lunes, 28 de febrero de 2022

Remanso de paz

--Ilustración de carátula de la primera y única edición
de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, novela
de Carlos Arturo Caicedo Licona.

A principios del siglo XX, cuando estaba a punto de nacer la Intendencia del Chocó, llegaron hasta Quibdó los rastros de la secesión de Panamá y los coletazos de la Guerra de los Mil días, en la cual fueron combatientes, entre otros, los prohombres chocoanos Manuel Saturio Valencia y Delfino Díaz Ruiz.

Cuando Rafael Reyes -militar boyacense y político conservador, en cuyo honor se llama Alameda Reyes la actual Calle 26 de la capital del Chocó- asumió la Presidencia, en agosto de 1904, Colombia aún olía a pólvora interpartidista de la Guerra de los Mil días y en la conciencia de sus dirigentes, aún los más pérfidos y taimados, pesaba como una flota de buques la “pérdida” de Panamá. En la tierra chocoana, antes hermana de parentesco, de tamborito y mejorana de la tierra panameña, y ahora su simple y limítrofe vecina, también se percibía ese aroma y se sentía dicho peso. De modo que una naciente dirigencia provincial -varios de cuyos integrantes habían sido soldados, capitanes y coroneles de la guerra-, conformada por artesanos, comerciantes e incipientes empresarios, presionó al triunfante Conservatismo para que reemplazara a Popayán por Bogotá como centro de poder y gobierno; y así las provincias del Atrato y del San Juan dejaran de pertenecer al Cauca y juntas formaran una nueva unidad territorial cuya administración se hiciera directamente desde la capital del país[1]: la Intendencia Nacional del Chocó.

Así las cosas, convertida en capital de la Intendencia, a fines de la primera década del siglo XX, en un lapso que se extenderá hasta el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán y el advenimiento del periodo conocido como La Violencia; Quibdó empieza a vivir un rápido crecimiento, derivado de la llegada de capitales comerciales e industriales nacionales y extranjeros a la región, la extracción de recursos maderables y no maderables de sus selvas inmensas y el boom minero del oro y el platino. En esta época, que abarca las décadas de los años 20, 30, 40, e incluso 50, del siglo XX, en medio de profundas desigualdades sociales y de una pirámide racial rayana en el apartheid, como sucedía en la Carrera Primera -calle principal y paralela al río Atrato-, el pequeño poblado de otrora terminará convertido en un emplazamiento urbano moderno, conectado mercantilmente con el mundo entero, dueño de una activa y contemporánea vida social y cultural: todo un sueño de modernidad para las élites dominantes[2].

Dos hitos marcan la llegada del medio siglo a la tierra chocoana, con epicentro en la floreciente ciudad capital. La creación del Departamento del Chocó, mediante la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947, que en su artículo 1º establece que estará formado por el territorio de la Intendencia del mismo nombre y que su capital será Quibdó. Y la nítida incursión en el escenario político, social, económico e intelectual del país de un movimiento chocoanista integrado por los primeros profesionales oriundos de esta tierra (la Generación del Carrasquilla los ha denominado el historiador Luis Fernando González), quienes habían recibido la mejor formación académica en las mejores universidades del país, en virtud de un amplio programa de becas creado por los gobiernos nacionales de la República Liberal (Olaya Herrera, López Pumarejo, Eduardo Santos) como parte de sus objetivos de universalización de la educación pública en Colombia. Diego Luis Córdoba, Adán Arriaga Andrade, Reinaldo Valencia, Eliseo Arango, Manuel Mosquera Garcés, Ramón Mosquera Rivas, Alfonso Meluk, Daniel Valois Arce, encabezan esta pléyade luminosa que engrandeció con su propia impronta, a través de un proyecto chocoanista con contenidos de reivindicación racial y sociopolítica, la presencia del Chocó en Colombia, empezando por la creación del departamento.

Apagados los fuegos de la guerra con la que comienza el siglo XX y obliterado con un puñado de dólares el escarnio de la separación de Panamá, por parte de los gobiernos de la hegemonía conservadora, vive el Chocó cuatro décadas de relativa paz, de ausencia de conflicto armado en su territorio, aunque el conflicto social que la generación chocoanista aborda reverbere en cada calle, en cada pueblo, en cada río. Paz que dura hasta el primer medio año de funcionamiento del nuevo departamento. Adán Arriaga Andrade, Manuel Valdés Becerra y Sergio Abadía Arango son los gobernadores a quienes les corresponde afrontar el estallido de la violencia interpartidista desencadenada, en abril de 1948, por el asesinato de Gaitán y el subsiguiente bogotazo. La matanza o masacre del río Munguidó, en las propias goteras de Quibdó, es quizás el acontecimiento más lacerante y violento en la región durante este periodo. El escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona incluye un relato del mismo en su épica novela “Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia”[3]. Una población inerme, ajena a la guerra, dejada incluso de la mano del dios en el que cree, es sometida por unos (liberales) y por otros (chulavitas) al fuego de sus demonios y sus odios viscerales.

