lunes, 22 de abril de 2024

 Biblioteca de autores chocoanos, 
una urgencia patrimonial


Transcurre por estos días, y hasta el 2 de mayo, la versión 36ª de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, FILBO; con Brasil como país invitado y con la presencia de una de las escritoras en lengua española mundialmente más reconocidas en la actualidad: Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco, un prodigioso ensayo en camino de ser tan traducido a otras lenguas y reeditado tantas veces como Cien años de soledad. “En esta obra exquisita sobre los orígenes del libro, Irene Vallejo recorre la historia del asombroso artefacto que nació hace cinco milenios, cuando los egipcios descubrieron el potencial de un junco al que llamaron «papiro». Con gran sensibilidad y soltura narrativa, la autora se remonta a los campos de batalla de Alejandro, los palacios de Cleopatra, las primeras librerías y los talleres de copia manuscrita, pero también visita las hogueras donde ardieron códices prohibidos, la biblioteca de Sarajevo y el laberinto subterráneo de Oxford en el año 2000. Los tiempos se funden en la aventura colectiva de quienes solo han concebido la vida en compañía de la palabra escrita. Y este ensayo acaba prolongando el diálogo infinito del que tan magistralmente nos habla”[1].

Y entonces pienso, como cada año en los tiempos de la FILBO y esta vez a propósito de El infinito en un junco y de la visita de Irene Vallejo a Quibdó; que tiene que llegar un día en el que sean rescatadas del olvido y salvadas de su inminente desaparición una buena cantidad de obras literarias de autores chocoanos que, escritas a mano o en máquinas de escribir, en originales corregidos con lápices rojos o lapiceros azules, se vertieron directamente a las galeras o al offset de las imprentas, de modo que sus manuscritos desaparecieron y aquellos textos quedaron para la posteridad única y exclusivamente en esas ediciones literalmente únicas, pues son libros que nunca fueron reeditados y de los cuales no existen versiones digitales. Aquellos libros impresos por esa única vez fueron desapareciendo de los anaqueles de las oficinas institucionales de Quibdó y el resto del Chocó, de las caóticas y descuidadas bibliotecas de los colegios, de las pequeñas colecciones particulares de maestros y profesionales; hasta llegar al punto en el que nos encontramos hoy, cuando de la mayoría de esos libros quedan tan pocos ejemplares que uno celebra cuando halla uno y lo preserva mediante el recurso espurio de una fotocopia. Es posible, incluso, que de algunos títulos publicados no queden ejemplares o, por lo menos, no sepamos dónde podría encontrarse alguno. Las inclemencias del tiempo, del clima, del entorno, de la falta de curaduría, han puesto también su cuota de devastación en esta especie de desastre cultural, literario, bibliográfico y patrimonial del Chocó, ignorado sistemáticamente por las instituciones y autoridades locales, regionales y nacionales; y por las entidades culturales y de cooperación internacional, que han excluido de sus intereses y presupuestos a la literatura chocoana, pues privilegian otras manifestaciones artísticas en las que prácticamente han encasillado la cultura regional.

Nada nos ganamos con vanagloriarnos, por ejemplo, del insigne Poeta de la Chocoanidad, maestro excelso, salvador de patrimonios orales e historiador espontáneo de su época, el prolífico escritor Miguel A. Caicedo, si ni siquiera podemos acceder a los más de 30 libros que -con pequeños y oportunos patrocinios de algunas entidades públicas como la Gobernación, la Lotería y la Fábrica de Licores del Chocó, y desde 1972 la Universidad Tecnológica del Chocó- publicó durante la segunda mitad del siglo XX, en impresiones rústicas, de acabado deficiente y carentes del cuidado editorial necesario en cuanto a normas de registro, depósitos de ley y custodia de manuscritos originales… Nada nos ganamos enorgulleciéndonos de ser paisanos de Rogerio Velásquez, de Carlos Arturo Caicedo Licona, de Carlos Arturo Truque, de Teresa Martínez de Varela o de Arnoldo Palacios, si el acceso a sus libros no es expedito para la comunidad chocoana, especialmente para “las nuevas generaciones”, a las que solemos sacar a colación cada vez que se trata de la necesidad de preservar las tradiciones de la chocoanidad.

Organizar, diseñar y proyectar una colección o biblioteca de autores chocoanos, que salve y recupere en unos casos, que potencie y popularice en otros, la obra de un conjunto de autores significativos del Chocó es una tarea histórica a favor del patrimonio y la identidad cultural de una sociedad que, como la chocoana, habla de sus talentos literarios o referentes culturales en abstracto, sin un contacto directo con sus voces, sus palabras, sus relatos, sus pensamientos y sus miradas; pues no tiene pleno acceso a sus obras.

No es tan difícil hacerlo y cuesta menos de lo que se piensa, si en ello se trabaja con profesionalismo y seriedad. Con toda seguridad, los autores vivos, como César E. Rivas Lara, Isnel Mosquera, Néstor Emilio Mosquera Perea, Sergio Antonio Mosquera Mosquera, Manuel Lozano Peña, Gonzalo de la Torre, Amalialú Posso Figueroa y Emilia Caicedo Osorio, entre otros; y los herederos de los ya fallecidos, como Miguel A. Caicedo, Carlos Arturo Caicedo Licona, Rogerio Velásquez, Reinaldo Valencia Lozano, Ramón Mosquera Rivas, Hugo Salazar Valdés, Teresa Martínez de Varela, Arnoldo Palacios, Carlos Arturo Truque y Ramón Lozano Garcés, estarán encantados de brindar su aporte a esta iniciativa que, guardadas las proporciones, sería como disponer de un junco para salvaguardar una buena parte del infinito literario del Chocó.


[1]   Librería Nacional. El infinito en un junco. Recomendado del librero. https://www.librerianacional.com/producto/el-infinito-en-un-junco-

 

lunes, 15 de abril de 2024

 Mártiro Robagallinas

Quibdó, 1957. FOTO: Nereo López. Archivo Biblioteca Nacional de Colombia
Con sol o sin sol, con lluvia o sin ella, la cabeza de Mártiro Robagallinas estaba siempre cubierta por aquel desgastado sombrero de paja basta, cuyo frontis parecía la nariz de un bote platanero, pero afilada a mano, como se afilaban los pliegues de las puntas de los barcos de papel que uno hacía con las hojas de los cuadernos de la escuela.

Aunque tenía dos o tres rotos, uno de ellos suficientemente grande como para que se le viera la blancura grisácea de las primeras virutas que habían empezado a encanecer, el sombrero de Mártiro aún no deslucía en su cabeza e impidió siempre, hasta el punto de que el asunto se convirtió en un misterio indescifrable, que supiéramos cuánto pelo tenía y si su frente se prolongaba hacia arriba en una calva o la calva estaba en la coronilla a la manera de una tonsura.

El resto de su cara sí lo podíamos ver todo. Su mandíbula saliente y sus carrillos enjutos, sus dientes disparejos y su risa socarrona, sus orejas medianas y su nariz afilada, como la proa del sombrero, apuntando al horizonte próximo, más allá de sus pequeños ojos bailarines, que solamente se explayaban cuando la contraoferta del potencial comprador de la gallina de turno se le antojaba a Mártiro un despropósito peor que el hecho de que todo el mundo creyera que -porque una vez había sido así- era siempre así, y todas las gallinas de caldo o los pollos de sancocho y los gallos de fiesta, Mártiro se los había alzado subrepticiamente de los corrales improvisados de los patios de las casas en las noches oscuras, valiéndose de sus manos y de su sombrero.

Aquella fama había hecho carrera fácilmente, porque Mártiro tenía dos atributos indiscutibles por lo notorios y por lo visibles que eran. Sus manos, evidentemente fruto del trabajo del hombre, eran tan grandes como las de los muñecos de las carrozas de las fiestas de San Pacho. De hecho, una vez, que incluso iba a llover y él nos advirtió que nos teníamos que apurar porque no quería que lo cogiera el agua antes de llegar al mercado, nos permitió que midiéramos las manos de todos los niños presentes con las suyas propias, mirando cuántas de nuestras manos de niños que pronto entraríamos a la escuela cabían en sus manos, en las que cabía entera una gallina. Las manos cerradas de cinco niños cupieron en la mano derecha abierta de Mártiro. Las manos empuñadas de siete niñas cupieron en su mano izquierda también totalmente abierta. Mártiro nos explicó que las manos de las niñas eran más pequeñas que las de los niños; y salió y se fue, a paso de ventarrón, como caminaba siempre, que uno lo veía pasar por el frente de la casa y mientras iba a la cocina y le avisaba a la mamá que ahí estaba Mártiro pasando por la calle, por si ella necesitaba encargarle algo del mercado de la orilla del río -una cuarta de plátanos, un manojo de verduras y pescado fresco, por ejemplo- él ya había desaparecido sin que ni siquiera los que se quedaban en la puerta -dizque cuidando para que Mártiro no se les fuera a pasar- se dieran cuenta bien de dónde era que Mártiro iba ya. Y entonces, esas manotas que tenía y esa velocidad que se gastaba y ese sombrero que para esos menesteres -según decían- era para los únicos que se lo quitaba, acrecieron su fama de robagallinas: Mártiro Robagallinas.

