lunes, 28 de junio de 2021

Una idea enteca

 “Una idea enteca”

Don Delfino Díaz Ruiz, líder político chocoano de la primera mitad del siglo XX.
Fotos: Facebook Gonzalo Díaz Cañadas. Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.
 

La unión de las provincias del Atrato y el San Juan en un organismo administrativo denominado Intendencia Nacional del Chocó, a partir de enero de 1907, es un hecho de gran trascendencia en la historia regional, pues se rompen así los lazos de total dominio y dependencia que sometían a la tierra chocoana a los designios políticos y económicos del Gran Cauca. Desde la perspectiva de algunos visionarios de la época, este hito es, a la vez, un paso previo en el camino hacia la departamentalización, que era vista como la cima o meta final de la anhelada autonomía política y administrativa. Cuatro décadas y decenas de debates públicos, con la intervención de una pléyade de prohombres que protagonizaron los primeros proyectos políticos de región, habrán de transcurrir para que el Chocó adquiera por fin su categoría de departamento, en la cual está próximo a cumplir 75 años, sin que nadie esté totalmente seguro, por lo menos en la percepción, de los beneficios reales de este cambio para su gente y la región.

Lo cierto del caso es que el camino hacia la categoría departamental del Chocó no fue precisamente plano, ni recto, ni pavimentado. Los miembros de las élites caucanas, desde Cali y Popayán, nunca terminaron de aceptar que tanta riqueza como había en esas tierras, en donde incluso muchos de sus hijos habían nacido, ya no estuviera totalmente a su disposición. Y por ello, entre otras maniobras, promovieron y apoyaron divisiones internas de índole política y territorial entre los líderes chocoanos que, por primera vez, intentaban pilotear la canoa de su propio destino, desde los centros poblados más importantes de la región: Istmina y Quibdó, reforzándoles la idea de que la manera de resolver su vieja disputa por el predominio político regional era disolver la intendencia en dos comisarías, bajo la creencia de que así cada quien ejercería su cuota de poder sin subordinaciones hacia la contraparte.

Dicha intentona de desestabilización del proyecto político de unidad chocoanista, que venía creciendo al abrigo de la Intendencia como símbolo de cohesión y autonomía, fue desestimada y conjurada por un grupo de líderes en ese momento claramente comprometidos con la causa de la departamentalización del Chocó, como Jorge y Reinaldo Valencia Lozano, Emiliano Rey Barbosa, Gregorio Sánchez, Heliodoro Rodríguez, Gonzalo Zúñiga, Salomón Salazar, Alfonso Meluk Salge y Delfino Díaz Ruiz; quienes por todos los medios a su alcance: reuniones, debates y conferencias, estudios jurídicos y políticos, charlas y conversaciones, cartas y artículos de prensa, lograron consolidar entre las dirigencias de ambas provincias la idea superior de alcanzar la categoría departamental como el summum de la autonomía regional.

Precisamente, en ese sentido, Don Delfino Díaz Ruiz sintetiza en cinco párrafos sencillos y directos la inconveniencia de tomar el atajo de las dos comisarías para zanjar la disputa entre el Atrato y el San Juan, en una carta fechada en Cali y dirigida a Don Emiliano Palacios, líder tadoseño. Hace 91 años, el 1º de julio de 1930, en su edición Nº 2227, bajo el título: Delfino Díaz R. combate la tesis de la división de la intendencia en dos comisarías. “De la actual forma de gobierno debemos pasar a departamento”, el periódico quibdoseño ABC publica la mencionada carta, cuyo texto es el siguiente:

Cali, junio 26 de 1930.

Don Emiliano Palacios – Tadó

 

Parece mentira que a estas horas, en que los organismos políticos y administrativos que imponen la república, buscan anhelosos las fórmulas que resuelvan la necesidad de sostenerse más y más, para sanar los fines que a cada uno competen en la nueva vida de progreso que palpita por los ámbitos del país, surja entre nosotros los más débiles la idea enteca de fraccionar el territorio del Chocó, que es hoy una intendencia nacional, con muchas características del departamento, en dos ridículas y nulas comisarías.

 

El Chocó dejará de ser intendencia en un futuro más o menos remoto, para convertirse en departamento; pero el Chocó no permitirá nunca una norma política administrativa que encierre un franco retroceso. No es la primera ocasión en que surge ese amago; pero ya sabe usted que cuantas veces él ha tomado forma, otras tantas ha sufrido amarga derrota. ¡Qué honor el que corresponderá a los partidarios de formar con el Chocó dos míseras comisarías sin derecho ninguno, sin voz en las Cámaras, sin importancia política!

