lunes, 30 de septiembre de 2019


¿Etnocidio?
Pintura de Miryam Zora. Colección particular. Foto: Julio César U. H.
Este río y esta quebrada no son como los que quedaron allá lejos, donde antes transcurría su vida. El río les queda muy lejos y sus aguas son diferentes, quizás porque son más nuevas, pero también más usadas, que las que discurrían por su propia orilla. Y la quebrada es distinta hasta en el olor, no tiene más que pejesapos; y el musgo, más que musgo, parece una pátina nacida de la suciedad, no de la edad ni del paso del tiempo. No hay peces en la quebrada y los del río están envenenados, aunque deambulen por ahí como si nada y sigan cayendo en las atarrayas ocasionales de los pescadores dominicales de este pueblo grande que de ciudad tiene el caos en todas sus formas y un empeño casi intencional en contra de la vida.

Tampoco es el mismo el monte de atrás de la casa, quizás porque no es realmente un monte, por lo ralo, por lo mustio, porque luce como depilado a filo de machete pompo y a desgarre de azadón oxidado. Falta la azotea florecida de olores, sembrada de condimentos y medicinas naturales, en el cóncavo lecho agrietado de un pedazo de canoa vieja, tan vieja que ni siquiera se puede ver la madera de la cual fue hecha. No pulula el aroma de la Santa María de Anís ni se camuflan con ella pequeños rastrojos de Santa María Boba, su parienta inodora; ni crecen sin que nadie los haya sembrado los lulos gigantescos con sus hojas como sombrillas. No florece el guamo en las tardes de junio, ni nacen promesas de zapotes cuando agosto declina y se avecina el paroxismo de las lunas vespertinas de septiembre. No se escucha el aplastante sonido de la maceta de árbol del pan cayendo al piso. Y, además, la vista no ha recorrido un metro cuando ya aparece colindante otra paliadera, otro tanque, otra ropa tendida, otra basura en el piso, otra gente, gente desconocida las más de las veces, sin más vecindad que el catastro mental del acaparador que alquila o vende a diestra y siniestra, hasta tres veces, cada pedazo de tierra de las afueras de este pueblo en donde vinieron a parar porque no había para donde más coger y era preferible esta especie de muerte en vida que perder la vida efectivamente a manos de la más áspera muerte.

No huele igual el llantén de aquí, que se le compra a un indio que ni siquiera es de por aquí, que vino de bastante lejos y que, si no fuera por las plumas con las que se ciñe la frente para atender el negocio, más parecería un paisa de tantos que abundan, que vienen y van, que no cesan de ir y venir, que no paran de vender, de sudar y de estas tierras mal hablar. No huele igual el llantén y, por eso, uno hasta duda de que sí sirva para los riñones y para la presión. No sabe igual un agua de botoncillo para el hígado estragado después de la parranda; bueno, es que ya tampoco hay parranda, porque por aquí no basta la alegría para irse de parranda: se necesitan montones de plata y cierto sentido temerario de la existencia, porque cada parranda puede terminar en velorio.

El agua de yerbabuena no sabe ni a agua ni a yerbabuena. Sabe a nada, huele a nada. Así es la yerbabuena de por aquí, como el sauco de por aquí, tan amargo que se parece más a esta vida que no es vida, que a la bebida refrescante con gotas de limón que en las tardes de domingo tomaban mientras jugaban dominó debajo del palo de marañón del frente de la escuela. No saben a lo que siempre supieron y sus aromas se confunden en la nariz, en la cabeza y en la boca, la celedonia, el limoncillo y la verbena, el paico, la ruda, la malva y la salvia. Se salva el cilantro, quizás porque lo traen de abajo, de allá de donde asustados vinieron una tarde de hace ya bastante tiempo o porque tiene tanto aroma que ni la tristeza del tiempo perdido se lo puede quitar del todo.

Tampoco son iguales los cantos de los pájaros al amanecer, embullando el nacimiento del día, y cuando cae la noche, despidiéndose y contándose cosas antes de dormirse. Y no son iguales porque allá en aquellas orillas eran tantos pájaros que a la gente se le iba media vida tratando de aprender a distinguir los cantos de todos y por aquí no pasan de tres o cuatro azulejos, unas cuantas chorlas, siete chamones y dos garzas extraviadas. Y eran tantos, como poquitos son por aquí, porque ahí estaban los árboles para que vivieran y comieran, en cambio acá hasta arroz viejo y otros desperdicios de comida comen en los reducidos patios de las reducidas piezas de plástico roto y tablas viejas, que más parecen cambuches de mineros indolentes que casas de gente; pero, que son los lugares donde les tocó vivir mientras pasa este mal rato, que ya lleva tantos años que los niños dejaron de serlo y a las niñas les han empezado a nacer niños que, al paso que vamos, dejarán de serlo también por estos lares.

