las tardes de diciembre y casi hasta la semana santa, que solía caer en abril, que por estos lares no siempre era lluvias mil- se trasladaba hasta allá para gozar de la frescura del agua del río y de la brisa del estío. Monumentales y eternas eran las sequías de aquellos veranos largos, cuando las calles hervían a la hora del almuerzo bajo la canícula del medio día.

Desde el fondo del lago andante que nos habían contado que había dicho Humboldt que era el Atrato, día tras día, aquella playa emergía, como si estuviera naciendo ante nuestros ojos una isla, de arena fina y oscura, mullida, firme, con bordes de piedrilla y cascajo, al final de los cuales se hallaba el vacío inmenso, casi infinito, de la hoya del río, de donde difícilmente había regreso. Aquella isla, nuestra isla, podía alojar a la mitad del pueblo, que en las tardes llegaba hasta ella para refrescar la vida y de paso alegrarla en plena mitad de su Atrato de siempre, en la desembocadura del río Quito y a un paso del entonces todavía naciente barrio Bahía Solano o Avenida Bahía Solano, que era la orilla opuesta al emplazamiento del centro de la ciudad.

Esa otra orilla del río, para entonces incipientemente poblada, había empezado a llamarse así porque se juraba que si se seguían en línea recta los piélagos, humedales, pantaneros y trochas que había detrás de aquel monte espeso, donde cantaba un gallo sin pescuezo, se podría llegar a la mar que casi ningún quibdoseño de entonces conocía: la costa chocoana del Pacífico, más exactamente a una de sus tres poblaciones insignias: Bahía Solano, de donde quincenalmente o semanalmente un avión traía exquisitas delicias gastronómicas, como los mariscos y el pescado de mar. Bahía Solano y Bojayá, según nos habían enseñado en la escuela, eran los únicos municipios chocoanos cuyas cabeceras municipales tenían un nombre diferente al del municipio: Ciudad Mutis y Bellavista.

Los más avezados cruzaban nadando, el resto pasábamos en canoas, que cobraban unas cuantas monedas por el traslado entre la orilla de la carrera primera y el borde de aquella playa tan descomunal como fascinante… En ambos casos el riesgo era el mismo: que el ímpetu de la corriente se llevara al nadador y produjera por lo menos un ahogado por temporada, o que, con idéntico resultado, la canoa naufragara por el exceso de gente embarcada o por la imprudencia de nadadores que a ella se aferraban para cruzar con menos esfuerzo. Una venturosa combinación de buena suerte, socorrismo improvisado y habilidades de nación impidió siempre que la cuota anual de tragedia pasara de una o dos víctimas, máximo tres, un año en el que hasta los más valientes se entristecieron y se atemorizaron, y les prometieron a sus familias que pasarían en canoa y, si se podía, en los cada vez más populares Johnson, como se llamaba a los botes con motor fuera de borda de esa marca, que lo pasaban a uno en dos por tres o en un santiamén, según fuera la potencia del motor.

Aquella playa del Atrato emanaba de lo profundo del agua como si fuese un islote primario del pleistoceno temprano. Con ella llegaban a Quibdó, además del más ardiente calor y del incendio diario de colores del atardecer, arrumes infinitos de bocachico fresco, en decenas de canoas y botes de todos los tamaños, en los que saltaban y brillaban tantos pescados como estrellas había en el cielo a la media noche, destinados a llenar de sabor y alegría las tres comidas de todos los días, en todas las casas de todas las calles de todos los barrios de ese pueblo grande donde por esos tiempos, todavía, era vida la vida.

24/02/2025

 Dizque paros armados...

Río San Juan, Chocó. FOTO: ACADESAN.

Diez “paros armados” se han consumado en los dos últimos años en el Chocó. En cada uno de ellos, se calcula que por lo menos 50.000 personas han sido víctimas de diversas formas de confinamiento, reclusión, incomunicación, encierro, cautiverio…constreñimiento armado. En su propia tierra. En su propia casa… En Cien años de soledad, José Arcadio Segundo se pregunta por qué Aureliano Buendía necesitaba tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo.

Aunque no son producto de una decisión compartida de cesar actividades por motivos colectivos o comunes, como sí ocurre en los paros cívicos; y, por el contrario, son forzados, impuestos, forzosos, los siguen llamando paros armados, con el mismo, impreciso y escurridizo sentido eufemístico con el que la prensa colombiana llama polémicos empresarios a reconocidos delincuentes y la prensa gringa tiroteos a sus frecuentes masacres.