 

Desde que el General Reyes tuvo el acierto de formar la Intendencia del Chocó, este pueblo ha mejorado sensiblemente, en todo sentido, bien que no todo lo que pudiera porque desdichadamente no todos los elementos capacitados con que cuenta esa tierra están a su servicio, como debieran, sino que, triste es decirlo, muchos de ellos se dedican a causarle descrédito y a procurar su ruina. Basta dirigir una mirada retrospectiva para convenir en que una vez arrancadas las provincias del Atrato y San Juan del enorme acuerdo del Cauca grande, se inició una era de progreso y bienestar. La educación pública, que se concretaba a cuatro o seis escuelas, tomó incremento formidable y el mismo año de 1907 funcionaron 50 o más establecimientos de primeras letras.

 

La administración pública, perturbada por la actitud partidarista de los prefectos y alcaldes, que obraban a sabiendas de que los protegía la más completa incomunicación con la capital, se transformó en un rodaje eficiente, bajo la mirada atenta del Jefe de la Intendencia. Las rentas de la región fueron todas a sus arcas, para las necesidades públicas, mientras sus productos emigraban enantes a llenar las arcas de las entidades que por causas múltiples no podían dedicarnos la más pequeña atención.

 

Nuestro atraso proverbial comenzó a ceder ante el impulso interesado de los hijos de la tierra, penetrados de la necesidad de progresar. Probado está que el Chocó en su actual forma de gobierno ha caminado hacia adelante, mientras anduvo siempre como el cangrejo cuando fue apéndice de otros organismos. Delfino Díaz R.

Don Delfino Díaz Ruiz fue un egregio intelectual y periodista, empresario y gran dirigente político de su época. Ocupó los cargos de Secretario de Gobierno y de Hacienda de la Intendencia, Presidente de la Junta de Hacienda intendencial, Intendente, juez de circuito, parlamentario, Alcalde de Quibdó y, además, coronel de la Guerra de los Mil días. Uno de sus hijos, Delfino Díaz Mendoza, quien en octubre de 1930 lo sucedió como Cónsul ad honorem de la República de Panamá en el Chocó, fue a su vez el padre del inolvidable Mono Díaz (Carlos Manuel Díaz Carrasco), cuyos hijos, los hermanos Díaz Cañadas, continúan actualmente el ejercicio de la tradición periodística de la familia, siguiendo el ejemplo de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo.

Delfino Díaz Ruiz.
Foto: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó

 

lunes, 21 de junio de 2021

Hágase la luz

Hágase la luz

Aún no se han cumplido cincuenta años de la inauguración de la línea de interconexión eléctrica entre Bolombolo y Quibdó, por parte del entonces Presidente de la República Misael Pastrana Borrero, un día inolvidable de febrero de 1973, cuando, además de la pequeña tragedia de decenas de bombillos quemados, algunas neveras y unos cuantos radios y televisores afectados, medio pueblo se ilusionó con la idea de que la disponibilidad de luz en los bombillos no volvería a depender de los horarios nocturnos de la vieja planta eléctrica que estaba instalada en una amplia edificación de la Carrera Primera, frente a las canchas de basquetbol del complejo educativo del Barrio Escolar, yendo hacia el otrora Hotel de Turismo Citará.

Antes de ese día, además de unos pocos televisores por barrio, unos cuantos radios más y unas cuantas neveras eléctricas, había neveras de petróleo en la ciudad y en cuanto caían las luces de la noche, si la planta eléctrica de la Carrera Primera no funcionaba por desperfectos o por falta de combustible, o si se presentaban daños locales en los cables de los barrios o de las casas, se vivía a la luz de las velas, de los quinqués o de las lámparas artesanales de querosín, que eran un sencillo artificio de buhonero u hojalatero, fabricadas a partir de un tarro de leche en polvo (Klim o Nido) al que se le adaptaba en la tapa un tubo de hojalata a través del cual pasaba una mecha que se humedecía del tarro con querosín y se asomaba para ser encendida. De modo que cuando las noches eran tempraneras y oscuras los escolares terminaban sus tareas diarias iluminados por quinqués o velas o por aquellas lámparas hechizas. Con esos mismos tarros, los niños elaboraban sus lámparas portátiles o linternas, fijando un cabo de vela en el interior del tarro, cuya luz se proyectaba a través de agujeros circularmente y simétricamente dispuestos, que se abrían con un clavo en el fondo de la lata. Provistos de estas lámparas, a las que se le ponía un asa de alambre o de cualquier guasca disponible, los niños iban de su casa a la tienda o deambulaban de un andén a otro para reunirse con sus amigos y sentarse a charlar o a echar cuentos, en aquellas noches oscuras cuando la luz de la planta fallaba y no había luna que la reemplazara.

