lunes, 31 de mayo de 2021

Mayo

Mayo

A madres como estas les celebrábamos su día en la Escuela Anexa,
en aquellos domingos de mayo. Fotos cortesía de sus hijos.

En la Escuela Anexa a la Normal Superior para Varones, de Quibdó, mayo era el mes de la madre, la celebración de cuyo día era literalmente un acontecimiento, que suscitaba y reunía lo mejor de nuestros infantiles sentimientos y de nuestra disposición para los homenajes. Nos gustaba mucho ese día, domingo, porque veníamos a la escuela -cada uno con su mamá- a disfrutar de un variado programa, que incluía el saludo de Don Arnulfo Herrera, Director de la escuela; el Himno a las Madres (“Por nuestras santas madres / con todo el corazón / entonemos un himno / de ternura y amor. / Que las que vivan gocen / de dicha paz y amor / y las que ya murieron / que las bendiga Dios…”); una oración y un minuto de silencio por las madres muertas; música de guitarras, con repertorio de boleros y de canciones típicas chocoanas; declamación de poesías populares alusivas a las madres; números de canto o representaciones a cargo de nosotros, los hijos y alumnos; rifas de regalos, como cortes de tela para vestidos, adornos para la casa, juegos de vasos y jarras de vidrio, juegos de cubiertos de mesa, manteles y otros utensilios domésticos; y un pequeño refrigerio que a veces llevaba, para ellas y para las maestras y maestros, una copita de vino de unos moscateles tan dulces que el sabor saltaba a la vista, cual melao derritiéndose en el calor del festivo ambiente que siempre se vivía en la ocasión.

A tan importante festejo anual asistíamos con el uniforme de gala, el cual -cuando cursamos de primero a tercero- constaba de pantalón de paño azul oscuro, camisa blanca de manga larga y un corbatín negro. Y después -en los grados cuarto y quinto- incluyó un saco azul de paño; en ambos casos con zapatos negros, casi todos de marca Grulla, que siempre debíamos traer perfectamente embolados. Ese uniforme, que era el mismo con el cual recorríamos caminando o marchando en fila medio Quibdó de la época, a pleno sol de media mañana y de mediodía, cuando había desfiles conmemorativos o entierros de personajes ilustres o importantes para la escuela, era complementado el Día de la Madre con un accesorio al que las maestras llamaban insignia y cuya simbología siempre nos conmovió: una pequeña cinta -a veces con una diminuta imitación de un clavel- que se pegaba a la camisa con un alfiler de cabecita y cuyo color dependía de si quien la portaba tenía o no a la mamá viva. Los hombres adultos cuya madre era difunta portaban generalmente, en su brazo derecho y rodeando la manga de su camisa, casi siempre de manga larga, una cinta negra de unos dos o tres centímetros de ancho, que también usaban como expresión de luto cuando nos llevaban a funerales en la Catedral y a entierros en el único cementerio que toda la vida ha tenido Quibdó.

La solemne celebración del Día de la Madre se desarrollaba sin prisa y era notorio en nuestras maestras y nuestros maestros la diligencia y el gusto con el que la organizaban y la llevaban a cabo. Casi siempre comenzaba a las 8:30 o 9:00 y se prolongaba hasta cerca del mediodía. Las mamás que asistían, que eran todas, menos las que estuvieran enfermas, la disfrutaban al máximo: reían, lloraban, nos abrazaban, se emocionaban, celebraban. Y, para completar la felicidad, tenían la oportunidad -ese día- de abrazarse entre ellas, de saludarse sin los afanes cotidianos, de charlar un rato a la entrada o a la salida del acto, juntándose de a dos o de a tres o en grupos que se formaban cuando se reunían esas parejas y tríos. Lo cual las dejaba aún más felices, pues eran amigas entre ellas, en muchos casos desde la infancia, y a veces pasaba mucho tiempo sin que se vieran más que cuando se tropezaban en la calle, mientras hacían compras o diligencias, o cuando las citaban a la escuela para las llamadas reuniones de padres de familia, que en realidad eran siempre de madres de familia.

Mayo era también el mes de la Virgen María en la Escuela Anexa a la Normal Superior para Varones, de Quibdó. La Seño Imelba, a quien solíamos llamar Doña Imelba, se encargaba de que así fuera. Con su proverbial serenidad y su característico aplomo, ella adornaba del modo que más bonito le parecía una imagen de la Virgen que había en la mitad de un gran patio, mitad jardín y mitad huerto, que tenía la escuela y que la separaba del Aula máxima o auditorio de la Normal. Este patio finalizaba en un sembrado de matas de plátano, contra un muro de cerramiento que daba a lo que entonces aún era parte del descomunal monte de Cabí.

