lunes, 27 de abril de 2020


Teletrabajos
Foto y edición: Julio César U. H.

Laura
A Laura le preocupa el notable incremento del consumo de energía eléctrica registrado en la factura que ya le llegó y que será mayor el próximo mes, cuando incluya la temporada alta de la cuarentena y no solamente sus primeros días. Nadie le va a ayudar a pagar esa factura, como tampoco le van a reconocer ni un peso por los gastos en los que incurrió para garantizar la logística necesaria para convertir en oficina un rincón de su casa: compró una silla ergonómica, porque la del comedor que estaba usando amenazaba con dejarla sin espalda; compró un escritorio apropiado para la nueva silla, pues ahora la inadecuada era la mesa del comedor; compró un plan mensual de Internet que alcance para atender su trabajo, pues antes no tenía porque no lo necesitaba, pero, ahora, los datos del plan de su celular ya no dan abasto; compró unos audífonos y un micrófono de buena calidad, pues los de dotación no registran ni los sonidos del silencio, para atender la media docena de reuniones diarias en las que le toca estar durante las nueve horas que trabaja de lunes a viernes. Todo eso con su tarjeta de crédito, la cual paga con su sueldo mensual de un poco más de dos salarios mínimos, que es el mismo con el que paga las cuotas del crédito del apartamento y del carro, los servicios públicos domiciliarios, los impuestos, el mercado y sus artículos de aseo personal, una botella de vino al mes, su ropa y el tercer posgrado que está haciendo, así como la ayuda mensual que le da desde hace varios años a una parienta pobre para ayudarle un poco con los gastos de su ahijada.

Luzma
Luzma casi se va de espaldas cuando se enteró de que un mando medio de la empresa en la que trabaja, uno de esos reyezuelos serviles de cuanto jefe se le atraviese y tirano despiadado de cuanto empleado de menor rango se cruce en su camino, había propuesto que le suspendieran temporalmente el contrato de trabajo, haciendo uso de los artículos de una ley y de un decreto que citó con solvencia ante la concurrencia de una teleconferencia de jefes y subjefes a través de Zoom, una semana después de que la empresa hubiera mandado al personal a que realizara trabajo en casa, sin haber ni siquiera mirado las respuestas a la encuesta sobre facilidades tecnológicas y condiciones domésticas de cada empleado para trabajar en su casa, que a la carrera hicieron a pocas horas de haber comunicado la medida mediante una circular del Gerente General. Luzma había dicho claramente, en aquella encuesta tan veloz como inútil, que ella no tiene computador, que en su casa a duras penas hay servicio de luz eléctrica y que ella no tiene ni mesa ni silla apropiadas para trabajar allá la jornada de ocho horas diarias, ni un ambiente propicio, pues ella, sus tres hermanos, su mamá y su papá viven en un espacio tan reducido que de milagro tienen diferenciados los sitios de dormida de cada quien. Pero, ni sus múltiples jefes, ni el reyezuelo entrometido, habían leído su encuesta ni sus correos, en los que ella les advirtió claramente su imposibilidad de trabajar en casa y les propuso que ella seguía yendo a la oficina, para cumplir con sus obligaciones. El Gerente ordena que le faciliten un computador portátil; pero, queda por solucionar lo del internet. Es entonces cuando surge la propuesta de despedirla hasta que pase la emergencia, pues qué más podemos hacer; pero, es también entonces cuando Isa, una compañera de trabajo de Luzma que ya ha hablado el asunto con su esposo, interviene en la reunión y ofrece su casa para que Luzma se vaya a pasar allá la cuarentena y así pueda trabajar, para poder seguir ayudando con el salario mínimo que se gana al sostenimiento de su hogar, como también lo hacían los demás miembros de su familia hasta que decretaron el aislamiento obligatorio y ellos no pudieron volver a salir a rebuscarse cada día.

