lunes, 30 de noviembre de 2020

 Feliz cumpleaños, Mesié

César E. Rivas Lara, El Mesié, es uno de los más grandes escritores
en la historia del Chocó. Foto tomada de su perfil de WhatsApp


Con 34 libros publicados, el último de los cuales fue presentado ahora en octubre y es una reseña histórica del Colegio Carrasquilla de Quibdó, a propósito de su 115º aniversario; el Maestro César E. Rivas Lara, conocido durante más de media vida como El Mesié, es -junto a Miguel A. Caicedo Mena- el escritor chocoano más prolífico en la historia regional y nacional. Una historia de la cual, por vocación y compromiso, decidió ser notario y escribano. Por vocación, porque para El Mesié escribir es como respirar: a través de su olfato respira su cuerpo, a través de la escritura respira su alma; y por compromiso, pues desde su primera juventud, cuando estudiaba Filología e Idiomas en la Universidad Libre, en Bogotá, supo que escribir era el más grande de los servicios que podría prestar a la causa cultural de su tierra chocoana, a la orilla de cuyo Atrato inmenso nació un sábado 30 de noviembre de 1946.
 
Veinte de los treinta y cuatro libros del Maestro Rivas Lara están dedicados al Chocó, con líneas temáticas que podemos clasificar en cinco grupos. Un primer grupo está dedicado a trabajos de rescate de tradiciones culturales y folclóricas de la región, su oralitura y su poesía popular, sus dichos y adivinanzas, sus juglares autóctonos como Blas María y el Poeta de Guayabal. El segundo grupo está dedicado a la reseña de la vida y las acciones públicas de grandes personajes de nuestra historia regional, como Diego Luis Córdoba, Neftalí Mosquera y Mosquera, Ramón Lozano Garcés y algunos más de aquellos que destinaron gran parte de su vida a hacer de este Chocó -hoy tan venido a menos que se le conoce más por sus fatídicos incendios y sus inundaciones diluviales- una comarca importante en el concierto nacional, una tierra pródiga no solamente en materias primas y exuberancia para el saqueo foráneo, sino en ideas y hechos culturales para el enriquecimiento de la pluriculturalidad del alma colombiana. Un tercer grupo, entre los veinte libros del Maestro Rivas Lara sobre el Chocó, son trabajos de biografía y análisis de las contribuciones literarias de varios grandes de nuestras letras, como Rogerio Velásquez Murillo, Miguel A. Caicedo Mena y el mundialmente famoso Arnoldo de los Santos Palacios Mosquera. Un cuarto grupo de libros, dentro de estos veinte del Maestro Rivas Lara sobre el Chocó, incluye dos trabajos de denuncia y crítica sobre la situación del Chocó y otro en el que examina uno de los acontecimientos más significativos de la historia regional: el fusilamiento de Manuel Saturio Valencia. El quinto grupo temático de los libros del Maestro Rivas Lara acerca del Chocó lo componen sendas obras en las que rescata, para la memoria de todos, la historia de dos grandes instituciones educativas del Chocó, ambas ligadas a su propia historia: el Colegio Carrasquilla, donde estudió brillantemente su bachillerato y también fue profesor; y la Universidad Tecnológica del Chocó “Diego Luis Córdoba”, de la cual es uno de sus fundadores y primer director del programa académico de Idiomas, del cual egresaron los primeros licenciados made in Chocó que le dieron lustre a la enseñanza de español, inglés y literatura en los colegios de Quibdó a finales de la década de los años 70 del siglo pasado, como Tirso Quesada Martínez, Aminta Arias Ledezma, Darcio Antonio Córdoba Cuesta, Mirza Mena Villalba, Yamileth Palacios de Moreno, Guillermo Murillo Rentería, entre otros.
 
El Mesié Rivas Lara ha publicado también dos libros de poesía propia: Poemas de cumpleaños, en 1968, cuando era un jovencito de 22 años; y Veinte poemas desesperados, en 1969. Y por lo menos una decena de obras de ficción, entre relatos, novelas y cuentos, en los cuales no abandona sus preocupaciones éticas y sociales, así las remita al mundo de lo imaginario, mediante personajes creados por su pródiga imaginación para que escenifiquen situaciones que él, como autor, considera aleccionadoras para sus lectores, a quienes siempre ha querido trasmitir ideas edificantes.
 
Preocupado por sus estudiantes, a quienes dedicó gran parte de su vida en la Universidad del Chocó, se tomó incluso la tarea de convertir en manual metódico las claves de su oficio de escritor y de allí resultó su trabajo Cómo escribir un libro, cuya principal virtud es desentrañar para el estudiante interesado lo que podríamos llamar la carpintería necesaria para concretar el arte de la narración y la escritura.
 
La obra de César E. Rivas Lara es indudablemente compendio y referente para caminar por los senderos de la identidad, de la historia, de la cultura y de los sueños del Chocó, de sus avatares y de sus penurias, de sus amores y de sus contradicciones. Con la generosidad propia de los grandes, inspirado en aquellos que personalmente conoció, como Miguel A. Caicedo Mena, su amigo y colega de tantos años en la Universidad del Chocó, El Mesié nos ha contado quiénes son nuestros viejos maestros, quiénes crearon lo bueno que a lo largo de la vida regional hemos tenido, qué ha sido de nuestra gente en medio de sus carencias y cómo desde estas orillas tan bellas como ignotas se ha producido poesía, arte, folclor y sabiduría. Es decir, nos ha contado quiénes y cómo somos como región y sociedad, a través de una inmensa panorámica construida cuadro a cuadro con cada uno de sus libros, en largas horas y extensos días de disciplinado y dedicado trabajo.
 
