lunes, 27 de enero de 2020


Confluencias
Draga N° 2 de la compañía minera estadounidense Chocó Pacífico, en el Río Condoto, hacia 1930. Tomada de:
https://www.academia.edu/7090598/Las_compa%C3%B1%C3%ADas_Choc%C3%B3_Pac%C3%ADfico_
y_Tropical_Oil_a_comienzos_del_siglo_XX._Retratos_en_blanco_y_negro

Entre el 20 de junio y el 12 de julio de 1934, veintiún estudiantes de cuarto año de Ingeniería de la entonces Escuela Nacional de Minas, de la Universidad Nacional de Colombia, adelantaron una excursión científica, como parte de sus cursos de Geología y Paleontología, dirigidos por el geólogo alemán Robert Wokittel y el colombiano Antonio Durán. Durán, más conocido como el Negro, fue el mismo profesor ante quien el escritor chocoano Miguel A. Caicedo presentó sus exámenes de validación de Matemáticas, cuando llegó al Liceo Antioqueño –becado por la Intendencia del Chocó–, para completar su bachillerato, que se había quedado en el cuarto grado (actual 9°), porque en el Colegio Carrasquilla de Quibdó no había los profesores ni los laboratorios necesarios para el efecto.

La mencionada excursión partió de Medellín con rumbo a La Pintada, en ferrocarril. Allí tomaron un bus o camión de escalera hasta Bolívar (Antioquia) y, a partir de ahí, pasando por La Mansa y El Carmen de Atrato, caminaron hasta llegar a La Troje, donde los esperaron en automóvil para conducirlos hasta Quibdó, adonde llegaron el 24 de junio, a las 8 de la noche. Fueron alojados en el Colegio Carrasquilla hasta su partida tres días después, Atrato arriba, con destino a La Vuelta y Lloró, de donde derivaron por trochas y quebradas hacia Cértegui, Tadó e Istmina. Exploraron el Istmo de San Pablo, Andagoya, Condoto y alrededores, antes de descender por el río San Juan, hasta Bebedó, con rumbo a Buenaventura, para salir de ahí hasta las vegas del río Cauca, Cali, Quindío, Risaralda, Caldas y, nuevamente, a La Pintada, desde donde hicieron la ruta inversa hacia Medellín.

Uno de los estudiantes de la excursión, que en 1935 se graduaría como Ingeniero Civil y de Minas, era Ramón Mosquera Rivas, oriundo de Istmina, hijo de mineros –como él mismo se reconocía-, quien a lo largo de su vida fue Director de Ingeominas, Representante a la Cámara, Director de Obras Públicas del Chocó, constructor de vías y obras civiles, Gobernador del Chocó cuando aquel incendio que casi desaparece a Quibdó, en 1966; padre del actual rector de la Universidad Tecnológica del Chocó, David Mosquera Valencia, y de la famosa Arquitecta, urbanista e investigadora Gilma Mosquera Torres, una de las profesionales que más sabe en Colombia sobre vivienda tradicional, poblamiento y urbanización del Pacífico Colombiano, quien ha recibido múltiples y merecidos reconocimientos académicos por su trabajo.

La experiencia de la excursión científica, sumada a su amor por su tierra natal chocoana, a las sugerencias del Profesor Wokittel y a su gran inteligencia y destacado desempeño como estudiante universitario, fueron la base para que Ramón Mosquera Rivas decidiera hacer como tesis de grado un trabajo geológico acerca del Istmo de San Pablo. En dicho trabajo, lo cual muestra su compromiso con la región, Mosquera Rivas incluyó precisos diagnósticos y atinadas recomendaciones sobre diversos aspectos fundamentales para el desarrollo del Chocó, tales como vías, producción (minería, explotación forestal y agricultura), higiene y salud pública; al igual que menciones a la situación de campesinos rasos y mineros, como fue él hasta los 13 años, cuando finalmente pudo comenzar sus estudios de primaria en Istmina, una población que cuando él nació, en 1905, aún no se llamaba así, sino San Pablo.

Orientados por el alemán Wokittel y el Negro Durán, los futuros ingenieros se dieron a la tarea de organizar, sistematizar y escribir sus informes sobre la provechosa y extenuante excursión, que incluyó visitas a las instalaciones de la Compañía Chocó Pacifico; en medio del dolor y el luto por la muerte de uno de los compañeros, Ignacio Posada, debido a una enfermedad contraída durante el viaje. Era agosto de 1934. Ramón Mosquera Rivas estaba trabajando en la parte del informe que le había sido asignada; así como en la planeación de su trabajo de grado, que presentaría al año siguiente.

Portada de la edición de El Istmo de San Pablo
publicada por la Universidad Nacional de Colombia
en el 2013. 
“El Istmo de San Pablo”[1] es el título del trabajo de grado en el que Mosquera Rivas incluye observaciones y constataciones sobre la Compañía Minera Chocó Pacífico, una empresa estadounidense que durante casi tres cuartos del siglo XX explotó cuanto quiso y donde quiso en materia de metales preciosos, cauces, tierras, cuencas y microcuencas de la zona del San Juan, en el Centro sur del Chocó.

Mientras Mosquera Rivas comenzaba su trabajo de grado, decenas de trabajadores de la Chocó Pacífico padecían las tropelías de esa Compañía en Istmina, Andagoya, Condoto y La Vuelta, y, frente a las mismas, con la asesoría de jóvenes quibdoseños que estudiaban Derecho en la Universidad de Antioquia, en sus tiempos libres se formaban jurídicamente y políticamente para ejercer su derecho de asociación a través de la conformación de un sindicato.

En efecto, a solicitud de los directivos del sindicato en una carta al Director, en su edición 2913, del 15 de noviembre de 1934, el periódico ABC, de Quibdó, publicó el Acta de instalación del sindicato de la Chocó Pacífico. El primer párrafo del acta expresa:

“En La Vuelta, Corregimiento de Lloró, Municipio de Quibdó, Intendencia Nacional del Chocó, siendo las 7 p.m. se reunieron en el salón del señor Venancio Bermúdez, en Asamblea General los obreros que trabajan en la compañía Chocó - Pacífico con el fin de constituirse en sindicato y nombrar dignatarios. Una vez discutidos los estatutos y aprobados por la Asamblea General, se procedió a elegir en forma democrática, el comité ejecutivo, conforme lo indica la ley 83 de 1931”[2].