Sandra
Como los presos de las películas antiguas el tiempo de su cautiverio, así registra Sandra sus días de inactividad, que ya llegan a cuarenta, mediante rayas trazadas con lo que queda de un lápiz negro Nº 2 tan gastado que pareciera que su hijo mayor, el que cursa séptimo grado, lo hubiera usado para hacer las tareas desde el preescolar. Su hijo menor se burla de ella y, precisamente, le dice que parece una interna de correccional gringa, marcando cada día que pasa sobre la superficie al lado del espejo en el que se maquilla y se peina cada mañana antes de empezar su viaje de dos horas hacia el salón de belleza en el que trabaja como manicurista, y al cual no se sabe cuándo podrá volver. Aunque está inscrita en cuanto programa de ayuda gubernamental han anunciado para gente como ella, madre soltera, estrato 2, dependiente de un ingreso diario, Sandra no ha recibido más que la propaganda oficial. Ya casi va a empezar el segundo mes de arriendo que no podrá pagar. En la tienda de la esquina ya le dijeron que después del próximo mercado no le fían más. Sus clientas viven al otro extremo de la ciudad y a distancia no les puede hacer las uñas. Por debajo de la puerta de su casa acaban de deslizar un papel del tamaño de una tarjeta de presentación de las que Sandra una vez mandó a imprimir para promocionar sus servicios de estilista profesional. El papelito ofrece préstamos con un novedoso plan de intereses y una forma de pago que en el texto llaman, escrito así, Kuarentena, y que no explican en qué consiste, pues quien quiera saber debe llamar al número telefónico que allí aparece anotado. Sandra le da mil pesos a su hijo menor y le dice que vuele hasta la droguería del barrio y le haga una recarga a su celular; pero, que se mueva, carajo, que para antier es tarde.


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N.B: Las tres historias son reales. Cada una ocurre en una ciudad diferente.




lunes, 20 de abril de 2020


Sssssshhhhh…

Cantar desde los balcones en las noches… Aplaudir todos los días a determinada hora para felicitar y agradecer a quienes ahora hay que llamar héroes o asistenciales o sanitarios, en lugar de médicos/as o enfermeras/os… Tocar una canción entre varios músicos, cada uno desde su casa, al frente de la cámara de su computador y bajo la coordinación y organización de alguno de ellos o del director cuando se trata de una sinfónica, filarmónica o similar... Sentarse frente al televisor a ver y oír a los gobernantes hablando durante horas, diciendo lo mismo cuatro decenas de veces, de distintas maneras, todos los días, en el mismo sentido, del mismo modo y en sentido contrario... Cumplir citas virtuales para celebrar cumpleaños o para charlar un rato, mostrarse los cuartos, los escritorios, las comidas, los animales, las caras y los cuerpos, la vestimenta, mientras cada uno se toma una copa de vino cuyo sitio de compra se cuentan y cuyo precio se presumen, pero, no por caro y bueno, sino por barato y pasable o aceptable, como se estila ahora… Especular, casi hasta la apuesta, si la cuarentena será o no extendida cuando finalice su término actual; si los muertos de la región serán tantos o cuantos en el boletín de esta tarde… Defender los unos, los otros reprochar, condescendiendo los unos y sin miramientos los otros, a la esposa del alcalde o del gobernador, que, prevalida de un autotítulo de gestora, con ínfulas de gobernante, con poses de funcionaria y actitud de benefactora, sigue repartiendo mercados, tomándose fotos mientras lo hace y poniendo su imagen como fondo en las tarjetas digitales mediante las cuales la entidad llama a la solidaridad, como si uno no supiera que no es una foto de catálogo, sino una cónyuge propasándose por vanidad…

…Y así, sucesivamente, de día y de noche, a toda hora.

Leer y releer las, mínimo, 5 o 6 páginas de cada decreto de emergencia, haciendo y volviendo a hacer exégesis jurídicas, comprensiones lectoras, rondas de opinión y consideraciones varias… Mirar y mirar, comentar y comentar cifras, mapas, infografías, gráficos, explicaciones, aplicaciones, preocupaciones, opiniones… Oír, desde que amanece y a todo taco, emisoras de radio que hablan de cifras, de gráficos, de explicaciones, de aplicaciones, de preocupaciones, de opiniones, de interpretaciones… Ver telenoticieros porque sí y porque no, aún a sabiendas de lo que van a decir, de lo que van a mostrar, de lo que van a especular… Buscar en las autodenominadas redes sociales qué es lo último, hasta dar con el médico chino o indonesio que vive hace 40 años en una aldea de Pernambuco, en un caserío de Usulatán, en un villorrio de Chiriquí o en un poblado africano de un país siempre indeterminado, y que ha probado, en el laboratorio de biología molecular del mesón de la cocina de su casa, que basta una toma de bicarbonato de sodio diluido en agua caliente con unas gotas de limón de patio ajeno y vinagre de frutas de supermercado barato, para contener la pandemia; mientras en todo el mundo decenas de universidades y grupos privados de investigación buscan afanosamente, con miles de millones de dólares puestos por media docena de laboratorios farmacéuticos, que se babean por ser los primeros en conseguirlo, sintetizar vacunas o tratamientos efectivos contra el malhadado virus que tiene doblegado el mundo y a su merced hasta los más soberbios tiranos, escríbase su nombre en inglés, en mejicano o en portugués, incluso en alguna lengua de caracteres cirílicos o ideográficos.