Además del luengo, valioso y generoso aporte a la historia y a la cultura del Chocó que son sus 34 libros, en tiempos de pandemia y cuarentena obligatoria, el Mesié sacó tiempo para grabar en su propia voz narraciones sobre hechos históricos significativos para la región, como el Ingenio de Sautatá en el Bajo Atrato, la despiadada explotación minera hecha por la Chocó Pacífico en la región del San Juan, los primeros educadores y colegios del Chocó, los contrastes de la región chocoana, el episodio del Fuerte de Murrí como una muestra de la participación del Chocó en la Independencia de Colombia y la remembranza de los presidentes colombianos que, nacidos en estos parajes, negaron su origen hasta la saciedad.
 
Así mismo, a lo largo de su vida profesional y personal, El Mesié ha dedicado todo el tiempo del mundo a darnos ejemplos de modestia y sencillez. Ajeno a vanidades y alharacas, a innecesarias figuraciones y aspavientos, el Maestro César E. Rivas Lara es uno de los educadores, profesionales, investigadores, intelectuales y escritores que más y mejor han contribuido al engrandecimiento del Chocó y a la promoción de su riqueza histórica, cultural y social. Por todo ello, no quería dejar pasar esta ocasión para decirle que celebro su vida: ¡Feliz cumpleaños, Mesié!

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Obras publicadas de César E. Rivas Lara

1.    Poemas de cumpleaños, 1968

2.    Veinte poemas desesperados, 1969

3.    De Rogerio Velásquez a Miguel A. Caicedo, 1973

4.    Quién es quién en el Chocó, 1974

5.    Diccionario popular chocoano y apuntes regionales, 1979

6.    Frustración y crimen, 1980

7.    Naufragio, 1982

8.    Tragicomedia de burócratas, 1983

9.    Coplas, décimas y refranes oídos en el Chocó, 1985

10. Perfiles de Diego Luis Córdoba, 1986

11. Cómo escribir un libro, 1989

12. Homenaje Nacional de Colcultura a Miguel A. Caicedo, 1989

13. Testimonio de Ramón Lozano Garcés, 1990

14. Cuentos y relatos que son la vida, 1991

15. Guía de autores chocoanos, 1993

16. El último juglar chocoano, 1994

17. Semblanza de Neftalí Mosquera Mosquera, 1994

18. Miguel A. Caicedo: vida y obra, 1996

19. Diego Luis Córdoba, un hombre históricamente necesario, 1997

20. Cuentos para entretener el tiempo, 1999

21. Tradición oral en el Chocó: mitos, supersticiones y agüeros en la sabiduría popular, 2000

22. De la expresión popular, el verso y la adivinanza, 2001

23. Callejón sin salida, 2002

24. Folclor, comedia y carnaval, 2004

25. Los desplazados, 2004

26. Relatos fantásticos, 2006

27. A cien años del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia, 2007

28. Tres grandes afrocolombianos: Rogerio Velásquez, Arnoldo Palacios y Miguel A. Caicedo, 2008

29. El Chocó que Colombia desconoce, 2012

30. Todavía es tiempo de aprender, 2013

31. El hombre de las máscaras, 2015

32. Palabras que arden: Chocó, crítica y reflexión, 2017

33. Reseña histórica de la Universidad del Chocó “Diego Luis Córdoba”, 2018

34. Reseña histórica del Colegio Carrasquilla, Alma Máter de la cultura chocoana, 2020

 

lunes, 23 de noviembre de 2020

 La naturaleza se enfurece

Hazel Robinson Abrahams

Parque Nacional Natural McBean Lagoon, en la Isla de Providencia.Foto:http://www.providencia-sanandres.gov.co/municipio/nuestro-municipio 

Providenciales deberíamos decirles, en lugar de providencianos, a los nativos de la Isla de Providencia, luego de su milagrosa supervivencia a la tragedia lamentable y triste que un huracán llamado con el nombre de una letra griega (Iota) ocasionó en esa isla tan pequeña como bella y a veces inaccesible, la Divina Providencia, al igual que en su isla hermana, San Andrés.  Como ocurre en todo el Caribe insular, los huracanes forman parte de la historia de este excelso fragmento de Colombia y actual Departamento Archipiélago del territorio nacional.

Precisamente, con un huracán que prefigura y anuncia la llegada de nuevos tiempos en el amor y en la vida, comienza la novela No Give up, maan! (¡No te rindas!), de Hazel Robinson Abrahams (San Andrés, 1935), quien es justamente reconocida como la escritora más representativa de la cultura isleña, de esa isla cuya historia y vida ella contó en 30 crónicas escritas para El Espectador entre 1959 y 1960, en una columna titulada Meridiano 81, del Magazín Dominical de ese diario; y en sus tres novelas publicadas: No Give Up, Maan! (2002), Sail Ahoy (2004) y El príncipe de St. Katherine (2009), en las que está presente su calidad narrativa vital, fresca y enraizada en la historia, mediante la cual ha recreado y comunicado al mundo Caribe la realidad de estas islas y de su gente raizal a lo largo del tiempo.

El huracán de la primera novela de Mrs. Hazel acontece en la primera mitad del siglo 19, a pocos años de la abolición formal de la esclavitud. Su narración incluye una viva estampa de las plantaciones inglesas de algodón y de la vida insular de San Andrés en ese momento, incluyendo a dos propietarios ingleses, 45 esclavos y 2 esclavas, una de las cuales, muda, es la mamá del protagonista de la novela, que es un ñanduboy en la lengua que los esclavos han creado. El Guarengue les ofrece, pues, el primer capítulo de la novela No Give up, maan!, de la escritora sanandresana Hazel Robinson Abrahams, titulado La naturaleza se enfurece.[1]

 

Wen dem whe come ya, u no
Whe de ya yet.
(Ellos llegaron antes que tú)

Blancos y negros, o en esos tiempos, amos y esclavos, acostumbrados a escarbar el horizonte cuantas veces posaban la vista en él, descubrieron la llegada de las huidizas nubes que coqueteaban con la calma que venía acompañando el ofensivo silencio en la naturaleza. Un nuevo fenómeno, nunca antes visto en la isla, inquietó también la gelatinosa superficie del mar: la desaparición de las acompasadas olas de los arrecifes, reemplazadas por las que ahora llegaban a intervalos largos arrastrándose cansadas.