Así pues, aquel día memorable de 1973, llegó a la ciudad la luz por interconexión y medio pueblo pensó que la oscuridad en las noches era cosa del pasado. La Subestación de Huapango, situada en predios del norte de Quibdó que aún eran monte y estaban rodeados de monte, sería a partir de entonces otra zona de nuevo y denso poblamiento de la ciudad. En sus alrededores, y sin que la gente pensara siquiera en lo que significaba vivir expuesto a los campos electromagnéticos del lugar y demás riesgos concurrentes, fue naciendo casa por casa el sector o barrio automáticamente bautizado La Subestación, abigarrado y profuso sobre planicies, lomas, colinas, zanjas y pantanos del área de influencia de la microcuenca baja de El Caraño. Pero, tendrían que pasar muchos años, casi hasta nuestros actuales días, para que la luz que a Quibdó llegó con la Subestación de Huapango fuera realmente permanente; pues, hasta bien entrado el presente siglo, aún era frecuente que cada vez que llovía, incluso si el aguacero era en la trocha entre Bolívar (Antioquia) y Quibdó, la luz se fuera y nunca se supiera cuándo regresaría.

Dicha intermitencia, además de las tarifas y de las variaciones de voltaje en el servicio, impidieron que la suscripción o matrícula de los hogares quibdoseños al nuevo servicio de energía eléctrica interconectada fuera masiva e inmediata, sobre todo en los sectores periféricos de la ciudad, durante el resto de la década de los años 1970, desde su inauguración. La gente decía que a esa luz no se conectaba porque le quemaba los bombillos y se volvió costumbre que así como antes -cuando el servicio lo prestaba una planta- se usaba un elevador de voltaje para regular la corriente en las neveras y normalizar su funcionamiento; en el momento de la interconexión se recurriera al uso de reguladores o estabilizadores para proteger las neveras, los televisores y los ventiladores, tres electrodomésticos cuyo uso vendría a popularizarse con la llegada de la luz, a finales de los años 1970 y comienzos de la década de 1980; al igual que las radiolas y equipos de sonido, y las estufas eléctricas, que paulatinamente fueron reemplazando los fogones Esso Candela, que durante tantos años habían formado parte de la vida cotidiana de muchos hogares quibdoseños, como también el fogón de leña en otros casos.

Durante tres cuartas partes del siglo XX, Quibdó vivió sus noches a la luz mortecina de bombillos que alumbraban a duras penas un poco más que una vela o una lámpara de querosín y que poco servían, por ejemplo, para iluminar el cuaderno de tareas escolares, pues, además de escasa su luz, era muy alta su ubicación en las paredes o pendiendo de un alambre desde los cielorrasos; así que no alcanzaban a iluminar lo suficiente, aún con lo entrenados que estaban los ojos de aquellos muchachos para jugar y leer de noche, tanto que les bastaba la luz de una luna en cuarto menguante para terminar de hacer una división de tres cifras o una regla de tres compuesta.

A partir de 1973, llegada la interconexión, cuando en la memoria de la gente aún estaba viva la imagen de las llamas tragándose a Quibdó en el incendio de 1966; los bombillos empezaron a alumbrar más y los electrodomésticos -adquiridos con el novedoso y recién introducido sistema de pago por cuotas mensuales- no solamente empezaron a funcionar mejor, sino que también -quién lo hubiera pensado- empezaron a formar parte de las vidas cotidianas de sectores cada vez más amplios de la población. Los televisores y las neveras, que hasta ese momento eran una exclusividad que funcionaba como marca de clase, comenzaron a ocupar también las salas de los más pobres y adquirirlos se volvió un sueño diariamente acariciado por las familias. De hecho, a propósito de ese sueño, surgió el negocio de las rifas de electrodomésticos en diciembre, cuyas boletas, que jugarían con los números del premio mayor de la Lotería del Chocó, se adquirían también a plazos y se iban pagando a lo largo de las semanas que faltaban para el sorteo, pues -como lo advertían las coloridas boletas, que solían traer imágenes de los aparatos rifados- “boleta sin cancelar no juega”.