…Y así, sucesivamente, de día y de noche, a toda hora.

Conectarse desde temprano a los medios virtuales institucionales o empresariales, para cumplir con el teletrabajo o el trabajo en casa, que en muchos casos incluye dar señales permanentes de actividad laboral o dejar constancias de que se está trabajando durante el tiempo de trabajo; así como tolerar los estrambóticos horarios de quienes no encuentran nada mejor que hacer en su propia casa que trabajar… Asistir a clases magistrales virtuales con duración de una hora o más, evitando distraerse por la parsimonia docente o por la dispersión discente, por los ruidos de la calle y de la casa o por los propios ruidos de la conciencia soñolienta o perezosa, que no termina de adaptarse a un esquema académico inusual… Quejarse de viva voz por el inusitado incremento del costo de las facturas de los servicios públicos y lamentar sin ambages la certeza inmodificable de que ni los patronos ni las universidades ni los colegios van a contribuir a su pago…

…Y así, sucesivamente, de día y de noche, a toda hora, sin un minuto de silencio.

¿Podríamos quedarnos callados y dejar de hacer ruido tan siquiera durante un minuto, una noche de estas?

Arco del Triunfo, París, abril 2020.
Foto: CordonPress. Tomada de National Geographic España. https://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/ciudades-
fantasma-calles-vacias-por-coronavirus_15336/11


lunes, 13 de abril de 2020


“Un hospital de primera clase,
digno de cualquier ciudad de Colombia”
Hospital San Francisco de Asís recién inaugurado (1935).
Nicolás Medrano, Misionero Claretiano, 
y los intendentes nacionales del Chocó 

Jorge Valencia Lozano y Adán Arriaga Andrade fueron artífices de la obra.
Fotos: cortesía Gonzalo Díaz, 
Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Collage: El Guarengue.

Un cuarto de siglo, tres intentos previos, dos primeras piedras y unos cuantos intendentes nacionales del Chocó se necesitaron para que el Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, en donde hoy funciona el Colegio Santacoloma, fuera definitivamente inaugurado y dado al servicio como “un hospital de primera clase, digno de cualquier ciudad de Colombia” [1], el domingo 3 de febrero de 1935, en una ceremonia cuyo acto central fue “una misa campal, con asistencia de las autoridades civiles y eclesiásticas y elementos de todas las capas sociales” [2].

En dicho acto, se extrañó la presencia del Padre Nicolás Medrano, un Misionero Claretiano que durante muchos años fue Párroco de Quibdó, posición desde la cual puso gran empeño y dedicó bastante tiempo para contribuir a la concreción de tan magna obra, que, según decían sus amigos, había sido una idea suya. Medrano se había marchado de Quibdó cinco meses atrás, en cumplimiento de un nuevo encargo de su congregación religiosa y luego de una serie de nutridas y entusiastas despedidas, que incluyeron acompañarlo en el tramo inicial de su viaje, hasta el kilómetro 17 de la vía de Quibdó hacia Antioquia.

En efecto, el Padre Medrano –desde el púlpito del templo parroquial de Quibdó, actual Catedral, y mediante conversaciones directas con la gente- promovió desde el año 1910 la idea de crear un hospital bien organizado en la ciudad. De inmediato, la Intendencia acogió la idea y, conjuntamente con el misionero, conformó una junta para el efecto y dispuso un auxilio económico para empezar a materializarla. Ese dinero fue utilizado para comprar una casa, en la Alameda Reyes, que en ese momento se consideró adecuada para empezar la construcción. “Aquella casa pertenecía al señor Medina, jefe de ebanistas del taller de los señores Zúñiga & Ángel. Pero se observó bien pronto que no servía para el objeto” [3], por lo cual fue vendida.

Nicolás Medrano,
misionero claretiano,
fue uno de los más entusiastas
promotores de la construcción
del Hospital San Francisco
de Asís, de Quibdó
El segundo intento de construcción empezó, entonces, en un terreno donado por el comerciante sirio Félix Meluk, que formaba parte de una extensa propiedad suya conocida como El Paraíso [4], ubicada en el llamado Barrio Norte, un sector hacia donde ya todas las miradas enfocaban el futuro desarrollo urbano de Quibdó. En ese sitio, tal como lo registró el periódico ABC, “la junta del hospital, de la cual era alma el Padre Medrano, comenzó a levantar, desgraciadamente sin método y sin dirección técnica, el nuevo edificio. Sobre los postes de madera, se colocó una techumbre de tejas de cemento, y –claro está– no soportaron el enorme peso, y el edificio en construcción se vino a tierra” [5]. Obstinación, pertinacia o terquedad, Medrano y su séquito no se dieron por vencidos y esta vez ensayaron con un techo de hierro para la edificación amplia y de dos pisos que, en su mente -tan entusiasta como escasamente conocedora de las artes de la construcción- concebían. Como era de esperarse, los fondos se agotaron sin que el hospital fuera una realidad.

