lunes, 30 de diciembre de 2019


Nostalgias buenas
Foto: Julio César U. H.
Navidad y Año Nuevo, Nochebuena y Año Viejo, en gran parte, están hechos de nostalgia. Y la nostalgia -por lo general- se asocia con la tristeza y la tristeza con las penas y las penas con el dolor. De ahí a las lágrimas -muchas veces- hay menos de un paso. Por ello, cuando uno dice que siente nostalgia, casi siempre hay alguien de muy buena fe -con un cariño que uno siempre debe valorar- que intenta consolarlo a uno y lo invita a olvidar aquello que provoca la nostalgia. Pero, no: no necesariamente la nostalgia proviene del dolor, de las penas, de la tristeza ni de los eventos negativos que generaron estos sentimientos y esas sensaciones; y no necesariamente la nostalgia es algo que uno deba quitarse de encima o sacudirse como una partícula de mugre sobre la camisa. A veces, más veces de las que uno se da cuenta y para fortuna de uno y de su alma, uno siente lo que podemos llamar nostalgias buenas, aquellas que son más extrañamiento, añoranza o recuerdo, que melancolía, pesadumbre y desazón.

Es una nostalgia buena la que se siente, por ejemplo, cuando uno recuerda la primera vez que fue capaz de leer completa una frase en el tablero de un salón de clases, en una cartilla, en un libro, en un periódico o en una revista y, a partir de ese momento, no paró de leer todo lo que estuviera escrito, en los letreros comerciales e institucionales, en las envolturas o papeles tirados en la calle, en los empaques de los alimentos, de los jabones y de los medicamentos, en las cartillas escolares, en las libretas de calificaciones, en cuanto libro se atravesara, en los documentos de identidad de la mamá o del papá, en las listas que a uno le entregaban para que fuera a hacer los mandados... Nostalgias como esta son nostalgias buenas porque, si bien hay un momento en el que la evocación va de pronto encharcando los ojos, produciendo estremecimientos en la piel y pequeñas conmociones interiores; el conjunto de la sensación tiene algo de regocijo y se siente bien estimular a la memoria para que nos traiga al momento más y más detalles; logrado lo cual, la vida es una fiesta digna de celebrar, incluso si hay una que otra lágrima que se resbala por la cara.

Foto: Julio César U. H.
Son nostalgias buenas, claro está, las que provienen de los buenos amores, de los amores verdaderos, de aquellos amores tan auténticos que en su momento fueron catalogados como los amores de la vida, como los amores definitivos; pero, que dejaron de ser lo uno y lo otro, y se trastearon para ese rincón del alma en donde viven y vivirán -hasta que el cerebro nos lo permita- apoltronados y felices en su condición de buenos recuerdos, en su calidad de recuerdos felices. En estos casos, la nostalgia buena es tan buena que, contando con el tiempo y con la disposición para hacerlo, uno podría pasar horas evocando, recordando, disfrutando, cada detalle escénico de esos amores cuyo recuerdo es como un conjuro que hace nacer de inmediato sonrisas en los labios, brillo en los ojos y risotadas de felicidad en el alma, que arrebatada grita ¡que viva el amor! y uno le contesta mentalmente: ¡que viva! Y, en coro con su alma, uno proclama deseos de larga vida para el amor. La nostalgia buena tiene, entonces, el tono exacto de ese azul que, por razones de amor, conocemos como Azul Cielo, el mismo bajo el cual -en alguna tarde de viernes- aconteció un beso inolvidable, en un sitio inolvidable, con aquella mirada inolvidable y tan poderosa que casi podía tocarse y que nos entrelazó para siempre con la dueña de esos ojos de miel brillante, del alboroto negro de esos cabellos y de aquella piel tan tersa, fragante y hermosa como la de un borojó maduro y fresco colgado aún de su rama.

Aunque podría parecer que es así, las nostalgias buenas no dependen del pasado remoto para acontecer. A veces les basta el fresco ayer, casi vigente y simple, el ayer que aún no cumple veinticuatro horas; por ejemplo, cuando sentados en el avión que nos alejará de aquella sonrisa que nos edifica, contemplando por la ventanilla los últimos retazos del paisaje bajo el cual acariciamos la fina lisura de esas manos, se nos viene de frente a la memoria, como una cascada copiosa y refrescante, esa mirada que la anoche de anoche nos alegró la vida hasta el embeleso. Otras veces les basta un cuarto de hora para nacer, cuando el avión despega y los ojos aguados nos recuerdan el último abrazo de la hija hermosa y del hijo lindo que buen viaje nos acaban de desear.

Foto: Julio César U. H.
Las nostalgias buenas tampoco dependen exclusivamente de los amores de pareja o de los entrañables amores filiales. La amistad es también fuente prolija y permanente de muy buenas nostalgias buenas: la hermosura indeclinable de la cara feliz de las amigas del alma y la camaradería siempre hilarante de los buenos amigos suelen traernos nostalgias buenas cuando pasa algún tiempo sin que los veamos. A veces, incluso, bastan uno o dos fines de semana de ausencia, para sentir añoranzas de la mirada, de la sonrisa, de la complicidad, de la belleza, de la ternura, de la camaradería, de la conversación infinita y de la carcajada espontánea, que siempre traen consigo las amigas y los amigos.

Ni qué decir de la fraternidad como fuente de nostalgias buenas. Las hermanas y los hermanos son las primeras amistades a toda prueba que uno tiene en la vida, los primeros polos a tierra para evitar el desvarío y los primeros cómplices para viajar entre sueños a lugares tan lejanos que ni siquiera sabemos dónde quedan. Y, por eso, de ese amor primigenio, que casi siempre madura y se ennoblece con los años, uno aprende una buena parte de la vida, una parte buena que después –siempre- se reflejará en nostalgias buenas, que -incluso- van más allá de la sangre compartida.

Aunque no tienen horarios específicos ni agenda alguna que las gobierne, es usual que algunas de las mejores nostalgias buenas sobrevengan en aquel instante mágico cuando las últimas luces del día se hunden en la penumbra incipiente de la noche, haciendo nacer, primero, un divertimento puro hecho de Azul Cielo, que al cabo de un minuto largo le da paso a una lluvia inobjetable de colores de tal belleza y lucidez que pareciera una combinación de las paletas de Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Gauguin combinadas por Andy Warhol. Ese momento, en lenguaje de nostalgias buenas, se llama atarnochecer y finaliza cadenciosamente con un bello y lento fundido al negro, que nos conduce al reino fabuloso de los sueños, despiertos o dormidos, al que llamamos noche; reino para el cual, todo hay que decirlo, nunca están de más una buena copa de vino y una buena compañía.