Constreñimiento armado llamó la Gobernadora del Chocó al último de estos flagrantes atentados contra la vida y los derechos fundamentales de la población del departamento. Con toda razón. Los dizque paros armados son un conjunto de hechos perpetrados y ordenados por grupos ilegales y armados a quienes los pobladores inermes les tienen que obedecer, so pena de consecuencias incalculables; que van desde el reclutamiento de menores y la retención de adultos, pasando por el ultraje verbal y físico, por el decomiso de combustibles, mercancías y productos agrícolas, hasta las muertes o mutilaciones por minas antipersonas o artefactos explosivos artesanales instalados en los propios patios, caminos y sembradíos de la gente, o las muertes a bala, a manos de quienes se imponen con sus armas y su capacidad de aterrorizar e intimidar, actuando como dueños y señores de territorios cuyos ojos ven baldíos, pero que son de propiedad colectiva y reconocidos legalmente como tales: tierras de comunidades negras y resguardos indígenas.

Durante los días que dura esta ignominia, en territorios donde usualmente es escasa la acción institucional, la autoridad legítima del Estado se ve significativamente menguada; al punto que las propias instituciones, los voceros de las organizaciones étnicas de los pueblos indígenas y las comunidades negras del Chocó y las organizaciones defensoras de derechos humanos, nacionales e internacionales, terminan casi que suplicándole -a los grupos armados ilegales- que permitan acciones tan elementales como el traslado de enfermos delicados en busca de atención médica o la entrada de alimentos para mitigar la escasez y el hambre ocasionadas por la situación. Otra denominación, un tanto eufemística, arropa estas acciones: corredores humanitarios.

Durante esos días, aciagos, la gente del Chocó es obligada a recluirse bajo las goteras de sus propias casas y comunidades, convertidas en calabozos transitorios y precarios en cuanto a manutención, pues también son suspendidas obligatoriamente -por el tiempo que los determinadores definan- las actividades de transporte y comercio, las labores de pesca, de cultivo y recolección de pancoger, las clases en escuelas y colegios... Un trastorno absoluto de la vida cotidiana de la gente y una conculcación burda y despiadada de sus derechos son estos confinamientos masivos y forzosos de la población.

Estas prácticas de coacción, intimidación, conminación, amenaza y coerción, violatorias de los derechos humanos, no tienen más finalidad que demostrar el poder de quienes las protagonizan. Por ello son ejercidas con desprecio total por la dignidad de las comunidades rurales y urbanas, negras e indígenas, del Chocó; con absoluto desdén y total desconsideración por su condición de grupos étnicos especialmente protegidos, con territorios ancestralmente poseídos y legalmente reconocidos como propios. De modo que constituyen una violación abierta y descarada, premeditada y alevosa de los principios y normas mínimas y máximas del derecho internacional humanitario; principios y normas que esos actores armados invocan sórdidamente cuando es de su conveniencia, banalizando y caricaturizando así las únicas herramientas que, en teoría, podrían proteger a estos pueblos de las arbitrariedades y tropelías de esos ejércitos irregulares cuya actividad principal es el resguardo total de las redes de producción y recaudo de rentas ilícitas provenientes del tráfico de estupefacientes, de la extracción ilícita de maderas finas y metales preciosos, de la extorsión a comerciantes y a contratistas estatales, del cobro de tarifas ilegales a los ciudadanos, del saqueo de cultivos y de vehículos de transporte de carga, del control de la vida cotidiana de la población…

La Gobernadora del Chocó, Nubia Carolina Córdoba Curi, resumió la situación del departamento, expresó su posición frente a la misma y planteó la necesidad de articular esfuerzos para afrontarla; en un mensaje de su cuenta de X del día 18 de febrero, cuando comenzaba el último de esos desafueros masivos contra la población chocoana: “Mi llamado y rechazo ha sido vehemente frente a la transgresión a Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario perpetrada por ELN y Clan del Golfo en disputa por el territorio en el departamento del Chocó. No se pueden negar las minas antipersona cuando ha sido víctima no solo la comunidad, sino incluso nuestros propios soldados. No se puede negar la crisis humanitaria frente a la denuncia permanente de la Defensoría del Pueblo, los personeros y alcaldes en los municipios; y el grito ahogado de las comunidades y sus organizaciones. No hoy, sino durante los últimos dos años de manera ininterrumpida. Lo cierto es que efectivamente estamos frente al décimo paro armado del departamento del Chocó, anunciado por sus propios perpetradores como amenaza a la población civil. La acción articulada de los tres niveles del Estado, el ministerio público, los organismos multilaterales y cooperación internacional es fundamental para afrontar la gravedad de esta crisis.”[1]

