lunes, 27 de marzo de 2023

 Crónica de una salvación 
en el Hospital de Quibdó

Hospital San Francisco de Asís, Quibdó. 2022.
Fotos: Archivo.

Introito

Inaugurado oficialmente y con todos sus servicios a disposición el domingo 3 de febrero de 1935, el Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, es una institución que forma parte del alma y de la historia del pueblo chocoano. Desde sus instalaciones y desde el servicio público de higiene, las primeras generaciones de médicos chocoanos y no chocoanos que a Quibdó llegaron a prestar sus servicios se erigieron en baluartes de la medicina social y de la salud pública, durante la primera mitad del siglo XX, cuando las condiciones sanitarias de las pequeñas ciudades y de los pueblos de la región contribuían a la presencia permanente de epidemias devastadoras. “Una de las razas fuertes y mejor conformadas para la conquista del trópico está en vía de desaparecer. Cerca de la mitad de la población campesina, es decir, 40.000 escombros humanos que agonizan, roídos por el pian y la miseria, sobre el suelo más rico de Colombia, exigen la inmediata intervención del Estado. Pero, no es el pian el único flagelo de esa raza: la anemia tropical, el paludismo y la tuberculosis requieren una acción oficial de saneamiento y asistencia verdaderamente eficaz”, expresaba Adán Arriaga Andrade, en un artículo publicado en la edición N° 2955 del periódico ABC.

Adán Arriaga Andrade fue el Intendente Nacional del Chocó a quien se debe el impulso final que hizo posible la inauguración del hospital, luego de una década de esfuerzos públicos significativos, entre los cuales son de histórico significado los adelantados por el también Intendente Nacional Jorge Valencia Lozano, en cuyo periodo -entre noviembre de 1927 y febrero de 1930- el Hospital San Francisco de Asís quedó casi terminado. Heliodoro Rodríguez Quiroz, Miguel Vargas Vásquez, Vicente Martínez Ferrer y Emiliano Rey Barbosa aportaron también con sus gestiones como gobernantes al largo proceso que condujo a que Quibdó contara con “un hospital de primera clase, digno de cualquier ciudad de Colombia”, como calificó el diario ABC, en su edición 2949, del 2 de febrero de 1935, al Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó.

Hospital San Francisco de Asís recién inaugurado (1935), en su primera ubicación, a las afueras de Quibdó. Nicolas Medrano, misionero clareetiano, y los intendentes nacionales del Chocó Jorge Valencia Lozano y Adán Arriaga Andrade, artífices de la obra. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Hoy, luego de décadas de invaluables servicios prestados a toda la comunidad chocoana, el Hospital -intervenido por agentes nombrados desde el nivel central del Estado- agoniza en medio de crisis periódicas y recurrentes, como un enfermo desahuciado. Los procesos de privatización de los servicios de salud en el país, adelantados en firme a partir de la década de 1990, prescribieron un remedio que resultó peor que la enfermedad.

Pero, no siempre ha sido así. Hasta hace unos treinta años, en el hospital de Quibdó, aún se tendían las camas con sábanas limpias y desinfectadas; los enfermos recibían alimentación adecuada a su condición; había agua en los sanitarios, lavamanos y duchas; las enfermeras y los médicos cumplían normalmente con sus turnos y desarrollaban su trabajo sin el martirio de meses y meses de sueldos no pagados; así como tenían a su disposición los elementos básicos para el desarrollo de sus labores, sin tener que pedirle a los enfermos que los compraran en las droguerías comerciales, cuyo lucrativo negocio creció hasta ocupar toda la cuadra del frente del hospital, debido a las profundas carencias en las que se fue sumiendo esta institución.

La pequeña muerte

El paludismo falciparum o malaria cerebral es literalmente una pequeña muerte o una muerte transitoria, precedida de una agonía brutal e indeseable: fiebres que calcinan el cuerpo, acompañadas de fríos polares y de sudores tan abundantes que las sábanas de la cama, el colchón y las fundas de almohada se mojan como si hubieran sido sumergidas en agua o les hubiera caído un aguacero durante todo el día y toda la noche; con la diferencia de que el remojo del sudor se siente más espeso en la tela y se desliza viscoso por el cuerpo moribundo, estragado y demolido por la enfermedad. La cabeza retumba como si estuviera siendo taladrada por un punzón de hierro fundido empujado a golpes por un martillo de herrería o como si mil puntillas de una pulgada estuvieran siendo simultáneamente clavadas por todas partes, en todo momento, sin una milésima de segundo de descanso; con el agravante de que, si uno mueve la cabeza, así sea con el pensamiento, el punzón se enciende y las puntillas se duplican, hasta sentir que algo va a estallar allá adentro. Extrañamente, uno no siente ni piensa que se va a morir; pero se está muriendo.

Malaria

Así más o menos, para no alargar el cuento, llegué yo al atardecer de un martes de hace 34 años, a finales de mayo de 1989, al servicio de urgencias del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó. A primera hora de la mañana, en el Servicio de Erradicación de la Malaria, SEM, me habían tomado la muestra de la llamada Gota gruesa, el examen de diagnóstico rápido y eficiente del paludismo. Y a media mañana habían confirmado que efectivamente tenía paludismo del tipo falciparum, es decir, malaria cerebral; y que tenía tres cruces (+++), es decir, que me encontraba en el peor estado en el que un paciente con esta enfermedad puede hallarse, ya que el cultivo de los parásitos en el cerebro está en ese momento en su máximo esplendor, mientras que la salud general de uno como enfermo está entrando a su peor momento de decadencia. O sea que uno va rumbo a la muerte, aunque no sea consciente de ese lamentable estado, tan bien graficado por el signo de la cruz, que más parece el símbolo de un réquiem que la representación gráfica de un resultado de laboratorio.

Diligentemente, en Malaria -como se conocía popularmente este servicio, ubicado en la carrera séptima, entre calles 26 y 27 de Quibdó- le habían entregado a mi madrina Marta Inés Asprilla, quien fue mi enfermera de cabecera en todo este trance, además del crudo y aterrador diagnóstico, tres envoltorios de pastillas, en cada uno un medicamento diferente; con la indicación precisa de su administración y la advertencia clara, confirmada poco después por un médico del entonces aún existente Instituto Colombiano de Seguros Sociales, ICSS, -que pocos meses después sería convertido en el ISS- de que si después de ingerir el primer montón o coctel de pastillas las vomitaba debía acudir -en el menor tiempo que me fuera posible- al servicio de urgencias del Hospital San Francisco de Asís. Y que le avisaran, que él -el médico- iría hasta allá.