Tres pantalones de dril, uno originalmente blanco y caquis los otros dos, siempre limpios y ajustados a la cintura con una correa desvencijada, anchos de piernas y con prenses en las pretinas, con dos bolsillos atrás y dos adelante; dos camisas -ambas sin bolsillos- una de dacrón de mangas cortas y las otras dos de popelina y de mangas largas, que él se arremangaba a la altura de los codos; eran la vestimenta de Mártiro, que de vez en cuando lucía una franela por debajo de la camisa.

Infaltablemente, Mártiro llevaba terciada una mochila de arpillera, que no era tan grande y tampoco era pequeña, en la que cargaba una navaja pequeña, una llave de candado amarrada a un retazo desteñido de tela de diablo fuerte, un pañuelo turbio, arrugado y apelmazado, tres monedas viejas de cinco centavos y un pedazo de imán que nunca supimos para qué lo usaba. De la pretina de su pantalón, más vieja que la correa que la sostenía, pendía una funda entre la cual siempre cargaba Mártiro un machete mediano y medio oxidado con el cual pelaba cocos y piñas, rozaba solares y covaba lombrices de carnada para su anzuelo.

Unas botas pantaneras negras de caucho, de caña media a la cual a veces le hacía un doblez, y de las que no se bajaba Mártiro ni en los meses de verano, cuando los techos y las calles hervían al mediodía, y había tanto polvo que uno no alcanzaba a ver a la gente que pasaba; completaban la indumentaria cotidiana de Mártiro Robagallinas. Una vez, un marinero de agua dulce de un pueblo del Sinú, de esos que a veces se quedaban en Quibdó hasta que regresara de Cartagena el barco en el que habían llegado, le regaló a Mártiro unas abarcas. Y otra vez, una señora a la que él le hacía las compras en el mercado sabatino de la orilla del río le regaló unas charangas Cauchosol que ya el marido no se ponía, blancas, curtidas, adornadas con una multitud de huequitos minúsculos en el empeine. Las abarcas se las puso como dos veces y dijo que esa vaina, además de que le estaba abriendo un hueco entre los dedos del pie, lo protegía tan poquito que un día casi se descorona el dedo gordo con una piedra filuda que estaba enterrada en la mitad de una calle. Las charangas se las puso una vez para ir a la iglesia en una semana santa, con unas medias blancas de rayitas, de esas que los muchachos usaban con el uniforme escolar; y después de la procesión dijo que esa vaina daba pecueca y que mejor seguía con sus botas de siempre, que ya ni se acordaba hace cuántos años que las había comprado fiadas en el almacén de Pedro Porras.

Nadie supo cuándo ni cómo, mucho menos para dónde ni por qué, pero un día Mártiro Robagallinas se fue. Como si hubiera decidido pasar de largo -con su velocidad sui géneris y sin saludar siquiera- y hubiera dirigido la proa de su sombrero hacia rumbos distantes de estas calles donde lo conocimos, Mártiro Robagallinas se esfumó de nuestras vidas, poco tiempo después del gran incendio de 1966, cuando la cuchara de la draga empezaba a vomitar cascajo para convertir en calles, en patios y en solares los pantanos de Quibdó que sus botas durante tantos años habían transitado.

Era sábado aquella mañana, cuando la señora que le había regalado las charangas blancas le preguntó a su marido, como si estuviera preguntándole a todo el vecindario, que si alguien sabía qué sería de la vida de Mártiro Robagallinas. Instintivamente, el vecindario entero se asomó a la calle, por donde a esa hora solamente pasaban -charlando como dos muchachos que fueran para la escuela- Papá Juan, con una nevera a la espalda y en el cuello una toalla pequeña, y Pachanga con un escaparate terciado sobre un hombro y en el otro un trapo rojo de dulceabrigo.

lunes, 8 de abril de 2024

 Cinismo

FOTO: Julio César U. H./El Guarengue
I

Sórdidos y crueles, desalmados e inhumanos, llevan décadas enseñoreados en el Chocó rural y urbano. No ha habido pueblo, por minúsculo e invisible que sea en los mapas oficiales, donde no hayan devastado cada momento, escenario o fragmento de la vida de la gente, inerme y aterrorizada por su sordidez infinita y su crueldad inagotable. No ha habido vida, por pequeña que sea, a la que no hayan mancillado con su procacidad y su impudicia, con su obscenidad y su desvergüenza.

No ha habido río ni quebrada a los que no le hayan desdibujado y opacado su diafanidad y transparencia, a los que no les hayan deshonrado la corriente con la huella de muerte de sus botas y sus manos manchadas de sangre. No ha habido playas ni mares a las que no les hayan interrumpido acremente su silencio y su eternidad de arena y sal… No ha habido monte ni manglar al que no le hayan profanado la biodiversidad de su paz.

Prevalidos de su poder, tenebroso y desmedido, han pisoteado y pervertido a su antojo cuanta cosa se les ha ocurrido, incluida la noción de territorio, que convirtieron en palabra vana, huera, insustancial.

II

El 1° de abril fue un muchacho de 20 años, que junto a un grupo de amigos y vecinos iba de la comunidad de San Agustín hacia la de Buenas Brisas, a jugar fútbol. El 6 de abril fue un adulto de 39 años, en la comunidad de Cañaveral. Las tres comunidades en el municipio de Sipí (Chocó), en el suroriente del departamento, en límites con el Valle del Cauca. El primero, Yan Carlos Asprilla Mosquera, perdió una pierna. Juan Jaime Lemus Mena se llama el segundo y sufrió graves heridas en ambas piernas, en una mano y en un brazo. En ambos casos, la Mina Antipersona o Antipersonal (MAP) que atentó contra sus vidas, aunque no los mató, sembró esquirlas de espanto en su alma, que quizás nunca se puedan remover. 

III

El 4 de abril se conmemoró el “Día internacional de sensibilización contra las minas antipersonal”. Algunos datos relevantes a propósito de esta conmemoración son los siguientes.

A nivel nacional, según la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y su programa AICMA (Acción integral contra minas antipersonal), a 29 de febrero de 2024, “se han registrado 12.429 víctimas por minas antipersonal y munición sin explosionar, siendo 2006 el año más crítico, pues se presentaron 1224 víctimas, el mayor número en toda la historia de Colombia”. En uno de cada cinco casos las víctimas han fallecido.[1]Esta oficina y dicho programa son encargados del desarrollo de tres estrategias, que organizaciones como ACADESAN, en el Chocó, han venido reclamando con urgencia para sus territorios colectivos: Desminado Humanitario (DH), Educación en el Riesgo de Minas (ERM) y Asistencia Integral a las Víctimas (AIV).​

Según Naciones Unidas, a nivel mundial, “crear una Mina Antipersona puede costar 1 dólar, mientras que el coste de eliminarla del terreno puede llegar a cifras superiores a los 1000 dólares. Más de 143.000 personas han muerto o han resultado heridas a causa de la explosión de minas antipersona u otro tipo de artefactos terrestres entre 1999 y 2020. Se han destruido más de 55 millones de minas antipersona almacenadas entre 1999 y 2022”[2]

IV

Cuando les conviene, citan y hasta invocan el Derecho Internacional Humanitario (DIH), el derecho de gentes (“como si fueran gente”, decía hace muchos años la inolvidable Zulma Cornelia). Como si todo el mundo no supiera que -hijos espurios de la desmesura de la guerra- su único anhelo es ejercer poderes de dueños y señores de cuantas tierras asaltan; y para hacerlo no paran mientes en la vida de la gente. Y por ello poco les importa sembrar de muerte los campos, los montes, las pequeñas trochas y hasta los caminos culebreros de la región.

Cinismo se llama eso. Y el diccionario lo define así, en las dos acepciones en las que ellos lo practican: “Desvergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. / Impudencia, obscenidad descarada”[3].

V

“Chocó: miserable paraíso”, titula la revista Cambio una publicación del jueves 4 de abril, donde presenta el testimonio de “María, una intrépida viajera bogotana de más de 50 años, [que] no dudó en aceptar la invitación de Diego Rosselli para explorar las subregiones del Baudó y del San Juan, en Chocó, durante los días de Semana Santa”. (Ver: “Chocó: miserable paraíso”. Revista Cambio. País, 4 de abril 2024. https://cambiocolombia.com/pais/choco-miserable-paraiso).  

La publicación es firmada por Olga Sanmartín, quien, retoma las palabras de “la intrépida viajera bogotana” o la “bogotana aventurera” -como también llama a su fuente única- para ir desgranando conclusiones tan tajantes como melodramáticas sobre el Chocó, Quibdó, el río San Juan, Sipí, Pie de Pató, Puerto Meluk, Pilizá y Pizarro. Conclusiones que se diluyen en el melodrama folletinesco de los adjetivos y epítetos, a falta de fundamentos adicionales a la voz evidentemente adolorida de María, que pareciera (quién como ella) haber encontrado en la periodista y en la revista una especie de muro de lamentaciones, de hombro en el cual llorar sus desdichas acerca de unas vacaciones que se imaginaba diferentes, o de tribuna en la cual compartir algunas páginas de su diario de citadina sorprendida por la realidad.

