Hágase la luz
Aún no se han cumplido cincuenta años de la inauguración
de la línea de interconexión eléctrica entre Bolombolo y Quibdó, por parte del
entonces Presidente de la República Misael Pastrana Borrero, un día inolvidable
de febrero de 1973, cuando, además de la pequeña tragedia de decenas de bombillos
quemados, algunas neveras y unos cuantos radios y televisores afectados, medio
pueblo se ilusionó con la idea de que la disponibilidad de luz en los bombillos
no volvería a depender de los horarios nocturnos de la vieja planta eléctrica que
estaba instalada en una amplia edificación de la Carrera Primera, frente a las canchas de basquetbol del
complejo educativo del Barrio Escolar, yendo hacia el otrora Hotel de Turismo
Citará.
Antes de ese día, además de unos pocos televisores por barrio, unos cuantos radios más y unas cuantas neveras
eléctricas, había neveras de petróleo en la ciudad y en cuanto caían las luces
de la noche, si la planta eléctrica de la Carrera Primera no funcionaba por
desperfectos o por falta de combustible, o si se presentaban daños locales en
los cables de los barrios o de las casas, se vivía a la luz de las velas, de los quinqués o
de las lámparas artesanales de querosín, que eran un sencillo artificio
de buhonero u hojalatero, fabricadas a partir de un tarro de leche en polvo (Klim
o Nido) al que se le adaptaba en la tapa un tubo de hojalata a través del cual
pasaba una mecha que se humedecía del tarro con querosín y se asomaba para ser
encendida. De modo que cuando las noches eran tempraneras y oscuras los escolares
terminaban sus tareas diarias iluminados por quinqués o velas o por aquellas lámparas hechizas. Con esos
mismos tarros, los niños elaboraban sus lámparas portátiles o
linternas, fijando un cabo de vela en el interior del tarro, cuya luz se proyectaba a través de agujeros circularmente y simétricamente
dispuestos, que se abrían con un clavo en el fondo de la lata. Provistos de estas lámparas, a las que se le ponía un asa de alambre o de cualquier guasca disponible, los niños iban de su casa a
la tienda o deambulaban de un andén a otro para reunirse con sus amigos y
sentarse a charlar o a echar cuentos, en aquellas noches oscuras cuando la luz
de la planta fallaba y no había luna que la reemplazara.
Así pues,
aquel día memorable de 1973, llegó a la ciudad la luz por interconexión y medio pueblo
pensó que la oscuridad en las noches era cosa del pasado. La Subestación de
Huapango, situada en predios del norte de Quibdó que aún eran monte y estaban
rodeados de monte, sería a partir de entonces otra zona de nuevo y denso
poblamiento de la ciudad. En sus alrededores, y sin que la gente pensara
siquiera en lo que significaba vivir expuesto a los campos electromagnéticos
del lugar y demás riesgos concurrentes, fue naciendo casa por casa el sector o
barrio automáticamente bautizado La Subestación, abigarrado y profuso sobre planicies,
lomas, colinas, zanjas y pantanos del área de influencia de la microcuenca baja
de El Caraño. Pero, tendrían que pasar muchos años, casi hasta nuestros
actuales días, para que la luz que a Quibdó llegó con la Subestación de
Huapango fuera realmente permanente; pues, hasta bien entrado el presente siglo,
aún era frecuente que cada vez que llovía, incluso si el aguacero era en la
trocha entre Bolívar (Antioquia) y Quibdó, la luz se fuera y nunca se supiera cuándo
regresaría.

Dicha
intermitencia, además de las tarifas y de las variaciones de voltaje en el
servicio, impidieron que la suscripción o matrícula de los hogares quibdoseños
al nuevo servicio de energía eléctrica interconectada fuera masiva e inmediata,
sobre todo en los sectores periféricos de la ciudad, durante el resto de la
década de los años 1970, desde su inauguración. La gente decía que
a esa luz no se conectaba porque le quemaba los bombillos y se volvió costumbre
que así como antes -cuando el servicio lo prestaba una planta- se usaba un
elevador de voltaje para regular la corriente en las neveras y normalizar su
funcionamiento; en el momento de la interconexión se recurriera al uso de
reguladores o estabilizadores para proteger las neveras, los televisores y los
ventiladores, tres electrodomésticos cuyo uso vendría a popularizarse con la
llegada de la luz, a finales de los años 1970 y comienzos de la década de 1980;
al igual que las radiolas y equipos de sonido, y las estufas eléctricas,
que paulatinamente fueron reemplazando los fogones Esso Candela, que durante
tantos años habían formado parte de la vida cotidiana de muchos hogares quibdoseños,
como también el fogón de leña en otros casos.
Durante tres
cuartas partes del siglo XX, Quibdó vivió sus noches a la luz mortecina de
bombillos que alumbraban a duras penas un poco más que una vela o una lámpara
de querosín y que poco servían, por ejemplo, para iluminar el cuaderno de tareas
escolares, pues, además de escasa su luz, era muy alta su ubicación en las
paredes o pendiendo de un alambre desde los cielorrasos; así que no alcanzaban
a iluminar lo suficiente, aún con lo entrenados que estaban los ojos de
aquellos muchachos para jugar y leer de noche, tanto que les bastaba la luz de
una luna en cuarto menguante para terminar de hacer una división de tres cifras
o una regla de tres compuesta.

