lunes, 26 de junio de 2023

 Glosa paseada en homenaje a Licona
-1ª Parte-

"Nos encontraremos en el lugar de los ancestros, papá", escribió su hijo Hernando, el día del fallecimiento del gran intelectual y escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona. FOTOS: Cortesía y Archivo El Guarengue.

El 19 de junio de 2023, lunes festivo, en horas de la tarde, falleció en Quibdó -donde había nacido el 12 de agosto de 1945- Carlos Arturo Caicedo Licona, intelectual, profesor universitario y escritor chocoano. Licona, como era popularmente conocido, fue autor de más de una docena de libros de literatura (cuentos, relatos y novelas cortas) y ensayos sobre la realidad y las problemáticas del desarrollo del Chocó, su gente y sus características ecológicas, étnicas y culturales. Publicaciones estas que, en su mayor parte, fueron financiadas de su propio pecunio, excepción hecha de algunos apoyos que recibió para sus primeros libros, de parte de la entonces existente y estatal Fábrica de Licores del Chocó y de algunos comerciantes de Quibdó que creyeron en su talento; así como -en los últimos años- la Diócesis de Quibdó y los Misioneros Claretianos financiaron enteramente la publicación de sendos libros. Igualmente, Licona fue fundador, editor, director y escritor del periódico Saturio, nombrado así en homenaje a Manuel Saturio Valencia.

Cuando aún no estaba en boga hablar de dichos temas, a finales de la década de 1970, Carlos Arturo Caicedo Licona fue uno de los primeros intelectuales chocoanos en conocer, comprender y difundir la idea de que sin cultura no es posible el desarrollo y que este nunca será sostenible sin la ecología y la etnicidad de un territorio. Paulatinamente, hacia esta idea sólida y un poco insólita hace medio siglo, se fueron enfocando sus cursos de Ecología y de Historia del Chocó, formales o no formales, en la UTCH o fuera de ella; por ejemplo, en el Vicariato de Quibdó, en el Equipo Misionero claretiano del Medio Atrato y en algunas comunidades campesinas de esa zona, a instancias del gran Gonzalo de la Torre, su amigo sincero y su siempre oportuno mecenas en más de un momento crítico o necesario.

Desde tan clara y ecológica idea, Carlos Arturo Caicedo Licona fue pionero del debate público sobre asuntos ambientales y del desarrollo del Chocó, con una perspectiva étnica y cultural; e introdujo en la escena política e intelectual de la región -a principios de la década de 1980- el concepto de Afrochocoano para denominar a la gente negra de este territorio; al igual que la paradigmática reivindicación del Chocó como una nación dentro de la nación colombiana, para subrayar la necesidad de que esta región y su gente recibieran un tratamiento jurídico-político diferencial en materia de derechos y provisión de condiciones de bienestar de parte del Estado colombiano. Otro gran intelectual chocoano, Daniel Valois Arce, quien fue uno de los númenes de las ideas de Licona, lo acompañó en la difusión de estas primicias, que de origen también habían sido suyas; al igual que en el impulso del megaproyecto del canal interoceánico Atrato-Truandó, como puntal de la redención económica de la región.

Licona no llegó a estos planteamientos por una desviación de su camino original de Licenciado en Biología y Química, graduado en la Universidad Libre de Bogotá; como erróneamente se pregona en algunos textos apócrifos de Internet. Por el contrario, a dichos planteamientos llegó como resultado de sus búsquedas profesionales como docente, para reafirmar dicho camino, no para apartarse de él. La Ecología aprendida en la universidad, aplicada ahora a su tierra, cuando a ella regresó, llevó a Licona a preguntarse por qué no era próspero el Chocó y por qué era precario su desarrollo, si muchas de las particularidades de sus ecosistemas, de sus montes, de sus ríos, eran en la práctica ventajas territoriales que podrían servir como bases y fundamentos de ingentes riquezas y de un desarrollo sostenido en el tiempo. El marxismo y diversos textos sobre las gestas afroamericanas por los derechos civiles en los Estados Unidos (Malcolm X, Martin Luther King, Angela Davis) y de las negritudes en el mundo y en Colombia (Léopold Sédar Senghor, Manuel Zapata Olivella y Frantz Fanon), se convirtieron en fuente de las respuestas que Licona buscaba.

FOTOS: León Darío Peláez (2007) y Facebook.

De dichas lecturas nació su análisis sobre el congelamiento intencional de las fuerzas productivas en el Chocó, por parte del Estado y del capital dominante, para mantener a la región en una condición precapitalista de proveedora de materias primas de sus pródigos bosques, a través de un campesinado sometido a la marginalidad de los enclaves mineros y la economía de subsistencia. Un análisis que, años atrás, habían hecho intelectuales que le precedieron, como Andrés Fernando Villa (Aristo Velarde), Primo Guerrero y Ramón Lozano Garcés; un análisis que enriqueció con su búsqueda y posterior hallazgo de una identidad afrochocoana negada, parte de cuyas raíces encontró en la diligente y pionera obra de Rogerio Velásquez Murillo, el ilustre precursor de los estudios afrocolombianos en la antropología nacional, quien -al igual que Licona- entregó su alma a esclarecer íntegramente su negritud y su chocoanidad.