Pintura de Rodolfo A. Murillo Herrera. Colección particular.
Foto: Julio César U. H.
Estas misas presididas por cristos tan lujosos que cuestan más que una casa buena de allá del pueblo, estas fiestas de guardar que se guardan siempre los lunes y no el día correspondiente, estos velorios donde hasta el rezo forma parte de la oferta funeraria comercial y no del sentimiento del rezandero y de la concurrencia, no colman sus espíritus, no estremecen su fe, no despiertan su espíritu ritual, no tocan ni de refilón su espíritu festivo, no pasan de sus ojos y de sus oídos, no alcanzan a llegar a su alma. Quizás porque faltan las ramas de ruda y palma de Cristo, de heliotropo y flor morada. Quizás porque los cantos tienen otra tonada. Quizás porque los santos no son sus propios santos, aquellos con los que llevan –de tiempo atrás- una amistad bien avenida, una devoción comprometida, una ritualidad tan antigua como esa devoción y esa amistad, incluyendo los favores a cambio de los rezos, el baile con el santo al son de chirimía en la procesión del último día, su alumbramiento de una noche completa, su engalanamiento con flores y yerbas del monte.

…Todo eso e infinitas cosas más que constituyen el universo inmediato que le da sentido a la vida, a los sentimientos, a las sensaciones, a las relaciones, al ser, al pensamiento, a la creencia, al juego, a la palabra, al ocio, a la creación y recreación de lo que uno es, todo eso queda cuestionado, en entredicho, subordinado y subestimado, subsumido en la pesadumbre y en las ignominiosas luchas diarias por la comida y la supervivencia… Al inmenso drama de no poder tener todo lo que antes se tenía, por poco que fuera, se suma el drama infinito de no poder ser todo lo que se es y todo lo que se era antes de que esta execrable tragedia aconteciera.

Súbitamente y brutalmente expulsados por la fuerza de sus espacios de vida, de sus territorios locales y, por ende, alejados de sus referentes espaciales tangibles e intangibles, hombres y mujeres forzados a la condición de víctimas no solamente han luchado día a día por reconstruir su integridad física y psicosocial, por acceder a educación y salud, a trabajo decente, a sustento y alimentación, a vivienda y a tranquilidad familiar. También, adicionalmente, absurdamente, han sido obligados a malvivir su identidad -como seres culturales que son- en lugares ajenos e inhóspitos por falta de referentes simbólicos; a disminuir la cantidad y calidad de prácticas y manifestaciones de dicha identidad y, en no pocos casos, por sustracción de materia simbólica, a resignarla frente a estructuras y contextos dominantes.

Además del indescriptible daño que les ocasionaron los hechos directamente relacionados con las diversas modalidades de violencia a las que fueron sometidos en curso del conflicto armado y de la consiguiente tragedia humanitaria en la que fueron sumidos en los ámbitos físico, psicológico, económico, productivo y de acceso a servicios estatales; las personas, las familias, las comunidades y poblaciones negras que fueron reducidas a la condición de víctimas en el Chocó han vivido y viven también una tragedia simbólica: la alteración de sus sistemas de producción de sentido, la desestructuración de sus relaciones culturales. Una tragedia que casi nadie ve, que casi a nadie le importa, que casi nadie atiende. Como si el hecho de ser parte del universo de las víctimas excluyera el hecho ser parte del universo de una cultura.

La negación del derecho a vivir, recrear y transmitir la propia cultura tiene un nombre: etnocidio.

“El etnocidio significa que, a un grupo étnico, colectiva o individualmente, se le niega su derecho a disfrutar, desarrollar y transmitir su propia cultura y su propia lengua. Esto entraña una forma extrema de violación masiva de los derechos humanos, particularmente del derecho de los grupos étnicos al respeto de su identidad cultural y del derecho de todos los individuos y los pueblos a ser diferentes y a considerarse y a ser considerados como tales, derecho reconocido en la Declaración sobre la Raza y los Prejuicios Raciales aprobada por la Conferencia General de la Unesco en 1978”. (El Correo de la Unesco, noviembre 1983)[1].