“Primero llegó el comandante Franco que les diéramos posada y se la negamos, porque nosotros no estábamos en guerra. Como perros hambrientos, mordiendo sus talones apareció la chulavita, preguntándonos: por dónde se metió el jefe de los liberales. Y nosotros indicamos: por allí, por el sendero que inicia en medio de esos dos naranjos. No bien perdíamos de vista a la chulavita, llegaba otra vez Franco y su guerrilla inquiriendo: en dónde se escondieron los defensores del gobierno conservador. Nosotros, evitando que se derramara sangre cristiana, señalábamos: por el sendero que se inicia al pie del caimito, sigue en los guanábanos y se pierde entre el cañaduzal. Entonces se le salió la piedra al general Dioclesiano Chitiva, comandante en jefe de la chulavita. Nos reunió aquí y dijo: o me entregan a Franco o los mato a todos, por estar de parte de los liberales”.[4]

Y ciertamente los mató. Concentró en el pueblo de Bellaluz a toda la gente de todo el río, anunciando un baile de pellejo con veinte cerdos horneados, al cual era obligación asistir. Así lo narra, en la novela de Licona, el único sobreviviente de aquel exterminio, un hombre indefenso y adrede exonerado de la muerte para usarlo como mensajero de una falsedad, maniobra con la cual el comandante chulavita redondea con plebe cinismo su fatal perfidia.

“Cuando me quitaron las vendas, vi a mis compadres desangrándose como vacas, en las riberas de las aguas. Otros flotaban bocarriba con las persianas abiertas, como mueren los liberales. Oiga, negrito -me dijo el general-, lo dejamos con vida, con la condición de que cuente la verdad y testifique con su firma, en esta acta de guerra, como lugarteniente que fue de Franco en la guerrilla, la resistencia honrosa pero inútil que opusieron estos liberales insumisos ante las fuerzas de la legitimidad”.[5]

Cuando las llamas del incendio de octubre de 1966 devastan la zona céntrica de Quibdó, sumiendo en la pesadumbre a más de medio pueblo y suscitando la compasión de todo un país, la masacre del Munguidó ya ha pasado a ser leyenda y, a pesar de tantos pesares, Quibdó vive una nueva época de relativa paz, devastado por la tragedia, pero íntegro en su determinación de renacer.

Foto: Guillermo Ossa / EL TIEMPO.

Son los tiempos de hace unos cincuenta años cuando un robo casero, casi siempre nocturno, aún era toda una novedad, noticia del día que pronto se regaba por todo el pueblo. Unas cuantas ollas de aluminio, platos de loza que se quebraban en la huida y ropa de la que amanecía tendida en el patio en las noches de verano; zapatos grandes o pequeños, bien fueran charangas Cauchosol o Panam, o zapatos de cuero Grulla o La Corona; uno o dos fogones Esso Candela y la pesada plancha eléctrica de cable envuelto en tela de paño e hilo entretejido (aún abundaban las planchas de carbón, pero no eran tan apetecidas por los rateros); cucharas, tenedores, cuchillos y enseres de cocina, incluyendo molinillos y hasta piedras de moler, constituían el botín de aquellos robos. Son los tiempos de hace unos cincuenta años, en los que, cuando la gente necesitaba ausentarse de su casa y no disponía de un candado, las puertas de entrada se aseguraban con un lazo de tela, un elástico de modistería, un pedazo de alambre o de guasca o cualquier otro elemento con el que se pudieran entrelazar y amarrar con nudo ciego las dos argollas que era costumbre instalar como mecanismo de seguridad sobre las tembleques estructuras de madera, artilugio que era reforzado mediante un aviso a los vecinos para que estuvieran pendientes de la casa en ausencia de sus dueños.

Aquella suerte de apacible villorrio, que durante cuarenta años había sido capital de la Intendencia Nacional del Chocó y desde 1947 ostentaba la categoría de capital del departamento del mismo nombre, aún estaba entonces habitado principalmente por gente buena y honrada, que se ganaba la vida trabajando o -en medio de sus carencias y penurias- la sobrellevaba con dignidad y decoro, con la ayuda siempre oportuna de amistades o parientes, que en aquella época no daban limosnas sino solidaridad. La sencilla vida del día a día, en las calles polvorientas o empantanadas, transcurría sin alteraciones distintas al decurso natural de los nacimientos y los fallecimientos naturales: las nuevas modalidades de guerra que para entonces habían comenzado en la zona andina del país eran algo distante, de lo que aún no se tenía ni siquiera una noción completa más allá de la que traían las noticias de prensa, a través de El Tiempo y El Espectador, que venían de Bogotá en avión, o de El Colombiano, que solía llegar en el bus de Rápido Ochoa; o de las que se escuchaban a través de las ondas hertzianas, como decían los locutores de las emisoras de todo el país que llegaban hasta los radios de tubos marca Philips, que era usual encontrar entronizados en mesas o repisas de madera en las casas quibdoseñas.

