Un diciembre triste
-Quibdó 1966- |
Carrera Primera de Quibdó, 1965. Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. |
Hacían falta dos meses para la navidad de aquel año, 1966,
que terminaría siendo la más triste de la que tuvieran memoria los
quibdoseños de la época. Durante toda la noche de aquel miércoles 26 de octubre,
y aunque eran conscientes de que aquella cadena humana de inusitada vocación
bomberil era más una muestra colectiva de solidaridad que una acción efectiva
para detener la tragedia, decenas de hombres y mujeres trataron de apagar el
incendio con los chorros de unas cuantas motobombas, que resultaban escuálidos
ante la magnitud y fuerza de las llamas, y hasta con baldados de agua pantanosa
que pasaron de mano en mano hasta el amanecer. Adivinando la ruta de la
devastación, en un incesante ir y venir a las carreras y sacando fuerzas de donde no las tenían, hora tras hora de aquella
noche aciaga, intentaron llegar a las casas primero que el incendio, para
trastear los objetos de valor antes de que las llamas los alcanzaran. Obstinados y
valientes, lucharon hasta el otro día por tratar de hallar y rescatar alguna
cosa de valor entre las cenizas y las ruinas. Enseñoreado de la ciudad que crecía a la orilla del Atrato, el fuego solamente se aplacaría -por
su propio marchitamiento- bien entrado el nuevo día.
Ese jueves 27 de octubre, el Presidente de la República, Carlos
Lleras Restrepo, quien no llevaba ni tres meses en el cargo, empezó su
alocución en la Radiodifusora Nacional de Colombia dándole al país la noticia
de lo que había ocurrido la noche anterior en Quibdó:
“Hoy,
infortunadamente, tengo que comenzar refiriéndome a una gran catástrofe: el
incendio de Quibdó, sobre el cual el país apenas empieza a conocer detalles;
pero, que reviste todas las características de una tremenda calamidad”.
Lleras Restrepo resumió así las primeras acciones de su
gobierno, que incluían la visita a Quibdó de su consejero Emilio Urrea, posteriormente Alcalde de Bogotá, quien viajó
con el encargo de contribuir a la coordinación del manejo de la emergencia y
establecer la magnitud de la tragedia:
“Desde
el primer momento, el Gobierno ha actuado para tratar de aliviar la suerte de
las víctimas. A primera hora, el Ministerio de Guerra empezó a despachar
auxilios, lo mismo que la Cruz Roja, y se han preocupado también por ayudar en
forma intensísima entidades públicas y privadas del Departamento de Antioquia.
También en las horas de la mañana, la Presidencia de la República hizo que el consejero
personal del presidente, don Emilio Urrea, que empieza a desarrollar su labor
en el campo de la integración popular, viajara a Quibdó, llevando también
auxilios para las víctimas y con el objeto principalísimo de colaborar en la
organización de refugios para quienes han quedado sin techo, y de todas las
medidas de seguridad, de higiene, de prevención, que es indispensable tomar en
casos como este”.
Conmovido, el presidente Lleras narró al país lo
que al momento sabía sobre la magnitud de la tragedia, informado de la misma
por su enviado personal:
“He
recibido, hace pocos minutos, una comunicación de don Emilio Urrea en que me da
cuenta de la magnitud de la catástrofe. Cerca de una tercera parte de la
población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los
principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones,
los juzgados, etc.
Será
necesario un grande esfuerzo nacional para remediar este daño; pero, yo
quisiera que ese esfuerzo no revistiera tan solo las características de una
gestión fiscal, de un auxilio dado por el Tesoro Nacional”.
Reconociendo públicamente la situación de atraso del Chocó
en materia de desarrollo económico, Lleras invocó la solidaridad de los
colombianos:
“Me
parece que se presenta a los colombianos la oportunidad de hacer un gran acto
de solidaridad con los compatriotas que viven en una tierra pobre, sujeta a un
clima inclemente, que se cuenta entre las regiones más deprimidas
económicamente en la Nación. Me parece que se ha presentado a los colombianos
la oportunidad de demostrar hasta dónde sentimos todos nosotros los dolores,
las calamidades que puedan afligir a nuestros compatriotas”.
Y materializó su invitación en la siguiente idea, que
terminó llevándose a cabo, y cuyo recaudo formó parte del Fondo pro Remodelación
de Quibdó, creado por la Ley 1ª de 1967:
“Yo
quiero proponer formalmente que todos nosotros destinemos un porcentaje de
nuestro sueldo, en este mes, para formar un fondo de ayuda a los damnificados
de Quibdó, porcentaje que naturalmente debe ser más grande en los sueldos
altos; pero, que debe ser común a todos los empleados públicos y privados del
país, a todos los que reciben alguna entrada por cualquier concepto. Creo que
un acto de estos honraría al país y mostraría a nuestros hermanos en desgracia
cómo Colombia toda los está acompañando y quiere luchar al lado de ellos para
sobreponerse a la adversidad”.