Foto: Julio César U. H.
Así, pues, que esa risa súbita e incontrolable, natural, espontánea y auténtica, sin ton ni son, como a propósito de nada, con la que a veces sorprendemos a los demás y les hacemos pensar y decir que quien solo se ríe de sus picardías se acuerda, la mayoría de las veces es fruto del trance prodigioso y de la deliciosa invasión de una o varias nostalgias buenas, como aquellas con las que, ojalá, cada uno de nosotros despida el Año Viejo 2019 y le dé la bienvenida al Año Nuevo 2020, a la medianoche de este 31 de diciembre. ¡Felicidades! 

lunes, 23 de diciembre de 2019


Navidades

Cuando fuimos totalmente conscientes de que la fiesta de Navidad realmente no era el 24 de diciembre, sino el 25, ya éramos adolescentes, entre dieciséis y dieciocho años, acabábamos de terminar el colegio, hacía poco nos habíamos graduado como maestros bachilleres e incluso ya varios habíamos empezado a trabajar. Terminamos de entender entonces por qué el 25 era el que figuraba en rojo en los calendarios de Pielroja y el que aparecía claramente marcado como Fiesta de la Natividad del Señor, mientras que en la hojita del 24 decía Nochebuena. Antes de eso, no entendíamos bien el asunto, ni nos importaba mucho, pues nuestra atención navideña anual se centraba en los mismos e invariables momentos: el principal, cómo no, la noche del 24, y el 25 en dos partes, las primeras horas de la mañana y de la media mañana hacia el mediodía.

El 24 de diciembre, a la medianoche, era sin duda un momento cumbre. El Niño Dios venía hasta cada cama infantil y, en el lugar en el que mejor le pareciera, preferiblemente en la cabecera, nos dejaba el regalo o los regalos, mientras nosotros dormíamos o fingíamos hacerlo, después de que nos habían mandado a dormir, rompiendo el feliz hechizo que era para nosotros mantenernos despiertos hasta bien tarde una o dos veces al año. Pero, también las primeras horas de la mañana del 25 tenían su encanto: mientras los adultos aún dormían sus trasnochos y amanecidas, los niños y las niñas de los vecindarios de Quibdó salíamos al andén a exhibir nuestros regalos y a ver los regalos de los demás; una ceremonia sin ritual durante la cual -en muchos casos- nos visitaban el desencanto y un poco de pesadumbre, cuando, frente a la pelotica de caucho de letras y números, que venía en unos tonos raros de café, azul o verde, que uno rebotaba contento, aparecía el vecinito con el balón de fútbol de cuero, cosido, número 5, más un par de tenis-guayos, unas medias de fútbol y otras cosas, como baleros, trompos, tomatodos, loterías o bingos y Hágase rico o Monopolio; o cuando, frente a la típica muñeca pequeña de la hermanita de uno, a la que no se le movía nada, que traía el vestido pintado en el cuerpo y a la que, si acaso, se le podían zafar los brazos y las piernas, aparecía la vecinita conduciendo una carriola casi del tamaño de ella, portando un muñeco o una muñeca que abrían y cerraban los ojos, movían los brazos y las piernas, tenían tetero, ropa y juguetes (un juguete que tenía más juguetes que algunos niños), mostrando una caja de ollas de variados tamaños, con tapas y todo, plancha, estufa, platos, etcétera; mejor dicho, un kit completo de reproducción temprana e inaugural del rol de sumisión doméstica de la mujer.

En ese entonces no era muy relevante la evidente diferencia de estrato en los regalos que el Niño Dios traía a cada casa del vecindario, pues, desde la media mañana del 25 de diciembre en adelante hasta finales de enero -cuando tocaba regresar a la escuela o al colegio- todos los niños, todas las niñas, terminábamos jugando con todos los juguetes, como si todos fueran de todos; pero, sabiendo siempre de quién era cada uno. Los andenes de las casas y los bordes de las calles quibdoseñas terminaban convertidos en cocinas, para meter en las ollitas todo tipo de yerbas y piedritas y arena, con agua de charco o de pozo, para cuando nos diera hambre; en patios de recreo, en mesas de juego, en canchas improvisadas, para jugar eternos campeonatos de pataditas, cuya meta ascendía de 100 hasta 1000, en los que oficiábamos el milagro de mantener la pelota de caucho en el aire sostenida por sucesivas y suaves patadas –pataditas- que los espectadores y los competidores que no estaban en turno iban contando en coro para que no hubiera lugar a dudas ni a bellaquerías (que era como denominábamos a las trampas en cualquier juego); o para invertir un mes jugando Monopolio mañanas o tardes o noches enteras, con tal entusiasmo y frenesí que dejábamos el tablero intacto y los billetes de cada uno y del banco contabilizados antes de irnos a almorzar o a comer cada uno a su casa cuando nos llamaban o hasta el otro día cuando la noche nos cogía y era a dormir a lo que nos llamaban; para continuar el juego después del almuerzo o la comida o al otro día después del desayuno.