Su juiciosa preocupación intelectual por la Ecología y el desarrollo regional, y su acercamiento a las perspectivas críticas de la sociedad colombiana y chocoana, incluyendo elementos de análisis cultural, demográfico, histórico y racial; encaminaron a Licona hacia la edición y compilación de sus primeras letras de autor, de sus primeros textos como escritor. El acervo que había acumulado en su propio ser afrochocoano, desde su condición de quibdoseño esencial, criado al abrigo de los relatos de antigüedad de parientas, matronas, vecinos y vecinas del barrio Pandeyuca, crecido a orillas del Atrato tutelar y sus afluentes, se convirtió paulatinamente en relatos que después serían cuentos y novelas; en proclamas y pensamientos que después serían ensayos. Novelas y cuentos, poemas también, artículos y ensayos, que después serían libros, varios de ellos originalmente escritos en cuadernos y fólderes, de su propia letra manuscrita, de donde pasaban al sonoro teclado de la máquina de escribir.

Prevalecido de tan poderosas ideas, Carlos Arturo Caicedo Licona llegó a pensar que se podía dignificar la política partidista tradicional, e insuflarle contenidos, como le insuflan la vida, la misión y la historia al sexagésimo primer hijo de Petronio, trigésimo primero con Enesilda, el mesías negro de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, cuando le soplan al oído su nombre y lo dotan de poderes mediante el rito de ombligada. Pero, no fue así. Tal labor, como él mismo lo probó en carne propia y lo dejó testimoniado en Complotados, ladrones y criminales, fue un fracaso rotundo, con no pocas ni indoloras consecuencias. “En adelante llamaré hermanos únicamente a mis semejantes que respeten o que compartan mis luchas y mis sueños”, concluye Licona en un epígrafe de este libro.

Arrollado por las turbias minucias del ejercicio político con ánimo de lucro, casi ingenuo por su exceso de fe en sus utopías, llegó un momento en el que Carlos Arturo Caicedo Licona terminó convertido -de modo inaudito- en vendedor de rifas para hacerse a ingresos económicos. Así como, apesadumbrado y confundido, terminó confiándole las decisiones sobre su destino a las providencias de una adivina que le echaba las cartas y en ellas leía su suerte y los caminos que debía seguir. Extraviados sus caminos entre los meandros confusos de este ejercicio fallido de política partidista -al cual llegó por una mezcla de ambición personal, avidez y candor, atemperada por el ímpetu y la pasión que le eran propias- Licona creyó -aun con lo incrédulo que en tantas materias era- que podría convertir los cacicazgos y clientelas en masas críticas y tesoneras que persiguieran con sus votos el bienestar de su tierra. Tampoco fue así.

Aunque, a principios de 2019, la UTCH, Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba, organizó un homenaje a Licona y entregó un pergamino a su familia, por intermedio de su hijo Hernando, también maestro, también escritor y poeta, además de Sociólogo; dicho acto fue un tanto desteñido, celebrado casi de afán, vacío de contenidos mayores y carente de un espacio para dialogar en torno a por qué Carlos Arturo Caicedo Licona merecía tal homenaje. Se trató más que todo de un “acto administrativo”, puesto en escena sin conciencia del valor real de Licona y sin que quienes firmaron el documento que prescribió el homenaje fueran realmente conscientes del significado del homenajeado y del homenaje, más allá de las formalidades y los convencionalismos típicos de este tipo de manifestaciones. De modo que, aparte de la alegría de Hernando por su papá, compartida por unos cuantos testigos y asistentes que ahí coincidencialmente concurríamos, no hay mucho que recordar de aquel evento.[1]

Así que Colombia y el Chocó le deben un reconocimiento real y un verdadero homenaje a este ser intelectual y humano llamado Licona, a quien las complejidades de sus búsquedas y ambiciones, los esquivos y torvos recintos del poder, y quizás –como él mismo lo diría- algo de mala suerte provocada por algún conjuro de los brujos de Viro-Viro; le enredaron los caminos de la vida y lo condujeron a deambular permanentemente por las calles de Quibdó, “como un mesías trunco y marginado”[2], portando en sus manos textos originales de una, dos o tres páginas, que ofrecía al transeúnte -a cambio de unos pesos- en una edición hecha en fotocopias, escrita por un(a) amanuense con la vieja técnica escolar de la regla como guía para que no se torciera el renglón, y firmada por él con rúbrica y huella dactilar, para que constara su carácter original.