En tierra, contadas palmeras presentaban sus ramas desafiando la gravedad y el calor, elevadas en forma majestuosa por encima de las copas de los cedros, los mangos, los árboles de tamarindo y los de fruta de pan. La mayoría de los árboles estaban inertes en huelga contra la vegetación. Las predominantes brisas del nordeste habían desaparecido por completo y un sol canicular extendía sus rayos convirtiendo la tierra en brasa, al contacto de los desnudos y rajados pies que laboraban en las plantaciones de algodón.

Los esclavos, obligados a convertir la mitad de un talego —el que antes sirvió de abrigo a la harina traída a la isla— en una especie de abanico para tapar su sexo, estaban ese día regados en los acres que no se contaban, agachados entre las matas de algodón, mientras desyerbaban lo poco que luchaba por vivir entre los surcos cuarteados. De cuando en cuando, alguno se levantaba perezosamente y con el dedo índice barría el sudor de la frente; luego levantaba el brazo y con el mismo dedo enhiesto como el asta sin bandera de su vida buscaba determinar la dirección del viento. Desilusionado, con sus callosas manos formaba un binóculo para escudriñar el horizonte. Desalentado por lo imperturbable del encuentro del cielo con el mar dejaba caer el brazo con todo el peso del cansancio. Con los párpados aún fruncidos, miraba el sol y lo maldecía. Maldecía en una lengua que solo ellos entendían. Lo único que sus amos les habían dejado conservar y solo porque no habían ideado la forma de extirparla de sus mentes. Su lengua y su color, la gran diferencia, la catapulta que servía a la inseguridad de sus dueños.

Era un mes de octubre de algún año hace dos siglos. Durante semanas había prevalecido este tiempo opresivo y caliente que secó bruscamente la cosecha de algodón. Las doradas cápsulas desafiaban ahora el silencio reinante entonando un delicado tic-tac por todos los campos, al abrir y exhibir sus blancas motas, contribuyendo a la desesperación de los esclavos, quienes esperaban impacientes la orden de la recolección, aunque aquello representaba más trabajo y bajo el sol como capataz implacable. Hacía más de una semana que esperaban la orden, mas no llegaba y, ahora de él no quedaba esperanza menos cuando ya se había ido a descansar casi todo el día.

De improviso, en el campo vecino se escuchó un lamento:

Ova yaaa… (Allá…).

A lo que de inmediato se respondió con:

We de yaaa (Estamos aquí).

Y en esta letanía siguieron por horas. Eran los esclavos utilizando la forma ideada de comunicación por medio de la cual transmitían sus alegrías y chismes y desahogaban todas las emociones reprimidas por el cautiverio. Cuando más se necesitaba y menos se esperaba, irrumpió en el ambiente la respuesta a sus maldiciones —o la derrota a las enseñanzas del pa’ Joe—. Despachadas de la nada, unas ráfagas de aire puro y limpio irrumpieron en el ambiente, cortando el calor a medida que abrían el paso a otras de mayor intensidad que sacudían las matas de algodón interrumpiendo el vals del tic-tac y obligando a los capullos a despojarse de sus preciosas motas y a bailar una loca melodía en la que las secas cápsulas convertidas en maracas predominaban sobre el chillido de los pájaros y los insectos, pero impotentes ante el batir de los árboles más grandes en su afán de defenderse del ataque inesperado.

Los esclavos, perplejos, y como solitarias y pétreas estacadas de una quema, miraban a su alrededor extasiados frente al éxodo de la fauna que habitaba en las matas de algodón. Los pájaros en desbandada, interrumpida a veces por las motas de algodón, chillaban impotentes ante la fuerza desconocida que no cesaba de espantarlos.

A lo lejos, tratando de desafiar esta orquesta, un esclavo seguía entonando su letanía. Pero su voz ya no era un lamento de dolor como al principio; el tono era de franca alegría, una clara nota de victoria, el reconocimiento de que la naturaleza era su aliada y ella había triunfado. Las ráfagas siguieron desalojando el calor hasta llegar a la falda de la loma. A su paso, los grandes cedros trataban en vano de imitar a las palmeras que se inclinaban en reverencia para después elevar sus ramas al cielo en un frenesí incontrolable.

En contraste con esta alegría de la naturaleza se escuchaba el seco golpe de puertas y ventanas que se cerraban, después de haber aguardado por días la invitación al aire a invadir los aposentos.

Richard Bennet, que en aquella hora y tarde iniciaba el tradicional té de las cuatro, se sorprendió del cambio repentino del tiempo y al observar que tante Friday luchaba por cerrar las ventanas, dejó a un lado el té a medio consumir para acudir en su ayuda.

Harold Hoag, en la plantación vecina, recorría con la vista los campos de algodón convertidos en la espumosa cresta de una gran ola, salpicada de punticos negros. Maldijo su decisión de esperar dos días más para la recolección. Caminó hacia la puerta principal de su casa y del dintel tomó su binóculo y lo colocó en el eterno fruncido entrecejo. Atisbó el horizonte y su descubrimiento le hizo exclamar:

God damned my luck! (¡Dios maldijo mi suerte!).

En él, con seguridad y pasos majestuosos, llegaba del noreste de la isla una brava cabalgata de nubes grises que parecían dispuestas a desafiar al sol su dominio sobre el lugar. Una amenazadora mancha negra que nada bueno presagiaba.