Pelotas de letras, tomatodo y balero.
La primera jornada de estreno colectivo de los juguetes navideños, el 25 de diciembre, comenzaba a las 6:30 o 7 de la mañana y concluía hacia las 9 o 10 de la mañana, cuando uno por uno, como si se hubieran puesto de acuerdo para hacerlo, las mamás nos iban llamando para que fuéramos a bañarnos y a vestirnos con la ropa nueva que el Niño Dios nos había traído o, en todo caso, con ropa limpia si no había nueva. Íbamos entonces saliendo otra vez al andén, olorosos a Jabón Paramí o Sanit, acicalados, contemplando la inmaculada novedad de los zapatos o disfrutando el olor a nuevo de la camisa y admirando la jardinera nueva y la colorida blusa de la vecinita linda que –sin que entendiéramos a ciencia cierta lo que ocurría- nos movía algo por allá adentro, que no sabíamos qué era ni dónde estaba; pero, que se movía de un modo más emocionante que el viento cuando elevaba a los barriletes, más refrescante que La Yesca cuando nos bañaba hasta el alma, más envolvente que la sonrisa de la mamá cuando nos miraba y nos decía que como habíamos quedado de bonitos así bañados y vestidos. Y nos íbamos reuniendo, espontáneamente, sonrientes, cómplices, amigos, compañeros, hermanos de la vida en esos vecindarios felices, y dedicábamos los primeros minutos de este nuevo momento a piropearnos mutuamente sobre nuestro vestuario nuevo y les ayudábamos a los más pequeños a amarrarse los zapatos o a acomodarse el cuello de la camisa o la pretina del pantalón que les picaban o a abrocharles a las niñas el zarcillo que estaba a punto de caerse o la pulsera que se había quitado para que la viéramos todos. Y entonces, de pronto, alguien proponía que jugáramos alguna cosa con los juguetes nuevos. Y todos, a una, salíamos disparados hacia las casas a traer nuevamente los juguetes, que uno a uno se iban poniendo en el suelo del andén o de la sala de la casa que hubiéramos elegido como escenario central de la nueva sesión. Y cada uno y cada una a lo suyo: que comidita allá, que pataditas acá, que papá y mamá por aquí, que lotería, bingo o monopolio por allá… Nos visitaba entonces la felicidad, que llegaba cogida de la mano de la amistad, ambas caminando al son de la buena vecindad.

De propiedad colectiva -bastante colectiva, pues finalmente alcanzaba para que tomáramos de ella hasta 40 muchachitos y muchachitas- era también la botella de vino Seco Bandera que, en su momento e infaltablemente, cada 24 de diciembre nos regaló la Señora Niza a los niños del vecindario, para que la compartiéramos en tragos del tamaño de la tapa de aquella botella cilíndrica y de cuello largo, que tenía –si mal no recuerdo- 375 cc de contenido y que ella nos entregaba acompañada de un paquete de unas 10 o 15 galletas Sultanas o Macarena, que nosotros nos íbamos comiendo en trozos diminutos cortados con las uñas, de modo que las hacíamos durar tantas horas como el vino y a veces más[1]

También de propiedad colectiva, por la libertad y la confianza con las que a su alrededor nos reuníamos cada noche, entre el 16 y el 24 de diciembre, parecía el inmenso, colorido, atractivo e ingenioso pesebre de la casa de la familia Cristancho Olier, en Munguidocito, el cual ocupaba media sala y cuya elaboración era encabezada por la propia señora Estela, quien también nos premiaba al final de cada día con sus deliciosos pudines. Alrededor de ese pesebre, que parecía una clase de Geografía por la perfección de su diseño en cuanto a topografía, niveles y altitudes, o una clase de Arte, por la belleza y creatividad de sus fondos y objetos decorativos, se cantaban los villancicos y canciones mejor entonadas que uno recuerde de la infancia, quizás porque ahí -en esa casa- todos eran cantantes y músicos; no en vano fue allí donde nació y creció Nicolás Cristancho (Macabí), el portentoso primer pianista que tuvo el Grupo Niche. Fue allí también donde los jóvenes y las jóvenes de la casa (Teodoro y Chucho, Julia Rosa y Susana) nos explicaban a los más pequeños (incluyendo a su hermano Nicolás y a sus hermanas Matea y Ana Marta) cuál de esos animalitos que nosotros nunca habíamos visto y, en muchos casos todavía nos demoraríamos muchos años para ver, era una oveja, cuál un cisne, cuál un pato, cuál una vaca; nos hablaban del desierto y de esa especie de Lucero de Quito que era la Estrella de Belén; nos enseñaban que esos trocitos de espejo eran lagos y nos explicaban el complejo asunto de la mula y del buey, el enredo de los reyes magos trayendo algo que sabíamos qué era (oro), algo que no entendíamos cómo podían traerlo si era un humo o sahumerio oloroso que echaban en las procesiones de semana santa en la Catedral (incienso) y algo de cuya existencia no teníamos ni sospecha (mirra); y nos hablaban del carpintero José, de su esposa María, que era prima hermana de Isabel e hija del señor Joaquín y de la señora Ana.

Pudines, galletas Sultanas y pastel chocoano.
En aquellas navidades primeras de la infancia, no había casi buñuelos y la natilla no existía. Llegaron posteriormente, cuando ya poco nos interesaban las cosas dulces y las de sal las usábamos para comer o desayunar. Lo que sí abundaba era el arroz de leche, con clavos de olor, canela y nuez moscada, con coco rallado y hasta con sus pedacitos de queso clavado. Así como los dulces de papaya verde y de marañón verde, las cocadas cocidas con el afrecho del coco que se había usado para el arroz, las masas fritas y las hojaldras, la chicha de cáscaras de piña condimentada con canela y nuez moscada. Y, por supuesto, la comida-comida, como los pasteles chocoanos de arroz, preparados y cocinados durante más de medio día en el patio de las casas; los sancochos de gallina o de pollo, de carne ahumada o carne seca; el locro de papa con queso; el arroz con longaniza y queso clavado; el birimbí y el guarrú, las runchas y los atrancagatos; entre otros manjares de la cocina local, que se compartían entre las casas del vecindario, a través de los patios o mediante el envío expreso con quienes hacíamos de mandaderos en cada familia.

Nunca fue para nosotros motivo de preocupación establecer con certeza si la existencia del Niño Dios era leyenda y ficción o realidad real. Quizás porque sabíamos de antemano, con bastante anticipación, si a fulano o a zutana les iba a traer o no esto o lo otro que ellos aspiraban a recibir; o si era mejor, y en eso ayudábamos todos, que cambiaran de pretensión y se decidieran por aquella otra cosa, más accesible por su precio, igualmente bonita y buena para jugar. De modo que, realidad o ficción, nosotros conocíamos –y muy pocas veces fallábamos- los alcances y posibilidades del Niño Dios en cada caso y en cada casa, con un nivel de acierto inmejorable. Y era bueno saberlo así, inocentemente, sin rebusques ni arranques de arribismo, solidariamente, colectivamente, porque de ese modo –y sin saber siquiera que lo estábamos haciendo- aprendimos desde entonces y para siempre que el valor de cada cosa que tengamos proviene de la cosa misma y de su importancia para nosotros, y no de su comparación con las cosas que tienen los demás; y que ese valor es, por ello, un valor absoluto, incontrovertible, único, que no se tasa en el mercado, que -como el cariño verdadero en la canción- ni se compra ni se vende, y que no define nuestro ser, pues al fin y al cabo –como también de paso lo aprendimos- somos lo que somos y no lo que tenemos, y no somos por lo que tenemos ni seremos más porque tengamos más.