Un mes después del incendio y de la alocución del Presidente
Carlos Lleras Restrepo y su puesta en marcha de la idea de la recaudación de
fondos por vía de la contribución de los empleados y trabajadores del país, el famoso
poeta nadaísta Gonzalo Arango, en un artículo de la revista Cromos escrito en
tono epistolar y dedicado a su hermano Benjamín Arango, quien ejercía como Juez
en Quibdó, fustigó al presidente y a la clase política colombiana en general
por la idea de mitigar la tragedia de Quibdó y afrontar la situación desde la
noción de la caridad:
“Porque
pensándolo mejor, hermano, la caridad no resuelve nada. Ni la nobleza tampoco.
La caridad es una virtud pordiosera que niega la justicia. Claro, estoy
emocionado con la nobleza y la solidaridad del pueblo colombiano. Admiro su
generosidad sin límites, su sentido del sacrificio. Todos sabemos lo que
significa para un pobre trabajador ofrecer un día de su salario para hacer
menos amarga la miseria de sus compañeros en desgracia. Ese regalo adquiere
dimensiones de un heroísmo épico para nuestra sufrida clase media y obrera que,
por lo mismo, es la más solidaria con el dolor ajeno.
Aprecio
en su valor esos sentimientos que son elocuentes de la fraternidad nacional con
el Chocó, la única que en este momento puede salvarlos de la desesperación.
Nadie, con un poco de corazón, puede ser insensible al espectáculo atroz de un
pueblo hambriento, sin techo, sin trabajo, sin esperanza. Pero es raro que
nuestro pueblo sólo es solidario en el momento mismo de las catástrofes, en
presencia de esas fuerzas “sobrenaturales” que desatan el caos, la desolación,
la muerte”.
Gonzalo Arango va más allá y plantea su punto de vista sobre
la indiferencia de Colombia hacia la grave situación de marginalidad del Chocó,
que él mismo había puesto de presente en un reportaje para Cromos escrito en
julio de 1965:
“Como
sabes, Quibdó siempre existió ahí, y soy testigo de su miseria aterradora, en
los límites de la pesadilla. Alguna vez, en mis crónicas de viaje, denuncié
la desesperanza de un pueblo que sobrevive en condiciones infrahumanas,
degradantes para una sociedad civilizadora que ostenta títulos democráticos y
cristianos. Pero nadie, ni el pueblo, ni el Estado, ni los políticos,
reaccionaron ante esos testimonios. No era más que literatura inofensiva,
aventuras de la imaginación, Gonzalo que es loco...
Lo
que pasa es que somos insensibles a la justicia y a la dignidad. Carecemos de
conciencia social. Nos hemos oxidado por la indiferencia, el egoísmo y el
desprecio. Nuestros sentimientos sólo despiertan de su letargo culpable cuando
son sacudidos por el terror..., por el terremoto”.
Y en la parte final de su epístola al hermano Juez que vive
en Quibdó hace algún tiempo y quien vivió la tragedia del incendio y está
viviendo sus consecuencias, Gonzalo Arango vaticina que, pasada la compunción
por lo reciente de la tragedia, el Chocó volverá nuevamente a su ostracismo:
“Yo
sé que cuando Quibdó desaparezca de las primeras páginas de los periódicos, de
la pantalla de televisión, y la desgracia no sea más una noticia para la avidez
y el sentimentalismo del público, entonces el Chocó volverá a desaparecer del
mapa, cercenado, condenado a su negritud sin porvenir. Un manto de indiferencia
y olvido caerá inexorable, con sus lluvias eternas, sobre la desolación de ese
territorio.
Nadie
volverá a pensar en Quibdó, en su pobreza, en su desamparo. Y esa indiferencia
futura —y no sus escombros— es lo que constituye para mí el drama de su
situación actual; que el Chocó es un drama eterno. El de antes del incendio, el
de después, el de siempre. Y ese drama, hermano no se resolverá con una estera
de caridad, ni con un tarrito de leche Klim, ni con un recital nadaísta. Porque
después de la estera y del tarrito de leche, ¿qué? Ese es el problema: lo que
vendrá. O sea, la impunidad del hambre, la desesperación, la negra nada”.
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Quibdó, noviembre 1966. El primer plano, a la orilla del Atrato, vista parcial del área destruida por el incendio. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. |
Así las cosas, la Navidad de hace 55 años llegó cuando Quibdó
a duras penas empezaba a despertar del shock provocado por los estragos de aquel
incendio devastador que había, literalmente, incinerado el último capítulo de una
etapa completa de su historia. En muchos sentidos, había que comenzar de nuevo y
abrirle paso al primer capítulo de una nueva etapa, tan nueva que implicaba
volver a construir una tercera parte del pueblo porque las llamas habían
quemado sin misericordia la estructura original y las esperanzas de cientos de
quibdoseños, en escasas ocho horas de aquella horrible noche del 26 de octubre
de 1966, cuando -del cielo nublado y medio turbio de un miércoles cualquiera- la
ciudad pasó al cielo encendido de un miércoles de tragedia que transformaría,
en la mitad del tiempo que se gastaba un viaje por carretera desde Medellín, y
ya para siempre, la historia que Quibdó había vivido durante los más de sesenta
años que del siglo veinte habían transcurrido.