“No se le ha prestado la suficiente atención a la crisis humanitaria en el Chocó. Mañana el ELN inicia un nuevo paro armado y la situación se empeora con la alianza entre los Mordiscos y el Clan del Golfo. Urge presencia integral de todo el Estado”, escribió Leonardo González, director de INDEPAZ y de su Observatorio de Derechos Humanos, el 17 de febrero.[2]

“¿Qué tiene de revolucionario atentar contra la misión médica en El Plateado, confinar a la población civil en el Chocó (bajo el eufemismo de un paro armado), matar y desplazar civiles en El Catatumbo y traficar con drogas y minerales en todo el país?”, preguntó el pasado 18 de febrero, en su cuenta de X, el reconocido defensor de derechos humanos Jorge Rojas Rodríguez, fundador de CODHES[3] y su director durante 20 años, y quien fue también hasta hace poco viceministro de Relaciones Exteriores.[4]

“No podemos minimizar el dolor y los estragos del conflicto armado en el Chocó”,[5] un territorio “asediado, minado y diezmado”[6], ha dicho claramente la Gobernadora…

En el párrafo final de “Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia”, la novela excelsa del excelso escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona, en honda lamentación, ante las ruinas de una tragedia, una especie de voz colectiva y omnipresente de la chocoanidad exclama: “…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua”.[7] 



[3] Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento. Organización con carácter consultivo ante la ONU y la OEA.

[7] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. Páginas 98-99.

17/02/2025

 Contar historias, 
otra manera de contar la Historia
*Julio César Uribe Hermocillo
Quibdó, martes 6 de abril de 2010

 ---Texto leído en el acto cultural 
de presentación de la novela 
Doble y orgullosamente Carabalí, 
en el Auditorio de la FUCLA, hoy Uniclaretiana---

Portada y contraportada de la novela Doble y orgullosamente Carabalí (2010)

Buenas noches. Confío en que lo que voy a compartir con ustedes sea suficiente para que no se duerman, como se duerme la gente en los velorios; como sucedió con mucha gente en aquel velorio en el que se conocieron Martín Carabalí Carabalí, doble y orgullosamente Carabalí, y la Reina del bullerengue: Estefanía Caicedo Cuero.

Partiendo de dar por cierto que yo sé contar historias, quiero compartir con ustedes parte de la historia de cómo aprendí yo a contar historias y qué significa este hecho como un aporte a contar la Historia, la cual, claro, no es una sola; pero, cuyo conjunto y variedad constituyen nuestra Historia, la Historia de nuestro pueblo y de nuestra gente, es decir: nuestra propia Historia.

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer. Viendo a la draga rellenar los pantanos de Munguidocito. Sentado en el viejo puente de El Polvorín y navegando por La Yesca, detrás de la casa de la señora Rubena. Por ahí en La Cuarta, cuando esa calle aún no era el estropicio comercial de ahora, tan intransitable como lamentable. En varios andenes de la Calle de Las Águilas, especialmente en el de Mamá Vito, en donde se comían las mejores pepas, cañas, sosiega y cocadas de ese momento de mi infancia en Quibdó…

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer. De los labios de un conservador tan liberal que, aunque leía El Siglo, creía firmemente que en el Chocó faltaba justicia social y que en la educación pública estaba parte de la redención de la chocoanidad: el Señor Clímaco, a quien conocí como zapatero en el Pandeyuca, siempre vestido de blanco. En su casa, que tenía una sala inmensa y un patio gigantesco, aprendí a contar historias hablando con él, oyéndolo mientras trabajaba, y viendo caer de los árboles cargados marañones y zapotes, guayabas y caimitos…

Yo aprendí a contar historias, si es que las sé contar, aquí en Quibdó, oyéndolas contar y viéndolas acontecer: en La Segunda, una mañana muy temprano, cuando -entre las ruinas del incendio que la noche anterior había devorado gran parte de Quibdó- me encontré lo que en aquel entonces llamábamos una Pechonta, una moneda grande de 50 centavos, que en una cara tenía a Simón Bolívar y en la otra el escudo de Colombia;  aquella misma noche había conocido al Pato Donald, por obra y gracia del obligado trasteo desde la Farmacia España hasta la casa donde vivíamos, antes de que el incendio acabara de tragárselo todo.