Agonía

Mientras se confirmaba el diagnóstico, que desde la primera fiebre ella había predicho, Marta Inés y mi mamá -que fue mi otra enfermera durante todo este trance- me acostaron sobre un lecho de ramas y hojas de matarratón, abundantemente dispuestas del modo más mullido que les fue posible debajo de la sábana de la cama y de la funda de la almohada, buscando con ello refrescar mi cuerpo y reducir un poco aquella fiebre que no bajaba de los límites peligrosos. Así mismo, además de aplicarme en la frente compresas de agua helada y de alcohol, y de refrescarme el cuello con un pañuelo humedecido, me daban a beber tomas pequeñas de agua de sauco y de limón, de Santa María de anís y de canela, y de no recuerdo cuántas cosas más, atacando con todos los recursos disponibles en los patios de las casas del contorno el dolor de cabeza, el vómito y las náuseas. Yo no comía desde hace dos días y, aunque moría de sed, toda el agua que tomaba se me devolvía. Tampoco podía dormir, pues me lo impedían la sensación de desamparo y agonía, el imparable dolor de cabeza y esa especie de marasmo creciente en el que minuto a minuto -y sin que pudiera hacer nada para evitarlo- me sumergía.

Una hora después de haber ingerido las primeras pastillas, las vomité. Marta Inés y mi mamá me dijeron que -como ya era tiempo del siguiente coctel, como de seis o siete pastillas a la vez- me tomara esa dosis y que, según lo que pasara, nos íbamos para el hospital. Mi mamá alcanzó a preguntarme por dos o tres pantalonetas y unas camisetas, mientras iba empacando no me acuerdo en qué, si en una chuspa o en un maletín, algo de ropa por si acaso… A los cinco minutos, con la fuerza del chorro a presión de un géiser, las pastillas que había ingerido -todavía en trozos no disueltos del todo- fueron saliendo por mi boca, expulsadas explosivamente, inevitablemente, imparablemente. Sentí que con las pastillas casi enteras había expulsado derretidos mis últimos alientos. Era evidente mi desmadejamiento. Mi empeoramiento lo era aún más.

Urgencias y hospitalización

Mary Moreno, auxiliar de enfermería, amiga mía, hija de Gonzalo -mi profesor de Historia y Director de grupo en la Normal de Quibdó- me recibió en Urgencias del Hospital San Francisco de Asís. Su ayuda inmediata y la vívida descripción que de mi estado hicieron Martica y mi mamá sirvieron para agilizar mi atención médica, la cual concluyó confirmando que, de inmediato, había que hospitalizarme; dicho lo cual, sin mediar ni un consuelo, en un santiamén, ya Mary me había canalizado una vena y había puesto a desocupar completo -en mi torrente sanguíneo- un inmenso frasco de solución salina; al cual, en no más de cinco minutos, le inyectaron -a través de su tapón de goma- no sé cuántos medicamentos, antes de conducirme -en la misma camilla en la que me habían acostado- hasta una pieza o habitación que acababan de desocupar en el segundo piso del hospital y que asearon, desinfectaron y alistaron, mientras terminaban de impartirme los primeros cuidados ahí en el servicio de Urgencias.

En el trayecto hacia la habitación, Mary me dijo que fresco, que yo sabía cómo era esto, que bastaba atacarlo para que se curara y que ya estaba siendo atacado, así que tranquilo, que no me preocupara y que, además, no fuera flojo, que ya yo sabía -por mi trabajo en las comunidades campesinas del Atrato y el Andágueda- lo duro que le tocaba a la gente, que ni siquiera atención médica tenía. Y así me fui durmiendo, de modo que, al llegar a la cama, bien tendida y olorosa a limpio, por primera vez en tres días -y durante un lapso de otros tres- me dormí y no volví a saber de mí más que a retazos, hasta que me desperté el sábado, cuando apenas estaba amaneciendo.

Durante tres días con sus noches -miércoles, jueves y viernes-, más la noche del martes en la que había ingresado y había sido hospitalizado como paciente de los Seguros Sociales, yo apenas si volví a saber de mí, de modo fragmentario, como en una cinta de celuloide a la que le faltaran fotogramas; como en un álbum al que le hubieran arrancado en su totalidad las fotos de alta definición, dejando únicamente las huellas rectangulares del adhesivo con el que estaban fijadas y unas cuantas y escasas fotos, borrosas y deterioradas unas, manchadas y casi invisibles las demás; como un libro al que le hubieran arrancado aleatoriamente más de la mitad de sus páginas, de modo que fuera imposible reconstruir la historia que contaba.

Desmemoria

Cuando todo había pasado, con la ayuda de mi mamá, de Marta y de otros familiares y amistades que en esos días me habían visitado o habían sabido de mí sin que yo ni cuenta me hubiera dado; reconstruí lo vivido a partir de los fragmentos de mi memoria y de los recuerdos que aún sobrecogían a quienes me habían cuidado. Y fue así, solamente así, como supe a ciencia cierta todo lo que en esos días había vivido e hice patentes pequeños detalles, como que había agua permanente en el lavamanos, en el inodoro y en la ducha de la habitación del hospital; que las sábanas de la cama las cambiaban todos los días y que tres veces al día me traían comida. Que las enfermeras, día y noche, entraban y salían, me cuidaban y atendían: alcanzo a recordar una que me afeitó la mano para que no me doliera mucho cuando me despegaran la cinta adhesiva con la que fijaban la aguja por la que inyectaban en mi vena los medicamentos. Que siempre y sin falta, a veces juntos, el médico de turno y el médico de los Seguros Sociales entraban y me examinaban, ajustaban el tratamiento y hasta ánimos me daban.