Ya había transcurrido más de una década desde que la idea del hospital fuera concebida y puesta en marcha y todavía no pasaba de serlo, cuando el recién posesionado Intendente Nacional del Chocó, Miguel Vargas Vásquez, gestionó un nuevo auxilio económico para intentar -por tercera vez- la anhelada construcción. Así, en octubre de 1924, coincidiendo con las festividades por la repatriación de los restos de César Conto Ferrer [6], “se colocó la primera piedra de un nuevo edificio, de cemento, por los lados de la Avenida Istmina, detrás del monumento a Tomás Pérez. Vargas Vásquez dejó señalada la partida para acometer la obra” [7].

Antes de que fuera nuevamente acometida la construcción en el nuevo sitio elegido, personal de la oficina pública de Higiene, otros funcionarios de la Intendencia y un grupo de ciudadanos notables de la ciudad, introdujeron una discusión acerca del lugar donde debía construirse el hospital y propusieron que se hiciera en las afueras de la ciudad, en un sitio donde circulara aire fresco y puro, rodeado de vegetación, lejos de las residencias de las familias quibdoseñas; es decir, “en una de las colinas que rodean a la ciudad”. Vicente Martínez Ferrer, quien reemplazó de modo interino al Intendente Vargas Vásquez, “miró con simpatía la idea, y se puso a su servicio. Con él se escogió el terreno, que es el mismo donde actualmente se levanta el Hospital. Hubo polémica ardorosa. Los Reverendos Padres Misioneros, en una hoja que publicaban por entonces, y en periódicos políticos que en sus talleres se editaban, calificaron de defectuoso el sitio escogido. La ciencia dictaminó entonces que era precisamente lo contrario: había aires puros, y los desagües salían hacia el norte de la ciudad” [8]. Aún con la vehemencia de la oposición liderada por el Padre Medrano, acostumbrado como estaba a intervenir en todo tipo de asuntos de la ciudad y a imponer su criterio siempre que lo dejaran; la Intendencia tomó la que consideró la mejor decisión.

Así las cosas, luego de tres intentos fallidos, la Intendencia ordenó que el nuevo hospital fuera construido en concreto, un material de reciente aparición en la ciudad y que ya había empezado a ser usado en las demás obras intendenciales. Mediante el Decreto Nº 203 del 7 de mayo de 1925, que Jorge Valencia Lozano firmaba en calidad de Secretario de Gobierno, “se decidió localizar el nuevo hospital en las afueras de la ciudad, ‘hacia el noroeste, en un sitio pintoresco, sobre una de las pintorescas colinas que enmarcan el área urbana, donde hay árboles y hay agua y se respira salud’” [9].

Insistentes, los opositores a dicha decisión alegaron también que lo inaccesible del sitio escogido y los costosos banqueos de tierras que se requerirían para adecuar los terrenos y para construir la vía de acceso elevaban excesivamente e inconvenientemente los costos de la obra. “A pesar de las críticas, la decisión sobre el sitio escogido se mantuvo”; y, el 9 de agosto de 1926, se colocó la primera piedra en el lugar “donde se iría a levantar ahora sí definitivamente el Hospital de San Francisco de Asís…acto en el cual el poeta antioqueño residenciado en Quibdó, Carlos Mazo, pronunció una oración a la caridad” [10] .

Empezaron entonces los trabajos de construcción. Pero, como lo explica detalladamente Luis Fernando González [11], no habían transcurrido tres meses cuando el Consejo Administrativo de la Intendencia, en octubre de 1926, ordenó suspenderlos por incumplimiento de requisitos, pues los planos y presupuestos definitivos no contaban con su aprobación. En estas circunstancias, y para subsanar lo faltante, la misma Intendencia contrató al ingeniero alemán E. Altman para que hiciera los diseños definitivos del hospital, cuyos planos fueron entregados en marzo de 1927, a un costo de $300, incluidos en el total de $12.000 destinados para las obras. Altman formaba parte de una empresa de ingenieros que, en esos días, visitaba Quibdó como parte de un contrato nacional de diseño de algunas vías interdepartamentales que debían comunicar al Chocó con el Valle y otros departamentos.