Doña Imelba nunca fue nuestra maestra de grupo, pero todos los del salón la recordamos por su sonrisa y buen trato, y porque era ella quien siempre dirigía los rezos y los cantos en la escuela: Doña Imelba era algo así como la encargada oficial de esta celebración. Además de ser la única que se ocupaba de arreglar con devoción un altar para aquella imagen de la virgen, Doña Imelba era, al parecer, la única que sabía rezar del todo bien entre los maestros y las maestras de la escuela, pues todos los días dirigía los rezos que nos ponían a hacer, en la formación general por cursos, previa al comienzo de la jornada escolar (“Oh, Señora mía, Oh, madre mía, yo me ofrezco todo a vos y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh, madre de bondad, guardadme y protegedme como cosa y posesión vuestra. Amén”). Y era también quien nos enseñaba casi todos los cantos, incluidos los de la Virgen, que obviamente en el mes de mayo era cuando más nos ponían a cantar.

El famoso canto de “el 13 de mayo, la Virgen María…”, objeto de tantas y tan risibles parodias, es obviamente uno de los más recordados entre los que aprendimos con Doña Imelba. Pero, hay otro que ella nos enseñó que también recordamos mucho, cuyo tono lento y su triste y llorosa cadencia nunca he podido saber si provienen de la música original o del hecho simple de que nosotros, en aquella época, convertíamos en aguabajo cuanta canción nos pusieran a cantar, incluido el himno del colegio y el Himno Nacional. De ese canto únicamente conseguimos aprendernos la primera estrofa, las demás no, porque no las entendíamos. Así que, con sentido práctico de maestra experimentada, Doña Imelba cantaba las demás y nos hacía volver a la primera estrofa, como si fuera el coro (o quizás lo fuera, no sé): “Como busca el tierno infante, afligido y pesaroso, / el descanso y el reposo en el seno maternal, / así yo, desde que brilla la blanca luz de la aurora, / vengo buscando, Señora, tu cariño celestial (bis)”.

Mayo era también, en aquellos tiempos de aquella escuela inolvidable, la feliz expectativa de la cercanía de las vacaciones de junio, que traían la diversión permanente a las calles y andenes, los baños eternos en los aguaceros eternos, las excursiones en balsa por la quebrada La Yesca, los juegos en grupo de día y de noche con las amigas y los amigos del barrio, las caminadas diurnas y las jornadas nocturnas de sentarse en una esquina a echar cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, de Pedro de Urdimalas o de Urdemalas, para nosotros Pedro Dimales o Pedro Rimales, del Diablo y la Diabla, o de Pedro, Juan y Diego. Mayo era también el mes en el que se celebraba el Día del Maestro, que ellos y ellas festejaban por su cuenta, pues nosotros, acatando la costumbre de la época en cuanto a la separación estricta de los espacios propios de los adultos, cuando más los felicitábamos la víspera antes de irnos para nuestras casas.

Así era el mes de mayo de la infancia y así lo podíamos evocar hasta hace poco, al hacer memoria de aquella escolar niñez. Ahora no. Ahora, los domingos de mayo comienzan con noticias sobre la muerte de amigos entrañables, a manos de una pandemia que pareciera no tener fin, o son la triste ocasión para la aniversaria evocación de la muerte de Teresa, "en cuya frente el cielo empieza". Ahora, además, para colmo de nuestro infortunio, mayo se convirtió en una hecatombe cotidiana, por obra y desgracia de la indolencia y la irresponsabilidad de legisladores y gobernantes, guiados por la insania de su innombrable patrón, un tirano desalmado que imparte sus siniestras y perentorias órdenes desde la trinchera impune de sus feudos y desde la repugnante asepsia de su cuenta de Twitter.

lunes, 24 de mayo de 2021

Rey

 Rey

Encuentro de compañeros de la Normal de Quibdó, 28 de diciembre de 2017.
Abajo a la derecha, Rey.

