lunes, 31 de octubre de 2022

 75 años de vida departamental

-Chocó político-administrativo. IGAC 2019-

El Chocó cumple setenta y cinco años, tres cuartos de siglo, de haber sido creado como departamento, mediante la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947, firmada por Mariano Ospina Pérez como presidente de Colombia y Francisco de Paula Pérez, fundador del periódico El Colombiano, de Medellín, como ministro de Hacienda.

Cuarenta años antes, mediante el decreto Nº 1347, del 5 de noviembre de 1906, expedido por el presidente Rafael Reyes y que en su quincuagésimo primero y último artículo establecía su vigencia desde el 1º de enero de 1907; había sido creada la Intendencia Nacional del Chocó, mediante la reunión en una sola figura administrativa de las dos provincias coloniales de la región chocoana: San Juan y Atrato, con capitales en Istmina y Quibdó; las cuales eran hasta ese momento parte del Estado soberano del Cauca y, por consiguiente, administradas desde Popayán.

Durante las cuatro décadas de vida intendencial, el Chocó alcanzó del gobierno central en Bogotá la atención que hasta entonces no había recibido en toda su historia, debido a factores preponderantes como la importancia económica que cobraron las riquezas mineras, madereras, de fauna y flora, de sus pródigos bosques para los inversionistas extranjeros que en tropel ansioso llegaron hasta acá desde lugares del mundo tan remotos como Rusia, tan ávidos como los Estados Unidos, tan misteriosos como el Imperio Otomano. La importancia de la región creció sustancialmente debido también a los recelos y temores que aún estaban presentes por la pérdida de Panamá. Así que Colombia hizo todo lo posible por integrar, a la nacionalidad única que el conservatismo dominante promovía, esta lejana frontera, situada en medio de una selva que -desde la mirada andina- podía ser muy rica, pero era también inhóspita e ignota. Ello se tradujo en el establecimiento efectivo de la institucionalidad pública del país en la región, la construcción de obras civiles que pusieran a Quibdó y a Istmina a tono con el nuevo siglo, y que garantizaran su relación y comunicación permanente con la también distante Bogotá; al igual que el desarrollo de programas de fomento agrícola y programas de saneamiento y de salud pública, liderados por médicos especialistas en estos tópicos.

Entre todas las acciones adelantadas durante los cuarenta años de vida intendencial del Chocó, que precedieron el momento de la departamentalización; hay una que es probablemente la de mayor impacto y trascendencia en el futuro de la región: la creación y puesta en marcha de programas destinados a universalizar la educación básica y a facilitar el acceso a educación terciaria y superior del talento nativo de la región, incluyendo a las mujeres; con carácter y recursos públicos. Beneficiarios directos de estos programas, especialmente el programa de becas para educación superior en las mejores universidades públicas del país, son los integrantes de aquella generación que nació con el siglo XX y con la Intendencia del Chocó, una generación que posteriormente transformaría para siempre los destinos del Chocó, asumiría las riendas de su historia y lideraría la construcción y puesta en marcha de un proyecto sociopolítico regional de resonancia e impacto nacional, que encontró en la educación el pilar fundamental de su desarrollo y en la transformación de la intendencia en departamento el núcleo generador de acciones comunes en torno a la chocoanidad como identidad propia en lo social, en lo territorial y en lo racial. Algunos miembros de esta verdadera pléyade de chocoanos a carta cabal son: Jorge y Reinaldo Valencia Lozano, nacidos en 1890 y 1895; Sergio Abadía Arango, nacido en 1895; Eliseo Arango, Osías Lozano Quintana y Ricardo Echeverry Ferrer, nacidos en 1900; Dionisio Echeverry Ferrer, nacido en 1.901; Alfonso Meluk Salge, nacido en 1.903; Ramón Mosquera Rivas, nacido en 1905; Diego Luis Córdoba, Manuel Mosquera Garcés y Adán Arriaga Andrade, nacidos en 1907; Gabriel Meluk Aluma, nacido en 1.908; Demetrio Valdés Ortiz, nacido en 1909; Daniel Valois Arce, nacido en 1.910; Primo Guerrero Córdoba, nacido en 1.911; Ramon Lozano Garcés, nacido en 1913; Aureliano Perea Aluma, nacido en 1.915; entre otros prohombres, que no solamente se movilizarán para que el Chocó alcance la categoría departamental, sino también para impedir que al poco tiempo de ser creado fuera repartido por la dictadura de Rojas Pinilla entre sus vecinos antioqueños, vallunos y caldenses, que con ese fin brindaron su apoyo a la deleznable iniciativa gubernamental.

Ramón Lozano Garcés, Demetrio Valdés Ortiz,
Adán Arriaga Andrade, Próspero Ferrer, Diego Luis Córdoba,
Primo Guerrero y Aureliano Perea Aluma.
Quibdó, ca. 1960.
FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

El 1934, Adán Arriaga Andrade y Vicente Barrios Ferrer, Intendente Nacional y Director de Educación Pública de la Intendencia, transforman para siempre la educación en el Chocó. Mediante un Acuerdo del Consejo administrativo de la Intendencia, del 8 de marzo de ese año, se crean sendos colegios intendenciales para señoritas en Quibdó e Istmina; y se declara público el acceso a todos los establecimientos educativos existentes entonces en la región. Igualmente, por iniciativa de Arriaga y Barrios, accedieron a educación pedagógica profesional y moderna un grupo de hombres y mujeres del Chocó que se convertirían en artífices de la modernización y actualización de la oferta educativa regional. Viajaron a Bogotá, con ese fin y patrocinados por la Intendencia y el gobierno de López Pumarejo, María Dualiby Maluf, Judith Ferrer, Carmen Isabel Andrade, Eyda Castro Aluma y Margarita Ferrer Cuesta; así como un grupo de hombres que, como ellas, serían después notables educadores: Nicolás Rojas Mena, Marcos Maturana Chaverra, Ramiro Álvarez Cuesta, Saulo Sánchez Córdoba, Vicente Ferrer Serna y Nicolás Castro Aluma. Y a Popayán viajaron, con similares propósitos, Tulia Moya Guerrero, Edelmira Cañadas, Julia Sánchez, Clara Rosa Perea, Tita Quejada, Visitación Murillo, Teresa Campos, Digna Asprilla y Josefina Rodríguez.[1]

De este modo, cuando el Chocó es erigido departamento, sus condiciones económicas e institucionales son suficientemente halagüeñas, aunque prevalezcan condiciones de desigualdad y exclusión de grandes masas campesinas, rurales, semiurbanas, de población negra, y los pueblos indígenas sean aún tenidos como simples objetos de cristianización y castellanización, como puntas de lanza para su aculturación y adscripción forzada a una supuesta única nacionalidad colombiana. Aun con este pesado lastre, la llamada generación chocoanista ha logrado poner en el centro de las preocupaciones, del interés e incluso de la admiración de Colombia, dadas sus dotes y su brillo intelectual en diversas esferas de lo público, a la región chocoana; de modo que la creación del departamento tiene abierta buena parte del camino, aún con los tropiezos que hubieron de ser superados antes de hacer realidad este sueño de autonomía regional.

Unos cuarenta gobernadores tuvo el departamento antes de que el sistema de nombramiento presidencial fuera suprimido y reemplazado por el de elección mediante voto popular; siendo Adán Arriaga Andrade, quien ya se había desempeñado exitosamente como Intendente Nacional, el primer chocoano en la lista de gobernantes de la nueva entidad política, administrativa y territorial, cuya creación resumió el sueño de aquella generación de profesionales chocoanos. Durante las dos décadas transcurridas entre la creación de la entidad departamental y el incendio que devastó a Quibdó el 26 de octubre de 1966, cuál más, cuál menos, los gobernadores del Chocó, junto a los alcaldes municipales cuyo nombramiento era de su potestad, dieron continuidad a la idea de seguir haciendo del Chocó una región a tono con el siglo XX y favorable al bien común. 

Pero, otros vientos y modos de hacer política empezaban a soplar y a tomar su espacio en la vida política nacional y regional. Ramón Mosquera Rivas, connotado intelectual por cuya analítica pluma pasaron la mayor parte de los problemas del Chocó en todos los órdenes, gobernaba al Chocó durante la reconstrucción de aquel Quibdó que, como un sueño, se había esfumado en un amanecer luego de toda una noche de fuego implacable y permanente, el 26 de octubre de 1966. Si bien luego de él también hubo chocoanos comprometidos seriamente con el bienestar de la tierra nativa y su gente, incluyendo la primera mujer que accedió a este cargo, Dorila Perea de Moore; algo  de fondo había ocurrido y no precisamente porque el incendio se lo hubiera llevado: algo que había empezado a impedir, cual rémora inamovible, el avance de esta embarcación llamada Chocó, la cual, 75 años después de haber sido convertida en departamento, más parece un corcho varado en un remolino que una nave en curso con pilotos apropiados y rumbo definido.