Un decreto intendencial del 21 de marzo de 1927 ordenó reanudar las labores de construcción del hospital, bajo la supervisión de la Dirección de Obras Públicas de la Intendencia, a cargo de Leonidas Chaux Ferrer, y con sujeción a los planos elaborados por Altman. Dos años después, el 30 de julio de 1929, el hospital fue inaugurado por Jorge Valencia Lozano, quien -luego de un lapso de interinidad- había sido nombrado Intendente en propiedad. El acto incluyó un elocuente y florido discurso del Padre Nicolás Medrano.

Jorge Valencia Lozano,
uno de los gobernantes
históricos del Chocó.
El Intendente Valencia Lozano no solamente había garantizado el flujo de recursos necesarios para finalizar la construcción del hospital. También se había ocupado de garantizar la apertura de la vía de acceso al sitio, la construcción de la calzada y demás obras complementarias. Y el Hospital quedó terminado entonces: su dotación de instrumental de cirugía, de equipo sanitario, de todo cuanto era indispensable, hasta la batería de cocina, todo de primera clase, la hizo ese gobierno, y allí quedó en espera del momento oportuno para la apertura de sus servicios” [12]. Pero, dicho momento aún debería esperar varios años, pues a pocas semanas de la inauguración del hospital empezaron a sentirse en la región los efectos de la denominada Gran Depresión o Crisis Económica de 1929, que se prolongaría casi hasta el final de la década de los años 1930 y que afectó profundamente a la economía nacional, ya que disminuyó el giro de recursos de inversión hacia las regiones; y a la economía regional, caracterizada por su casi total dependencia del sector primario, que padeció la caída en picada de la demanda internacional de materias primas.

Ello explica por qué los gobiernos que sucedieron al de Jorge Valencia Lozano poco o nada hicieron o pudieron hacer para poner en funcionamiento la magnífica y completa obra que era el Hospital; a tal punto de descuido que, como lo informó el periódico ABC en febrero de 1935, en su edición de la víspera de la inauguración definitiva, del hospital “desaparecieron camas, colchones, y otros elementos, que hace unas cuantas semanas, en avisos públicos, reclamaba la Alcaldía, pero que retienen aún en su poder elementos de significación de esta capital, sin que se les dé un ardite reintegrarlos” [13].

Adán Arriaga Andrade,
uno de los chocoanos
más destacados en el
ámbito político nacional
.
Adán Arriaga Andrade pondría fin a esta absurda penuria de la salud en Quibdó. Bajo su administración, la Intendencia restauró de modo admirable un edificio que ya estaba casi en ruinas, luego de más de cinco años de abandono. Y así, el 3 de febrero de 1935, bajo una brisa suave, aunque no abundante, ante una concurrencia copiosa y feliz de la población quibdoseña, se inauguró y dio al servicio definitivamente el hermoso y funcional edificio del Hospital San Francisco de Asís, que abrió sus puertas ese mismo día, “completamente nuevo, totalmente dotado de lo que había ido desapareciendo, y con su equipo de médicos y enfermeras sirviendo, y elementos de botica, y con garantía de vida con fondos intendenciales” [14]. “Para su dirección, la Intendencia, animada del propósito caritativo y altruista de favorecer a los chocoanos enfermos, contrató los servicios del eminentísimo y consagrado médico doctor Alfonso Borda Mendoza, quien se encuentra en la ciudad y al frente del hospital desde hace algunos meses, y los de cuatro hermanas de la caridad”, explicó el Secretario de Gobierno de la Intendencia, Gerardo García Gómez, en entrevista concedida al periódico ABC, una semana después.

Camilo Mayo Córdoba, dirigente cívico y político, uno de los primeros comerciantes negros exitosos y notables de la ciudad, padre del primer arquitecto negro graduado en Colombia (Camilo Mayo Caicedo, de la Universidad Nacional), resumió el valor de las gestiones gubernamentales de los intendentes Valencia Lozano y Arriaga Andrade en relación con el hospital, en un escrito que publicó en el periódico ABC, en abril de 1935, es decir, poco menos de tres meses después de la inauguración de dicha obra:

“Ningún Intendente del Chocó se había interesado tanto y sinceramente por la masa que este gobierno [el de Adán Arriaga Andrade], y vamos a demostrarlo con honradez como es nuestra norma. El otro Intendente progresista, el Dr. Jorge Valencia Lozano, a quien sería injusticia negar todos los esfuerzos que realizó durante su gobierno, en beneficio de los obreros mediante el desarrollo de grandes obras públicas, y becando a muchos desagradecidos de toda clase, tuvo el feliz pensamiento de la construcción y terminación del Hospital de San Francisco de esta ciudad, lo que logró terminar y arreglar con todos los enseres necesarios, luego se quedó ahí cerrado esperando un Intendente de buena voluntad sincera que lo diera al servicio. Hoy en día gracias a este caballero [Adán Arriaga Andrade], que es orgullo del Chocó, ya tenemos este Hospital prestando un gran servicio, no a la clase alta sino a los más humildes de esta democracia, porque somos los más pobres y los que más necesitamos de tratamientos, ya que por falta de recursos se le moría a uno su doliente antes del tiempo y a nuestro juicio este solo acto vale la pena de agradecer”[15].