El sábado 3 de junio, veinte días antes de mi cumpleaños, a las 6 y media de la mañana, me desperté como si nada hubiera pasado, con excepción de que todavía me encontraba -como lo verifiqué con una rápida mirada- en aquella habitación del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó. A la izquierda de la cama, estaba el soporte de los sueros, había una mesita metálica con gaveta superior y cajón debajo, una ventana de vidrio grande y una puerta, también de vidrio, que conducía a un balcón. Como si nada hubiera pasado -lo repito porque me impresiona lo sorprendente de esa sensación de olvido que siempre recordaré-, me levanté sin dificultad y caminé hasta el balcón. Me asomé. Hacía mucho sol. Se veía el Atrato, lento, caudaloso, fresco. Se veía un aserrío, contiguo al hospital. Se veía en panorámica un buen sector del barrio Kennedy, populoso, con algunos de sus techos de zinc oxidado y otros tejidos de paja montaraz. Y se oía, bastante, duro, como quizás todos los días en los que ahí había estado, pero no había oído, un vallenato estridente que sonaba a amanecida de biche y de aguardiente.

Por primera vez en más de una semana, desde ese balcón de esa habitación del segundo piso del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, mis ojos vieron, mis oídos oyeron, mi gusto supo a algo (al agua que tomé de un vaso que había ahí sobre el nochero), mi nariz olió a pantano de orilla y a queso frito en alguna casa vecina, mis manos tocaron y sintieron mi propia piel resucitada. Y en esas estaba, cuando entró de improviso una enfermera y me preguntó que yo qué hacía allá, que si estaba loco o qué. Le dije que no y ella sonrió.

Curado y salvado

Acostado en la cama nuevamente, atendiendo su requerimiento, la enfermera me tomó la presión y la temperatura; me miró las manos por la palma y por el dorso, al igual que ambos ojos, entreabriéndolos con dos dedos de sus manos; oyó mi respiración con su fonendoscopio y anotó diligentemente datos y observaciones en la historia clínica. Preguntó tres o cuatro cosas y me sonrió nuevamente, mientras me decía que lo más seguro era que yo ya estuviera curado, pero que había que esperar a que el médico de turno y el médico de los Seguros me examinaran para confirmarlo.

Al mediodía de ese sábado, después de una revisión bastante exhaustiva, que incluyó muchas preguntas para verificar el estado básico de mi memoria, un médico de turno me informó que me iba a dar de alta y que me iba a dar una incapacidad de diez días. Me dio instrucciones de cuidado para las próximas semanas y me dio la mano, mientras me decía que el día que había ingresado yo estaba que me moría. Era el mismo médico de Urgencias que me había atendido aquel martes en el que Mary, mi amiga enfermera, me había llevado hasta esa habitación en donde había estado los últimos cinco días. Esa habitación del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, en donde me habían salvado la vida.

lunes, 20 de marzo de 2023

 ¡Gracias, Chabela!

Chabela se murió este jueves 16 de marzo de 2023, en Quibdó, la ciudad donde había nacido. Su papá fue el insigne músico Rafael Ayala -ampliamente conocido como RAYALA- a quien por lo menos tres generaciones de quibdoseños recuerdan por su destreza y maestría en la interpretación del violín y de la bandola, que no eran los únicos instrumentos que tocaba, pero sí los más exclusivos de los que interpretaba. Su mamá fue la egregia maestra Edelmira Cañadas, a quien por lo menos tres generaciones recuerdan como quien les enseñó a leer y escribir, y quien formó parte del excelso grupo de mujeres chocoanas que -en tiempos de la Intendencia Nacional del Chocó- fueron becadas para estudiar pedagogía en Bogotá y Popayán, y marcaron un hito en la historia de la educación de la mujer en la región, hacia la tercera década del siglo XX.

Gilma Isabel Ayala Cañadas era el nombre completo de Chabela. La conocí cuando ya ella era una señora casada y yo aún estaba en la mitad del colegio. Sabía de su parentela por las historias quibdoseñas de mi mamá, que además era amiga de Rayala y de la Seño Edelmira. Igualmente, como casi todo el mundo en Quibdó, sabía cuál era su casa familiar, ahí en la carrera 7ª, entre calles 28 y 29, en una cuadra residencial -adyacente al Colegio Carrasquilla- donde había patios con árboles frutales y yerbas medicinales; ocupada en la actualidad -como casi toda la ciudad- por una barahúnda de negocios y locales comerciales: un bailadero, una licorería, una cantina, un taller automotriz y una cafetería. Esa casa, de andén elevado, con una escalera de ingreso de dos peldaños en la mitad, era de paredes altas levantadas en ladrillos de cemento, techo de zinc a dos aguas y cielorraso de madeflex, con dos ventanas de vidrieras y protector de hierro, una a cada lado de la puerta de entrada. Desde la calle, al pasar, uno podía ver la sala de la casa, con su piso reluciente de mosaicos o baldosas de colores alternados y con un juego de muebles alrededor de una mesa de centro, arriba de la cual, desde el techo, pendía una lámpara de cristales. Allí, o a veces en el andén, eran frecuentes las veladas con amigos de la familia, muchos de ellos músicos, en su mayoría guitarristas; quienes, con el papá de Chabela en el violín o en la bandola, y algún percusionista o maraquero, se extasiaban en maravillosos conciertos caseros, cuyo repertorio incluía música chocoana, sones y boleros, así como piezas melódicas, algunas de ellas de música andina colombiana, en las que Rayala se fajaba extasiado como si estuviera en una serenata de salón o en un concierto en el proscenio del Teatro César Conto o en el salón de baile del Hotel Citará, en Quibdó, o en el Teatro Colón, de Bogotá.

Una década después de haber terminado el colegio, luego de cuatro años de trabajo en El Carmen de Atrato y de mi grado en la UPB en Medellín; el Vicariato Apostólico de Quibdó me contrató para que diseñara y pusiera en marcha su departamento de comunicación social. Con el obispo Jorge Iván Castaño Rubio y los misioneros claretianos, encabezados por Gonzalo de la Torre, el Vicariato era la primera entidad que en el Chocó tenía claro que la comunicación institucional no se trataba de sosos boletines de prensa para promocionar su imagen o la de quienes la dirigían.