Yo aprendí a escribir historias cuando aún no sabía ni siquiera leer y escribir, escuchando lo que para mí fue un prodigio, una maravilla que me marcó la vida para siempre: los relatos de mi mamá, Teresa Hermosillo Rodríguez, sobre el Quibdó de antes, sobre la época de su pasado reciente, que ella y sus contemporáneos llamaban la Época de la Intendencia. Por ella supe de la existencia de Diego Luis Córdoba, de Adán Arriaga Andrade, de Ramón Lozano Garcés, de Manuel y Luis Mosquera Garcés, de Rogerio Velásquez y otros cuantos integrantes de unas generaciones que ella consideraba prodigiosas para el Chocó; por ella supe también de la existencia del periódico ABC, de los prefectos eclesiásticos y de las monjas del colegio de La Presentación, de los intendentes nacionales, de los comerciantes turcos, de las lanchas que viajaban desde Cartagena surcando el Caribe y el Atrato hasta Quibdó, y de cuanto hecho, situación, persona o lugar hubiera pasado por la memoria de mi mamá desde su niñez hasta la treintañez en la que andaba cuando me contó todo esto... durante fascinantes horas, en la cocina mientras ella cocinaba y yo la acompañaba, después de haber hecho los mandados por las tiendas del Quibdó de la época; o al pie de una máquina de coser Singer muy parecida a la que usó Estefanía Caicedo para coser su último vestido, en la novela que hoy estamos presentando; una máquina que aún existe y en la que –entre otras cosas– mi mamá cosió mi primer overol, que era el uniforme de la Escuela Anexa a la Normal, que en ese entonces no solamente se llamaba Superior, sino también “para Varones” de Quibdó. En esa escuela y en esa Normal, que quedaban casi en la propia orilla del entonces cristalino y refrescante río Cabí, todo era monte alrededor, y allí conocí a Roger Hinestroza Moreno, mi profesor de 4° y 5° de primaria, quien me enseñó, simultáneamente, a escribir con estilógrafo y a valorar la memoria cultural de los fundadores de los pueblos adonde la escuela nos llevaba de paseo en aquellos tiempos; y a Plinio Palacios Muriel, de quien aprendí para siempre unas cuantas y valiosas reglas de ortografía y gramática que no podría recitar de memoria, pero que en el resto de la vida -desde entonces- mucho me han servido.

Fue así como aprendí, si es que de verdad lo sé hacer, a contar historias: oyendo todas las que me contaban y viendo las que acontecían ante mis ojos,  en aquel Quibdó que todos los días de mi infancia recorrí haciendo mandados y bañándome en el aguacero, en aquel Quibdó que mi mamá vivió para contarme. Otras tantas historias me fueron contadas en la niñez por el Poeta de Guayabal, quien declamaba los sábados en la misma esquina concurrida donde vi a Vicente Romaña leer, previa parafernalia, los bandos municipales; y me fueron contadas copiosamente por el maravilloso conjunto de poesías populares y costumbristas del Maestro Miguel A. Caicedo, cuyo análisis como textos culturales de la chocoanidad fue la materia de mi libro anterior. Años más tarde, ya en la juventud, conocería los relatos etnográficos de un chocoano del que también mi mamá me había hablado, y a quien, como de tantos se debe decir, el Chocó no le ha hecho el reconocimiento que se merece: Rogerio Velásquez Murillo, nuestro primigenio antropólogo chocoano. Sus relatos y artículos me confirmaron lo que de niño había empezado a aprender: que más allá de la ciudad, de la pequeña ciudad que los sábados se colmaba de campesinos que abarrotaban el mercado de la orilla del río de cuanta cosa comestible y útil producían sus montes y cultivos, más allá de esa maravillosa estampa semanal que literalmente me encantaba, había un mundo infinito, que aquellos hombres y aquellass mujeres portaban en su habla, en sus conversaciones, en sus decires, en sus vivencias, que uno oía o intuía escuchando sus conversaciones mientras despachaban a sus compradores del mercado sabatino.

A través de todas esas historias, que me enseñaron a contar historias, descubrí que era mágico contar historias y supe que esas historias me hablaban de una historia que era también la mía; pero, a la cual le faltaban detalles de exclusiones, saqueos y racismos. A esas historias, que conformaban La Historia, un día lo entendí, le faltaban fragmentos a cuya reconstrucción y recuperación, si yo me ponía de verdad en eso, podría aportar así fuera un poquito, escribiendo historias y relatos, y leyendo cuanto cayera en mis manos que me hablara de aquellas historias no contadas o incompletas.

