lunes, 27 de febrero de 2023

 Leyner

 ~Pogue. Ilustración tomada de:
Pogue, un pueblo, una familia, un río, Cocomacia, 2015.

“Ser un hombre de paz y vivir estas situaciones de persecución es bastante duro y le quita a uno muchas noches de sueño. Sentir que en cualquier momento te van a matar, sentir la intranquilidad de uno no poder ser libre, sentarse en una esquina y tomarse un café, caminar las calles normalmente, solo, como lo pudiera hacer cualquiera, pues es bastante difícil y extraño y también doloroso, porque uno siente que ha perdido… Pero precisamente por eso es que hay que trabajar por la paz, porque es que si no trabajamos por la paz más líderes van a estar en esa situación o incluso en situaciones peores que la que yo estoy viviendo”. Leyner Palacios, marzo 2021.[1]

Leyner Palacios Asprilla ha sido nuevamente amenazado de muerte y conminado, junto a su familia, a salir del Chocó en un plazo perentorio. “Tengo mucho miedo y me voy a esconder para que no me matenhe comprendido que la amenaza es la puerta al cementerio”, escribió Leyner en su cuenta de Twitter (@PalaciosLeyner), hace ocho días, el domingo 19 de febrero de 2023, en un mensaje de anuncio público de esta nueva y desgraciada intimidación. Como todas las de su desalmada calaña, esta amenaza forma parte de una estrategia delictiva sistemática, destinada a desestimular y a desaparecer en Colombia la defensa de los derechos humanos y la promoción de procesos de paz; el resarcimiento de las víctimas del conflicto armado, mediante el establecimiento de la verdad; y la implantación de medidas para hacer justicia e impedir la repetición de todo acto en contra de la vida...; acciones estas a las que Leyner -quien no llega a los cincuenta años de edad- ha dedicado más de la mitad de su vida.

Cuando Leyner Palacios Asprilla nació, Pogue era un pueblo tranquilo y sosegado, en donde la vida y la muerte transcurrían con la misma naturalidad de los ríos y quebradas que lo circundan; un caserío recóndito que ni en los mapas aparecía, adonde se llegaba luego de tres horas largas de navegación río Bojayá arriba -en bote con motor fuera de borda- desde su desembocadura en la orilla del Atrato, en Bellavista, la cabecera municipal desaparecida por la atrocidad del 2 mayo de 2002, que hasta su nombre se llevó, pues la prensa la bautizó como la masacre de Bojayá.

Leyner aún era un niño cuando los gérmenes de esa organización ejemplar e histórica para el pueblo afrocolombiano que es COCOMACIA -Consejo Comunitario Mayor de la Asociación Campesina Integral del Atrato- empezaron a ser sembrados en su tierra natal por la Diócesis de Quibdó, las Agustinas Misioneras, los Misioneros del Verbo Divino, maestros rurales de índole altruista como Dionisio Arias Chaverra y los primeros dirigentes campesinos, como Saulo Enrique Mosquera Palacios (diciembre 8 de 1954 - 23 de mayo de 2021), consumado e inolvidable líder de la causa étnica y cultural y de la organización comunitaria de su pueblo; en donde sobresalía, además de su alta estatura y su nítida voz -con la que también cantaba alabaos y contaba historias como todo un griot- por la sabiduría de sus palabras, la profunda comprensión del valor integral de su territorio, su intuición admirable sobre el futuro por construir en materia de derechos y su presencia siempre amable y servicial, hospitalaria y generosa.

De gente como Saulo y otros pioneros del compromiso organizativo con los derechos de su pueblo, aprendió Leyner Palacios Asprilla el que desde joven convirtió en su oficio vital: la defensa de la vida y los derechos de su gente. Y es por ello, simple y tristemente por ello: por defender la vida y los derechos de su gente, por lo que -como ocurre desde hace tantos años, tantos que se ha pasado la mitad de su vida huyéndole a la muerte- ha sido nuevamente y criminalmente sentenciado y forzado a salir de su territorio este exintegrante de la Comisión de la Verdad (Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición), organismo que estructuró y entregó al país el relato más completo que del conflicto armado se haya construido en la historia nacional; incluyendo en primera plana la voz de las víctimas y desenmascarando, junto a ellas, más de una verdad oculta o no reconocida y más de un pecado -no precisamente venial- del Estado colombiano y sus instituciones como agente activo del conflicto armado durante más de medio siglo.

Saulo Enrique Mosquera Palacios y Leyner Palacios Asprilla.
FOTOS: Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas-UBPD y Colprensa.
En medio del cristalino silencio de los montes repletos de vida, en donde se aprende desde la primera infancia a distinguir -nomás por su canto- cada uno de los pájaros del bullicio canoro del amanecer; nació la voz de Leyner Palacios Asprilla, la voz elemental que -sin gritar- pregona que la vida hay que respetar, y por eso -una vez más- la pretenden silenciar los pérfidos enemigos de la paz, de la justicia, de la dignidad.