[1] Listas elaboradas a partir de información en: Caicedo M., Miguel A. Sólidos pilares de la educación chocoana. Mayo de 1992, Editorial Lealon. 75 pp. Pág. 32-33.

lunes, 24 de octubre de 2022

 Recuerdos del Incendio

*Así era la ciudad de Quibdó que destruyó el incendio del 26 de octubre de 1966. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

“Yo sé que cuando Quibdó desaparezca de las primeras páginas de los periódicos, de la pantalla de televisión, y la desgracia no sea más una noticia para la avidez y el sentimentalismo del público, entonces el Chocó volverá a desaparecer del mapa, cercenado, condenado a su negritud sin porvenir. Un manto de indiferencia y olvido caerá inexorable, con sus lluvias eternas, sobre la desolación de ese territorio.

 

Nadie volverá a pensar en Quibdó, en su pobreza, en su desamparo. Y esa indiferencia futura —y no sus escombros— es lo que constituye para mí el drama de su situación actual; que el Chocó es un drama eterno. El de antes del incendio, el de después, el de siempre. Y ese drama, hermano, no se resolverá con una estera de caridad, ni con un tarrito de leche Klim, ni con un recital nadaísta. Porque después de la estera y del tarrito de leche, ¿qué? Ese es el problema: lo que vendrá. O sea, la impunidad del hambre, la desesperación, la negra nada”. 

Gonzalo Arango, noviembre de 1966.[1] 

Cincuenta y seis años, toda una vida, se cumplen pasado mañana de aquel incendio que durante por lo menos ocho horas continuas consumió a Quibdó de sur a norte, desde la cabecera del pueblo hasta las inmediaciones del templo parroquial, que para entonces aún no estaba consagrado como catedral; en la noche del 26 de octubre de 1966, que fue una noche más bien oscura, aunque sin signo alguno de lluvia.

El famoso periodista Carlos Díaz Carrasco (El Mono Díaz) resumió así el recorrido del incendio y la visión que a los ojos del aterrado caminante ofrecía Quibdó al otro día:

“Las llamas iniciaron su avasallador paso por el almacén de Crescencio Maturana, ubicado en la parte sur de la Carrera Primera (Cabecera) y consumieron todo lo que encontraron hacia las carreras Segunda, Tercera y Cuarta (Yesquita) hasta la esquina de la Calle 25 con la Carrera Primera. El incendio duró hasta las 7 de la mañana del día 27. El espectáculo era dantesco, sólo escombros humeantes alteraban el triste panorama y unas personas apostadas en la zona miraban con tristeza en lo que habían quedado sus patrimonios después de tantos años de trabajo honesto”[2].

En su alocución del jueves 27 de octubre en la noche, a través de la Radiodifusora Nacional, Carlos Lleras Restrepo, quien aún no cumplía ni tres meses como presidente de Colombia, informó al país sobre lo ocurrido: “Cerca de una tercera parte de la población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones, los juzgados, etc.”[3]. Los estragos ocasionados por el incendio abarcaron también el área comercial, fabril y portuaria de la ciudad, y una significativa parte del área residencial, en donde vivían decenas de familias ampliamente conocidas y cuyas casas, en la gran mayoría de los casos, eran referentes e hitos de la nomenclatura urbana.

Un inventario de damnificados de aquel incendio, hecho por Armando Mosquera Aguilar, de memoria y a ojo e incluyendo indistintamente edificaciones, comercios y familias, es el siguiente:

“Familias conocidas lo perdieron todo. La heladería de Reinaldo Valencia, en la vía a San Vicente; la carnicería del paisa Parra; el aserradero de Pompeyo Paz; la tienda de Rafael Martínez (Colorado); el edificio y negocio de los Bechara; la farmacia de Jota Jota Jaramillo; el negocio de José Martínez; el cucurucho de Remojao; la familia de Gilberto Cano; la familia Henao; el negocio del Ñato Aquileo; el depósito La Confianza; la plaza de mercado; el hotel San Judas, de Miguel Toral y Carlota Murillo; la familia Zúñiga (callejón de la Paz); los negocios de Fernando Ramírez (Blanco y Negro); el hotel San Juan; Almacén La Prendería, de Tulio Rivera Vélez; almacén de Raúl Cañadas; compraventa de oro de Luis Vivas; librería y papelería Santacoloma; almacén Londres, de Luis Mosquera Aguilar (Carbonerito); el Palacio Nacional; el Palacio Intendencial; almacén Teflores, de Pastor Mosquera Aguilar; el Café Bola Roja; almacén Mi Casita, de Amelia Barrios Ferrer; la familia Arrunátegui; la familia Díaz Paz; almacén de Arnoldo López; almacén de los Valladares Osorio; almacén Familiar, de Vendo-Vendo; la bodega de Adriano Rivas, Panadería El Paisa; bodega de Epifanio Álvarez, negocio de Pedro Abdo García; tienda de Luis Ignacio Bejarano Benítez; la Choricería; Café Andágueda; Teatro y Heladería Quibdó; Almacén Gentleman, de Belisario Valencia (Chúpela); Almacén María, que administraba el profesor Heraclio Sánchez; almacén de Roberto Valdez; negocio de Pedro Porras; farmacia de Víctor Hugo Lozano; bodega de Calixto Castillo; trilladora de maíz del paisa Pacho; familia Osorio Dualiby; familia del paisa Tiberio Rivera; familia Posso; familia Barcha; familia García Ayala; y una veintena más de negocios y casas con algunos pequeños rebusques, que había en el Voladero de las Pavas y los puertos Platanero y del Chere”[4].

Área de la ciudad totalmente destruida por el incendio. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Mientras cosía en su máquina Singer, de pedal y mueble antiguos, de cuatro cajones -dos por lado- y en la mitad una gaveta con tres compartimientos; con una tapa que además servía como mesa de costura y plano de sostén de la tela o prenda que al momento se estuviera cosiendo, mi mamá lamentó docenas de veces aquel incendio descomunal. Sus ojos y los de sus amigas de toda la vida, como Marina Mejía, Astrid Henao y Zulma Morantes, se encharcaban cada vez que se encontraban y de la tragedia hablaban. A instancias del presidente Lleras Restrepo, el país conmovido hizo donaciones en efectivo a un Fondo de Remodelación de Quibdó creado por ley, así como donaciones en especie y en servicios de atención médica, que fueron llegando en aviones militares desde Bogotá; en camiones desde Medellín; y en barcos de cabotaje y lanchas de carga desde Cartagena, a través del río Atrato. El incendio de la capital del Departamento del Chocó, gobernado entonces por el Ingeniero civil y de minas Ramón Mosquera Rivas, ilustre hijo de Istmina e integrante de aquella pléyade de profesionales de la región que la reivindicaron en todos los ámbitos de la nación, fue noticia nacional durante varios días e incluso hasta esta orilla del Atrato llegaron corresponsales y fotógrafos para documentar el desastre. Esto no sucedía desde aquella ocasión en la que Gabriel García Márquez, para entonces periodista de El Espectador, vino a informar sobre el movimiento de protesta contra la desmembración del departamento que el General Rojas Pinilla -aupado por los interesados vecinos del Chocó- había decidido desde su despacho en Bogotá .

La ciudad entera era presa de la desolación y el desconcierto. Hermanos en la desdicha, los quibdoseños aún lloraban cuando amaneció el otro día, con lágrimas o sin ellas, contemplando las ruinas que todavía humeaban después de que las llamas se habían extinguido por sí solas, cuando no encontraron a su paso nada más por consumir y una leve llovizna en la madrugada aplacó un poco la temperatura. Ni San Pacho bendito, “nuestro padre y protector”, que a principios de siglo había obligado a las llamas de otro incendio a zambullirse en las aguas del río Atrato hasta desaparecer, había podido hacer nada para detener la desgracia esta vez. Quizás porque, como lo seguían afirmando algunos, Quibdó estaba pagando la maldición de un cura, proferida con todo el encono posible en la procesión solemne del 4 de octubre anterior.

Durante varios días, por lo menos la primera semana, nadie en sus cabales atinaba a saber qué hacer. Los adultos salían sin rumbo fijo a las calles, a deambular y contemplar nuevamente las ruinas del pueblo de su vida. Los niños jugábamos en donde podíamos, excavando el suelo con pedazos de palo dizque para ver si nos encontrábamos alguna moneda entre los escombros. La gente vivía con la sensación de haber perdido algo entrañable, así no hubiera perdido nada porque no tenía nada que perder o porque su casa quedaba tan lejos de las llamas que habría sido imposible daño alguno. Era la sensación, como lo oí decir en una conversación de gente mayor, un mes largo después del incendio, de saber que lo que se había quemado era parte de su historia y quizás nunca volvería a ser como antes fue. Calles, aceras, casas de madera de dos y tres plantas y llamativos balcones, tiendas y boticas, cacharrerías y cantinas, edificios públicos y puertos, de los que muchas veces no existía ni siquiera una foto completa para poderlos recordar más allá de la siempre huidiza memoria, conformaban el rápido inventario de aquel desamparo.

La Navidad de ese año fue una de la más tristes que la gente de entonces recordó el resto de su vida. En la noche del 24 de diciembre, al templo parroquial no le cabía un alma más. Devotos y no tan devotos se conmovieron oyendo un extracto del libro del profeta Isaías que tomaron como propio: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. Nunca antes el “Gloria a Dios en el cielo” y la proclama de que había nacido un salvador tuvo tanto sentido para la multitud conmovida que abarrotaba la iglesia y sus alrededores y que al final de la misa prorrumpió en un aplauso espontáneo. Media hora o más duró la despedida, a la salida del templo, de aquellos hombres y aquellas mujeres que no deseaban más que regresar, si fuera posible, a una vida sin los estragos del incendio.