Entonces, en curso de ese trabajo, volví a ver a Chabela. Esta vez como empleada de Radio Universidad del Chocó, que funcionaba en una casa grande de cemento, con antejardín y patio, en la calle 29 entre carreras sexta y séptima, en el sector conocido como El Playón, en el barrio César Conto de Quibdó. Allí, en una sala amplia, que era la primera oficina de aquellas instalaciones, sentada frente a una máquina de escribir eléctrica, estaba Chabela cuando me la presentó el profesor Alfonso Mosquera; con quien yo había ido a hablar para concretar la posibilidad de transmitir a través de esta emisora un programa semanal del Vicariato, que yo produciría y que -si así me lo permitían- sería grabado en sus estudios y se transmitiría los domingos a las 7 de la mañana. El profesor Mosquera Córdoba, una de las mejores voces que ha habido en la radio chocoana, por su frescura y calidez, dicción y naturalidad, accedió a mis solicitudes y generosamente me ofreció toda su colaboración para el desarrollo de mi trabajo allí. Chabela me ofreció tinto y agua, además de su colaboración en lo que estuviera a su alcance. Desde ese día, saludar a Chabela antes de entrar al estudio de grabación se convirtió en agradable e infaltable costumbre semanal.

Así, en 1988, comenzó la producción y emisión del programa radial “Iglesia: pueblo y compromiso”, en cuya primera etapa me acompañó como voz femenina la profesora universitaria Luz Stella Useche de Del Valle, hasta mediados de 1989. Grabábamos los jueves, en cinta de carrete grande, que después sería copiada a un casete de 60 minutos, para que yo pudiera entregar la grabación, los viernes, a las emisoras Ecos del Atrato y La Voz del Chocó, en las que también se emitía el programa -los domingos a las 7 de la mañana- al igual que en Radio Universidad del Chocó. Harold Ortega Fernández y Aldemar Valencia Murillo eran los técnicos de sonido a cuyo cargo estaba la grabación del programa. Con el paso del tiempo, Nicolás Arce Valencia y Carlos Arturo Buenaños Palacios se encargaron también de esta labor.

Comenzando el segundo semestre de 1989, luego de casi cien ediciones del programa, la profesora Useche, hasta entonces voz femenina en la locución y grabación del mismo, no pudo continuar en esta colaboración, por razones personales. Dos o tres grabaciones las hice yo solo, mientras encontrábamos una mujer que compartiera conmigo la presentación del programa. Al profesor Alfonso Mosquera Córdoba y Aldemar Valencia se les ocurrió que la nueva voz femenina de “Iglesia: pueblo y compromiso” podía ser Chabela, con quien hablamos de inmediato y entre los tres la convencimos de que bien podría hacerlo. A partir de entonces y hasta el primer semestre de 1991, Chabela y yo grabamos juntos cada semana -al principio los jueves y durante la última etapa los viernes en la mañana- este programa radial del Vicariato Apostólico de Quibdó.

Por lo menos cincuenta grabaciones de aquel programa radial hicimos juntos Chabela y yo, antes y después de las cuales tomábamos tinto, charlábamos y fumábamos, en su oficina. A ella, y este fue el tema de nuestras primeras conversaciones, la sorprendía que en un programa de la iglesia se hicieran denuncias y análisis que, en más de una ocasión, le parecían riesgosos. Me preguntaba con frecuencia, sobre todo al principio de nuestras grabaciones juntos, si el Obispo oía el programa y si aprobaba sus contenidos; así como le llamaban poderosamente la atención los análisis de textos bíblicos que presentábamos en el programa y cuya fuente era el biblista y misionero claretiano Gonzalo de la Torre, a quien Chabela también -como medio Quibdó- llamaba Gonzalito. Y me pedía que le hablara detalladamente acerca de cuáles eran los propósitos del trabajo organizativo que el Vicariato apoyaba, especialmente el del reconocimiento legal de las comunidades negras como sujetos de derechos y, en particular, lo de la propiedad colectiva del territorio.

Semana tras semana, fuimos transitando el camino de una amistad hecha de pequeñas conversaciones de todo tipo, desde banales hasta profundas, desde baladíes y ajenas hasta importantes y personales, durante las cuales Chabela fue, todo en uno y a la vez, amiga leal y guía, consejera sabia y comprensiva. ¡Gracias, Chabela! El recuerdo de tu amistad, la franqueza de tu sonrisa y la profundidad de tu mirada serán eternos en la memoria de mi alma.

lunes, 13 de marzo de 2023

 La muerte en Quibdó del primer Prefecto Apostólico del Chocó

Padre Juan Gil y García, CMF, primer Prefecto Apostólico del Chocó, fallecido en Quibdó en febrero de 1912. Y su sucesor, Francisco Gutiérrez, CMF. FOTOS: Informe 1911-1915 de la Prefectura Apostólica del Chocó.

Hace 111 años, que se cumplieron el pasado 23 de febrero, un hecho luctuoso conmocionó a la población quibdoseña y chocoana, a los gobiernos nacional y regional, a la iglesia católica colombiana y a la congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María o Claretianos: la muerte -en Quibdó- del sacerdote misionero español Juan Gil y García, CMF, primero en ejercer la responsabilidad de Prefecto Apostólico del Chocó, una jurisdicción eclesiástica que apenas iba a cumplir cuatro años de haber sido creada por el pontífice romano.

Gil y García, que al morir tenía 45 años de edad, gozaba de gran aprecio y respeto en la feligresía chocoana, entre sus hermanos de congregación y entre las autoridades civiles del ámbito regional y nacional, incluyendo al entonces presidente de Colombia, el antioqueño Carlos E. Restrepo, quien el año anterior le había encomendado personalmente la tarea de reunirse con una señorita -también antioqueña- llamada Laura Montoya. Esta joven mujer, con título de normalista y notoria vehemencia de palabra, se había dirigido incesantemente a la presidencia buscando apoyo para su idea de fundar una comunidad religiosa de mujeres, que se dedicara a evangelizar a los indígenas en sus propias tierras, allá donde nadie acudía; para llevarles -según sus palabras- las semillas del verbo divino y la educación católica. La Prefectura del Chocó, particularmente en las zonas de Pueblo Rico, Mistrató, Purembará, el Chamí y el Baudó, era territorio propicio para ello, opinaba el presidente Restrepo. El Padre Gil y García, cumpliendo el encargo, se reunió en cinco ocasiones con la señorita Montoya y terminó facilitando y apoyando sus planes misioneros. Un siglo después, la jovencita sería elevada a los altares por un papa argentino que, en ese momento, ni siquiera había nacido.