Los esclavos de Richard Bennet también asistían al encuentro y ya apostaban al ganador. El sol, aunque con las sorpresivas ráfagas había perdido toda su fuerza calcinante, no parecía dispuesto a bajar a su lecho de agua, cediendo el lugar a la invasora gris.

Cuando la llamada del caracol se dejó escuchar, contrariamente al alivio que siempre significaba, hoy era una llamada inoportuna. Por primera vez desde su llegada a esta isla la naturaleza había decidido hacer tantas cosas a la vez y a un ritmo tan acelerado. Como bandadas de pájaros negros, fueron subiendo la ladera de la loma. Desde ahí, pudieron observar que el océano se había sumado a la competencia, que el mar tapaba el muro coralino que abrigaba la bahía con claras intenciones de abrazar la tierra. Sintieron una extraña y nueva sorpresa, pero la seguridad en un terreno tan elevado descartó de inmediato el desconocido sentimiento.

Esa, como todas las tardes, irían a la choza mayor, ahí recibirían su calabash (totuma) con la ración de la tarde que cada grupo cocinaría en su choza. Pero cuando llegaron al campamento, los vientos habían comenzado a desenterrar las matas de algodón arrancándolas de raíz y elevándolas en vuelos sin rumbo. Contrariamente a la rutina diaria, no esperaron afuera de la choza; fueron empujados hacia el interior por esta mano como si quisiera defenderlos. Adentro y en completa oscuridad, dieron rienda suelta a sus sentimientos. Hablaban, gritaban, otros cantaban y no faltaron algunas nerviosas carcajadas. Tal parecía que toda esta energía estaba dispuesta a desafiar igualmente a la tormenta. La choza, cuyo tamaño no fue concebido para protección de ellos, sino para almacenar y distribuir sus alimentos, se convirtió ese día en el calabozo de la nave donde todos habían iniciado este obligado cautiverio y el disfraz de sus gritos, carcajadas y cantos se convirtió pronto en suspiros y después en inconsolables llantos.

Afuera, el sol, agotado por los embates del viento, dejó de alumbrar, y la llegada de relámpagos resquebrajando los cielos, seguidos por ensordecedores truenos, obligó al astro a aceptar su derrota. Al ceder, llegaron las primeras gotas de una llovizna semejante a lágrimas desahogadas por frustración en apoyo de los esclavos.

Por un momento parecía que la brisa se llevaría los nubarrones de agua, pero a medida que oscurecía, fueron cayendo gotas más fuertes y de una abundancia nunca antes observada en la isla.

Por segundos, el viento adquiría más fuerza y la alegría convertida en nostalgia que se había apoderado de los esclavos, se transformó en pavor.

A las seis, un golpe sacudió la casa grande. Richard Bennet pareció adivinar que la choza mayor, al sufrir igual suerte que las más pequeñas, no había podido resistir la tempestad.

El pánico fue total cuando los esclavos quedaron a la intemperie en pleno desafío del monstruo desconocido. Instintivamente, como los perros, los cerdos y demás animales domésticos, se dirigieron a la casa grande, y debajo de ella la algarabía de los animales se completó con los gritos de los aterrorizados esclavos.

Por su construcción sobre pilotes, la casa grande había resultado un refugio. Ahí debajo, con el tacto más que con la vista, cada cual fue buscando un sitio donde guarecerse. Era el único lugar al que la lluvia no había logrado llegar por completo, pero desde donde se podía sentir y escuchar la obra demoledora del huracán que, como una gran escoba, barría todo, se estrellaba con todo, arrasaba todo. Nada parecía suficientemente fuerte para no ser arrollado.

El viento les silbaba a su alrededor, y para ellos era el intento del monstruo en su afán de sacarlos de su única guarida. Eran como las seis y treinta de la tarde, pero estaban en medio de una oscuridad completa, que agravaba la situación. Ben, el esclavo jefe, con el miedo que sentía por lo que estaba ocurriendo, decidió hacer un conteo para saber si todos habían logrado escapar. Elevando la voz por encima del ruido de los árboles al caer, de los silbidos del viento, de la caída del torrencial aguacero, gritó el «número 1» y los demás siguieron respondiendo hasta completar el «número 47». Todos estaban ahí, completos y aparentemente seguros por el momento. Habría que dar gracias al pa’ massa. En el conteo faltaron solamente los números 26 y 27, las encargadas de la casa grande. ¿Estarían ahí?

«Pa’ massa quiera que sí», pensó Ben.

Mientras tanto, a menos de un pie de sus cabezas, en el primer piso de la casa, Richard Bennet se paseaba de un lado a otro de su sala.

Nunca antes en sus treinta y cinco años en el Caribe había visto desatar tal furia en la naturaleza. Trató de mirar por los cuadros que formaban las ventanas de vidrio, pero era imposible. La oscuridad, la lluvia inclemente, habían convertido todo en un manto negro. Aprovechando los reflejos de los relámpagos, logró vislumbrar algo del caos que reinaba fuera, un lugar fantasmagórico que no alcanzaba a reconocer. Según parecía, lo único intacto hasta el momento era el lugar donde se encontraba, y se preguntaba hasta cuándo. Miraba la frágil estructura de su casa en comparación con la mole destructora que tenía afuera y, sin saberlo, sus pensamientos coincidían con los de sus esclavos. A esta isla le había llegado el fin. El fin que tanto les predicaba el reverendo Joseph Birmington.

Los esclavos, confundidos con los animales, unidos por el miedo de lo que reinaba en el antes apacible lugar, seguían debajo de la casa protegidos de la brisa y de todo lo que ahora volaba a su alrededor. Tante Toa y «la muda» —la madre del ñanduboy—, se habían quedado atrapadas en la casa grande convertidas en silentes espectadoras que acudían al llanto como respuesta.

