27/01/2025

 Estampas quibdoseñas (IV)

El Bazar Alejandro Petión

Quibdó (ca. 1965). Parque Centenario y monumento en homenaje a César Conto Ferrer. Al frente es el actual malecón del río Atrato. Aproximadamente a unos 50 metros a la izquierda (sur) quedaba el sitio donde se ubicó el Bazar Alejandro Petión. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

En Quibdó, en uno de los puertos de la orilla del río Atrato, unos meses después del descomunal incendio de octubre de 1966, poco antes de la histórica Huelga de Agua y Luz de 1967, dos haitianos -que nadie sabe cómo llegaron, pero que seguramente vinieron en barco desde Cartagena- instalaron un bazar, en el que -previo pago de la boleta- los ganadores obtenían el premio al cual le hubieran atinado, que bien podía ser una linterna de pilas, un portacomidas, un cuchillo de cocina, un molinillo o un caldero pequeño.

Aunque todo el mundo en Quibdó supuso que había sido por la vía del Atrato; sin que nadie supiera por dónde, ni cómo, ni cuándo, así como llegaron, los haitianos desaparecieron. Eran dos. Sesentones, setentones. Chombos ambos. Altos los dos; así los sacos de los trajes que usaban fueran un poco más grandes que ellos y brillaran en la resolana de las 12 del día, cuando el pueblo entero reverberaba bajo el resistero de los techos de zinc, y el pavimento triste de la carrera primera sudaba, mientras morían de sed el polvo, el balastro y las piedras de las calles aledañas, que intentaban infructuosamente llegar hasta la orilla del río para humedecerse un poco.

Su español era bastante enredado y arrevesado, raro y más acentuado de la cuenta. Pero la gente les entendía y, en busca de las pequeñas fortunas que ofrecían, llegaban hasta ellos, cuando el tilín de su campana declinaba y las primeras rifas iban a comenzar. En una pequeña planicie, ubicada en la subida de la orilla del río Atrato hacia la Carrera Primera, al frente del Parque Centenario, exactamente en el tramo de malecón al frente de donde hoy se erige el monumento a Diego Luis Córdoba, a medio camino entre la calle y el llamado Puerto de Malaria,[1] los dos haitianos, que habían llegado de Cartagena a Quibdó una noche de lluvia, en uno de los barcos de madera que cada semana traían a Quibdó las noticias y mercancías de la modernidad, habían instalado su bazar: “¡Vengan todos al Bazar Alejandro Petión!”, gritaba uno de ellos, mientras en su mano derecha tintineaba la pequeña campana que usaban para llamar la atención.

Sobre la mezcla de barro, piedrilla, cascajo, peña, musgo y pantano seco de aquella explanada, día a día, los haitianos tendían su mantel de la fortuna. Y sobre él disponían, lo más relucientes que fuera posible, linternas de aluminio de las de tres pilas grandes, ollas y calderos, jarras de vidrio gruesas y turbias, vasos con decorados de florecitas coloridas, juegos de pañuelos, cucharas, tenedores, cuchillos, unos cuantos cucharones de peltre y de vez en cuando hasta una Kola Román. Cada quien con su cada cual: si usted quería ganar, tenía que pagar la boleta que le daba el derecho a sacar de una bolsa de tela un papel en blanco para los perdedores o con el nombre del premio escrito para los ganadores. Más de un campesino vio esfumarse su dinero, más de un campesino vio florecer el suyo en un caldero nuevo para el arroz nuestro de cada día. En el Bazar Alejandro Petión el que perdía perdía, pero ganaba quien lo hacía.

En el Bazar Alejandro Petión no se podía jugar, ni declinar o reclamar el premio sin antes oír una arenga, que era la respuesta a la pregunta que todo el mundo se hacía: ¿quién era Alejandro Petión? Con voz recia, con español desaliñado y francés correcto e ininteligible, el haitiano que fungía como vocero del bazar le espetaba a su expectante audiencia: “Alejandro Petión, libertador de Haití, ayudó a Simón Bolívar a acabar con el yugo español en la Nueva Granada… ¡Viva Alejandro Petión!”.

Aquella proclama breve, dicha en lengua hispanofrancesa, unida a la curiosidad que despertaba la súbita presencia de los dos haitianos en trance de rebusque, cuando los antillanos que los habían precedido en la región venían a trabajar como obreros calificados (por ejemplo, carpinteros y constructores de casas) en la empresa minera que había trasteado el oro y el platino del río San Juan hacia los Estados Unidos; provocó una pequeña ola de indagación histórica entre muchachos y adultos. Unos y otros recurrieron a los más afamados profesores y a las más competentes maestras del pueblo para que les explicaran claramente quién era el tal Alejandro Petión y si sí era cierto lo que los haitianos decían sobre su ayuda al Libertador Bolívar. De paso, más de uno aprovechaba para enterarse bien, mapa a la vista, dónde quedaba el país del cual venían esos dos y por qué hablaban francés y no español como todo el mundo o inglés como todo gringo que se respetara.

Este último dato, el de la lengua materna de los dos haitianos que cada día durante varios meses instalaron su Bazar Alejandro Petión a orillas del Atrato, en Quibdó, a finales de la década de 1960, concitó un interés adicional entre un grupo de muchachos de 5° y 6° de bachillerato, que de inmediato vieron en su presencia la mejor oportunidad de practicar el francés que por unas horas a la semana les enseñaban en el Colegio Carrasquilla. De modo que se convirtieron, tarde tras tarde, en visitantes y contertulios asiduos del bazar, cuando el sol declinaba al otro lado del río y la gente, antes de irse a sus casas, se arremolinaba para presenciar las charlas en francés de las que no entendían ni jota, pero de las cuales sentían orgullo patrio por la evidente inteligencia de estos jóvenes hijos de la tierra chocoana.[2]

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Diez músicos chocoanos en un museo de Jericó

Retratos de diez músicos chocoanos en una exposición en el Museo de Antropología y Artes, de Jericó (Antioquia), MAJA, y créditos de las fotos, tomadas en 1983 por el fotógrafo Jorge Mario Múnera. FOTOS: Jennifer Villamarín.