En aquel plácido poblado, los niveles de desigualdad social y económica, aunque eran significativos, no eran mayores que los actuales ni su gravedad era tan escandalosa como la de ahora; pues, por poner un ejemplo de memoria, ningún niño moría de hambre o agonizaba por física desnutrición, ni la plata de los ricos se usaba para disponer de la conciencia o de la vida de los demás ni adueñarse pantagruélicamente de la mayor parte de los bienes disponibles en esa pequeña ciudad que aún podía recorrerse a pie. Unos cuantos enfermos mentales y dos o tres desvalidos, todos conocidos, eran los únicos pordioseros que había en el pueblo y tenían incluso horarios y rutas de recolección de caridades y limosnas, la mayor parte de ellas en especies, como alimentos, ropa, zapatos y objetos en desuso y buen estado. En medio de las carencias, aún los más pobres podían ir a la escuela, así no lo hicieran a la anexa de niñas o al colegio integrado de las monjas, así no alcanzaran cupo en la Normal de Varones y en su escuela anexa, ni en el Carrasquilla y mucho menos en el Claret; sino en el Barrio Escolar, donde se concentraban la mayor cantidad de escuelas públicas de la ciudad.

Tal vez porque lo bueno no dura o porque todo tiene su final y nada dura para siempre, o porque todo lo del pobre es robado, o porque a esta tierra de Dios se la hurtó el diablo, como diría Don Miguel A. Caicedo; o, mejor dicho, por causas estructurales y determinantes objetivas más sólidas y elocuentes que la benevolente pedagogía de los dichos y aforismos, simultáneamente con la desinstitucionalización de la cosa pública y la entronización de la trampa y el engaño como emblemas políticos y administrativos, aquel periodo de relativa paz de Quibdó y el Chocó llegó también a su fin, de un modo día a día más brutal, sanguinario e inhumano. Aquella sociedad de caseríos bucólicos y de pueblos grandes en donde aún todo lo bueno era posible, incluso la alegría y el silencio, terminó sumida en un baño permanente de sangre y lágrimas, con la aflicción y el desasosiego ocupando el lugar en donde antes habitaban la sonrisa y la serenidad de una vida bastante sencilla pero muy digna. Era el final de la década de los ochenta. La estirpe chocoanista, que había dado lustre a la región con su honradez e inteligencia, ya no estaba presente para salvaguardarnos. Tampoco su espíritu ni su ejemplo. Era el final de lo que alguna vez alcanzamos a pensar que siempre sería un remanso de paz.

“…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua”. Carlos Arturo Caicedo Licona. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia.



[3] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 pp. Pág. 83-91.

[4] Ibidem, pág. 85.

[5] Ibidem, pág. 90

lunes, 21 de febrero de 2022

 Descaro

*Ilustración: La Cola de Rata / Stella Maris

Domingo Santos Córdoba y Ricardo Hernández García fueron oficialmente reportados como desaparecidos el 23 de junio de 1997, en Quibdó, Chocó. Ambos eran líderes activos de los procesos organizativos de las comunidades negras e integrantes de la entonces Asociación Campesina Integral del Atrato, ACIA, posteriormente y en la actualidad Consejo Comunitario Mayor del Medio Atrato, COCOMACIA. Pocos días después, sus cuerpos calcinados e irreconocibles se convirtieron en evidencia palpable y prueba irrefutable para incrédulos de la gravedad de la situación que desde finales de la década de los ochenta había venido remontando el Atrato desde el Urabá antioqueño y el Darién Chocoano, copando los cativales del Bajo Atrato y buscando enseñorearse en el centenar y medio de pueblos del Atrato Medio que llevaban más de una década organizándose alrededor de sus derechos humanos, económicos, sociales, culturales y étnicos.

Van a ser 25 años de ese cruel asesinato, que en la memoria es una especie de doloroso epítome de lo que han sido para las comunidades étnicas, campesinas y urbanas del Chocó las últimas tres décadas de una violencia continua, sistemática, atroz y delirante, que hace 20 años fijó con un baño de sangre inocente e indefensa uno de los peores hitos de la historia del conflicto armado colombiano: la masacre de Bellavista o de Bojayá, el 2 de mayo de 2002.

Durante los 30 años transcurridos desde aquel agitado 1992 cuando, a la luz de las reflexiones sobre el verdadero significado de los 500 años de la colonización europea del continente americano, las organizaciones comunitarias, sociales y étnicas del Chocó, encabezadas por la ACIA y la OREWA, hicieron visibles sus demandas en relación con la deuda histórica generada por aquel devastador proceso; no ha habido rincón del Chocó adonde esta guerra sostenida contra la vida no haya llegado: en el San Juan y el Baudó, en el Pacífico y el Darién, en todo el Atrato, la gente pasó del temor al miedo y del miedo al pavor y al terror, de modo que el pánico y la pesadumbre se tomaron la vida cotidiana y la fueron degradando hasta convertirla en una vida que ya no es vida, pues no puede serlo ese estado de zozobra permanente en medio del cual nunca se sabe si se llegará vivo hasta el final de cada día.