A pesar de sus pesares, entre el último cuarto del siglo XX y el primero del siglo XXI, es decir, durante más de la mitad de su vida, Carlos Arturo Caicedo Licona logró consolidar una obra sustanciosa, tanto en el campo teórico como en el literario. El Chocó por dentro (1980), En torno al desarrollo del Chocó (1997), Historia de la Ilustración en Chocó y Colombia (2000), Por qué los negros somos así (Libro I, 2001; Libro II, 2010), son libros representativos de su pensamiento social, político, ecológico y cultural, con base en el cual agitó banderas partidistas, cívicas e intelectuales. Jorge Isaacs, su María, sus luchas (1989), e Isaac Rodríguez Martínez, Servidor silencioso del pueblo afrochocoano (2004), son los dos libros en los que Licona exhibe sus dotes de biógrafo avezado, aunque un tanto hiperbólico al pretender lustrar hasta el brillo total la imagen del autor de María y al forzar casi hasta la santidad la vida del Padre Isaac e inscribirlo de modo bastante arbitrario en las filas de la Teología de la Liberación. El bello e insuperable tríptico literario conformado por Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia (1982), La guerra de Manuel Brico Cuesta (1984) e Historias de mi barrio (1988), habría sido suficiente para que Carlos Arturo Caicedo Licona ocupara un puesto relevante en la literatura colombiana y chocoana; dotados de una voz completamente propia, de una identidad plenamente reconocible y de notable calidad literaria, estos tres libros son una buena muestra del alto grado de maestría narrativa de Licona en los ámbitos del relato, el cuento y la novela... A este conjunto de libros, que ya son parte de la biblioteca representativa de la chocoanidad, dedicaremos la segunda parte de este homenaje al amigo y maestro.

Carlos Arturo Caicedo Licona logró consolidar una obra sustanciosa, tanto en lo teórico como en lo literario; de la cual formó parte también el peródico Saturio. FOTOS: Saturio, Biblioteca Nacional de Colombia. Libros: Cuenta Chocó-RVM y Julio César U. H.

Este miércoles 21 de junio, en su sepelio en la Catedral San Francisco de Asís, en Quibdó, al pie de su largo ataúd, tan largo como Licona era, se leyeron los considerandos y los resuelves de las consabidas e inevitables resoluciones oficiales, que a su familia en notas de estilo se comprometieron a entregarle. Por fortuna, también se oyeron las bellas y bien dichas palabras -estas sí sinceras- de dos de los hijos de Carlos Arturo Caicedo Licona. “Hoy, de la muerte de Carlos Arturo Caicedo Licona escucharemos cosas ciertas, otras que no son muy ciertas, y otras que se desbordan en la ilusión de cada persona. Se desbordan en la fantasía… Pero, bueno…”, dijo su hijo Carlos Alfredo. “Para despedir a papá, he decidido parafrasear las palabras de Engels ante la tumba de Marx: el 19 de junio, a las cuatro de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de la chocoanidad. Apenas lo dejaron unos minutos solo y cuando volvieron lo encontraron durmiendo suavemente en la cama, pero esta vez para siempre”, dijo su hijo Hernando; quien dos días antes había publicado en uno de sus estados de WhatsApp esta bella despedida, epítome de su condición de hijo de su padre y de su mutuo amor en la vida: “Me diste un nombre y un apellido. Me diste un camino que construí según tu imagen. Desde muy pequeño sentí mucho orgullo de ser hijo tuyo. Y ser como tú quizá inspiró mi primer verso al río Atrato. Este apellido es el legado que me dejas y tus abrazos y tus besos. Te amé mucho, mucho… Nos encontraremos en el lugar de los ancestros, papá”.



[1] Testigos de aquel deslucido homenaje fuimos un grupo de personas cercanas a Licona en diversos momentos: el arquitecto Luis Fernando González Escobar, Doctor en Historia, cuyos libros y artículos sobre el Chocó y Quibdó son antonomásticas fuentes para el conocimiento de la región y la ciudad; Alfonso Carvajal, periodista que durante varios años fue corresponsal de El Tiempo en Quibdó y hoy es columnista de ese mismo diario; José E. Mosquera, periodista e historiador, voz crítica siempre atenta al devenir del Chocó; y Julio César Uribe Hermocillo, creador de este Guarengue. Los cuatro estábamos invitados como conferencistas al congreso dentro del cual se acomodó el homenaje a Licona.

[2] Carvajal, Alfonso. Caicedo Licona. El Tiempo. Opinión. 22 de junio de 2023. https://t.co/MaAL2tvX9T

lunes, 19 de junio de 2023

 De MinCultura a MiCasa

★Quibdó. FOTO: Luisa F. Uribe

El miércoles 14 de junio, hace cinco días, pasó a sanción presidencial la ley mediante la cual el Ministerio de Cultura de Colombia deja de llamarse así y pasa a llamarse Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. Igualmente, a partir de la vigencia de esta ley, la tan cacareada Economía Naranja pasa a llamarse Economía Cultural y Creativa, un cambio que, hay que reconocerlo, tiene más sentido y sustento teórico y conceptual que el del nombre del ministerio. 