Jesús Erwin Mosquera Arce era el número 17 de la lista del salón de 6º A 1977 de la Normal de Quibdó, alfabéticamente ordenada por apellidos, mediante la cual los maestros verificaban nuestra asistencia a cada clase, cada día, cada hora, de lunes a viernes. Éramos veinticinco compañeros que ahí en la Normal terminamos juntos el bachillerato, en ese salón que hoy sería 11 en vez de 6º, luego de estudiar también juntos durante esos seis años y, en algunos casos, desde la primaria en la Escuela Anexa a la Normal. Era viernes aquel 2 de diciembre, cuando nos graduamos como los primeros maestros-bachilleres de ese colegio al que siempre quisimos y respetamos por todo lo bueno que en él vivimos y porque allí transcurrieron, en muchos casos, once años completos de nuestras vidas.

La Normal Superior de Quibdó, en cuyo nombre todavía decía que era de o para Varones, nos vio crecer juntos y compartir tanto y tan desinteresadamente la vida que -sin saber que lo estábamos haciendo- nos fuimos hermanando para siempre; de manera que cada casa era la casa de todos y cada mamá era también de todos, al igual que las hermanas y hermanos, los primos y las primas, tías, tíos y abuelas, y hasta los vecindarios y las amistades, que terminábamos heredando por sucesión directa. Todo ello de un modo tan espontáneo, natural y fluido que, sin conocer la palabra ni su significado, vivíamos en una especie de estado de permanente solidaridad. Y quizás fue por ello por lo que fueron menos notorias las carencias materiales de quienes más las tuvieran y menos graves sus consecuencias, pues siempre hubo una casa donde completar la comida o una familia dispuesta a compartir lo que otras no tenían. Siempre hubo una sala, con radiola, tocadiscos o equipo de sonido incluido, donde ir a hacer los primeros bailes. Una cocina donde preparar sin ayuda adulta las primeras comidas entre amigos: las llamadas bodas. Un andén o un patio donde pasar tiempos libres o bañarse cuando en la casa de uno no había agua. Una casa donde encontrar compañía para jugar o hacer mandados, donde ver telenovelas o pasar a tomar agua fría o jugo y hasta comerse un helado casero, de cubeta o de copita y con palito de guadua.

De esa materia fraterna e indisoluble está hecho nuestro grupo de compañeros, el grupo de aquel 6º A de la Normal de Quibdó en el cual ahora ya no estará Jesús Erwin Mosquera Arce, Rey, el hijo de Mamá Delfa, el hermanito de la Reina, el adolescente con cara de niño y figura menuda y pequeña que se convertiría en un adulto alto y fornido, así como en lo que en aquellos tiempos y en nuestra jerga de compañeros llamábamos "un quebrador innato".

En la versión digital del grupo, que creamos en WhatsApp desde octubre de 2017 y que ha contribuido a que nos mantengamos más comunicados, como cuando estábamos en el colegio, ya no tendremos la voz crítica y acertada de Jesús Erwin, con quien estimulábamos las tertulias sobre desarrollo regional, economía, política y cultura del Chocó; como tampoco tendremos sus agudos apuntes en las charlas livianas y de puro chiste sobre cualquiera de tantas cosas de las que se puede hablar cuando se ha compartido la vida.

Teníamos pensado, con Jesús Erwin, organizar en vacaciones una especie de tour de reconocimiento de Quibdó, para ver con nuestros propios ojos las dinámicas socioeconómicas y espaciales notorias de tantos sectores de esta ciudad que ya muchos no conocíamos plenamente y que tanto dista, en todos los sentidos, de aquel pueblo pacífico y humano en donde nosotros crecimos, por cuyos rincones caminamos y por cuyas quebradas y ríos navegamos. Así mismo, habíamos hablado de armar un paseo hasta El Carmen de Atrato, para aprovechar y conocer procesos de encadenamiento productivo en los que Erwin había participado como economista asesor; por ejemplo, la cadena productiva del quesito carmeleño, sus procesos de certificación de calidad y de comercialización, involucrando a campesinos y empresarios en el ciclo. Nuestros compañeros Moya y Bolaños (Nabucodonosor, le decía Erwin) aparecían siempre en estas charlas y planes como seguros aliados para su materialización… Y así, sucesivamente, un tema tras otro de conversación, que casi siempre salían a propósito de algún artículo de El Guarengue, este blog del cual Jesús Erwin fue desde el comienzo uno de los más entusiastas lectores.