Un tanto alejados de las prácticas religiosas, con excepción de una que otra misa ocasional, navidad tras navidad, aprendimos en la práctica del vecindario lo que ningún catecismo ni catequesis nos enseñó sobre el simbolismo del nacimiento de Belén: la humildad y el desprendimiento de un dios que, pudiendo nacer en el lujo total en el que nacen los hijos de millones de quienes dicen creer en él y lo veneran en imágenes coronadas, de traje rosadito y sonrisa inerte, eligió nacer en la sencillez de quien no necesita más de lo necesario para vivir con decencia y honestidad, con entereza y autenticidad. Enhorabuena por aquellas navidades.


Para Carlos Dueñas y Edwin Velásquez, dos amigos de infancia que se murieron antes de tiempo y sin que nos volviéramos a ver después de aquella época.

Para Nicolás Cristancho Olier, gran amigo de un tramo de infancia del que espero no se haya olvidado, no por mí, sino por la infancia.







[1] En aquellos tiempos y en jerga quibdoseña, a esta práctica de comerse algo lentamente, en trozos tan diminutos y de modo tan demorado que se pudiera disfrutar durante mucho tiempo, se le denominaba mininguiar o mininguear. Muchas veces, alguien mininguiaba simple y llanamente para provocar o hacerle fieros a las amigas y a los amigos, con algo muy apetecido que en ese momento se estuviera comiendo.

lunes, 16 de diciembre de 2019


Con los pies sobre la tierra y la verdad por delante:
La paz y el desarrollo, compromisos éticos 
de la comunicación y el periodismo[1]
ABC número 2.672, 27 mayo de 1935.
-SEGUNDA PARTE-

Cuando el periodismo pierde su dignidad, simultáneamente pierde su ética y su responsabilidad, que son pilares de un ejercicio profesional en el que hoy muchas veces se olvida que se está escribiendo la historia.

El 8 de diciembre de 2019 se cumplieron 106 años de la publicación del primer número o primera edición del periódico ABC, decano de la prensa chocoana, cuyo legado se resume en dos lecciones: la dignidad del periodista como fuente de su responsabilidad y de su ética, y la responsabilidad del periodismo como fuente de la Historia. El Guarengue rinde homenaje a este legado del ABC y de su fundador, Reinaldo Valencia Lozano. Este artículo, cuya primera parte publicamos la semana pasada, fue presentado originalmente como ponencia en el Primer Congreso Internacional de Comunicación para el Chocó. REPENSANDO LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN EL DEPARTAMENTO DEL CHOCÓ, realizado por la Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba, en Quibdó, del 2 al 4 de mayo de 2019.


La dignidad del periodista: fuente de ética y responsabilidad
Por los tiempos del ABC y hasta finales de la década de 1950, usando palabras de Riszard Kapuscinski, “este oficio se veía muy diferente a como se percibe hoy. Se trataba de una profesión de alto respeto y dignidad, que jugaba un papel intelectual y político. La ejercía un grupo reducido de personas que obtenían el reconocimiento de sus sociedades. Un periodista era una persona de importancia, admirada. Cuando andaba por la calle, todos lo saludaban. Algunos de los mayores políticos del mundo contemporáneo empezaron su carrera como periodistas y siempre se sintieron orgullosos de ello. El británico Winston Churchill trabajó como corresponsal en África antes de convertirse en uno de los grandes estadistas del siglo XX; lo mismo sucedió a algunos escritores como Ernest Hemingway, por ejemplo. Estos grandes hombres siempre reconocieron que  sus carreras comenzaron en el periodismo, y nunca dejaron de sentirse periodistas[2].

Fueron los tiempos de las salas de redacción como abrevaderos de conocimientos en cuanto a oficio y profesión, cuando después del cierre de edición –en bares y cafés o en las propias instalaciones de los medios- los redactores y sus editores daban rienda suelta a su imaginación y a su creatividad, acrecentaban sus conocimientos mediante el intercambio mutuo y construían puntos de vista y perspectivas para el futuro personal e institucional. Clemente Manuel Zabala y su grupo de El Universal, de Cartagena, del que formó parte García Márquez; Guillermo Cano, José Salgar y su equipo, donde también estuvo Gabo, en El Espectador, de Bogotá; Juan Zuleta Ferrer y su gente, en El Colombiano, incluyendo a Belisario Betancur, en Medellín; en Semana, la de antes, Alberto Lleras Camargo y sus periodistas; y en El Tiempo, Eduardo Santos, su parentela y su descendencia, Calibán, Roberto García-Peña, Klim y Daniel Samper Pizano, quien a la postre lideraría la iniciativa pionera de la Unidad Investigativa. En estos escenarios se respiraba mística y profesionalismo, cuyos réditos eran la notable calidad de noticias, crónicas, reportajes, fotografías y columnas de opinión, y el torneo permanente de ideas culturales y políticas.

Aunque esta retrospectiva podría parecer ingenuamente idílica, no es así. Aquellas épocas, como las de ahora, no estuvieron exentas o excluidas de las turbiedades y de los remolinos que han agitado por siempre las aguas del panorama político nacional; desde las guerras civiles de la Patria boba, la secesión de Panamá, la hegemonía conservadora y la república liberal, la violencia interpartidista de los años 50, el Frente Nacional, el nacimiento y desarrollo del conflicto armado interno, la guerra de guerrillas, la expedición de la Constitución de 1991, el execrable advenimiento de la práctica sistemática de los crímenes de Estado y el paramilitarismo aliado, los acuerdos de paz y el posconflicto que aún no se ha consolidado como escenario de paz, por la reactivación de nuevas y también sistemáticas y atroces violencias que paulatinamente, en poco tiempo, están generando en el país un retroceso de por lo menos 20 años.