A partir de
1973, llegada la interconexión, cuando en la memoria de la gente aún estaba
viva la imagen de las llamas tragándose a Quibdó en el incendio de 1966; los
bombillos empezaron a alumbrar más y los electrodomésticos -adquiridos con el
novedoso y recién introducido sistema de pago por cuotas mensuales- no
solamente empezaron a funcionar mejor, sino que también -quién lo hubiera
pensado- empezaron a formar parte de las vidas cotidianas de sectores cada vez más amplios de la población. Los televisores y las neveras, que hasta ese momento eran una
exclusividad que funcionaba como marca de clase, comenzaron a ocupar también
las salas de los más pobres y adquirirlos se volvió un sueño diariamente
acariciado por las familias. De hecho, a
propósito de ese sueño, surgió el negocio de las rifas de
electrodomésticos en diciembre, cuyas boletas, que jugarían con los números del
premio mayor de la Lotería del Chocó, se adquirían también a plazos y se iban
pagando a lo largo de las semanas que faltaban para el sorteo, pues -como lo
advertían las coloridas boletas, que solían traer imágenes de los aparatos
rifados- “boleta sin cancelar no juega”.
Hace casi un
siglo, recién instalada una de las primeras plantas eléctricas con capacidad
para iluminar en su totalidad a la próspera población que era el Quibdó de entonces, la
edición 2299 del periódico ABC, publicada el 24 de octubre de 1930, bajo el
título “Abusos en tarifas de energía”, denunciaba que “la luz eléctrica de
Quibdó resulta la más cara del mundo. Comparándola únicamente con la de Condoto
e Istmina vemos que aquí se cobra un 100% más por el servicio mensual”. Y
explicaba que, mientras en esas dos poblaciones se cobraban 2 pesos oro por
cada bombilla de 100 vatios y 80 centavos por una bombilla de 50 vatios, en
Quibdó, “por las mismas bombillas se exigen al consumidor $4,50 y $2,25
respectivamente”. En su edición número 2300, al otro día, el ABC hacía públicas las
quejas de algunos vecinos por “la falta de luz en sus vecindarios”, en una nota
en la que también denunciaba que “las calles de Quibdó se encuentran llenas de basuras sin que se sepan
los motivos, pues es sabido que el municipio paga a algunos empleados para el
barrido de ellas”.
Un poco más
de un mes atrás, el mismo periódico ABC, en su número 2273, del jueves 11 de
septiembre de 1930, había informado que “desde el 26 de agosto viene la ciudad
padeciendo las noches oscuras” y que, a pesar de que el ingeniero de la planta
había informado que la reparación de la caldera de vapor no tomaría más de diez
días, “tenemos contadas 16 noches y la luz no aparece”. “Y no se diga que
antenoche se prestó el servicio, puesto que sin que sepamos los motivos, antes
de las 12 fue cortada. Fuera de que en
las horas en que nos visitó la luz, notamos que las bombillas quemadas, algunas
desde el centenario de Sucre, en junio 14, permanecen en el mismo estado”; informaba
además el diario ABC en dicha nota, titulada “El problema de la luz”, la cual
concluía así: “Hacemos estas anotaciones para
llamar muy comedidamente la atención al señor interventor y a sus superiores
para que se solucione pronto este asunto de la luz. Quibdó la necesita y la reclama por conducto
nuestro”.
Cinco días
después, el periódico ABC informó que estaba próxima la llegada a Quibdó del
ingeniero cartagenero Ángel Pérez, “quien ha sido llamado por la Intendencia
para que se encargue de la reparación del motor generador de la luz pública de
la ciudad, que como se sabe, va para un mes nos tiene padeciendo la oscuridad”,
según se lee en la edición 2277 del 16 de septiembre de 1930.
Un mes
después, según la edición 2293, publicada el miércoles 15 de octubre de 1930,
el padecimiento por la oscuridad nocturna de Quibdó, ocasionada por la falla de la
planta, parecía haber sido superado: “Anoche fue de nuevo prestado el servicio
de la luz eléctrica pública y particular. El motor funcionó admirablemente y la
luz ha mejorado muchísimo. Felicitamos al ingeniero señor Pérez por ese éxito
obtenido”, indicaba el ABC.
Es claro,
entonces, que durante todo el siglo XX, y aún ahora, transcurridas dos décadas
del siglo XXI, la luz en Quibdó ha sido un servicio intermitente, en varios
aspectos deficiente y también costoso, a veces impagable para gran parte de la
población. De hecho, hace 87 años, en septiembre de 1934, mediante un decreto
firmado por el Intendente Nacional del Chocó, Adán Arriaga Andrade, su Secretario
de Hacienda y Obras Públicas, Dionisio Echeverry Ferrer, y Lisandro Mosquera
Lozano como Subsecretario de Hacienda, se establecieron facilidades de pago
para “todas las deudas en favor de la empresa de energía eléctrica, que no
hayan sido arregladas hasta la fecha y que procedan de servicios de luz y
energía prestados antes del 1º de julio del año en curso…”, mediante su división
en “abonos por quintas partes”. (Periódico ABC, edición 2902, 25 de octubre de
1934).
En los
tiempos que corren, ya la luz no se va, se va la energía, hay cortes o
apagones. Ya no es tan frecuente que las niñas y los niños griten felices
porque se fue la luz o porque vino. En el Quibdó de hoy, la oscuridad es abrigo de
malhechores y fuente de pavor, nada que ver con juegos callejeros y fábulas o
cualquier otra inventiva inocente de la imaginación. Hoy, como ayer, no es del
todo eficiente la calidad del servicio, sus costos no son del todo razonables y
su cobertura sigue siendo incompleta. Hoy, como ayer, aunque sucesivos paros
cívicos han logrado que se amplíe la interconexión, en zonas como el Baudó y la
Costa Pacífica chocoana existen decenas de poblaciones adonde nunca ha llegado
el servicio público de luz y energía eléctrica. En todo el Chocó, aún hay miles de casas
donde nunca ha alumbrado -amén del sol y la luna- ninguna luz distinta a la de
una vela o una lámpara de querosín.