En estas condiciones, a mí me da mucho gusto publicar esta novela. Me alegra que ahora esté en sus manos y lista para ser vista por sus ojos y su alma. Me hará feliz que ustedes la vean, la lean y la disfruten tanto como yo disfruté escribiéndola: libre ella como Trismila Ocoró, que se murió de amor, como ustedes y yo, aunque no lo aceptemos, nos podríamos morir…

Hoy, en el fondo, lo que más me importa en la vida es compartir con ustedes lo que de memorable pueda tener nuestra historia. Y me alegra hacerlo justamente aquí, en este lugar que en sí mismo constituye un símbolo, pues aquí quedó su casa y aquí vivió varios de sus primeros años de vida Gonzalo María de la Torre Guerrero, fundador de la FUCLA y pionero de revoluciones sociales, étnicas y culturales en esta, nuestra tierra, llena de historias, que él también cuenta en sus atrateños cantares de los cantares y en sus cuentos de chombas lindas. Gracias, Maestro, por ayudarme a entender que todo esto es una parábola, no una simple alegoría.

Julio César U. H. (autor) y Gonzalo M. de la Torre Guerrero (prologuista), el 6 de abril de 2010, en la presentación de la novela Doble y orgullosamente Carabalí, en Quibdó. Archivo El Guarengue.

Por haber venido, les doy muchas gracias, y ¡muchísimas más! por su atención a estas palabras, que forman parte de mi Historia. Que estas palabras evoquen y provoquen cada una de sus historias, que se suman a todas las historias que conforman nuestras historias, y que desembocan en La Historia, que no es una sola, pero que sí las contiene a todas...para que así escribamos juntos en nuestra piel y en nuestra memoria el primer capítulo de una historia que dure toda la vida y que produzca tantos hijos como años nos dé la vida, para poblar este Atrato de Carabalíes que juren cada vez para siempre no volver a ser esclavos de nadie nunca más; como se lo prometen, en la noche iniciática de su amor, Martín Carabalí Carabalí, doble y orgullosamente Carabalí, y la Reina del Bullerengue, Estefanía Caicedo Cuero.

10/02/2025

 A veces llegaban cartas…
Vicisitudes del servicio postal
en la Intendencia del Chocó
a principios del siglo XX

Algunas estampillas de los antiguos Correos de Colombia. La estampilla alusiva al Chocó fue producida en 1956, en una cantidad de dos millones de unidades, para el servicio postal ordinario, y formó parte de una colección dedicada a los departamentos de Colombia. Imágenes de la colección filatélica del Banco de la República. Collage: El Guarengue.
132 toneladas y 7 quintales de arroz se produjeron en las áreas cultivadas de la Colonia Agrícola de Bahía Solano en 1936, en los cultivos establecidos por colonos y nativos en Ciudad Mutis, El Valle y Nabugá. Un año después de inaugurada esta colonia agrícola, subsidiados en dinero y con herramientas nuevas (barretones, machetes, palas, azadones, hachas, rastrillos), los colonos han desmontado más de medio millar de hectáreas y han establecido cultivos en las mismas. El Agrónomo Nacional destinado a esta colonia para orientar el trabajo agrícola calcula que, sumado el desmonte a las hectáreas ya establecidas por antiguos nativos de la zona, ya la Colonia Agrícola de Bahía Solano sobrepasa las 600 hectáreas sembradas de banano, cacao, arroz, coco, plátano, maíz, yuca, pastos, caña y café, hortalizas y cultivos varios de pancoger.[1]

Las actividades de construcción son incesantes en las diferentes áreas de la colonia, cuando aún no se cumplen dos años de su fundación. Por lo menos una docena de edificios públicos han sido levantados en medio de los lotes dispuestos para ello en el centro poblado de Ciudad Mutis: oficinas para la dirección y otros funcionarios, escuela, hospital, comisariato, botica y consultorio médico, campamento para obreros y casa de acogida para nuevos colonos, casetas para semillas y otros fines, y hasta una pequeña cárcel, pues nunca se sabe. La construcción de las casas de los colonos, con el auxilio económico y arquitectónico de personal oficial, también avanza según lo planeado.