El 28 de diciembre de 2017 nos encontramos en Quibdó, en una feliz reunión que incluyó la nostálgica visita a las instalaciones de la Normal, veinte de veinticuatro compañeros del salón de 6º A. Supimos en ese momento que José Ramírez Mosquera había fallecido hace muchos años en un accidente de tránsito. La organización de este maravilloso encuentro que, a la mejor usanza quibdoseña y chocoana, incluyó camiseta conmemorativa y otros recordatorios, además de opípara comida y unos buenos tragos, la asumimos Jesús Erwin desde Quibdó y yo desde Bogotá; obviamente con el entusiasmo y la colaboración total de nuestros demás compañeros. En esa ocasión, pudimos disfrutar de su cálida generosidad de anfitrión, la cual extrañaremos; así como su grata compañía nos hará tanta falta que, seguramente, se nos aguarán los ojos cuando lo estemos recordando en el próximo encuentro.

Ojalá en ese próximo encuentro de compañeros, que ya habíamos acordado para el 2 de diciembre de 2022, podamos estar los veintidós restantes, completos, sanos y salvos, sin la amenaza mortal de esta malhadada pandemia que también a Serna (Jesús Alberto Mosquera Serna) nos había quitado el 15 de agosto del año pasado. “Todos vuelven a la tierra en que nacieron / al embrujo incomparable de su sol / Todos vuelven al rincón de donde salieron / donde acaso floreció más de un amor” … Como en la canción, y si es posible, todos volveremos a ese Quibdó donde crecimos juntos y nos hicimos amigos y hermanos desde niños y para siempre. Y juntos evocaremos con afecto y amistad a los que ya no están, como Jesús Erwin Mosquera Arce (Rey), quien nos dejó solos aquí, desde la madrugada de este domingo 23 de mayo de 2021, en “esta tierra de Dios que se hurtó el Diablo”, como escribió el Maestro Miguel A. Caicedo.

Duele saber que cuando en ese encuentro llamemos a lista, como solíamos hacerlo por reírnos y por ejercitar la memoria, Jesús Erwin Mosquera Arce, Rey, el número 17, no se levantará sonriente para responder: ¡Presente! Aunque lo estará eternamente, porque esta amistad es eterna, como eterno es este afecto.



lunes, 17 de mayo de 2021

Sombras de mis mayores

Sombras de mis mayores
Manuel Zapata Olivella

Foto: Library of Congress.
https://www.loc.gov/item/n86845576/manuel-zapata-olivella-colombia-1920-2004/

Ancestros
sombras de mis mayores
sombras que tenéis la suerte
de conversar con los Orichas
acompañadme con vuestras voces tambores,
quiero dar vida a mis palabras.

Acercaos huellas sin pisadas
fuego sin leña
alimento de los vivos
necesito vuestra llama
para cantar el exilio del Muntu
todavía dormido en el sueño de la semilla.
 
Necesito vuestra alegría
vuestro canto
vuestra danza
vuestra inspiración
vuestro llanto.
 
Vengan todos esta noche.
¡Acérquense!
La lluvia no los moje
ni los perros ladren
ni los niños teman.
¡Traigan la gracia que avive mi canto!
Sequen el llanto de nuestras mujeres
de sus maridos apartadas,
huérfanas de sus hijos.
 
Que mi canto
eco de vuestra voz
ayude a la siembra del grano
para que el nuevo Muntu americano
renazca en el dolor
sepa reír en la angustia
tornar en fuego las cenizas
en chispa-sol las cadenas de Changó.
 
¡Eía! ¿Estáis todos aquí?
Que no falte ningún Ancestro
en la hora de la gran iniciación
para consagrar a Nagó
el escogido navegante
capitán en el exilio
de los condenados de Changó.
 
Hoy es el día de la partida
cuando la huella no olvidada
se posa en el polvo del mañana.
Escuchemos la voz de los sabios
la voluntad de los Orichas cabalgando
el cuerpo de sus caballos.
 
Hoy enterramos el mijo
la semilla sagrada
en el ombligo de la madre África
para que muera
se pudra en su seno
y renazca en la sangre de América.
 
Madre Tierra ofrece al nuevo Muntu
tus islas dispersas,
las acogedoras caderas de tus costas.
Bríndale las altas montañas
las mesetas
el duro espinazo de tus espaldas.
 
Y para que se nutra en tus savias
el nuevo hijo nacido en tus valles
los anchos ríos entrégale
derramadas sangres
que se vierten en tus mares.

Tomado de: Changó, el gran Putas. Primera parte. Los orígenes. I. La tierra de los ancestros. Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, mayo de 2010.