Adán Arriaga Andrade completó pues la gesta de Jorge Valencia Lozano y de sus predecesores en el campo de la salud pública de la ciudad. El Doctor Borda Mendoza y su equipo médico y de enfermería tendrían su primera prueba de fuego transcurridos escasos tres meses de la apertura del hospital, cuando una epidemia de gripa o influenza amenazó con hacer estragos en Quibdó y el número de enfermos creció tanto que rebasó el centenar que el hospital estaba en capacidad de atender normalmente. No obstante, gracias al trabajo conjunto del personal de la Dirección Intendencial de Higiene y del Hospital San Francisco de Asís, esta crisis sanitaria pudo ser airosamente conjurada.

Escalera de acceso al antiguo Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó, hoy Colegio Santacoloma.
Imagen tomada de: 




[1] Periódico ABC. El Hospital. Edición 2949, 2 de febrero de 1935. Reproducido en: http://www.choco7dias.com/1006/choco_ayer.html

[2] Ibidem, Periódico ABC.

[3] Ibidem, Periódico ABC.

[4] Actual Barrio Kennedy.

[5] Periódico ABC. El Hospital. Edición 2949, 2 de febrero de 1935. Reproducido en: http://www.choco7dias.com/1006/choco_ayer.html.

[7] Periódico ABC. El Hospital. Edición 2949, 2 de febrero de 1935. Reproducido en: http://www.choco7dias.com/1006/choco_ayer.html
La ubicación a la cual hace referencia el artículo del ABC corresponde hoy a un sector adyacente al Colegio Carrasquilla, en el Barrio El Silencio. La Avenida Istmina es la actual Carrera 9ª.

[8] Ibidem, Periódico ABC.

[9] González Escobar, Luis Fernando. Quibdó, contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín, febrero 2003. 362 pp. Pág. 275.

[10] Ibidem, pág. 276.

[11] Ibidem.

[12] Periódico ABC. El Hospital. Edición 2949, 2 de febrero de 1935. Reproducido en: http://www.choco7dias.com/1006/choco_ayer.html

[13] Ibidem, Periódico ABC.

[14] Ibidem, Periódico ABC.

[15] Mayo C., Camilo. Vale más el bien general que el bien particular. Periódico ABC edición 2987, abril 23 de 1935. http://www.choco7dias.com/1078/choco_ayer.html



lunes, 6 de abril de 2020


Cuarentenas de ayer
Quibdó, años 1970. Fotos: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó
1-Tubería de conducción de materiales de la draga que rellenó los pantanos de Quibdó.
2-Quebrada La Yesca en la subida del barrio La Yesquita al Niño Jesús.
3-Carrera Primera, con puerto maderero y construcciones sobrevivientes del incendio de 1966.
4-Indígenas en cercanías de la casa de Don Raúl Cañadas, Carrera 4ª, de la Calle 26 hacia la 25

El lunes 29 de abril de 1935, la Dirección Intendencial de Higiene del Chocó ordenó el cierre de “colegios, escuelas y salones de espectáculos públicos, en atención a que la epidemia de la gripa o influenza se ha recrudecido y está tomando cada día características más graves” [1]. Aún no habían pasado tres meses de la inauguración del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó. Hacía 10 días que se había celebrado la Procesión del santo sepulcro, con bastante concurrencia e incluyendo gente venida de los campos o zonas rurales, como en todas las celebraciones de la Semana Santa de ese año. Veintiún días atrás había sido creada la Cámara de Comercio de Quibdó, con jurisdicción en todo el territorio de la Intendencia del Chocó.

El cierre preventivo fue ordenado por el término de esa semana, pues en todas las casas de Quibdó había cuatro o cinco enfermos y la epidemia ya se extendía hasta Tutunendo. El médico Antonio José Rodríguez, de la Dirección de Higiene, en su acostumbrada visita dominical a ese corregimiento, había constatado con sus propios ojos que allí más del 30% de la población estaba enferma de gripa o influenza y que, incluso, dos enfermos se encontraban en estado agónico. “La consulta externa del Hospital es insuficiente para atender a los exámenes. Las fórmulas se siguen despachando gratuitamente en la Botica Alemana”, informaba el periódico ABC, de Quibdó, en su edición 2991, del 29 de abril de 1935 [2].