Hace unos meses, en enero pasado, nos referimos en El Guarengue a lo mucho que de embeleco tiene el cambio de nombre del ministerio [1]Si este cambio tuviera el sentido que se le quiere imprimir, también deberíamos entonces proceder a pluralizar las denominaciones de por lo menos cuatro ministerios más: de los deportes; de las ciencias; de las viviendas, ciudades y territorios; y de los transportes. Igualmente, es irrelevante volver compuesto el nombre del ministerio, añadiéndole categorías o conceptos que están consustancialmente incluidos en el concepto englobante de cultura, como las artes y los saberes, que son referencias fundamentales cuando de cultura se habla… 

Ahora, con la aprobación en el Congreso de la ley de cambio de nombre del ministerio, dimos un vistazo al panorama nominal de los ministerios de cultura en la región. Nueve de dieciséis países de Latinoamérica nombran este ministerio como Ministerio de Cultura: Panamá, Perú, Brasil, Argentina, El Salvador, Cuba, Venezuela, Paraguay, México y Nicaragua. En este último país, aún es un instituto (Instituto Nicaragüense de Cultura, INC), como Colcultura en Colombia hasta 1997. En Paraguay y México, los ministerios reciben el nombre de Secretarías. En Venezuela, todos los ministerios incluyen en su nombre la fórmula "del poder popular para..."; en este caso, Ministerio del Poder Popular para la Cultura.

En Ecuador, se llama Ministerio de Cultura y Patrimonio, buscando resaltar con el nombre compuesto un atributo específico de la nación ecuatoriana, pero sin dudar del carácter incluyente del concepto cultura. En Uruguay, se denomina Ministerio de Educación y Cultura, por economía institucional y afinidad conceptual. En Costa Rica y en Guatemala, como suele suceder, al ministerio se le asocian dos sectores a los que políticamente se les quiere dar relevancia nacional, pero sin otorgarles categoría ministerial individual: Ministerio de Cultura y Juventud, se llama en Costa Rica; y en Guatemala, Ministerio de Cultura y Deportes.

Solamente en Chile y en Bolivia el nombre del ministerio se ha pluralizado y amplificado para reflejar en la retórica nominal del Estado el interés inclusivo y comprehensivo de sectores políticos alternativos. El Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, de Chile, es de donde pareciera proceder la idea del nuevo nombre del ministerio colombiano. En el Estado Plurinacional de Bolivia, el Ministerio de Culturas, Descolonización y Despatriarcalización -al igual que el nombre del Estado- es un buen ejemplo del traslado a la nomenclatura institucional del discurso conceptual del gobierno que reformó la estructura estatal.

En Colombia, el proyecto de ley, que acaba de ser aprobado, Por medio de la cual se reforma la ley 397 de 1997, se cambia la denominación del Ministerio de Cultura, se modifica el término de “economía naranja” y se dictan otras disposicionesfue registrado en la Cámara de Representantes con el número 240 de 2022. Lo había presentado -con bombos y platillos, saltimbanquis y gaiteros, el 12 de octubre de 2022- la entonces Ministra de Cultura, acompañada en el acto por la Vicepresidenta de la República, Francia Márquez Mina, por un nutrido grupo de parlamentarios de la bancada de gobierno y por unos cuantos funcionarios del ministerio, entre ellos, Jorge Ignacio Zorro Sánchez, a la sazón viceministro y actualmente ministro encargado.

FOTO: Cámara de Representantes de Colombia.

Seis meses después de haberla nombrado, el presidente Gustavo Petro prescindió de los servicios de la Ministra de Cultura, Patricia Ariza Flórez, y desde entonces encargó de dicha cartera al viceministro Zorro Sánchez, quien va a ajustar cuatro meses a cargo de la interinidad de este sector en el gobierno nacional. Durante el breve lapso que duró en el puesto, además de conocer en detalle la estructura y funcionamiento de la entidad, la exministra Ariza consagró sus energías a la elaboración y trámite de esta ley en el Congreso. Sujeto a las limitaciones propias de su condición de encargado, el ministro actual ha hecho lo que ha podido, incluyendo el ejercicio de Revisión del Plan Nacional de Cultura 2022-2032, Cultura para la protección de la diversidad de la vida y el territorio; un documento elaborado por el propio ministerio, con la venia y apoyo del Consejo Nacional de Cultura, siendo ministra Angélica María Mayolo Obregón, quien lo presentó y refrendó en julio del año pasado, a pocos días de posesionarse el nuevo gobierno.[2]

Así las cosas, aunque el Presidente y la Vicepresidenta de la República han pregonado a los cuatro vientos que la cultura es vital en su visión de país y en sus estrategias de gobierno (lo cual es cierto); el tratamiento que ha recibido la cultura en la estructura estatal no es del todo coherente con dicho pregón. El balance de logros y realizaciones del Ministerio de Cultura pareciera reducirse a la aprobación de una ley que le cambia de nombre; al mantenimiento de los programas ya existentes; y a la revisión participativa de un plan decenal heredado. Nada nuevo bajo el sol. Con el agravante de que todo ello se viene dando -en los últimos cuatro meses- en medio de una inconveniente interinidad, sin ministro/a titular, cuando faltan menos de dos meses para que se cumpla el primer año del periodo constitucional del gobierno actual.