[1] El Correo de la UNESCO: una ventana abierta sobre el mundo, año XXXVI, N° 11, noviembre 1983. p. 9-10, il.


domingo, 22 de septiembre de 2019


Carta a un padre que acaba de perder una hija
Infinidad. Foto: Julio César U. H.

Estimado amigo:

Soy consciente de que la tristeza por la que Usted está pasando no es una tristeza consolable, no es una tristeza remediable con paliativos como las palabras y la compañía, los pésames y los abrazos, que son sobre todo expresiones necesarias de la amistad y de la solidaridad, sin pretensiones de consuelo. Tampoco estas palabras pretenden consolarlo. Si acaso, acompañarlo, si es que Usted las lee en medio del maremágnum de ocupaciones mentales y emocionales que en el momento llenan su vida.

No me quiero ni siquiera imaginar lo que se siente. Quizás porque siento que imaginármelo es llamarlo y me da físico miedo hacerlo, como me da físico miedo el solo pensar en imaginármelo. Pero, sé, sí, porque también soy padre por vocación y por convicción, y porque siempre deseé que mi primer hijo no fuera un hijo, sino una hija, de los lazos que nos unen a los padres con nuestros hijos y con nuestras hijas; sé de la profunda, inefable y feliz huella que deja en nosotros la primera vez que –recién nacidos- los miramos con emociones y amores tan acabados de nacer como ellos y como ellos nunca antes imaginados ni sentidos.

No me quiero ni siquiera imaginar todo lo que Usted debe estar sintiendo, viviendo, pensando, sufriendo, callando, llorando, diciendo, para asumir esta realidad tan dolorosa como inexplicable: el amor por los hijos y las hijas es un amor tan literalmente indescriptible e inenarrable, que es quizás la única forma de amor que no se puede contar y solamente se entiende cuando se accede a ella por la única vía posible de acceso, la de tener hijas o hijos; así mismo ha de ser este dolor por el que Usted está pasando ahora, el cual, como ya Usted lo debe haber pensado, no se le desea a nadie.

Me niego terminantemente a creer que una atrocidad como esta de arrancarle súbitamente la vida a una hija de uno, sabiendo que con esa vida se va también un pedazo de la de uno, sea obra de Dios. Y si lo es, lo tomo como una evidencia de que los dioses también tienen malos días, días en los que nada les sale bien y terminan llevándoselo a uno por delante, dejándole la vida vuelta un reguero de cosas ininteligibles tiradas por ahí, de cualquier manera, hasta en los rincones más bellos del alma.

Me niego terminantemente a siquiera pensar que eso de ponerle fin a una vida de escasos 21 años sea un designio divino, pues nada de divino tiene suprimir de tajo, como en una lúgubre ordalía medieval, un universo infinito de posibilidades; a menos que también los dioses den pasos en falso, metan la pata, se equivoquen y no precisamente de buena fe.

Confío, sí, en que el paso del tiempo consiga mitigar en algo los estragos de este golpe tan bajo que Usted ha recibido; así como sé que la conciencia de querer estar en las mejores condiciones posibles, para beneficio del resto de la familia, contribuirá significativamente a esto, del mismo modo que la compañía de ellos y ellas. No será fácil, no será pronto, no será indoloro; pero, será: cuándo y cómo solamente Usted lo sabrá, en un momento y de un modo que también solamente Usted conocerá. Al fin y al cabo, qué tanto importan ya las indefiniciones, si algo tan definido como la vida de un ser tan amado como una hija puede verse desdibujado, tachado, empañado, borrado de un golpe certero y aleve, rastrero e inconmutable...

Finalmente, y porque creo en el milagro cotidiano de la poesía, en su capacidad para reflejarnos y ser nuestra voz, aquí le dejo una de las más significativas expresiones de dolor ante la muerte de un ser querido que hayan sido escritas en nuestra bella lengua española, la Elegía del poeta y pastor de cabras Miguel Hernández ante la muerte de su entrañable amigo. Leído en voz alta o en silencio, o escuchándolo cantado en la numinosa voz de Serrat, este poema nos escarba el alma hasta hacer que a lo largo y ancho de ella rueden unas cuantas lágrimas gruesas y grandes como goterones de un chubasco; pero, reparadoras como el silencio que sucede al aguacero o su rítmico arrullo mientras cae y se desliza sobre el tiempo oxidado de un techo de zinc.


ELEGÍA
Miguel Hernández

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo
Ramón Sijé con quien tanto quería).