Desde la noche de su muerte, el día del entierro y durante casi los nueve días de la novena de difuntos celebrada por el alma del Padre Prefecto, como usualmente se le denominaba, un silencio solemne y respetuoso se apoderó de Quibdó. Incluso los bares nocturnos, que solían funcionar hasta la media noche, cerraban sus puertas al anochecer o prolongaban sus juergas a puerta cerrada y con el mayor sigilo posible. El Padre Juan Gil y García, como se lo oí decir -cuando niño, en el barrio Munguidocito, de Quibdó- a una vecina que había nacido a finales del siglo XIX, era el muerto más importante que ella había conocido en toda la historia del Chocó y jamás olvidaría que la ciudad entera había asistido a su entierro, consternada porque el misionero hubiera atinado a venirse a morir en esta orilla del Atrato, sin familia alguna y tan lejos de su tierra y de su casa.

Ese viernes, 23 de febrero de 1912, cuando el Intendente Nacional del Chocó, Justiniano Jaramillo, apenas terminaba de tomar el pousse-café después de una cena frugal y el reloj de péndulo del comedor de su casa estaba anunciando las ocho de la noche, las campanas de la iglesia parroquial comenzaron a tocar a duelo. Simultáneamente, desde la puerta de entrada lo llamaban a voces, mientras golpeaban insistentemente. Era evidente que se trataba de una mala noticia y que el difunto era importante, tan importante que las campanas de la Parroquia lo anunciaban a esa hora de la noche.

Acomodándose rápidamente la chaqueta blanca de mezclilla, que se había empezado a quitar para irse a dormir, el Intendente Justiniano Jaramillo abrió la puerta de su casa. No bien había terminado de hacerlo, el mensajero menos aterrado de los dos que habían estado vociferando y tocando a su puerta, sin saludarlo siquiera, le soltó la mala noticia: que le mandaba a decir el Padre Nicolás Medrano que el Padre Prefecto se acababa de morir, a pesar de que el Doctor Heliodoro Rodríguez había hecho todo lo que médicamente era posible para salvarle la vida.

En efecto, el Padre Juan Gil y García, primer Prefecto Apostólico del Chocó, acababa de morir, a los 45 años de edad, en la ciudad adonde había llegado hace tres años, en la tarde del domingo 14 de febrero de 1909, a la cabeza de un grupo de misioneros claretianos cuyos integrantes eran todos de nacionalidad española: los padres Juan Codinach, Andrés Villá y José Fernández, y los hermanos coadjutores Hilario Goñi, Félix Reca y Ramón Casáis; que habían sido precedidos por los padres Agustín Quiroga y Nicolás Lanas, y el hermano coadjutor Urbano Simón, quienes se habían adelantado al grupo para prepararlo todo en Quibdó antes de la llegada de sus compañeros, para asumir los destinos de la Prefectura Apostólica del Chocó, que había sido erigida el 28 de abril de 1908, mediante decreto del Papa Pío X.

«No han olvidado aún los asistentes -escribía algunos años después el Padre Medrano- los entusiastas saludos, los efusivos abrazos, los animados vivas, el saludo oficial o discurso pronunciado por el Señor Gobernador Don Eduardo Ferrer, la elocuentísima contestación del Padre Gil, gran maestro de la palabra, y la sinceridad con que, en el templo parroquial, hermosamente engalanado, abrió por primera vez su corazón a los fieles que colmaban las naves de la Iglesia. El Padre Gil recordaba con ternura tan grandiosa recepción que repetidas veces fue tema de sus conversaciones familiares».[1]

Los males de salud del Prefecto Apostólico Gil y García habían comenzado a principios de enero, cuando -después de visitar Paimadó e Istmina- “se vio acometido por unas fiebres altas y biliosas que lo tuvieron en cama durante 10 días. Repuesto de ellas y arreglados los asuntos de la comunidad y Parroquia de Istmina (pues no pudo visitar más poblaciones), regresó a Quibdó a principios de Febrero”[2]. Las últimas horas de su vida fueron narradas con detalle por el Padre Nicolás Medrano, quien siempre fue su incondicional apoyo en las ausencias y en las contingencias de salud; de la siguiente manera.

“El 21 de febrero se levantó algo tarde; y después del mediodía, volvió a acostarse con algo de fiebre; como a las tres, estuve conversando con él y recibiendo algunas instrucciones acerca de varios asuntos y me retiré dejándolo tranquilo. A eso de las 6 de la tarde, uno de nuestros Hermanos (q.e.p.d.) bajó diciendo con voz alterada a los que nos hallábamos reunidos: «El Padre Prefecto no me gusta nada; parece que le va a dar congestión; se le trabucan las palabras». Volamos a su lado; pero nos recibió con tal sosiego; habló con nosotros tan naturalmente, que creíamos exageración la alarma del Hermano: todavía, al irnos a acostar, denotaba calma; mas, cuál no sería nuestra sorpresa cuando al amanecer del 22 fuimos a saludarlo y no pudimos entender lo que decía. Inmediatamente pasamos aviso al médico de cabecera, doctor Heliodoro Rodríguez, quien calificó la enfermedad de semi-congestión, y le recetó enseguida los remedios que le parecieron convenientes. Calcúlese nuestro interés por aplicar al pie de la letra las prescripciones médicas; pero también nuestra consternación, al ver pasar el día sin mejorar en lo más mínimo; sin poder entenderle una palabra; al contemplar aquella mirada indiferente y aquella risa (perdónese la palabra) como estúpida y sin motivo alguno… Cuando el médico volvió calificó de muy grave el estado del enfermo; la noticia de la gravedad se regó como pólvora inflamada y nunca podremos relegar al olvido la ansiedad con que todos averiguaban por el curso de la enfermedad; el interés con que multitud de personas amigas ayudaban a los de casa; el trabajo de tantos señores que se prestaban a servir a los médicos; y hasta la severidad que hubo de ponerse en juego para moderar la entrada en el cuarto del paciente. Seguía este sin mejoría; y, al anochecer del mismo 22, resolvieron los médicos sangrarle. Todo fue inútil. A las 8 de la noche del 23 de febrero de 1.912, la campana de la Parroquia, con tañido fúnebre, anunció a la población que el Reverendísimo Padre Juan Gil y García había fallecido”[3].