¿Solamente porque María, quien “aún lleva consigo el peso de esta experiencia brutal”, les contó sus cuitas, vinieron a saber en la revista Cambio que en el territorio del San Juan (departamento del Chocó) pasan cosas así? ¿Ni siquiera su inmenso interés por la narración de su fuente única llevó a esa revista a preguntarse qué pasa allá realmente, por qué pasa, hace cuánto pasa, qué tienen para decir al respecto quienes han habitado históricamente dichos territorios, sus autoridades étnicas y sus organizaciones propias, como el Consejo Comunitario General del San Juan, ACADESAN, y el Foro Interétnico Solidaridad Chocó (FISCH)? ¿Ni siquiera se les ocurrió que la Defensoría del Pueblo o las organizaciones defensoras de derechos humanos y de cooperación internacional que, cotidianamente acompañan y apoyan a estas comunidades en la búsqueda de salidas a una de las crisis humanitarias más profundas y prolongadas de la región y el país, que supera los límites de una mala experiencia turística, tendrían mucho para decir…? 

La vacuidad de la gran prensa colombiana, que se embolsilla millones por publicidad y suscripciones, pero no es capaz de invertir unos cuantos pesos en pagar editores que controlen la solidez y calidad narrativa de sus publicaciones, su real trascendencia y su validez como testimonios sobre realidades tan dolorosas como la que casi caricaturescamente pintan en esta publicación de la intrépida María y su diligente vocera Olga.

VI

“Continúa la crisis humanitaria en Medio San Juan, Istmina, Nóvita, Sipí, Litoral del San Juan y Buenaventura, en territorio de ACADESAN... Estamos perdiendo la vida y la cultura del pueblo negro del San Juan”, expresó el Consejo Comunitario General, ACADESAN, en un comunicado del 10 de febrero de 2024, en el que -por enésima vez- denunciaba y exponía públicamente el agravamiento de la crisis humanitaria de la región por enfrentamientos entre grupos armados en sus comunidades, desplazamiento forzado de numerosas familias, confinamiento de las comunidades y otras violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario.

“Solicitamos de manera urgente el desminado humanitario para estas comunidades, al igual que reiteramos la necesidad de un cese al fuego multilateral que involucre a la totalidad de actores armados presentes en el territorio. Sin cese multilateral al fuego, las comunidades seguiremos sufriendo los horrores de la guerra y las humillaciones que vienen con el desplazamiento forzado y el confinamiento"; declaró el Consejo Comunitario General del San Juan, ACADESAN, en su comunicado público del 5 de abril de 2024, a raíz de la explosión de una mina antipersona en una comunidad del municipio de Sipí.

El Defensor del Pueblo - Regional Chocó, Luis Enrique Murillo Robledo, expresó que la siembra de minas antipersona en el municipio de Sipí equivale a un secuestro colectivo de todas las comunidades del territorio.

José Hésmer Mosquera, líder histórico y uno de los fundadores de ACADESAN, escribió el 10 de febrero de 2024, en un comentario a la publicación en Facebook del comunicado de su organización sobre el agravamiento de la crisis humanitaria en el San Juan: “Yo sigo creyendo y diciendo que detrás de esta guerra están las multinacionales con los macroproyectos mal llamados de desarrollo que tienen planeados para ejecutar en la Costa Pacífica. Para mí que fuerzas políticas internacionales están patrocinando estos actos para que nosotros les dejemos libre el territorio para tales fines. Amanecerá y veremos”.[4]


[1] Oficina del Alto Comisionado para la Paz. AICMA. Estadísticas de Asistencia Integral a las Víctimas de MAP y MUSE. Fecha de corte: 29 de febrero de 2024

https://www.accioncontraminas.gov.co/Estadisticas/Paginas/Estadisticas-de-Victimas.aspx

[2] ONU. Día Internacional de información sobre el peligro de las minas y de asistencia para las actividades relativas a las minas, 4 de abril. https://www.un.org/es/observances/mine-awareness-day

lunes, 1 de abril de 2024

 De la estirpe de Senén Mosquera

Jhon Arias, Jhon Córdoba y Yaser Asprilla, con cuyos goles le ganó Colombia a Rumania el pasado 26 de marzo, son parte actual de la estirpe chocoana cuyo símbolo es Senén Mosquera. FOTOS: X (cuentas de los jugadores). Archivo El Guarengue: foto de Senén Mosquera con Delio "Maravilla" Gamboa". 

“En fin, que ganó Colombia, pero también ganó el Chocó, que sigue reivindicando su fútbol y a sus jugadores, esos mismos que salen al profesionalismo a pesar de las carencias y las dificultades. Que salen y triunfan a pesar de la falta de escenarios o de apoyos sólidos y decididos de parte de los políticos miopes y los dirigentes mediocres”. Wagner Mosquera. El Chocó golea Rumania 3-2. Facebook, 26 de marzo de 2024.

Aún faltaban más de 20 años para que se estableciera en Colombia la celebración regular del campeonato profesional de fútbol, cuando se inauguró en Quibdó, en agosto de 1926, la primera cancha para la práctica de este deporte. “El campo no tiene que envidiar nada a sus similares de otras poblaciones. Queda situado en la esquina que forman la Avenida Istmina y la calle séptima. Está cercado de concreto de más o menos 2 pies de altura. Su pavimento es perfecto y apropiado. Está adornado con columnas. Tiene una superficie de 3.600 metros"[1]

Así describe el diario ABC, en su edición del martes 10 de agosto de 1926, aquel primer campo de fútbol de Quibdó, que fue bautizado con el nombre de Rita María Valencia, en homenaje a quien fuera la Reina de los Estudiantes y promoviera la construcción del campo, interponiendo sus buenos oficios ante sus hermanos, Reinaldo Valencia Lozano, fundador y director del ABC -para que apoyara públicamente la idea- y Jorge Valencia Lozano, Intendente Nacional del Chocó, para que construyera el escenario. “…Dicha cancha, de arena muy fina, tenía graderías de madera y estaba donde hoy se encuentran ubicadas las denominadas casas territoriales, en la Carrera 7ª entre Yescagrande y Pandeyuca”, anota el memorioso escritor, artista y folclorista quibdoseño Américo Murillo Londoño[2].

Popular desde el principio

Como lo explica Luis Fernando González en su clásico trabajo sobre la historia del desarrollo urbano de Quibdó hasta 1950, además de su aporte a la nueva concepción urbana de la ciudad, que incluye la definición y construcción de espacios públicos para el encuentro y la recreación; la cancha de fútbol de Quibdó inaugurada en 1926 propicia una nueva actividad recreativa, festiva y dominical, que se añade a los baños en la quebrada La Yesca y a las retretas en el Parque de la Independencia, posteriormente Parque del Centenario.

Las partidas de fútbol, como se decía entonces, son toda una novedad para la juventud quibdoseña de la época y concitan a la muchachada sin distingos de ninguna clase; aunque los primeros, principales y entusiastas futbolistas serán los estudiantes. Así las cosas, el fútbol en Quibdó nace desde el principio como un deporte popular, a diferencia del resto del país, donde comenzó como un deporte exclusivo de la membresía de los clubes sociales de las élites. González Escobar lo explica así:

“Además de los acostumbrados baños en la quebrada La Yesca, la actividad física había estado muy limitada. Con la construcción de la cancha de fútbol en el año 1926, cambió por completo la actividad de los hombres, especialmente de los estudiantes. Un deporte que en el interior del país entró a través de los clubes sociales, en Quibdó fue una actividad popular desde el inicio”[3].

Partidas inolvidables: El Carrasquilla vs El Team

El fútbol, pues, era tan nuevo en Colombia, que apenas empezaba a extenderse en el país, principalmente en Bogotá y Barranquilla, aunque también en Cali y Medellín, Manizales y Pereira. De hecho, para entonces, como puede leerse en el archivo del periódico ABC, de Quibdó, todavía era frecuente escribir en inglés el nombre de este deporte: football.

De manera que la inauguración temprana de la primera cancha de fútbol en Quibdó es otro hito o indicio que marca la conexión que en aquella época mantenía a la ciudad a tono con las innovaciones de la modernidad, gracias al transporte regular de mercancía, novedades y pasajeros desde y hacia Cartagena, el Sinú, Barranquilla y los grandes sabanales de los actuales Córdoba y Sucre, a través del río Atrato. De aquella primera época quedan registros del ABC sobre la actividad futbolística en la primera cancha de Quibdó.

En julio de 1928, en el marco de la fiesta de la independencia nacional, el equipo del Colegio Carrasquilla y el Team 20 de Julio disputan la denominada Copa de Plata[4]. En octubre del mismo año, con motivo de las Fiestas Patronales de San Francisco de Asís, la Copa Carrasquilla es disputada por los mismos equipos[5]. En ambos torneos, el equipo carrasquillero es derrotado por el Team.

Partidas inolvidables: Kin-K-Yu F.B.C. vs Quibdó F.B.C.

Nuevamente, como parte de las festividades conmemorativas del 20 de julio de 1934, que ese año cayó un viernes, se programó para el domingo 22 de julio lo que el periódico ABC anunció -en su edición 2.856, del 19 de julio de 1934- como una “Gran partida de football”, que se jugaría “en la cancha de deportes de la ciudad, ubicada en la Calle 7ª”.