Como lo consigna el acta de instalación del sindicato, “el resultado de las elecciones fue el siguiente: Presidente, Raúl Mendoza, Vicepresidente, Mario Cortez, Secretario, José María Moreno, Sub-secretario, León Hinestroza G., Fiscal, Samuel Palacios M., Tesorero, Estanislao Minota, y vocales, los señores Juan Gruesso, Domingo Torres, Nicolás Bermúdez, Lucas Vivas, Julián García y Espíritu Valencia, quienes fueron declarados electos por unanimidad; posesionados inmediatamente después mediante el juramento reglamentario. De esta manera quedó instalado el sindicato de la Chocó-Pacífico[3].

El acta incluye también un sentido reconocimiento al trabajo adelantado por Toribio Guerrero Velásquez, Fernando Martínez V. y Marco Tulio Ferrer S., “comisionados para llevar a cabo la ardua tarea de sindicalización”, quienes “pusieron todos los esfuerzos, capacidades, entusiasmo y desinterés necesarios, desde el día en que llegaron a ésta, a fin de obtener el objeto y la aspiración de su gira, dictándonos conferencias, hasta lograr que todos comprendiéramos con claridad lo que es la sindicalización y lo que el gobierno persigue con la agrupación de los distintos gremios. Por lo tanto, el sindicato está completamente agradecido y satisfecho con los señores Guerrero, Martínez y Ferrer”, que ilustraron a los trabajadores en los siguientes temas: El sindicalismo y la conveniencia para la masa trabajadora; Constitución de los sindicatos; La inconveniencia de la política en el seno de los sindicatos; Imposición de los patrones, sobre la no sindicalización de los obreros; Apoyo del gobierno a los sindicatos; El salario mínimo, de acuerdo con las necesidades de la región; Educación de los obreros; Derecho a medio sueldo por enfermedad[4].

No lejos de la verdad de la situación estaba Ramón Mosquera Rivas, quien en su informe de la excursión científica y en su trabajo de grado expresa:

“La Chocó Pacífico […] ejerce la posesión de muchos kilómetros cuadrados de terreno, adquiridos, en gran parte, de una manera inescrupulosa”[5].

“La compañía se ha creado el centro de atracción y los pequeños mineros de las hoyas del San Juan y Condoto han sido absorbidos. Pesa hoy una situación precaria sobre los lavadores de metales, a duras penas sacan los granos que les hacen vivir sin aspiraciones, pagando arrendamiento a la misma compañía y a unos pocos terratenientes que no invierten capital en montajes modernos, ni ceden fajas. Cada día aumentan las pretensiones de la empresa extranjera”[6].

“La compañía vende alumbrado a Istmina, Tadó y Condoto, a razón de cuatro (4) centavos el kilowatio hora. Nada justifica un precio tan alto, menos si se tiene en cuenta que han sido muchísimos los millones extraídos por la empresa, de los ríos que bañan dichas ciudades, por las cuales la Chocó [Pacífico] nada ha hecho. Creemos honradamente que esa energía debe ser gratuita, como ínfima retribución a la tierra que les obsequia oro y platino”[7].

“Dados los límites que nos hemos trazado en el presente informe, nos abstenemos de comentar algunas irregularidades existentes en la Compañía, tal como en el cumplimiento del descanso dominical, el cual se verifica de una manera acomodaticia a los intereses de la empresa, sin tener en cuenta los de los obreros, según nos aseguraron diversas personas”[8].

Dos semanas después de hacer sido constituido, el Sindicato de la Chocó Pacífico es atacado frontalmente y con alevosía por la compañía minera. Así lo registró el periódico ABC, de Quibdó, en su edición del miércoles 28 de noviembre de 1934[9], mediante la publicación de una carta fechada en La Vuelta el 25 de noviembre, suscrita por el Vicepresidente y el Subsecretario del Sindicato, y dirigida a sus asesores, Toribio Guerrero Velásquez, Fernando Martínez Velásquez y Marco Tulio Ferrer S.

En Andagoya, casi un siglo después de la creación del Sindicato de la Chocó Pacífico.
Foto: Julio César U. H., noviembre 2019.
Esta carta la hacemos publicar para que el público se dé cuenta de los atropellos que la Compañía Chocó - Pacífico está cometiendo con el obrerismo, que no hace otra cosa que aumentarle día a día su capital, a costa de todo sacrificio”, anotan los sindicalistas y narran con detalles que los directivos Mario Cortez, Espíritu Valencia y Domingo Torres fueron citados por el Subgerente de la empresa y despedidos mediante la simple manifestación de que para ellos no había más trabajo, pues “no se les necesita por haber muchos obreros en la sección que trabajan”, “palabras éstas que carecen de toda verdad, porque lo hemos palpado y podemos asegurarle que la compañía ha seguido tomando un número mayor de obreros para colocarlos en el puesto vacante de los señores mencionados[10].

A otro miembro del sindicato, que trabajaba en una draga, el capitán de la misma le manifiesta que no trabaje durante los próximos dos meses, por orden del subgerente. Ante su reclamo, es remitido al Subgerente, quien le manifiesta: “He sabido que usted habla mal de la compañía y como dice que no se le ha tratado bien durante el tiempo que ha estado al servicio de ésta, me veo en la necesidad de despedirlo[11]. Así como el Presidente del Sindicato, Raúl Mendoza, es trasladado sin justificación alguna para Andagoya, y al Secretario, José María Moreno, se le puso escoger entre este cargo y su trabajo en la empresa. “Como se ve, la compañía quiere retirar la directiva para así disolver el sindicato, cosa que no conseguirá, porque nosotros a costa de todo sacrificio, nos mantendremos firmes”[12], anotan los sindicalistas en la citada comunicación a sus asesores.

La perfidia de la Compañía Chocó Pacífico, su felonía en el ataque al sindicato, provocan la enérgica reacción de Toribio Guerrero Velásquez, quien, en la misma edición del ABC en donde se publica la carta de los sindicalistas con la narración de los ataques, publica una proclama o artículo bajo el título de “El Imperialismo y sus consecuencias fatales para el Chocó”[13], algunos de cuyos apartes son los siguientes:

“Contemplamos en los momentos actuales, dentro del andamiaje capitalista, que la Chocó - Pacífico atropella al obrerismo que está bajo su inmediata dependencia; sólo por el hecho de haber cumplido con el alto deber de sindicalizarse, motivo éste para ser despojados de los puestos que ocupaban en la empresa. Ello demuestra sin vacilación alguna que el imperialismo va tomando mayores proporciones en el territorio chocoano; que el obrero es un paria dentro de su propia tierra; que no puede reclamar dentro de las normas legales y justicieras los derechos a que está obligado; que no puede revelar con la franqueza del caso y la cordialidad debida, la expresión nítida y gallarda de sus aspiraciones; que está cohibido rotundamente para formarse en asociaciones por encontrar con factores poderosísimos que lo obligan a desistir de sus bellos ideales.