Si a los seis meses prescindió de la artista cuya admirable trayectoria vital y cultural y cuyas enormes capacidades ponderó en el momento de nombrarla ministra; y si en casi cuatro meses no ha podido hallar a alguien cuyas calidades profesionales y humanas le parezcan suficientes y apropiadas para nombrarlo/a como titular del Ministerio de Cultura; quizás lo que debió haber hecho el presidente Petro -desde el principio- era mantener en el cargo a Angélica Mayolo. Su desempeño profesional impecable y calificado, su gestión serena y sin estrépitos, y su carisma extraordinario, garantizarían -sin duda alguna- que la administración oficial de la cultura en Colombia estuviese en manos fiables y capaces. Su gestión, seguramente, contribuiría “a la inspiración y concreción de mejores futuros para la vida en nuestros territorios”, como lo escribió la propia exministra Mayolo Obregón, en la introducción del Plan Nacional de Cultura 2022-2032.

Ya va siendo hora, pues, de que el Consejo Nacional de Cultura le exija al presidente el nombramiento de Ministro/a de Cultura en propiedad y lo persuada para que -de una vez por todas- a tan importante asunto le ponga seriedad. El manejo gubernamental de la cultura no se puede reducir a un simple cambio de acrónimo: de MinCultura, a MiCasa; como le encantaba escribirlo en Twitter a Patricia Ariza, la exministra a quien este rebautizo se le ocurrió.

lunes, 12 de junio de 2023

 La selva de Lesly Mucutuy

★FOTO: Putumayo. María del Pilar Ramírez, WWF.

Colombia ocupa cerca del 1% de la superficie de la Tierra y alberga cerca del 10% de la fauna y flora del planeta. Esto la hace una de las 12 naciones megadiversas del mundo. Igualmente, Colombia es el país con mayor diversidad de aves y de orquídeas en el mundo, con el segundo mayor registro de especies de árboles, después de Brasil. Colombia es tercero en diversidad de reptiles y cuarto en clases de mamíferos. Colombia posee la mitad de los páramos del mundo: casi 3 millones de hectáreas. El 20% de nuestro territorio son humedales, que ocupan más de 30 millones de hectáreas. Y nuestros bosques ocupan más de 59 millones de hectáreas, equivalentes al 53% del territorio nacional[1].

Colombia es, pues, –obviamente, mucho antes de que esta característica terminara convertida en eslogan gubernamental– una potencia mundial de la vida; por su reconocida y magnificente riqueza en biodiversidad; por el munífico esplendor con el que nace y se multiplica la vida por estos lares, cada segundo, desde que el mundo es mundo, en las selvas y en los ecosistemas espléndidos de la Amazonía, la Orinoquía, las montañas y valles de los Andes y las tierras bajas del Pacífico y el Chocó Biogeográfico.

La selva, esta selva colombiana, es hogar y morada, hábitat y nicho de centenares de formas de vida. Esta selva es también referente consuetudinario, secular y ancestral de millones de connacionales, para quienes desde siempre ha sido fuente de sentido vital, de producción simbólica y material, de alimento y de medicina, de esparcimiento y contemplación, de conocimiento y sabiduría, de historia y de tradición. La selva es, en fin, el núcleo del territorio de las comunidades y pueblos étnicos que en ella habitan; es entraña, corazón y esencia de la identidad compartida desde antiguo, que está cifrada en los lenguajes del agua, de los árboles, de los animales y de cuanto ser vivo -por minúsculo e invisible que sea- cohabita con las poblaciones humanas en este inmenso reservorio del ADN de nuestra especie y de nuestras sociedades.

Para los pueblos étnicos de Colombia que allí han vivido desde el más lejano antaño, la selva es literalmente su hogar; no “la selva oscura que los acecha sin piedad”, ni “la selva inhóspita que los acoge”, como lo escribió, en un relato periodístico sobre las tres niñas y el niño perdidos en las selvas del Guaviare y el Caquetá –publicado el 18 de mayo en El Colombiano, de Medellín– una periodista que –por lo visto– pareciera no haber visitado nunca, ni siquiera, el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe, de su ciudad, o por lo menos no pareciera haber leído los letreros explicativos de la selva que acompañan las muestras de flora tropical de ese lugar[2].