Los rivales eran el “Kin-K-Yu F.B.C.” y el “Quibdó F.B.C.”, cuyos presidentes cruzaron comunicaciones formales para pactar el juego entre los dos equipos que, junto a Águilas y Buitres, integrados ambos por estudiantes del Colegio Carrasquilla, eran en ese momento los más populares de la ciudad.

En su calidad de presidente del Kin-K-Yu Football Club, Rubén Castro Torrijos, el mismo que compuso clásicos del cancionero chocoano tradicional, como El rey del río (Alfonso Andrade), María La O y Juana Blandón; retó formalmente al club oponente, mediante la siguiente comunicación dirigida a su homólogo del Quibdó Football Club:

Por la presente me es honroso extender a usted el desafío formal para un encuentro de balón-pie con motivo de la fiesta clásica que se avecina. Si usted acepta la invitación, de común acuerdo fijaremos la hora y demás detalles de la partida. Pronto enviaré a usted la lista de los jugadores que capitaneo”.[6]

La nota de Castro Torrijos, fechada el 17 de julio, es respondida al otro día, miércoles 18 de julio, por el presidente del club desafiado, en los siguientes términos:

“La ciudad, julio 18 de 1934

 

Señor Presidente del Kin-K-Yu F.B.C.

Presente.

 

En contestación a la suya de ayer 17 me es grato manifestar a usted que en nombre del Quibdó F.B.C. acepto el desafío que le hace a dicho equipo, siempre y cuando el campo deportivo esté en condiciones para hacer una partida digna de las festividades que se celebrarán. De acuerdo con el capitán, señor Antonio Cuesta M., designarán la persona que haya de actuar como árbitro en la partida.

 

Pedro Serna V.

Presidente del Quibdó F.B.C.”[7]

No sabemos con qué marcador finalizó la que ABC denominó “una interesantísima partida de balón-pie”. Sabemos sí que también era músico el presidente del Quibdó Football Club, el famoso integrante y después director de la Banda Intendencial y de la Banda Franciscana de Quibdó, Don Pedro Serna.

Partidas inolvidables: Águilas vs Buitres

La primera vez que la naciente clase obrera del Chocó celebró el 1° de mayo, que en ese momento se denominaba el Día del Obrero, fue entre el 29 de abril y el 1° de mayo de 1935. La Sociedad Obrera del Chocó, que sería reconocida jurídicamente un poco más de tres meses después, fue la organizadora y promotora de tan histórica celebración, todo un acontecimiento en Quibdó.

El lunes 29 de abril de 1935, el periódico ABC informa con entusiasmo evidente: “Mañana será la fiesta de los obreros. En esta ciudad habrá grandes festejos. Con inusitado entusiasmo se ha comenzado a celebrar desde hoy el Día del Obrero, de conformidad con el siguiente programa…”. Y el programa incluye, cómo no, una “formidable partida de football, galantemente obsequiada por los equipos ‘Águilas’ y ‘Buitres’, integrados por estudiantes del Colegio Carrasquilla”. La partida se jugó a las 10 de la mañana, después de una misa campal contratada por la Intendencia, a la cual asistieron “las autoridades, cuerpos colegiados y representantes del obrerismo”.

Escuela Normal Superior de Quibdó, 1943. Como se puede observar, la construcción de la famosa cancha de la Normal apenas está comenzando. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
El campo de la Normal

Entre 1941 y 1942, fueron inauguradas las instalaciones de la Escuela Normal Superior de Quibdó en las afueras de la ciudad, en terrenos aledaños al río Cabí. Aunque al principio no estuvo del todo lista y mucho menos adecuada, se construyó allí una cancha de dimensiones más amplias y reglamentarias que la inaugurada en 1926, que hasta entonces había sido el escenario único y emblemático del fútbol en Quibdó.

Desde la década de 1950, el campo de fútbol de la Normal se convirtió en punto de referencia y escenario de cita dominguera de los quibdoseños. Los espectadores de aquellos inolvidables partidos y campeonatos locales y regionales fueron testigos, domingo a domingo, de la creciente calidad del fútbol chocoano. Y también, por supuesto, del crecimiento de Quibdó alrededor de este nuevo hito urbano. Las lomas del barrio Nicolás Medrano y los montes de La Playita, a orillas del río Cabí, se fueron literalmente tragando la amplitud original de la Normal.

De la estirpe

Un nuevo Quibdó había surgido, en el cual la Normal ya no quedaba lejos. En este Quibdó, tener futbolistas chocoanos en los campeonatos del ámbito nacional había dejado de ser, paulatinamente, una ilusión, para volverse una realidad permanente. Senén Mosquera, un chocoano nacido en Buenaventura, se convertiría en un arquero épico, memorable e histórico del histórico Millonarios. Y, en gran medida, en una especie de símbolo o mito fundacional del profesionalismo del futbolista chocoano... Jhon Arias, Jhon Córdoba y Yaser Asprilla, con cuyos goles le ganó Colombia a Rumania el pasado 26 de marzo, son parte actual de la estirpe chocoana que simboliza Senén Mosquera.

De esa estirpe forman parte Silvio y Víctor Dueñas, Carlos Cuesta, Deiver Machado, Carlos Sánchez, Jackson Martínez, Francisco Maturana, Alexis García, Tressor Moreno, Wason Rentería, Carmelo Valencia,  Borracho, Motorró, Arrancamonte, Ramón Cuncún, Chucha, Tuco, Perucho, Pichirilo, Cerveleón, Patricio, Nando Garcés y Lucho Cuesta, Francis Mena, Chucho Perea, Acisclo, Güevayo, Pandereta, Camilito y Camilo Blanco, Tuta, Lágrima, Jorge Murillo, Lorenzo Mosquera, Tunununo, Nene Rojas, Coco Arce, Viejo Vence, Chirola, Emiro González, Euclides Pacheco, Chin, Gustavo Mesa, Fulton López, Harold Mena, Nicolás Moreno, el Chivo, Feliciano, Hilton Murillo, Solís, Cupica, Calidad, Héctor Perea, Albertico, Zipotarro, Papora, Froilán, Eulalio, Cacha y Memo Arbeláez; entre muchísimos otros que abrieron e iluminaron el camino a la gloria que hoy avizoran sus paisanos cuando juegan por la Copa Amistades del San Juan, en Andagoya; o por la Copa Faraón, de Cértegui. 

Al campo de fútbol y posteriormente Estadio de la Normal, le siguió la cancha del Chipi-chipi, arrinconada en una zona céntrica de Quibdó, cuyo auge comenzó hace un poco más de treinta años y en la cual se ha vuelto cada vez más frecuente situar el nacimiento de cuanta figura futbolística emerge del Chocó. Un estadio fallido en las goteras de la población de Yuto se erige como el símbolo de la desidia estatal en relación con el fútbol regional y con el deporte chocoano en general. 

A la gloria se sigue llegando por un camino bastante azaroso, que los futbolistas de la región recorren principalmente por su propia cuenta y la de su familia. Es el eterno sino, hasta ahora inmodificable, de la talentosa estirpe de Senén Mosquera.


[1] Periódico ABC N° 1238. Quibdó, 10 de agosto de 1926. Citado en: González Escobar, Luis Fernando. Quibdó, contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín, febrero 2003. 362 pp. Pág. 213. Valga anotar que, aunque esté en desuso, pavimento también se refiere al suelo que se interviene para dejarlo plano, afirmado y sólido, con materiales distintos al concreto. Así que, si bien el cerramiento del campo era en concreto, la cancha no lo era.

[2] Américo Murillo Londoño (Mis memorias). “Vida y Obra de Jorge Valencia Lozano I parte”. El Manduco, marzo 2024. https://elmanduco.com.co/vida-y-obra-de-jorge-valencia-lozano-i-parte-por-americo-murillo-londono-mis-memorias/

[3] González Escobar, Luis Fernando. Quibdó, contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín, febrero 2003. 362 pp. Pág. 173.

[4] Periódico ABC N° 1718. Quibdó, 27 de julio de 1928. Citado en: González Escobar, Luis Fernando. Obra citada, pág. 173

[5] Periódico ABC N° 1773. Quibdó, 6 de octubre de 1928. Citado en: González Escobar, Luis Fernando. Obra citada, pág. 173

[6] ABC, Quibdó. Edición 2.856, 19 de julio de 1934.

[7] Ibidem.

lunes, 25 de marzo de 2024

 De la Curia al CARE y del CARE al IDEMA
-Pequeño relato sobre la leche en Quibdó 
en el siglo 20-

Durante la mayor parte del siglo XX, la leche fue un artículo de lujo para los sectores populares de Quibdó. Los programas de Cáritas, CARE y el IDEMA popularizaron el acceso de la población a este producto. 1. Aviso del periódico ABC, 1940. 2. Carrera Primera de Quibdó, 1966. 3. Empaques de las leches disponibles en el mercado local en la década de 1970. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.
A mediados de la década de 1950, llegó a Quibdó la “Leche Curia”, una leche en polvo que la gente bautizó así porque era distribuida por la curia católica de la ciudad, como parte de los primeros programas masivos de la entidad eclesiástica Cáritas Internacional, que había sido fundada por la iglesia católica alemana a finales del siglo XIX, y cuyas acciones de asistencia social y caridad empezaron a llegar a esta población a raíz de la creación de los dos vicariatos apostólicos, Quibdó e Istmina, por la división en dos de la jurisdicción de la Prefectura Apostólica del Chocó, que había sido erigida en abril de 1908.