[1] Canal Capital y Comisión de la Verdad. Frente al Espejo. Capítulo 14. Camino Al Informe. Leyner Palacios, de líder a Comisionado. En: https://www.youtube.com/watch?v=i_3SyBpV_6g

 

lunes, 20 de febrero de 2023

 Riosucio, 1930
La truhanería de un inspector de policía

Vapor Cartagena de Indias y complejo agroindustrial de Sautatá. 1930.
FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
De regreso hacia el Caribe, a la hora del crepúsculo y con la brisa tenue del sábado 22 de febrero de 1930, cuando ya se oían en el pueblo las primeras músicas de la parranda del fin de semana y de todos los fogones salían olores a pescado frito, el vapor Cartagena de Indias arrimó al puerto de Riosucio. Tan pronto como dos sincronizados grumetes tendieron y afirmaron en el piso de barro seco el par de tablones que servían de puente desde la embarcación hasta la orilla, el capitán Federico Scharberg saltó ágilmente hasta alcanzar el suelo. Precedido de tres cargueros de su embarcación, caminó un poco más de cien pasos hasta llegar a la casa de la señora Andrea de Rovira, la mitad de cuya sala estaba ocupada por la tienda que ella atendía mientras su marido se internaba en los montes cercanos para sacar madera, pieles de caimán, tagua, ipecacuana, millares de bocachicos, centenares de doncellas y unos cuantos cientos de raciones de plátano verde, que comerciaba con los capitanes de los buques y lanchas que recorrían el Atrato o con los capataces del ingenio azucarero que en Sautatá habían montado unos turcos de Quibdó.

Luego de hablar con doña Andrea el tiempo suficiente para convencerla de la bondad del trato, el capitán indicó a sus cargueros que depositaran, en el cuarto que servía de bodega a la tienda, la mercancía que entre tanto habían dejado al pie de la escalera de entrada a la casa: dos cajas de gaseosa y una de cerveza, una caja de jabón, un bidón de querosín de los grandes y doscientos cocos repartidos en ocho sacos de fique. La carga sería retirada cuando la lancha hiciera el viaje de regreso y entonces el capitán, según su promesa, pagaría la mitad restante del dinero convenido como retribución por el favor y traería de ñapa un corte de tela para un vestido que la señora de Rovira aspiraba a estrenarse el Domingo de Ramos de la próxima semana santa, que ya estaba a escasos dos meses de empezar.

A seis leguas y media de allí, en el caserío de Domingodó, en la misma y destartalada mesa que le servía de escritorio durante el día, el inspector de policía escanciaba en una copa los dos últimos tragos de una botella de biche buenísimo, de las seis que un señor le había traído de los lados de Buchadó, a cambio de dejar libre al hijo de un primo suyo que lo único que había hecho era robarse de una champa una arroba de bocachico salpreso, que el inspector había decomisado como prueba del ilícito y con parte de la cual -antes de que de pronto se fuera a dañar- había mandado a preparar un caldo tapado cuyo olor ahumado ya salía de la cocina de la casa vecina.

Pedro Manuel Galbán se llamaba el funcionario. Había llegado a estas tierras sin pagar pasaje, viajando de polizón, de lancha en lancha. Venía de un pueblo famoso llamado Lorica, en donde había nacido a la orilla del mismísimo río Sinú. Y, sin saber cómo ni cuándo, y a pesar de que -por lo menos eso decían en Riosucio- estaba sumariado por fraude a la renta de licores de la Intendencia Nacional del Chocó, se había hecho nombrar como inspector de policía de este corregimiento.

Seis días después, al filo de la medianoche del viernes 28 de febrero, mientras en Tadía, El Limón y La Honda dos alemanes hacían y deshacían hasta completar los mil caimanes matados en el mes para desollarlos y exportar sus pieles; la señora Andrea de Rovira, que al momento profundamente dormía, fue sobresaltada y despertada por los recios golpes que en su puerta y su ventana se oían, seguidos de varias voces, de hombres todas, que a abrir la tienda la intimaban, mientras ella -metida entre su toldillo, asustada- a decidir qué hacer no atinaba.

“Me resolví a contestar porque decían que necesitaban que les vendiera varios paquetes de velas y una arroba de café para un velorio. Ya por tratarse de un difunto, me levanté y traté de hacer el despacho por una ventana para no abrir las puertas; pero entonces me suplicaron que era mejor por la puerta, puesto que por la ventana no cabía el café, por lo que me resolví a abrir la puerta. Cuál no sería mi sorpresa cuando veo aparecer a un enemigo mío de nombre Pedro M. Galbán, quien hasta ese momento había permanecido oculto y adelantándose ordenó a sus tres compañeros o peones, que responden a los nombres de Evaristo Díaz, Norberto Montaño y Clodomiro Tobar, que cargaran con unos bultos de arroz y otras cosas más que yo tenía allí. Al ver que había caído en un lazo, comencé a dar grandes voces a los vecinos para que me favorecieran y al mismo tiempo le increpé su mal proceder y le ordené que saliera inmediatamente de mi casa, porque iba a cerrar mi puerta”[1]… Tras de ladrón baladrón, en lugar de intimidarse o retroceder en sus propósitos, Pedro Manuel Galbán amenazó a doña Andrea con traer la policía.