Veintiocho entidades de la sociedad civil, entre ellas las principales organizaciones étnicas de indígenas y afrochocoanos, algunas ONG de origen eclesial, las tres diócesis católicas con jurisdicción en el Chocó y otras instituciones eclesiásticas, resumieron en quince puntos los hallazgos de seis Misiones Humanitarias que llevaron a cabo durante 2021 en el territorio de once municipios del Chocó, cuyo informe fue presentado ampliamente en una rueda de prensa realizada en Bogotá, en noviembre de 2021[1]:

1. Control territorial por parte de los grupos armados ilegales.

2. Asesinatos selectivos.

3. Amenazas a líderes y comunidades.

4. Limitación de la movilidad y la productividad.

5. Violación de la autonomía territorial de las autoridades étnicas.

6. Desplazamientos forzados individuales y masivos.

7. Confinamientos.

8. Violencia sexual basada en género.

9. Reclutamiento forzado de niños, niñas, adolescentes y jóvenes.

10. Suicidios, especialmente en contextos de comunidades indígenas.

11. Instalación de minas antipersonal en caminos, cultivos de pancoger y en algunos casos dentro de las mismas zonas pobladas.

12. Enfrentamiento entre actores armados, especialmente entre el ELN y el Clan del Golfo; aunque también empieza a verse una presencia incipiente de las disidencias de las FARC. La disputa territorial se centra en el control de las rutas del narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión, el tráfico de armas y el posicionamiento frente a actuales y futuros megaproyectos.

13. Abandono estatal en todos los niveles e instancias, pues el Estado colombiano no garantiza derechos básicos en materia de acceso a la salud, educación, formal e informal, condiciones de trabajo digno, seguridad social, vivienda culturalmente apropiada, productividad, comercialización, recreación y deporte, soberanía y seguridad alimentaria, y servicios públicos, en particular conectividad digital. En esta perspectiva, se puede afirmar que el Estado es el principal victimario en estos territorios.

14. Ineficacia de la presencia de la Fuerza Pública para un adecuado control territorial, que en algunos casos se configura en claras situaciones de connivencia con el Clan del Golfo.

15. Violencia urbana que afecta a personas jóvenes, niños, niñas y adolescentes, especialmente en Quibdó, teniendo en cuenta que, en lo corrido del año 2021, han asesinados aproximadamente 156 jóvenes.

Hace un mes, el pasado 21 de enero, las mismas organizaciones autoras de este informe dirigieron oficialmente una carta al Presidente de la República como Comandante Supremo de las Fuerzas Militares, en donde, además de resumir lo hechos, contextualizar el informe y reseñar detalladamente las destempladas respuestas negacionistas de la situación, emitidas por funcionarios civiles y militares de alto rango del gobierno actual, le manifiestan directamente su preocupación por el hecho de que “el Estado ante la grave situación social, visibilizada a través de las misiones humanitarias, sólo tenga una respuesta de negación que pueda contener en el fondo la intencionalidad de silenciar lo que está ocurriendo en el Chocó y occidente de Antioquia”. Y le solicitan, con carácter de urgencia, una reunión para dialogar sobre el documento de noviembre de 2021 y el trabajo de las organizaciones y de la Iglesia en el Chocó; así como para “concretar respuestas integrales, inmediatas y eficaces, desde las distintas instancias del Estado y Gobierno a fin de detener la violencia y atender la crisis humanitaria que afecta gravemente la vida y supervivencia de las comunidades del Chocó, occidente antioqueño y Pacífico en general[2].

Adicionalmente, el Obispo de la Diócesis de Quibdó, Monseñor Juan Carlos Barreto Barreto, citando a la Defensoría del Pueblo y actuando como vocero del grupo de organizaciones, subrayó públicamente que el año pasado el 72% de la población chocoana estaba en riesgo y que hoy, a febrero de 2022, esta cifra se ha elevado al 77%. El viernes 18 de febrero, el ministro del Interior calificó de falsas y extravagantes las afirmaciones del Obispo, quien este sábado 19 informó que la reunión programada por la presidencia con su consejero de derechos humanos "ha sido cancelada unánimemente por parte de la sociedad civil, teniendo en cuenta que, por los calificativos dados por el ministro de Interior a la labor de la Iglesia y de los líderes, no es un momento oportuno para el diálogo”. Esta semana, el colectivo de organizaciones étnicas del Chocó, en conjunto con la Iglesia, definirán los caminos a seguir frente a la situación.

Hace 20 años, cuando en Quibdó ya se contaban más de 4.000 desplazados de los municipios de Bojayá y Vigía del Fuerte, “la Diócesis de Quibdó, reunida en Asamblea Diocesana del 19 al 21 de agosto de 2002”[3], fundamentada en un detallado repaso de la masacre de Bojayá y de los hechos desencadenados desde entonces en el territorio de su jurisdicción, expresó públicamente cinco exigencias cuya validez y vigencia actuales son asombrosamente dolorosas:

1. Exigimos al Estado colombiano que atienda de manera urgente y eficaz la grave situación de orden social y humanitario que viven las comunidades y pueblos del Chocó. De manera especial exigimos que se preste la atención en salud, educación y demás necesidades básicas, antes que aumentar el presupuesto militar y consecuentemente la presencia de hombres armados en las comunidades.

2. Exigimos al Estado colombiano que a través del sistema de justicia se investiguen y sancionen a los diferentes responsables de las diversas acciones violatorias de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario, que la Diócesis de Quibdó y otros organismos como la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, hemos hecho en repetidas ocasiones.

3. Exigimos al Estado colombiano y a su nuevo gobierno que se establezcan mecanismos que verdaderamente protejan los derechos humanos de nuestras poblaciones y no que en el marco de la Conmoción Interior se restrinjan las libertades y derechos fundamentales que todos tenemos.