Hasta entonces, aparte del natural acceso de los recién nacidos a la leche materna y del consumo rural de la leche de milpesos[1], la gente del común no consumía regularmente esta bebida: era un privilegio que no se podía pagar. Unas cuantas vacas, en el predio de don Manuel de la Torre y su esposa doña Rufina, en La Yesquita, y años después las dos o tres vacas de la señora Carmen Paz, en la Calle de Las Águilas, eran algunas de las proveedoras de la oferta de leche fresca en la ciudad, la cual era adquirida por un reducido grupo de clientes fijos con capacidad de pago: empleados, comerciantes, curas, monjas... Igualmente, durante las primeras décadas del siglo XX, unos cuantos chivos de la Yesca Grande proveyeron leche a consumidores que podían pagarla.

Klim, Nido y La Lechera

Hasta fines de la década de 1940, Chagüí Hermanos, una firma comercial de importadores y exportadores, con negocios en Cartagena, Cereté, Quibdó e Istmina, ofrecía a su clientela servicios de navegación fluvial, de carga y pasajeros. El buque Bogotá navegaba por el río Atrato; el buque Damasco, por el río Sinú; para el río Magdalena, la empresa ofrecía los buques Leonor María y Sinú.

Chagüí Hermanos también compraba platino, oro y caucho, y vendía abarrotes, comestibles y leche Klim, “la mejor de las leches conservadas”. “Cuide a sus hijos alimentándolos con la inmejorable Leche Klim”, recomendaba su aviso publicitario en el periódico ABC, de Quibdó.

Hasta mediados de la década de 1960, tres marcas de leche de la multinacional Nestlé eran las únicas disponibles en el comercio de Quibdó: Klim y Nido, que eran leches enteras en polvo, y la leche condensada La Lechera. Las tres herméticamente empacadas en tarros de aluminio que traían adheridas a su contorno las coloridas etiquetas de papel y venían en dos presentaciones o tamaños. Klim era más costosa que Nido. Aunque eran leches enteras, ambas se usaban principalmente para preparar teteros de niños lactantes, en tiempos en que apenas comenzaban a aparecer en el mercado local, y eran aún más inaccesibles económicamente, las primeras leches de fórmula para bebés, tales como S-26, que solamente expendían en las farmacias. Por su parte, la leche condensada -en su presentación más diminuta o Lecherita- formaba parte indispensable del mecato que se llevaba a los paseos escolares.

Un ícono urbano

Misionero Claretiano, década 1950.
FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

La leche era, pues, desde principios del siglo XX, un artículo de lujo para los sectores populares de Quibdó. De modo que la “Leche Curia”, que por obra y gracia del humor popular terminaría convertida en un referente urbano bastante sonoro de las historias escolares y barriales de la ciudad, fue la posibilidad de acceso popular a los beneficios nutritivos de este producto. Mucha gente prefería su consumo tal cual venía, así, en polvo; o revuelta con azúcar y hojuelas de avena (Quaker), para lamer o comer a cucharaditas; o mezclada con la misma avena en coladas que se comían al desayuno; o en arroz de leche, o mezclada con sosiega de maíz, o en helados de coco, o con café, chocolate o aguapanela; y otras preparaciones, todas ellas diferentes a la preparación originalmente recomendada por la curia, que era la leche líquida, elaborada a partir de su mezcla con agua hirviendo hasta que se diluyera.

La leche de CARE: “Alianza para el progreso”

Un poco más de una década después de la “Leche Curia”, hizo su aparición en Quibdó, una ciudad aún devastada por aquel hito trágico de su historia que fue el incendio del 26 de octubre de 1966; la leche de CARE.

De distribución casi gratuita, pues la cuota que se pagaba por familia para acceder a ella era más bien simbólica y comprometía la responsabilidad del usuario sobre el cuidado de los envases, la leche de CARE era entregada en botellas de vidrio resistentes y bonitas, con capacidad de un litro, que se recibían con un sello hermético, y cuya desinfección previa hacía parte del programa. Uno entregaba las botellas usadas y, aunque estuvieran muy bien lavadas, nunca le entregaban a uno la leche en esas mismas botellas, sino que llenaban otras que habían sido higienizadas.

CARE, cuyo origen está ligado a la ayuda de los Estados Unidos para la reconstrucción de Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial y su atención a las tropas estadounidenses en Vietnam; era en ese momento la sigla del denominado Centro Americano de Remesas y Comedores Escolares, y llegó al Chocó como parte de la Alianza para el Progreso. Aparte de la leche de distribución masiva, este programa era el mismo que proveía los alimentos para los comedores escolares que se instalaron profusamente en las escuelas de Quibdó y donde uno comía por lo menos una vez por semana cosas que en su casa comía una vez al año.

Este programa asistencial, cuyo manejo de imagen y marca -minucioso y planificado- le vendía uno la idea de que todo era “una donación del pueblo de los Estados Unidos de América” (escrito en inglés, español, portugués y caracteres ideográficos que presumíamos árabes o chinos), había sido repotenciado por el gobierno de los Estados Unidos durante el gobierno del sonriente presidente John F. Kennedy, cuya popularidad llegó a tanto que con su apellido fueron bautizadas decenas de barriadas populares de toda la región latinoamericana. De fondo, más que la idea de la nutrición y el bienestar, estaba la idea de contrarrestar la influencia del comunismo, a través de la recientemente triunfante Revolución Cubana.

Lo mismo en Bogotá que en Quibdó, Kennedy pasó a ser un populoso barrio. En Quibdó, surgió y creció a partir de la desecación y relleno de humedales de la planicie de inundación del río Atrato y de las quebradas El Nausígamo y El Caraño, acción esta que fue adelantada como parte de las obras posteriores al gran incendio de 1966. Kennedy es hoy por hoy uno de los conglomerados urbanos más grandes y abigarrados de la ciudad.

La leche de CARE, el 8 Pisos y el Barrio Escolar

La leche de CARE, en sus relucientes y sólidas botellas, se entregaba en el Barrio Escolar de Quibdó, de lunes a viernes, a partir de las 5 a.m. Siempre me pregunté -si uno tenía que llegar a esa hora- a qué horas llegarían las señoras -impecablemente uniformadas- que lo atendían a uno con toda presteza y gentileza, así uno fuera un niño pequeño en medio de una multitud de adultos.

1. Quibdó, 27 de octubre de 1966. Ruinas del incendio en la Carrera 2a. Arriba a la derecha se ve el 8 Pisos, Edificio de la Beneficencia del Chocó. 2. Barrio Escolar, 1992. FOTOS. Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.

Un ficho de cartulina, con el sello del programa y con un color diferente cada semana, era el vale o bono con el cual se reclamaban los litros de leche correspondientes según el número de familias inscritas en cada caso. Era una leche absolutamente blanca, espumosa e hirviente, envasada directamente de unas ollas inmensas, que hervían sobre parrillas de fuego incandescente. Los fichos de cartulina, bonos, tarjetas o vales para reclamar la leche los reclamaba uno los viernes después de mediodía en el séptimo piso del Ocho Pisos o Edificio de la Beneficencia del Chocó. Allí quedaba la oficina de CARE, donde una señora totalmente amable, alta y sonriente, que vivía en el barrio César Conto, renovaba cada semana la inscripción de las familias en el programa, previo pago de la suma simbólica de dinero establecida.

Un sonido de botellas vacías que se chocaban entre sí llenaba las calles de Quibdó aledañas al Barrio Escolar de Quibdó, antes de las 5 de la mañana. Un sonido de botellas llenas de leche, que se entrechocaban, llenaba las calles de Quibdó aledañas al Barrio Escolar cuando empezaba a amanecer. Uno aprendía a distinguir uno y otro sonido. Uno y otro sonido desaparecían bajo el fragor del aguacero cuando amanecía lloviendo y uno llegaba a su casa como si se hubiera zambullido en el Atrato, pero con sus litros de leche a buen recaudo.

La leche del IDEMA

Poco tiempo después, hacia 1973, fue inaugurada en Quibdó la sede del IDEMA, Instituto de Mercadeo Agropecuario, al frente del edificio principal de la Plaza de Mercado, que había sido construida después del incendio, a la orilla del río Atrato, en la Carrera Primera. Era un edificio sencillo y funcional, cuyo diseño y apariencia exterior guardaba coherencia con el estilo de las viviendas circundantes, que formaban parte del programa de reconstrucción o remodelación de Quibdó, adelantado por el Instituto de Crédito Territorial, ICT, a raíz de aquel fatídico incendio de 1966.

En ese edificio quedaban las oficinas del IDEMA, una bodega, y el espacio más inolvidable y querido por los quibdoseños del común durante los tres o cuatro años de su funcionamiento: el supermercado popular, donde la mitad del pueblo nos abastecimos durante ese lapso y de paso conocimos una caja registradora y el decoroso empaque de los productos, que nunca habíamos visto, con etiquetas indicativas de su peso, contenido, procedencia y licencias sanitarias.