Desde el 30 de noviembre de 2024 hasta el 26 de enero de 2025, sendos retratos de diez músicos chocoanos estuvieron expuestos en el Museo de Antropología y Artes, MAJA, de Jericó (Antioquia), tierra de Santa Laura Montoya y de Manuel Mejía Vallejo; como parte de la exposición VESTIGIO DEL MAR DE AGUA DULCE. FOTOGRAFÍAS DE MÚSICOS NOTABLES, del famoso fotógrafo antioqueño Jorge Mario Múnera (Medellín, 1953).[3]

Diez fotografías en blanco y negro, de 100 cm x 100 cm cada una, dispuestas en un mosaico de dos filas en una de las amplias y extensas paredes de uno de los confortables salones de exhibición de ese bello museo jericoano, fueron vistas, visitadas, contempladas, durante casi dos meses, por cientos de visitantes locales y de turistas. Todos los cuales se preguntaron lo que la exposición no les decía: ¿quiénes eran estos músicos negros, de tan digno porte y maravillosa fotogenia? Ya que las diez pequeñas tarjetas de identificación fijadas debajo de las fotografías se limitaban a informar, en repetido texto: “Banda Municipal de Quibdó. Quibdó, Chocó. 1983. 100 x 100 cms”, impreso en itálicas y dispuesto en cuatro líneas, incluyendo también el número secuencial de cada fotografía en la serie completa de la exposición.

Nadie supo, con dos o tres excepciones, una de las cuales me envió fotografías de la muestra en el MAJA de Jericó,[4] que se trataba de un grupo de músicos chocoanos de tres generaciones, que coincidieron en el tiempo y sumaron sus talentos para acrecentar y enaltecer la riqueza de la historia musical del Chocó, especialmente de los aires de la Chirimía Chocoana, que cuando la foto fue tomada, en el año 1983, llevaba décadas de haberse convertido en distintivo musical de esta tierra de música y de músicos.

Las diez históricas fotos de estos legendarios músicos chocoanos han sido incluidas también en uno de los libros de su autor, Portraits of an Invisible Country: The Photographs of Jorge Mario Múnera,[5] cuya edición impresa estará disponible en Amazon en febrero próximo.[6] Igualmente, habían formado parte de la misma exposición, en 2022, en diferentes sitios de Medellín.

Bien valdría la pena que alguna institución cultural del Chocó, con apoyo del Ministerio de Cultura, coordinara con el fotógrafo autor de los diez bellos retratos la realización de una exposición de los mismos en Quibdó; con textos alusivos a la trayectoria musical de cada uno de ellos y a la historia de la Chirimía chocoana. Dicha exposición, completa, podría pasar a formar parte del acervo patrimonial de la región, bajo el cuidado de una institución responsable y conocedora de las técnicas de preservación y manejo de este tipo de elementos; de modo que estuviera disponible para ser exhibida en el mayor número de poblaciones del Chocó. Idealmente, podría ser complementada con unas cuantas obras de fotógrafos chocoanos sobre el mismo tema: la música. Estos, al igual que el antioqueño Múnera, cederían al sector cultural chocoano los derechos de uso permanente de sus trabajos para esta exposición.

FOTO: Jennifer Villamarín.
Por lo pronto, gratitud eterna a estos diez músicos chocoanos, a los ausentes y a los presentes, cuyos rostros tanta gente conoció en el Museo de Antropología y Artes, de Jericó (Antioquia), MAJA: Eleuterio Martínez (Cabo Varilla o Cabo’e varilla), Wilson Mayo, Francisco Antonio Medina Lagarejo (Medina), Marcos Blandón Valencia, Leonidas Valencia Valencia (Hinchao), Oscar Salamandra, Carlos Borromeo Cuesta, Luis Cuesta Casas (Machería), Manuel “Costilla”, Reinaldo Moreno Córdoba (Reinaldo Avión); nombrados de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, según su aparición en el mosaico fotográfico. Su aporte al patrimonio cultural y musical del Chocó es ciertamente invaluable.[7]



[1] El Servicio de Erradicación de la Malaria, SEM, que hizo historia durante varias décadas en el Chocó, era conocido por la gente como Malaria y sus promotores eran conocidos como los malarios.

[2] Este relato es basado en la memoria original que sobre el Bazar Alejandro Petión me contó de viva voz Lascario Barboza Díaz, chocoano, Médico Veterinario, empresario y músico.

[4] Jennifer Villamarín, amiga de Jericó, fue quien -actuando como corresponsal de El Guarengue- me contó de la exposición en el MAJA donde aparecían los retratos de diez músicos chocoanos y me envió fotografías de la exposición. Gracias a ella por su colaboración.

[7] Jesús Elías Córdoba Valencia, Américo Murillo Londoño y César Murillo Valencia, a quienes agradezco su generoso apoyo, me ayudaron en la identificación completa de los diez músicos de la foto.

20/01/2025

 Armando Luna Roa 
El hombre que amaba a todo el mundo

Armando Luna Roa (ca. 1950). FOTO: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

“Veo aquí a todo un pueblo congregado ante los despojos humanos de este amigo tan querido y me pregunto: ¿por qué todo el mundo quería a Armando Luna? La respuesta salta espontánea como era su sonrisa: porque Armando Luna amaba a todo el mundo”. Senén Mosquera Lozano, Intervención en el sepelio de Armando Luna Roa. Noviembre de 1961.