4. Exigimos a los distintos grupos armados que reconozcan la autonomía de los pueblos indígenas y negros del Chocó y respeten las normas del Derecho Internacional Humanitario, que obligan a proteger la población civil, que debe quedar excluida de las acciones bélicas.

5. Exigimos a todas las partes del conflicto armado que se abstengan de seguir haciendo señalamientos contra miembros de las comunidades y en especial contra evangelizadores de esta Diócesis en el sentido de ser simpatizantes o colaboradores de algún grupo armado, acusaciones infundadas que traen nefastas consecuencias para sus víctimas.

Foto: La Cola de la Rata / Santiago Ramírez

Sometidas al asedio y al ultraje permanente de todo grupo armado que actúe en la región, confinadas en su propia casa y expuestas así a las más torvas determinaciones de los grupos delincuenciales, prácticamente imposibilitadas para revertir la situación, desoídas por sus propios coterráneos que detentan los cargos de gobierno y representación en absoluto mutismo e inacción frente a lo que le acontece a quienes los eligieron; las comunidades indígenas, campesinas y negras del Chocó han denunciado de modo sistemático y documentado, con el apoyo de las diócesis, los detalles y la gravedad de los hechos. En vano, pues no pareciera existir una preocupación real entre quienes constitucional y legalmente están obligados a atenderlos y a tomar verdaderas cartas en el asunto, en lugar de seguir creyendo que se trata de un simple problema de orden público que se arregla con unos cuantos policías más montados en unas cuantas motocicletas más, o de una guerra de juguete que se ganará con unos cuantos soldaditos de plomo adicionales; unos y otros violentando muchas veces a las víctimas, en lugar de ayudarlas.

Hoy como ayer, las únicas respuestas estatales siguen siendo los infructuosos y efectistas consejos de seguridad y su consiguiente incremento del famoso pie de fuerza, al igual que las insensatas declaraciones de militares y ministros vociferantes, que salpican los micrófonos de la prensa con la supuesta autoridad de su gobierno en un territorio en el cual no la tienen porque hace mucho tiempo la perdieron, la cedieron, o nunca la han tenido. Un ciclo infructuoso y desalmado, convertido en cantinela estéril y en cínico negacionismo, con la lamentable e impúdica conchabanza del poder local y regional. Se les debería caer la cara de vergüenza por tanta desidia y por tan impúdico descaro.


[1] FORO INTERÉTNICO SOLIDARIDAD CHOCÓ, MESA DE CONCERTACIÓN DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS DEL CHOCÓ, ORGANIZACIÓN INDÍGENA DE ANTIOQUIA, COCOMACIA, ACABA, ASCOBA, ACADESAN, COCOMINSA, ASOCOMESAN, COMITÉ POR LAS VÍCTIMAS DE BOJAYÁ, PCN, CONPA, ARQUIDIÓCESIS DE SANTA FE DE ANTIOQUIA, DIÓCESIS DE APARTADÓ, DIÓCESIS DE QUIBDÓ, DIÓCESIS DE ISTMINA-TADÓ, MISIONERAS DE LA MADRE LAURA, RELIGIOSOS CLARETIANOS, IGLESIA LUTERANA, IGLESIA METODISTA, IGLESIA PRESBITERIANA, COORDINACIÓN RGIONAL DEL PACÍFICO, CIVP, SIZZOC, ANSUR, SICSAL, CODHES, CIEDERPAZ. MISIONES HUMANITARIAS EN EL CHOCÓ Y OCCIDENTE DE ANTIOQUIA INFORME COLECTIVO SOBRE LA GRAVE CRISIS HUMANITARIA Y DE DERECHOS HUMANOS. Noviembre 18 de 2021. Documento para el Estado colombiano y los medios de comunicación. Tomado de: https://www.cec.org.co/sistema-informativo/destacados/informe-de-las-misiones-humanitarias-realizadas-en-el-choc%C3%B3-y

[3] Bojayá bajo el prisma de los Medios de Comunicación. Noche y Niebla. Caso Tipo Nº 1. Banco de Datos CINEP. 2002. 38 pp. Pág. 37. Consultado en:

https://pacificocolombia.org/wp-content/uploads/2016/05/0913712001285715827.pdf

lunes, 14 de febrero de 2022

Chamapuro

 Chamapuro

Recipiente de palma de wérregue.
Wounaan Bajo San Juan, Chocó.
Foto: Artesanías de Colombia.

 “Iban montados en bestias
como demonios del mal;
iban con fuego en las manos
y cubiertos de metal”.
(Maldición de Malinche) [1]

Hasta hace poco menos de un centenar de miles de aguaceros, en aquellos tambos que sobre guayacanes se yerguen para arrostrar maleficios, inundaciones y visitantes ponzoñosos de la selva circundante, la muerte era una sombra furtiva que espantaba a los animales domésticos y los hacía gemir y esconderse sin aparente razón; la muerte acallaba los cantos de los pájaros en las madrugadas nebulosas, que se tornaban más sombrías por el silencio repentino; la muerte era un canto de guaco que irrumpía entre trueno y rayo, entre rayo y trueno, en noches de inusitada tempestad, mientras hombres y mujeres procuraban conciliar el sueño acostados sobre los petates o suspendidos en las hamacas; la muerte era una mariposa lóbrega en cuyas alas inmóviles habitaba el misterio; la muerte era una premonición acre e inesperada que sobresaltaba al jaibaná en la mitad de la noche y alborotaba las entrañas de madera de sus bastones ceremoniales; la muerte era postrer y consustancial acontecimiento de la existencia humana, exhalación del último suspiro terrenal de una vida cuya forma y trayectoria había sido una idea de Ewandama para conjurar su hierática soledad de hijo de dios.