Aprovechando los relámpagos que se estrellaban contra las ventanas, Richard Bennet buscó a las dos esclavas y las halló acurrucadas al pie de la escalera que daba a las habitaciones del segundo piso de la casa. Las contempló abrazadas la una a la otra y vio en sus caras un miedo mayor, distinto a cualquier otro conocido por ellas. Caminó hacia donde se encontraban y, a gritos, le preguntó a tante:

Is this Birmington’s hell? (¿Es este el infierno de Birmington?).

La anciana se limitó a sacudir la cabeza negativamente sin levantarse a contestar como lo hubiera hecho en circunstancias normales. Bennet caminó de nuevo hacia la esquina sur de la sala, lejos de las ventanas y de los amenazadores rayos. Allí se acomodó encima de un barril que días antes había canjeado. Contenía clavos que pensaba utilizar en la nueva construcción que ahora el huracán había definido. Pensaba que si los primeros embates del fenómeno lo habían tomado desprevenido, ahora, con la furia desatada, nada podía hacer por los cuarenta y siete esclavos que seguramente encontrarían la muerte debajo de la casa. Ni siquiera sabía hasta qué hora la casa resistiría la hecatombe uniéndolo a la suerte de ellos.

Eran como las diez de la noche cuando llegó lo que parecía el fin del mundo. El agua en forma violenta y en cantidades alarmantes caía por toda la casa, obligando a los tres a buscar nuevas formas de guarecerse. Por la escalera bajaba una cascada, al no quedar más que las vigas del techo. Las tejas de madera habían volado como si fueran de papel. Los truenos sacudían la casa tratando de ayudar al viento en su afán de elevarla. Los árboles al derrumbarse arrastraban otros y, sin que Bennet lo supiera, habían formado un cerco alrededor de la casa.

Todo esto daba la impresión de que nada quedaría sobre la tierra. El resto de la noche lo vivieron debajo del arrume de muebles que el viento había llevado en un loco recorrido por la casa. Fueron las horas más largas de sus vidas. Parecía que no habría fin. Pero, cuando perdían todas las esperanzas, comenzó a amanecer y con la luz del nuevo día, el agua y el viento no fueron tan violentos. Sin embargo, solo hasta las nueve de la mañana aclaró y todos pudieron salir para apreciar la magnitud del desastre.


Hazel Robinson Abrahams.
Foto: Biblioteca de Literatura Afrocolombiana


[1] El texto fue tomado de la edición bilingüe (español/inglés) de la novela, publicada por el Ministerio de Cultura de Colombia en el año 2010, en la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, con un maravilloso prólogo de Ariel Castillo Mier. La primera edición de la novela fue publicada por la Universidad Nacional de Colombia-Sede Caribe, en 2002. Aquí puede obtenerse para que quienes no la conozcan accedan al encanto de leerla completa: https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll7/id/3/rec/1

lunes, 16 de noviembre de 2020

Crecientes e inundaciones

Tomada de Twitter: @ComunidadesAfro

En ocasiones, los ríos crecen silenciosamente, paulatinamente, de modo imperceptible aun para el ojo más entrenado, sobre todo si es de noche y no hay luz ni de luna. Otras veces, las crecientes son estrepitosas y súbitas, aparecen como de la nada y se dejan ver y oír como rugido de fieras a plena luz del día. También de día las crecientes pueden ser poco escandalosas y casi imperceptibles, como de noche pueden ser fragorosas y ostensibles. En todos los casos, de día o de noche, en silencio o bulliciosas, las crecientes son irremediables, incontrolables, además de puntuales para llegar varias veces al año, a los mismos sitios, donde la misma gente, con los mismos o mayores estragos en cada ocasión.

Uno no sabe si es porque ahora hay más cosas que el agua puede arrastrar o dañar o porque ahora nos damos cuenta de modo casi instantáneo de su ocurrencia, o si es porque, definitivamente, los fenómenos asociados al cambio climático inciden en su intensidad y magnitud haciéndolas más perjudiciales y funestas para quienes las sufren, o todas las anteriores; pero, esas crecientes de ahora parecieran causar más estragos que las de antes, diga usted hace unos 50 años, y parecieran ser más arrasadoras, más desordenadas -por decirlo de alguna manera- y comparativamente más destructivas. Lo cierto del caso es que a la gente las crecientes de los ríos les mojan e inundan la vida toda, se les llevan -entre sus espumarajos y raudales- fragmentos irremplazables de su cotidianidad, como los trastos de luminoso aluminio, la poca ropa, los colchones y los petates, las sillas Mariapalito, los escasos enseres, los invaluables cultivos, las gallinas y los marranos, las azoteas de horticultura casera y, cómo no, el maíz y el arroz que almacenaban con ilusión de venta y de consumo. Más de 40.000 personas en todo el Chocó lo han vivido durante los últimos 4 días.

Tomada de Twitter: @ComunidadesAfro

Ocurren en el Atrato, el Baudó y el San Juan. En sus afluentes y tributarios las crecientes ocurren también. Y en las ciénegas que se desbordan. Y en los charcos y humedales de la selva adentro. Así que, por obra y gracia del sistema circulatorio conformado por estos ríos, estas quebradas, esas ciénagas y esos humedales, que en conjunto se cuentan por centenas y millares, en un santiamén se inunda todo el territorio chocoano, a través de ese tejido fluvial por el cual ha circulado la vida durante siglos. Y el agua, esa aliada y cómplice que ha hecho posible el nacimiento y la reproducción de la vida en estos lugares, pareciera tornarse en adversario inapelable durante el tiempo de inundación. Hasta que, en una mañana fresca, límpida, olorosa a cielo recién lavado y a monte fresco, bajo el rocío de una llovizna lustral, ocurre la reconciliación: gente y agua se reencuentran para seguir haciendo nacer juntos la vida, a pesar de los pesares que la creciente reciente ha causado. Al fin y al cabo, es aquí donde -desde hace cientos de años- estas comunidades y pueblos vienen sembrando la semilla del futuro, cosechando el fruto del presente y atesorando la memoria del pasado. Al fin y al cabo, es aquí donde la vida, por precaria que sea, es posible para quienes han hecho de este lugar del mundo su territorio; un territorio por cuya defensa vale la pena quedarse, una vida por cuyo enaltecimiento y por cuya dignidad vale la pena seguir luchando.