En el último cuarto del siglo XX, esa perspectiva del periodista descrita por Kapuscinski se modificó sustancialmente. Los modelos empresariales y de mercado triunfaron sobre otras perspectivas menos economicistas y comerciales, más periodísticas y culturales. Grandes periódicos, revistas, cadenas de noticias de radio y de televisión, la mayoría de larga tradición y de vieja data, dejaron de ser propiedad de familias o sociedades de amigos y parientes con adscripción partidista reconocible; y se convirtieron en parte vital de los negocios de grandes conglomerados económicos nacionales, multinacionales y globales, cuya pretendida asepsia política los aleja nominalmente de los partidos; pero, los acerca funcionalmente a los detentores de los poderes públicos en cada turno o periodo de gobierno o legislación, a veces también de la judicatura. Estos grupos económicos, sus dueños y sus administradores, establecieron nuevas jerarquías dentro de los medios, que dan prelación a los presidentes y gerentes sobre los directores y editores; a los ejecutivos de cuentas, contenidos y publicidad, sobre los reporteros y los periodistas. Los directores, con algunas excepciones, se convirtieron en nuevos artífices de la consecución de resultados de estos negocios en cuanto a publicidad y audiencias; a su perfil profesional y a sus funciones se les añadieron responsabilidades en cuanto a relaciones públicas y control de los flujos de información y publicación en función de sus aportes a la rentabilidad del negocio.

Juan Gossaín entrevistando a Gabriel García Márquez, en 1971.
Foto: archivo El Espectador.
En todo este escenario, obviamente, el periodista devino en trabajador de base, en obrero calificado, al que se le encarga que obtenga materia prima y que participe en uno que otro proceso de transformación de la misma en productos terminados, de fabricación colectiva, que son los que salen a la luz pública, los que se ofrecen a las audiencias, según los planes de negocios de las empresas periodísticas, que ahora son también grupos editoriales o de publicaciones. Juan Gossain lo resumió hace unos días con estas palabras: “El verdadero jefe de un periodista es la sociedad, hemos perdido ese rumbo en Colombia. Ahora somos de un grupo económico o de un grupo político o de un grupo social porque son diferentes los factores de presión sobre la prensa. Ahora, la prensa entró a formar parte del carnaval nacional, la prensa que era vigilante[3]. La independencia de conciencia y de pensamiento han sido cedidas, casi en su totalidad, a favor de los intereses de la libertad de empresa. De modo que, también por esta razón, la comunicación social y el periodismo han entrado en un escenario de lesa dignidad, afectando de paso también, de modo grave, el derecho a la información que tiene la gente y resignando casi voluntariamente la libertad de expresión.

Nuevas y sustanciales modificaciones fueron introducidas, hace no más de dos décadas, por la revolución digital. Esta no modificó la perspectiva de rentabilidad y utilidad empresarial como propósito central de los grupos económicos que detentan la propiedad de los medios de comunicación. Modificó la manera de buscar y lograr dicho propósito, mediante una manipulación directa y olímpica de la opinión pública, a través de ese esperpento moral que en inglés son las Fake news y en español son noticias falsas, es decir, mentiras; y mediante la suplantación del mundo real a través de mecanismos que imponen el ritmo real de la simultaneidad entre los hechos y su transmisión como un criterio de supuesto éxito.

Si queremos ser comunicadores sociales y periodistas dignos, no podemos seguir el juego fantasioso e ideológicamente peligroso de nombrar con eufemismos las mentiras con las que hoy se tapa la verdad: la mentira es mentira, la verdad es la verdad; no hay medias mentiras ni verdades a medias, no son fake news ni noticias falsas los cientos de falacias que se difunden para acallar la verdad y para ocultar responsabilidades y culpabilidades mediante cortinas de humo minuciosamente y alevosamente preparadas y ejecutadas: una ejecución extrajudicial es eso y no un forcejeo, sin importar que un detentor del poder, actuando como fuente de información, llegue al cínico extremo de la minimización de un crimen. El periodismo y la comunicación social no pueden servir de eco a tanta falsedad, a tanto engaño, a tanta falsificación procaz y mendaz de la realidad, a tanta perversión de la ficción, a tanta quimera burda, a tanto desvarío. “No puede existir algo así como noticias falsas. Es un oxímoron. Las noticias son noticias precisamente porque son reales y han sido verificadas como tal”, ha advertido acertadamente un experimentado periodista, recordando que “el término “noticias falsas’” comenzó a usarse para alertar o atacar las informaciones descaradamente pro-Trump, y ahora es la nueva arma para deslegitimar el trabajo de los periodistas[4]. Las elecciones ganadas por Trump, en los Estados Unidos; el plebiscito perdido por la paz, en Colombia; el sorpresivo sí al Brexit, en la Gran Bretaña; y las elecciones que ganó Macron, en Francia; son ejemplos ampliamente conocidos del triunfo de la mediática mentira sobre la real verdad, sin reatos de conciencia entre quienes la utilizaron como arma.

Por otra parte, vivimos tiempos en los que la indignación inmediata por cualquier cosa que se juzga censurable o frente a cualquier persona considerada enemiga, se ha convertido en una especie de leitmotiv para justificar la pose revolucionaria de quien pretende mantener o cambiar el estado de cosas desde la impune comodidad de un teléfono inteligente o de cualquier otro espécimen tecnológico de la abundante serie disponible de dispositivos electrónicos; a través de las autodenominadas redes sociales. Un sector del periodismo, que ha llegado incluso hasta crearle secciones en sus telenoticieros a los memes sexistas o seudopolíticos y a los videos chistosos o conmovedores de perros o gatos en peligro, hace eco de dichas redes sin el menor análisis ni la menor documentación de lo que está realmente pasando; incurriendo, con frecuencia, en una suerte de Síndrome de Goebbels. Por esta vía, el análisis ponderado se ha venido a menos, la rectitud y el equilibrio como normas morales para la emisión de juicios han quedado en el olvido, la prudencia ha desaparecido de los diccionarios de los formadores de opinión: mejor dicho, a casi todo el mundo se le olvidó el significado del vocablo ecuanimidad. O quizás algunos no lo conocieron nunca.