Misiá Andrea, ¿qué es lo que le pasa? -gritó al momento uno de los vecinos que se había despertado al oír la bullaranga. Asustados, los tres compinches de Galbán salieron disparados por ambos lados de la casa, dejándolo solo en la tienda. Armada de valor y de una chonta puntiaguda, la señora Andrea increpó a Galbán desde el corredor, hasta lograr que este también saliera de su casa. De ladrona y más la trató desde el patio, mientras llamaba y llamaba a sus fautores, sin obtener respuesta, y les ordenaba que fueran a traer al alcalde para que obligara a la señora a entregar la carga que Federico Scharberg, capitán de la lancha Cartagena de Indias, le había decomisado hasta ver si Galbán le pagaba la cuenta que desde hace tiempos le adeudaba.

“Si me salvé del asalto fue por estar aquí en la localidad, pues en un campo me hubiera dejado en la miseria y hasta la vida hubiera perdido, porque ¿qué hacía una mujer indefensa para cuatro asaltadores? Hago constar que el señor alcalde desaprobó su proceder a Galbán, al amanecer que se dio cuenta de lo pasado durante la noche. Y, para terminar, manifiesto que, por temor a un incendio o algún atentado contra mi persona, porque de esos individuos todo es de esperarse, he entregado al señor Pedro M. Galbán la carga que le dejó en depósito el capitán, señor F. A. Scharberg”[2].

Ocho meses después, todo este asunto ya formaba parte del olvido, por lo menos en Quibdó, donde los lectores del ABC ni siquiera sabían si aquel artero inspector, oriundo de Santa Cruz de Lorica, seguía siéndolo: inspector, se entiende, pues de lo otro no había duda, ya que genio y figura hasta la sepultura. La historia de los bloques de queso que se cortaban con alambre fino para robarse la mitad, en las embarcaciones que lo transportaban hasta Suruco y El Tambo, San Pablo y Caliche, en la Provincia del San Juan, ocupaba ahora la atención de los quibdoseños luego de leer el periódico de aquel viernes 24 de octubre de 1930. En la ciudad aún llovía, aunque no tanto como hacía veinte días, cuando había sido necesario aplazar la procesión solemne del Seráfico de Asís, pues todos, incluyendo al Padre Miró, pensaron que nunca iba a parar de llover.


[1] Periódico ABC, Quibdó. Inspector de policía que se convierte en salteador. Narración de la señora Andrea G. de Rovira. Marzo 13 de 1930. Edición 2154.

[2] Ibidem.

lunes, 13 de febrero de 2023

 Dos periodistas ejemplares

>>Reinaldo Valencia Lozano y Primo Guerrero Córdoba.
FOTOS: archivo El Guarengue y Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Reinaldo Valencia Lozano y Primo Guerrero Córdoba son -sin duda alguna- dos de los periodistas más destacados en la historia del periodismo chocoano, tanto por la calidad y profesionalismo de su trabajo, como por su incondicional reivindicación de los más genuinos intereses de su tierra. Su impecable compromiso con la región fue evidente -y relevante para la posteridad- en el apoyo, documentación y promoción de las más justas causas sociales, raciales y políticas en pro del bienestar del pueblo y la vigencia de sus derechos. Muestra de ello es el papel jugado por Reinaldo Valencia y su periódico ABC en el posicionamiento de los debates públicos que condujeron a que la Intendencia Nacional del Chocó fuera elevada a la categoría de departamento; y el rol definitivo de Primo Guerrero como corresponsal del diario El Espectador en la suspensión del plan de la dictadura de Rojas Pinilla de abolir este departamento y repartir su territorio entre sus tres ávidos vecinos: el antiguo Caldas -que hasta 1966 incluía a los actuales Risaralda y Quindío-; el Valle del Cauca y, cómo no, Antioquia.

Nacidos ambos en Quibdó, aunque con una diferencia de veinte años, pues Reinaldo Valencia nació en 1891 y Primo Guerrero en 1911, estos dos dechados de buen periodismo terminarían confluyendo en su ejercicio profesional y en sus causas comunes por la chocoanidad durante por lo menos diez años, a fines de la década de 1930 y hasta mediados de la década siguiente, cuando fallece Valencia, en Cartagena. Tal confluencia se dio como parte activa que ambos fueron del proyecto político chocoanista que para entonces estaba en todo su apogeo y que había sido construido por aquella lúcida generación de primeros profesionales nativos comprometidos con la reivindicación social, política y racial del Chocó: Alfonso y Gabriel Meluk Salge, Diego Luis Córdoba, Ramón Lozano Garcés, Osías Lozano Quintana, Sergio Abadía Arango, Eliseo Arango Ramos, Manuel Mosquera Garcés, Adán Arriaga Andrade, Jorge Valencia Lozano, Demetrio Valdés Ortiz, Daniel Valois Arce, Leopoldino Machado Rentería y Aureliano Perea Aluma; entre otras figuras de esta pléyade de buenos hijos de una región que -a diferencia de aquellos tiempos- en los últimos cincuenta años ha padecido con inusitada frecuencia la deslealtad de su progenie.