Nosotros como jóvenes que estamos viviendo los momentos históricos de los acontecimientos actuales, estamos dispuestos a poner todas nuestras pequeñas capacidades vitales, todo nuestro entusiasmo y el empuje de nuestra juventud, al servicio del obrerismo, a fin de que éste encuentre la definitiva y eficaz orientación en defensa de sus legítimos intereses.
[…]
Por eso todo el que se sienta chocoano, no puede patrocinar desde ningún punto de vista, los atropellos y amenazas de que es víctima el obrero. Es perentorio que aunemos todos nuestros esfuerzos y todas nuestras iniciativas y los pongamos al servicio del obrero desvalido, que es el que todo lo produce y nada consume.
[…]
Sólo con la presencia gallarda y honrosa de Adán Arriaga Andrade, exponente auténtico de la democracia, a quien vienen preocupándole los problemas que confronta hoy día al obrerismo, pésele a un reducido y minúsculo grupo de nuestro conglomerado social y a los improvisados periodistas, sólo él, vuelvo y digo, al frente de los destino de la Intendencia, sabrá remediar el grave conflicto de que es víctima el obrero, enviando una comisión a La Vuelta a que investigue cual fue la razón por cual la compañía despide y sigue despidiendo a varios miembros de la junta directiva del sindicato[14].

De este modo, en un lapso menor a dos años, entre 1934 y 1935, confluyeron en una misma causa dos jóvenes estudiantes chocoanos que no sabemos si se conocieron: Ramón Mosquera Rivas y Toribio Guerrero Velásquez. El uno, desde la Ingeniería, documentó la riqueza minera de su tierra y señaló con acierto dramas presentes y soluciones futuras respecto a la misma. El otro, desde el Derecho y las ciencias políticas, señaló el desequilibrio entre los dueños del capital y los trabajadores, y enarboló las banderas del ejercicio de los derechos, a través del sindicalismo.
Ruinas de las instalaciones de la Chocó Pacífico. Andagoya, 2019.
Foto: Julio César U. H.
Cuando su sed de oro y platino fue más grande que la disponibilidad de estos metales preciosos en los ríos Condoto y San Juan, mediante un nuevo ardid, la Chocó Pacífico le dejó a Colombia la totalidad del desastre que había causado y se esfumó rauda entre el fragor de un diluvio universal de aquellos que forman parte de la cotidianidad de esta región. A esta hora de la historia aún no sabemos con total certeza si a la expoliación cometida le añadió o no la ignominia de contribuir con parte del dinero mal habido aquí a la construcción de un gran coliseo allá, en su maldecida patria.




[1] Mosquera Rivas, Ramón (2013). El Istmo de San Pablo. Medellín, Universidad Nacional de Colombia, 141 pp. La narración de la excursión científica se basa en este texto.

[2] Quedó instalado el sindicato de la Chocó – Pacífico. ABC, noviembre 15 de 1934. Edición 2913. En: http://www.choco7dias.com/931/choco_ayer.html

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Mosquera R., Ramón (2013). Op. cit., pág. 7

[6] Ibidem, pág. 49

[7] Ibidem, pág. 70-71

[8] Ibidem, pág. 74.

[10] Ibidem.

[11] Ibidem.

[12] Ibidem.

[14] Ibidem.

lunes, 20 de enero de 2020


Verano
Malecón de Quibdó, enero 2020. Foto: Julio César U. H.
La sensación de derretimiento es permanente. No llueve. La ausencia de la lluvia se convierte en un tema de conversación recurrente. Enero es quizás el mes más caliente del año en Quibdó. Son normales las temperaturas entre 29 y 32 grados Celsius, en promedio. El calor comienza desde bien temprano en la mañana: uno suda bañándose. Alcanza picos medio infernales al mediodía, que se mantienen hasta las 5 de la tarde, cuando unas brisas tan escasas como tímidas calman poco a poco y levemente los hervores del aire, hasta más o menos las 7 de la noche, cuando nuevamente la temperatura tiende a aumentar, hasta la medianoche, cuando desciende un poco.

Río Atrato, Quibdó, enero 2020.
Foto: Julio César U. H.
Hay un incesante ir y venir de gente entre el malecón y la playa del río Atrato, esa playa que cada Año Nuevo le trae a Quibdó como regalo de Reyes Magos, en el mes de enero. Desde la media tarde hasta el principio del crepúsculo, en días corrientes, y desde por la mañana hasta la noche en los fines de semana, van y vienen botes llenos de gente que busca apagar el incendio del cuerpo con la frescura de las aguas de la mitad del río, divertirse y comer en ese arenal fabuloso, y hasta lavar algo de ropa, la cual se secará en poco tiempo bajo la canícula que al mediodía reverbera sobre la corriente y el espejo de agua del gran lago andante, como dicen que Humboldt llamó al Atrato, que ahora tiene poco de lago y mucho de quebrada grande.

Playa del Atrato, en Quibdó, enero 2020.
Foto: Julio César U. H.
La playa crece desde la desembocadura del río Quito, como si fuera una extensión de la Isla del Amor, a la que de amor le queda bien poco desde que las fuerzas militares la convirtieron en uno de sus cuarteles. Se despliega río abajo como una franja de arena gris, negruzca y café que delimita el curso del río Quito y su descarga de aguas al Atrato. Esta playa es una especie de compensación ambiental por el calor sin tregua, que cada año es clasificado como el peor de toda la vida por las señoras que se ventean con la falda, sentadas en los cuatro o cinco andenes que quedan en este pueblo en el que ya no se pueden abrir las puertas desde que amanece y cerrarlas antes de dormir; mientras sus maridos -descamisados o con el torso cubierto por la camisilla blanca sin mangas- van y vienen de adentro hacia afuera de la casa, sin hallarle acomodo a su desazón.