El relato de la periodista de El Colombiano es casi una pieza de terror, repleto de lugares comunes y frases de cajón sobre los peligros derivados de la inhospitalidad de la selva; pero, ella no fue la única que de este modo relató esta historia. Durante los 40 días que duraron desaparecidos los cuatro niños indígenas sobrevivientes del accidente de una avioneta que viajaba entre Araracuara y San José del Guaviare, toda la prensa nacional –escrita, hablada, televisada– abundó en calificativos aterradores para resaltar e implantar en la percepción de sus audiencias la errónea idea de que la selva, que es el hábitat y hogar de millones de ciudadanos colombianos pertenecientes a pueblos étnicos, es por definición una fuente de riesgo y peligro para la vida. Y no –como en realidad es, precisamente– una fuente de vida gracias a la cual aún están con vida los pueblos étnicos de Colombia y los cuatro niños cuya aparición o hallazgo estamos celebrando con júbilo, como un triunfo de la vida, desde este viernes 9 de junio al anochecer.

La selva de Lesly Jacobombaire Mucutuy no es la selva que los periodistas de Colombia le pintaron a sus lectores, oyentes y televidentes, para que se perdieran en ella. Lesly es una niña de 13 años, hija de madre y de padre indígenas, nieta de indígenas, bisnieta, tataranieta, chozna y más, de indígenas de la etnia uitoto, muinane o murui, cuya existencia se remonta a la prehistoria de la Amazonía colombiana. El histórico heroísmo de hermanita mayor de Lesly hizo posible que su hermanito y sus dos hermanitas, una de ellas recién nacida hacía menos de un año cuando ocurrió el accidente, contaran en todo momento con lo necesario para sobrevivir durante los cuarenta días en los que deambularon a través de la selva. Buscando rumbos que les permitieran llegar a algún lugar poblado, quizás en ningún momento fueron plenamente conscientes del significado de la muerte de su mamá en aquella avioneta de la que caminando se alejaban.

En su fabulosa descripción del Atrato Medio, en el Chocó, en 1961, el extraordinario antropólogo Rogerio Velásquez, precursor de los estudios etnográficos afrocolombianos, describió así las habilidades, capacidades y conocimientos de un púber o preadolescente afrochocoano de esa región: “A los doce años, el muchacho atrateño es una ligera enciclopedia rural. Ha aprendido a vadear corrientes, a conocer los pasos del tigre o del zorro, a señalar plantas venenosas o curativas, a conducirse en una socola o pesca, a construir ranchos, a determinar los cambios del tiempo, a comprar y a vender. En su haber están los nombres de las avispas, pájaros, árboles maderables, víboras. Este muchacho así preparado es un bordón del hogar…[3].

Atrato. FOTO: León Darío Peláez

Como este muchacho negro, descrito por Rogerio Velásquez hace más de medio siglo, con sus conocimientos, habilidades y capacidades, Lesly Jacobombaire Mucutuy (13 años) hizo posible el milagro de la prolongación de la existencia de su hermanita de 9 años, Soleiny Jacobombaire Mucutuy; de su hermanito de 4 años, Tien Noriel Ranoque Mucutuy, y de su hermanita bebé, Cristin Neriman Ranoque Mucutuy, que allá en la selva vivió su primer cumpleaños.

El periodismo colombiano tuvo la oportunidad de narrar la selva del país, de relatar la vida de su gente, de mostrársela al país y al mundo. Pero, no lo hizo. En su cada vez más profunda superficialidad, los telenoticieros, los periódicos y los noticieros radiales de Colombia eligieron -como siempre, y sobre todo cuando de gente común y corriente se trata- el fácil y abyecto camino de convertir en exóticas la vida y las costumbres, incluso la tristeza, de las familias y de los pueblos indígenas inmersos en esta dolorosa tragedia que, por fortuna, tuvo un final feliz. Y de presentar como algo folclórico, curioso, raro, todo aquello que les sonara diferente, desde la lengua vernácula hablada por la abuela de los niños Mucutuy -a quien los periodistas de micrófono en mano y sonrisita condescendiente ponían a traducir o a decir o desdecir-, hasta la presencia de indígenas en el operativo de búsqueda organizado por el gobierno colombiano a través del ejército nacional.

Araracuara. FOTO: León Darío Peláez.

Lesly Mucutuy ya forma parte de la historia nacional de Colombia. Ojalá la película, la serie, el libro, que en estos tiempos de buhonería narrativa seguramente ya empezaron a armar, se ocupen de mostrar un escenario que le haga justicia tanto a su proeza y a su heroicidad, como a sus raíces y a su entorno histórico y cultural. Quizás así, cuando vean la serie y la película, y de pronto lean el libro, los periodistas de la gran prensa colombiana entiendan qué era lo que había que narrar.