El 8 de diciembre de 1913 circuló por primera vez en Quibdó, como bisemanario, el periódico ABC, que posteriormente sería semanario y luego diario, y que al cerrar sus labores tres décadas después, en 1944, había alcanzado casi cuatro mil ediciones. A sus 22 años de edad, Reinaldo Valencia Lozano había fundado el periódico que quizás más impacto ha tenido en la vida social e institucional del Chocó y el que con mayor acierto registró el acontecer local y regional durante sus treinta y un años de existencia, convirtiéndose -hoy- en fuente privilegiada y de valor superior cuando de documentar aquella época crucial de nuestra historia se trata.[1]

Por las páginas del ABC, bajo la dirección de Guillermo Henry Cuesta, Francisco Córdoba Mena, Francisco T. Maturana y el propio Reinaldo Valencia, quien lo dirigió durante por lo menos diez años, transitaron las más brillantes plumas y las más democráticas voces de la época en los ámbitos municipal, departamental y nacional. El ABC registró, durante sus tres décadas de existencia, la vida completa del Chocó y de Quibdó, incluyendo desde las notas sociales y la vida económica, hasta los eventos culturales y los asuntos trascendentales de la política regional, como la rivalidad interprovincial entre el San Juan y el Atrato, que incluía ideas como convertir la Intendencia en dos comisarías; y la lucha posterior por convertirla en un departamento que, al decir de algunos de los escritores del ABC, sería para Colombia el reemplazo de la pérdida de Panamá, por su futuro halagüeño y pleno de prosperidad.

Aunque algunos autores[2] han documentado cómo en el ABC se privilegió una visión de clase, en detrimento de la visión racial, por obra y gracia de la mulatocracia reinante; otros reconocen que es en el ABC en donde la cuestión racial empezó a aparecer, a través de los escritos de personajes como Ramón Lozano Garcés, Diego Luis Córdoba y Alfonso Meluk: “A partir de los años 1930 surgió una ruptura en el discurso de la prensa regional, la cual se manifestó en la introducción paulatina del tema racial. El término “raza negra”, por ejemplo, que no era de uso frecuente en la prensa chocoana antes de los años de 1930, empezó a ser mencionado regularmente. Este cambio temático reflejaba una transformación en el perfil social de aquellos redactores de los periódicos, especialmente los del A.B.C”[3].

El significativo papel que jugaron Reinaldo Valencia como periodista y generador de opinión pública y su ABC como tribuna privilegiada de la vida del Chocó de su época es resumido por el investigador y periodista José E. Mosquera: “El impulso del proceso de departamentalización del Chocó fue una de sus principales banderas desde las páginas editoriales del ABC. De manera que el ABC se convirtió en la tribuna de la lucha de Valencia y de Dionisio Ferrer, Heliodoro Rodríguez, Francisco Córdoba, Armando Meluk, Emiliano Rey, Delfino Díaz, Julio Perea Quesada, Alfonso Meluk, Adán Arriaga Andrade, Salomón Salazar y Guillermo Henry Cuesta para que el Chocó fuera erigido departamento”[4].

Dos ediciones del periódico ABC, de Quibdó, del año 1914, cuando estaba recién fundado. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

El ABC de Reinaldo Valencia Lozano se convirtió en tribuna de la reivindicación del Chocó en el escenario nacional; en ágora simbólica de los debates sobre la autonomía regional y la institucionalidad política del Chocó; en academia virtual de las letras y el pensamiento propios; y en altavoz de los sentimientos de un pueblo que empezaba a actuar como sujeto social y político. Valencia Lozano fue, además, prolífico escritor, con obras como Río Abajo, una colección de sus artículos publicados en el ABC; Apostillas históricas, un trabajo sobre historia del Chocó; y “La cuna de Jorge Isaacs, donde plantea en una investigación minuciosa que el autor de “María” nació en Quibdó, y no en Cali. Este libro desató una intensa polémica en el Valle del Cauca y el prólogo es de uno de los traductores y críticos más significativos de la época en Colombia: Baldomero Sanín Cano, quien afirma en uno de sus apartes: “Además de su mérito como obra histórica, el trabajo del señor Valencia se recomienda literariamente por razones de claridad, método, sobriedad y corrección del lenguaje”[5].

