lunes, 29 de agosto de 2022

 I have a dream

Martin Luther King, Jr. saludando a la multitud
antes de comenzar su histórico discurso del 28 de agosto de 1963
en el Monumento a Lincoln, en Washington D.C.
FOTO: AP

Durante escasos dieciséis minutos, más de doscientas mil almas se conmovieron al unísono en el legendario Monumento a Lincoln, en Washington D.C., el 28 de agosto de 1963, bajo el influjo de la mágica voz de Martin Luther King, Jr., cuyo discurso de ese día pasó a ser uno de los clásicos de su amplia, rica y profunda oratoria como activista, líder y pastor. Concluía la Marcha a Washington por el Trabajo y la Libertad, encabezada por siete organizaciones afroamericanas cuya influencia sería decisiva en la expedición de la Ley de derechos civiles y la Ley del Voto, de 1964 y 1965. 

Aún con las contradicciones internas que sobre la realización y propósitos de la marcha hubo entre las diversas vertientes de la causa negra estadounidense, que en esos momentos había logrado poner en jaque los cimientos de una nación que se proclamaba fundada sobre la libertad y la igualdad para todos, la marcha pasó a la historia tanto por el sitio donde se llevó a cabo la concentración final, como por la cantidad de participantes (algunos periódicos estimaron que estuvo cerca de 300.000 personas) y, finalmente, por el discurso del Doctor King. Este discurso, durante casi sesenta años, ha sido citado, parafraseado y usado de mil maneras para relievar las causas sociales, raciales, étnicas, culturales y humanistas de decenas de pueblos y sociedades en el mundo, incluyendo rincones ignotos del mapamundi.

El momento histórico que vivimos es propicio para volver a leer y a escuchar al Doctor King, recogiendo en su voz los latidos de los cientos de miles de hermanos que ese día lo escucharon arrobados, reconociendo sus sentimientos en cada palabra pronunciada por él. I have a dream, una frase sencilla y coloquial que cualquier ser humano ha pronunciado en algún momento de su existencia, cobró dimensiones inusitadas de trascendencia y poder comunicativo cuando salió del alma y de los labios del Doctor King, Premio Nobel de Paz 1964, cuya vida sería segada para tratar de acallar la fuerza de sus ideas y el portentoso poder de transformación de las mismas.

Desde aquel 28 de agosto de hace 59 años, I have a dream dejó de ser una frase común y corriente para convertirse en epítome de una lucha trascendental en pro de la dignidad humana.[1]

JCUH

********************** 

Martin Luther King, Jr. 
Tengo un sueño

Estoy contento de reunirme hoy con ustedes en la que pasará a la historia como la mayor manifestación por la libertad en la historia de nuestra nación.

Hace un siglo, un gran americano, bajo cuya simbólica sombra nos encontramos, firmó la Proclamación de Emancipación. Este trascendental decreto llegó como un gran faro de esperanza para millones de esclavos negros y esclavas negras, que habían sido quemados en las llamas de una injusticia aniquiladora. Llegó como un amanecer dichoso para acabar con la larga noche de su cautiverio.

Pero, cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación. Cien años después, las personas negras viven en una isla solitaria de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, las personas negras todavía siguen languideciendo en los rincones de la sociedad americana y se sienten como exiliadas en su propia tierra. Y por eso hemos venido hoy aquí a mostrar estas condiciones vergonzosas.

Hemos venido a la capital de nuestra nación en cierto sentido para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magnificentes palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia, estaban firmando un pagaré del que todo americano iba a ser heredero. Este pagaré era una promesa de que a todos los hombres —sí, a los hombres negros y también a los hombres blancos— se les garantizarían los derechos inalienables a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.

Hoy es obvio que América ha defraudado en este pagaré en lo que se refiere a sus ciudadanos y ciudadanas de color. En vez de cumplir con esta sagrada obligación, América ha dado al pueblo negro un cheque malo, un cheque que ha sido devuelto marcado “sin fondos”.

Pero nos negamos a creer que el banco de la justicia esté en bancarrota. Nos negamos a creer que no haya fondos suficientes en las grandes arcas bancarias de las oportunidades de esta nación. Así que hemos venido a cobrar este cheque, un cheque que nos dé mediante reclamación las riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia. También hemos venido a este santo lugar para recordarle a América la intensa urgencia de este momento. No es momento de darse el lujo de refrescarse o de tomar el tranquilizante del gradualismo. Ha llegado el momento de hacer realidad las promesas de la democracia. Ahora es tiempo de subir desde el oscuro y desolado valle de la segregación al soleado sendero de la justicia racial. Ahora es tiempo de alzar a nuestra nación desde las arenas movedizas de la injusticia racial a la sólida roca de la fraternidad. Ahora es tiempo de hacer que la justicia sea una realidad para todos los hijos de Dios.