21 de mayo, Día Nacional de la Afrocolombianidad


lunes, 10 de mayo de 2021

Jóse, Misionero del Ubuntu

 Jóse, 

Misionero del Ubuntu

Karen Shirley Lizcano Panesso

Foto: cortesía Karen Lizcano

La autora del texto que ofrecemos hoy en El Guarengue es prima hermana de José Óscar Córdoba Lizcano, Presbítero, Misionero Claretiano y Rector de la universidad Uniclaretiana de Colombia, quien falleció el pasado 2 de mayo, en Quibdó. Con el alma en la mano, Karen nos ofrece un retrato panorámico y edificante, sentido y memorioso, de José Óscar, a quien conoció como pariente cercano, amigo entrañable y admirable ser humano.

José Oscar Córdoba Lizcano, mi primo, mi hermano, mi consejero, mi maestro, el misionero cabal, ha partido al mundo de los ancestros; pero el fogón llameante de su recuerdo sigue encendido entre cada uno de quienes navegamos en el río espiritual de su familia extensa. La memoria de la celebración de cada misa inculturada, el relato de cada faena de pesca, la evocación sentida de cada lance o azote de la ficha en el juego de Dominó, la remembranza de las mingas en las construcción de puentes en época de inundación en Buchadó, Riosucio o Tanguí y los gigantescos encuentros familiares, acompañados de tapao, plátano pintón asao, y aguapanela con jengibre, con tizones encendidos en el alma de quienes vivimos, aprendimos y compartimos la voluntad de vida de mi Primo Jóse.

Este extraordinario ser humano, mágico, hijo de Dios, hijo del Atrato, hijo del Pacífico; hombre de modales finos, fe inquebrantable, fuego libertario y valores universales, fue y será mi (nuestro) líder (aunque su humildad no le permitiese reconocerse como tal), nuestro ‘calidoso’, ‘socio’, ‘hermanazo’, ‘maestro’ (como solía decir), manito, tío-padrino, Oscar, Joselo, Joche, Jóse, primo bello, primo hermoso, primo querido…nuestro sabio y prudente consejero, el confidente, el amigo de todos. “Un hijo lindo, un hijo bueno, siempre se preocupaba por uno, vivía pendiente de nosotros, siempre llegaba con algo, siempre nos traía algo; Oscar desde pequeño fue un muchacho noble y educado…”, dice Resfa María Lizcano Martínez, su ´Resfare’, su madre, con voz entrecortada y los ojos anegados de lágrimas. Jóse fue para nosotros un tesoro hermoso que tuvimos la dicha de que naciera en nuestra familia y permanecerá en nuestra memoria y corazón eternamente.

Son incontables las lecciones de vida que, como familia terrenal y espiritual de Jóse, podemos memorar, pero por limitación de espacio y por ser el Recuerdo, la memoria de la voluntad de vida, me aventuro a rescatar las enseñanzas que más impactaron mi sensibilidad.

Como Primo, Jóse nos enseñó a vivir a través del ejemplo y nos dejó como legado…

  • Ser ‘calidoso’/‘calidosa’. Lo más importante es lo que somos como personas, la belleza externa es pasajera, lo que cuenta es la esencia: “la gente que la conoce ya sabe quién es usted”.
  • Ser amorosos, tiernos, respetuosos, ser educados, tratar bien a todas las personas, demostrar nuestro afecto en vida. Jóse siempre nos decía: ‘la quiero mucho’, ‘lo quiero mucho’, acompañado de un fuerte y cálido abrazo, que siempre olía delicioso.
  • Él siempre nos aleccionaba a ver lo bello, lo positivo en cada persona y en las experiencias de la vida.
  • La pulcritud y el orden reinaba en cada acción y espacio donde se encontrase. Mesurado, con un estilo de vida saludable, porque “hay que cuidarse y darse calidad de vida”.
  • Nos exhortaba a la entrega, a la dedicación, la responsabilidad y el compromiso para la consecución de nuestros sueños, propósitos y deberes. Consideraba que debemos ser apasionados en lo que hacemos, terminar lo que iniciamos, terminarlo bien y darle un valor agregado, pues “hay que llevarle La Carta a García”.
  • Nos inculcaba la excelencia personal y profesional, el amor por la lectura, la producción y la academia en general. Era un ferviente celebrante de nuestros progresos, logros, tener calidad de vida, pero ante todo ser buenas personas. La educación como vía a la transformación personal “estar mejor y ante todo ser mejores”, sencillos, humildes.