Quibdó, enero 2020. Foto: Julio César U. H.
La sequía es inevitable, pues, aunque a Quibdó, capital de Departamento, le han prometido un millar de veces y le han inaugurado por lo menos tres veces un acueducto en los últimos años, el servicio de este es tan insuficiente y esporádico como las brisas vespertinas que de vez en cuando lo acarician a uno en las colinas orientales hacia donde desordenadamente se ha esparcido la ciudad. Las tiendas hacen fortunas con la venta de agua empacada en bolsas. Más polvo que aire circula en las calles repletas de rapimotos. Huele a pescado en todo el centro de la ciudad. Huele a todo lo que uno no quisiera que oliera en el tramo que va desde la calle 20 con carrera 4ª, en inmediaciones de la plaza oficial de mercado, frente al búnker de la Fiscalía, hasta donde empieza la nueva etapa del malecón, a todo el frente de las oficinas de la autoridad ambiental, Codechocó, en plena Carrera Primera. Este sector es un monumento vivo al desgobierno, a la ausencia de autoridad, a la falta de planificación y ordenamiento de la ciudad. Este tramo de la vía principal de Quibdó, la más histórica de la ciudad, cuyos trabajos de pavimentación aún no han concluido, es controlado por cientos de vendedores de cuanta cosa legal o ilegal venderse pueda en un mercado público, hasta el punto de que son ellos quienes cada día deciden si las miles de motocicletas de esta ciudad, en donde estos vehículos ya no caben, pueden o no circular por una estrecha franja –a modo de sendero- que es delimitada con arrumes de plátano, con poncheras repletas de frutas y pescado, con mujeres sentadas en bancos de madera en los que no les caben las nalgas. Allí el piso permanece mojado, para que no los ahoguen los hervores del pavimento. Lo remojan con la aguasangre que queda del destripamiento de los bocachicos y dentones y con los residuos de las poncheras entre las cuales los exhiben. Unos cuantos patrulleros de policía son testigos de esta barahúnda, que incluye cuatro fuentes de música a todo el volumen posible, una docena de andurriales que uno no sabe a dónde conducen, ventas de biche y de quién sabe cuántas cosas más, cuchitriles que en la noche se arriendan para guardar el entable de los vendedores y un imparable aroma a desesperanza y falta de futuro por ausencia de gobierno o, mejor dicho, por autarquía pura.

La Carrera Primera de Quibdó se convirtió en un inmenso, maloliente y caótico mercado callejero.
Quibdó, enero 2020. Foto: Julio César U. H.
Noche tras noche, rumban los ventiladores en las casas de Quibdó, repartiendo a diestra y siniestra aire caliente revuelto con polvo y ruido. No es fácil dormir. Aún no son las 9 de la noche; pero, más de medio Quibdó está encerrado, porque alguien lo ordenó –igual que hace 20 años- so pena de muerte. Mientras uno halla el acomodo necesario para el sueño, en vez de ovejas para contar, le llegan a la mente la docena de muertos que ha habido en Quibdó en los 20 días que van del año o el líder social que ha sido asesinado a diario en diferentes regiones del país en el mismo lapso.

Ojalá que llueva, es el mantra reiterado durante estos días en Quibdó, porque –si se cumplieran los cálculos de las cabañuelas- en este pueblo probablemente no volvería a caer una gota de agua del cielo. Pero, las cabañuelas fallaron: está lloviendo desde anoche y, por lo visto, no va a dejar de llover, por lo menos hasta la media noche de este lunes.

Quibdó, enero 2020. Foto: Julio César U. H.


lunes, 13 de enero de 2020


Candelario Obeso

Ayer se cumplieron 171 años del nacimiento de Candelario Obeso, el primero y mayor poeta negro de Colombia, quien abrió el camino para que la voz del boga del río Magdalena, su mujer en la distancia y en el alma, sus hijos y su hogar, fueran vistos por los ojos de aquella nación infinitamente más racista que la de ahora.

En homenaje a Candelario Obeso, El Guarengue les ofrece dos textos de análisis sobre su vida y obra: el primero es un fragmento de un artículo de la filóloga italiana Eleonora Melani (https://www.auroraboreal.net/literatura/ensayo/484-candelario-obeso) y el otro es un artículo del Historiador colombiano Javier Ortiz Cassiani escrito para una revista de Bogotá (https://www.elmalpensante.com/articulo/3430/candelario_obeso). Antes de estos, uno de los poemas más conocidos de Obeso, tomado de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, en donde se anota: “Candelario Obeso nació en Mompox (1849) y murió en Bogotá (1884). En 1877 apareció "Cantos populares de mi tierra", su obra más representativa. En ella, Obeso valora y dignifica al boga a partir de sus referentes culturales, y otorga una dimensión más profunda a estas gentes y a su entorno.” 


Canción del boga ausente
A los señores Rufino Cuervo y Miguel A. Caro
Qué triste que está la noche,
La noche qué triste está
No hay en el Cielo una estrella…
Remá, remá.
La negra del alma mía,
Mientras yo brego en la mar,
Bañado en sudor por ella,
¿Qué hará, qué hará?
Tal vez por su zambo amado
Doliente suspirará,
O tal vez ni me recuerda…
¡Llorá, llorá!
Las hembras son como todo
Lo de esta tierra desgraciada;

Con arte se saca al pez
¡Del mar, del mar…!
Con arte se ablanda el hierro,
Se doma la mapaná…
Constantes y firmes las penas;
¡No hay más, no hay más!…
… Qué oscura que está la noche;
La noche qué oscura está;
Así de oscura es la ausencia
Bogá bogá…


Candelario Obeso, testigo de la "africanidad" 
de finales del siglo XIX
ELEONORA MELANI

Candelario Obeso es un poeta fundamental no sólo para el acervo cultural de Colombia, sino también por el controvertido título de precursor de la poesía negrista. Vivió durante los años en que se pusieron en práctica las leyes abolicionistas. De hecho, la esclavitud se dio por concluida en 1852, pero fue sólo la firma de un documento, ya que los españoles siguieron por mucho tiempo perpetuando la costumbre europea. El poder estuvo en manos de los criollos y el gobierno se concentró en Bogotá. Parecía que las regiones de los alrededores no tenían ningún valor y que el corazón del nuevo estado latinoamericano estaba en el centro del territorio. A medida que uno se acercaba a la costa (atlántica y pacífica) aumentaba el número de ex esclavos africanos que se habían ido hacia las zonas periféricas, para reconstruir su vida lejos de los sitios donde habían sufrido la violencia esclavista. De modo que el territorio de Colombia parecía estar dividido en dos: el centro donde vivían los que tenían el poder (los blancos) y las afueras donde se encontraban las etnias que no podían ascender a altos cargos. Sus condiciones socio-económicas siguieron siendo las mismas del período del colonialismo, aunque se había llegado a la independencia y muchos africanos participaron en el proceso de liberación del país.