Durante los primeros meses de 1954, cuando el ABC ya había dejado de publicarse, su fundador e inspirador había fallecido y no habían transcurrido ni siete años completos de la expedición de la ley que creó el Departamento del Chocó; empresarios y políticos antioqueños, vallunos, caldenses, conservadores todos, intrigaron ante el alto mando de la dictadura militar de Rojas Pinilla para que este acogiera la idea de que el Chocó no era viable como entidad territorial y que por ello lo mejor era que el gobierno lo repartiera como un botín entre los departamentos de Antioquia, Valle del Cauca y Caldas, adjudicándole a cada uno, según sus puntos limítrofes, la mayor cantidad de tesoros posibles, cuyas bondades y utilidades se reflejarían en el bienestar de la población.

Ante este “descuartizamiento decretado por el gobierno”, como lo llamó en su autobiografía Gabriel García Márquez, quien para entonces era reportero de El Espectador, de Bogotá, se levantó airosa y digna la figura de Primo Guerrero Córdoba, corresponsal en el Chocó de ese diario. Sutil y audaz como el que más, Guerrero no dejó de escribir, ni El Espectador de publicar, notas diarias sobre el malestar que la medida gubernamental había generado en el Chocó y acerca del intenso movimiento de protesta, que aún no lo era tanto, en contra de tan absurda y autoritaria y arbitraria determinación del militar que estaba al mando del país. “En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito… Estas noticias las reforzábamos a diario en la redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la indiferencia”[6]. Así narró García Márquez la situación que los reportes del corresponsal Guerrero generaban en la redacción de El Espectador, en donde el chocoano gozaba de indiscutible credibilidad y plena confianza.

A causa de sus escritos para El Espectador, que incluían denuncias de corrupción del régimen militar en el Chocó, Primo Guerrero Córdoba estaba en la mira del gobierno departamental desde hacía varios meses. En mayo de 1954, Manuel Salge Mosquera, secretario de Gobierno departamental, hizo encarcelar a Guerrero -por irrespeto a su autoridad y durante treinta días- ante su negativa tajante de retractarse de las denuncias que había hecho sobre malversación y uso indebido de fondos públicos y su reafirmación de lo que había escrito. Encarcelado por el régimen, Guerrero escribió una carta, dirigida al ministro de Gobierno, Lucio Pabón Núñez, dando cuenta de la situación y requiriendo justicia pronta. La carta, escrita y firmada de su puño y letra, desde su calabozo en la cárcel de Quibdó, la envió Guerrero a Guillermo Cano, director de El Espectador, y a José Salgar, jefe de redacción, para que estos hicieran entrega de la misma al ministro. Cano y Salgar, del mismo modo como durante días, semanas y meses, habían publicado las notas de su corresponsal denunciando la corrupción del régimen en el Chocó y relatando el descontento de la gente ante la intención de repartir su territorio entre los departamentos vecinos; apoyaron a Guerrero en sus quejas ante el ministro de Gobierno, denunciando en el periódico su situación y los atropellos de los que venía siendo víctima.

Mientras se resolvía su caso, Primo Guerrero Córdoba narró en El Espectador lo que había padecido en ese “calabozo infectado donde estuve encerrado por tres días, soportando malolientes olores, sin luz, sin aire y las tácitas consecuencias que se derivan de su inundación”[7]. Estas denuncias, su memorial dirigido al ministro de Gobierno y el apoyo editorial de El Espectador influyeron para que su detención fuera oficialmente suspendida al décimo día y el secretario Salge Mosquera renunciara a su cargo por las presiones públicas y el descrédito político. Su libertad soliviantó a algunos militares del destacamento de Quibdó, quienes lo hostigaron y provocaron sistemáticamente, tildándolo de disociador y perturbador de la normalidad y el orden público, de subversivo y de “peligroso revolucionario comunista al servicio de Moscú”. No obstante, el corresponsal Guerrero no bajó la guardia y siguió escribiendo sobre el descontento del pueblo chocoano y su oposición a la medida de suprimir el departamento y anexar su territorio, dividido en tres partes, a los departamentos limítrofes.

Parque Centenario. Quibdó, septiembre de 1954.  FOTO: Guillermo Sánchez/El Espectador.
Marcha de protesta contra el proyecto gubernamental de supresión del Departamento del Chocó y repartición de su territorio entre Antioquia, Caldas y Valle del Cauca. La bandera es portada por el entonces gobernador militar, Capitán Luis A. Cano. El cuadro que llevan los dos muchachos es "Homenaje al boga", del pintor chocoano Francisco Mosquera Agualimpia.