El Médico Jefe del hospital era entonces el Doctor Alfonso Borda Mendoza, primero en ocupar dicho cargo, quien había llegado a la ciudad en octubre del año anterior, para asumir el nombramiento hecho por la Intendencia y organizar todo lo necesario para la inauguración del hospital, que se llevaría a cabo el domingo 3 de febrero de 1935.

El territorio chocoano era entonces bastante insalubre, pues, por ejemplo, aún en ciudades como Quibdó abundaban pantanos que actuaban como focos infecciosos, no existía un servicio de agua potable y las aguas servidas corrían libremente por patios y calles, a través de cloacas improvisadas o en los patios de las casas, ya que tampoco había aún servicio de alcantarillado. De ahí que, con acierto admirable para una época en la que aún no se sabía tanto de epidemiología y salud pública como hoy, la Dirección Intendencial de Higiene y el Hospital contaban con un equipo médico dedicado a la realización in situ de campañas intensivas de salubridad.

Así, el Doctor Jesús Sánchez Núñez tenía a su cargo la zona del Litoral Pacífico, que atendía desde Nuquí, pues la colonización dirigida de Bahía Solano aún no estaba concluida y el lugar aún no tenía categoría municipal. La lancha Beato Claret, de propiedad del Padre Francisco Onetti, Misionero Claretiano, le servía frecuentemente de apoyo para su labor, hasta que dispuso de su propia lancha, puesta en funcionamiento a la manera de un centro médico ambulante.

El Bajo Atrato estaba a cargo del Doctor Alfredo Lleras Pizarro, quien tenía su sede en Sautatá, donde se ubicaba el famoso ingenio azucarero de los Meluk y los Abuchar, empresarios sirios que llegaron a tener en ese lugar 400 trabajadores de planta y 18 kilómetros de rieles para el transporte interno del producto de las zafras o temporadas de corte de caña para la producción de azúcar. Gran parte de las campañas sanitarias de esta subregión se llevaban a cabo por vía fluvial, mediante recorridos programados del médico para dar comienzo a las acciones preventivas y de control de enfermedades; así como para prestar sus servicios de consulta médica.

La atención de la zona del San Juan estaba distribuida entre el Doctor Germán Abadía Santamaría, quien atendía desde Istmina, y el Doctor Emilio Dualiby, quien lo hacía desde Condoto. En ambos casos, como lo registran los informes de la época, eran notorios y eficientes los servicios médicos prestados por estos profesionales.

Quibdó estaba a cargo del Doctor Antonio José Rodríguez, reconocido como un “fervoroso partidario de las campañas” [3], pues no solamente fue su promotor, desde la Dirección Intendencial de Higiene, sino que, además, fue precursor en la preparación de personal paramédico, como los llamados inspectores de sanidad, jóvenes chocoanos a quienes él mismo preparó en labores de prevención y atención básica, como apoyo a los médicos encargados, por ejemplo en las campañas contra el pian [4]. En Tadó, Sipí, Nóvita, Condoto e Istmina, los médicos contaban con el apoyo de dichos inspectores de sanidad.

Esta modalidad de cobertura del servicio público de higiene y salud se mantuvo casi igual hasta los primeros años de la vida departamental del Chocó, cuando no pocas cosas provenientes de la era intendencial empezaron a ser modificadas, en nombre de la autonomía que le confería a la región su nueva condición político-administrativa.

Quibdó, Carrera Primera años antes del incendio de 1966.
Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
A principios de la década de 1960, aunque no habían sido totalmente erradicadas del territorio chocoano, enfermedades como el pian, la anemia tropical, la tuberculosis y el paludismo, entre otras, sí habían sido puestas a raya y su prevalencia se había reducido significativamente. Una mezcla de los avances clínicos y farmacológicos de la ciencia médica, de la promoción de los esquemas de vacunación y de la identificación y validación de medidas de salud pública tan sencillas como el lavado de manos, el aislamiento temporal o cuarentena, la desecación y desinfección de pantanos, hervir el agua y usar zapatos en la medida de lo posible, bañarse a diario y usar ropa limpia, contribuyeron a esos avances. Mucho de lo que hoy nos parece una nimiedad fue en su momento gran novedad y contribuyó a la salvación de muchas vidas.