Con la entrada del año nuevo, el panorama empezó a aclararse en cuanto a lo que haría el gobierno nacional por la ciudad y por los damnificados del incendio. El 17 de enero de 1967, el Congreso Nacional, presidido entonces por Manuel Mosquera Garcés, cuya familia también había sufrido los estragos de este infortunio, aprobó la ley primera de ese año, “por la cual se provee a la reconstrucción de las zonas devastadas por el incendio de Quibdó, y la ayuda a los damnificados por este mismo suceso”. Ocho días después, el 25 de enero, la ley fue sancionada por el presidente Lleras Restrepo, quien la firmó junto a sus ministros Abdón Espinosa Valderrama, de Hacienda y Crédito Público, y Misael Pastrana Borrero, de Gobierno. Escritas estaban en la ley todas las previsiones necesarias para el otorgamiento de créditos de vivienda, el reconocimiento de ayudas y subsidios, y otra serie de medidas para lo que el texto llamaba la remodelación de Quibdó.

Aunque gran parte de la remodelación se cumplió, no fue posible que Quibdó renaciera de sus ruinas y se levantara, así fuera con unacara nueva , para renovar sus viejas glorias. Más bien, y como si se tratara de un incendio sin llamas, lo que quedaba de la vieja ciudad fue desapareciendo y convirtiéndose en un inmenso, desordenado y sucio mercado en el que vivir ya no es posible y adonde solamente se va a comprar o a vender. La antigua arquitectura, de madera o de cemento, fue demolida estrepitosamente para darle paso a una cantidad absurda de esperpentos y adefesios sobre los que nadie con autoridad dice nada: cajones de cemento que más feos no podrían ser y de tantos pisos de altura como la cantidad de plata disponible le permita a los nuevos dueños de la ciudad construir.

Quizás únicamente la entrañable profundidad de un fado o la tristeza de un alabao podrían describir a cabalidad la tristeza inmensa que del pueblo quibdoseño de la época se apoderó durante tanto tiempo, desde aquella noche del 26 de octubre de 1966. Y su desolación al ver que, con el paso de los años, ni siquiera las ilusiones volvieron a nacer, pues -sin que mediara el menor pudor- metro a metro la ciudad pasó a manos de otros dueños cuyo emblema son sus negocios y ganancias individuales, y no el bien común que se edifica sobre los sueños.

Escenas del incendio de Quibdó en la noche del 26 de octubre de 1966. Abajo a la derecha, escena de la mañana del 27 de octubre. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.


[1] Arango Gonzalo. Chocó en llamas. Cromos N° 2.565. Bogotá, noviembre 28 de 1966, pp. 10-12. En: https://www.gonzaloarango.com/ideas/choco-en-llamas.html

[2] Carlos Díaz Carrasco. Monerías. Hechos y personajes. CD, sin fecha. Corte 6: El incendio de Quibdó.

[3] Alocución del Presidente de la República Carlos Lleras Restrepo a propósito del incendio del 26 de octubre de 1996 en Quibdó. En: https://www.senalmemoria.co/la-voz-del-poder/carlos-alberto-lleras-restrepo

[4] Mosquera Aguilar, Armando. Octubre 26 de 1966: “Incendio, incendio, se quema Quibdó”. Chocó 7 días, 30 de noviembre de 2020. https://choco7dias.com/octubre-26-de-1966-incendio-incendio-se-quema-quibdo/ La cita es textual, con excepción de la puntuación, que fue ajustada para mayor comprensión del listado.

lunes, 17 de octubre de 2022

 Alabaos

—Un homenaje al Encuentro de Alabaos,
Gualíes y Levantamiento de Tumbas,
de Andagoya (Chocó), en su 25ª versión—
Puesta en escena de la tumba de un difunto en el XXV Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas. Teatro 1º de Mayo, Andagoya-Chocó, 14-17 de octubre 2022. FOTO: Twitter, @Andagoyacultura.

Lámparas de querosín cuya llama se mueve y humea sobre las repisas en los rincones de la sala o velas que chisporrotean con el mínimo movimiento del aire denso o débiles bombillas tan escasas en vatios como en luz, iluminan la sala y sirven de referencia visual a quienes están en el corredor o en el patio de la casa, adonde llega de cuando en cuando poca o mucha brisa, según la época, desde la orilla del río silente. Discurre apacible el río, testigo inmenso de la vida y de la muerte de la gente, que en su cauce y sus orillas son los acontecimientos cotidianos desde que el mundo es mundo en estos rincones de recóndita selva. En el centro de la escena, presidiendo la tumba en cuya preparación se esmeraron todos, está el difunto rodeado de velas especialmente ubicadas para que le alumbren el camino y le alcancen la piedad divina en su viaje desde aquí hasta por allá. Un vaso de agua de fácil acceso evitará que sea la última sed de su vida la que lo vaya a detener en este paso imperativo que ahora debe dar y para apoyarlo en el cual todos lo han venido a acompañar.

Son noches largas, como el río en cuya orilla transcurren. Noches apacibles, con estrellas y luz de luna, unas veces; otras veces tormentosas, con tempestades y oscuridad. Pero, siempre, son noches llenas de gente a la que mueven solidaridades genuinas y tristezas verdaderas, unas y otras nacidas de las más hondas emociones y de la más profunda espiritualidad de seres, familias y comunidades que encontraron en la parentela extensa y en la fraternidad vecinal suficientes motivos para vivir la muerte de los suyos del modo como la viven; desde el más lejano antaño, desde aquellas noches de insomne barbarie, cuando encontraban en la muerte la única forma de libertad, porque permitía el regreso del alma a aquellos sitios de donde nunca los cuerpos habrían debido salir y adonde ya nunca -quizás- podrían regresar.

Y por eso son noches que deben ser vividas en su totalidad, segundo a segundo, minuto a minuto, de manera que no mengüe su eficacia como acompañamiento temporal y espacial a quien irremediablemente se está yendo de este mundo y por eso mismo se le debe ayudar a partir tranquilamente, levemente, sin más penurias que las de la propia muerte. A este propósito sirve el conjunto de la escena: rituales, cánticos, rezos y demás formas de compañía y auxilio para la partida actúan de modo sinérgico con el fin de remover del camino del difunto cualquier cosa que obstaculice o impida su marcha definitiva, incluyendo las lágrimas y el desconsuelo infinito de sus deudos, la ausencia del pariente que se fue lejos hace tantos años y quizás no alcance a llegar ni al entierro, la catanga de pesca que no alcanzó a revisar, la ropa que no alcanzó a lavar, la azotea que no terminó de desyerbar, los hijos que no alcanzó a terminar de criar, la silla Mariapalito que se le quedó sin ajustar, la gotera del techo que se le quedó sin tapar, los amores imposibles que nunca pudo concretar… Al fin y al cabo, por lejos que vaya, de la memoria de su gente nunca desaparecerá y de pronto su viaje sea más largo de lo que se piensa y su itinerario tenga como destino el lugar de origen de los ancestros primeros, al otro lado de ese océano que a veces no se conoce ni en los mapas. Caso en el cual, ¡albricias!, les llevaría noticias de acá a esos que viven más allá y que ni siquiera sabían de la existencia de los de acá.

Por eso, para que el difunto se sienta realmente acompañado y no abandonado a su suerte, exánime ahí entre su ataúd, son necesarios los murmullos de las charlas íntimas o de las conversaciones tejidas entre quienes hace tiempos no se ven; las risas e imprecaciones de quienes afuera de la casa toman tinto o aguapanela con limoncillo o con jengibre, beben biche o aguardiente anisado y cuentan chistes o juegan dominó; y los ronquidos asordinados de quienes se quedan dormidos en la madrugada y se entregan al sueño ahí mismo en la silla o en la banca en donde están sentados, como los niños hace horas lo hicieron en la cama de sábanas que para el efecto en el piso les tendieron. Es la vida transcurriendo al pie del ataúd que preside la tumba ritual de quien debe terminar de marcharse del todo de este presente, so pena de quedarse vagando atormentado en todos los rincones y momentos a los que ya no pertenece; rincones y momentos que, si él ahora no se va, terminarán eternamente perturbados con el tormento del difunto extraviado que busca en vano su camino. Dicha tumba, cumplida la novena noche, será levantada ceremoniosamente, marcando el punto y la hora de la despedida definitiva, del adiós para siempre de aquel que solamente desde el más allá podrá seguir siendo parte de los de acá.

Y quizás por eso, porque se trata de evitar que esta alma querida se convierta en una simple alma en pena, el silencio en el velorio solamente es total cuando -llegado el momento- murmullos, voces y ruidos de acompañamiento se transforman en rezos salmodiados y responsoriales, entonados de corrido por rezanderos de vieja data, que nacieron para el oficio cuando aún se decían las misas en latín y en latín se entonaban los responsos, cuando los curas todavía hablaban, regañaban y maldecían en aquel español de España tan incomprensible como pintoresco. Cada rezandero con su propia cadencia, cada rezandero con su propio latín, cada rezandero con su propia entonación; todos los rezanderos con el mismo sentimiento, con la misma intención de acercar al difunto a lo sagrado por la mediación de cada oración repetida y desgranada en su vieja camándula desgastada por docenas de rezos anteriores, con los ojos entornados de la misma manera, con el mismo énfasis en el amén, con el mismo porte de ministros religiosos por obra y gracia de su gente y únicamente para el servicio de su gente.