lunes, 9 de noviembre de 2020

 “Una versión inverosímil de la vida cotidiana”
-El Chocó en las memorias de Gabo-[1]

Parque Centenario de Quibdó, septiembre de 1954. Foto: Guillermo Sánchez, El Espectador.
Marcha de protesta contra el proyecto gubernamental de desmembración del Departamento del Chocó y su repartición entre Antioquia, Caldas y Valle del Cauca. La bandera es portada por el entonces gobernador militar, Capitán Luis A. Cano. El cuadro que llevan los dos muchachos es "Homenaje al boga", del pintor chocoano Francisco Mosquera Agualimpia.

 

Con motivo de las acciones de la ciudadanía quibdoseña y su dirigencia (Gabriel Meluk Aluma, Ramón Lozano Garcés, Aureliano Perea Aluma, Antonio José Maya, Primo Guerrero, entre otros) para protestar contra el proyecto de desmembración del Departamento del Chocó y su repartición entre los departamentos de Caldas, Antioquia y Valle del Cauca, el escritor colombiano, Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez viajó a Quibdó y a otros lugares del Departamento del Chocó en septiembre de 1954, como enviado especial del diario El Espectador, de Bogotá. Fruto de su trabajo como el reportero que entonces era, Gabo publicó en El Espectador una serie titulada El Chocó que Colombia desconoce, compuesta por cuatro reportajes considerados piezas maestras del periodismo colombiano. El primero de ellos fue publicado el 29 de septiembre de 1954, bajo el título Historia íntima de una manifestación de 400 horas y al mismo dedicamos un artículo en El Guarengue, en octubre de 2018: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/y-el-dia-llegara-de-tu-redencion.html

 

En esta ocasión, les ofrecemos en El Guarengue el extracto de las páginas que a este acontecimiento de su vida profesional y personal le dedicó Gabo en su libro de memorias, Vivir para contarla. Al igual que en los reportajes a los que alude este capítulo de su vida, en este texto brilla la agudeza de García Márquez y esa intuición envidiable de narrador capaz de materializar la actualidad permanente como característica narrativa; aunque, en este caso, sea ayudado por la historia regional del Chocó, que en algunos aspectos pareciera a veces congelada en el tiempo, como una de sus madrugadas de diluvios eternos.


De todos modos, los tiempos no estaban para ferias. El gobierno del general Rojas Pinilla, ya en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión pública, había coronado el mes de setiembre con la determinación de repartir el remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos: Antioquia, Caldas y Valle. A Quibdó, la capital, sólo podía llegarse desde Medellín por una carretera de un solo sentido y en tan mal estado que hacían falta más de veinte horas para ciento sesenta kilómetros. Las condiciones de hoy no son mejores.

En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito. Las primeras fotos de las madres rebeldes con sus niños en brazos fueron languideciendo al paso de los días por los estragos de la vigilia en la población expuesta a la intemperie. Estas noticias las reforzábamos a diario en la redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la indiferencia. Al cabo de varios días, sin embargo, José Salgar se acercó a mi escritorio con su lápiz de titiritero y sugirió que me fuera a investigar qué era lo que en realidad estaba sucediendo en el Chocó. Traté de resistir con la poca autoridad que había ganado por el reportaje de Medellín, pero no me alcanzó para tanto. Guillermo Cano, que escribía de espaldas a nosotros, gritó sin mirarnos:

-¡Váyase, Gabo, que las del Chocó son mejores que las que usted quería ver en Haití!

De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra. Harto de tanto oírlo, le había gritado:

-¿Cuál guerra, carajo!

-No se haga el pendejo, Gabo -me soltó de un golpe la verdad-, que a usted mismo le oigo decir a cada rato que este país está en guerra desde la Independencia.

En la madrugada del martes 21 de setiembre se presentó en la redacción vestido más como un guerrero que como un reportero gráfico, con cámaras y bolsos colgados por todo el cuerpo para irnos a cubrir una guerra amordazada. La primera sorpresa fue que al Chocó se llegaba desde antes de salir de Bogotá por un aeropuerto secundario sin servicios de ninguna clase, entre escombros de camiones muertos y aviones oxidados. El nuestro, todavía vivo por artes de magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para fabricar escobas. Éramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa, joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.

El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se deslizó con los redaños de un veterano de guerra. Sin embargo, más allá de la escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por las goteras del fuselaje. El copiloto amigo, saltando por entre los bultos de escobas, nos llevó los periódicos del día para que los usáramos como paraguas. Yo me cubrí con el mío hasta la cara no tanto para protegerme del agua como para que no me vieran llorar de terror.

Al término de unas dos horas de suerte y azar el avión se inclinó sobre su izquierda, descendió en posición de ataque sobre una selva maciza y dio dos vueltas exploratorias sobre la plaza principal de Quibdó. Guillermo Sánchez, preparado para captar desde el aire la manifestación exhausta por el desgaste de las vigilias, no encontró sino la plaza desierta. El anfibio destartalado dio una última vuelta para comprobar que no había obstáculos vivos ni muertos en el río Atrato apacible y completó el acuatizaje feliz en el sopor del mediodía.