Enterado de los pormenores de las postrimerías de la vida del Padre Juan Gil y García, primer Prefecto Apostólico del Chocó; y habiendo expresado uno a uno a los misioneros sus sentimientos de pesar, a nombre propio, de la Intendencia y del gobierno nacional, en particular del Presidente de la República, Carlos E. Restrepo; el Intendente Nacional del Chocó, Justiniano Jaramillo, se dedicó a pensar en las palabras que dirigiría a la concurrencia durante el sepelio del Padre Prefecto. Mientras rezaba el rosario, de rodillas en el reclinatorio acolchonado y adornado de la primera banca de la iglesia, destinada a las personalidades y autoridades de la ciudad; Jaramillo decidió que tomaría como base de su discurso un texto del informe que en julio del año anterior le había presentado al Ministro de Gobierno, en el que se refería a los misioneros. Allí en el templo parroquial, colmado de gente quibdoseña que había concurrido a darle su último adiós al Padre Gil y García; el Intendente Jaramillo repasó las ideas centrales de aquel texto, que recordaba casi de memoria y que a la letra decía:

“Motivo de especial complacencia es para el infrascrito el consignar en este informe que las tareas oficiales de la Intendencia del Chocó han sido secundadas admirablemente por los Reverendos Padres Misioneros Hijos del Corazón de María, a quienes en buena hora confió el Gobierno Nacional la dirección espiritual de esta importante región, así como la difusión evangélica hasta los lugares más remotos de la Intendencia.

[…]

La creación de la Prefectura Apostólica del Chocó ha sido, pues, para esta importante comarca, de trascendentales e incalculables beneficios. Los Padres misioneros se han excedido, si puedo expresarme así, en el ejercicio de sus funciones evangélicas. Venciendo las inclemencias de un clima tropical al cual no estaban acostumbrados, y a costa de cruentos y dolorosos sacrificios, se han dedicado de lleno a su labor instructiva, y lo han hecho con tanta acuciosidad y tanta energía, que hoy puede decirse con orgullo que no queda un solo lugar del Chocó, por apartado que esté, ni un Corregimiento, por infeliz que se le suponga, adonde no haya llegado la enseñanza religiosa esparcida por los abnegados misioneros que recorren el Chocó en todas direcciones”.[4]

En la mañana del sábado 24 de febrero de 1912, centenares de campesinos que habían concurrido al mercado semanal de Quibdó pasaron por la iglesia parroquial a rezar por el difunto Prefecto. “Su cadáver, con insignias sacerdotales revestido, fue expuesto durante toda la noche [del viernes]; no hubo persona en Quibdó que no desfilara ante él, rogando por el eterno descanso de su alma y la ciudad entera se halló presente al entierro y funerales, acompañando sus restos al cementerio, dando así el último adiós a quien tanto los había amado y de quienes con igual cariño se vio correspondido”[5].

Quibdó, 1920. FOTO: Misioneros Claretianos.

Decenas de telegramas de pésame fueron recibidos en la Intendencia Nacional del Chocó y en la Prefectura Apostólica. El Ministro de Instrucción Pública expidió en Bogotá una resolución honrando la memoria del Padre Prefecto y en los principales diarios del país se publicaron notas fúnebres exaltando su corta y fructífera vida. Sin que se supiera el origen del rumor, durante mucho tiempo, “entre los Misioneros del Chocó fue creencia que en Bogotá, en la Delegación Apostólica y en el alto Gobierno, se trataba de promover al Padre Gil a la dignidad episcopal”[6]. Por lo pronto, y dada la infausta circunstancia de su muerte, sus pertenencias fueron recogidas, su cuarto fue vaciado y aireado -por recomendación médica- y el crucifijo que el Padre Juan Gil y García siempre portaba le fue enviado a su familia en España.


[1] Misioneros Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de Espiritualidad, Roma 2020. Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/

[2] Ibidem.

[3] Medrano, Nicolás. Corona Fúnebre. Tipografía El Voto Nacional, Bogotá. 1934. Citado en: Misioneros Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de Espiritualidad, Roma 2020. Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/.

[4] Informe del Intendente Nacional del Chocó al Señor Ministro de Gobierno. Edición oficial. Bogotá, Imprenta Nacional. 1911. 31 pp. Pág. 23.

[5] Misioneros Claretianos-Gobierno General-Prefectura General de Espiritualidad, Roma 2020. Web Año Claretiano. https://www.itercmf.org/biografias-claretianas/rvdmo-p-juan-gil-y-garcia/

[6] Ibidem.

lunes, 6 de marzo de 2023

 Sergio Abadía Arango
y la Geografía Económica del Chocó:
2 efemérides regionales
Portada de la Geografía Económica del Chocó y retrato del chocoano Sergio Abadía Arango, quien siendo Contralor ordenó su elaboración y publicación. FOTOS: El Guarengue y Contraloria General de la República (1942).

Ochenta años de haber sido publicado cumple, en este 2023, el Tomo VI de la Geografía Económica de Colombia, de la Contraloría General de la República, cuyas 700 páginas están enteramente dedicadas al Chocó; y cuyos contenidos fueron elaborados por iniciativa del entonces Contralor, Sergio Abadía Arango, chocoano nacido en Istmina el 10 de agosto de 1895 y fallecido en Bogotá hace cincuenta años, el 21 de febrero de 1973.