Como Hermano, Jóse nos enseñó a celebrar siempre la vida, a honrar a nuestros padres, a valorar nuestra familia, a reunirnos, a apoyarnos. A pesar de sus múltiples ocupaciones, José Oscar siempre tuvo tiempo en abundancia y de calidad para toda su familia, tanto nuclear como ampliada; su gran familia extensa, terrenal y espiritual. Nunca faltaba la llamada diaria, el almuerzo cada domingo con sus padres Resfa Lizcano y Ricael Córdoba (incluso viajaba desde cualquier lugar de Colombia, para estar en el suelo nativo el domingo temprano y poder cumplir este sagrado ritual).  Los mensajes de texto y llamadas sorpresivas para saber de todos y hacerle seguimiento a algún proceso o situación particular eran una costumbre constante en él. “¿Cómo le fue? ¿Cómo pasó el día? ...”. Nunca pasaba desapercibido en nuestras vidas. Era el hermano siempre presente.

Como Misionero, Jóse nos enseñó el valor del servicio, la generosidad, la ayuda desinteresada; a no apegarnos a lo material, porque para él la vida buena era un acto de compartir con los otros. Nos orientaba que “hay que ser desprendidos, al final no nos vamos a llevar nada”. 

Instaba a sus contertulios al respeto a la mujer en todas sus dimensiones, como forma posible de edificar un mundo realmente justo y equitativo para todos y todas, convocando a hombres y mujeres a la construcción de nuevas masculinidades.

Como consejero y amigo, Jóse siempre se caracterizó por su fecunda y sorprendente inteligencia emocional. Su calma, su serenidad y mesura en cada acto de su vida inspiraban confianza y acogida en quienes buscaban luz, guía y consuelo ante sus angustias. Su diplomacia, asertividad y experticia para decir todo con amor, así como su escucha atenta y respetuosa, lo convirtieron en un mediador natural para resolver controversias familiares y comunitarias. 

Como Maestro y Educador afro-diaspórico, Jóse me enseñó que el río, la ciénaga, el monte, la selva, el mar, el manglar, son la vida. Por tanto, defender el territorio es defender la vida. Así que, cuando se contaminan los ríos y quebradas, cuando se cortan los árboles de Cativo, Caidita, Ceiba o Choibá y no se siembran nuevos árboles de esa misma especie, se está matando la vida. Que los árboles, los peces, los ríos y todo cuanto exista en el territorio forma parte de nuestra familia.

De Jóse aprendí que la afrocolombianidad es una mar de diversidades, reunida en un abrazo divino. Que la musicalidad y el golpe tónico de un tambor del Pacífico son distintos a los de un tambor de la región Caribe. Que la cadencia y rítmica del tamborito chocoano son distintas a las del tamborito panameño. Que el alabao que se canta en los despedimientos fúnebres en el Atrato y en el San Juan tienen vasos comunicantes muy claves, pero categorías narrativas y poéticas dispares. Que nuestra cultura de pueblo afrochocoano y afrocolombiano está preñada de símbolos, rituales y novedosas imágenes sociales que todos estamos llamados a develar. De manera que, tal como Jóse lo entendió, intentó y pretendió, todos nosotros como Nación Afrocolombiana estamos convidados y convocados a ser PARTEROS de esta exuberante afroepistemología que mi amado primo sembró en Psiquis…

Jóse como amigo siempre nos enseñó el espíritu de la alegría. Su corazón contento, su felicidad en todo espacio y tiempo, en los ríos, el campo y la ciudad, en el trabajo y en el descanso; su hermosa y permanente sonrisa, su entusiasmo contagioso. Estar junto a José Oscar implicaba estar tranquilos, serenos, agradados de su presencia. Escucharlo contar sus historias con su voz afinada, con pausas y cadencias, sobre personajes de la familia de sangre y ampliada (sus hermanos Misioneros Claretianos, su familia Uniclaretiana, la Diócesis de Quibdó, sus compadres, amigos, compañeros de ríos y luchas, su gente de Buchadó y todos sus otros pueblos y ciudades), relatos de sus experiencias como Misionero; relatos inspiradores que, contados con tanta emotividad, suscitaban curiosidad y el deseo de escucharlo sin fin. Nos queda su canto, su baile en familia, su alegría de vivir, su amor por la vida propia y la de las demás personas. Nos queda (como dice mi hermanito Eison) su filosofía del Afroamor, que no es cosa distinta a la de asumir el cuidado de la vida propia y la de los otros, y la solidaridad como valor político.