Terminado el primer rezo, cuando han transcurrido tres horas largas después del último vestigio de luz del crepúsculo, el silencio se agiganta hasta volverse descomunal, y se sacraliza hasta hacerse imponente y majestuoso. Acontece entonces el primer canto de alabao de la noche, transportado hacia el infinito por una voz inefable, usualmente más de contralto que de soprano y con el tono de un ángel del coro celestial a quien la noticia de la muerte hubiera apesadumbrado. La solemnidad del canto aumenta y su volumen total alcanza a llenar cada rincón del monte en la noche de velorio, apaciguando a las sierpes, conteniendo al demonio, adormeciendo a las fieras, cuando a la tesitura fina de la solista se suman los vibratos y falsetes naturales de un coro responsorial, casi siempre de mujeres, algunas veces incluyendo uno o dos hombres. Solista y coro forman entonces una armonía que hace aún más suntuosa la elegía, capaz de sosegar hasta las más hondas tristezas y de mitigar el dolor colectivo con los melismas improvisados de sus voces, que impregnan de sobrenaturalidad, de misticismo, cada recoveco del alma de quien escucha, hasta conmocionarle el ser y estremecerle la vida. Viajando a placer por la escala tonal, la armonía de voces -en perfecto contrapunto- resuena sobre la inánime humanidad del difunto, vibra sobre la superficie del cuerpo rígido para seguirlo guiando por el camino hacia su viaje definitivo, como lo había empezado a hacer el rezo; de modo que se vaya desprendiendo, nota a nota, estrofa a estrofa, de los rescoldos del ánima que aún le quedan y que lo sostienen aún en esta orilla donde sus ojos vieron por primera vez la vida y donde ahora, cerrados para siempre, acaban de verla por última vez y empiezan a acceder a los misterios de este tránsito existencial que es la muerte.

FOTO: Julio César U. H.

Los alabaos, cantos fúnebres de los pueblos negros del Chocó, son los mismos arrullos y romances del Pacífico afro del Sur de Colombia y de su extensión hacia Ecuador (Esmeraldas y Manabí) y Perú (Lambayeque, Piura, Yapatera, Chincha, Cañete). Nacieron de adaptaciones libres hechas del canon y del cantoral católico de las misas de los difuntos y de los santos; del triduo pascual de la Semana Santa, con énfasis en los tormentos y en las tristezas del día de la muerte de Jesucristo, que es el viernes santo, y de su resurrección el sábado santo a la medianoche; de las celebraciones a la propia madre de Dios, la Virgen María; y de las versiones populares del misterio completo de un Dios que es -a la vez- uno y trino; que mora en el cielo, pero que también fue niño y adulto en la tierra y, como la gente, tuvo familia y parientes.

De allí que los alabaos, en conjunto, incluyendo los gualíes, que son el equivalente cantoral para los velorios de niñas o niños; los romances, que relatan pasajes bíblicos o doctrinales, con intenciones de catequesis o recordación de tiempos litúrgicos especiales, como la Navidad o las fiestas del santoral; las salves, dirigidas a esos grandes amigos de la gente que son los santos y a la Virgen como gran protectora; los santodioses, hechos más como antífonas de invocación del poder divino, de su fortaleza y de su inmortalidad; sean una especie de síntesis doctrinal del catolicismo, de autoría más o menos colectiva y de funcionalidad litúrgica renovada y adecuada a sus necesidades por las propias comunidades; asignando a cada género una funcionalidad y un escenario precisos, en el ritual correspondiente.

Sus letras son básicamente paráfrasis de cosas escuchadas, cantadas y, así sea en escasas ocasiones, también leídas en misales y catecismos o en la biblia; interpretaciones y reinterpretaciones, adaptaciones o nuevas versiones de relatos bíblicos y de lecciones de doctrina; pero, en lenguaje de pueblo y de comunidad, de río y de parentela. De ahí que los alabaos conserven rasgos que les dan originalidad y que permiten diferenciarlos de las composiciones vernáculas del cantoral oficial de la liturgia romana, tales como su ritmo narrativo constante, que incluye la definición de personajes y la presentación de una historia, cuyo desenlace por lo general es positivo; al igual que su cercanía en el trato a los personajes sagrados: Isabel es santa, pero es también la prima de María, quien, además de ser la Virgen por antonomasia, es la mujer de su marido San José, y llora por su hijo, como madre que es; así como Jesús tiene primos hermanos y familia en Belén y también se entristece -y hasta llora- cuando sabe que se va a morir y no los volverá a ver…

Tan rico acervo literario, religioso, coral, musical, poético, doctrinal y teológico no fue creado en un solo momento estático, dado o predeterminado. No: este acervo nació progresivamente y sincrónicamente con el nacimiento de lo negro como autorrepresentación. Fue surgiendo simultáneamente con las nociones de familia y de parentela, el sentido de grupo, de comunidad y de pueblo; en un proceso que comenzó en los escenarios de adoctrinamiento religioso de las víctimas originales de la trata transatlántica, que a duras penas entendían lo que estaba ocurriendo y lo que les estaban diciendo; y se fue desarrollando paso a paso, estirpe tras estirpe, generación tras generación, de modo continuo, como parte del bagaje común que aquellos seres -que originalmente ni siquiera se conocían entre ellos- fueron instaurando y compartiendo como marcas o mojones simbólicos de una identidad que paulatinamente fue deviniendo en identidad común y compartida, fruto de su construcción colectiva, de la valiente reinterpretación de su sometimiento y su resignificación en la convivencia y la familiaridad como emblemas de libertad.

Proscrito históricamente de los espacios oficiales de la religión, el alabao halló refugio en el único escenario íntimo y privado, propio y autónomo: los ritos de muerte, donde podía escapar al control de los propietarios de los entables mineros y de las haciendas. Del dolor transformado en resistencia fueron naciendo los rituales fúnebres, fueron siendo construidos paso a paso, escena a escena, rito por rito, como un estricto protocolo de despedida para quien viaja hacia la eternidad y, de ese modo, se libra de los males de acá y puede regresar allá; como una especie de ceremonia de paso, durante la cual la profundidad del canto eleva las almas, incluida la del difunto, al plano de lo sacro, de lo desconocido, del más allá del poco se sabe, pero mucho se imagina. De manera que el difunto es guiado por el camino hacia su viaje definitivo por las sendas del misterio mediante los rezos y los alabaos, que son, todo en uno, elegía, letanía, salmo, coro responsorial, expresión pública de fe, manifestación de esperanza, narración de deseos colectivos, búsqueda de libertad y de trascendencia de quienes fueron privados de aquella por la fuerza y privados de esta mediante el pisoteo infame de su dignidad.

El querosín de las lámparas se ha agotado. Solamente queda una que medio alumbra, con una llama que se aferra a la humedad remanente de la mecha y contraría al viento frío de la madrugada. De las velas solamente quedó la mancha aceitosa de su presencia sobre la madera, con excepción de los cirios custodios del ataúd, que apagarse no pueden, pues el difunto perdería el rumbo en la oscuridad. El rezandero ha terminado con un latinajo bien echado en medio de la penumbra, que todos repiten con voz de recién despertados en las sillas y bancas en las que, desde el sueño, acompañaron toda la noche. La cantadora eleva hasta el infinito el último Santo Dios del velorio, que despierta a las criaturas en el monte y en el río, que sobresalta a los niños cobijados por el frío. El coro responde. La armonía se completa. La solemnidad impera. El sol empieza a asomarse y todos van saliendo, poco a poco, por tandas, para no dejar nunca solo al muerto, a bañarse y a cambiarse para el entierro, a quitarse de encima la incertidumbre y a revestirse con la certeza de que aquel ser bien querido ahora está bien ido.

Dios que es santo, Dios que es fuerte, Dios que es fuerte e inmortal, tienda su mano y acoja al hermano que en la caja de madera inerte yace, exánime en su oscuridad. Y María, su mamá también nuestra, que conoce el dolor de ver morir a un hijo, interceda por él, lo acoja y lo acompañe, su mano le tienda y le sirva de guía. Amén.

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Para Héctor Emilio Rodríguez Aguilar y todo el equipo organizador del Encuentro anual de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, en Andagoya, Municipio del Medio San Juan, Departamento del Chocó. Gracias por ayudar a mantener con vida los ritos de muerte de nuestra gente, por salvaguardarlos como patrimonio nacional de Colombia durante los últimos 25 años y por trabajar con denuedo y generosidad para su inclusión en la Lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad, administrada por la Unesco, en la que pronto esperamos ver inscrita esta valiosa manifestación de las comunidades negras de nuestra región.

lunes, 10 de octubre de 2022

 Quibdó,
Sueño y realidad arquitectónica

-Luis Fernando González Escobar 
y Fernando Orozco-

Portada de la publicación de Fernando Orozco M.
y Luis Fernando González Escobar.
 1994.
FOTO: El Guarengue.