El Magdalena era la región donde vivían muchos ex esclavos a lo largo de las riberas del gran río y tragados por las profundas e infinitas selvas que les daban el sustento. El panorama literario de estos años no contemplaba obras de autores negros o indios, sino sólo de escritores de origen europeo y de cultura europea, que no tomaban en cuenta a los indígenas o africanos, considerados inferiores.

El primer escritor colombiano que con su literatura se salió de las filas europeístas fue precisamente Candelario Obeso. Su obra mayor es Cantos populares de mi tierra (1877), que tiene poemas dedicados sobre todo a escritores, intelectuales y amigos del poeta y sólo uno para una mujer, distinguida por las letras S.G.L. Esta obra fue corregida muchas veces antes de salir su versión definitiva y se destacó por su ortografía fonética, que reproducía el habla del pueblo africano de Colombia, con las palabras alteradas ortográficamente. Obeso dio importancia a la transcripción fonética del habla costeña, tanto que se podría esbozar un vocabulario de normas que se encuentran en la escritura de muchas palabras. De todas formas, estos textos resultaron incomprensibles para los lectores. Los protagonistas de las poesías son los africanos de la costa colombiana, descritos en sus actividades cotidianas, en sus trabajos y también en el ocio; pero, lo que más cuenta es que no falta el aspecto de dignidad de estos hombres, que el poeta nunca descuida. El hecho de que estas poesías estén escritas en una jerga que mezcla español con africanismos no es la certificación que Obeso era un poeta ignorante. En efecto era un hombre muy erudito, que siempre cultivó el amor hacia las letras y al comienzo de los años ochenta publicó libros didácticos sobre el aprendizaje del italiano, inglés y francés. En estas tres obras adaptó los idiomas extranjeros al español, otro elemento más que corrobora la opinión de que Obeso era un estudioso de la lengua y literatura.

Con sus Cantos rindió homenaje a sus orígenes, al África olvidada que nunca había sido discutida con carácter revalorizado en territorio americano. De hecho, hasta ese momento, siempre que se hablaba de África se citaban simples imágenes de esclavitud y barbarie. Los africanos nunca se habían considerado seres humanos, ni se habían espiado con un catalejo poético que deseaba contar, explicar, mostrar que también ellos eran hombres, con sus sufrimientos, alegrías, su apego a su casa y familia.
Casa de Candelario Obeso, en Mompox. Foto Twitter: @anonimah


Candelario Obeso
Y el niño descamisado con un costal al hombro
Por Javier Ortiz Cassiani


En los libros con que estudiaba la asignatura de español y literatura durante el bachillerato, no recuerdo haber visto la imagen del poeta negro Candelario Obeso. A decir verdad, no recuerdo haber visto la imagen de ningún poeta negro; es más, no recuerdo haber visto la imagen de ningún escritor negro. Quizá la ausencia del poeta de Mompox –esa villa que se derrite desde tiempos coloniales a orillas del río Magdalena en el Caribe colombiano– hace parte de una explicación más amplia y sencilla: simplemente, en los años ochenta, era poco probable que los negros salieran en los textos escolares de la nación, y cuando salían, aparecían como hombres, mujeres y niños sin nombres propios. A menudo, las pocas viñetas de gente negra presentes en los libros mostraban a seres desconsolados trabajando en plantaciones ardientes bajo la vigilancia de un caporal que exhibía un látigo sanguinario; cuadrillas de negros en taparrabos mazamorreando oro y desesperanzas en las minas; y cuerpos sudorosos cargando pesados zurrones en puertos caribeños con un fondo de elegantes damas blancas que se abanicaban aferradas al brazo de respetables hombres vestidos de lino y sombrero.

La imagen de Candelario Obeso Hernández, el mulato que como casi todos los mulatos de esa época había nacido del “privilegio” que gozaban los hombres blancos para embarazar mujeres negras pobres; el hombre que había publicado el libro de poemas Cantos populares de mi tierra en 1877, con el que habría de revolucionar la manera de hacer poesía en esta nación que paría soldados, políticos y poetas a raudales; el precursor de la poesía negra en Colombia, no estaba en los manuales escolares.

Lo que sí estaba en el libro Lenguaje total 3, con el que cursé la materia de español y literatura de octavo grado en el Colegio Upar de Valledupar, era un relato de los indígenas noanamaes del Chocó. Se titulaba “Los negros que se quedaron con los pies blancos” y contaba cómo Ewandama, el dios creador, había hecho a los hombres de color negro, pero luego decidió blanquearlos obligándolos a bañarse en un río de leche. Los primeros que llegaron salieron totalmente blancos, pero el agua se oscureció un poco, de modo que los que vinieron a bañarse después, los indios, quedaron con la piel de ese color. Por último, cuando arribaron los negros que quedaban, solo había un hilo de agua en el río y únicamente pudieron poner las palmas de las manos y las plantas de los pies. Al lado varias imágenes ilustraban lo que estaba perfectamente claro. En la primera, un grupo de hombres blancos chapoteaban felices; en la segunda, los indígenas aparecían tranquilos con su color “algo oscurito”, y en la tercera, los últimos, apesadumbrados, con sus cuerpos negros, se lamentaban de su suerte. El día de esa clase una masacre estudiantil estaba anunciada. Apenas el profesor abandonó el salón, un tribuno incendiario recorrió festivo el aula haciendo causa común para que por ningún motivo dejaran escapar esa ocasión de obtener placer a costillas del prójimo. Entonces, por el resto del año, los pocos niños negros del salón, debimos aprender a sortear la burla racista de cuarenta acechantes sabuesos de barrio entrenados en el centenario arte del mamagallismo costeño.