Los tomos I al V de la Geografía Económica de Colombia habían sido publicados entre 1935 y 1942, y dedicados, respectivamente, a los departamentos de Antioquia (1935), Atlántico (1936), Boyacá (1936-1937), Caldas (1937) y Bolívar (1942), pues la compleja obra “se venía editando por orden alfabético de departamentos, sin que existiera norma que impusiera ese turno riguroso, que resultaba inconveniente y que no obedecía a ningún plan técnico, ni a sistema organizado de trabajo”, como lo advierte el Contralor en la introducción al Tomo VI.[1]

Del mismo modo, hasta ese momento, todos los costos de la producción, edición y publicación de los volúmenes habían sido asumidos por la Contraloría General de la República; hasta que la 1ª Conferencia Nacional de Contralores, reunida en Bogotá del 10 al 17 de enero de 1942, recomendó que dichos costos fueran cubiertos conjuntamente entre la propia Contraloría y la sección territorial a la que se dedicara cada volumen. Así las cosas, “en lo sucesivo se procederá a la elaboración de los estatutos económicos de los departamentos no por riguroso turno alfabético, sino en el orden de prelación que los mismos interesados establezcan al poner a disposición de la Contraloría las cuotas o aportes que les correspondan de acuerdo con los presupuestos especiales que la Dirección de Estadística elabore con tal fin”.[2]

En estas condiciones, el Tomo VI de la Geografía Económica de Colombia, dedicado al Chocó, fue el primero de la colección cuyos costos fueron asumidos conjuntamente por la región correspondiente -en este caso la Intendencia Nacional del Chocó- y la Contraloría General de la República. Alfonso Meluk Salge era entonces el Intendente Nacional del Chocó.

La idea de la Geografía Económica de Colombia surgió cuando el Contralor General de la República era Plinio Mendoza Neira, en cuya administración fueron editados y publicados los tomos correspondientes a los departamentos de Antioquia y Atlántico. El volumen correspondiente a Boyacá es editado y publicado mediante trabajo conjunto de este contralor y del sucesor, Carlos Lleras Restrepo, a quien le tocó también la publicación del tomo dedicado a Caldas[3]; mientras que el Contralor Alfonso Romero Aguirre (1941-1942) auspició el Tomo V, correspondiente al Departamento de Bolívar.

Aunque las motivaciones que le dieron origen tienen más que ver con la valoración económica de las riquezas económicas y productivas de las regiones que con el reconocimiento de sus riquezas socioculturales, su diversidad y su gente; la Geografía Económica de Colombia fue de gran importancia para incrementar el conocimiento que el país tenía sobre su territorio y su población. Por lo menos desde la Expedición Botánica de Mutis y desde la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi, hacía rato que no se llevaban a cabo estudios de amplia cobertura y alcance temático significativo, que permitieran conocer con mayor detalle el país, incluyendo su periferia, conformada por esas tierras lejanas y casi totalmente ignotas e ignoradas por la Colombia andina, desde cuyas montañas eran -aún lo son- percibidas como inhóspitas, medio deshabitadas, insalubres y atrasadas: tierra caliente, cuando más.

Uno de los tres considerandos de la resolución del Contralor General de la República mediante la cual “se ordena la ejecución de la Geografía Económica de la Intendencia Nacional del Chocó” deja claro el propósito de la publicación y la importancia de la región chocoana para la nación: “La Intendencia Nacional del Chocó, por su posición geográfica; por su proximidad a Panamá; por su riqueza minera y por el desarrollo agrícola y pecuario de que son susceptibles algunas de sus comarcas en beneficio de la economía interna y externa de la República, es una sección territorial de gran importancia en la vida del país…”[4]. No obstante, es innegable la importancia que en su momento tuvo esta iniciativa para el conocimiento sistemático de la región y su difusión en el propio Chocó y fuera de él; así como su evidente valor como documento histórico relevante, cuando se cumplen 80 años de su publicación, por iniciativa de Sergio Abadía Arango, uno de los primeros chocoanos en ocupar un cargo de importancia nacional en el Estado colombiano.

Quibdó, 1943. Croquis del municipio y plano de la ciudad, incluidos en la Geografía Económica del Chocó. FOTOS: El Guarengue.

La elección de Sergio Abadía Arango como Contralor General de la República de Colombia, por una votación ampliamente mayoritaria en la Cámara de Representantes, se produjo el 9 de diciembre de 1942 y su posesión en el cargo se llevó a cabo cinco días después. Anales de Economía y Estadística, revista de la Contraloría General de la República, en su edición del 31 de diciembre de ese año, dedicó cuatro de sus seis páginas editoriales a comentar favorablemente la elección del nuevo contralor y sus atributos individuales y profesionales. Igualmente, en una sección titulada “Un plebiscito nacional”, destinó once páginas a la reproducción de más de trescientos telegramas del más de medio millar -conocidos- que fueron dirigidos a Sergio Abadía Arango felicitándolo por su elección, desde todos los rincones del país.[5]

“Para todo el personal de redacción de esta revista, la presencia de Abadía Arango al frente de la Contraloría es motivo de complacencia sincera”, expresa la publicación institucional, cuyo grupo de redactores estaba encabezado por el poeta Luis Vidales, que había estudiado en París ciencias sociales y económicas, además de una especialización en Estadística, y para entonces se desempeñaba como Director General de Estadística de la entidad; motivo por el cual tenía bajo su cuidado las ediciones de la Geografía Económica de Colombia. “Ampliamente conocidas son en el país las calidades de este eminente jurisconsulto y parlamentario del Chocó, quien en el curso de su vida política y pública ha librado recias batallas en defensa de su partido y muy especialmente de su región, abogando siempre por colocarla en los primeros planos del panorama nacional. Muchas de las conquistas alcanzadas por el Chocó se deben en gran parte a la tesonera labor del doctor Abadía Arango, natural y autorizado intérprete de los sentimientos, aspiraciones y necesidades de sus coterráneos”; añade la nota editorial de la revista de la Contraloría.[6]