El puente está quebrado y las noticias han dejado de serlo

Así que todo marcha bien por estos lares, como lo confirman los reportes periódicos del director de la Colonia Agrícola de Bahía Solano, Carlos Villegas Echeverry, y el personal de funcionarios a su cargo. Con dos excepciones: la caída de un puente casi nuevo sobre el río Jeya, construido para conectar los dos sectores en los que se divide Ciudad Mutis, epicentro urbano de la colonia; y los frecuentes retrasos que se presentan en la llegada del correo a la zona, a veces tan significativos que lo que pretendía ser novedad en las cartas que llegan se ha vuelto historia patria cuando su destinatario las lee y las noticias de los periódicos han dejado de serlo cuando llegan al paradisiaco emplazamiento… Ambas cosas pronto hallarán solución en este escenario que, como todos los de colonización, tiene algo de épico e irreductible en horas de dificultad.

Un error que costó mucho dinero

En su informe de mayo de 1937 al Ministerio de Agricultura y Comercio, el director de la Colonia Agrícola registra con detalle lo referente al puente roto. “Las dos áreas urbanas, oriental y occidental, separadas por el río “Jeya”, se unieron por un puente que recién terminado se le cayó al ingeniero que lo construyó. Posteriormente, en agosto y septiembre del año pasado, la dirección empezó su reconstrucción, habiendo durado en perfecto estado de conservación hasta la fecha, con las siguientes especificaciones: sistema rígido, ocho columnas dobles de anclaje, con cimientos reforzados en el lecho del río, dos torres terminales y anclas de hormigón, con una longitud total de 83 metros. El sistema colgante ideado por el ingeniero fue un error que costó mucho dinero; la construcción actual ha resistido todas las avenidas del río y quedó con una capacidad neta mayor de 2.600 kilos”.[2]

A merced de los tiburones

En cuanto al servicio de correos, sus demoras e irregularidades no son problemas exclusivos de este litoral y mucho menos constituyen una novedad. Dos décadas antes de la fundación de la Colonia Agrícola de Bahía Solano, en su informe 1911-1915 sobre la Prefectura Apostólica del Chocó, los Misioneros Claretianos se quejan de la escasez, intermitencia y falta de periodicidad del servicio postal en territorio chocoano. “El servicio postal de Cartagena a Quibdó lo prestan varios vaporcitos que viajan sin fecha fija; que, habiendo de atravesar el Golfo de Urabá, casi siempre muy alborotado, vense sometidos a forzosas demoras unas veces, otras a arrojar al mar parte del cargamento, si ya no perecen bajo el furor de las ondas que, haciendo astillas la embarcación, deja a los viajeros a merced de la voracidad de los muchos tiburones que viven en aquellas aguas. En los meses de enero, febrero y marzo es muy arriesgado atravesar el golfo; el vaporcito Libertador, en febrero de 1913; el Kate, en febrero de 1914, y el Diego Martínez, en febrero de 1915, hallaron fin desgraciado en sus aguas. En ese mismo año de 1915 (febrero) corrió grande riesgo de perecer la lancha Julia Susana”.[3]

Una trocha impracticable

Si por agua llueve, por tierra no escampa. Al aterrador panorama en el que debe prestarse el servicio postal hacia la Intendencia Nacional y Prefectura Apostólica del Chocó por la vía del Caribe, el Golfo de Urabá y el río Atrato, hacia Quibdó; los misioneros añaden -en su informe quinquenal de 1915- detalles sobre las condiciones terrestres del servicio desde y hacia el interior del país. “El servicio del correo para el interior hácese por una trocha, las más de las veces impracticable; de ahí el retraso en la llegada del correo y la imposibilidad de despachar la correspondencia, pues el posta regresa inmediatamente; y no es raro el caso de recibirla perfectamente averiada a causa de los fuertes aguaceros o de las crecientes de los ríos. Idénticas observaciones podríamos hacer con respecto al correo que se recibe por las vías de Buenaventura y Nóvita-Cartago”.[4]

Súpose en España antes que en Istmina

A tan sombrío panorama se suma el hecho de que “las líneas telegráficas son todavía más escasas y se hallan en el mismo deplorable estado. Una sola existe en toda la Intendencia, con cuatro oficinas de despacho. Si se tiene en cuenta que el hilo transmisor sufre daños frecuentes, merced a las lluvias torrenciales que derriban los postes, y que existen muchas leguas de líneas que pasan por bosques impenetrables y muy distantes de todo poblado, se comprende que las interrupciones han de ser numerosas y de larga duración. Vaya, por vía de ejemplo, la noticia del fallecimiento del Reverendísimo Padre Prefecto Juan Gil súpose en España antes que en Istmina, distante apenas doce leguas de Quibdó; y a los cuatro días del entierro, desde Cartagena, recibióse telegrama preguntando por la salud del enfermo, siendo así que a ambas partes se había enviado telegrama en el momento de la muerte”.[5]