Así fue, así era, así acontecía. Así lo sabían de antiguo los hijos de las alturas del Tamaná y de las profundidades del Dochará, expertos y atávicos tejedores de wérregue, creadores de canoas curadas contra naufragios. Así lo aprendían en la leche materna que bebían y en la jagua con la que sus leves y recién nacidos cuerpos eran pintados por sus abuelas y sus tíos para protegerlos, para abrigarlos, para ampararlos y favorecerlos, desde el mismo momento en el que nacían... Así fue, así era, así acontecía: la vida y la muerte eran como la lluvia y el sol, la muerte y la vida eran como el crepúsculo y la aurora… Hasta aquel malhadado día cuando la muerte y la vida dejaron de ser inspiración de los jaibías para convertirse en abyección fatal de unos maldecidos sin dios ni ley, que hasta estas comarcas llegaron y con villanía y ruindad todo lo pisotearon y saquearon, lo mancillaron y deshonraron, sobre todo la vida.

Ahora, a fuer de tanto abuso cometido cada día y cada noche durante más de medio milenio, no está lejano el tiempo en el que no queden árboles que impidan ver el bosque y los ríos no sean más que agua mustia, en esta tierra antes exuberante a la que estos bellacos le fueron arrebatando paulatinamente la vida. Ahora, a fuer de tanta felonía, la libertad de la gente se circunscribe a los pírricos límites fijados por los mismos villanos y el orden depende de sus leoninas y venales leyes, y de la inusitada fuerza de sus armas tenebrosas, que siempre han esgrimido sin razón y han guardado siempre sin honor.

Casi réprobos en su propia casa, a fuer de tanta, tan grande e incesante malignidad, la gente de Ewandama entona sus rogativas y canta jai en las noches de desamparo, invocando protección para la vida de los Carpio, los Chiripúa, los Donisabe, los Ismare, los Orpúa, los Piraza, los Pizario, los Puchicama, los Áchito, los Casamá, los Carupia, los Cáizamo, los Domicó, los Membache, los Mecheche, los Tunay, los Yagarí…que todavía quedan, y rogando con el alma de todos convertida en una sola que el Chamapuro que acaba de caer miserablemente asesinado sea el último de la estirpe que muere bajo las infames balas de estos demonios del mal que también hoy actúan en nombre de su inicuo dios y de su innoble patria. Las hijas y los hijos de Karagabí, los hijos y las hijas de Dachi Ankoré se unen a las rogativas y a los cantos. También los habitantes del recóndito mundo de Tutruika...


[1] Maldición de Malinche es una canción del artista mexicano Gabino Palomares, una de cuyas versiones más famosas (1983) cuenta con la segunda voz de la gran cantante Amparo Ochoa, también mexicana: https://www.youtube.com/watch?v=77CzZIGcrCQ

lunes, 7 de febrero de 2022

¿Supersticiones?

 ¿Supersticiones?

FOTO: Julio César U. H.

En 1960, Rogerio Velásquez Murillo publicó “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó”, en la Revista Colombiana de Folklore[1]. Este trabajo del gran antropólogo y humanista chocoano es quizás la primera etnografía y descripción completa, publicada, de la fiesta patronal de Quibdó, hoy patrimonio inmaterial de la humanidad.

El artículo de Velásquez está compuesto por diez acápites, numerados en romanos, de I a X. El primero es una descripción del Quibdó de la época, bajo el título Estampa del Quibdó actual (pág. 17- 19)[2]. El segundo es una aproximación histórica a los Orígenes de la festividad (pág. 19-20).  Los acápites III y IV (pág. 20-24) están dedicados a los detalles del comienzo de la fiesta, el 4 de septiembre de cada año; y la División del trabajo, que es una explicación acerca de la distribución diaria de la fiesta en ocho barrios (Cristo Rey, El Silencio, César Conto, San Francisco, El Pandeyuca, La Yesquita, La Yesca Grande y Alameda Reyes) y completos detalles sobre los oficios y funciones que se ejercen en torno a la fiesta. En el acápite V (pág. 24-25), titulado Semejanzas históricas, Rogerio Velásquez hace una comparación entre la fiesta de Quibdó y sus similares del río Telembí, específicamente de Barbacoas, en la mitad de la colonia, para establecer lo que llama “similitudes y parecidos entre las ocurrencias de los esclavos de ayer y los libres de mi tierra” (pág. 24). Las novenas, acápite VI del trabajo (pág. 25-29), son una relación detallada del programa que cada barrio desarrolla en su día, desde la alborada hasta el final del día, e incluye descripciones de los disfraces, las vacalocas, los ritos religiosos y los desayunos que cada barrio ofrece a “los músicos y personas de valía del sector que está en la fiesta” (pág. 28), con indicaciones sobre el menú y sobre las recetas para su preparación. El acápite VII del artículo (pág. 29-30), Ambiente general, describe la combinación entre actividades cotidianas de todo orden y las actividades de la fiesta durante su periodo de celebración. Literatura franciscana es el acápite VIII (pág. 31-32) y en el mismo Don Rogerio se refiere a la gran escasez de textos sobre San Francisco, que lleva a que los celebrantes se vean limitados a pronunciar únicamente la Plegaria simple y el Cántico del hermano sol, pues “ni los jefes de barrio ni la Junta Central poseen materiales serios y abundantes que indaguen la vida y la obra del que tomaron por patrono” (pág. 31). El penúltimo numeral del artículo es dedicado por Velásquez, de modo prolijo, a los acontecimientos del Día 4, último día de la fiesta y día de San Francisco de Asís (pág. 32-34).