Bajo ese criterio educativo no era sorprendente que ningún autor negro fuera invitado a nuestras aulas. Pero, por otro lado, cada 12 de octubre Cristóbal Colón era convidado, con carabelas y todo, a la conmemoración del Día de la Raza. A veces a algún profesor con vocación de director de teatro frustrado se le ocurría que los estudiantes hicieran una representación de la confluencia de indígenas, blancos españoles y negros africanos en el Nuevo Mundo. Con todo el colegio concentrado, los representantes de las razas fuimos saliendo a la cancha de baloncesto. Primero la pareja mixta de indígenas: la niña iba descalza y llevaba una manta amplia y larga –como las que usan las wayuu– y una cinta sujetando un par de trenzas que la hacían parecer una nativa sacada del cómic mexicano Águila Solitaria; el chico vestía una especie de falda corta fabricada en fique, una larga pluma en el pelo, un carcaj de flechas terciado a la espalda y un arco en la mano derecha. Luego salió la pareja en representación de los blancos: la chica con un vestido de encajes, lo más cercano a lo que se usaba en las primeras comuniones en los barrios, y el chico vestido de blanco de pies a cabeza, de modo que parecía más un bailador de danzón de alguna isla del Caribe que un representante de la raza española. Finalmente salimos los negros. Ninguna de las niñas negras del salón quiso vincularse al acto, de manera que un compañero y yo hicimos el largo tránsito desde el aula hasta donde nos esperaban indígenas y españoles; íbamos vestidos de la misma forma que los negros representados en nuestros libros de texto, moviéndonos pesadamente, cada uno con su costal al hombro, en medio de un cuchicheo de burla generalizado. Yo sentí el camino eterno y penoso. Más que la conmemoración de una fiesta cívica escolar, aquello parecía un acto propio del catolicismo penitente.

Una vez reunidos, un miembro de cada una de las razas debía recitar un discurso sobre los aportes de su gente a la construcción de América y de la nación colombiana. A mí ni siquiera me tocó pronunciar el discurso en representación de los negros, porque de acuerdo con la jerarquía estereotipada de lo que debía ser un esclavo africano, mi compañero era más alto, más atlético, más fuerte, es decir, más negro que yo, así que fue a él a quien le correspondió decir las palabras: alusiones a la fuerza física, a la capacidad de aguante, al trabajo cotidiano en las minas y haciendas, y una que otra mención a la habilidad de los negros para percutir tambores, cantar y bailar. No había ninguna evocación de nada que no fuera corporal. La resistencia, la construcción de referentes de identidad social y política, la participación en las manifestaciones culturales de la nación más allá del mapalé (¡upa, upa, upa je!), no existían.

Tumba de Candelario Obeso, en Mompox.
Foto tomada de: https://www.diariodeleon.es/articulo/filandon/colombiano-candelario-obeso-precursor-poesia-negra/201203110400011239103.html
Si nuestro sistema escolar hubiera tenido una valoración diferente de la importancia de la población negra nos hubieran ofrecido otros modelos, quizá poniendo el acento en los casos excepcionales, en los personajes destacados –como ocurre con la historia de los blancos–, y no en la victimización y el menosprecio. Tal vez en un escenario como ese, Jorge Artel, Martin Luther King, Luis A. Robles o Candelario Obeso habrían llegado a nuestro rescate. En especial este último, más cercano geográficamente a nosotros y muy alejado del estereotipo: en pleno siglo XIX había sido escritor, traductor, cónsul, maestro, soldado, bohemio, andariego, y por supuesto, a pesar de la pobreza que lo acompañó durante la mayor parte de su vida, no se vestía con un burdo pantalón de algodón, ni andaba descamisado con un costal sobre su espalda.

Obeso había nacido en Mompox –uno de los puertos sobre el río Magdalena, al norte de la nación, con mayor actividad comercial en la región durante los tiempos coloniales– un 12 de enero de 1849. A pesar de su condición de hijo natural del abogado blanco Eugenio María Obeso y de la lavandera negra María de la Cruz Hernández, pudo ingresar al sistema escolar de la villa portuaria. Hizo sus primeros estudios en el Colegio Pinillos y posteriormente su formación fue encargada al profesor Pedro Salcedo del Villar, de quien se cree recibió lecciones de gramática, aritmética y geografía, y con quien tuvo los primeros acercamientos a la lengua francesa.

Para los tiempos en que Obeso vivía su infancia y adolescencia en el viejo puerto colonial, Mompox atesoraba el prestigio de haber construido una tradición de apropiación y difusión de doctrinas libertarias. La ciudad era un puerto estratégico donde llegaban el comercio y las ideas. Allí, el 29 de agosto de 1809, se había fundado el Colegio Universidad de San Pedro Apóstol –posteriormente Colegio Pinillos–, una de las primeras instituciones de formación en consignar en los títulos de su constitución la admisión de estudiantes sin importar su condición social y racial: “Se han de admitir ricos y pobres, blancos, mulatos, menestrales y aprendices de todos los oficios y hasta los muchachos descalzos”, decían los estatutos. Mompox también había tenido el privilegio de ser una de las ciudades del Virreinato de la Nueva Granada pioneras en declarar su independencia política con respecto a España a comienzos del siglo XIX. Y al compás del frenesí del contrabando y de su lucrativo comercio se había formado una élite política, cuyos miembros participaron, incluso, en los movimientos revolucionarios de otros territorios del desaparecido virreinato.

 Pero sin duda lo que otorgaba mayor identidad a la villa de viejos y blancos caserones coloniales era el oficio de la boga. Desde tiempos virreinales, por su estratégica posición comercial, Mompox había sido el sitio de concentración de una importante cantidad de negros, zambos y mulatos, sobre los que descansaba la movilización de gentes y mercancías por el río Magdalena. En estas embarcaciones, con sus largas pértigas para impulsarse, los bogas hacían el ascenso y descenso por la vía de comunicación más cierta que tenía el fragmentado territorio neogranadino. En 1801, Alexander von Humboldt los definió como remeros “que chorrean sudor diariamente durante trece horas”, pero que lo que menos inspiraban era lástima, porque eran seres “libres, insolentes, indómitos y alegres”.