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


Para Víctor Raúl Mosquera García, en memoria de su hija Aura Naomi.

lunes, 16 de septiembre de 2019


Por amr y am¡stad
Foto: Julio César U. H.
Cualquier otra cosa, menos amor, es el amor en el que no hay amistad. Y no es amistad aquella en la que no hay amor. Amor y amistad son dos suspiros profundos con los que suele sonreír el alma cuando está contenta, con la misma contentura que usan los amigos para mirarse y que sienten los enamorados cuando se contemplan… De allí nacen estos tres pequeños poemas, que forman parte de un inédito breviario que solamente ha sido visto por otros dos ojos diferentes a los del autor.





lunes, 9 de septiembre de 2019


Deberes de Chocoanidad
 
Crepúsculo de viernes. Quibdó, agosto 2019.
Foto: Julio César U. H.
Además de suspirar cuando a nuestra mente llegan –líquidas, cristalinas, refrescantes, ensoñadoras, montunas, selváticas, risueñas y gráciles- la imagen y la palabra Tutunendo… Además de cocinar, cada vez que podemos y estemos donde estemos, los alimentos propicios para el ser y la nostalgia de la identidad... Además de lamentar que los pueblos en los que nacimos hayan sido absorbidos por ese advenedizo monstruo tragaldabas de la tradición, que todo lo convierte en cuchitril comercial... Además de no perder la costumbre de silbar canciones que nos gustan, así nos miren raro en las calles de las urbes del interior del país en donde terminamos habitando... Además de seguir llamando interior del país a todo lo que queda al occidente de la Cordillera Occidental, sin saber por qué lo llamamos así... Además de seguir delirando por la gravedad opaca del bombardino y por los mágicos arpegios largos del clarinete y por la reciedumbre del golpe del mazo sobre el templado cuero del bombo y por la estridencia de los platillos y los repiques del requinto de la chirimía chocoana… Además de seguir creyendo que algún día “la resignación de tu corazón se agotará y el día llegará de tu redención”... Además de tararear, casi siempre sin motivo y en el momento menos pensado, “tus ojazos como el sol de la mañana, tus palabras, tu mirar, tu sonreír, enmarcaron tus encantos de chocoana y explicaron el afán de mi existir Además de seguir creyendo que a la orilla del Atrato en Quibdó acontecen los crepúsculos más bonitos de todo el planeta Tierra y que es en estas tierras donde mejor se baila en todo el universo... Además de explicarle a todo el que se nos atraviesa cuáles son nuestros males, por qué es que nos pasa lo que nos pasa, por qué la pobreza acosa a nuestra gente hasta la muerte y el desempleo se roba la esperanza del alma de nuestros hombres y nuestras mujeres... Además de jurarnos permanentemente que, si de nosotros dependiera y si en nuestras manos estuviera, eso no sería así…

Además de todo eso y mucho más, hay unas cuantas acciones -como las siguientes- que son algo así como deberes de chocoanidad que estamos llamados a honrar.

Conocer…
Conocer, leer y comentar los ensayos de Rogerio Velásquez, para inspirarnos en sus recorridos a través de la vida de lo que él llamo negredumbre, refiriéndose a la negritud doliente, abandonada, despreciada por Colombia, desconocida, civilmente inexistente hasta que llegaron los tiempos electorales y las cedulaciones para dicho fin; la negritud que habita los tremedales, los ríos cual arterias del sistema vital de la selva, bajo el gobierno de la Naturaleza, el rayo, la tempestad, la lluvia eterna, el sol tan majestuoso como candente sobre unas vidas que tienen sentido porque son vividas colectivamente, en familia extensa, en redes de parentesco, en comunidades, en grupos, en pluralidad.

Sentarnos…
Sentarnos a escuchar, como en los tiempos de los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, en los atarnocheceres frescos o en aquellas noches en las que los diluvios imparables sosiegan el calor, las poesías de Miguel A. Caicedo, como capítulos de nuestra propia historia, para encontrarnos allí con la geografía y la toponimia de la propia tierra, con los ritos y las fiestas, las creencias y los mitos que forman parte de la identidad; con las estructuras de parentesco, familiaridad y vecindad, que subrayan sin nombrarlo el carácter colectivo de la cultura regional; con el abandono y la pobreza, y el sentimiento de exclusión, narrados sin estridencias, con sentimiento profundo y profunda dignidad; en un marco de humor al mejor estilo hiperbólico del campesino atrateño, baudoseño o sanjuaneño y haciendo uso de su castellano antiguo, de su habla peculiar.