Por siempre estará en nuestra memoria y corazón José Oscar el hijo, el hermano, tío, padrino universal (qué cantidad de ahijados y ahijadas), el sobrino, el primo amado, respetado y admirado. El hombre que vivió para amar y servir a su familia y a su pueblo (diverso y multidiverso), llevando su mensaje evangelizador de misionero a través de su vida misma. Gratitud con Dios, el universo, la vida y ‘Resfare’ y ‘Richy’ por darle a nuestra familia nuclear y ampliada este ser maravilloso e irremplazable. Gratitud y amor infinito para nuestro eterno Calidoso. ¡Gratitud, Maestro y Misionero del Ubuntu!

Mayo 5 de 2021

José Óscar con su papá y su mamá, hermanas y hermanos.
Foto: cortesía Karen Lizcano.


lunes, 3 de mayo de 2021

En memoria de José Oscar Córdoba Lizcano

En memoria
de José Oscar Córdoba Lizcano

Foto: Uniclaretiana

Pierde el Atrato inmenso, en cuya orilla nació, en el pueblo de Buchadó, un valioso hijo: José Oscar Córdoba Lizcano, hijo de Ricael y Resfa, Sacerdote y Misionero Claretiano, de los mismos claretianos que hace más de un siglo llegaron al Chocó y que, como legado centenario y continuación contemporánea de su misión, en mayo de 2006 fundaron en Quibdó una universidad, Uniclaretiana, pensada fundamentalmente para facilitar el acceso a educación superior integral y de calidad a todas aquellas comunidades, hombres y mujeres que han sido sistemática e históricamente excluidos de este derecho. Una universidad de la cual José Oscar era Rector desde hace 5 años.

José Oscar hizo su primera profesión religiosa el 26 de enero de 1991 y su profesión perpetua el 21 de enero de 1996, rituales estos mediante los cuales, quienes optan por la vida religiosa se comprometen públicamente y bajo juramento al cumplimiento de votos de pobreza, obediencia y castidad, que no son más que fidelidad al pueblo y a la causa de la paz y la justicia, como bellamente lo ha explicado el gran Gonzalo de la Torre. Así quedó José Oscar definitivamente integrado a la vida religiosa como miembro de la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, conocidos como Misioneros Claretianos. Al año siguiente de la profesión perpetua, recibió su ordenación sacerdotal en Medellín, el 8 de junio de 1997.

Además de sus títulos de pregrado en Filosofía Pura (Universidad Santo Tomás) y en Teología (Universidad Pontificia Bolivariana), mediante los cuales se formó específicamente para la vida religiosa y sacerdotal, y para la misión evangelizadora; ávido de conocimientos sobre su tierra y su gente, siempre estudioso de las realidades socioculturales de las comunidades, José Oscar estudió una Maestría en Antropología, en la Universidad de los Andes, como parte de la cual y como Tesis de Grado llevó a cabo una investigación titulada “Resistencia festiva. Fiesta de San Antonio de Padua en Tanguí (1996-2008) en el contexto del conflicto armado”. En este trabajo, publicado en un libro por la Editorial Uniclaretiana en 2019, con ojos de misionero, de chocoano, de afrocolombiano, de músico, de investigador, de fiestero y jugador de dominó, de educador y atrateño de pura cepa, José Oscar desglosa la estructura de la fiesta de Tanguí y nos muestra y explica -a dúo con las voces de la gente de este pueblo de sus afectos, que es además el símbolo organizativo por antonomasia de COCOMACIA- sus elementos funcionales, de orden simbólico y ritual, y “explora los nuevos sentidos que aporta la fiesta a partir de la manera como este pueblo lee, interpreta y resignifica sus símbolos culturales y religiosos en una apuesta colectiva de resistencia, no solo frente al conflicto armado, sino también frente a todos los actores que por una u otra causa lo expulsan del propio territorio”, como lo dejó dicho en la introducción del trabajo.

En un gesto propio de su sencillez en las relaciones con el pueblo, de su compromiso real con el crecimiento integral de las comunidades y de su respeto por el conocimiento tradicional compartido por la gente, José Oscar llegó hasta Tanguí en junio de 2019 para entregarle a la gente su libro como memoria del trabajo compartido. En medio de una inundación, con los pantalones remangados y descalzo, aunque revestido con la casulla y la estola ceremoniales, José Oscar celebró solemnemente y con la gente la misa de San Antonio de Padua, en un templo anegado -como todo el pueblo- por las aguas del Atrato, que periódicamente se meten hasta las propias casas, no solamente porque el emplazamiento se sitúe sobre el dique natural, sino también como un recordatorio lustral de los orígenes de esta cultura de río y selva que desde hace más de 200 años ha garantizado aquí la vida.