En 1866, a la edad de 17 años, Obeso tomó uno de esos champanes maniobrados por los bogas, remontó el río Magdalena, y subió a lomo de mula a Bogotá, con el firme propósito de dejarse cubrir por la niebla literaria formada en la capital. Que había sido un observador atento del complejo cultural negro que se movía al ritmo de las aguas del río lo demostró la aparición en 1877 de Cantos populares de mi tierra, su obra más destacada. El poemario era una apuesta literaria inédita por desentrañar el universo social de los bogas y los habitantes negros pobres de las riberas del río Magdalena. Y no es que esos personajes nunca hubieran sido tema de la literatura nacional, pues destacados escritores –Rufino José Cuervo, Manuel María Madiedo, Jorge Isaacs y José María Vergara y Vergara– habían consignado en sus obras referencias a ellos; pero la diferencia sustancial entre Obeso y el resto de autores de la época era la manera como se representaba a este grupo poblacional. Mientras que para los literatos inscritos en el proyecto de construcción nacional los bogas y negros pobres necesitaban de la mano del yo civilizador blanco para poder incorporarse a la nación, Candelario Obeso –usando su mismo lenguaje– comprendió y destacó la dimensión social y cultural de estos sujetos en sus propios espacios. Seres capaces de defender y justificar con argumentos sus formas de vida, de desarrollar visiones del mundo, y de articular discursos de reivindicación política:

Canto rel montará

Eta vira solitaria
Que aquí llevo,
Con mi jembra i con mi s’hijo
I mi perros
No la cambio poc la vira
Re lo pueblos…

Serenata

Ricen que hai guerra
Con lo cachacos,
I a mi me chocan
Los zampa-palo…
Cuando los goros
Sí fuí sordao
Pocque efendía
Mi humirde rancho…
Si acguno quiere
Trepácse en arto,
Buque ejcalera
Por otro lao…
Ya pasó er tiempo
Re loj eclavos;
Somo hoy tan libre
Como lo branco…

Con Cantos populares de mi tierra, Obeso trataba de cumplir con un doble propósito: inscribir su nombre en el parnaso de escritores que dominaba el panorama intelectual de la nación –algunos de ellos preocupados por las formas dialectales del habla popular– y, de paso, valorar el mundo de los bogas y negros que habitaban las tierras bajas del Caribe colombiano, un mundo que para nada le era ajeno. La búsqueda del reconocimiento literario no sería tarea fácil en una sociedad en la que hacía algunos años se había abolido la esclavitud, pero en la que difícilmente las leyes podían colonizar el universo de los prejuicios raciales con siglos de perfeccionamiento. Su vida en Bogotá transcurrió entre angustias económicas, frecuentes visitas al bar La Botella de Oro, ocasionales padrinazgos económicos de reconocidos políticos, bohemia cómplice y solidaria y frecuentes arrebatos amorosos no correspondidos.

Bogas del Magdalena, siglo XIX.
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El resto de su obra, de mucho menor factura que Cantos populares de mi tierra, y de evidente tono autobiográfico, se mueve entre la moral, la desesperanza y los condicionamientos sociales por su procedencia racial. Secundino el zapatero, una comedia costumbrista en tres actos, escrita en verso y publicada en 1880, muestra la desventura y la redención de un artesano que abandona su oficio, seducido por la vida en sociedad y la política, hasta descubrir que el mundo en el que ha caído es solo una farsa y que la única horma que le calza a su vida es la de zapatero. La familia Pygmalion –publicada en 1871 bajo el seudónimo de Publio Chapelet– es una novela corta, poco cuidada y escrita con la inocencia pretenciosa de un joven de 20 años, que inicia un tema recurrente en los escritos de Obeso: el desengaño, las mujeres carentes de virtudes morales, la infidelidad, el castigo divino. Lecturas para ti, de 1878, es un texto amoroso en prosa, no exento de contradicciones, que en ocasiones parece un decálogo dirigido a una hipotética esposa o compañera, combinado con poemas originales y traducciones de poetas europeos. Aquí, Obeso expone el tema racial sin contemplaciones, con fuerza y sinceridad desgarradora, como alguien que se arranca la ropa con violencia, a jirones, para ir mostrando el color de su piel: “La nobleza española es hoy un fósil; la aristocracia nuestra es un espantajo, una triste rapsodia, si no es mezcla confusa de elementos diversos a cuál más miserables... Todos son enfermizos y de una raza ambigua; verdaderos famélicos sociales. La tradición de algunos es horrible, oscura cual sus almas. Su conato es ser blancos y bonitos… A mí me honra el ser negro, y mi fealdad me encanta. Lo feo pulimentado cuando agrada es de veras. La regeneración humana está en mi raza”.

Algo de ese tono perturbador –aunque con menos referencias al tema racial– se encuentra en Lucha de la vida, de 1880, un poema extenso que imita el estilo del Fausto de Goethe. Gabriel, álter ego de Obeso, se mueve entre la necesidad de perfeccionar sus habilidades literarias y los amores, la vida de prostíbulos, las cantinas, mientras el fantasma del suicidio permanece agazapado. En este trabajo se puede leer entre líneas varios aspectos de la vida cotidiana de Bogotá en la segunda mitad del siglo XIX. La estrecha relación entre el poder político y la literatura, las diferencias de partidos políticos, el lenguaje callejero, los borrachos, los menesterosos cundidos de niguas, los asaltantes, las prostitutas, las chicherías, los usureros que se lucran de la sociedad viciosa y los amantes nocturnos que saltan tapias para entrar en las alcobas de esposas cuyos maridos se emborrachan en las cantinas. A medida que la vida de Gabriel se va perdiendo, la nación también se hunde con él. La pólvora que estalla en las continuas guerras civiles termina convertida en una suerte de fuegos artificiales con los que parece celebrarse el derrumbe de la patria, mientras que algunos, en el desespero, evocan con nostalgia las glorias de Simón Bolívar.

Más allá de lo que podemos saber de él por su obra y por dos o tres notas que algunos amigos escribieron al momento de su muerte, es poco lo que conocemos de la vida de Candelario Obeso. Lo que hemos heredado es una cadena de anécdotas que profundizan sobre su condición de enamorado insensato, timador elegante, libador puntual, y sobre su carácter pendenciero. No sabemos absolutamente nada sobre su labor en Tours (Francia) cuando fue nombrado cónsul en 1881, pero en cambio sabemos con detalles que, en el primer intento de llegar a Europa desde Bogotá, no pasó de Honda porque se fue de parranda con los dos meses de sueldo que le habían adelantado para el viaje, y que una vez en Francia, sin un peso en el bolsillo, asistió a una fiesta y se hizo pasar por un mercader de diamantes brasilero para ligar con alguna dama parisina. Que la historia jocosa se haya impuesto sobre la importancia de su obra y del análisis sistemático de su vida dice mucho de la forma en que fue mirado en su tiempo. Era un escritor, pero antes que eso era un hombre negro, un cuerpo negro, y como tal era valorado. Es una rareza que los textos sobre los escritores blancos, contemporáneos del momposino, se detengan en descripciones físicas de los protagonistas, mientras que en los pocos que existen sobre Obeso, los detalles relacionados con los rasgos físicos son supremamente importantes. Juan de Dios Uribe, amigo de verso y botella –quien escribió la nota necrológica en la que se basan la mayoría de los acercamientos biográficos posteriores a Obeso–, lo describió como un hombre “alto y nervudo... los labios gruesos; nariz chata, sin ser aplastada; los ojos pequeños y pardos... Sobre la cabeza el cabello como morrión, alto, abundante, en anillos apretados; una lujosa cabellera de mulato”. Y todavía en 1963, el crítico literario Javier Arango Ferrer lo definía como “un poeta ardiente, con su nombre de candela”, poseedor de “un alma fina que no rima con su apellido”.

Estos intentos de aproximación a su vida también nos legaron una serie de episodios en los que el cuerpo negro de Obeso y su capacidad física son el tema central. Las narraciones hablan, por ejemplo, del día en que prometió darle con las suelas de sus botas a Lino Ruiz en el atrio de la Catedral de Bogotá porque se atrevió a escribir unos panfletos difamatorios contra Manuel Murillo Toro, su amigo y benefactor; de la ocasión en que le presentaron a un norteamericano y le dio un apretón de manos tan fuerte, que lo dejó sin aliento; de la tarde en que se enfrentó a varios soldados, los desarmó a todos, y se apareció en el bar La Botella de Oro blandiendo los sables como trofeos.

Quizá el verdadero problema estaba en las angustias mentales que debía generarle poseer un cuerpo negro en una sociedad racista. En varias de sus obras se advertían los presagios suicidas. Lo había intentado una mañana de 1881, pero falló y el disparo impactó contra el techo de una casa en la calle primera de Florián en Bogotá. Allí lo encontró Juan de Dios Uribe, de pie, entre una nube de polvo, con el rostro ensangrentado, el cabello chamuscado y un rifle en la mano. “Soy muy estúpido, debí apuntarme a la cabeza y no al pecho, otro día será”, le dijo a su amigo. Tres años después no sería consecuente con su propia pedagogía suicida. Con una pistola Remington se disparó al abdomen, no a la cabeza, y después de tres días de agonía murió el 3 de julio de 1884. Apenas tenía 35 años. Casi un siglo después el país seguía sin conocer su obra, pero recitaba las anécdotas y disertaba sobre si en realidad su muerte había sido un suicidio o la pistola se había disparado por accidente.

Cada vez que me acerco a estos detalles sobre la vida del poeta, en los que priman las referencias a lo corporal y los relatos ligados a su origen étnico, es inevitable recordar las veces en que he sido o me han hecho consciente de que soy un cuerpo negro. Me había dado cuenta de eso antes de que un profesor me hiciera aparecer semidesnudo una mañana de octubre de 1987 frente a todo el colegio representando a un esclavo de los tiempos virreinales. Pero la mayor certeza la tendría muchos años después, en la ciudad de Bogotá una tarde de septiembre del año 2007. Para entonces, trataba de hacerle los últimos ajustes a la tesis de la maestría en historia que había cursado en la Universidad de los Andes gracias a una beca, y salía de la Biblioteca Nacional de Colombia después de una larga jornada de diez horas seguidas de trabajo. Bajé distraído, lento, uno a uno, los 21 escalones de la entrada principal de la biblioteca que da a la calle 24, y una vez allí giré hacia la derecha buscando la carrera séptima. No había caminado media cuadra cuando fui detenido por un agente de policía que me pidió identificación, hurgó hasta el último rincón del morral donde cargaba un par de libros y una libreta de notas, y no convencido con su exagerada requisa, tomó mis manos, las revisó detalladamente, y tuvo el descaro de llevarlas hasta su nariz y olfatearlas como un perro entrenado para buscar droga desesperadamente. No reaccioné, no dije nada, quizá mi cabeza todavía estaba en el mundo de los negros y mulatos de la Cartagena del siglo XIX –tema de mi tesis–, y recuerdo perfectamente esa sensación sedante, física y mental, de orfandad y cansancio triste. El escritor y fotógrafo neoyorquino de ascendencia nigeriana Teju Cole ha dicho en un artículo de reciente publicación que “el cuerpo negro es sujeto de prejuicio”, y que “ser negro es soportar la peor parte de la aplicación selectiva de la ley y habitar una inestabilidad psíquica en la que no hay ninguna garantía de seguridad personal”. Ese día en que salía absorto de la biblioteca –al igual que Candelario Obeso en su tiempo–, “antes que ser un muchacho caminando calle abajo”, que preparaba su tesis de maestría en historia, yo era un cuerpo negro y, como tal, sujeto de prejuicio y sospecha.

Un año después de aquel incidente, cuando ya me había graduado de la maestría, hice una investigación sobre Candelario Obeso que sirvió de base para el prólogo de la reedición de los libros Cantos populares de mi tierra y Secundino el zapatero de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana editada por el Ministerio de Cultura en 2009. Ese año había sido declarado por el Ministerio como el Año de Candelario Obeso y Jorge Artel –los dos poetas negros más importantes en la historia de Colombia–, y la investigación también sustentó el guion y la curaduría de la exposición “Candelario Obeso: bogando en un río de letras”, en la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. Es cierto que una vez editados los textos perdemos el control sobre ellos, y es sumamente difícil medir el impacto que causan en quienes acceden a la publicación. Si algo tenía claro, era que quería mostrar la dimensión estética y política de Candelario Obeso, más allá del anecdotario pueril y jocoso que seguía perpetuando el estereotipo e impedía tomar en serio los aportes de un negro en la construcción intelectual de la nación. A veces, cuando trabajaba en la biblioteca, pensaba en que me daría por bien servido si era capaz de mostrar una imagen de él lo suficientemente argumentada como para que la única opción de un escolar negro de provincia no fuera tener que mostrarse en el patio de su colegio, descamisado, semidesnudo, llevando sobre sus hombros el pesado fardo de los prejuicios raciales.