[1] WWF Colombia. 22 de mayo-Día Internacional de la Diversidad Biológica. Instagram: wwf_colombia

[2] El Colombiano, 18 de mayo de 2023. Falsa esperanza: los niños en Guaviare siguen perdidos en medio de la selva. Por Paulina Mesa.

https://www.elcolombiano.com/colombia/falsa-esperanza-los-ninos-en-guaviare-siguen-perdidos-ED21441894

[3] Velásquez, Rogerio. Apuntes socioeconómicos del Atrato medio. Revista Colombiana de Antropología, Volumen 10, 1961. Pp. 158-225. 

En: https://revistas.icanh.gov.co/index.php/rca/article/view/1643/1217

lunes, 5 de junio de 2023

 De vecindarios, tiendas y mandados
-Pequeña nostalgia del viejo Quibdó-

Carrera Primera de Quibdó. FOTOS: Nereo López (1957), Misioneros Claretianos (1962)

Hasta hace pocos años -menos de los que creen los muchachos y más de los que uno quisiera-, en Quibdó, hacer mandados formaba parte de la crianza de los hijos, era una pauta de socialización tan importante como conocer la propia familia y la parentela entera, aprender a moverse en el vecindario y saludar a todo el que pasara o apareciera. Hacer mandados era tan importante como jugar en la calle con todos los contemporáneos del barrio, sin distingos de ninguna clase, y compartir los pocos juguetes que cada quien poseyera. Era tan importante como jugar -durante horas incontables- bingo, dominó, parqués, damero y Monopolio o Hágase rico; o jugar futbolito o pataditas o sin dejarla caer, con un balón cualquiera de los que disponibles hubiera, sin importar de quién fuera.

Hacer mandados era tan importante como jugar -cómo no- ese conjunto de juegos de calle que convertían las tardes y las noches en esparcimiento puro, en recreo colectivo, en espectáculo donde uno era a la vez protagonista y espectador… “Ay, ¡qué es esa belleza de juego!” Nadie podría haberlo contado ni cantado mejor que Zully Murillo en su hermoso cuento contado cantado titulado “Jugando”, que -además del ritmo alegre, festivo, edificante, feliz, de los juegos de calle del antiguo Quibdó- contiene un evocador inventario de las principales rondas y juegos que hicieron las delicias de niñas y niños jugando bajo la luz de la luna o sin ella en aquel pueblo donde ni la planta eléctrica hacía falta -cuando se dañaba- para que uno fuera feliz, así no tuviera sino los zapatos del uniforme escolar y un par de charangas de caucho, que le quemaban a uno el pie cuando el sol las recalentaba. La Carbonerita, La Sortijita, La Lleva, El Quemao, El Ratón de espina, La Gallina ciega, El compadre Chamuscao, el Arrancayuca, Mirón mirón, Cocorobé, el Recatón, El gato y el ratón, Candela…son algunos de aquellos juegos que la artista Zully Murillo canta y cuenta en su bella obra, después de jugar muchos de los cuales uno terminaba, tal cual, “empantanado como la bija”.[1]

Hacer mandados, en fin, formaba parte de la infancia y de la juventud, era parte de ser niño, en aquel pueblo casi bucólico que uno aprendía a recorrer -literalmente- desde la más temprana edad, pues los primeros mandados los hacía uno cuando aún no había aprendido a leer y a escribir, cuando casi que apenas hablaba. Bastaba entonces una buena memoria para ir a casas vecinas a llevar razones y comidas o utensilios de cocina u otros objetos prestados; y una lista escrita por la mamá en un pedazo de papel cualquiera para ir hasta tiendas cercanas o muy conocidas.

Cada quien, al evocar estos tiempos, recordará las tiendas de los mandados de su infancia, su ubicación en el pueblo, las rutas que seguía para llegar a ellas, lo que en cada una compraba y la figura y el nombre del tendero, que casi siempre era un señor respetable y decente, vestido apropiadamente y bastante respetuoso y amable con los niños que a su tienda llegábamos. El señor Tomás Salas, del Granero ODISAL; el señor Antonio Rivas y sus amables hijas, que también atendían la tienda; el paisa Luis Felipe y su esposa doña Rita; y don Benigno Moya, en su Granero Yussy; son los tenderos más importantes de mi infancia de experto y eficiente mandadero.

El señor Salas, don Benigno y don Antonio vendían en mis tiempos el mejor queso de Quibdó, y se preciaban de ello: bien limpio de moho o mogo, bien pesado, así era el queso que ellos vendían, el cual exhibían en vitrinas de madera, con vidrio delantero para que el queso se viera y con puerta trasera de tranca simple de palo, para protegerlo; vitrina de la cual ellos podían sacarlo y tajarlo, con limpios cuchillos y sobre limpias tablas, cuando fueran a venderlo. Eran tres tiendas perfectamente surtidas, en las cuales uno siempre encontraba lo que buscaba: si no lo había en la una, estaba en la otra o en la otra; y si algo no había en ninguna de las tres era porque de ese artículo, cualquiera que fuera, no había existencias en todo el pueblo.