El supermercado del IDEMA fue un alivio para la economía doméstica de los quibdoseños, por los bajos precios a los que se vendían artículos tan importantes como arroz, aceite, lentejas, azúcar, fríjoles, y a veces garbanzos, arvejas, papas, etc. Y, por supuesto, ¡leche en polvo! Una leche que todo el mundo desde el principio consideró mejor que la “Leche Curia” y la leche de CARE; pero, cuya oferta nunca fue suficiente para su alta demanda, además de los problemas de tráfico inadecuado, como compra de cantidades excesivas por una sola persona o por varias para el mismo destino. Lo cual conduciría a una de esas reglamentaciones milimétricas de usanza en los sistemas de mercadeo público: la limitación de cantidades de productos que era permitido comprar por un solo usuario. Sobre todo, la leche, que, a pesar de su bajo precio y su reconocida calidad, volvería a ser muchas veces inaccesible para la gente, por los problemas de distribución.

El supermercado del IDEMA en Quibdó contribuyó significativamente entre, 1973 y 1977, a popularizar el consumo de leche en los sectores populares de la ciudad. La señora Juanita Moldón (primer plano izquierda) era una de las cajeras del establecimiento. FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó y archivo El Guarengue.

Los milagros del IDEMA

Asegurar el arroz de la semana, de la quincena o del mes, según el caso, como base segura de la alimentación; era en los años del IDEMA en Quibdó la primera decisión de compra de la canasta familiar popular. Seguía el aceite, vuelto ya costumbre su uso después del incendio, en reemplazo de la antigua y proverbial manteca de cerdo, que había sido progresivamente reemplazada en las tiendas por las mantecas de origen vegetal (Gravetal era la más famosa), producidas por la naciente y multimillonaria industria de ese ramo, que para entonces empezaba a inundar el país de monocultivos de palma aceitera.

El IDEMA proveía con creces la demanda de ambos productos, arroz y aceite. Era para la gente motivo de tranquilidad, incluso de alegría, salir del supermercado, factura a la mano después de haber pagado, con su arroba de arroz y sus varios galones de aceite. No importaba, si así tocaba, salir sin leche, después de la batahola y del maremágnum que se armaban para alcanzar a coger aquel producto tan ansiado.

Únicamente el sábado -día tradicional de mercado en la ciudad- el supermercado del IDEMA en Quibdó tenía a disposición de su multitudinaria clientela todo el surtido posible. Pasaba, sí, a veces, que los camiones que transportaban los productos no podían llegar debido a los derrumbes de la trocha entre el Chocó y Antioquia. Así que todo resultaba en un sábado perdido, que al siguiente se recuperaba. Hacia el mediodía de cada sábado, los estantes vacíos y la soledad del lugar eran muestra de misión cumplida: medio Quibdó se había abastecido de productos claves de la canasta familiar, entre ellos la famosa leche IDEMA.

Pero, lo bueno poco dura, dice el refrán. El servicio del supermercado popular fue reemplazado por un servicio de distribución al por mayor dirigido a las tiendas de barrio de la ciudad, para que fueran estas las que vendieran al detal. Y después, ni lo uno ni lo otro. El IDEMA entró en crisis nacional, terminó quebrado por los clásicos malos manejos estatales y desapareció. El decreto 1675 del 27 de junio de 1997, firmado por el presidente Ernesto Samper Pizano y por Antonio Gómez Merlano como ministro de Agricultura, ordenó la supresión y liquidación del IDEMA. Su modesta y decente edificación en Quibdó fue demolida años después para construir en su lugar un adefesio desangelado de esos que llaman búnker, de la Fiscalía General de la Nación.

Gracias al IDEMA, durante por lo menos tres años, en las casas de Quibdó hubo siempre -a precios justos y adecuados- arroz volado, sopas de lenteja con queso o sin queso, fríjoles sabrosos, arvejas y papa guisadas, azúcar en coladas, tintos, jugos y postres, y garbanzos tan recién cocidos como recién introducidos en la dieta… Y hubo leche. Una leche buena, buena y sabrosa. Mejor que la “Leche Curia” y mejor que la leche de CARE, sus antecesoras en la popularización del consumo de leche en Quibdó durante el siglo XX.

A Juanita Moldón Blandón


[1] Bebida preparada a partir del extracto de los frutos de la palma de milpesos (Oenocarpus bataua), a la manera de la actualmente famosa “leche de almendras”.

lunes, 18 de marzo de 2024

Balbino Arriaga Ariza:
“Los colores del Atrato”
*Escena de una chirimía. Balbino Arriaga, 1971. Bocetos para un telón. Acuarela, 35.6 x 43.2 cm. FUENTE: Alma Arriaga, colección particular. Tomada del libro "Balbino Arriaga a través de la academia. Clara Forero, Iván Benavides. Universidad Nacional de Colombia. 2018. La foto de Balbino Arriaga es la portada del libro; del cual son tomadas todas las imágenes incluidas en esta publicación de El Guarengue.

Hace 66 años, del 19 al 30 de marzo de 1958, se llevó a cabo en Quibdó, con el patrocinio de la Unesco, uno de los eventos de mayor importancia y trascendencia científica que haya tenido lugar en Colombia, por sus novedosos aportes al conocimiento mundial en los campos forestal, botánico, hidrológico, cultural y étnico, geográfico, sociológico, ecológico y ambiental: el Simposio Americano sobre Zonas Húmedas Tropicales; cuya organización e impulso estuvo a cargo del naturalista colombiano Enrique Pérez Arbeláez y el científico alemán Ernesto Guhl.

Además del gran Pérez Arbeláez y de Guhl, participaron en el simposio otros científicos nacionales y extranjeros también de talla mundial, como José Cuatrecasas Arumí, Robert C. West, Gerardo Budowsky, Roberto Pineda, Orlando Fals Borda, Ernesto Vautier, Francis Raymond Fosberg, Adolpho Ducke y Lyman Bradford Smith. En su calidad de secretario general del Simposio -nombrado por Miguel Ángel Arcos, quien era entonces Gobernador del Chocó-, Rodolfo Castro Torrijos presentó a la concurrencia una completa monografía titulada Chocó-Colombia, que contenía información y datos sobre diversos aspectos de cada uno de los municipios del Chocó y de la región en general.

La presentación de Castro Torrijos fue largamente aplaudida, por lo apropiada y pertinente que resultaba para el simposio, dados sus contenidos, y por su diligente trabajo de diagramación e ilustración; cuyos dibujos, mapas, planos, cuadros estadísticos, portada y portadillas internas, habían sido hechos por un jovencito que aún no cumplía 20 años de edad y tampoco -como era frecuente en aquella época- había culminado sus estudios de bachillerato, lo cual haría dos años más tarde.

Ese jovencito era el artista chocoano Balbino Arriaga Ariza (Quibdó, 18 de junio de 1938-Bogotá, 5 de julio de 2002), hijo de Balbino Arriaga Castro, quien además de dirigente liberal y probo funcionario, fue consagrado y admirado maestro e intelectual; y quien, como presidente de la junta organizadora, influyó notablemente en la concertación con la curia claretiana de un nuevo modelo de celebración de la Fiesta Patronal de San Francisco de Asís, en Quibdó, donde además del templo fueran también la calle y el barrio, el vecindario y la población, escenarios y sujetos con poder de celebración festiva y devocional. Dicha estructura rige desde finales de la década de 1920 y principios de 1930.

La mamá de Balbino Arriaga Ariza fue Placidia Ariza Prada, hermana de los famosos profesionales y políticos Luis Víctor y Víctor Dionisio. Balbino fue el único hombre de la prole de ella y su esposo, por lo que el niño creció acompañado de sus siete hermanas: Carmen Elisa, Ángela Isabel, Alma del Socorro, Placidia María, Ana Luisa, Pola del Carmen y Gloria Stella, todas ellas dotadas también de talentos artísticos y en varios casos dedicadas a su cultivo a través de las artes plásticas o las letras.

Rendimos homenaje en El Guarengue al grandioso artista chocoano Balbino Arriaga Ariza, quien dedicó su vida artística y profesional a la formación de nuevos talentos, en la Universidad Nacional de Colombia, en donde trabajó durante más de 30 años y en donde recibió -entre otros reconocimientos- el de Docencia Excepcional, que le fuera concedido en cuatro ocasiones por el Consejo Superior de la Universidad con base en la postulación de los egresados del Programa de Bellas Artes, varias generaciones de los cuales encontraron en Balbino un verdadero Maestro. 

Balbino Arriaga Ariza falleció a los 64 años, sin haber consolidado su obra, como lo venía haciendo desde que se retiró de la docencia. Su tempranera muerte nos privó de disfrutar aún más de lo que se puede lograr con el rico acervo que de la luminosa paleta de su alma quedó. El texto que reproducimos evoca y narra su infancia y su juventud e incluye valiosas imágenes de la vida y de la obra de Balbino.

Julio César U. H.
18.03.2024

******************************************************

 “Los colores del Atrato”[1]
Clara Forero, Iván Benavides
Universidad Nacional de Colombia, 2018

En 1930, empezó en Colombia la presidencia del boyacense Olaya Herrera, que representó el fin de la Hegemonía Conservadora, periodo durante el cual el Parti­do Conservador Colombiano había ostentado el poder por poco más de cuarenta y cuatro años.