El pasado 1° de enero se cumplió el 107° aniversario del nacimiento en Condoto del egregio intelectual y educador chocoano Armando Luna Roa, quien era rector del histórico Colegio Carrasquilla de Quibdó (que en el 2025 cumple 120 años de existencia) cuando allí se graduaron los primeros bachilleres, en 1948.[1]

Fundadores

Armando Luna Roa, quien falleció en Quibdó el 18 de noviembre de 1961, cuando apenas iba a cumplir 44 años, forma parte de la brillante generación de primeros chocoanos, hombres y mujeres, que se graduaron como profesionales de la educación y -a partir de la creación de la Intendencia Nacional del Chocó, especialmente desde la década de 1930- trabajaron con denuedo por la universalización de la educación pública en la región; mediante la creación y organización de los colegios intendenciales, la consolidación del bachillerato completo en el Colegio Carrasquilla y el comienzo de la formación de maestros en la Normal de Varones de Quibdó, y la consiguiente multiplicación de escuelas públicas urbanas y rurales a todo lo largo y ancho del territorio regional, hasta cuyos confines fueron llegando las maestras y los maestros oriundos del propio Chocó.

De dicha generación de educadores e intelectuales hicieron parte Rogerio Velásquez Murillo, Nicolás Rojas Mena, Marcos Maturana Chaverra, Ramiro Álvarez Cuesta, Saulo Sánchez Córdoba, Vicente Ferrer Serna y Nicolás Castro Aluma, entre otros. Igualmente, un grupo de educadoras que terminarían siendo las pioneras de la irrupción de la mujer chocoana en la escena pública y las adelantadas del magisterio rural en los ríos, montes y caseríos del remoto y profundo Chocó de entonces: Tulia Moya Guerrero, Edelmira Cañadas, Julia Sánchez, Clara Rosa Perea, Tita Quejada, Visitación Murillo, Teresa Campos, Digna Asprilla, Josefina Rodríguez, Carmen Isabel Andrade, Eyda Castro Aluma, María Dualiby Maluf, Judith Ferrer, Margarita Ferrer Cuesta, Leonor Londoño y María Ezequiela Urrutia, son algunas de ellas.[2]

Estos hombres y estas mujeres, a quienes la historia regional debe un capítulo completo, son los fundadores de la educación pública accesible a todos los sectores sociales de la población chocoana. Con su trabajo y dedicación, ellas y ellos materializaron los sueños de César Conto de convertir la educación en un derecho para todos: “la educación popular, sin tributos al escolasticismo, libre, laica, científica”, como lo expresó Conto hace un siglo en su Testamento Político; y materializaron la promesa de Diego Luis de cambiar los delantales de la servidumbre por los diplomas del bachillerato y el magisterio.

Las políticas educativas de los gobiernos de la República Liberal y el trabajo regional de Adán Arriaga Andrade como Intendente Nacional y de su director de Educación, Vicente Barrios Ferrer, favorecieron este hito trascendental e histórico del desarrollo del Chocó, que fue posible gracias a la labor de profesionales chocoanos como Armando Luna Roa y sus coetáneos, muchos de ellos beneficiarios del programa de becas del Gobierno Nacional y la Intendencia del Chocó, establecido en la región desde comienzos del siglo XX.

Licenciados

Armando Luna Roa pertenece a una sucesión insigne de colombianos que se formaron en la Escuela Normal Superior de Tunja, germen de los programas de estudios superiores de educación en Colombia y precursora de la Universidad Pedagógica y Tecnológica. Bajo la tutela académica de la Universidad Nacional de Colombia, la Normal Superior graduó valiosas promociones de institutores, maestros superiores y licenciados, con diversos énfasis (sociología, antropología, geografía). Graduado como Institutor, en 1941, y en 1942 como Licenciado en Ciencias Sociales y Económicas, con énfasis en Sociología, Armando Luna Roa compartió aulas con Virginia Gutiérrez de Pineda y Luis Duque Gómez, quienes posteriormente -luego de sus estudios en el Instituto Etnológico Nacional- serían colegas de otro chocoano, Rogerio Velásquez Murillo, en la gesta del desarrollo de la antropología en Colombia.

Allí, en la Normal Superior, Luna Roa fue discípulo de intelectuales como José Francisco Socarrás, el insigne médico que fundó y dirigió esa institución, el geógrafo Pablo Villa y pedagogos de la talla de Manuel José Casas Manrique, Agustín Nieto Caballero y Antonio García, entre otros maestros y condiscípulos que -al abrigo de los gobiernos de la República Liberal- darían lustre a la educación y a las ciencias sociales y humanas en la Colombia contemporánea.

Nicolás Rojas Mena, Saulo Sánchez Córdoba, Eugenio Peña C., Carlos A. Mosquera, Abraham Rentería S. y Miguel A. Caicedo Mena son parte de la pléyade de educadores chocoanos profesionales que contribuyeron a la fundación y universalización de la educación pública en el Chocó, a partir de la década de 1930. FOTOS: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó. Edición: El Guarengue.

Educador

De regreso a Quibdó, “su primer empleo fue el de Profesor de Sociales en la Escuela Normal para Varones de Quibdó, en 1943”.[3] Su clase de Historia de la Educación fue famosa y apreciada entre las primeras generaciones de normalistas quibdoseños. En 1948 fue rector del Colegio Carrasquilla, de Quibdó, y en 1950 del Colegio Simón Araújo, de Sincelejo. Igualmente, “fue profesor de Filosofía, Pedagogía, Psicología, Historia y Geografía en los principales centros de educación secundaria de Quibdó, donde brilló por su exquisita personalidad y profundos conocimientos, premio a su insaciable sed de estudio y de consagración a la enseñanza”.[4]

“La Historia habrá de juzgar la obra del licenciado Armando Luna como educador… El día llegará en que sus innumerables descendientes espirituales escriban con justicia lo que fue este conquistador de almas para la cultura de esta tierra, que tan mal paga en ocasiones a sus mejores servidores”; expresó su gran amigo Senén Mosquera Lozano, en el panegírico que leyó en el sepelio de Armando Luna Roa, ante una multitud compungida, triste por la partida de uno de sus mejores coterráneos y maestros.