Pensar…
Pensar seriamente, sin menoscabo alguno de la admiración que sentimos por el Maestro Miguel Vicente Garrido, ni del cariño que le profesamos, ni de la honra, el orgullo y la gratitud que su obra musical y su talento nos inspiran, y evitando caer en debates distractores e infructuosos acerca de lo irrespetuoso que a algunos les parecerá el solo hecho de pensar en esto; que ya va siendo hora de que reconsideremos la pertinencia simbólica del Himno del Chocó que con tanta convicción cantamos[1]. (i) Porque no es justo que tributo rindamos a gente cuya oriundez chocoana hemos tenido que rogar y casi disputar, a gente de indudable ascendencia esclavista, integrantes de familias que atesoraron sus fortunas en entables mineros y grandes haciendas, a gente que –no nos digamos mentiras- no son los hijos más gloriosos de esta tierra, ni son intelectuales sin par… (ii) Y porque no es congruente con ningún sueño de desarrollo propio y autónomo, desde la perspectiva del ser de la chocoanidad, cantarle –en tono de oferta para los modelos económicos extractivos y de enclave- a las riquezas minerales de este territorio, a la virginidad de sus selvas, a los megaproyectos de canales interoceánicos, etc., por el prurito obsecuente de congraciarnos con Colombia a partir del ofrecimiento de nuestras riquezas, para acceder –ya sabemos a qué precio- al título de tierra más rica de nuestra rica nación(iii) Estas narrativas y estos imaginarios de vencidos frente a vencedores, con lenguajes coloniales implícitos y subordinaciones casi voluntarias frente a las hegemonías de clase y raza, geografía y cultura, historia y economía, poco contribuyen a la dignidad de la chocoanidad; como tampoco contribuye en nada la recurrencia de resaltar, en banderas y escudos municipales del Chocó, la madera de la selva, el oro y el platino, como los símbolos del ser local, a través del infaltable amarillo y el gris que de la bandera departamental enhorabuena fue cambiado por el azul de la multitud de aguas que discurren por estas tierras. Como si el resumen y síntesis de una historia tan compleja como la de esta región fueran, precisamente, los elementos que motivaron su triste camino desde la Colonia española.

Reflexionar…
La Yesca en el Barrio La Yesquita.
Quibdó, agosto 2019.
Foto: Julio César U. H.
Reflexionar acerca de nuestra connivencia con la excluyente política nacional cuando damos cabida a esas entelequias distractoras que ahora llaman emprendimientos, que nos ofrecen –a sabiendas de que no lo son- como solución al escandaloso desempleo que campea en la región; trasladando así, del modo más cínico, a la sufriente gente que día a día se la juega para no morir en el intento de sobrevivir en medio de su extrema y escandalosa precariedad, la obligación y la responsabilidad de generar sus propios ingresos, de inventarse su propio empleo; cuando todos sabemos que garantizar el acceso a trabajo decente y al ejercicio pleno de los derechos forma parte –por definición- de las principales obligaciones de un Estado social de Derecho.

Analizar…
Analizar detenidamente cuál debe ser, ahora, el papel de las agencias internacionales de cooperación al desarrollo y los países que benévolamente han aportado a paliar el desgarrador drama de las víctimas del conflicto armado en el Chocó, tendiéndoles la mano que en la mayor parte de los últimos 25 años el Estado colombiano no les ha tendido; para dilucidar si no es ya el momento de que su mirada compasiva y humanitaria hacia la gente, por su condición de víctimas del conflicto armado, se transforme en una mirada hacia la gente como sujeto de desarrollo, en su propio y legítimo territorio, desde su propia perspectiva y desde su propia identidad.

Cielo quibdoseño desde el Parque Manuel Mosquera Garcés.
Agosto 2019. Foto: Julio César U. H.
Conocer, sentarnos, pensar, reflexionar, analizar, son también deberes de chocoanidad. Lo es también apersonarnos de la misión de salvaguardar las fiestas de San Pacho, conteniendo, por ejemplo, esa avalancha anual de importación acrítica de elementos escénicos y estéticos de otros carnavales, como el de Barranquilla o el de Pasto, por muy bonitos o lujosos que estos sean. Y protegerlas de perversiones como la autodenominada economía naranja, discurso hueco, oferta vana, casi consigna, sin fundamento real, que repiten como loros los funcionarios cercanos al presidente designado, a falta de algo serio qué decir en el campo de la cultura.