Presentamos en El Guarengue fragmentos relevantes de la publicación que bajo este título fue realizada hace casi 30 años por los investigadores de la Universidad Nacional de Colombia Fernando Orozco M., Profesor, y Luis Fernando González Escobar, arquitectos ambos; en un momento en el que González -hoy doctorado en Historia y uno de los investigadores que más conocimiento ha producido en las tres últimas décadas sobre la formación social de la región chocoana desde la perspectiva arquitectónica y sociocultural- había culminado un trabajo auspiciado por el Instituto Colombiano de Cultura, Colcultura, titulado Patrimonio Arquitectónico de Quibdó en la primera mitad del siglo XX (1992), que se convertiría en el primero de una serie de maravillosos libros sobre estos temas y estas realidades de la chocoanidad.

González había llegado a Quibdó como parte del equipo de trabajo del Plan de mejoramiento de la microcuenca La Yesca, para el cual CODECHOCÓ (en ese entonces Corporación Nacional para el Desarrollo del Chocó) había contratado al Centro de Estudios del Hábitat Popular, CEHAP, hoy Escuela del Hábitat, de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Desde el principio, con ojo certero y avizor, Luis Fernando identificó los vacíos y carencias de material investigativo y documental acerca de la evolución arquitectónica y urbana de Quibdó, escenario en el cual halló de inmediato una vocación ineludible y vital que lo vincularía para siempre a la tierra chocoana, a su gente y a su patrimonio.

La publicación de Orozco y González fue originalmente el folleto o catálogo de presentación de una exposición fotográfica y textual titulada también “Quibdó, sueño y realidad arquitectónica”, que se llevó a cabo en 1994 en el auditorio del Banco de la República, cuya Área Cultural en Quibdó auspició y editó el trabajo, y cuyo Departamento Editorial tuvo a cargo la impresión y producción del folleto.

A falta de huellas materiales o vestigios de su arquitectura colonial, la investigación de Luis Fernando González, compilada en este trabajo conjunto con Fernando Orozco, da cuenta de las evidencias halladas sobre el devenir social y cultural, urbano y arquitectónico del asentamiento llamado Quibdó en la segunda mitad del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, cuya primera mitad será definitiva en la configuración histórica de toda la región chocoana y en el proceso de construcción de ciudad por parte de diversos sectores de una sociedad en proceso de construcción de su identidad y de un proyecto político regional.

El establecimiento de rutas regulares de navegación para el transporte de carga y pasajeros entre Cartagena y Quibdó, a través del río Atrato, como en la época colonial; y el temprano desarrollo de la aeronavegación comercial mediante los hidroaviones de la SCADTA, que también encuentran en el Atrato su puerto de llegada; son dos acontecimientos que contribuirán a que Quibdó establezca una conexión y una relación permanentes con el mundo, un tanto más sólida que la que sostenía con la lejana Colombia andina, a la cual poco acceso tenía por ausencia de vías expeditas, aunque de ella dependiera en materia política a partir de la creación del Chocó como Intendencia Nacional, desde 1907, y hasta 1947, cuando la región accederá a la categoría política y administrativa de Departamento, manteniendo a Quibdó como su capital.

Dichos acontecimientos marcarán la historia de este sueño en medio de la selva -que es Quibdó- como acertadamente lo nombran y nos lo muestran Orozco y González en este trabajo admirable, que fue quizás uno de los primeros resúmenes históricos de nuestro ascenso y apogeo como ciudad y como región en el siglo XX; y también de nuestro ocaso histórico, que empezó como un declive económico y terminó en una estruendosa decadencia política: declive y decadencia que coadyuvaron a nuestra actual y nunca del todo lamentada tragedia social. La lectura o relectura de este trabajo quizá logre sustraernos de la crudeza de nuestra realidad presente -incluyendo el adefesio arquitectónico y constructivo en el cual fue convertida toda la ciudad- y nos brinde nuevamente reflexiones y pistas sobre lo que fuimos, para imaginar lo que aún podríamos ser; como hace casi tres décadas, cuando el texto fue originalmente publicado.[1]

Julio César Uribe Hermocillo

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Quibdó, Sueño y realidad arquitectónica
-Luis Fernando González Escobar y Fernando Orozco-

PRESENTACIÓN

En el siglo XX es cuando se concretan y se esfuman gran parte de las aspiraciones de la población y de la región chocoana. La exposición y este catálogo pretenden, por lo tanto, al dar cuenta de los hechos arquitectónicos y urbanos más notables de este período, trazar una historia de esta región. Los pobladores de otras ciudades descubrirán en esta relación particular, cómo su historia regional se expresa y se conserva así mismo en su propio patrimonio, que es importante conservar.

El fenómeno cultural de Quibdó en el presente siglo puede acotarse en tres momentos claves que se enmarcan con acontecimientos políticos, económicos y físico-ambientales.

Un primer momento, entre 1907 y 1916 aproximadamente, es el de la unificación chocoana. Sus antecedentes se encuentran en épocas anteriores, pero sólo se concretan a comienzos del siglo con la creación de la intendencia como hecho político más importante.

El segundo momento llega hasta los años treinta y se caracterizó por la materialización de las empresas económicas, culturales y religiosas, así como por la presencia de signos y símbolos urbanos más estables. Obras de arquitectura religiosa, pública o privada, con acentos republicanos y vernáculos, proliferan en el paisaje urbano.

El tercer período arranca de los años treinta y se remonta hasta los años cincuenta y sesenta. Inicialmente surgen propuestas arquitectónicas nacidas de la modernidad: edificios como la Normal de Varones, la vieja sede del Banco de la República y el Edificio Nacional, hoy desaparecido, son buenos ejemplos del diálogo entre lo tradicional y lo moderno. En materia política, la creación del Departamento del Chocó, en 1947, sella las aspiraciones ideológicas de los prohombres quibdoseños y de la población en general.

En un segundo momento de esta etapa comienza a desdibujarse toda la fisonomía urbana por la acción de los factores adversos como el incendio de 1966 y la implementación de modelos que no guardan relación con el medio físico y social. Quibdó, como todas las ciudades capitales, ve desaparecer gran parte de sus áreas representativas como patrimonio cultural. No obstante, el valor expresivo, significacional y social, de los monumentos existentes en Quibdó en la actualidad, está a la altura de los más representativos del país. Por ello y por ser fieles testimonios de lo unido por una cultura, merecen protegerse adecuadamente.

EL SUEÑO DE LA MODERNIDAD, LAS BASES

El despertar del siglo XX sienta las bases del sueño de la modernidad en la capital chocoana. Varios acontecimientos marcaron el inicio de esta tendencia que se extendió entre la clase dirigente de la época, determinando tanto la arquitectura como la vida ciudadana.

En el orden político, la creación de la intendencia del Chocó mediante el Decreto 1347 de 1906, hecho realidad en 1907, señaló para la región un nuevo orden administrativo. Las provincias del San Juan y del Atrato formaron un solo ente jurisdiccional, dejando atrás la dependencia del Cauca, aunque con subordinación político-administrativa de Bogotá. Bajo esta situación se iniciaron una serie de obras intendenciales, especialmente en el ramo de las obras públicas, como fueron el camino hacia Antioquia, el saneamiento ambiental de Quibdó -con la desecación de pantanos- y la dotación de sedes institucionales inexistentes hasta entonces.

También en lo político se destacó el fusilamiento de Manuel Saturio Valencia, el último fusilado colombiano, ocurrido en Quibdó el 7 de mayo de 1907. Históricamente este hecho marca el inicio de los cambio sociales e interraciales en el Chocó, especialmente en su capital. La muerte del incendiario de Quibdó fue interpretada y asumida de forma muy diversa por distintos sectores de población, a lo largo del siglo XX; fundamental será su repercusión en el impulso social de la población negra hasta desplazar del manejo político-administrativo a las antiguas elites de dirigentes.

En términos culturales, el gobierno de Rafael Reyes incentivó la prensa con la introducción de una moderna imprenta, encomendada al manizaleño Carlos A. Orrego, impresor y maestro, quien ha sido considerado como el padre del periodismo chocoano. Pero, quizás el fenómeno cultural más importante de comienzos de siglo fue la llegada, el 14 de febrero de 1909, de los misioneros Claretianos. Con ellos se dio inicio a la Prefectura Apostólica del Chocó, creada el 28 de abril de 1908, según disposición del concordato del siglo XIX. Algunos de estos misioneros se dedicaron a actividades culturales como la música, el teatro y la arquitectura, destacándose entre ellos el Padre Nicolás Medrano y el Hermano Vicente Galicia.

Izquierda: Colegio Carrasquilla y Escuela Modelo (hoy Palacio Municipal). Derecha: Casa Bechara (Carrera 4ª x Calle 24) y Casa Castro (Carrera 1ª x Calle 30). Imágenes tomadas de la publicación original de Orozco y González (1994).