Quibdó, 1957. Fotos: Fondo Nereo López
Biblioteca Nacional de Colombia.

Esas tres tiendas eran casi inmaculadas de lo organizadas que eran. Daba gusto verlas, con sus entrepaños coloridos por el completo y ordenado surtido, los cuales llegaban hasta el cielorraso; con su mostrador de madera amplio y limpio, sobre el cual -a un lado- se asentaba la vitrina del queso y cuyo frente estaba cubierto por una malla de anjeo de aluminio, a través de la cual se veían las papas, las cebollas y los tomates. La tienda del señor Luis Felipe no se quedaba atrás en organización y limpieza, aunque era más abigarrada y ofrecía más surtido de productos perecederos de los que traía los lunes La Carmeleña, un bus de escalera, gigante y ruidoso, que cada semana llegaba a Quibdó al final de la tarde, procedente de El Carmen de Atrato, y que era casi tan espacioso como un buque de madera de los que llegaban de Cartagena por el río y que, además de Kola Román y cemento, traían queso; tal como La Carmeleña traía legumbres y verduras; algo de carne y queso, especialmente ese manjar llamado quesito; unas cuantas gallinas vivas y los inolvidables fríjoles verdes, que el señor Luis Felipe vendía en su tienda casi hasta el siguiente viaje de aquella aparatosa Línea.

El Granero Yussy y el Granero ODISAL quedaban en la carrera 3ª, entre calles 26 y 25, más cerca de la Alameda que del Pandeyuca, el uno al costado occidental, el otro hacia oriente. El granero del señor Antonio Rivas quedaba en la Alameda, contiguo a la casa de Chimilor y al frente de la enorme casa esquinera de Froilán Arriaga. Y la tienda del paisa Luis Felipe quedaba en la misma Alameda, pero más hacia adentro, en casi toda la mitad entre la cuarta y la quinta, enseguida de la casa de los Moldón. De modo que no era nada difícil transitar entre estos establecimientos a la hora de mercar lo que a uno le mandara la mamá a comprar o a fiar.

Si no había leche Klim, el señor Salas ofrecía Nido. Al fin y al cabo, casi siempre, era fiada. Al señor Luis Felipe lo mataba de la risa que yo, en vez de pedirle una libra de fríjoles, le pidiera una libra de frágiles. A don Benigno lo conmovía que hubiera alguno de los condiscípulos de su hijo Chucho que no tuviera nada de comida o mecato para llevar a los paseos de la escuela, y entonces nos fiaba y -encima del fiado- ñapa nos daba.

Hacer mandados lo convertía a uno en un explorador ducho de recovecos, atajos y vericuetos, para llegar siempre a tiempo, a la ida y al regreso, de la casa a la tienda, de la tienda a la casa. Hacer mandados -aunque uno en ese entonces no lo supiera- lo entrenaba a uno en asuntos tan refinados como tomar decisiones instantáneas, con el mejor tino posible, para adivinar qué haría la mamá en caso de que no hubiera esto sino aquello o cuando lo que había disponible no era lo mismo, pero parecía igual. Si era mejor llevar el producto de reemplazo o caminar distancias adicionales para buscar el producto original, expuestos a la posibilidad de que ese artículo no estuviera disponible en ninguna parte, en ningún lugar.

Eran los tiempos en que los que todavía en Quibdó todos los señores de las tiendas coronaban la libra de queso costeño con un trocito de ñapa; el arroz se cocinaba con manteca Gravetal y los fríjoles eran de dos clases, colorao o revoltura, al igual que el azúcar era común o refinada, y el arroz era también de dos tipos. En el mercado sabatino de la orilla del río, que uno recorría mientras compraba una cuarta de plátanos, un manojo de verduras de azotea, unas cuantas frutas locales y dos o tres capachos de bija, se conseguían huevos, carnes de monte y de cerdo, panelas aliñadas, utensilios de cocina hechos de mate, pepenas y ralladores, rallos de lavar ropa y bateas o anafes de manufactura artesanal. Y una deliciosa variedad de pescados frescos, además del chere o el quícharo salado: sábalos y doncellas, boquianchas y charres, guacucos y gúngumas, quícharos y bagres, micuros y barbudos, rabicoloradas y rollizos, aguja y beringo, y -cómo no- bocachico y dentón.

En el viejo Quibdó de nuestra infancia, cuando todavía en los barrios alcanzaban a oírse las campanas de la iglesia parroquial, los mandados eran una especie de conexión esencial de los niños con la historia de su pueblo, con su economía, con su vida cotidiana y con su gente, con su grandioso río tutelar y con su pródiga ruralidad.


[1] Para quienes deseen recordar o conocer la maravilla musical y narrativa que es esta canción (Jugando) de Zully Murillo, aquí la pueden oír: https://www.youtube.com/watch?v=MVQIIJzl0rc