Servidor público

Además de su trayectoria como educador, Armando Luna Roa fue Diputado de la Asamblea departamental y ejerció la Dirección de Educación del Chocó, desde donde trabajó en la consolidación de la educación pública en la región y, preocupado por la delincuencia infantil, creó la Correccional de Tanando, primer centro destinado a la rehabilitación de menores infractores; así como impulsó la difusión de contenidos culturales a través de la emisora La Voz del Chocó.

Se desempeñó también como Síndico de la Beneficencia del Chocó, cargo que ostentaba el día de su fallecimiento, y desde el cual destinó recursos para la posterior construcción del famoso edificio sede de la entidad (el Ocho pisos) y el Teatro César Conto, de Quibdó. Fue corresponsal, durante más de una década, de los periódicos El Espectador y El Tiempo, y colaborador de varias revistas culturales nacionales; así como miembro fundador del Club de Leones de Quibdó.

Pedagogo e investigador

Haciendo honor a su formación académica y a su condición de estudioso permanente de las ciencias sociales, humanas, económicas y de la educación, y de observador sistemático de la realidad de su tierra, Armando Luna Roa dejó -además de una colección de artículos periodísticos publicados en su labor de corresponsal, y de textos y discursos escritos como funcionario y como educador- por lo menos dos libros terminados e inéditos: “La Escuela en el Chocó” y “Breves noticias histórico-geográficas del Departamento del Chocó”. El primero es un completo análisis sobre la institución escolar en la región, el papel de la educación y del maestro en la sociedad, y recomendaciones sobre diversos tópicos pedagógicos, morales sociales acerca de la labor educativa. El segundo es un texto de uso escolar para el conocimiento y la enseñanza de estas materias en los establecimientos educativos, que abarca desde la prehistoria hasta la independencia y la república, con un acápite especial dedicado a las diferentes versiones sobre la fundación de Quibdó.[5]

En su trabajo sobre la escuela en la región, Armando Luna Roa expresa claramente que “la función social de la escuela en el Chocó jamás ha sido una realidad”, pues se limita a la enseñanza rutinaria, con métodos caducos, en lugar de sembrar inquietudes en un pueblo tradicionalmente conformista y que “todavía continúa siendo víctima de iniquidades”.[6]

Con admirable lucidez y sentido histórico, Armando Luna Roa caracteriza el contexto del Chocó de mediados del siglo XX: “El abandono criminal en que ha permanecido esta región, reputada como una de las más ricas del mundo, ha permitido toda clase de abusos, que a diario perpetran las compañías imperialistas que arruinan la riqueza nacional y acaban con el capital humano”.[7]

Además del atraso en la educación pública, debido a su reciente expansión en el Chocó, Armando Luna Roa plantea claramente en su obra el grave problema de la desintegración regional producida por el aislamiento interno, que impide el trabajo mancomunado. “…Nuestros pueblos están aislados, sin una conexión que facilite la cooperación de una provincia a otra, de uno a otro municipio. Este aislamiento no les permite mantener un intercambio de ideas, métodos de enseñanza, etc., por lo cual no pueden colaborar en la obra común y necesaria: un Chocó grande”.[8]

En ese sentido, Armando Luna Roa exhorta al magisterio a que tenga en cuenta que “está en nuestras manos la suerte de una porción del territorio patrio, la suerte de un pueblo, de una raza”.[9] Y aboga por pedagogías acordes con estas realidades, así como por la formación permanente y continua del maestro, para que pueda ejercer su trabajo con responsabilidad y conciencia del deber. Su crudo diagnóstico al respecto lo dejó escrito así: “Uno de los males de que adolece el magisterio radica en el total abandono del estudio, en esa indolente despreocupación por los libros… La mayor parte de los maestros que actualmente se encuentran en actividad, con pocas excepciones, están rutinizados y claro que así tiene que ocurrir en una región tan olvidada como es el Chocó”.[10]

Su trabajo “La Escuela en el Chocó” concluye con recomendaciones y consejos sobre algunas cualidades del maestro, como el optimismo y la constancia, el amor a la niñez, que le deben dar fuerzas para no desfallecer en su labor educativa. Y para subsanar las carencias formativas del magisterio, Armando Luna Roa recomienda al Ministerio de Educación que incluya en las bibliotecas escolares material pedagógico en cartillas breves, no en libros voluminosos. Finalmente, el experimentado educador plantea la necesidad de que las autoridades hagan justicia con el magisterio en materia de sus salarios y prestaciones, que para la época no se compadecen con la misión que estos profesionales cumplen en la sociedad.

Portada y contraportada de la recopilación de textos biográficos sobre Armando Luna Roa, publicada por el Maestro Miguel A. Caicedo Mena en agosto de 1993. FOTO: Archivo El Guarengue.

“Adiós, Armando querido…”

Su amigo Senén Mosquera Lozano, cuya intervención en el sepelio de Armando Luna Roa fue una de las más sentidas y emotivas, resaltó sus virtudes y lamentó su pronta partida: “Hijo modelo, hermano cariñoso y comprensivo, esposo amante e inimitable padre de familia, Armando Luna deja inconcluso su periplo, porque le faltaba mucho por realizar, porque la patria, su familia y sus amigos esperaban mucho más de lo que había hecho, con ser mucho…”.[11] Y remató su estremecedora despedida, en el Cementerio San José, de Quibdó, en noviembre de 1961, con estas palabras: “Adiós, Armando querido, sabes que por mi boca te habla Tadó, ese pueblo que amaste más que si hubiera sido la cuna de tus primeros gestos a la vida, y no podía faltar la voz de ese pueblo tan sincero, que no tiene puerta para las almas nobles como la tuya…”.[12]

Tristes y conmovedoras como pocas, concurridas como las que más, en las honras fúnebres de Armando Luna Roa no hubo ojos que no lloraran su partida, ni corazones que no agradecieran -en el silencio de la tristeza- lo  provechosa que fue su corta vida.