La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria que a nada se parecía tanto como a una capital africana. Nuestro primer propósito era tomar fotos urgentes de la muchedumbre en pie de protesta y enviarlas a Bogotá en el avión de regreso, mientras atrapábamos información suficiente de primera mano que pudiéramos transmitir por telégrafo para la edición de mañana. Nada de eso era posible, porque no pasó nada.

Recorrimos sin testigos la muy larga calle paralela al río, bordeada de bazares cerrados por el almuerzo y residencias con balcones de madera y techos oxidados. Era el escenario perfecto, pero faltaba el drama. Nuestro buen colega Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo rodeaba fuera la paz de los sepulcros. La franqueza con la que nos explicó su desidia no podía ser más objetiva. Después de las manifestaciones de los primeros días la tensión había decaído por falta de temas. Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el país, pero el gobierno permaneció imperturbable. Primo Guerrero, con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la haya perdonado, mantuvo la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegrama.

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio, teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito. Primo Guerrero propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil, y a nadie se le ocurrió una idea mejor. Nuestro colaborador más entusiasta fue el capitán Luis A. Cano, el nuevo gobernador nombrado por la renuncia airada del anterior, y tuvo la entereza de demorar el avión para que el periódico recibiera a tiempo las fotos calientes de Guillermo Sánchez. Fue así como la noticia inventada por necesidad terminó por ser la única cierta, magnificada por la prensa y la radio de todo el país y atrapada al vuelo por el gobierno militar para salvar la cara. Esa misma noche se inició una movilización general de los políticos chocoanos -algunos de ellos muy influyentes en ciertos sectores del país- y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.

Guillermo Sánchez y yo no regresamos a Bogotá de inmediato porque convencimos al periódico de que nos permitiera recorrer el interior del Chocó para conocer a fondo la realidad de aquel mundo fantástico. Al cabo de diez días de silencio, cuando entramos curtidos por el sol y cayéndonos de sueño en la sala de redacción, José Salgar nos recibió feliz, pero en su ley.

-¿Ustedes saben -nos preguntó con su certeza imbatible- cuánto hace que se acabó la noticia del Chocó?

La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar me apoyó en el riesgo de cocinar lo que pudiera de aquel pescado muerto.

Lo que tratamos de transmitir en cuatro largos episodios fue el descubrimiento de otro país inconcebible dentro de Colombia, del cual no teníamos conciencia. Una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana. La gran dificultad para la construcción de vías terrestres era una enorme cantidad de ríos indómitos, pero tampoco había más de un puente en todo el territorio. Encontramos una carretera de setenta y cinco kilómetros a través de la selva virgen, construida a costos enormes para comunicar la población de Istmina con la de Yuto, pero que no pasaba por la una ni por la otra como represalia del constructor por sus pleitos con los dos alcaldes.

En alguno de los pueblos del interior el agente postal nos pidió llevarle a su colega de Istmina el correo de seis meses. Una cajetilla de cigarrillos nacionales costaba allí treinta centavos, como en el resto del país, pero cuando se demoraba la avioneta semanal de abastecimiento los cigarrillos aumentaban de precio por cada día de retraso, hasta que la población se veía forzada a fumar cigarrillos extranjeros que terminaban por ser más baratos que los nacionales. Un saco de arroz costaba quince pesos más que en el sitio de cultivo porque lo llevaban a través de ochenta kilómetros de selva a lomo de mulas que se agarraban como gatos a las faldas de la montaña. Las mujeres de las poblaciones más pobres cernían oro y platino en los ríos mientras sus hombres pescaban, y los sábados les vendían a los comerciantes viajeros una docena de pescados y cuatro gramos de platino por sólo tres pesos.

Todo esto ocurría en una sociedad famosa por sus ansias de estudiar. Pero, las escuelas eran escasas y dispersas, y los alumnos tenían que viajar varias leguas todos los días a pie y en canoa para ir y volver. Algunas estaban tan desbordadas que un mismo local se usaba los lunes, miércoles y viernes para varones, y los martes, jueves y sábados para niñas. Por fuerza de los hechos eran las más democráticas del país, porque el hijo de la lavandera, que apenas sí tenía qué comer, asistía a la misma escuela que el hijo del alcalde.

Muy pocos colombianos sabíamos entonces que en pleno corazón de la selva chocoana se levantaba una de las ciudades más modernas del país. Se llamaba Andagoya, en la esquina de los ríos San Juan y Condoto, y tenía un sistema telefónico perfecto, muelles para barcos y lanchas que pertenecían a la misma ciudad de hermosas avenidas arboladas. Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecían sembradas en el césped. En el centro había un casino con cabaret-restaurante y un bar donde se consumían licores importados a menor precio que en el resto del país. Era una ciudad habitada por hombres de todo el mundo, que habían olvidado la nostalgia y vivían allí mejor que en su tierra bajo la autoridad omnímoda del gerente local de la Chocó Pacífico. Pues Andagoya, en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuyas dragas saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río San Juan.

Ése era el Chocó que quisimos revelar a los colombianos sin resultado alguno, pues una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región más olvidada del país. Creo que la razón es evidente: Colombia fue desde siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos.