Veinte años después

Cuando la Colonia Agrícola de Bahía Solano es fundada, el 7 de agosto de 1935, la crítica situación del servicio de correos, descrita crudamente por los Misioneros Claretianos en aquel informe, ha cambiado, aunque la situación diste de ser perfecta. La navegación comercial por el río Atrato, entre Cartagena y Quibdó, se ha regularizado y con ello la periodicidad del servicio postal también ha mejorado, así como la regularidad del transporte de pasajeros y mercancías. El servicio de transporte aéreo, prestado por la empresa colombo-alemana SCADTA mantiene en permanente comunicación a Quibdó e Istmina con el interior del país, así como los vuelos a Cartago traen mercancías, pasajeros y correo hacia Nóvita y Sipí. La trocha hacia Antioquia sigue siendo impracticable, aunque con todo y eso hay mayor tráfico comercial y en algo han mejorado los servicios postales que a través de ella se prestan desde y hacia Quibdó, y desde esta capital hacia otros sitios del Chocó.

Bajo la dirección y administración de la Intendencia del Chocó

Finalizando el año 1936, un año largo después de la fundación de la Colonia Agrícola de Bahía Solano, el correo nacional de Buenaventura a Juradó y Coredó empezó a funcionar “por administración directa, bajo la dirección y responsabilidad de la Intendencia del Chocó”;[6] en virtud de un decreto presidencial firmado por el presidente Alfonso López Pumarejo, el Ministro de Correos y Telégrafos, Jesús Echeverri Duque y su ministro de Educación, Encargado del Despacho de Gobierno, Darío Echandía. El contador de la motonave Chocó asumió funciones de Mensajero de Correos y con similares funciones fueron creados tres puestos de mensajería “para atender a los servicios de Docampadó a Pizarro, Utría a El Valle y Coredó a Juradó”.[7]

Adicionalmente, el decreto, en su artículo 4° estableció que “el servicio dicho se prestará así: dos viajes al mes de Buenaventura a Coredó, por Docampadó, Arusí, Utría, Ciudad Mutis y Cupica, con los ramales de Docampadó a Pizarro, Utría, El Valle y Coredó a Juradó. Se regularizó así la periodicidad del servicio a través de la motonave Chocó y se garantizó su cobertura en los principales poblados del Pacífico chocoano, hasta los límites con Panamá, incluyendo la recientemente fundada colonia.

Panamerican Airways Grace Inc.

En mayo de 1937, la empresa aérea estadounidense Panamerican Airways Grace Inc (Panagra) ya había realizado dos vuelos de prueba desde Cristóbal, corregimiento de Colón (Panamá) hacia Bahía Solano, con el fin de incluir posteriormente a la colonia como un destino de su itinerario entre Panamá y Ecuador, en una ruta que cubría Cristóbal, Solano, Cali, Tumaco y Guayaquil. Solano sería una escala Flag stop, es decir, que los aviones solamente llegarían allí por solicitud o demanda cuando hubiese carga, pasajeros o correo en las fechas acordadas para ello. Panamerican Airways Grace Inc había sido creada en el año 1928 como competencia de SCADTA en el mercado aéreo de América del Sur, donde mantuvo numerosas rutas desde y hacia Ecuador, Perú, Argentina y Uruguay; administró y operó durante muchos años los servicios de correo extranjero entre los Estados Unidos y la denominada Zona del Canal, en Panamá.

El Mayor Santamaría Manccini

Finalmente, Panagra no se vinculó al transporte aéreo de pasajeros ni a la prestación de los servicios de correo para Bahía Solano y el Pacífico chocoano, principalmente por los planes estatales de adecuar un aeropuerto en la colonia y reemplazar la guarnición de infantería de marina por una tropa de la aviación: “Debido a las gestiones e iniciativa patriótica del actual director general de la aviación nacional, mayor Enrique Santamaría Manccini, devoto y desvelado propulsor de esta obra desde su fundación, el gobierno resolvió establecer un aeropuerto en la Bahía y que la guarnición militar actual dependiera de la aviación”. Adicionalmente, “por iniciativa y gestión del mismo director general de aviación, se obtuvo la celebración de un contrato con el Ministerio de Correos para un servicio aéreo quincenal, en aviones militares, de Buenaventura a este lugar, para el correo de carga liviana”.[8]

El Chocó y el Carabobo

Consolidada por el decreto presidencial 2856 del 19 de noviembre de 1936 su función de prestar regularmente el servicio de correo entre Buenaventura y Juradó, sirviendo a los sitios intermedios de esta ruta, el barco o motonave Chocó jugó un papel decisivo en la regularización de dicho servicio; además del servicio de carga hacia la Colonia Agrícola de Bahía Solano, que siempre había prestado sin cobro de fletes.