En septiembre de 1954, con Gabriel García Márquez como reportero y Guillermo Sánchez como fotógrafo -enviados especiales de El Espectador desde Bogotá- y el corresponsal del diario, Primo Guerrero Córdoba, como guía, apoyo y promotor de las protestas; el intenso movimiento ciudadano en contra de la tentativa de supresión del Chocó y su repartición entre vecinos limítrofes, sumado a las gestiones adelantadas en Bogotá por chocoanos ya reconocidos en la escena política e intelectual nacional, dio al traste con la intentona del régimen militar de eliminar del mapa político y administrativo de Colombia el departamento del Chocó e incrementar el tamaño y las riquezas de sus tres vecinos. Júbilo en las calles y en el Parque del Centenario de la Independencia, en Quibdó. El disparate había sido contenido. El “corresponsal veterano” le había ganado la partida al régimen militar y a sus más enconados detractores.

Antes de su salto a la escena nacional por su relevancia en ese intenso movimiento social, Primo Guerrero Córdoba ya era ampliamente reconocido en la escena local y regional de Quibdó y el Chocó, por su significativa influencia en cuanta materia sustancial fuera útil al empeño del desarrollo del departamento, como la educación, el trabajo y la autonomía política. Así, Guerrero formó parte de la nómina de profesores del histórico Colegio Carrasquilla, en donde se formaban, año tras año, las nuevas generaciones que construyeron una voz propia de la chocoanidad. Igualmente, la claridad de los planteamientos hechos por Guerrero al gobierno de la Revolución en marcha, de López Pumarejo, influyó en la decisión de agilizar la construcción de la Normal de Varones de Quibdó y de un sinnúmero de escuelas y colegios públicos, mediante los cuales se ampliarían las garantías del derecho del pueblo chocoano a la educación, durante el periodo de Adán Arriaga Andrade como Intendente Nacional del Chocó y Vicente Barrios Ferrer, como director de Educación Pública.

A Primo Guerrero Córdoba, consagrado estudioso y lector de política y literatura, se le atribuye la introducción de las ideas comunistas y socialistas en el liberalismo regional del Chocó, incluyendo el hecho de promover la adscripción de Diego Luis Córdoba al ala socialista del partido y su influencia permanente como mentor de Córdoba en este campo del ejercicio político. De hecho, se llegó a decir que, si Tomás de Aquino Moreno era la mano derecha de Diego Luis Córdoba en la conducción del movimiento de Acción democrática, Primo Guerrero era su mano izquierda.

Desde dicha perspectiva, siendo uno de los primeros promotores del establecimiento de jornadas laborales de ocho horas y salarios legales y justos, Primo Guerrero Córdoba fue también sostén y apoyo del obrerismo chocoano en la segunda mitad de la década de 1930, junto a otros connotados intelectuales y activistas, como Andrés Fernando Villa (Aristo Velarde), Higinio Garcés (seudónimo de Ramón Lozano Garcés), Alfonso Meluk Salge y el mismo Diego Luis Córdoba.

En el marco de las ideas socialistas y los debates sobre los derechos de los obreros, promovidos por Primo Guerrero, el 11 de noviembre de 1934, en el caserío de La Vuelta, perteneciente al entonces Corregimiento de Lloró, del Municipio de Quibdó, es constituido el primer sindicato de trabajadores de la empresa minera Chocó Pacífico, con el apoyo de los jóvenes estudiantes universitarios quibdoseños Toribio Guerrero Velásquez, Fernando Martínez Velásquez. y Marco Tulio Ferrer S.[8] Al año siguiente, el 24 de julio de 1935, es reconocida jurídicamente la Sociedad Obrera del Chocó, afiliada a la Confederación de Trabajadores de Colombia, en cuyo proceso de formación fue fundamental el aporte de Primo Guerrero. Posteriormente, a comienzos de la década de 1940, se conformarán el Sindicato de Lavanderas y Planchadoras, dirigido por Cenobita Velásquez y el Sindicato de Albañiles y Ayudantes, presidido por Pascual Padilla.

Primo Guerrero Córdoba nació en Quibdó el 21 de agosto de 1911 y murió en Bogotá el 16 de agosto de 1984. Reinaldo Valencia Lozano nació en Quibdó el 15 de octubre de 1891 y murió en Cartagena en 1946. Durante toda su vida y a lo largo de su admirable trayectoria, estuvieron siempre a la altura de la historia, con los pies en la tierra que los vio nacer y con la verdad completa de los hechos como emblema de su ejercicio profesional del periodismo. Valencia Lozano desde el ABC, Guerrero Córdoba desde En Guardia y El Espectador, fueron intelectuales siempre al día con el mundo, escritores de pluma donosa, periodistas comprometidos con las causas y las luchas de su pueblo y de su gente. La pasión que los movía en la política jamás nubló la razón que los guiaba en el periodismo, más bien la iluminó. 