LA IDENTIDAD CHOCOANA

Los nuevos grupos económicos y sociales que, desde el decenio del ochenta del siglo XIX, hicieron su entrada al Chocó por el bajo y medio Atrato hasta llegar a Quibdó, lo hicieron silenciosamente. Su interés estuvo centrado en el manejo del comercio y la explotación maderera, agrícola, ganadera y minera.

Para los dos primeros decenios del siglo XX, los sirio-libaneses Meluk, Abuchar y Bechara, entre otros, fueron los dueños de las principales casas comerciales. De la unión de estos inmigrantes con los nativos chocoanos surgió además otro grupo social que se fue destacando en el campo intelectual, al reclamar su propio espacio en la creación de la identidad chocoana. Este conglomerado, más liberal de pensamiento que sus antecesores, fue abriendo una brecha en las ideas anquilosadas de la aristocracia dominante hasta comienzos de siglo.

Es destacable también, el ascenso social de los comerciantes negros que habían hecho fortuna en la minería y entraron de lleno a participar de las actividades comerciales. De este sector surgiría la nueva clase dirigente chocoana, aliada con los hijos de los inmigrantes.

La consolidación de la prensa desempeñó un papel fundamental en lo que se denominó la democratización de la cultura en Quibdó. Con la imprenta intendencial proliferaron las publicaciones, que llegaron a su clímax en el republicanismo, cuando surgieron alrededor de ocho periódicos. La prensa fue así el hilo conductor que introdujo la ansiedad modernista, la poesía, la novela, el cine y el automóvil. El mundo y su estremecedora guerra fueron vividos y seguidos a través del periódico A.B.C., fundado por Reinaldo Valencia, que sin lugar a dudas fue la radiografía de Quibdó entre 1913 y 1944, cuando desaparece.

En 1916, como consecuencia de la primera guerra mundial y de la revolución bolchevique, descendió la producción de platino en los montes Urales: el Chocó se convirtió en el mayor productor mundial de este mineral. Los altos precios concretaron en parte los sueños de progreso que se venían incubando. Crece la economía, aumenta la navegación fluvial a vapor, se fundan pequeñas empresas de gaseosas, pastas, jabones, muebles, hielo, etc. y surgen algunas empresas agroindustriales, como el ingenio de Sautatá.

El precio del platino le permitió al Chocó, y a Quibdó en particular, incorporarse en igualdad o en mejores condiciones a la dinámica de la economía nacional, que entonces se fundamentaba en los mercados regionales. Este hecho favoreció a las ciudades del Caribe y a las ubicadas en las arterias fluviales que conectaban con el mismo, como es el caso de Quibdó.

QUIBDÓ LA CIUDAD AMABLE

Quibdó, bautizada por la prensa extranjera como "ciudad amable" en razón de la cordialidad con la cual se acogía a los visitantes, recibió un flujo externo que varió los hábitos y costumbres de sus pobladores.

Procedentes de Europa y Estados Unidos llegaban los alimentos y los bienes de consumo, y antes que estos, los poetas, los novelistas y otros personajes. Por ello, no se hacía raro que las ideas desbordaran lo coloquial y la fragilidad formal de la población, para reclamar nuevos elementos que recordaran al menos los lejanos parajes civilizados.

Después del telégrafo y de la prensa en 1907, llegaron el cine en 1914, la luz eléctrica entre 1913 y 1920, el automóvil en 1921 y el hidroavión en 1923. Con ellos, el mundo estaba más cerca. Se acortaron las distancias y se agilizaron las comunicaciones, formando así parte del universo civilizado: desde el "claro en la selva" los chocoano eran ciudadano del mundo.

El gusto por lo francés y lo europeo fue incorporado en la vida diaria: la gestualidad, el vestir, el dialogar, etc., estaban cargados de amaneramiento exótico. Este hecho se vio reflejado en las famosas tertulias, denominadas "Rendez-vouz", como práctica del diálogo inteligente en bares de la ciudad.

PENSAMIENTO Y DESARROLLO URBANO

La concepción racional de la ciudad era en medio de la selva una contraposición al caos circundante: fue imperativo ordenarla de acuerdo con las nuevas exigencias.

El espacio público y las calles tomaron otra dimensión al incorporar nuevas actividades. La recreación, antes circunscrita a la vivienda, se convirtió en acto social que requirió una escenografía urbana. Los lugares fundamentales de la nueva vida social de Quibdó fueron entonces la plaza Centenario y la quebrada la Yesca y, entre estos dos, la calle como elemento conector. La plaza, herencia colonial sin elemento significacional alguno, pasó a ser el parque, como escenario de múltiples rituales de la vida republicana, enmarcados por las rejas, por los árboles y por la presencia del templete que acogía la banda de músicos. La retreta fue la disculpa para mostrarse, para la galantería y el amor festivo. Para cumplir este ritual alrededor del parque, era necesario vestirse según los dictámenes de la última moda, así fuera confeccionada en el taller de Ruperto Asprilla que mantenía "la última moda de París".

El espacio público como elemento nucleador e identificatorio de los nuevos aires de chocoanidad se expresó en cinco parques para los inicios del decenio de los años treinta: el parque Benjamín Herrera, el Jorge Isaacs, la Plaza Tomás Pérez, el parque César Conto y el parque Centenario. En este último se implantó el templete a César Conto en 1923, notable por ser el primero en recrear elementos de la historia chocoana. En año posteriores se completó el amoblamiento con nuevos elementos, como el obelisco erigido en honor de los padres de la patria o el monumento que honró la memoria de Diego Luis Córdoba.

La calle, de ser un simple conector vial, alcanzó la dimensión de alameda o avenida. Entonces fueron famosas la Alameda Reyes (por Rafael Reyes) y la Alameda Istmina o avenida Boyacá. Estas calles en tierra fueron arborizadas con árboles simbólicos como el ciprés, durante la marcha del árbol de 1919. En otros casos, como en la Alameda Istmina, se colocaron columnas neoclásicas a lo largo del recorrido.

A partir de las nuevas vías, la ciudad se expandió al Oriente y al Norte. En 1924 se propuso el plan de urbanización del barrio norte, como una especie de suburbio para las nuevas elites, los comerciantes.

Más que la expansión urbana, la connotación simbólica de este hecho significó el triunfo de la ciudad sobre las condiciones adversas del territorio, pues para edificar hubo de hacerse el suelo desecando pantanos y abriendo selva.

PENSAMIENTO Y DESARROLLO ARQUITECTÓNICO

Quibdó heredó del siglo XIX una arquitectura en madera que fue enriquecida en los primeros decenios del siglo XX. Su limitado repertorio formal fue aumentando con la capacidad económica de sus moradores.

Las casonas de la calle primera, por ejemplo, mostraban amplios salones con pinturas que simulaban cortinajes, columnas y cielorrasos del siglo XIX. En las fachadas se incorporaron frontones y portales de madera y balcones cada vez más vistosos, dotados de rejas metálicas importadas.

Los comerciantes negros en ascenso y el pueblo en general adoptaron también de diferentes maneras estos lenguajes, tratando de rivalizar con las minorías blancas y mulatas.

Los adalides de la renovación arquitectónica trataron de impedir la construcción de casas pajizas, pues era inconcebible que, al lado de las casas modernas y en momentos en los cuales el alumbrado público estaba por instalarse, se permitieran edificaciones de baja calidad. La ideología del cambio y la modernidad exigió que los dirigentes implantaran sobre el tejido urbano edificaciones gubernamentales que fuesen representativas de esta nueva ideología. Más allá del hecho funcional se debían buscar formas simbólicas que dignificaran el nuevo paisaje urbano.

Las ideas estaban claras y los materiales en cierta forma también eran conocidos. El cemento, por ejemplo. se introdujo desde 1916, y entre 1922 y 1923 ya se habían pavimentado la calle de la Paz, hoy carrera primera y la calle segunda. Se habían constituido también las llamadas "fábricas de piedra artificial" o prefabricados de concreto.

El Hospital San Francisco de Asís (izquierda), además de su llamativa y funcional arquitectura, fue en su momento un modelo de atención de la salud pública de los quibdoseños y chocoanos. La navegación a vapor entre Cartagena y Quibdó fue fundamental para el desarrollo urbano, cultural, arquitectónico y económico de la ciudad y la región. Imágenes tomadas de la publicación original de Orozco y González (1994).

LA ARQUITECTURA INSTITUCIONAL Y LOS SÍMBOLOS URBANOS

La administración quiso suplir la ausencia de sedes institucionales mediante la construcción, a comienzos del siglo, de un vasto programa de edificaciones públicas. A partir de 1908 y sucesivamente se erigieron el mercado, el matadero, la casa consistorial, la cárcel y posteriormente el hospital. Pero la gran mayoría de estos edificios fueron construidos en madera y sin ninguna trascendencia simbólica para la comunidad, con excepción quizás de la casa consistorial o casa de gobierno, por lo cual pasaron inadvertidas.

Las edificaciones que dieron rienda suelta a las aspiraciones más cosmopolitas y europeizantes de la población vendrían con la penitenciaría y la Escuela Modelo. Ambas obras fueron concebidas en un lenguaje historicista, con acentos neoclásicos, por el ingeniero catalán Luis Llach Llostera. Fueron iniciadas en forma paralela en 1923, bajo la dirección constructiva del mismo Llach, llegando a convertirse en las primeras edificaciones construidas totalmente en concreto, hacia 1926.

Con el diseño en este mismo año de los pilonos egipcios de acceso al cementerio de San José, por parte del mismo Llach, se abrió para los moradores el sueño historicista, plasmado en la novela Quibdó (1925).

La educación participó también de este sueño historicista con el edificio destinado para el colegio Carrasquilla, construido como un homenaje a Ricardo Carrasquilla, prohombre quibdoseño, en el centenario de su nacimiento. Esta obra, iniciada en 1926, tardó en construirse 16 años.

En 1930, después del incendio de la sede de la Prefectura Apostólica, se encargó un nuevo diseño al ingeniero Luis Llach. Este realizó un proyecto a partir de un patio en claustro, con claras influencias mediterráneas. Esta obra, notable por su calidad espacial y finura en los detalles, fue encomendada al Hermano Claretiano Vicente Galicia, quien inicia labores en 1931, las cuales son concluidas en 1942 por una firma barranquillera.

Es significativo de este período que la gran mayoría de los diseños fueron encargados al ingeniero Llach y que la labor constructiva estuviese a cargo del hermano Vicente Galicia y del maestro Rodolfo Castro Baldrich.

Este ciclo historicista se cierra de manera anacrónica en 1946 cuando se da inicio a la construcción de la catedral San Francisco. Esta obra de poco valor arquitectónico, producto del ingeniero chocoano Oscar Castro, se terminó, aunque no a cabalidad, en 1979.

Todo el proceso que hemos enunciado en Quibdó discurrió paralelamente con el historicismo propio de las ciudades colombianas en los primeros decenios de este siglo. En su evolución dejó en Quibdó un cuerpo arquitectónico no muy numeroso, ni de tan altas calidades estilísticas como en otras ciudades, pero sí representativo de los ímpetus culturales de una región, con algunos ejemplos notables, como es el caso del Palacio Episcopal.

[…]

EL RACIONALISMO, OTRA AVANZADA GUBERNAMENTAL

En 1932, el gobierno central construyó el Edificio Nacional con diseño del arquitecto Rafael Ruiz. Este edificio, si bien mezclaba elementos historicistas con elementos geométricos Art-Decó, fue el punto de partida para una arquitectura racionalista que, manejada desde las oficinas de Bogotá, impulsó el empleo de los conceptos en boga.

Luego fue el Banco de la República quien en 1938 construyó su sede con un claro lenguaje racionalista. Volúmenes de una geometría pura, exenta de cualquier decoración, contrastan con las casas de madera de dos pisos sobre el parque Centenario.

La avanzada continuó el mismo año, con la Escuela Normal de Varones, diseñada por el arquitecto Alberto Wills Ferro, el mismo que diseñó la Biblioteca Nacional. Su propuesta constituyó un proyecto de nuevo lenguaje para la población, con intención de acertar con el medio ambiente a través de su cubierta y patios claustrales. Estas tres edificaciones, de las cuales sobreviven dos, son la impronta racionalista que dejó el gobierno nacional.

Tras de estos ejemplos van otros proyectos, entre los cuales se destaca el de la zona escolar[2], un edificio simple, discreto, pero de un claro manejo de las condiciones medioambientales de la ciudad. Este proyecto del Hermano Galicia, a pesar de los añadidos posteriores, es un buen ejemplo de respeto por la ciudad y el ciudadano.

Ya a finales del decenio de los años cincuenta, cuando el Chocó es departamento, en el gobierno de Gustavo Roja Pinilla se plantean tres proyectos importantes para la ciudad: los denominados ocho pisos, cinco pisos y el hotel Citará. Estas edificaciones, con influencias de Le Corbusier, y especialmente el Ocho pisos, se convertirán en símbolos, no tanto por sus calidades arquitectónicas, como por su condición de referentes espaciales al romper la silueta de la antigua ciudad de máximo tres pisos. Su calificativo de "Ocho pisos" representa la valoración de su importancia en altura, por encima incluso de la catedral.

[…]   


[1] Aunque disponemos de la versión impresa original del folleto, los textos han sido tomados de la versión de dicha publicación digitalizada por la Biblioteca Luis Ángel Arango, en julio de 1994 y publicada posteriormente en la Biblioteca Virtual del Banco de la República: Quibdó, Sueño y realidad arquitectónica. Fernando Orozco M., Luis Fernando González Escobar. Banco de la República, Área Cultural. Exposición, Quibdó, 1994. 36 pp.

https://babel.banrepcultural.org/digital/collection/p17054coll18/id/465/

[2] Se refiere al conjunto arquitectónico conocido popularmente en Quibdó como Barrio Escolar, el cual fue demolido hace unos años, para construir en su lugar uno de esos edificios gigantescos que ahora llaman “megacolegios”.

lunes, 3 de octubre de 2022

 San Pacho 2022
-10 años como patrimonio de la humanidad-
Afiche oficial de San Pacho 2022
y Procesión franciscana del 4 de octubre de 2008
(Foto: León Darío Peláez)

Este  miércoles 5 de octubre culmina la edición 2022 de las Fiestas de San Pacho o Fiestas de San Francisco de Asís, en Quibdó, una manifestación cultural que existe desde hace 374 años y cuyo formato ritual o estructura básica actual data de hace un siglo. Las festividades de este año coinciden con el décimo aniversario de su inscripción, en diciembre de 2012, en la lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, de la Unesco[1].

La inscripción de manifestaciones culturales en la denominada Lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad (La lista) es una decisión que el Comité Intergubernamental para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial (El comité) toma anualmente, a solicitud de los estados partes interesados -por intermedio de sus respectivas autoridades culturales nacionales-, en el marco de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, que fue aprobada por la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, en su 32ª reunión, celebrada en París del 29 de septiembre al 17 de octubre de 2003; y que Colombia suscribió en el año 2008[2]. Conforme a lo prescrito en el artículo 16 de la Convención, la Lista es mantenida y publicada por el Comité “para dar a conocer mejor el patrimonio cultural inmaterial, lograr que se tome mayor conciencia de su importancia y propiciar formas de diálogo que respeten la diversidad cultural”[3].

Dicha inscripción no es, pues, como a veces se pregona erróneamente, un galardón o premio que se otorgue periódicamente a algunas manifestaciones, por méritos superiores, dentro de una competencia o concurso; sino un reconocimiento a determinados atributos de las mismas, que las hacen merecedoras del aprecio universal y del compromiso de su preservación como parte integrante del acervo cultural del conjunto de la humanidad, especialmente por su potencial de “enriquecer la diversidad cultural y la creatividad humana”[4]. Reconocimiento este al que siempre, sin falta, se llega por solicitud formal de las entidades culturales nacionales de cada estado parte de la convención, en nuestro caso, el Ministerio de Cultura, y el completo cumplimiento de los requisitos de postulación y nominación establecidos, previo análisis de la documentación por el Comité y los expertos que este tenga a bien comisionar para su estudio.

San Pacho fue considerado e incluido en La lista durante la 7ª sesión del Comité, que se reunió del 3 al 7 de diciembre de 2012 en las oficinas centrales de la Unesco en París. Formó parte de un grupo de 36 nominaciones, entre las cuales fueron también consideradas e incluidas en la lista las prácticas culturales asociadas a la elaboración de sombreros de paja toquilla (los famosos sombreros Panamá), en Ecuador; las manifestaciones artísticas del carnaval de Recife, en Brasil; el repentismo como arte poético de la improvisación y su acompañamiento musical tradicional, en Cuba; los diablos danzantes del Corpus Christi, en Venezuela; la lutería de violines en Cremona (Italia); los cantos corales de Klapa, en Dalmacia (Croacia); la fiesta mayor de San Ignacio de Moxos, en Bolivia; las prácticas y expresiones culturales vinculadas al balafón, de las comunidades senufo de Malí, Burkina Faso y Costa de Marfil, y más de veinte manifestaciones adicionales de igual número de países. El comité que tomó dichas decisiones estaba integrado por representantes de los siguientes estados partes de la convención: Albania, Azerbaiyán, Bélgica, Brasil, Burkina Faso, China, República Checa, Egipto, Grecia, Granada, Indonesia, Japón, Kirguistán, Letonia, Madagascar, Marruecos, Namibia, Nicaragua, Nigeria, Perú, España, Túnez, Uganda y Uruguay.[5]

Previo a este reconocimiento universal, San Pacho había sido incluido en la lista equivalente del ámbito nacional, por parte del Ministerio de Cultura de Colombia, mediante la Resolución Nº 1895 del 20 de septiembre de 2011 (firmada por la entonces ministra Mariana Garcés Córdoba), "por la cual se incluye la manifestación Fiestas de San Francisco de Asís, o San Pacho, en Quibdó (Chocó) en la Lista representativa de patrimonio cultural inmaterial del ámbito nacional y se aprueba su Plan Especial de Salvaguardia"[6].

Tanto en el ámbito nacional como en el mundial, la inclusión o inscripción de una manifestación cultural en la lista representativa es una medida de salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial, que busca promover el respeto universal del mismo y la sensibilización sobre su importancia, en los planos local, nacional e internacional, para generar reconocimiento recíproco entre manifestaciones culturales, comunidades, grupos, individuos y sociedades como protagonistas, sujetos o portadores de las mismas, al igual que cooperación y asistencia en todos los niveles para cumplir estos fines, que en el caso de la Convención de la Unesco están fijados en su artículo 1º.

Ser patrimonio cultural inmaterial de la humanidad demanda, pues, de las manifestaciones que son consideradas como tales, compromisos, medidas y acciones óptimas para el cumplimiento de dichos fines y objetivos. Así que, al cumplirse diez años del reconocimiento a San Pacho por parte de la Unesco, sería oportuno adelantar una evaluación serena, constructiva y autocrítica sobre tópicos tan importantes como la comunicación que de la fiesta se está haciendo, la cual pareciera carecer de herramientas y procesos de fondo en cuanto a la generación, producción y divulgación de contenidos, al alcance de la humanidad entera, que le permitan a cualquier usuario en cualquier lugar del mundo entender los elementos simbólicos, materiales e históricos que le dan a esta fiesta su valor patrimonial universal.

Un recorrido por los medios informativos públicos actuales de las Fiestas de San Pacho o Fiestas de San Francisco de Asís, de Quibdó, que mañana llegan a su fin con la solemne procesión franciscana y pasado mañana con la ceremonia de bajada de banderas, hace evidente que las fiestas carecen hoy por hoy de una estrategia de comunicación que vaya más allá de la difusión de información básica sobre lugares, sitios, horarios y programaciones de eventos de la fiesta, y del registro parcial fotográfico o videográfico y la difusión de uno que otro de estos eventos. Esta carencia constituye una seria limitación en materia de los compromisos y tareas institucionales que demanda el hecho de que la fiesta haya sido inscrita -hace ya 10 años, que se cumplen en diciembre de 2022- en la lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, de la Unesco; tareas y compromisos que en su mayoría, en casi todos los aspectos, incluidos los componentes de comunicación, divulgación y educación, están contemplados en el Plan especial de salvaguardia de las fiestas, PES.

El último mensaje de la cuenta de Twitter de las Fiestas de San Pacho (@SanPachoBendito) es del 28 de diciembre de 2021. El penúltimo es del 19 de septiembre y anuncia la lectura del bando inaugural de las festividades del año pasado. Esta cuenta, que se anuncia como establecida desde 2011, alberga material desde el año 2016; pero, no contiene nada nuevo desde las fechas antes indicadas. En sus datos de identificación, la cuenta incluye un vínculo a la web de las fiestas (www.fiestasdesanpacho.co) que no conduce a ninguna parte: “No se puede acceder a este sitio” es la respuesta de la internet.

Gran parte de la actividad informativa de las fiestas, en su edición 2022, se concentra en una página de Facebook identificada como “Fan Page Oficial de las Fiestas de San Pacho, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad”, en la que se publican múltiples fotografías, piezas promocionales y un video diario, por cada barrio al que le corresponden las actividades festivas. Se incluyen también una dirección de correo electrónico para contacto, el vínculo inactivo a la inexistente web y un vínculo a una cuenta de Instagram en cuya identificación se lee: “¡Bienvenidos al Perfil Oficial de las Fiestas de San Pacho!”. Esta cuenta, en la cual se publican casi los mismos contenidos que en la de Facebook, tiene cerca de 3.000 seguidores y en ella se han publicado a diario, desde agosto, cuando las llamadas alboraditas, fotografías, videos y material gráfico promocional de San Pacho 2022. La cuenta alberga igualmente material gráfico de años anteriores, desde el año 2016, y en su portada incluye también el vínculo disfuncional a la inexistente web de las fiestas.

San Pacho 2022. Imágenes: Facebook Fiestas de San Pacho.

Es innegable la importancia que tiene este cubrimiento informativo oficial, a través de Facebook y de Instagram, tanto para su fin intrínseco de mantener al día a los usuarios de estos medios como para que la entidad que tiene a su cargo la coordinación de las fiestas mantenga su carácter de fuente principal de información sobre las mismas. Igualmente, son innegables la vistosidad y el colorido de los diseños del material promocional de la fiesta, así sus contenidos dejen de lado elementos simbólicos elementales, como -en el caso de este año- darle realce al décimo aniversario de la declaratoria de patrimonialidad de la Unesco e incluir en todas las piezas promocionales el dato de que la fiesta se lleva a cabo en Quibdó, Chocó, Colombia. Es innegable también la utilidad informativa que tiene la difusión de uno que otro testimonio de líderes barriales acerca de tópicos clásicos como la bandera y la historia del barrio, las invitaciones a la convivencia y la paz, y la divulgación del lema franciscano de Paz y bien.

No obstante los elementos positivos indicados, y reconociendo de entrada que la cantidad y periodicidad de contenidos informativos sobre las fiestas de San Pacho se incrementó sustancialmente en los diez años que han transcurrido desde que fueron incluidas en la lista patrimonial de la Unesco; es importante señalar que la información proporcionada no tiene carácter universal, pues únicamente es del todo comprensible para quienes ya conocen la fiesta y saben de sus eventos, especialmente para los propios sujetos de la misma, es decir, los sanpacheros presentes y ausentes. De resto, quien no conozca las fiestas de San Pacho o a duras penas tenga una noción sobre estas, se pierde en el colorido mar promocional de las mismas sin captar la esencia de lo que le están informando, pues la información que se le ofrece carece de elementos que le permitan entender y captar dicha esencia: es información pertinente para iniciados y conocedores, no para sujetos exógenos. De ahí que sea tan frecuente la confusión consistente en equiparar la fiesta de San Pacho con un carnaval similar a otros de reconocida universalidad como el de Río de Janeiro y el de Barranquilla, ya que gran parte de la información gira en torno al colorido del vestuario o caché de las comparsas y al alborozo del bunde; en detrimento de otros componentes de singular y al parecer olvidada trascendencia, como los disfraces o puestas en escena o alegorías que cada barrio transporta en carroza en el recorrido de su día, elementos estos que, evidentemente, han sido desplazados de la escena por las lujosas y carnavalescas comparsas.

Diez años después de su reconocimiento como patrimonio de la humanidad, hay preguntas que una evaluación de la fiesta debería responder. ¿No valdría la pena que la Fiesta de San Francisco de Asís o San Pacho, en Quibdó, contara con una estrategia integral de comunicación institucional, más allá de un par de cuentas divulgativas en Facebook y en Instagram, y superando los anacronismos de la visión instrumental…? ¿No sería importante que se retomara la construcción y mantenimiento de un sitio web con un diseño apropiado a los fines de divulgación universal, a toda la humanidad, del valor patrimonial de esta manifestación cultural de la chocoanidad; como parte de la estrategia de comunicación y de una política de documentación e investigación de la fiesta? ¿No ayudaría a la divulgación del valor patrimonial de la fiesta elaborar una publicación conmemorativa en formato de lujo y con contenidos de alta calidad de la celebración de la misma durante los diez años transcurridos desde su inclusión en la lista de la Unesco? ¿Qué tanto se ha avanzado, desde la fundación responsable de la administración de la fiesta, en la estructuración del Museo Franciscano, en la recuperación de la memoria material y documental dispersa y en la puesta en marcha de una política sobre investigación y documentación de las Fiestas, tal como se establece en el PES y en la resolución del Ministerio de Cultura que la declaró patrimonio nacional?

La experiencia de la web que hace unos años existió y funcionó sería básica para proyectar una nueva web, un portal o sitio, en donde se almacenara suficiente documentación gráfica, visual, auditiva, textual, de carácter documental, histórico, conceptual, además de noticias de la actualidad sanpachera y micrositios barriales. De modo que San Pacho estuviera disponible en el mundo entero al alcance de un clic y los contenidos de la web -en español y en inglés- contribuyeran a ilustrar a los usuarios y potenciales visitantes sobre la trascendencia y valor patrimonial de la fiesta. Superar el reduccionismo noticioso y esa especie de endogamia informativa que caracteriza a la comunicación actual de la Fiesta de San Pacho en Quibdó sería una contribución invaluable a la salvaguardia de la fiesta y a su conexión con el país y el mundo, para que el resto de la humanidad conozca y sienta esta fiesta como parte de su patrimonio cultural inmaterial.

Imágenes: Facebook Fiestas de San Pacho.



[1] La decisión del Comité de la Unesco de inscribir a San Pacho en la lista representativa de patrimonio cultural inmaterial de la humanidad puede consultarse en: https://ich.unesco.org/en/Decisions/7.COM/11.9

[2] El texto completo de esta convención se puede leer en: https://ich.unesco.org/es/convenci%C3%B3n

[3] UNESCO. Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. Capítulo IV. Artículo 16. En: https://ich.unesco.org/es/convenci%C3%B3n

[5] La lista completa de las nominaciones que fueron consideradas por la Unesco en la misma sesión que la Fiesta de San Pacho puede consultarse aquí: https://ich.unesco.org/en/11-representative-list-00520

[6] La Resolución Nº 1895 del 20 de septiembre de 2011, del Ministerio de Cultura puede consultarse en: https://www.mincultura.gov.co/prensa/noticias/Documents/Patrimonio/09-Resoluci%C3%B3n%201895%202011%20San%20Pacho,%20Quibd%C3%B3.PDF