José Oscar amaba ser misionero. Estaba convencido de que esta condición de identidad, desde la perspectiva claretiana original de atención a lo urgente, de modo oportuno y por medios eficaces, era una especie de llave maestra para la redención de la humanidad de sus postraciones morales, sociales, económicas, políticas, educativas y culturales; es decir, de todo lo que le impidiera a hombres y mujeres, a niñas, niños y jóvenes, tener dignidad, humanidad, bienestar, plenitud y goce de sus derechos. Por eso, para José Oscar, ser Rector, un rector cuya oficina siempre tenía literalmente las puertas abiertas, era ser misionero. Ser amigo era ser misionero. Ser docente era ser misionero. Ser consejero y asesor estratégico de las organizaciones de los pueblos indígenas y de las comunidades negras del Chocó y del Pacífico era ser misionero. Del mismo modo que ayudar a la sociedad regional a pensar el desarrollo, a analizar sus problemáticas y a proyectar su futuro, también era ser misionero. Y por eso, ser misionero era también mantenerse actualizado en cuanto a conocimientos y análisis de las ciencias sociales y humanas, de la educación y de la teología, de la filosofía y la antropología, de la música tradicional chocoana y de la danza folclórica que asimismo con gracia y destreza ejecutaba…; con el mismo entusiasmo con el que azotaba sobre la mesa las fichas del dominó, como buen atrateño promedio, en las jornadas de juego de los sábados con los compañeros de COCOMACIA ahí en la Carrera Tercera o con la gente de Tanguí y de Buchadó en los días de sus vacaciones que -sagradamente, como si fuera parte de su misión- sacaba cada año para volver a sentarse en un porche, en un patio, en la orilla, en una champa o en la puerta de una casa a -simplemente- ver al tiempo pasar en la corriente del río y en las palabras y risas y chistes de los parientes, paisanos y contertulios con quienes cada año retroalimentaba sus orígenes y su identidad.

También ser amigo, un amigo generoso, solidario y siempre presente, inmejorable consejero y sin límites leal, era parte de su identidad personal, como nos consta a quienes para nuestra propia fortuna lo fuimos. Parte sustancial de un ser humano que en los cincuenta y cinco años de vida que vivió alcanzó a trazar caminos propios y a sembrarlos con huellas de bondad e inteligencia, de compromiso y fraternidad, de esperanza y de una visión panorámica contagiosa y optimista del futuro, una visión que le permitió siempre sobrepasar las adversidades y ver más allá de las barreras que se interponían entre el bien y el mal, para encontrar medios y caminos a través de los cuales fuera posible avanzar.

Los Claretianos, cuyo compromiso con el Chocó es admirable, pierden un buen misionero. Las comunidades pierden un aliado permanente y un consejero inmejorable. Uniclaretiana pierde un Rector cálido, cercano y eficaz. La chirimía chocoana pierde un músico, compositor y director. Los bailes de pellejo pierden un enamorado del pasillo chocoano. El chiste chocoano, que más que chiste es un cuento extenso y narrativo, elocuente y detallado, con una que otra pizca de humor que depende de las habilidades del narrador, pierde uno de sus mejores intérpretes. Los cantos fúnebres propios y tradicionales de las comunidades negras, como las salves y alabaos, pierden un admirador ferviente y un defensor preclaro. Los líderes indígenas pierden un impulsor constante de su formación profesional. San Antonio de Padua, el de Tanguí, el de los siete milagros al día, ni uno más ni uno menos, pierde uno de sus más entusiastas celebrantes y uno de sus más fieles devotos.

Gracias por tu vida, amigo y hermano José Oscar. Tu ejemplo nos servirá de guía a quienes transitamos por la historia y la memoria de estos ríos y estas selvas, de estas calles pantanosas y polvorientas, al lado de este pueblo y esta gente que -como tú- cada día y desde hace siglos, ha logrado el triunfo de la vida en medio de las adversidades y la muerte. Estarás siempre en nuestra memoria, en ese rincón del alma en donde se encuentran reunidas y departen todo el día, aún en nuestras horas de sueño, las mejores cosas de nuestras vidas, nuestras mejores vivencias, nuestros mejores recuerdos.