[1] La letra del Himno puede leerse aquí: http://www.choco.gov.co/departamento/nuestro-himno

lunes, 2 de septiembre de 2019


Tras las huellas de la negredumbre
Germán Patiño
 
Rogerio Velásquez en Bogotá, hacia 1957.
Imagen tomada de: http://cuentachoco.co/fotos/

Este texto es parte del prólogo del libro Ensayos escogidos[1], de Rogerio Velásquez, publicado por el Ministerio de Cultura en el año 2010. Su autor es el muy reconocido investigador vallecaucano Germán Patiño (fallecido en 2015), quien además hizo la selección de los ensayos que conforman el compendio. Patiño explica el contexto de la vida y la obra de Rogerio Velásquez, su recorrido vital y sus aportes a las ciencias sociales y humanas del país. Como lo hemos dicho antes en El Guarengue, conocer la obra de Velásquez debería ser un deber de chocoanidad.


El 21 de mayo 1907 fue fusilado en Quibdó Manuel Saturio Valencia, el último colombiano en recibir la pena de muerte, apenas cincuenta y seis años después de la abolición legal de la esclavitud. Casi un año después, el 9 de agosto de 1908, nació Rogerio Velásquez Murillo, en la remota población de Sipí, uno de los pueblos olvidados del San Juan chocoano.

Estas dos fechas y sus circunstancias marcarían la actividad futura de Rogerio y lo convertirían en uno de los más importantes intelectuales afrodescendientes de Colombia en el siglo xx. El negro ajusticiado en 1907 sería para Rogerio símbolo de la injusticia del régimen social colombiano, del racismo latente en los sectores sociales dominantes y el recuerdo doloroso de la esclavitud, que atenazó a sus ancestros durante tres largos siglos. Su pueblo natal, Sipí, un testimonio de la pobreza, ausencia de oportunidades y del abandono en que Colombia había dejado a la tierra chocoana. De acuerdo con su hija Amparo Velásquez Ayala, en algunos atardeceres, cuando paseaba con su padre, él les decía: «Al otro lado de la cordillera termina Colombia y a este lado comienza el Chocó» (Mosquera y Londoño, 2000: 14).

Esta conciencia de aislamiento, vigente hasta hoy, le entregó la materia prima para sus investigaciones y estudios. No vaciló a la hora de dedicar su vida a contarle al resto del país cómo era ese Chocó profundo, desconocido y despreciado. Tierra de negros y de indios supérstites, de humedad y calor, de oro y platino, de pobreza e injusticia social, que siempre ha sido mirada con desprecio por las elites que gobiernan el país. Es casi inexplicable que el Chocó todavía pertenezca al territorio colombiano y que sus gentes no hubieran aprovechado la secesión de Panamá para formar parte de la nueva república centroamericana. Desde luego, esta perspectiva aún puede suceder en Colombia, si aquel abandono contra el que luchó y escribió Rogerio Velásquez continúa vigente.

En su momento, finales de los años cuarenta y décadas de los cincuenta y sesenta, las investigaciones y estudios de Rogerio podían verse como un material exótico, como el retrato de una región y unas gentes que poco contaban para explicar la sociedad colombiana, como una producción marginal, que acaso tenía el encanto de la buena prosa y de los mundos ingenuos que narraba. Pero hoy, más de medio siglo después de aquellas indagaciones, sus textos se nos revelan como un material fundamental para entender los procesos de formación de la nación colombiana y las flagrantes injusticias en las que ella se funda. Desde el solar chocoano y sus masas de negros aislados y abandonados a su suerte comenzamos a comprender que los colombianos hemos logrado la indigna proeza de construir una república basada en la exclusión de negros e indios de los beneficios del desarrollo.

Dramática realidad que Rogerio pone en evidencia una y otra vez, en textos luminosos donde campea el rigor, la bella expresión y una pasión incontenible por su tierra y su gente. Nada se le escapa, ni la historia, ni las costumbres, ni la narración oral, ni la literatura. Tan importantes para él son las gestas independentistas en el Chocó, de las que el país nada sabe, como el vestuario cotidiano de negros y negras, pasando por la pesquisa sobre la música y sus instrumentos, sin despreciar tampoco los cuentos que los viejos relatan en noches de encantamiento, regidas por el rumor de los ríos selváticos.