La responsabilidad de la prensa como memoria histórica de las sociedades
Guillermo Cano Isaza, modelo de ética
periodística y calidad humana, fue víctima
de las mafias del narcotráfico, con las
cuales nunca transigió.
Foto: Archivo El Espectador.
Comunicadores y periodistas no pueden ceder su misión de reconstruir, contar y publicar la verdad de lo que sucede. Las narrativas e imaginarios, las representaciones del mundo, que pasan por los medios a su alcance o bajo su responsabilidad no pueden no estar al nivel de la realidad. De ahí que se imponga, como un deber ético e intelectual, el impecable manejo de las fuentes de información en su trabajo de documentación de cosas tan delicadas como el conflicto armado y las violencias delincuenciales que han sumido a Colombia y al Chocó en la tristeza constante, en la desesperanza creciente y en la cotidiana desazón. Tenemos que huir a tiempo de las verdades oficiales, que buscan encubrir a toda costa los motivos de esa tristeza, las razones de esa desesperanza, las causas de esta desazón. Tenemos que huir de las verdades a medias, que de verdades no tienen nada, porque son mentiras, mentiras y nada más. Tenemos que huir de la información filtrada que nos entregan como insumo los voceros de los intereses particulares, hábiles autores de montones de mentiras disfrazadas de verdades.

Gabriel José de la Concordia García Márquez, quien siempre proclamó orgullosamente su condición de periodista y consideró el periodismo como el mejor oficio del mundo, advirtió algo tan simple de decir como dificultoso de cumplir: “la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor”. Fue su lección profunda, evidente, de maestro sabio y consecuente, acerca del imperativo ético y profesional de que los comunicadores y periodistas, jamás, nos dejemos arrastrar por el facilismo y la superficialidad, que conducen irremediablemente a la mediocridad. Ser rigurosos implica elegir con sabiduría las palabras, los géneros y los diseños de nuestros mensajes: las narrativas sobre el conflicto armado interno en un país, en una región, en un pueblo -por más perdido y desconocido que sea, aunque ni siquiera aparezca en Google ni en los mapas- no se pueden quedar en la simple, escueta y panfletaria crónica roja, es decir, en la sección judicial; no pueden reducirse al conteo de muertos y heridos, a la mención superflua de combates, ni al uso irreflexivo de epítetos promovidos por alguno u otro de los actores de dicho conflicto para aminorar su responsabilidad o sus cargos de conciencia, o para descalificar a sus oponentes. La guerra, en todas sus morbosas y crudas y crueles expresiones, tiene reglas y están escritas: es un deber ético de la prensa conocerlas, aplicarlas, hacer de ellas la base y el soporte para aclimatar y adecuar sus lenguajes, sus palabras, sus imágenes. Pues de este modo, y solamente de este modo, podrá la prensa encontrar el punto justo en donde la verdad sea dicha con los detalles suficientes, ni uno más, ni uno menos, y con los detalles necesarios para que sus relatos trasciendan la actualidad y lleguen a la historia. Si no (gracias, Héctor Lavoe, por el resumen) será simplemente un periódico de ayer, que nadie más procura ya leer, sensacional cuando salió en la madrugada y en la tarde materia olvidada.

Porque el lenguaje de la prensa, si no se cuida, si no se elige y si no se usa apropiadamente, contribuye a la impunidad o a la exacerbación de los señores de la guerra. Si un expresidente, en calidad de cualquier cosa, incluso de senador, insulta hasta extremos de calumnia a cualquiera de sus adversarios, por el solo hecho de su carácter de opositor, mal hace la prensa en titular con las mismas e imprecisas palabras de siempre: rifirrafe, fuerte cruce de declaraciones, acalorado debate, duro enfrentamiento, duro cruce verbal; cuando lo que en realidad ocurrió fue que, como siempre lo hace un tipo de estos, ya lejos de la cordura y guiado por la desmesura de sus trastornos mentales y emocionales, de sus ínfulas ideológicas, de su condición de orate, chiflado, maniático o perturbado, barrió y trapeó el piso del Congreso Nacional con la honra de cualquiera que se le atraviese en sus propósitos demenciales. Así que no podemos olvidar que, siendo libre, la prensa es responsable; y que sus opiniones no pueden confundirse con la difusión de falacias, con la propagación de embustes, alegando de manera irracional que esa es su opinión y que por eso la debemos respetar. La Tierra es redonda, aunque todavía haya muchos que incineren cada día a Copérnico y a Galileo porque a ellos esta forma no les guste.

Tampoco podemos olvidar que la palabra tema, que es un sustantivo, no es sinónimo de todos los demás de su clase en la lengua española; que no todos los incendios son conflagraciones; que no se dice estaudinense ni areopuerto, porque estos vocablos ni siquiera existen; que los homicidios nunca son casos de intolerancia, sino homicidios; que los delincuentes de alta gama no son polémicos empresarios ni polémicos dirigentes; que no es correcto llamar polémica propuesta a cualquiera de las insensateces de cualquier insensato que insensatamente haya sido elegido para cualquier posición de poder; que la única manera diferente de decir agua no es líquido vital; que no le podemos decir tiroteo a las masacres solamente porque los gringos, en uso de su lengua, las llaman así; y que no es terrorista todo acto de violencia, por el simple y llano hecho de que los gobernantes los califiquen así… El adecuado uso de la lengua materna es una condición elemental que nos exigen los simples hechos de nuestra condición de hispanohablantes y, con mayor energía, nuestra condición de comunicadores y periodistas que tenemos en dicha lengua el insumo básico de la buena comunicación.

Del mismo modo que se deben a la verdad, a la rigurosidad, al buen lenguaje, a la técnica precisa, la comunicación y el periodismo tienen una responsabilidad delicada y concreta con el desarrollo del país y de las regiones. Esta responsabilidad entraña la aplicación de los postulados éticos y de las buenas prácticas mencionadas a todo lo relacionado con el bienestar de la sociedad, desde la perspectiva, desde los intereses y desde las necesidades de los pueblos y comunidades; y no exclusivamente desde la óptica de quienes, sin siquiera conocer a la gente, recetan desde el poder las salidas a las trampas de la pobreza, la exclusión y el abandono.