Sin embargo, a pesar de aquel cambio radical, la vida en el Chocó transcurría impá­vida ante las muchas y vertiginosas transformaciones políticas que sufría el país. Los factores que determinaron tal estado incluyeron un aislamiento geográfico que perdura hasta hoy día y un injusto olvido por parte del Gobierno central.

Debido a lo anterior, Quibdó se presentaba ante los ojos de cualquier foráneo como suspendida en el tiempo, con un aire que se movía entre lo provinciano y lo «macondiano», surcado por el constante cauce del río Atrato.

Contrario a ello, el departamento atravesaba un auge, si no extraordinario, cuan­do menos suficiente para llamar la atención de las factorías extranjeras. Por la escasez mundial de platino, a causa de la Primera Guerra Mundial, el Chocó en­tero y Quibdó, su principal centro administrativo, fueron testigos de migraciones paulatinas de empresas británicas, que supusieron un notable incremento de la población y una activación de la economía en la zona.[2]

Casi inmediatamente, los hijos y herederos de aquella modesta bonanza, junto con las poblaciones autóctonas, empezaron a configurar una clase dirigente e intelectual urbana que el político chocoano Fernando Velásquez Martínez deno­minó «mulatocracia» (citado en González, 2008, p. 117).

En medio de este contexto, vivió Ángela de los Ríos, viuda de Quejada, la bis­abuela de Balbino Arriaga. Una cartagenera que llegó al Chocó a comienzos del siglo XX y que, en la década de los cuarenta, decidió asentarse en Riosucio para dedicarse al comercio de tagua y caucho. Con personas como ella, comenzó la paulatina colonización de aquella zona del Pacífico.

La vida de aquella mujer —que en los relatos de sus bisnietos parece inmersa entre el mito y la realidad— fue, por demás, peculiar. Según parece, provenía de una familia de artesanos dedicados a la elaboración de tapices y biombos, cosa que determinó para ella un aprestamiento en ciertos oficios manuales, que pos­teriormente plasmaría en pequeñas pinturas, tejidos, bordados, calados y flores de papel y de cera. Al tiempo, es probable que haya tenido acceso a una buena edu­cación para la época, puesto que le gustaba declamar, y se sabe que, aparte de ser una ávida lectora, educó a su nieto, Balbino Arriaga Castro, nacido el 27 de febrero de 1900, hasta un nivel tal que pudo iniciar sus estudios de bachillerato sin haber cursado el nivel primario.

Balbino Arriaga Castro, padre de Arriaga Ariza, tuvo acceso a una extensa bibliografía, a través de la cual el pensamiento humanista se instaló en su hogar de forma permanente. Arriaga Castro fungió como secretario y juez municipal de Quibdó, así como contralor departamental del Chocó, durante varios años. Aunque el Quibdó de antaño lo recuerda es­pecialmente por su labor como docente del Cole­gio Carrasquilla, por sus clases de literatura y por su enorme biblioteca.[3] De forma paralela, Placidia Ariza, la madre de Balbino, estaba emparentada con toda una generación de políticos y dirigentes locales que contribuyeron a la industrialización y el fomento de la educación del Chocó, entre las décadas de los cuarenta y cincuenta.[4]

Parece claro que el nacimiento de nuestro hombre se gestó en un ambiente propicio para el desarrollo intelectual. La prosperidad que la explotación del pla­tino y el oro dejó en el departamento y el nuevo clima cultural, así como la búsqueda de una participación más activa del pueblo chocoano frente a la política nacional para lograr su propio desarrollo, constituye­ron fuertes motores de progreso para la región y para la formación de una generación más crítica.

Balbino Arriaga Ariza nació el 18 de junio de 1938. Fue el segundo de siete hijos y el único varón. La vida de la familia se desenvolvió entre dos casas. La pri­mera, situada a un costado del Colegio Carrasquilla, tenía grandes patios y en ella se hallaba una enorme biblioteca que, con el tiempo y hasta el fatal incendio de 1966, se convirtió en una suerte de centro cultural para los colegiales. La segunda, ubicada a las afueras de la ciudad, rodeada de árboles que ofrecían gustosos sus marañones, naranjas y guayabas, era más bien una quinta de estilo californiano, una casa arrullada permanentemente por la corriente del Atrato, cuyos recovecos Balbino conoció muy bien, de acuerdo con el relato de Ángela Arriaga, una de sus hermanas.

El río le dio a Balbino motivos, colores y formas de toda clase para desarrollar su trabajo creativo. Des­de su niñez, el impacto de este sobre él se reflejó en su trabajo. Su infancia transcurrió en un tiempo en el que el Atrato se dejaba navegar por enormes barcos con motores centrales, semejantes a los que cruzaban por el Misisipi. Uno de los más destacados recuerdos de Carmen Elisa, otra de sus hermanas, es el del paseo que Balbino y ella hicieron junto a su padre desde Quibdó hasta Riosucio, donde residía su bisabuela. Los Arriaga emprendieron rumbo a la ma­nera de una historia de Mark Twain: los caballeros con sombrero corcho y la pequeña con un vestido blanco. En aquella ocasión, abordaron el «Cartagena de Indias», cuyo itinerario les permitió visitar Puerto Martínez, Vigía del Fuerte, Bella Vista y, finalmente, llegar a su destino.

Una vez se instalaron, emprendieron un corto paseo por el río Truandó y el río Salaquí. Balbino padre, que no dejaba pasar ocasiones como aquellas para ofrecer a sus hijos una cátedra de geografía, biología y ecología, les pidió que juntaran sus oídos a unas enormes formaciones rocosas que encontraron a mitad del trayecto. Se alcanzaba a oír un trémulo sonido: la «resaca» del Pacífico. El padre anotó que si aquellas rocas fueran extraídas sería posible ver el Pacífico y así concluir el anhelo colombiano de conectar ambos océanos.

De vuelta en la casa de la bisabuela, Balbino hijo pidió afanoso algunos materiales y se puso a dibujar lo que había visto. Sería este uno de muchos mo­mentos que marcaron el inicio de una recurrente fascinación por el paisaje, el agua, el reflejo y los cielos arrebolados.

Por otro lado, el paulatino desarrollo de Quibdó le permitió encontrarse con otra docena de estímulos. Quizá, uno de los primeros y más llamativos fue su interés por el diseño de trajes, vestidos y disfraces. Cabe señalar que su madre se formó de manera au­todidacta como costurera, de tal suerte que los libros de la biblioteca de Balbino Arriaga Castro llegaban siempre en compañía de revistas y magazines ilustrados con figurines, vestidos, cortes y plantillas, que la modista imitaba a la perfección.

Es más que probable que aquel contacto cercano con el diseño textil haya motivado al joven Balbino a rea­lizar sus propios experimentos. En efecto, las fiestas de disfraces y los jolgorios de las fiestas de San Pacho fueron ocasiones propicias para que diseñara los tra­jes de las comparsas, los vestidos para sus amigas, la pintura facial de sus hermanas e incluso las carrozas del barrio César Conto, que en vista de sus cualida­des solicitaban regularmente sus servicios.

Del mismo modo, la llegada del cine al Chocó fue una influencia determinante para su obra posterior. Cuando era todavía un niño, instaló en su casa un enorme telón para exhibir películas de Charles Cha­plin, utilizando un proyector Pathé. Solía cobrar cinco centavos por la entrada y, cuando la cinta empezaba a rodar, se convertía en el relator que complementaba cada episodio. Años más tarde, frecuentó los teatros Quibdó, Salón Colombia y Salón Claret. Las anécdotas coinciden en narrar los tratos que Balbino tenía con sus compañeros de colegio, acostumbraba dibujar los mapas e ilustraciones de sus amigos a cambio de dinero, que luego gastaba en el cine.

Sin embargo, por encima del río, de las telas o del cine, estaban sus tizas y sus colores, las primeras herramientas de las que dispuso y, en cierta forma, las que le harían célebre muchos años más tarde, ya convertido en profesor universitario.

Cierto día, la tía de Balbino, Luisa Ariza, Lucha, que trabajaba en el Instituto Pedagógico Femenino, le regaló algunas tizas de colores, con las que hizo va­rios dibujos en el piso de su casa. El padre de Balbi­no acostumbraba dejar aquellos garabatos por cierto tiempo y así poder mostrarlos a los recurrentes visitantes. Uno de aquellos fue el señor César Arriaga, intendente del Chocó, que en ocasiones llevaba al pequeño Balbino y a sus hermanas a pasear en el carro de la intendencia, por entonces, uno de los pocos vehículos que había en Quibdó.

A su llegada, después de uno de esos recorridos, Balbino procedió, tizas en mano, a dibujar un carro en el piso de la casona. El dibujo inquietó a Carmen Elisa, que inquirió sobre aquella extraña imagen de un carro con tan solo dos ruedas. Desde luego, el pequeño Balbino, cuya edad no excedería los tres años, explicó que aquello se debía a la posición fren­te a la cual se había puesto con respecto al coche. Atisbando así, para sorpresa de sus padres y de Cé­sar Arriaga, nociones elementales de dibujo, como la profundidad y la perspectiva. De ahí en adelante, sus padres le alentaron incondicionalmente. Don Balbi­no Arriaga le suministró tantos materiales como fue posible, muchos de los cuales debían ser llevados hasta Quibdó en barco desde Cartagena.