El acápite décimo, con el que finaliza el artículo de Rogerio Velásquez sobre las Fiestas de San Francisco en Quibdó publicado en 1960, tiene como título Supersticiones Franciscanas. Dicho título resume la perspectiva del autor sobre las prácticas rituales y devocionales de la religiosidad popular de la gente negra de Quibdó y sus alrededores en torno a San Francisco de Asís y otros santos de su devoción. Avezado antropólogo, en tanto es precursor de los estudios etnológicos sobre comunidades y culturas negras en Colombia, las cuales documentó desde el Chocó en particular y desde el Pacífico en general, Rogerio Velásquez Murillo es también, y sin embargo, hijo intelectual y discípulo de la academia de su tiempo, la que lo formó como profesional; y de sus propias ideas y creencias religiosas formales como militante del partido conservador y, por tanto, ferviente defensor del catolicismo institucional, desde cuya óptica doctrinal toda práctica por fuera de los cánones está exenta de validez e imbuida de paganismo.

En ese contexto, es comprensible que el Profesor Velásquez Murillo, como lo conocían en el Instituto Colombiano de Antropología, invalide -desde el propio título del acápite que a ellas les dedica y desde el primer párrafo- esas prácticas que detalladamente documenta en torno a la religiosidad franciscana de los devotos del santo de Asís:

“Un gran residuo de paganismo se deja ver en torno de San Francisco. Fecundidad y nacimiento, bautismo, enfermedades y muerte están acondicionados a ciertos actos simples que no por tales niegan las supersticiones. En los renglones que siguen vamos a presentar detalles de deformaciones religiosas, debidas, quizás, a la geografía, tradición e imaginación de los que viven las creencias” (pág. 34).

Este enfoque inicial de Rogerio Velásquez, en el acápite X de su trabajo sobre la fiesta de San Francisco en Quibdó, ha sido ampliamente corregido y superado por las nociones contemporáneas de los estudios sobre el Hecho religioso, dentro de los cuales las prácticas devocionales y rituales de la gente, los artículos doctrinales de su fe, la parafernalia de sus celebraciones y la estética y producción material del conjunto de su religiosidad son interpretaciones esencialmente válidas, expresiones de su riqueza cultural en la que incorporan el canon romano tradicional. En el caso de grupos étnicos, estas manifestaciones han entrado a formar parte de lo que se conoce como procesos de inculturación y son materia de valoración e inclusión en iglesias locales inculturadas, para las cuales la estructura cultural de un pueblo o comunidad no riñe con la religión, sino que dialoga con ella y se entrecruza, desde su propia complejidad, pues, como lo expresara Mircea Eliade, por la misma época del escrito de Rogerio Velásquez, “no se encuentra en ninguna parte una religión simple, reducida a las hierofanías elementales”[3]

Luego de este comentario, reproducimos para los lectores de El Guarengue el texto de Rogerio Velásquez Murillo titulado Supersticiones franciscanas,  que forma parte de su artículo “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó” y que constituye un repaso breve de algunas de las prácticas rituales y devocionales de la religiosidad popular de la gente chocoana de la época, desde la mirada etnológica de este destacado investigador nacido en Sipí (9 de agosto de 1908) y fallecido en Quibdó (7 de enero de 1965), cuya obra es un compendio de historia y cultura negra de la región chocoana que abrió a Colombia los ojos sobre las realidades de esta comarca.

JCUH

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Supersticiones Franciscanas
Rogerio Velásquez Murillo
En “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó” (Revista Colombiana de Folklore, 1960)

Un gran residuo de paganismo se deja ver en torno de San Francisco. Fecundidad y nacimiento, bautismo, enfermedades y muerte están acondicionados a ciertos actos simples que no por tales niegan las supersticiones. En los renglones que siguen vamos a presentar detalles de deformaciones religiosas, debidas, quizás, a la geografía, tradición e imaginación de los que viven las creencias.