[1] Tomado de: Gabriel García Márquez. Vivir para contarla. Bogotá, Editorial Norma, 2002. 579 pp. Pág. 532-538. Reproducción textual.

lunes, 2 de noviembre de 2020

 Halloween Pacífico

La Madre de Agua: http://quimerasyotrascosas.blogspot.com/2016/04/madre-de-agua-mito.html
La Tunda y El Riviel: https://www.talenthouse.com/item/1417595/8ef9a525, https://www.talenthouse.com/item/1417601/0f7f40ef



La Madre Monte, el Indio de Agua, el Riviel, la Tunda, la Llorona, la Madre de Agua, el Duende, la Viudita, El Mohán, la Mula de Cuaresma, el Maravelí, la Patasola, las brujas y el diablo…todo tipo de endriagos habitan la mitología del gran Pacífico suramericano o Chocó Biogeográfico, desde Panamá hasta Esmeraldas (Ecuador), incluso hasta Perú, en algunos casos. Sus apariencias, atuendos, travesuras, maldades y espantos, al igual que sus orígenes, tienen variaciones narrativas según el país y la subregión en la que se cuenten o escenifiquen. Pero, una cosa es común: desde siempre han estado presentes en la vida de los pueblos negros de todos los ríos, los montes y las mares, las ciénagas y los esteros, en las noches y madrugadas, en las lunas menguantes, nuevas y llenas, en las tempestades y los aguaceros eternos. A la luz de las velas, las lámparas de querosín, los mechones o los bombillos de luz macilenta y lánguida, estas criaturas han sorprendido, aterrado, divertido y espantado a niñas y niños de sucesivas generaciones, en noches de cuentos y relatos de sus mayores, abuelas y abuelos. Es el Halloween permanente, que no requiere de un día especial en el año; pero, que sí viene con intensidad a la memoria en los días de todos los santos y de los fieles difuntos, cuando se piensa en la vida, en la muerte, en el Más allá.

De la tradición del Pacífico Sur de Colombia, tomadas de un trabajo sobre creencias religiosas en la Misión de Tumaco[1], llevado a cabo hace más de 30 años por el sacerdote José Miguel Garrido, OCD (Orden de los Carmelitas Descalzos), presentamos en El Guarengue tres piezas orales sobre dos temas fundamentales: el Diablo, a quien el poeta popular le propone que se bautice en la fe católica y aprenda la doctrina, y la Muerte, sobre la cual se deja claro que es para todos sin distinción.

Carta al Diablo

Si el diablo tuviera seso

y a santiguarse aprendiera,

me encargaría de enseñarle

toda la doctrina entera.

Si bautizarse quisiera

con un padre confesor,

le serviría de padrino

le echaría la bendición;

comería de lo mejor:

plátano, panela y queso,

y gozaría por completo

de la mejor alegría.

 

¡Qué bonito no sería

si el diablo tuviera seso!

Le voy a mandar una carta

que me mande a contestar.

Que su padrino lo espera,

que se venga a confesar,

y a la diabla mucho más

y también su cocinera,

toda la familia entera

han de ser bien atendidos;

será nuestro fiel amigo,

si a santiguarse aprendiera.

 

Y como el diablo es tan diablo,

tan serio y tan caballero,

una vez que se confiese

verá las puertas del cielo;

se debe aprender el Credo,

la Magnífica y la Salve,

por la tarde confesarse

y dormir arrepentido;

de todo lo que le digo,

yo me encargo de enseñarle.

 

Ya no llamará más Diablo,

se llamará Juan Manuel,

es nombre que su padrino

se lo debe de poner,

que si no sabe leer

yo le compro su cartera

y lo pongo en la escuela

en junta con los demás;

que yo le enseño a rezar

toda la doctrina entera.


La contesta del Diablo

Anoche leí la carta

que el Diablo me contestó:

Me dice que se confiesa

pero bautizarse, no.

A santiguarse tampoco

porque eso no aguantaba

y que si en caso lo hacía

todito se reventaba;

que a la iglesia no dentraba

ni por oro ni por plata

que para meter la pata

mucha experiencia tenía.

 

En el nombre de María,

anoche leí la carta.

Me dice que de esas cosas

él no quería saber,

que por más que le enseñara

nunca las iba a aprender,

que por eso ni a leer

Jesucristo le enseñó

y por eso no atendió

ninguna de mis ofertas;

esas fueron las respuestas

que el Diablo me contestó.

 

Que mi Dios lo castigó

por grosero y atrevido;

habiendo sido en el cielo

de todos el más querido,

hoy anda de fugitivo

con la mano en la cabeza

y cuando a rezar empieza

el Padre Nuestro y el Credo

temblando, muerto de miedo,

me dice que se confiesa.

 

Y como el diablo era diablo

y que nada le faltaba

que a lo mejor prefería

que otro diablo lo llevara,

que en el infierno gozaba

sin ser amigo de yo.

Tres volcanadas botó

y retumbó en lo profundo;

me dice que viene al mundo,

pero a bautizarse no.

 

La muerte pa’todos

Siendo la muerte pa’todos

pa’mí no hay separación,

la muerte no escoge a nadie

sino al que manda el Señor.

En este valle de lágrimas

varios al pobre no miran,

se les hace el mundo poco

que han de ser para semillas;

pero eso sí que es mentira,

aunque no crean en Dios,

esa es su más perdición;

un día tiene su cobro

una cuenta tan estrecha,

siendo la muerte pa’todos.

 

Estando gordo y robusto

cae uno ahí en su cama,

viene la muerte y le dice:

llegó la hora de pagarla.

Ya de mí no te acordabas,

algunos ya ni me mientan…

a Dios le irás a dar cuenta,

hoy te llevo, pecador,

estés confesado o no,

pa’mí no hay separación.

 

Mata padre, mata obispo,

mata al que tiene corona,

mata a los santos ministros,

ella no escoge persona.

Mata viejos y niñitos,

los mata a los pobrecitos,

aunque no tengan su entierro,

y llegándose a su hora

la muerte no anda escogiendo.

 

Cuando uno está moribundo

por dar cuenta al Creador,

viene la muerte y le dice:

Haz acto de contrición,

porque este sueño es veloz;

cuando de aquí te retires

todo queda en esta vida,

para el que no trabajó;

viene la muerte y lo mata

a aquel que manda el Señor.

 


[1] Garrido, José Miguel, OCD. La Misión de Tumaco. Creencias Religiosas. Biblioteca Carmelitano-Teresiana de Misiones. Tomo VIII. 255 pp. s.f.