Sería desastroso para la nación pasar por alto la urgencia del momento y subestimar la determinación de la comunidad negra. Este asfixiante verano del legítimo descontento de los negros no pasará hasta que haya un estimulante otoño de libertad e igualdad. Mil novecientos sesenta y tres no es un fin, sino un comienzo. Quienes esperaban que la comunidad negra necesitara desahogarse y que ahora estarán contentos, tendrán un brusco despertar si la nación vuelve a la normalidad como si nada hubiera pasado. No habrá descanso ni tranquilidad en América hasta que las personas negras tengan garantizados sus derechos como ciudadanas y ciudadanos. Los torbellinos de la rebelión continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que nazca el día brillante de la justicia.

Pero hay algo que debo decir a mi pueblo, que está en el caluroso umbral que lleva al interior del palacio de justicia: en el proceso de conseguir nuestro legítimo lugar, no debemos ser culpables de acciones equivocadas. No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y del odio.  Debemos conducir siempre nuestra lucha en el elevado nivel de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra fecunda protesta degenere en violencia física. Una y otra vez debemos ascender a las majestuosas alturas donde se hace frente a la fuerza física con la fuerza espiritual. La maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra no debe llevarnos a desconfiar de todas las personas blancas, ya que muchos de nuestros hermanos blancos, como su presencia hoy aquí evidencia, han llegado a ser conscientes de que su destino está atado a nuestro destino. Han llegado a darse cuenta de que su libertad está inextricablemente unida a nuestra libertad. No podemos caminar solos.

Y mientras caminamos, debemos hacer la solemne promesa de que siempre caminaremos hacia adelante. No podemos volver atrás. Hay quienes están preguntando a los defensores de los derechos civiles: “¿Cuándo estaréis satisfechos?” No podemos estar satisfechos mientras las personas negras sean víctimas de los indecibles horrores de la brutalidad de la policía. No podemos estar satisfechos mientras nuestros cuerpos, cargados con la fatiga del viaje, no puedan conseguir alojamiento en los moteles de las autopistas ni en los hoteles de las ciudades. No podemos estar satisfechos mientras la movilidad básica de las personas negras sea de un gueto más pequeño a otro más amplio. No podemos estar satisfechos mientras nuestros hijos sean despojados de su personalidad y privados de su dignidad por letreros que digan “sólo para blancos”. No podemos estar satisfechos mientras una persona negra en Mississippi no pueda votar y una persona negra en Nueva York crea que no tiene nada por qué votar. No, no, no estamos satisfechos y no estaremos satisfechos hasta que la justicia corra como las aguas y la rectitud como un impetuoso torrente.

No soy inconsciente de que algunos de vosotros y vosotras habéis venido aquí después de grandes pruebas y tribulaciones. Algunos de vosotros y vosotras habéis salido recientemente de estrechas celdas de una prisión. Algunos de vosotros y vosotras habéis venido de zonas donde vuestra búsqueda de la libertad os dejó golpeados por las tormentas de la persecución y tambaleantes por los vientos de la brutalidad de la policía. Habéis sido los veteranos del sufrimiento fecundo. Continuad trabajando con la fe de que el sufrimiento inmerecido es redención.

Volved a Mississippi, volved a Alabama, volved a Carolina del Sur, volved a Georgia, volved a Luisiana, volved a los suburbios y a los guetos de nuestras ciudades del Norte, sabiendo que de un modo u otro esta situación puede y va a ser cambiada. No nos hundamos en el valle de la desesperación. Aun así, aunque vemos delante las dificultades de hoy y mañana, amigos míos, os digo hoy: todavía tengo un sueño. Es un sueño profundamente enraizado en el sueño americano.

Tengo un sueño: que un día esta nación se pondrá en pie y realizará el verdadero significado de su credo: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido creados iguales”.

Tengo un sueño: que un día sobre las colinas rojas de Georgia los hijos de quienes fueron esclavos y los hijos de quienes fueron propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la fraternidad.

Tengo un sueño: que un día incluso el estado de Mississippi, un estado sofocante por el calor de la injusticia, sofocante por el calor de la opresión, se transformará en un oasis de libertad y justicia.

Tengo un sueño: que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter.

Tengo un sueño hoy.

Tengo un sueño: que un día allá abajo en Alabama, con sus racistas despiadados, con su gobernador que tiene los labios goteando con las palabras “interposición” y “anulación”, que un día, justo allí en Alabama niños negros y niñas negras podrán darse la mano con niños blancos y niñas blancas, como hermanas y hermanos.

Tengo un sueño hoy.

Tengo un sueño: que un día todo valle será exaltado y toda colina y montaña será abajada, los lugares escarpados serán allanados y los lugares tortuosos se enderezarán y la gloria del Señor será revelada y toda la carne juntamente la verá.