Para no ir muy lejos, en Quibdó, por ejemplo, el acueducto para la zona central de la ciudad fue inaugurado en el año 1942 y el alcantarillado de la misma zona data de la década de los años 1960; ambas obras fueron producto del trabajo del Instituto de Fomento Municipal, Insfopal, y Acuachocó. Una draga del Ministerio de Obras Públicas rellenó los pantanos del dique del Atrato, casi hasta el lomerío de la ciudad, entre finales de los años 1960 y principios de los 1970. Las vacunas llegaron hasta las propias escuelas y los hogares en esa misma época. Los controles de salud de la población, con énfasis en la niñez, se hacían con regularidad y eficiencia, y gratuitamente, por la Dirección de Higiene; incluso, las escuelas y colegios tenían acceso a un servicio médico gratuito y las autorizaciones para su uso las expedían enfermeras auxiliares que atendían las enfermerías que había en dichos establecimientos. Todo esto modificó radicalmente el panorama de la salud pública de la ciudad, aunque los problemas no desaparecieron.

De hecho, mientras las vacunas se masificaban y toda la población se convenció de su utilidad y accedió a ellas, entre 1950 y 1975, aproximadamente, aún la Dirección de Higiene tenía que vérselas en Quibdó con periódicas y cíclicas epidemias de sarampión, viruela, varicela, paperas y rubeola, por ejemplo. Amplios sectores de la ciudad, sin distingo de clase ni raza, mucho menos de sexo, religión o filiación partidista, eran cada año presa de dichas enfermedades. En una misma casa de aquel Quibdó de hace 50 años fácilmente se encontraban simultáneamente enfermos de sarampión, varicela y viruela, la mayoría de las veces conviviendo en los mismos dormitorios e incluso en las mismas camas.

Los médicos del Hospital San Francisco de Asís, aún ubicado en la loma donde fue originalmente y bellamente construido, y el personal del servicio público de Higiene, una de cuyas últimas ubicaciones fue la casa de don Delfino Díaz en la que hoy funciona la organización Cocomacia (Carrera 3ª entre calles 23 y 24), desplegaban todo su potencial científico y humano para combatir esas olas epidémicas. Y a fe que lo lograban, con una eficacia envidiable, quizás porque a su humanismo y responsabilidad se sumaba el carácter público y gratuito del sistema, que era literalmente un servicio estatal, no un negocio privado.

Es así como, además de los tratamientos que ordenaban para curar la enfermedad ya presente, el personal médico y de enfermería prescribía medidas para impedir su expansión por contagio, tales como el aislamiento temporal o cuarentena, de cuyas bondades convencían a adultos responsables y a niños y jóvenes enfermos; al punto que, durante los días que fueran necesarios, los hermanos sanos no se acercaban a los enfermos aún si compartían el mismo dormitorio en la casa, los enfermos no se asomaban ni a la puerta de la calle y se resignaban a jugar lo que se pudiera jugar desde la cama, acostados. Aunque, claro, no faltaban las infracciones, como aquella frecuente de perseguir al hermano sano por toda la casa intimidándolo con la posibilidad de contagiarlo si no hacía lo que el enfermo quería.

Algo de héroes y heroínas tenían aquellos niños y aquellas niñas que, durante por lo menos una semana y a veces más, soportaban casi sin rascarse aquella monstruosa picazón, ese escozor de mil diablos cuya intensidad no podían explicar porque aún no tenían suficientes palabras para hacerlo. Dos promesas básicas movían su heroísmo: que no les quedarían cicatrices ni manchas indelebles en el cuerpo y que cada vez que se pudiera les comprarían una malta para que se la tomaran como refrigerio, adicional a la comida, que incluía para ellos alimentos o porciones adicionales. El miedo a que las paperas de los hombres se bajaran a los testículos y las de las mujeres a los senos era una cosa que ninguno de los enfermos entendía realmente, pero que sí los asustaba lo suficiente para no correr ni hacer actividades físicas mientras duraba el peligro, un lapso que era controlado por la mamá, quien, alguno de esos días, cuando la niña o el niño ni siquiera lo esperaban, les contestaba que sí a la insistente pregunta matutina diaria acerca de si ya podían salir a jugar.




[1] Periódico ABC. La Dirección de Higiene ordenó hoy cierre de escuelas, colegios y salones de espectáculos. ABC, Quibdó, edición 2991, abril 29 de 1935.

[2] Ibidem.

[3] Periódico ABC, edición 2952, 9 de febrero de 1935. En:

[4] El pian llegó a ser una enfermedad endémica en vastas zonas del mundo, entre los años 1920 y 1970, aproximadamente. En el Chocó fue muy frecuente y gran parte de los esfuerzos médicos durante más de tres décadas se orientaron a su erradicación. Más información acerca de esta enfermedad, puede ser consultada en esta nota de la OMS: https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/yaws