a) Fecundidad. Desde mucho antes de nacer el niño, ya es objeto de solicitudes religiosas. Después del matrimonio de los padres, el público muestra interés para que la simiente comience a latir en el vientre de la recién casada. Transcurridos unos meses sin que se note su existencia, los mayores, por no oír las pullas y bromas de sus amigos, recurren al médico oficial o al curandero del caserío para que determinen lo necesario. Cuando las medicinan fallan, se echa mano de polvos de efigies de San Francisco para que, ingeridos en tragos mañaneros, produzcan la fecundidad. Esta práctica es común en los ríos Munguidó, Cabí, Quito, Tutunendo, Neguá, y en pueblos como Quibdó, Beté, Riosucio y Acandí.

b) Nacimiento. El nacimiento se cumple al pie de los altares hogareños. La Virgen del Carmen, San Ramón Nonato, San Francisco de Asís y otros lo presiden. Si hay demoras y dificultades, aparecerán las oraciones. Las más comunes son las del Carmen, San Ramón y San Francisco, que se recitan a puerta cerrada, con velas en las manos de comadronas y ayudantes. Bañadas las imágenes, el agua se utiliza en bebedizos y fricciones, en tanto que la enferma besará por tres veces la figura cuyo rezo se invoca.

La oración a San Francisco es la siguiente: "El Señor te bendiga y te guarde; el Señor te muestre su rostro y tenga misericordia de ti; vuelva el Señor su rostro hacia ti y te conceda la paz. El Señor bendiga a este tu siervo. Amén".

La anterior está recomendada para los partos principalmente. Se hacen cruces al llegar a rostro, paz y bendición. Si en el Atrato tiene un fin específico, en los ríos San Juan, Tamaná, Sipí, Ibordó, Andágueda y Baudó sirve contra los demonios, tentaciones, rayos, pestes, mal de corazón, peligros de mar y tierra, asechanzas de enemigos, tempestades, incendios, calenturas, muertes repentinas, etc., etc.

c) Primeros cuidados. Mientras se bautiza al infante, se extremarán los cuidados con el chico. Las brujas estarán rondando la casa para beber de su sangre, morder su cadera, brazos, piernas. Unas hojas de ruda debajo de la almohada; unos alfileres o una navaja sin usar en forma de cruz, o un poco de sal molida cerca de la cuna, detendrán el avance de las machorras. Lavar en agua bendita el cuerpo del recién nacido es acción saludable recomendada en los ríos Atrato y San Juan.

Con lo anterior se llamará al recién nacido, si es hombre, José, o María, si es mujer. No se le dirá moro, que es igual a hereje, judío, mahometano. Con el nombre se le ciñen medallas o escapularios de San Francisco de Asís o de la Virgen del Carmen; además, cuentas de coral o ámbar, granos de incienso o ajo, que evitan el mal de ojo. Una lámpara encendida en el cuarto de la parturienta o el llanto continuo de la criatura, son suficientes para barrer la influencia de los malos espíritus.

d) Bautismo. Escogidos los padrinos, viene el sacramento del bautismo. Puede hacerse en la casa o en la iglesia. En cualquier lugar que se realice, no rezarán los padres, pues ello, además de quitar validez al acto, acarrea malas consecuencias al pequeño. Las oraciones se pronunciarán despacio, sin equivocarse, para que el diablo no persiga al nuevo cristiano. El número de los bautizados con el nombre de Francisco es de 3.128 en la sola provincia del Atrato, según los censos eleccionarios.

e) Enfermedades. Colocado el chocoano en un medio inclemente, tiene que tender los ojos a los genios que tutelan la salud. En estos casos procede con emoción peculiar, con amor y temor, con fe, en la misma forma de quien realiza algo bueno y de contenido divino. Para soltar los conjuros, el oficiante debe estar sin pecados cercanos de sexualidad, sin enfermedades visibles y con facultades mentales colocadas en buen orden.

Agua bendita, incienso, mirra y ramo consagrado, son elementos usados con frecuencia. Agua en que se ha lavado a San Francisco, oraciones, telas tocadas con reliquias del mismo, escapularios y medallas del umbriense entran en las curaciones. Son muchas las promesas que se pagan y las mandas que se hacen para recobrar la salud. De cien casas visitadas en Quibdó, 2% pagan beneficios del Santo yendo a misa con hábito franciscano, descalzas y con cilicio en la cintura.

f) Calamidades públicas. Pestes, inundaciones, sequías, son tratadas con rogativas. En Tadó, cuando los víveres están muy escasos o muy caros, se saca la imagen de San Francisco, rodeada de gajos de plátano, mazorcas de maíz, trozos de yuca o ñame, etc., para que haga el milagro de componer la situación. En Quibdó, el primer extinguidor de incendios es San Francisco.

g) Muerte. Toda persona de Atrato desea ser enterrada con el hábito de San Francisco. Para ello, lo hacen saber a sus familiares y amigos con anticipación, a fin de que les proporcionen este último consuelo. Con el vestido franciscano, se dice, el cielo está más cerca.


[1] Velásquez Murillo, Rogerio. “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó”. Revista Colombiana de Folklore, volumen 4, 1960. Pp. 16-37.

https://www.bibliotecadigitaldebogota.gov.co/resources/2910695/

[2] Todas las menciones a las páginas hacen referencia al texto reseñado en la cita anterior.

[3] Eliade, Mircea. Tratado de historia de las religiones. Ediciones Cristiandad. Madrid, 1964. 272 pp. pág. 18-19.