Austin Clinton Brown, niño de 9 años, de Gainesville, Georgia
en la Marcha a Washington por el Trabajo y la Libertad.
FOTO: AP.

Ésta es nuestra esperanza. Ésta es la fe con la que yo vuelvo al Sur. Con esta fe seremos capaces de cortar de la montaña de desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las estridentes disonancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a la cárcel juntos, de ponernos de pie juntos por la libertad, sabiendo que un día seremos libres.

Éste será el día, éste será el día en el que todos los hijos de Dios podrán cantar con un nuevo significado: “Tierra mía, es a ti, dulce tierra de libertad, a ti te canto. Tierra donde mi padre ha muerto, tierra del orgullo del peregrino, desde cada ladera suene la libertad”.

Y si América va a ser una gran nación, esto tiene que llegar a ser verdad. Y así, resuene la libertad desde las prodigiosas cumbres de las colinas de New Hampshire. Resuene la libertad desde las enormes montañas de Nueva York. Resuene la libertad desde los elevados Alleghenies de Pennsylvania. Resuene la libertad desde las Rocosas cubiertas de nieve de Colorado. Resuene la libertad desde las curvilíneas laderas de California.

Pero no sólo eso: resuene la libertad desde la Montaña de Piedra de Georgia. Resuene la libertad desde el Monte Lookout de Tennessee. Resuene la libertad desde cada colina y cada madriguera de Mississippi. Desde cada ladera resuene la libertad.

Resuene la libertad. Y cuando esto ocurra y cuando permitamos que la libertad resuene, cuando la dejemos resonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos acelerar la llegada de aquel día en el que todos los hijos de Dios, hombres blancos y hombres negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, serán capaces de juntar las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual negro: “¡Al fin libres! ¡Al fin libres! ¡Gracias a Dios Todopoderoso, somos al fin libres!”.



[1] El texto que reproducimos en El Guarengue, con ligeras adaptaciones, es una traducción de Tomás Albaladejo, de la Universidad Autónoma de Madrid:

https://www.um.es/tonosdigital/znum7/relecturas/Ihaveadream.htm  

La grabación del discurso original en inglés y su transcripción en esta lengua se pueden encontrar en: https://www.americanrhetoric.com/speeches/mlkihaveadream.htm?fbclid=IwAR0gryUPrc-uhWGC5qg7lnBXYf3beB_7qL_0usYTLLfcn79_HRtv9oiHWKE

Todas las imágenes incluidas han sido tomadas de National Geographic. Historia. La marcha sobre Washington de 1963 en imágenes:

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/marcha-sobre-washington-1963-imagenes_11032

lunes, 22 de agosto de 2022

 La balsa del Negro

Desembocadura de la quebrada La Yesca al río Atrato, en Quibdó.
FOTOS: CEHAP-Unal, 1989. Gilma Mosquera Torres 1995.

Rucios los cuerpos, rojos los ojos y arrugados los dedos, alborotadas la sed y el hambre, así regresábamos a nuestras casas después de tantas horas de sol y agua, de magia y alegría, que únicamente eran posibles por la generosidad del Negro, que nos prestaba aquella balsa. Viajar por la quebrada La Yesca, cuyo cauce surcaba de oriente a occidente un amplio sector del antiguo Quibdó, era uno de los placeres máximos y de las más entretenidas diversiones que uno podía tener en las vacaciones escolares.

Estos paseos aguas arriba tenían como puerto final un punto cercano al nacimiento de La Yesca, unos canalones de peña pura en donde el agua era más fría que la de una nevera y más limpia que la de cualquier acueducto. De allí nos teníamos que devolver y emprender el regreso, no solamente por la hora -que calculábamos mirando al cielo-, sino porque de ahí en adelante el cauce se estrechaba tanto que ya la balsa no cabía. Decenas de lavanderas, que respondían sonrientes nuestros saludos, se hallaban siempre en estos contornos, donde el acceso al agua era expedito y amplios eran los espacios para tender la ropa al sol y así tenerla seca al final de su jornada. Posteriormente, se establecieron en el área varias instalaciones de los Misioneros Claretianos y una piscina cuyos trampolines eran tablones de madera rústica y que llegó a ser uno de los sitios de diversión más concurridos de la ciudad; aunque siempre hubo quienes pensaran que era raro ir a bañarse allí, pagando, en lugar de seguir haciéndolo gratis, como toda la vida, en La Yesca, La Aurora, Montefrío, Duatá, Guayabal, La Cascorva, Cabí, Tanando, Samurindó o Beteguma.