Hace casi un siglo, recién instalada una de las primeras plantas eléctricas con capacidad para iluminar en su totalidad a la próspera población que era el Quibdó de entonces, la edición 2299 del periódico ABC, publicada el 24 de octubre de 1930, bajo el título “Abusos en tarifas de energía”, denunciaba que “la luz eléctrica de Quibdó resulta la más cara del mundo. Comparándola únicamente con la de Condoto e Istmina vemos que aquí se cobra un 100% más por el servicio mensual”. Y explicaba que, mientras en esas dos poblaciones se cobraban 2 pesos oro por cada bombilla de 100 vatios y 80 centavos por una bombilla de 50 vatios, en Quibdó, “por las mismas bombillas se exigen al consumidor $4,50 y $2,25 respectivamente”. En su edición número 2300, al otro día, el ABC hacía públicas las quejas de algunos vecinos por “la falta de luz en sus vecindarios”, en una nota en la que también denunciaba que “las calles de Quibdó se encuentran llenas de basuras sin que se sepan los motivos, pues es sabido que el municipio paga a algunos empleados para el barrido de ellas”.

Un poco más de un mes atrás, el mismo periódico ABC, en su número 2273, del jueves 11 de septiembre de 1930, había informado que “desde el 26 de agosto viene la ciudad padeciendo las noches oscuras” y que, a pesar de que el ingeniero de la planta había informado que la reparación de la caldera de vapor no tomaría más de diez días, “tenemos contadas 16 noches y la luz no aparece”. “Y no se diga que antenoche se prestó el servicio, puesto que sin que sepamos los motivos, antes de las 12 fue cortada. Fuera de que en las horas en que nos visitó la luz, notamos que las bombillas quemadas, algunas desde el centenario de Sucre, en junio 14, permanecen en el mismo estado”; informaba además el diario ABC en dicha nota, titulada “El problema de la luz”, la cual concluía así: “Hacemos estas anotaciones para llamar muy comedidamente la atención al señor interventor y a sus superiores para que se solucione pronto este asunto de la luz.  Quibdó la necesita y la reclama por conducto nuestro”.

Cinco días después, el periódico ABC informó que estaba próxima la llegada a Quibdó del ingeniero cartagenero Ángel Pérez, “quien ha sido llamado por la Intendencia para que se encargue de la reparación del motor generador de la luz pública de la ciudad, que como se sabe, va para un mes nos tiene padeciendo la oscuridad”, según se lee en la edición 2277 del 16 de septiembre de 1930.

Un mes después, según la edición 2293, publicada el miércoles 15 de octubre de 1930, el padecimiento por la oscuridad nocturna de Quibdó, ocasionada por la falla de la planta, parecía haber sido superado: “Anoche fue de nuevo prestado el servicio de la luz eléctrica pública y particular. El motor funcionó admirablemente y la luz ha mejorado muchísimo. Felicitamos al ingeniero señor Pérez por ese éxito obtenido”, indicaba el ABC.

Es claro, entonces, que durante todo el siglo XX, y aún ahora, transcurridas dos décadas del siglo XXI, la luz en Quibdó ha sido un servicio intermitente, en varios aspectos deficiente y también costoso, a veces impagable para gran parte de la población. De hecho, hace 87 años, en septiembre de 1934, mediante un decreto firmado por el Intendente Nacional del Chocó, Adán Arriaga Andrade, su Secretario de Hacienda y Obras Públicas, Dionisio Echeverry Ferrer, y Lisandro Mosquera Lozano como Subsecretario de Hacienda, se establecieron facilidades de pago para “todas las deudas en favor de la empresa de energía eléctrica, que no hayan sido arregladas hasta la fecha y que procedan de servicios de luz y energía prestados antes del 1º de julio del año en curso…”, mediante su división en “abonos por quintas partes”. (Periódico ABC, edición 2902, 25 de octubre de 1934).