[1] Rivas Lara, César E. Reseña histórica del Colegio Carrasquilla, Alma Máter de la cultura chocoana, 115 años: 1905-2020. Léanlo Editores, Medellín, 2020. 361 pp. Pág.117-118

[2] Caicedo M., Miguel A. Sólidos pilares de la educación chocoana. Mayo de 1992, Editorial Lealon. 75 pp. Pág. 32-33

[3] Caicedo M., Miguel A. Armando Luna Roa. Editorial Lealon, Medellín, Quibdó, agosto de 1993. 57 pp. Pág. 13.

[4] Ibidem. Pág. 14.

[5] Caicedo M., Miguel A. Armando Luna Roa. Editorial Lealon, Medellín, Quibdó, agosto de 1993. 57 pp. Pág. 29-43

[6] Luna Roa, Armando. La escuela en el Chocó. Citado por Caicedo M., Miguel A. Armando Luna Roa. Obra citada. Pág. 30.

[7] Ídem. Ibidem.

[8] Ídem. Ibidem.

[9] Ídem. Ibidem.

[10] Ibidem, pág. 37.

[11] Caicedo M., Miguel A. Armando Luna Roa. Editorial Lealon, Medellín, Quibdó, agosto de 1993. 57 pp. Pág. 20

[12] Ibidem, pág. 21

13/01/2025

 ARISTA SON 
(3ª Parte)

*En la década de 1970, Arista (2° de izquierda a derecha) y sus Estrellas le aportaron a la noche y a la escena musical bogotana nuevas sonoridades y ritmos musicales. Según palabras de Libia Stella Gómez: le enseñaron a Bogotá a bailar y escuchar el folclor de su tierra. Fueron años muy intensos, en los que, si un fin de semana Arista cantaba para los nadaístas en el bar La Herradura (Calle 72 con Carrera 7), al siguiente se presentaba con Oscar Golden y Billy Pontoni en un show televisivo. FOTO: ¡Fuera Zapato Viejo! IDARTES, Bogotá, 2014.

La publicación en El Guarengue de la semblanza de Aristarco Perea Copete, ARISTA (Yuto, 1930 – Bogotá, 2006), escrita por Libia Stella Gómez, cineasta colombiana que creó y dirigió el documental Arista Son (2011), despertó gran entusiasmo entre fans chocoanos y no chocoanos de diversas generaciones, que lo conocieron y que alcanzaron a bailar su música en Bogotá o en Quibdó. De ellos recibimos diversos comentarios sobre el texto publicado en dos entregas, así como nuevos datos acerca de la vida, la trayectoria y el valor de Arista dentro de la historia musical y cultural del Chocó; algunos de los cuales se pueden leer en la sección de comentarios de El Guarengue-Relatos del Chocó profundo.

Uno de dichos aportes es un breve texto del abogado y artista Américo Murillo Londoño, de reconocida estirpe de músicos y cantantes, quien es además un memorioso cronista de la vida quibdoseña de otros tiempos. Ameriquito, como es ampliamente conocido en Quibdó, escribió para El Guarengue un relato sobre los tiempos en los que Arista convirtió en escenario musical y de la bohemia quibdoseña un sótano del otrora famoso y elegante Teatro César Conto. Esperamos que disfruten este cierre de la serie sobre Arista, nuestro gran sonero y bolerista.

Julio César U. H.

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 Arista y sus Estrellas

Por Américo Murillo Londoño

Aristarco Perea Copete, más conocido como “Arista”, nació en Yuto. Era hijo del comerciante Erasmo Perea, también de esa población, que tenía entre sus actividades principales la compra y venta de oro y en especial de platino. La madre de Arista se llamaba Eufemia Copete Ledesma, y era natural de Tadó.

Desde muy joven, Aristarco tuvo una conexión con la música Cubana, inclinándose por los boleros y sones, teniendo como referente al gran Benny Moré. Cuando Aristarco era un joven, en Quibdó se hablaba mucho de Panamá y particularmente de Colón, que movía mucho comercio a la par que ritmo y rumba; razón por la cual personas conocidas en la localidad se aventuraron por esos lares, entre otros: Aurelianito Ortiz, Ovidio Asprilla Palacios, Leonidas Chaverra Córdoba, Arcelio Mosquera Machado y por supuesto Aristarco, que no se podía quedar atrás.

A su regreso a Quibdó, Aristarco abre una tienda en la esquina de la Carrera 3ª con Calle 25 (Barrio Pandeyuca) frente al Café Andágueda y en las noches, con sus amigos, al son de guitarras interpretaban música variada que concitaba a melómanos reconocidos. Por sus condiciones innatas para el canto, Arista es convocado para formar parte de la agrupación musical en ciernes Los Negritos del Ritmo, para desempeñarse como vocalista junto con Alfonso Córdoba” El Brujo”. En cuestiones de música, Aristarco era muy exigente, ordenado en extremo; por eso lo tildaban de resabiado y, como siempre soñó ser una estrella en la música, se retira de los Negritos del Ritmo y organiza su propia agrupación musical: “Arista y sus Estrellas”.

El antiguo Teatro César Conto, de Quibdó, tenía un sótano, con acceso por la Carrera Tercera, más o menos por donde queda actualmente el pasaje que comunica a la Carrera 4ª. Aristarco tomó en arriendo este lugar, lo adecuó como un bar, ubica mesas, sillas, ventiladores, instala iluminación y organiza una pequeña tarima para los artistas. Al local no lo identificó con nombre alguno, siempre fue denominado como “El Sótano”. Arista se hizo acompañar musicalmente por guitarristas de talla, como Víctor Dueñas Porras, Ciro Murillo y Francisco García (padre)

El Sótano se volvió muy popular, muy frecuentado por amantes de la música y Arista desde la tarima hacía las veces de animador, y desde allí controlaba a los meseros, con micrófono abierto y las maracas en las manos no dudaba en indicarles en qué mesa estaban pendiente del pedido, e instaba a los asistentes a no fumar porque era perjudicial para la salud; en fin, Arista sin duda alguna era un personaje peculiar.

En El Sótano, por su condición de tener un techo bajito, el calor era sofocante, debido a que los ventiladores de poco o nada servían, ya que no había sistema de circulación de aire, y para colmo de males en tiempos de mucha lluvia, que el Atrato se crecía, El Sótano se inundaba debido a que el nivel freático del sector era muy alto. Lo anterior ocasionó que la dicha y el encanto de El Sótano se fuera esfumando y con el público escaseando llegó el ocaso de ese sitio de diversión bien chévere.

El cierre de El Sótano significó para Arista un simple tropezón en la vida, que lo estimuló para soñar y   buscar una nueva oportunidad. Es así como convoca al veterano Neptolio Córdoba y a nuevos talentos, para abrirse paso en Bogotá, tales como Manuel (Manolo) Moreno Valencia, bajista; Juan (Juancito) Maturana Guevara, baterista; Juan de Dios Cuesta, Senén Cuesta Lozano y otros.

El viaje de Arista y sus Estrellas cayó como anillo al dedo ante la colonia Chocoana, que era numerosa y requería de un espacio de diversión propio, diferente a lo que había en la capital, y a fe que Arista lo logró, se posicionó y triunfó.

Finalmente, debo anotar que Don Erasmo, como le decían al padre de Arista, fue un comerciante con sedes en Quibdó y Tadó; una de sus líneas de negocio fue la compraventa de oro y platino, metal éste que le ayudó a posicionarse aún más, económicamente, en razón a que su demanda aumentó en tiempos de la II Guerra Mundial, debido a que ese metal servía para la fabricación de explosivos; dicha guerra culminó en 1945. Erasmo Perea tuvo cuatro hermanos más, entre las cuales se contaba a la educadora Clara Perea de Mosquera, la mamá del médico Jesús Alberto Mosquera Perea (Chucho).


06/01/2025

 ARISTA SON
(2ª Parte)

*Aristarco Perea Copete, ARISTA (Quibdó, 1930-Bogotá, 2006).
FOTOS: tomadas de "¡Fuera Zapato Viejo!", 
IDARTES, Bogotá, 2014.

En el Cementerio Central de Bogotá reposan los restos de Aristarco Perea Copete, el gran Arista, una de las voces más prodigiosas del pentagrama chocoano y antillano, quien -con todo y sus excelsas dotes artísticas- solamente pudo grabar tres discos y lo hizo cuando ya había cumplido 70 años: Canto a la Naturaleza, con sus propios recursos económicos y medios técnicos limitados; y los dos que la disquera MTM le grabó, con renovado conjunto musical y en condiciones profesionales: Así es la vida y Arista Son. Los cuales se vendieron en Bogotá y fuera de Colombia con la misma presteza con la que en la Casa Folclórica del Chocó se vendían el aguardiente Platino, el sancocho chocoano o los pasteles de arroz.

Arista nació en Yuto, entonces corregimiento de Quibdó, en 1930. Y murió en Bogotá en septiembre de 2006, un mes antes de la fecha prevista para su viaje a Cuba, que habría sido el viaje más maravilloso de su vida, ya que su mayor sueño siempre fue conocer la isla caribeña y tocar allí su música. De hecho, en este viaje, Arista tenía programadas presentaciones musicales en un festival en Santiago de Cuba y en otras ciudades de la isla. Tanto su partida de Bogotá como su periplo cubano serían celosamente documentados por un equipo profesional de cine, como parte del documental ARISTA SON, cuya premiere se llevó a cabo en el año 2011, el mismo día en el que se cumplía el quinto aniversario de su muerte, ante un público conmovido hasta las lágrimas, en la Cinemateca Distrital de Bogotá.

El documental fue concebido y realizado por la directora de cine Libia Stella Gómez, quien se lo había prometido a Arista en una charla coloquial, cuando ella apenas comenzaba a estudiar cinematografía en la Universidad Nacional de Colombia. De Libia Stella Gómez es también la bella semblanza cuya primera parte presentamos en la anterior edición de El Guarengue-Relatos del Chocó profundo; y cuya segunda parte presentamos hoy, para que, de la mano y en las palabras de quien tanto lo conoció, conozcamos nosotros qué pasó desde la desilusión por la pérdida de la Casa Folclórica del Chocó, a finales de los años 1980, hasta la muerte de Arista, a sus 76 años, cuando aún le faltaba tanto por hacer, tanto por cantar, tanto por componer, tanto por alegrar a la escena musical nacional e internacional… y tanto por esperar a que su tierra chocoana lo recordara.[1]

Julio César U. H.

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EL BUENARISTA SOCIAL CLUB
Historia de una promesa
Por Libia Stella Gómez
(Segunda parte)

El sabor de la adversidad no lo dejó abatido y puso cerca de la calle 22 con carrera 9ª una oficina en donde se ofrecían servicios musicales. Sus músicos de esa época, compañeros de infortunio, fueron reclutados en los cafés y billares, de entre los bohemios y borrachos juglares que, a diario, al calor de los aguardientes y con la guitarra debajo del brazo, esperan la llegada del cliente enamorado que busca brindar una serenata. Dando shows por cualquier peso, de un negocio a otro, de aquí para allá, logró sobrevivir con dificultad los años noventa.

Finalizando esa década, los aires cambiaron y empezó a ser oído. En 1997 con la ayuda de Fernando Garzón, el dueño de Buscando América, Arista consiguió un toque en la Casa del Teatro La Candelaria, donde el recién creado Ministerio de Cultura rendía un homenaje al maestro Santiago García. Allí lo escucharon Ramiro Osorio, el primer titular de la cartera, y Fanny Mickey, la directora del Teatro Nacional, que de inmediato empezaron a contratarlo para amenizar fiestas en el norte de la ciudad.

Algunos dueños de restaurantes como Gerardo Marín también le abrieron sus puertas en el barrio La Macarena y de allí pasó a ser una figura habitual en los saraos de la vieja guardia rumbera. En 1998 enganchó con Salsa al Parque y con ello vinieron contratos y mejores épocas. Poco a poco fue dejando el centro de Bogotá y su 22 con novena, para trasladar sus toques a lugares tan lejanos como el restaurante Andrés Carne de Res en la vecina población de Chía.

Por esa buena racha consiguió en el año 2000 su primer viaje internacional. En el aeropuerto El Dorado este grupo de veteranos del son tuvo que dejar al trompetista porque tenía una prohibición para salir del país. Y así, con el grupo incompleto, se fueron para el Festival de la Cultura Colombiana en México. Arista contaba que en ese viaje, y por primera vez en su vida, le llovieron las peticiones de autógrafos y hasta el deseo inverosímil de un fan. Una noche, después de un show en un local nocturno, un auto misterioso los persiguió a él y a la orquesta mientras volvían caminando al hotel. Arista trató de esconderse creyendo que se trataba de algún problema relacionado con el músico que habían dejado en Bogotá, pero solo era un hombre que había presenciado su show y estaba tan emocionado que quería tomarle una foto al músico chocoano besando a su mujer en la boca.

Antes del viaje, había logrado grabar unos cuantos temas en un estudio casero y hacer una pequeña edición de 300 CD. A pesar de que en México logró vender casi todas las copias de Canto a la naturaleza, no estaba totalmente satisfecho con el disco, le disgustaban la carátula fotocopiada, el sonido de garaje y los tropiezos en el acompañamiento. Recuerdo que, cuando lo conocí, Arista peleaba constantemente con los músicos, tratando de sacarles su mejor interpretación, porque no alcanzaban con los instrumentos la monumentalidad de su voz.

Al volver de México lo contactaron de MTM para grabar ahora sí en toda la regla. El primer requisito de la disquera fue utilizar un grupo distinto y para ello tuvo que abandonar a sus viejos compañeros de luchas, en aras de alcanzar un sonido más profesional. Conservando únicamente al Moro, se incorporaron a su grupo el tresista cubano Santiago Domingo, el arreglista Luis H. Cortéz “Nanico” y el trompetista Jaime Gómez. El nuevo disco, titulado Así es la vida, contenía los mismos temas de la grabación casera, pero presentaba un acompañamiento que hacía honor a su voz y por primera vez Arista se sintió orgulloso de lo que había hecho. El CD se agotó rápidamente.

Si los sones de ese disco y también de los posteriores parecen cubanos es porque estas músicas comparten las mismas raíces africanas. A pesar de que mantenía un nutrido repertorio de Cuba, en composiciones como “Mi tierra” Arista reflejaba el orgullo que sentía por su folclor, por su Chocó, por esos sones que siempre buscó posicionar y popularizar. En otras, como “Al pan pan, al vino vino”, añadía componentes de protesta, pero no con el ánimo de sumarse a la corriente social de la salsa estilo Rubén Blades, sino porque él buscaba, de forma honesta, alzar su voz en contra de la desigualdad y la injusticia social. También escribía temas llenos de humor como “El galandro”, en el cual ese sistema de pesca utilizado en el Atrato le servía como metáfora para hablar de sus dotes de galán y conquistador, cualidad de la que se ufanaba, y, finalmente, cuando quería sacarle el máximo provecho a su voz, cuando quería dejar a la audiencia embelesada, nos regalaba “Amantes”, un precioso bolero que nos habla de la imposibilidad del amor.

Arista y el poeta Juan Manuel Roca fueron grandes amigos. Muertos de la risa solían contarle a todo el que quisiera oírlos que ellos dos habían fundado el Club de los sombrerones. FOTOS: ¡Fuera Zapato Viejo! IDARTES, Bogotá, 2014; y Sílaba editores.

El primer disco llevó con bastante rapidez al segundo, titulado Arista Son, y a una celebridad tardía del cantante chocoano. Pese a que su fanaticada crecía y los conciertos se multiplicaban, Arista siguió llevando una vida humilde. Para sobrevivir tuvo que poner en el Centro Comercial Nutabes, en la calle 19 con carrera 4ª, una pequeña tienda llamada El Señor del Son, en donde vendía el periódico Chocó 7 Días, aguardiente Platino, jugo de borojó, sus discos y los de otros músicos y despachaba cerveza a los esporádicos visitantes. Allí pasaba tardes enteras el poeta Juan Manuel Roca conversando con el Maestro y ufanándose, ambos, de que habían creado el “club de los sombrerones”. El negocio lo atendía en persona, siempre vestido de manera impecable, siempre solícito y siempre hablando de que algún día tenía que “subirse en la tarima de los grandes”.

Arista era una especie de cubano nacido por equivocación en Colombia. Eso se le notaba en los modales, en la picardía y el donjuanismo, en la elegancia de dandy del Pacífico. Su mismo estilo de cantar, que parecía expresar en cada nota el sentimiento de la raza negra, era alto, agudo y sincopado como el de Benny Moré, con quien siempre lo compararon –bueno, también con Panchito Riset, con Compay Segundo–, pero él, muy orgulloso, rechazaba esas comparaciones y enfatizaba que para él lo decisivo era que lo recordaran como Arista. Pese a lo cual uno de sus chistes preferidos era sostener que “yo dizque fundé en Colombia el Buenarista Social Club”.

En su vocabulario, “subirse a la tarima de los grandes” quería decir viajar a Cuba. Durante años había intentado ir a la Isla, pero la mala situación económica, además de otras contrariedades, le habían impedido hacerlo. Curiosamente, fue ese anhelo suyo lo que volvió a ponerlo en mi camino.

En esa época –hablo del año 2003– yo ya había terminado mi carrera como realizadora de cine y logrado conseguir la financiación para mi primer largometraje, La historia del baúl rosado. Mientras hacíamos la postproducción de la película, se me ocurrió que para una de las escenas podría venir muy bien un bolero de Arista. Le puse al montajista chileno Gabriel Baudet uno de sus discos y él quedó maravillado. Gabriel me animó a retomar la vieja idea de hacerle un documental y fue entonces, ya con el nombre y la experiencia adquiridos, que me sentí capaz de cumplirle mi antigua promesa a Arista.

Como el más grande de sus sueños era conocer Cuba, me pareció que podía usar el documental como excusa para llevarlo a La Habana y a Santiago y ponerlo a tocar con sus pares de la isla. Federico Durán, mi productor, se entusiasmó con el proyecto y rápidamente nos pusimos manos a la obra. El objetivo inicial del documental era inscribirlo en un festival del son y poner en imágenes una bellísima frase de Juan Manuel Roca: “Si Arista hubiera ido a Cuba, no se habría sentido llegando sino regresando”.

Tratamos de trabajar rápidamente, pero la escasez de recursos y la falta de eco hicieron que no fuera sino hasta el año 2005 que recibiéramos del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico el apoyo económico para emprender la travesía.

Arista y la cineasta Libia Stella Gómez, creadora y directora del documental Arista Son. Galería Café Libro de la 93, Bogotá, 2006. FOTOS: ¡Fuera Zapato Viejo! IDARTES, Bogotá, 2014.

Mauricio Silva, nuestro fotógrafo, quería que antes del viaje hiciéramos una prueba de iluminación, pues las pieles negras no son fáciles de filmar y él no quería tener ningún contratiempo en medio del rodaje. Con ese fin Arista y yo tuvimos una larga conversación en la Galería Café Libro de la 93; allí me habló de su temprana pasión por la música, me cantó fragmentos de sus temas y se explayó sobre diferentes episodios de su vida. Nuestro objetivo no era incluir esa charla en el documental; se trataba simplemente del punto de arranque de la filmación.

Adelantamos la preproducción, lo inscribimos en un festival de son en Santiago de Cuba y les enviamos sus tres CD a los músicos santiagueños que lo acompañarían. Arista estaba ilusionado con el viaje, se lo decía a todo el mundo y quizá por ello ocultaba el lacerante dolor en su pierna izquierda, atacada por la arterioesclerosis, aunque él pensaba que era gota y se automedicaba con PPG cubano (un medicamento popular que baja el colesterol y aumenta la libido). Una tarde en que estábamos definiendo ciertos pormenores, lo vi hinchado, se notaba que estaba reteniendo líquidos y le pregunté si aplazábamos el viaje. Él se limitó a decirme que no, que estaba listo.

El 7 de octubre de 2006 planeábamos tomar en el aeropuerto las imágenes de nuestro entrañable viejo embarcándose al viaje que por tantos años había esperado. Sin embargo, el 5 de septiembre de ese mismo año, un mes antes de irnos, recibí una llamada de su hijo el Moro. Arista había muerto la noche anterior, sin haber cumplido su sueño y dejando trunco el mío de hacerle un gran homenaje en vida. Su entierro en el Cementerio Central fue doloroso y emocionante al mismo tiempo. Varios grupos de músicos chocoanos fueron a darle el último adiós.

Su muerte fue un duro golpe para la realización del documental. Tardé un año en encontrar la disposición de ánimo para retomar el proyecto. Solo intentar editar el material me dolía. Sin embargo, logré sobreponerme y aquella conversación en Galería Café Libro, que solo era una prueba de iluminación, terminó convirtiéndose en la columna vertebral del documental.

Lo reedité una y otra vez, porque no estaba contenta con el resultado. Luego vino el problema con los derechos de algunas canciones: “Lágrimas negras” y “Tú me acostumbraste” estuvieron a punto de salir porque no teníamos el dinero para pagarle a Sayco. Finalmente, el 5 de septiembre de 2011, pudimos estrenar el documental en la Cinemateca con una emocionada reacción del público.

Esa noche no solo mostramos el trabajo; el antiguo grupo de Arista, con Nicoyembe en la voz principal, nos regaló algunas de sus interpretaciones. De repente, Ketty Perea, la hija del Maestro, tomó el micrófono y dijo unas sentidas palabras en las cuales resaltó mi terquedad para sacar adelante el proyecto. Por supuesto, yo me emocioné y se lo agradecí casi con lágrimas, pero no creía haber hecho nada extraordinario. Al fin y al cabo, solo estaba siendo fiel a unas palabras dichas quince años atrás. [2]


[1] Una lista de canciones de Arista puede escucharse aquí:

https://www.youtube.com/playlist?list=PLbkWFCjOSzp15moQ7lmsQyP5PVMuusPgJ

[2] El documental Arista Son, de Libia Stella Gómez, puede verse aquí:

https://rtvcplay.co/peliculas-documentales/arista-son

N. B. Al igual que la primera parte, el texto de Libia Stella Gómez: EL BUENARISTA SOCIAL CLUB. Historia de una promesa, fue tomado del libro ¡Fuera Zapato Viejo!: Alcaldía Mayor de Bogotá. Instituto Distrital de las Artes – IDARTES. ¡FUERA ZAPATO VIEJO! Crónicas, retratos y entrevistas sobre la salsa en Bogotá. Bogotá, 2014. 224 páginas. Pp. 34 – 51. ISBN 978-958-58175-4-8