[1] En El Guarengue se pueden leer varios artículos sobre el nacimiento y el significado del ABC en la historia del Chocó: *Las lecciones del ABC (6 de mayo de 2019): https://miguarengue.blogspot.com/2019/05/laslecciones-del-abc-primera-pagina-del.html *Con los pies sobre la tierra y la verdad por delante: La paz y el desarrollo, compromisos éticos de la comunicación y el periodismo. 1ª parte (9 de diciembre de 2019): https://miguarengue.blogspot.com/2019/12/con-los-pies-sobre-la-tierra-y-la.html 2ª parte (16 de diciembre de 2019): https://miguarengue.blogspot.com/2019/12/con-los-pies-sobrela-tierra-y-la-verdad.html *Reinaldo Valencia y su ABC, 10 de febrero de 2020: https://miguarengue.blogspot.com/2020/02/reinaldo-valencia-y-su-abc-1-reinaldo.html

[2] Hernández Maldonado, Juan Fernando. La chocoanidad en el siglo XX. Representaciones sobre el Chocó en el proceso de departamentalización (1913-1944) y en los movimientos cívicos de 1954 y 1987. Trabajo de grado. Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias Sociales, Carrera de Historia. Bogotá. 2010.

[3] Mena Abadía, Brenda. Discursos sobre un Chocó olvidado. Representaciones sobre raza y región en la prensa chocoana en la primera mitad del siglo XX. Trabajo de grado como Historiadora. Escuela de Ciencias Humanas. Universidad del Rosario. Bogotá, abril 2016.

[4] Mosquera, José E. Reinaldo Valencia, un líder visionario. El Mundo, Medellín, 16 de octubre de 2014.

[5] Carvajal Rueda, Alfonso. Diversidad de la literatura chocoana. El Manduco, julio 13 de 2019. En: http://ntc-narrativa.blogspot.com/2019/07/diversidad-de-la-literatura-chocoana.html

Aristo Velarde (seudónimo de Andrés Fernando Villa), neguaseño, amigo y colega de Reinaldo Valencia, sostuvo con él una ingeniosa polémica sobre el origen de Jorge Isaacs, que para Valencia era Quibdó, mientras que para Velarde era Neguá. Al respecto, se puede leer en El Guarengue “Neguá”: https://miguarengue.blogspot.com/2023/01/negua-cesar-conto-ferrer-andres.html

[6] Gabriel García Márquez. Vivir para contarla. Bogotá, Editorial Norma, 2002. 579 pp. Pág. 532-538.

[7] El Campesino. Un líder cívico que Chocó no olvida. 19 de mayo 2017. https://elcampesino.co/lider-civico-choco-no-olvida/ 

[8] Sobre la creación del sindicato de trabajadores de la empresa minera Chocó Pacífico, en 1934, se puede leer en El Guarengue “Confluencias”:

https://miguarengue.blogspot.com/2020/01/confluencias-draga-n-2-de-la-compania.html

lunes, 6 de febrero de 2023

 Estampas quibdoseñas (III)

Marañones. FOTO: Twitter-Enamórate del Chocó.

Era tan alta la paliadera que desde ahí se podían ver hasta las goteras de los techos de zinc y de paja de las casas del vecindario e incluso avizorar las casonas de dos y tres pisos de la carrera primera, los decorados de sus balcones y algo del mobiliario de sus amplias salas. También podían verse desde ahí las torres del reloj del templo parroquial, desde las cuales una vez -hace unos años, cuando los hidroaviones todavía eran una novedad- la esbelta acróbata de un circo que pasó por la ciudad descendió descolgándose por una manila, sin arneses ni nada, solamente con unos guantes cubriendo sus manos, hasta alcanzar el piso, medio despeinada y con una sonrisa triunfal.

Eso fue en aquel San Pacho inolvidable, siendo párroco el Padre Miró, en el que la procesión se hizo al otro día, porque el propio día llovió todo el día sin parar. Eran los tiempos en los que la fiesta empezó a convertirse en algo de todos, incluso de los que vivían en las casas de paja y palma que se desperdigaban por los montes de La Yesca y de La Aurora. Aquellas casas de donde los hombres solamente salían los sábados a vender carbón y leña, y una o dos veces al mes a vender una que otra fruta, unos cuantos plátanos y algo de carne de monte, para conseguir así con qué comprar media libra de sal, un paquete de velas y una botella de querosín, una pasta de jabón, seis yardas de nailon y media libra de plomo, para alistar la atarraya y las varas de pichindé, de guadúa o de bambú con las que pescaban sardinas, charres, rollizos, boquianchas y uno que otro bocachico joven que se extraviaba con las crecientes y terminaba en la quebrada en vez de volverse adulto allá en su Atrato. Aquellas casas de donde las mujeres salían, cada dos o tres días, únicamente a recoger y entregar los jotos de ropa que durante mucho tiempo lavaron ahí mismo en el río, hasta que a un comandante de policía le dio por prohibir la lavada en los puertos y arrimaderos, y determinó como únicos lugares permitidos las quebradas y unas orillas del río por allá lejos, por El Paraíso, más abajo del Nausígamo, casi llegando a la que llamaban la Calle de Quibdó, una vuelta amplia desde la cual se divisaba el pueblo cuando se venía subiendo y desde la cual pitaban los barcos procedentes de Cartagena anunciando su llegada.