Adicionalmente, las páginas 23 a 34 de la revista de la Contraloría fechada el 31 de diciembre de 1942 fueron destinadas a reproducir más de trescientos telegramas de felicitación recibidos por Sergio Abadía Arango a raíz de su elección como Contralor General de la República. Amigos y parientes, coterráneos y copartidarios de casi cien poblaciones de Colombia le manifestaron al nuevo Contralor su alegría por el nombramiento y destacaron de modo entusiasta su significado para el Chocó, como reconocimiento a la región, a la inteligencia de sus hijos y a su potencial en la vida intelectual y política del país. Desde Barbacoas hasta Riohacha y San Andrés Islas, pasando por Bogotá, Medellín, Cali, Cúcuta y Bucaramanga, Bochalema, Tunja, Ibagué y Neiva, Fundación, Marmato y Manizales; desde Puerto Carreño, Arauca, Mocoa y Florencia hasta Buenaventura y Bahía Solano, Sincelejo, Montería, Lorica, San Jacinto, Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, pasando por Pacho, Tenjo, Fusagasugá, Girardot, Sogamoso, Moniquirá, Garagoa y Chiquinquirá; “con especial complacencia recibieron los colombianos la noticia de la elección recaída en el doctor Sergio Abadía Arango para el alto cargo de Contralor General de la República”, tal como lo reseñó la revista de la Contraloría en su breve nota introductoria a la reproducción de los telegramas, titulada “Los colombianos felicitan al nuevo Contralor General. De todas partes del país felicitan al doctor Abadía Arango”; la cual cierra afirmando que a través de dichos mensajes “es fácil notar el júbilo con que ha sido apreciada la exaltación del Chocó a los primeros planos de la Administración Nacional”.[7]


Desde ocho de los trece municipios que conformaban la Intendencia Nacional del Chocó provino casi la tercera parte de los telegramas de felicitación a Sergio Abadía Arango por su elección, que fueron publicados en la revista de la Contraloría en diciembre de 1942, cuando el chocoano aún no llevaba ni un mes en ejercicio de sus funciones. Casi la mitad de los telegramas del Chocó venían de Istmina, tierra natal de Abadía Arango; una cuarta parte habían sido remitidos desde Quibdó y la otra cuarta parte procedía de Condoto, Bahía Solano y El Carmen, Acandí, Tadó y Nóvita. El Chocó se sumaba así, copiosamente, al entusiasmo nacional por la elección de uno de sus hijos como nuevo Contralor.

A lo largo de su vida pública -pulcra y talentosa-, Sergio Abadía Arango fue un digno representante de aquella lúcida generación de primeros profesionales nativos comprometidos con la reivindicación económica, social, política y racial del Chocó en la escena pública nacional; de la cual también formaron parte Alfonso Meluk Salge, Gabriel Meluk Aluma, Diego Luis Córdoba, Ramón Lozano Garcés, Osías Lozano Quintana, Eliseo Arango Ramos, Manuel Mosquera Garcés, Adán Arriaga Andrade, Jorge y Reinaldo Valencia Lozano, Demetrio Valdés Ortiz, Daniel Valois Arce, Primo Guerrero Córdoba, Leopoldino Machado Rentería y Aureliano Perea Aluma, entre otras figuras de esta pléyade de buenos hijos de su región.

El Tomo VI de la Geografía Económica de Colombia, dedicado al Chocó, elaborado por una comisión especialmente constituida para el efecto por el Contralor General de la República, Sergio Abadía Arango, y publicado en octubre de 1943, es un hito histórico para la región chocoana. La Geografía Económica del Chocó, como fue generalmente conocido este volumen, es quizás el primer compendio descriptivo de carácter panorámico sobre la región en sus aspectos económicos, sociales, culturales, geográficos e históricos, incluyendo datos estadísticos organizados, gráficos, cartografía (croquis y mapas) y fotografías de elementos relevantes de la región en las materias estudiadas.

Mezcla afortunada de geografía económica y humana, la obra fue -durante por lo menos tres décadas, hasta que el canon curricular se los permitió- texto de cabecera de maestras y maestros para la enseñanza de la historia regional en las escuelas públicas del Chocó. Así mismo, su amplia difusión por parte de la Contraloría, a través de las bibliotecas de entidades e instituciones, colegios y universidades -tanto de carácter público como privado- contribuyó de manera significativa a que, en los departamentos y ciudades de la zona andina, y en escenarios de poder político nacional, se conociera de mejor manera la realidad del territorio chocoano, la voz de cuyos hijos ya resonaba en los pasillos del Congreso. Se llenaba así un vacío que la misma publicación reconoce mediante una nota de la Comisión Revisora del volumen: “El lector encontrará en algunos capítulos de esta obra quizás un exceso de parte histórica y de crónicas lugareñas. Aunque esto no encaja dentro de las normas técnicas de una Geografía Económica, en atención a que el Chocó es un territorio casi desconocido, la Comisión Revisora ha tenido en cuenta esta especial circunstancia al autorizar esta publicación”[8].

Los cincuenta años del fallecimiento de Sergio Abadía Arango y los ochenta años de la publicación de la Geografía Económica del Chocó son efemérides de la historia de la región, a propósito de las cuales es pertinente aproximarse al conocimiento de la trayectoria pública de este chocoano excelso y de la trascendental obra que vio la luz gracias a su oportuna iniciativa.


[1] Contraloría General de la República. Geografía Económica de Colombia. Tomo VI. Chocó. 1943. 697 pp. INTRODUCCIÓN.

[2] Ídem. Ibidem.

[3] Se trata del antiguo Caldas, que hasta 1966 incluía los territorios de los actuales departamentos de Risaralda y Quindío.

[4] Resolución N° 7 de 1943 (enero 5). Contraloría General de la República. Geografía Económica de Colombia. Tomo VI. Chocó. 1943. 697 pp. INTRODUCCIÓN. Pág. V.

[5] Anales de Economía y Estadística. Revista de la Contraloría General de la República. Año V, N° 23. Bogotá, Colombia, diciembre 31 de 1942. Tomo V. 94 pp.

[6] El nuevo Contralor. Anales de Economía y Estadística. Revista de la Contraloría General de la República. Año V, N° 23. Bogotá, Colombia, diciembre 31 de 1942. Tomo V. 94 pp. Pág. 1

[7] Los colombianos felicitan al nuevo Contralor General. De todas partes del país felicitan al doctor Abadía Arango. Anales de Economía y Estadística. Revista de la Contraloría General de la República. Año V, N° 23. Bogotá, Colombia, diciembre 31 de 1942. Tomo V. 94 pp. Pág. 23

[8] Contraloría General de la República. Geografía Económica de Colombia. Tomo VI. Chocó. 1943. 697 pp. Pág. 1. El destacado en negrillas no forma parte del texto original.