Para terminar
Es fundamental que no perdamos de vista el desafío y la responsabilidad que tenemos los comunicadores y periodistas de las localidades y de las regiones, en relación con la paz y el desarrollo; por pequeñas e ignotas que estas localidades sean y por ignotos, pequeños y poco dotados que sean los medios bajo nuestra responsabilidad y a nuestro alcance. La construcción y publicación de narrativas y representaciones propias, con el concurso de la propia gente; con lenguajes, enfoques, perspectivas, puntos de vista y testimonios también propios de la propia gente; en formatos adecuados a las formas de ser, sentir y pensar, percibir y soñar de la propia gente; son imperativos éticos y profesionales de quienes hacemos parte de esa gente, que es nuestra propia gente, pues entre esa gente y con esa gente nacimos y nos criamos, a la vida de esa gente nos debemos y no tendría sentido nuestra profesión si no fuéramos como la gente que es nuestra propia gente.

Reinaldo Valencia Lozano y el periódico ABC nos iluminen, nos guíen, en la misión ineludible de ser testigos y relatores de la historia, con los pies sobre la tierra y la verdad por delante; para que no tengamos que seguir repitiendo lo que, ante las cenizas del pueblo y de la inmolación, la voz colectiva y omnipresente de la chocoanidad exclama, en honda lamentación, en el párrafo final de la novela excelsa de Carlos Arturo Caicedo Licona, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia: “…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua[5].



[1] Ponencia en el Primer Congreso Internacional de Comunicación para el Chocó. REPENSANDO LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN EL DEPARTAMENTO DEL CHOCÓ. Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba. Quibdó, 2-4 de mayo de 2019.

[2] Kapuscinski Riszard. Los cinco sentidos del periodista, versión digital, pág. 6/45. En:
[4] Caraballo Cordovez, Jorge. ¿Por qué no usar el término "noticias falsas"? Centro Gabo, 20 de Octubre de 2017: https://centrogabo.org/proyectos/convivencias-en-red/por-que-no-usar-el-termino-noticias-falsas

[5] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. Páginas 98-99.

lunes, 9 de diciembre de 2019


Con los pies sobre la tierra y la verdad por delante:
La paz y el desarrollo como compromisos éticos
de la comunicación y el periodismo[1]
Reinaldo Valencia Lozano tenía 22 años cuando
importó de Londres una imprenta y fundó el ABC,
periódico que sin duda puede considerarse
el decano de la prensa moderna en el Chocó.
Foto: reproducción tomada de González Escobar, Luis Fernando. 2003.
Quibdó. Contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico.

-PRIMERA PARTE-

Este 8 de diciembre se cumplieron 106 años de la publicación del primer número o primera edición del periódico ABC, decano de la prensa moderna en el Chocó. El Guarengue rinde homenaje a su preclara impronta y al legado de su fundador, Reinaldo Valencia Lozano. En dos partes, publicamos este escrito, que fue presentado como ponencia en el Primer Congreso Internacional de Comunicación para el Chocó. REPENSANDO LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN EL DEPARTAMENTO DEL CHOCÓ. Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba. Quibdó, 2-4 de mayo de 2019.


Las lecciones del ABC
Entre 1913 (8 de diciembre) y 1944, Reinaldo Valencia Lozano editó, dirigió y publicó en Quibdó 3.950 ediciones del periódico ABC, con una periodicidad que varió conforme a circunstancias económicas, políticas o personales: semanal, día de por medio, diaria; y durante la primera guerra mundial circuló en dos ediciones, matutina y vespertina. Desde su periódico, Valencia fue cabeza visible de una pléyade de intelectuales “como Daniel Valois Arce y Rogerio Velásquez (el primer antropólogo negro en Colombia) y políticos como Diego Luis Córdoba, Ramón Lozano Garcés, Adán Arriaga Andrade o Manuel Mosquera Garcés, entre otros, que determinaron la configuración de una “conciencia de la personalidad colectiva” chocoana, definida desde un “ser geográfico, étnico, histórico y político bien diferenciado”, como lo anota Luis Fernando González[2].

Efraín Gaitán Orjuela, quien vivió más de 40 años en el Chocó, durante los cuales ejerció el periodismo de múltiples maneras, afirmó hace diez años: “Hasta el momento ningún periódico chocoano ha logrado superar al de Reinaldo Valencia en cuanto al número de ediciones: 3.950. Pasarán muchos años, quizá más de un siglo, para que una publicación lo alcance. Si Chocó 7 días, que es en la actualidad el periódico que está saliendo más asiduamente, no dejara de hacerlo ninguna semana, gastaría 77 años para llegar a la edición 3.950”.[3]

Don Reinaldo, como lo llamaban en el Quibdó de su época, era hermano de Jorge Valencia Lozano, considerado uno de los gobernantes más pulcros, ordenados, progresistas y dignos que ha tenido el Chocó; un Intendente Nacional “en cuya administración (1927-1930), por ejemplo, se hizo el trazado de la carretera Quibdó-Tutunendo-Medellín, se adelantó la construcción de la Cárcel Anayancy, del Cementerio San José, Telecom (antiguo); por igual, la construcción del Colegio Carrasquilla, de la Normal de señoritas de Istmina, del Hospital San Francisco; se mejoraron calles y escuelas de la ciudad y se le dio gran importancia e impulso a los asuntos culturales[4].

El ABC registró, durante sus tres décadas de existencia, la vida completa del Chocó y de Quibdó, incluyendo aquellos asuntos trascendentales de la política regional, como la rivalidad interprovincial entre el San Juan y el Atrato, que incluía ideas como convertir la intendencia en dos comisarías; y la lucha por convertirla en un departamento que reemplazara la pérdida de Panamá, al decir de algunos de los escritores del ABC. Aunque algunos autores[5] han documentado cómo en el ABC se privilegió una visión de clase, en detrimento de la visión racial, e incluso se escribieron artículos desfavorables hacia elementos negros de las clases bajas o populares, invisibilizadas por la élite económica y social descendiente de la mulatocracia reinante; otros reconocen que es en el ABC en donde la cuestión racial empezó a aparecer, a través de la pluma de personajes como Ramón Lozano Garcés, Diego Luis Córdoba y Alfonso Meluk: “A partir de los años 1930 surgió una ruptura en el discurso de la prensa regional, la cual se manifestó en la introducción paulatina del tema racial. El término “raza negra”, por ejemplo, que no era de uso frecuente en la prensa chocoana antes de los años de 1930, empezó a ser mencionado regularmente. Este cambio temático reflejaba una transformación en el perfil social de aquellos redactores de los periódicos, especialmente los del A.B.C.[6]