En los tiempos que corren, ya la luz no se va, se va la energía, hay cortes o apagones. Ya no es tan frecuente que las niñas y los niños griten felices porque se fue la luz o porque vino. En el Quibdó de hoy, la oscuridad es abrigo de malhechores y fuente de pavor, nada que ver con juegos callejeros y fábulas o cualquier otra inventiva inocente de la imaginación. Hoy, como ayer, no es del todo eficiente la calidad del servicio, sus costos no son del todo razonables y su cobertura sigue siendo incompleta. Hoy, como ayer, aunque sucesivos paros cívicos han logrado que se amplíe la interconexión, en zonas como el Baudó y la Costa Pacífica chocoana existen decenas de poblaciones adonde nunca ha llegado el servicio público de luz y energía eléctrica. En todo el Chocó, aún hay miles de casas donde nunca ha alumbrado -amén del sol y la luna- ninguna luz distinta a la de una vela o una lámpara de querosín.

 

lunes, 14 de junio de 2021

Quibdó 1960

 Quibdó 1960
Por Rogerio Velásquez

Así era Quibdó cuando Rogerio Velásquez la describió.
Fotos: Fondo Nereo López-Biblioteca Nacional de Colombia, 1957.
Misioneros Claretianos, 1962

Hace un poco más de 60 años, en el volumen 4 de la Revista Colombiana de Folklore, el investigador chocoano Rogerio Velásquez, pionero de los estudios etnológicos y antropológicos de comunidades negras en Colombia, publicó su artículo “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó”, en el que incluye antecedentes, contexto, estructura y dinámica de la que hoy conocemos como Fiesta de San Pacho, que forma parte de la lista de patrimonio universal inmaterial de la humanidad, de la Unesco. Hemos tomado -para los lectores de El Guarengue- la primera parte de ese texto, que él llamó Estampa del Quibdó actual; para que nos deleitemos con su prosa, nos hagamos una idea de cómo era el Quibdó de entonces y pensemos qué cosas de aquel tiempo permanecen en el actual.

ESTAMPA DEL QUIBDO ACTUAL

La ciudad de San Francisco de Quibdó, capital del Departamento del Chocó, lugar donde se lleva a cabo la celebración que vamos a describir, está situada a la derecha margen del Atrato, a 43 metros de altura sobre el nivel del mar, en terreno amplio y espacioso bañado por el río Cabí y las quebradas de la Yesca y la Yesquita. La extensión habitada es de 83 hectáreas que albergan 9.013 habitantes colombianos y extranjeros, conforme al censo de 1951.

De su fundación no hay datos definitivos. Fray Matías Abad, de quien nos ocuparemos adelante, llegó a ella en 1648, habiéndola tomado como escala de sus operaciones misioneras. Si la tradición señala al minero antioqueño Manuel Cañizales como a uno de sus fundadores, la historia escrita, sin bastante fundamento, registra el nombre de Francisco Berro, colonizador español, como promotor de la edificación. "En 1702, dice la Geografía Económica de Colombia-Chocó, Francisco Berro firma el acta de la población con el nombre de San Francisco de Quibdó", con el que se le conoce actualmente. Del Citará colonial, propiciado por los religiosos jesuitas Francisco de Orta y Pedro de Cáceres, no quedan vestigios talvez por las insurrecciones sucesivas de los noanamáes y lloróes, que la incendiaron varias veces.

El número de casas de habitación se eleva a 1.029, entre las que se destacan algunas de concreto, de elegante y moderna arquitectura. La mayoría de las viviendas son de madera y zinc, o de paja y madera, regadas en doce carreras y quince calles que siguen el trazado de los primeros pobladores. Agua y luz y servicios higiénicos son deficientes hasta el extremo de retrasar las industrias caseras y las públicas.

La población dista de Cartagena 537 kilómetros; de Manizales, 141; de Medellín, 136; de Bogotá, 308; de Neiva, 340; de Cali, 248; de Popayán, 359. Se comunica con el Departamento de Bolívar por el río Atrato, en viaje de cinco días; con Antioquia, por la inconclusa carretera Quibdó-Bolívar, en travesía de doce a quince horas, y con Bogotá, por avión. Para llegar a la costa del Pacífico necesita de los istmos que forman los arroyos que descienden de la serranía del Baudó, y para arribar al San Juan hace uso del río Quito o del Atrato, que empalma con la carretera Yuto-Istmina.