A las lavanderas de esos montes de La Yesca y de La Aurora, que no se metían con nadie y que a esas casas solamente llegaban por la parte de atrás, para recibir y entregar la ropa y cobrar su paga por cada docena de piezas lavadas; lo que más les dolió de aquella orden fue que la misma gente a la que ellas les lavaban la ropa era la que había intrigado ante el maldecido comandante ese para que les prohibiera lavar en las orillas cercanas y las obligara a hacerlo cada vez más lejos; dizque porque era “muy triste el espectáculo que se presentaba con el tendido de ciertas ropas, casi en plena Calle Real, sólo por escaparse las lavanderas de la caminada al lugar que tienen señalado para ello”; como habían escrito en su tal ABC gentes de esas que en toda su vida no habían cargado ni las cuatro onzas de queso que al almuerzo se comían, ni mucho menos habían caminado media legua cargando encima de la cabeza toda la ropa de una casa envuelta en un joto, donde llevaban también el rallo y el manduco, la batea y la totuma.

Además de los tres tanques en los que se almacenaba el agua de lluvia para hacer los oficios de la casa, para cocinar, para bañarse y lavar la ropa, en aquella paliadera quedaba espacio para cuatro materas sembradas con yerbas de aliño en tres tarros de leche Klim y avena Quaker y en una lata de manteca La Sevillana. Al final de la paliadera, seguía el vacío, el precipicio profundo del patio enmontado en donde crecían a sus anchas todas las matas, arbustos, árboles y yerbas posibles. 

La belleza roja de los marañones maduros y la verde hermosura de los marañones biches, cuyo nacimiento era anunciado por la copiosa lluvia magenta de las flores abundantes que se desgranaban de aquel árbol formidable hasta tapizar de fucsia el suelo, se apiñaba en abundantes gajos pendientes de las sólidas ramas donde las hojas eran una fiesta en homenaje a todos los tonos de verde con los que era posible pintar la esperanza. Contorsionándose contra el viento, vigorosas y compactas, retorcidas unas, rectas otras, brillantes todas, las guamas se alargaban meticulosamente en las robustas ramas de este árbol portentoso, que al cielo se elevaba ofrendando la blancura impoluta de sus flores leves y la tersura de algodón de la suculenta envoltura de sus pepas. Entre sus pesadas macetas de verde filigrana, que en las noches oscuras y en las madrugadas frías caían a plomo sobre el blando suelo y con su ruido seco y bronco despertaban a las lombrices y a los achicapozos, se multiplicaban las incontables pepas del árbol del pan, reproduciendo en silencio la serena y suave delicia de su sabor incomparable.

Dispersos por las partes del patio donde corría agua, había uno que otro palo de coronilla que se asomaba airoso y pródigo por entre los variados matorrales y el aroma de las matas de Santamaría de anís y las hojas de la Santamaría boba y las matas de lulo siempre abundantes y cargadas. Justo allí discurría esa pequeña quebrada que se fue formando con las aguas de una docena de cangrejeras, esos brotes minúsculos pero imparables de agua fresca y límpida -con granitos de oro en sus areniscas- de los que están llenos los pantanos de la orilla derecha del Atrato en donde crecen estos pueblos de donde los campesinos traen hasta Quibdó la más sabrosa comida, los sábados al amanecer, en sus canoas ranchadas, grandes y anchurosas, tan bonitas como celosas; en sus champas longilíneas como sombra de gente al mediodía; en sus chingos de cedro y en sus veloces potros.

No faltaban los caimitos, lisos, tan lisos como una nube y tan bonitos que antes de comérselos uno los contemplaba un rato para fijar en la memoria la perfecta combinación del amarillo y el verde de su impecable concha. Los borojós macizos y delicados, hermosamente fragantes y exquisitamente sápidos, abundaban también ahí, doblando hasta el suelo las ramas con su peso equivalente a la sabrosura de sus jugos. Las guayabas agrias, con su aroma celestial; las apetitosas guayabas rojas, cuya blandura era un regalo para los dientes y el paladar; las guayabas de leche que hasta en el palo mismo, sin desprenderlas de su gajo, provocaba siempre morder; los limones de monte y las toronjas, que eran la nota ácida entre el embrujo dulce de tan pródigo huerto; la sutil sabrosura de las humildes badeas y la polvorosa exquisitez colorida de los chontaduros, tampoco faltaban en aquel patio, en cuyo centro se elevaba una palma de coco cuyas hojas inmensas alcanzaban la altura del techo de la casa. Según decía el señor que la trepaba para coger los cocos jechos y las pipas colmadas de agua, desde el cogollo de esa palma, en los días despejados, se podían ver las montañas al otro lado de las cuales decían que quedaba Colombia.

FOTO: Manuel Saldarriaga Quintero/El Colombiano.