Producto de la educación pública de su tiempo en las aldeas sanjuaneñas de Sipí, Istmina y Condoto, Rogerio pudo estudiar en Tunja y Popayán hasta conseguir el grado de etnólogo, con lo que se puso en contacto con la primera generación de grandes investigadores humanistas que surgieron en algunas de las instituciones creadas por la «República Liberal» de la década de los treinta, la Normal Superior de Tunja y el Instituto Etnológico del Cauca. Hijo de la «pax conservadora» que aletargó al país en los albores del siglo xx, poco sintió el rigor de monasterio que campeó en la patria andina durante aquellas calendas, viviendo una infancia feliz en la libertad del aislado tremedal chocoano. Tan solo fue consciente de su pobreza y de la desventaja de su educación cuando logró salir a las ciudades andinas, como le sucedió también, mucho después, a otro notable afrodescendiente, el biólogo Raúl Cuero, quien afirmó que solo supo de su pobreza cuando llegó a estudiar a Cali, en la Universidad del Valle. De niño y adolescente en Buenaventura, siempre se sintió entre iguales, pues las carencias eran las mismas para todos, y en el puerto todos eran jóvenes y felices (entrevista a Raúl Cuero, Cali, Universidad del Valle, junio de 2005).

Portada de la edición de Ensayos escogidos,
de Rogerio Velásquez, publicada en el año 2010
por el Ministerio de Cultura, con prólogo
y selección de Germán Patiño.
La obra de Rogerio está dispersa, pues fue más un escritor de ensayos que publicó en diferentes medios, como la Revista Colombiana de Folclor, la Revista Colombiana de Antropología, la Revista de la Universidad de Antioquia y el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, entre otras, e incluso en periódicos como abc de Quibdó, Mundo al Día y Diario Nacional de Bogotá, Mármol, El Colombiano y El Heraldo de Antioquia, Ariel de Tunja, y Tierra Nativa de Santander. El hecho de que su libro más conocido sea la novela Las memorias del odio[2], en la que se narra la vida y ajusticiamiento de Manuel Saturio Valencia, muestra la amplia gama de intereses de Rogerio Velásquez y su inclinación por la literatura, que será evidente en todos sus escritos.

Pero Velásquez no solo narra, o describe o indaga, en fuentes primarias, sino que aborda el reino de la teoría, cuando conceptualiza sobre el pueblo negro al que pertenece. Él acuña el concepto de negredumbre para referirse a la masa de negros que son objeto de su investigación, en una audacia semántica que relaciona negros con muchedumbre. Pero no se trata de cualquier muchedumbre, sino de aquella conformada por afrodescendientes colocados en situación de exclusión y marginalidad, «los de abajo», «la raza maldita», «los esclavizados», «los miserables» (Leal, 2007) que, además, habitan en un territorio específico: el de los ríos, la selva y el mundo rural. El uso de esta categoría por Rogerio Velásquez es casual, sin ahondar en explicaciones filosóficas, pero entendiéndose claramente a qué se refiere. Se trata de aquella cualidad por la que el negro de las tierras del Pacífico siempre se nos presenta actuando de manera colectiva, como comunidad, y nunca, o casi nunca, de manera individual. La expresión indica bien lo que quiere decir: es una categoría que se corresponde con sociedades premodernas, en las que no cuenta la individualidad sino la acción colectiva. De allí el uso colectivo de la tierra, los rituales de celebración en los que la participación comunitaria resulta esencial, las instituciones de trabajo como la minga tomada en préstamo de las comunidades indígenasen la que se suman fuerzas de familiares y vecinos, las cogiendas de peces cuando «sube el sábalo», que se realizan en gavilla, lo mismo que otros acontecimientos similares en las áreas de la religiosidad, los rituales de muerte o las festividades profanas. No es el negro sino la negredumbre lo que se manifiesta.

El concepto, que Rogerio utiliza con libertad en sus escritos, fue recogido luego por Manuel Zapata Olivella, quien se esforzó por precisar sus alcances: «[…] llamo negredumbre a la herencia biológica que nos ha llegado del mestizaje entre lo indio y lo negro, entre lo blanco y lo negro, ese revoltillo africano tantas veces entrecruzado en el crisol de América» (Zapata, 1997), con lo que le otorga un carácter objetivo a la expresión, que resulta independiente de la conciencia que se tenga de ella. Es una realidad biológica, el resultado de la hibridación con africanos, la negrería mestiza. Zapata ve la negredumbre como opuesta a la blanquedumbre, a la que considera «el cordón más retorcido de nuestra placenta» (Zapata, 1997). Pero luego aclara: «Cuando menciono la negredumbre me refiero a esa sombra oculta de que hablan los filósofos yorubas y bantúes, viva en el ritmo, en la palabra que palmotea en las invocaciones a los muertos. Sentimiento africano que ilumina nuestra mirada más profunda, la herida más dolorosa, la risa más desafiante […]» (Zapata, 1997). Con lo que el carácter objetivo de la negredumbre adquiere el alcance de una forma de ser y de pensar que está íntimamente ligada a la realidad biológica de los seres humanos en cuestión, en los que predomina la herencia africana.