Ahora bien, aunque su temprana formación artística fue, en términos generales, autodidacta, Arriaga tuvo la oportunidad de conocer a algunos de los más des­tacados docentes, artistas y artesanos de su región. Pese a que la influencia que tuvieron sobre él es in­cierta, fueron estos encuentros los primeros apren­dizajes informales que obtuvo en tierra chocoana.

Se sabe, por ejemplo, que Balbino trató con cierta regularidad a las educadoras Belén Perea y Esperan­za Luna, avezadas artesanas y personajes medula­res dentro de la tecnificación artesanal en el Chocó. Al respecto, en un informe sobre la artesanía del «cabecinegro»,[5] preparado por Marta Lucía Bustos para Artesanías de Colombia (1989, p. 2), se men­ciona lo siguiente: “La artesanía en damagua y cabecinegro, se inicia, entre la población negra, con las edu­cadoras Belén Perea, Judith Ferrer y Cruz Esperanza Luna, quienes a finales de la década de los treinta enseñaron a sus alumnos en Tadó, Istmina y Quibdó a trabajar dichas materias primas. Se hacían entonces bolsos, carteras, individuales, vestidos, cuadros típicos y tapetes”.

Asimismo, mientras Balbino realizó sus estudios de bachillerato en el Colegio Carrasquilla de Quibdó pudo trabar amistad y ser el asistente del docen­te boyacense Hugo León, a quien eventualmente se le comisionaron murales para esa misma insti­tución. También pudo conocer al célebre Francisco Mosquera Agualimpia, posteriormente llamado «el pintor de las gentes y las costumbres del Chocó», que por entonces ofrecía su cátedra de dibujo en el mismo colegio. Este pintor, gracias a una beca, había podido adelantar tres años de estudios en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, entre las décadas de los treinta y cuarenta.

De acuerdo con Carmen Elisa Arriaga, hermana de Balbino, es probable que Mosquera hubiese dado algunos consejos a Arriaga; incluso es plausible que le haya exhortado a viajar a Bogotá para estudiar en la misma escuela. Sea como fuere, al parecer, el pintor introdujo a Balbino en el uso del lápiz y el carboncillo, técnicas que fueron fundamentales para su obra y que constituyen los espacios de expresión en los que Arriaga consiguió sus más prolíficas pro­ducciones.

A pesar de ello, el avance de Balbino en el dibujo y la pintura contrastaba con sus calificaciones académicas y sus planes futuros. Él había cursado sus es­tudios elementales en el Colegio de la Presentación y después en la escuela anexa a la Normal Superior de Quibdó. Esa época coincide con políticas liberales que mucho tuvieron que ver con la laicización de la educación y con un proyecto construido a partir de las novedades pedagógicas más vanguardistas (Re­yes, 2012, pp. 37-38). No obstante, ya en el quinto grado, Balbino expresó su renuencia a continuar con su formación como docente normalista y tomó la decisión de trasladarse al Colegio Carrasquilla, don­de cursó cuatro años más de estudio. Mientras sus calificaciones en dibujo y arte fueron siempre de 5.0, sus notas en aritmética y matemáticas fueron motivo de más de una reprimenda por parte de su padre. Debido a su larga trayectoria administrativa, para don Balbino Arriaga Castro, era esencial que sus hijos aprendieran los fundamentos del pensamiento lógico. Sin embargo, la persistencia de Balbino por dedicarse a las artes y su indudable virtud para el dibujo le propiciaron poco tiempo después la opor­tunidad perfecta para combinar dos escenarios, el de la política y el del arte, que hasta entonces parecían irreconciliables.

En 1958, con motivo del simposio Tierras húmedas tropicales, realizado en Quibdó, Balbino fue convocado por el gobernador del Chocó, Miguel Ángel Arcos, y por el contralor departamental, Rodolfo Castro Torri­jos, para ilustrar el libro Chocó-Colombia. Una especie de informe que recogía las conclusiones más impor­tantes del encuentro. Don Balbino Arriaga, quien tam­bién había ocupado el cargo de contralor años atrás, recomendó a su hijo para que elaborara las ilustracio­nes que acompañarían al texto y que serían esenciales para representar varios aspectos de la región: geolo­gía, mineralogía, biodiversidad y etnografía.

Por esto, a Balbino se le asignó la elaboración de mapas, planos, cuadros estadísticos y maquetas, así como un par de viñetas, entre las que sobresa­le la imagen que se usó como portadilla del libro. Se trataba de una rana desamparada que esperaba bajo su paraguas que amainaran las fuertes lluvias que caracterizan los bosques húmedos del Chocó. Al mismo tiempo, se le encargó hacer una serie de acuarelas que representaban los pueblos y ciudades más importantes del Chocó y la cuenca del Atrato. Lastimosamente dichas acuarelas no pudieron ser recuperadas.

Las hermanas de Balbino evocan la habilidad con la que pudo recrear la mayor parte de las imágenes a partir de las memorias de su infancia. Momento en el que, junto a su padre, conoció Istmina, Tadó, Condoto, Andagoya y el Carmen del Atrato. Pero fue todavía más sobresaliente el grado de rigor con el que pintó poblados que desconocía y que recons­truyó basado en las anécdotas de su padre y de los invitados al simposio.

Al final, el resultado fue editado en dos volúmenes mimeografiados en papel periódico. En la introduc­ción del primer tomo, Castro Torrijos (1958, p. 2) dice de Balbino: «Es un joven estudiante y artista cuyo pincel acuarelista y ágil plumilla hacen mila­gros, y quien colabora con todas las gráficas y cartas de este estudio».

Después de aquella oportunidad, Balbino sugirió a su padre la idea de abandonar el bachillerato y continuar trabajando como dibujante. Don Balbino Arriaga se opuso a tal idea y, en cambio, lo convenció de culminar sus estudios de bachillerato en el Liceo Nacional Marco Fidel Suárez de Medellín para, de esa forma, poder iniciar sus estudios como artista en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá.

Evidentemente, la falta de escuelas de arte en Quib­dó y la posibilidad de más y mejores oportunidades en otras ciudades fueron factores decisivos para que Balbino dejara el Chocó de forma definitiva. Arriaga no fue un caso aislado, por el contrario, hace parte de toda una generación de inmigrantes, si bien él no tenía las necesidades económicas que caracterizaban a la mayoría de esta población.

Medellín representó para Balbino el preludio de las posibilidades que involucró su llegada a Bogotá. César Martínez, profesor de la Facultad de Artes, na­rra cómo el rector del Liceo Marco Fidel Suárez le dio a Arriaga el impulso definitivo para iniciar sus estudios como artista (Mora, 2001). Aunque su pa­dre jamás se opuso a los deseos y vocaciones de sus hijos, no faltó la oportunidad en la que le insinuara la conveniencia de estudiar una carrera con «más y mejores proyecciones», como arquitectura, por ejemplo. 

Balbino culminó el bachillerato en 1960 y un año después inició formalmente sus estudios en la Universidad Nacional de Colombia, en una época en la que no muchas personas se decidían a cursar una carrera universitaria.[6]

Estudio de mujer frente al río Atrato-Balbino Arriaga Ariza, 1990.
Lámina en acuarela, 35.6 x 43.2 cm. Fuente: Alma Arriaga, colección particular.



[1] Tomado de: Balbino Arriaga a través de la academia. Clara Forero, Iván Benavides. Universidad Nacional de Colombia. Centro de Divulgación y Medios Facultad de Artes Sede Bogotá. Colección Notas de Clase 19. 1ª edición, octubre 2018. 156 páginas. Pp. 44-53.

ISBN impreso: 978-958-783-600-4 ISBN electrónico: 978-958-783-601-1.

[2] Este departamento, durante la Segunda Guerra Mundial, a pesar de haberse convertido en un punto estratégico para los aliados y de la instalación de la South American Gold and Platinum Company (de propiedad estadounidense) y la fundación en Andagoya de la Chocó Pacific Mining Company (subsidiaria de la primera), siguió siendo una zona aislada, con una reducida comunicación marítima y un clima que dificultaba la agricultura (Raush, 2011, p. 70).

[3] No sobra destacar su parentesco con el poeta quibdoseño Adriano Arriaga.

[4] Luis Víctor Ariza (hermano) ocupó la alcaldía de Quibdó entre 1953 y 1957, fue suplente en el Congreso por el Movimiento Liberal Popular (MLP) y gerente de la Zona Agropecuaria del Mag­dalena. De su otro tío, Víctor Dionisio Ariza, se sabe que fue uno de los primeros alumnos que tuvo la Escuela Normal de Varones de Quibdó, fue gobernador del Chocó en los años cincuenta y junto con otros importantes comarcanos fue fundamental para la democratización de la educación en el Chocó (Díaz, 2006, p. 6).

[5] Nombre vernáculo para la planta Phytelephas seemil. En las artesanías se hace uso de la fibra de los frutos o cápsulas de la planta.

[6] De hecho, el promedio de estudiantes graduados del programa de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia entre los años sesenta y setenta del siglo XX era de solo seis alumnos por año (Vicerrectoría General, 2013).