El comercio le llega de Antioquia, Cartagena y Valle del Cauca. Exporta oro y platino, caucho, cueros, madera y frutos de la tierra. El oro enviado al exterior en los años de 1944-1947 ascendió a 171.326 onzas troy, y el platino a 151.465. Las ocupaciones más pronunciadas de los nativos son el comercio menor, la minería y la agricultura, la caza y la pesca, el jornalear y los empleos. Los capitales de consideración, si existen, no pertenecen a chocoanos.

El quibdoseño es pobre. Dedicado a diversos oficios, ve pasar los días en lucha con su bajo nivel de vida, sin que logre un éxito franco en sus empresas transitorias. La familia crecida, las deudas, la falta de empresas serias que ocupen sus brazos y su inteligencia, lo llevan a mariposear en ocasiones en la agricultura, sin técnica ni mercados, en el detallismo comercial, que hace hombres indolentes y haraganes, en la pesca eventual, en la minería aleatoria, en los jornales bajos que se disipan en los garitos, en los empleos públicos que desaparecen cuando menos se piensa. En caza y pesca, minería, agricultura y ganadería se ocupan unas 8.815 personas de todo el Municipio.

El Presupuesto de Rentas y Gastos del Distrito ascendió en 1957 a 261.952.27 pesos colombianos. De ellos correspondieron a Gobierno 104.516; a Hacienda, 82.711; a Educación, 27.010; a Obras Públicas, 27.414; a Contraloría, 14.840; Deudas absorbió 58.893. El número de empleados municipales fue de 64, con sueldos que oscilaron entre 500 y 45 pesos mensuales.

La educación se expresa en un Colegio Nacional de Bachillerato; dos Escuelas Normales sostenidas por la Nación, fuera de planteles primarios, de Comercio y Artes y Oficios. Sin, embargo, el cuadro de analfabetos es el siguiente, según el censo de 1951:

Imagen tomada de la versión digital
del artículo original de Rogerio Velásquez.


lunes, 7 de junio de 2021

A propósito del Día Mundial del Medio Ambiente

 A propósito del Día Mundial 
del Medio Ambiente

Imaginando la paz y La Esperanza. De la serie Abrazos en Blanco y Negro, 
serie de dibujos a plumilla, de Jafeth Gómez, artista caucano.  https://www.jafeth.com.co/

Apenas han pasado un poco más de treinta años desde que en el Informe Brundtland, Nuestro futuro común, se nos advirtió, a la humanidad entera, que la manera como estábamos habitando el planeta Tierra era cada vez más inadecuada y estaba poniendo en riesgo nuestra propia existencia. Cinco años después de dicho informe, del 3 al 14 de junio de 1992, se llevó a cabo la denominada Cumbre de la Tierra, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en Río de Janeiro (Brasil), cuya declaración final, junto al informe de 1987 liderado por la entonces Primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland, se convirtieron en una especie de manifiestos fundacionales del ambientalismo contemporáneo, ad portas del siglo XXI. Tres décadas después, aunque se convirtió en artículo de fe y en coro de la salmodia verde de la ecología actual, no estamos nada cerca de hacer realidad el concepto ahora clásico del desarrollo sostenible, definido como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.

Por su extraordinaria vigencia para la reflexión y la contextualización histórica del problema en el que estamos metidos como humanidad, El Guarengue les ofrece dos textos de Eduardo Galeano, publicados en 1994, en su libro Úselo y tírelo. El mundo visto desde una ecología latinoamericana, de Editorial Planeta Argentina.

Una grave distracción de Dios

En sus Diez Mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso: “honrarás a la naturaleza, de la que formas parte”. Pero no se le ocurrió.

Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado, y merecía castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que utilizaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con periodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoniaca o la ignorancia.

Y así siguió siendo. Los indios de Yucatán, y los que después se alzaron con Emiliano Zapata, perdieron sus guerras por atender las siembras y las cosechas del maíz. Llamados por la tierra, los soldados se desmovilizaban en los momentos decisivos del combate. Para la cultura dominante, que es militar, así los indios probaban su cobardía o su estupidez.

Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud.

Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de someter a la naturaleza: ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero, en uno u otro caso, naturaleza sometida o naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.

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¿Somos todos culpables de la ruina del planeta?

La salud del mundo está hecha un asco. “Somos todos responsables”, claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie es.

Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al “sacrificio de todos” en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple. Estas cataratas de palabras, inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero de ozono, no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo.

Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el veinte por ciento de la humanidad comete el ochenta por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio, y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables.