lunes, 28 de diciembre de 2020

 Aquellos 31...

Foto: Julio César U. H.

“Dos besos llevo en el alma,
que no se apartan de mí:
el último de mi madre
y el primero que te di”.
La Llorona. Canción popular mexicana

Daba gusto salir a cumplir esa maratón de repartición de saludos de Año Nuevo, que comenzaba en el vecindario más próximo, en las casas adyacentes y en las del frente, y que se iba prolongando según el rumbo, el sentido y el itinerario que los afectos marcaran, hacia el barrio y más allá, hacia el resto de aquel pueblo grande que era Quibdó hasta hace unos 40 años. Era la noche del 31 de diciembre. El pueblo entero le cabía a uno en los pies, así que bastaba una caminata más o menos larga para cubrir cada rincón de la geografía vital del alma de uno, en la madrugada del 1º de enero, a partir de la primera hora del Año Nuevo, acabado de nacer en medio del bullicio feliz de familiares, amigos y vecinos.

Aún no eran las motos ni los carros ni el miedo los que gobernaban las calles y la vida de la gente. Aún era posible salir despreocupadamente a esas horas, sin pensar que fuera a ocurrir algo diferente a recibir decenas de saludos de conocidos y desconocidos en el recorrido espontáneo y tradicional de quienes, cada año, caminaban hacia donde aquellos parientes y amistades a los que era costumbre saludar esa misma noche o de quienes salían a dar una vuelta larga por los contornos de su casa, simplemente para compartir el jolgorio que el año nuevo traía consigo. Había quienes olvidaban cerrar sus casas antes de irse; pero, no importaba, pues los vecinos las cuidaban con el rabo del ojo, con la mirada que de vez en cuando desviaban del estallido de la pólvora que en el cielo se explayaba.

Sancochos de carne o de pescado, arroces con pollo, mondongos y atollaos, con carne caleña y carne ahumada, pasteles de arroz aún calientes y muchas delicias más se compartían en medio de la madrugada. En aquellos platos de loza blanca, con florecitas coloridas en los bordes, de las vajillas chinas que llegaban por el Atrato en las lanchas provenientes de Cartagena, los manjares navideños se recibían de las generosas manos de sus propias cocineras, las señoras de las casas, quienes ahora emperifolladas, alhajadas y maquilladas, peinadas y arregladas, le servían a uno con gusto y generosidad; mientras sus maridos e hijos le sumaban unos cuantos tragos de anisado al delicioso banquete. Aparte de los abrazos, los buenos augurios y la sabrosa charla, que en las noches frescas de luna acontecía en el andén, al borde de la calle, y en las de lluvia ocurría en la sala de la casa, mientras escampaba -si era que escampaba-, que al fin y al cabo tampoco era que importara, pues entre charla, canto y baile se pasaba muy bien la velada.

Se respiraba un afecto como de familia grande, como de inmenso vecindario, con una generosidad que alcanzaba para brindar a los demás lo propio sin ansias de recompensa o contraprestación. Un afecto que era el único motivo de todo. Un afecto que era el principal sostén de la paz y de la tranquilidad con las que aún se vivía la vida en aquel Quibdó. Una tranquilidad y una paz que -avanzada la madrugada- podían ser todo lo bulliciosas, coloridas y desordenadas que son las cosas que se viven con alegría, pero nunca estridentes ni deslucidas, nunca molestas o perniciosas.

¿Cuántos primeros besos, cuántos abrazos profundos y cuántas caricias primeras se estrenaron en esas madrugadas de bienvenida al Año Nuevo y despedida del Año Viejo? Con inevitable nostalgia y con un abrazo de los muchos que en el 2020 no pudimos darnos, desde El Guarengue -sinceramente- les deseamos un ¡Feliz Año Nuevo!

lunes, 21 de diciembre de 2020

 Navidades


Aunque en los últimos años se haya puesto de moda pregonar que la Navidad es algo insustancial, que celebrarla es casi una bobada o que son simples paparruchas, como diría Ebenezer Scrooge, el viejo amargado del Cuento de Navidad, de Charles Dickens; la Navidad sigue siendo una especie de licencia temporal y múltiple para evocar y soñar, celebrar y sentir nostalgia, brindar por la vida y recordar. A quienes aún quieran tomarse esta licencia, y con un afectuoso saludo de Navidad, El Guarengue les ofrece cuatro relatos navideños para compartir con las niñas y los niños que aún esperan que un ser fantástico viaje desde los lugares de la imaginación a traerles regalos en nombre del nacimiento de la vida.

 Leyenda islandesa de los 13 hombrecitos de la Navidad

https://noloseytu.blogspot.com/2017/12/los-13-duendecillos-de-la-navidad.html 

Cuenta la leyenda que en Islandia habitaban hace mucho, mucho tiempo, unos jovencitos muy bajitos llamados jólasveinarnir, a los que les gustaba gastar muchas bromas a los niños, hasta el punto de atemorizarles. Todos ellos eran hermanos, hijos de una ogra, pero cada uno tenía una particularidad. Eso sí, les encantaba esconderse entre las rocas, la nieve o los glaciares.

Los niños tenían auténticas pesadillas y, cada vez que veían a alguno de estos jólasveinarnir o enanitos, salían corriendo a esconderse en sus casas.

Enfadados con esta actitud, los habitantes del lugar decidieron pedir ayuda al rey. Al principio, éste no les escuchó, hasta el día en que sus propios hijos recibieron la burla de estos hombrecitos. Harto de esta situación, decidió castigarles de esta forma: si no querían ser desterrados de por vida de Islandia, debían llevar un regalo a cada niño, un día al año, como recompensa por todo el mal que les habían hecho.

Los hombrecitos, que eran 13, acordaron llevar los regalos antes del 25 de diciembre. Y como eran 13, la Navidad comenzaría trece días antes del día 25. Cada uno de ellos debía recorrer un largo camino hasta la casa de un niño. Pero, como seguían siendo un poco traviesos, además del presente dejaban también una travesura. Además, decidieron que sólo dejarían regalos en forma de juguete, libro o dulce a los niños que se habían portado bien. A los que se habían portado mal, les dejaría... ¡una patata!

Por si eso no fuera poco, también acordaron no renunciar nunca a su carácter travieso y burlón. Durante esas dos semanas previas al 25 de diciembre, los hombrecitos gastarían bromas en cada hogar. Y como son invisibles, podrían hacerlo sin disimulo.

Y así es como, desde entonces, los niños islandeses no reciben la visita de Papá Noel, sino la de 13 Papás Noel o 13 hombrecitos que deciden cada Navidad si dejarán regalo o una patata a los pies del abeto navideño de cada hogar y que de paso gastan alguna que otra broma para dejar constancia de que pasaron por allí.[1]

La Befana, leyenda de Navidad de la 'reina maga' de los niños italianos

https://www.mamalisa.com/
images/song_types/la_befana_song.gif

Cuenta la leyenda que, cuando los Reyes Magos iban hacia Belén para llevarle regalos al Niño Jesús, se extraviaron en el camino, pues perdieron de vista por un momento la brillante estrella que les guiaba, porque unas nubes muy oscuras ocultaron su estela.

Desesperados, los Reyes Magos comenzaron a preguntarle el rumbo a todas las personas que encontraban por el camino. Primero fue un pastor, que no supo contestar. ¿Una estrella?, preguntó extrañado el pastor... ¡Si con estas nubes no se ve ninguna!

Andando por el mismo camino, los Reyes Magos se encontraron con un niño, que tampoco supo contestar a su pregunta: Había una estrella muy brillante en lo alto del cielo, pero hace un rato que dejé de verla y mis papás nunca me dijeron dónde está ese sitio que buscáis... ¿Belén?...

Los Reyes Magos continuaron preguntando a diferentes campesinos del lugar, pero ninguno supo contestar... y justo cuando ya estaban a punto de perder las esperanzas, cuando comenzaban a pensar que estaban realmente perdidos y no llegarían a tiempo de ver al Niño Jesús, se encontraron con una anciana de cabellos blancos y ropa muy oscura: La Befana.

Los niños del lugar le tenían miedo e incluso la llamaban 'bruja Befana', porque siempre estaba sola y andaba con ayuda de una vieja escoba por caminos muy largos y misteriosos. Pues fue justo la anciana Befana la única que les pudo decir a los tres Reyes Magos qué camino seguir hacia Belén, ya que de tanto andar una vez la anciana Befana consiguió llegar hasta Belén.

Para agradecerle su ayuda, los tres Reyes Magos invitaron a la anciana a seguir el viaje con ellos hasta Belén, pero ella rehusó. Más tarde, la anciana Befana, arrepentida de haber dejado pasar la oportunidad de ver al recién nacido, salió en busca de los Reyes Magos, pero ya era tarde, y no consiguió dar con ellos. Fue entonces cuando decidió regalar un dulce a todos los niños que se encontraba en su camino, con la esperanza de que algunos de ellos fuese el Niño Jesús.

Desde entonces, todos los niños reciben en navidad un regalo sorpresa o dulce de la anciana Befana, en recuerdo del día en el que nació el Niño Jesús.[2]

La doncella de la nieve, una leyenda de Navidad rusa 

Snegurochka, La doncella de nieve (1899), de Víktor Vasnetsov.
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/5f/Vasnetsov_Snegurochka.jpg. 

En algunas de las zonas más frías de Rusia, Papá Noel no llega cargado de regalos, sino que es Ded Moroz, un anciano muy parecido a Papá Noel, quien reparte los presentes en todos los hogares.

Ded Moroz era un anciano alto, corpulento y con una larguísima barba blanca. Además, era muy bondadoso. Le encantaba contemplar la sonrisa y la carita de felicidad de los niños en Navidad. Un día se le ocurrió que cada final de año cada niño, además de recibir la llegada del año nuevo, también recibiría un regalo. Pero, Ded Moroz era ya muy mayor y era mucho trabajo para él. Así que pidió ayuda a su nieta, Snegúrochka. Ella era una hermosa hada, hija del hada de la primavera y de Frost, señor de la escarcha. Su pelo era blanco y suave como la nieve, y sus ojos tan claros y azules como el cielo cuando no había nubes. Así que un día el anciano le propuso lo siguiente a su nieta:

- Snegúrochka, se me ha ocurrido una idea-, le dijo a la joven.

- Dime abuelo, ¿de qué se trata?

- ¿Qué te parece si por año nuevo dejamos una sorpresa a cada niño? Pero no pueden vernos..., si no, ¡no sería una sorpresa!

- Uy, es mucho trabajo, abuelo, pero... ¡es una idea fantástica! ¡Me gusta!

Así que ese año comenzaron a poner en marcha su idea. Ded Moroz vestía de rojo. Le encantaba llevar una enorme capa roja que le había confeccionado su nieta. Ella vestía de azul. Era su color favorito. El anciano llevaba muchos meses fabricando un trineo de madera y al fin lo tenía preparado. buscó sus mejores troicas (unos caballos típicos de Rusia) y empezaron a recorrer la zona para llevar regalos a los niños.

Desde entonces, el abuelo del frío (como comenzaron a llamar a Ded Moroz) y la doncella de la nieve reparten cada año a todos los niños juguetes y regalos que les hacen, por un día, los niños más felices del planeta.[3]

La historia de Tomte, el gnomo de la Navidad


Cuenta una leyenda muy antigua que en la zona de Escandinavia (Suecia, Finlandia y Noruega), Papá Noel decidió pedir ayuda para repartir los regalos a los niños a un gnomo muy habilidoso, pequeño y saltarín, llamado Tomte. Y esta es su historia.

Tomte vivía tranquilo en su frío hogar escandinavo, escondido en medio de un frondoso bosque. No llegaba al metro de altura y tenía una larga barba blanca. Le encantaba salir de vez en cuando en la época de Navidad, para contemplar la felicidad de las familias.

Y también le gustaba ayudar a los demás sin que le vieran: se encargaba de devolver las ovejas descarriadas a su granja, o de iluminar -con ayuda de sus amigas las luciérnagas- un claro del bosque para que ningún aldeano se perdiera. A Tomte le encantaba ver la cara de felicidad de todos aquellos a los que ayudaba.

Una gélida noche de invierno, Tomte había salido a pasear y de pronto vio a un reno en apuros. Su pata había quedado atrapada entre unas ramas. Le pareció un reno muy extraño: ¡tenía la nariz roja como un tomate! Tomte no se lo pensó dos veces y acudió en su ayuda. Y así fue como de pronto se encontró cara a cara con Papá Noel. Acababa de aterrizar con su trineo y su querido reno Rudolph había introducido sin querer su pata entre unas ramas. Tomte le ayudó a liberar su pata y Papá Noel se quedó pensativo. Llevaba toda la noche repartiendo regalos y estaba cansado. El pequeño gnomo le ofreció a Santa un chocolate caliente. Le invitó a su humilde morada y estuvieron un buen rato compartiendo anécdotas.

A Papá Noel le pareció que Tomte era la persona ideal para ayudarle y decidió que esa noche le acompañara para aprender cómo era su trabajo. A Tomte le encantó. Disfrutó sorteando obstáculos en las casas al dirigirse hacia el árbol de Navidad, andando de puntillas para no despertar a los niños. Le gustó tanto que pidió a Santa dejar los últimos regalos de Navidad. A Papá Noel le pareció bien. Estuvo observando con discreción... Y así fue cómo se dio cuenta de que Tomte era efectivamente el ayudante que estaba buscando. Así que esa misma noche, y sin perder tiempo, Papá Noel ayudó a Tomte a hacerse un trineo. Solo que, al no tener un reno como Rudolph, su trineo no podría volar.

Desde entonces, Papá Noel delega cada año su trabajo a Tomte y este pequeño gnomo es el encargado, gracias a su trineo y a las indicaciones que Papá Noel le dio en su día, de llevar todos los regalos a los niños escandinavos.[4]

lunes, 14 de diciembre de 2020

 Mil emberas con miedo

Ocaso. Foto: Julio César U. H.


Han pasado más de diez días desde que fuera asesinado, en circunstancias tan oprobiosas como escalofriantes, uno de los líderes organizativos y comunitarios de la zona, quien hasta el año pasado ejerció como Gobernador del Resguardo Indígena Río Valle y Boro Boro. Ante lo aterrador del hecho, el pánico cundió en medio de la selva y las cuatro comunidades indígenas embera del área rural del Municipio de Bahía Solano, donde ocurrió el crimen, no hallaron más salida que desplazarse de inmediato al Corregimiento de El Valle, el poblado de mayor importancia del municipio después de Ciudad Mutis, que es la cabecera y sede de la Administración Municipal.

Según datos oficiales, son 195 familias integradas por 906 personas, entre ellas más de 200 niños. Proceden de cuatro comunidades indígenas: El Brazo -a la cual pertenecía el líder- Pozamansa, Boro Boro y Bacurú Purrú, donde -según informó la Defensoría del Pueblo- ocurrió el homicidio. Aunque están padeciendo hambre y su hacinamiento en la sede de una institución educativa de El Valle es literalmente un caldo de cultivo para la eclosión de todo tipo de enfermedades, incluyendo el consabido y temido Covid-19; en medio de llantos que salen del alma, con voces entrecortadas y resecas de dolor, hombres y mujeres no reclaman nada diferente a que los dejen vivir en paz en sus territorios.

No queremos más violencia. Queremos es paz. Por nuestros hijos, por nuestros bebés que tenemos en sus manos, las mamás están sufriendo. En estos momentos estamos asustados, porque nunca había pasado esto. Necesitamos es paz, no más violencia, no más, no más violencia, señores, no más. No más violencia en nuestro territorio. Los indígenas no queremos eso”, grita una mujer embera, transfigurada por el dolor, desgarrada por el sufrimiento, en medio de una marcha de las comunidades desplazadas por las calles encharcadas del corregimiento de El Valle. “No quiero ver más sangre derramada, sangre inocente”, proclama otra mujer, que termina con los ojos anegados de llanto.

Como lo han expresado tanto en embera como en español, si el país así lo quisiera, bien podría incluso no darles nada. Bastaría con que los dejaran vivir tranquilos, en sus tambos, en su monte, en su río, en sus playas y manglares, en sus cascadas, en sus colinas, en su territorio. Eso sería suficiente. Y, aun así, sin nada adicional a la tranquila soledad en la que han transcurrido miles de sus noches desde que la vida es vida entre la gente de este pueblo ancestral, ellos continuarían preservando su territorio para la humanidad, como lo han hecho desde que tienen memoria, obteniendo del mismo básicamente lo necesario para hacer posibles sus vidas y las de las generaciones por venir.

Desde el primer momento de esta infamia, el Alcalde y el Personero Municipal de Bahía Solano, la Gobernación del Chocó y otras autoridades locales y regionales, así como la Defensoría del Pueblo desde Bogotá, han hecho lo que está en sus manos para atender esta emergencia humanitaria, para paliar en lo posible esta descomunal tragedia humana desencadenada por el asesinato de Miguel Tapí. Pero, es muy poco lo que está en sus manos, sobre todo si las manos son locales y regionales; pues ni siquiera cuentan con provisiones de emergencia suficientes para facilitar condiciones higiénicas y medianamente cómodas de alojamiento, alimentación y atención integral en salud a estos casi mil indígenas que viven hoy el desplazamiento forzado.

Por ello, todas las autoridades locales y regionales, cada una a través de sus propios conductos y contactos, individualmente y en conjunto, se han dirigido insistentemente al gobierno nacional, cuya respuesta inmediata, típica y predecible, fue hacer presencia militar en la zona del crimen, en esos caseríos desolados de donde -expulsados los indígenas- solamente han quedado las voces de la selva, el silencio triste y descomunal de los jai o espíritus que presiden la vida en el territorio embera. Como si sus armas y su parafernalia de guerra fueran a servir de algo allí donde ahora no hay gente.

Como siempre, la guerra estaba advertida. El 22 de abril de 2020, un poco más de seis meses antes del asesinato del exgobernador embera, la Defensoría del Pueblo le entregó al gobierno colombiano, a través del Ministerio del Interior, la “Alerta Temprana de Inminencia N° 016-2020, debido a la situación de riesgo que afrontan los habitantes de los barrios Chambacú, El Poblado, Las Conchitas, Barrio Nuevo y Las Brisas; y los corregimientos El Valle, Huaca, Bahía Cupica y la vereda Playita Potes del municipio Bahía Solano, Chocó, por la disputa territorial entre las AGC, el grupo armado de crimen organizado Los Chacales y el ELN[1]. El documento, firmado por el entonces Defensor del Pueblo, Carlos Alfonso Negret Mosquera, incluye la localización geográfica del riesgo, en la cual se puede ver claramente la delimitación resaltada tanto de los corregimientos y los barrios del área urbana, como de los consejos comunitarios y de los resguardos indígenas amenazados.

Como siempre, la alerta no fue debidamente atendida: la muerte llegó antes que las medidas de defensa de la vida, a pesar de lo detalladas que fueron la exposición de los hechos y las diez recomendaciones del documento para las diversas autoridades e instancias de todos los ámbitos. Y no fue atendida, quizás, porque en el fondo, así ahora se refiera a ellos con el lenguaje y las formalidades impuestas por la Constitución Política de 1991, el gobierno sigue tratando a los indígenas como si en Colombia aún rigiera la Constitución de 1886. De hecho, ni siquiera ha llegado la ayuda que los funcionarios locales y regionales de Bahía Solano y del Chocó han pedido insistentemente después de que ocurrió el crimen que pudo evitarse, para atender a estos casi mil emberas que fueron forzados a dejar sus comunidades y a salir huyendo. Estos casi mil emberas que vinieron a refugiarse, a esconderse, en un pueblo sin capacidad para albergarlos, porque no solo son muchos, sino que es muy grande su miedo como para sumárselo al que ya tienen los habitantes locales del corregimiento de El Valle.


lunes, 7 de diciembre de 2020

 Quibdó

Quibdó. Foto: Julio César U. H.

Unos dicen que 120. Otros que 130. Que 140 dicen otros. Las cifras varían -según quien las diga- cuando se trata de contar los muertos ajenos. Como en este caso, cuando se trata de llevar la cruel contabilidad de los homicidios ocurridos en Quibdó durante el año 2020. Una contabilidad cuyo haber diario frecuentemente aterra y espanta, incluso a las autoridades, que cada tanto entienden que, aunque sea solamente eso lo que hagan, tienen que decir algo. Y entonces vuelven a hacer los mismos anuncios de siempre, que concluyen siempre en lo mismo: en nada. Y repiten las promesas de la vez anterior sin tomarse ni siquiera el trabajo de renovar las palabras, para que lo que dicen no parezca una grabación o un cuento viejo mil veces contado o un discurso vano mil veces echado; un cuento y un discurso repletos de epítetos inocuos frente al mal que con ellos se descalifica; un cuento y un discurso hechos de lugares comunes y adornados teatralmente con vacuos gestos de autoridad, de una autoridad que ellos saben que no tienen, por lo menos en esta materia y en este lugar.

Duele Quibdó. Con un dolor lacerante, que convierte el alma en un reguero de cosas malucas, tristes, desesperanzadoras. Un dolor que no cesa, un dolor agudo, un dolor punzante. Un dolor cuyo único paliativo es un placebo: rememorar los tiempos en los que a los niños nos regañaban por cerrar las puertas de las casas, que se abrían desde que la gente se levantaba y se cerraban cuando se acostaban, en muchos casos solamente con una tranca de palo o una endeble aldaba. Cuando el robo de una gallina, para un sancocho de borrachos de amanecida o para la jugarreta de unos escolares en vacaciones, era el acontecimiento judicial del mes. Cuando robar marañones, zapotes, guamas, lulos o guayabas del solar vecino era más una aventura que un delito. Cuando la vida era sagrada, literalmente, a pesar de la pobreza y otros males.

Duele Quibdó. Y el dolor aumenta a niveles de agonía cuando uno recuerda que así, en un estado que los mayores llamaban santa paz, eran las cosas en Quibdó hace nomás 50 años; aun con los estragos del incendio de octubre de 1966 y las graves carencias que condujeron a la llamada huelga de agua y luz, de agosto de 1968. Porque, aunque había grandes sectores de la población que carecían de todo, las soluciones de sangre nunca fueron la salida.

Y entonces uno se pregunta a qué horas este pueblo grande metido a ciudad se convirtió en esta vorágine dolorosa, en este melancólico Far West. En esta mezcla desproporcionada y espeluznante de comuna medellinense, bonaverense y caleña, en donde las puertas y ventanas se cierran en cuanto oscurece, para dar paso al pánico, que ocupó el lugar de la música, de los sueños y del silencio. En esta desgracia inmerecida en virtud de la cual, poco a poco, cada quien tiene un muerto por quién llorar, un desterrado a quién extrañar, una vida por la cual temer, un silencio qué guardar para evitar problemas, una rabia y una impotencia que toca saber manejar para disminuir el envenenamiento del alma.

Y entonces uno se pregunta cómo y por qué las autoridades, que viven de pregonar lo contrario y fueron creadas para evitar que pasara lo que pasa, permitieron que en Quibdó esto llegara hasta donde ha llegado. Y cómo y por qué la gente, cuando de votante ejerce, elige, vuelve a elegir, reelige y vuelve a reelegir, a quienes ellos mismos llaman “los mismos con las mismas”, que son quienes no han podido impedir que esto que pasa -y que duele tanto- siga pasando y doliendo.

Quizás nunca sabremos cuántos son realmente los muertos. Cuentan en los barrios que hay muertos que mueren sin que nadie sepa que murieron y que desaparecen después de muertos, como si nunca hubieran estado vivos. Y al número de muertos que finalmente se establezca habría que añadirle los muertos en vida, que son quienes padecen la zozobra cotidiana de saber que, en cualquier momento y sin razón válida alguna, más pronto que tarde, una bala -perdida o no- puede alcanzarlos y quitarles la vida. O mandarlos a la otra vida, como suelen decir quienes, ahora prevalidos de su condición de dueños y señores de la vida, tienen como profesión en la vida quitarle la vida a los demás.