A estas alturas de nuestra historia regional, ya todos sabemos que conseguir la transformación en Departamento de la antigua Intendencia Nacional del Chocó no fue una tarea ni un logro individual; sino un largo y tortuoso proceso de reivindicación y negociación política en todos los ámbitos sociopolíticos, diplomáticos, económicos y culturales, incluyendo el activo papel de la prensa. José E. Mosquera lo resume así, refiriéndose a Reinaldo Valencia y a su ABC: “El impulso del proceso de departamentalización del Chocó fue una de sus principales banderas desde las páginas editoriales del ABC. De manera que, el ABC se convirtió en la tribuna de la lucha de Valencia y de Dionisio Ferrer, Heliodoro Rodríguez, Francisco Córdoba, Armando Meluk, Emiliano Rey, Delfino Díaz, Julio Perea Quesada, Alfonso Meluk, Adán Arriaga Andrade, Salomón Salazar y Guillermo Henry Cuesta para que el Chocó fuera erigido departamento[7].

ABC número 2.672-27 mayo de 1935

De manera, pues, que cuando uno quiere saber qué se comía y qué se bebía en Quibdó, cómo se vestía y cómo se divertía la gente, quién y adónde viajaba, con quién y para qué; o hacerle seguimiento a las acciones de la Intendencia Nacional del Chocó, como la construcción de obras y la dirección de la educación pública, el fomento de la agricultura, la reglamentación de impuestos locales y regionales, la coordinación de acciones con el gobierno nacional para beneficio regional e, incluso, los hechos de violencia, que obviamente eran diferentes y más escasos que ahora…; durante la primera mitad del siglo pasado, que tanto marcó la historia de la ciudad y de la región, basta leer el ABC, en el Archivo Nacional de Colombia, en Bogotá. Obviamente, ello no quiere decir que con esa sola fuente puede uno reconstruir la historia regional del periodo mencionado; pero, sí puede uno, con bastante precisión, delinear el boceto que le permitirá entenderla y abordarla. Testimonio luminoso de ello son los trabajos del Doctor Luis Fernando González Escobar, de la Universidad Nacional de Colombia, a quien le debemos, aprovecho para decirlo, gran parte de lo que sabemos acerca del Chocó en el siglo XX, entre otros periodos y temáticas que él ha abordado, como la historia urbana y arquitectónica de Quibdó, por ejemplo.

Dos lecciones básicas nos quedan de la historia periodística del ABC, pertinentes para los efectos de esta exposición y de este Seminario: 1) la dignidad del periodista como condición indispensable para el ejercicio de su profesión y 2) la responsabilidad de la prensa como parte de la memoria histórica de las sociedades.

La primera lección señalada, o sea, la dignidad profesional, está cimentada en al menos cuatro postulados éticos, fundamentales como guías del ejercicio del periodismo y de cualquier otra forma de comunicación social: (i) el compromiso irrestricto con la verdad, que no solamente en la guerra es la primera víctima; (ii) la independencia, sobre todo de conciencia y de pensamiento, que permita afrontar con altura las coacciones políticas, sociales o económicas; (iii) la ecuanimidad, entendida como equilibrio y rectitud en los juicios, como defensa frente a la tentación de no pensar antes de hablar; (iv) la conciencia plena de que el periodismo materializa la libertad de expresión con un fin fundamental: garantizar el derecho a la información que tiene la gente; por lo cual debe tener primacía sobre la libertad de empresa.

De la segunda lección del ABC, que es la conciencia institucional y personal que la prensa debe tener sobre su función histórica, se derivan algunas de las mejores prácticas del ejercicio periodístico profesional: (i) el impecable manejo de las fuentes de información, que nos habilita para huir a tiempo de las verdades oficiales, de las verdades a medias, de la información filtrada por el criterio de los intereses particulares, de las mentiras disfrazadas de verdades; (ii) la rigurosidad, como garantía de calidad y profundidad de la información, por encima de la inmediatez; como práctica inherente e implícita y como condición sine qua non del ejercicio profesional, que propicie y favorezca siempre la investigación adecuada de los datos, la elección acertada de los géneros periodísticos apropiados, el mejor de los enfoques posibles; (iii) el respeto permanente y sistemático de una especie de principio de distinción entre información, comentario y opinión, que nos permita eludir -con diligencia y oficio- la seducción perniciosa de los sesgos, a la hora de elegir las palabras para titular y encabezar, las imágenes para ilustrar y los adjetivos para ponderar; (iv) el uso correcto, amplio y creativo de esa herramienta básica de trabajo que es la lengua materna, en nuestro caso el Español de Colombia, pues no es admisible un periodismo con limitaciones en su expresión lingüística, dado que estas reducen su eficacia comunicativa.



[1] Ponencia en el Primer Congreso Internacional de Comunicación para el Chocó. REPENSANDO LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN EL DEPARTAMENTO DEL CHOCÓ. Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba. Quibdó, 2-4 de mayo de 2019.

[2] González Escobar, Luis Fernando. Quibdó, la afrópolis del Atrato. En:

[3] "Estoy en el Chocó por rebelde y por servir a los más pobres". Apartes de una entrevista realizada por Amílcar Cuesta al presbítero Efraín Gaitán Orjuela en el año 2009. Chocó 7 días, Edición N° 802, Quibdó, marzo 18 a 24 de 2011. 

[4] Rivas Lara, César. El Chocó de ayer. En: http://cuentachoco.co/el-choco-de-ayer/

[5]Hernández Maldonado, Juan Fernando. La chocoanidad en el siglo XX. Representaciones sobre el Chocó en el proceso de departamentalización (1913-1944) y en los movimientos cívicos de 1954 y 1987. Trabajo de grado. Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias Sociales, Carrera de Historia. Bogotá. 2010.

[6] Mena Abadía, Brenda. Discursos sobre un Chocó olvidado. Representaciones sobre raza y región en la prensa chocoana en la primera mitad del siglo XX. Trabajo de grado como Historiadora. Escuela de Ciencias Humanas. Universidad del Rosario. Bogotá, abril 2016.  En:

[7] Mosquera, José E. Reinaldo Valencia, un líder visionario. El Mundo, Medellín, 16 de octubre de 2014.