El barco Chocó, “de propiedad del Ministerio de Industrias y Trabajo, administrado por la Intendencia del Chocó, hace el recorrido desde Buenaventura hasta el límite con Panamá (Punta Ardita), con escala en todos los caseríos de la costa comprendida entre los dos puntos citados. En la travesía de Buenaventura a Solano emplea tres días y de ésta a Punta Ardita dos días. No tiene itinerario fijo, pero su obligación es visitar los lugares nombrados dos veces al mes, prestando al mismo tiempo el servicio de correos, de acuerdo con el contrato que tiene celebrado la Intendencia con el Ministerio del ramo”.[9]

Los servicios del barco Chocó, que en 1939 sería dotado de un motor Bolinder, de mayor rendimiento y menor ruido, capacidad tractora más alta y menor consumo de combustible, fueron complementados por los del barco militar Carabobo, que desde los primeros meses de su fundación prestó servicios de transporte de pasajeros y contribuyó en cuanto le fue solicitado para el desarrollo de la Colonia Agrícola.

A veces llegaban cartas

Las últimas cartas manuscritas, en papeles y sobres especialmente producidos para este menester, se escribieron, se enviaron y se respondieron aproximadamente a finales de la década de 1980. Un poco más de medio siglo de cartas enviadas y recibidas desde y hacia Bahía Solano y la costa toda del Pacífico chocoano forman parte de la historia íntima del nacimiento, desarrollo y consolidación de un territorio de cuya fundación como colonia agrícola no se ha cumplido ni siquiera un siglo.

La Ordenanza Nº 8 del 19 de noviembre de 1962, de la Asamblea Departamental del Chocó, creó el Municipio de Bahía Solano, que de Colonia Agrícola había pasado a ser corregimiento del Municipio de Nuquí, del cual fue segregado para que asumiera su nueva condición institucional. La Prefectura Apostólica del Chocó, creada en 1908, es dividida en los vicariatos apostólicos de Quibdó e Istmina, en 1952; los cuales son elevados a la categoría de diócesis en abril de 1990, cuando a la región están siendo introducidas las novedades del correo electrónico y las máquinas de escribir electrónicas, que habían reemplazado a las mecánicas, empiezan a ser desplazadas por los computadores.

A veces llegaban cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas, cartas que hablaban de que en la distancia el amor se muere. Pero, también, a veces, las cartas hablaban de que en la distancia el cariño crece.[10]



[1] Villegas Echeverry, Carlos. Informe del director de la Colonia Agrícola de Bahía Solano, mayo de 1937. En: Díaz Rodríguez, Justo. INFORME DEL JEFE DE LA SECCION DE COLONIZACIÓN. Julio 1936-julio 1937. Bogotá, julio 15 de 1937. 27 pp. Pág. 228-255. En: Memoria del Ministerio de Agricultura y Comercio, 1937.

[2] Villegas Echeverry, informe citado. Pág. 235. Aunque en la actualidad es frecuente escribir Jella, en este caso conservamos la grafía de la fuente original: Jeya.

[3] Informe oficial que rinde el Prefecto Apostólico del Chocó a la Delegación Apostólica. 1911-1915. Bogotá, Imprenta Nacional, 1916. Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia. 118 pp. Pág. 63-64.

[4] Ídem. Pág. 64

[5] Ídem. Pp. 64-65

[6] DECRETO 2856 DE 1936 (noviembre 19). Por el cual se organiza por administración directa el servicio de correos nacionales de Buenaventura y Juradó. Ministerio de Justicia. SUIN Juriscol-Servicio único de información normativa. Artículo 1°

[7] Ibidem, artículo 2°.

[8] Villegas Echeverry, informe citado. Pág. 242.

[9] Ibidem, pág. 251.

[10] A veces llegan cartas. Raphael, 1972. https://www.youtube.com/watch?v=9ZFmOHwEVy8