Para Zapata (1997) es también una «vivencia cultural» que incluso pueden compartir los blancos. De hecho, él considera que escritores como García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Alberto Sierra, Germán Espinosa, Alberto Duque, así como Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla, Eduardo Carranza, Pedro Gómez Valderrama, entre otros, experimentan una «vivencia inconsciente de la negredumbre». Por el contrario, el propio Zapata Olivella, más Jorge Artel, Arnoldo Palacios, Helcías Martán Góngora, Hugo Salazar Valdés, Otto Morales Benítez «[…] y unos cuantos más […] pertenecemos al bando de la cimarronería de las negritudes» (Zapata, 1997). Pues para Zapata el concepto de negritud se refiere al «[…] conjunto de valores culturales del mundo negro, tal y como se expresa a través de la vida, las instituciones y valores negros» (Zapata, 1997). La negritud es un concepto que alude a la subjetividad y a ella pertenecen pocos. Al contrario, la negredumbre se encuentra en el terreno de la objetividad, es más una categoría sociológica a la que pertenecen muchos, aún sin saberlo.

Extraña en la ponencia de Zapata Olivella la falta de mención de Rogerio Velásquez, el afrodescendiente que acuñó el concepto y que lo utilizó con libertad en sus escritos para referirse a la comunidad chocoana. Extraña también que luego del aporte de Velásquez y las aclaraciones de Zapata el concepto se haya perdido y no sea tenido en cuenta por los investigadores de la afrocolombianidad. Es posible que los nuevos académicos se dejaran seducir por expresiones como «huellas de africanía», que quieren expresar más o menos lo mismo y que han sido tomadas de la sociología estadounidense (de Friedemann, 2000). Una muestra más de que en materia intelectual poco conocemos nuestra propia tradición de pensamiento y preferimos pagar costosos derechos de importación para expresar nuestras realidades.

La negredumbre de Rogerio Velásquez está más cercana a las indagaciones pioneras de Gilberto Freyre en Brasil, bastante anteriores a las ideas tomadas de prisa de los scholars gringos de las décadas de los sesenta y setenta. De hecho, en uno de sus textos Velásquez cita a Freyre, con especial deferencia hacia su Casa-Grande & Senzala[3]. Es apenas una mención, pero demuestra que Velásquez estaba a la vanguardia en la investigación histórica y antropológica en Colombia, sobre todo en lo que atañe al conocimiento de la historia y la cultura de los afrodescendientes en el país.

En esta colectánea hemos reunido textos que se encuentran dispersos en varias publicaciones y los hemos organizado alrededor de tres grandes áreas: historia, etnografía, y literatura y narración oral, pese a que el autor nunca pretendió mantener unas fronteras muy definidas entre una y otras disciplinas. La interdisciplinariedad es precisamente una de las características más relevantes de sus escritos. Sus textos de historia son inseparables de la geografía y los estudios etnográficos incursionan con frecuencia en la narración de tipo histórico. Rogerio es un humanista que no desprecia ningún tipo de conocimiento para elaborar sus escritos, pero siempre con gran rigor intelectual y respeto por las fuentes y los métodos de cada disciplina, sin caer nunca en la charlatanería.

Germán Patiño, autor del Prólogo a Ensayos escogidos, de Rogerio Velásquez Murillo.
Patiño fue también el creador del Festival de Música del Pacífico Petronio Alvarez.
Imagen tomada de: 
https://www.radionacional.co/noticia/fallece-german-patino-director-del-petronio-alvarez




[1] Velásquez, Rogerio. ENSAYOS ESCOGIDOS. Recopilación y prólogo Germán Patiño. Bogotá, Ministerio de Cultura, 2010. Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, Tomo 17. 217 pp. Consultado en: http://babel.banrepcultural.org/cdm/ref/collection/p17054coll7/id/16

[2] Para entender mejor el carácter ficcional de esta obra, ver el prólogo de Alfonso Carvajal en la segunda edición del texto. También el muy buen ensayo de Claudia Leal (2007), «Recordando a Saturio. Memorias del racismo en el Chocó (Colombia)».

[3] Se trata del ensayo escrito para la Revista de la Universidad de Antioquia, titulado «La esclavitud en la María de Jorge Isaacs», publicado de manera póstuma en 1968 [...]