El punto de partida de aquellas excursiones por la quebrada La Yesca era una orilla fangosa de Chambacú, en la confluencia de la carrera quinta con la Calle de las Águilas, entre la casa de la Señora Niza Flórez y la casa de la Señora Benedicta Mena, donde nuestro amigo el Negro dejaba amarrada la balsa de cinco troncos, de unos cuatro metros de largo cada uno. Cinco o seis muchachos que no alcanzábamos los quince años, más de la mitad de los cuales no pasaban de ser meros aprendices autodidactas de natación, nos acomodábamos en aquella balsa y desde ahí, desde nuestro propio vecindario, emprendíamos la navegación hacia la media mañana. Usualmente, no llevábamos más que lo que teníamos puesto, que era una pantaloneta de tela de falla del uniforme de educación física del colegio y una camiseta tan vieja que ya casi nunca la usábamos. De vez en cuando, muy de vez en cuando, envolvíamos en una de las camisetas dos o tres trozos de caña, dizque para la sed, y unos pocos pedacitos de panela, dizque para el hambre, o alguien llevaba un pedazo sobrante de cuca o de pan que devorábamos apenas partíamos.

Remando con improvisados canaletes, que eran en realidad pequeñas tablas de los cajones en los que venían empacados los tomates que desde El Carmen o Bolívar llegaban al comercio de Quibdó, o tablas de cama o de piso o pared de las casas, que habían dejado de usarse por deterioro; e impulsando la balsa con una palanca que también el Negro nos prestaba, dábamos comienzo a nuestro viaje. Nos encantaba pasar por debajo del puente de García Gómez y más si en ese preciso momento estaba pasando un carro y aún más si el carro era una línea o bus de escalera de los que hacían la ruta hacia Istmina. Pasábamos por Chamblún y por el antiguo Polvorín, en donde había una curva bastante amplia y prolongada en la que era inevitable sentir ganas de zambullirnos todos y dejar la balsa al libre gobierno de las aguas. Allí, en esa curva inolvidable, desde la que se alcanzaba a ver un caserón inmenso al que llamaban El Buque, situado a la entrada de la calle de Belén y antes de llegar a la Escuela Piloto, había una casa grande y bonita de estilo campesino, una parte con techo de zinc a dos aguas y la otra con techo de paja a cuatro aguas. Había tantos árboles frutales, gallinas, patos, pavos, cerdos, azotea de yerbas, que era inevitable que la llamáramos La Finca. Allí hacíamos estación, para que nos dieran permiso de tomar agua de lluvia de los tanques que tenían en el patio, dentro de los cuales siempre había mates o totumos que llenábamos y apurábamos casi sin respirar, como si viniéramos de caminar en un desierto y no de navegar sobre el inmenso caudal de agua de La Yesca, que era tan grande en aquellos tiempos que había quienes la navegaban a palanca y canalete en sus canoas o con pequeños motores Johnson en sus botes, para salir al Atrato e ir hasta pueblos cercanos o simplemente para salir a pescar en tiempos de subienda.

Con la boca llena del delicioso sabor del agua de lluvia siempre fresca y el de las frutas que en La Finca nos regalaban: guayabas, naranja agria, marañones, una o dos guamas para todos, a veces chontaduro y hasta caimito y zapotes en ocasiones, seguíamos el rumbo. Pasar por debajo del puente de Las Margaritas también nos gustaba, pero no por los carros, sino por la gente que caminaba sobre nuestras cabezas y por el montón de palos de coronilla que había apenas uno cogía la primera curva después del puente: coronillas a granel, balseando en la quebrada o lloviendo de los palos que el más alto de nosotros movía y agitaba. Y así, en medio de olores rescatables como el de un caldo de pescado que en alguna casa cocinaban para el almuerzo, íbamos llegando al otrora barrio de Corea y a La Esmeralda adentro, donde aún había bastante monte y donde empezaban a angostarse las orillas entre las cuales bajaba La Yesca.

FOTOS: archivo El Guarengue

En las partes más limpias de aquel trayecto chapuceábamos y ensayábamos clavados en las más hondas, cuidándonos siempre de esquivar las basuras y detritus provenientes de las casas. Nadábamos prendidos a la parte posterior de la balsa, para impulsarla con el sucesivo movimiento de los pies empujando el caudal. Entre risotadas cómplices por cuanta ocurrencia nos nacía y una gran camaradería, se nos iba pasando el día, de modo que al regreso -con la corriente a favor- navegábamos más de lo que nadábamos o jugábamos, para cumplir con lo prometido al recibir los permisos en la casa y el préstamo de la balsa por parte del Negro: no llegar muy tarde. De este modo garantizábamos volver a recibir ambas cosas o por lo menos hacíamos méritos para que nos las volvieran a conceder y con ellas a la felicidad de aquel paseo volver a acceder. Casi siempre, cuando llegábamos de nuestras excursiones por La Yesca al promediar la tarde, uno de nosotros se bajaba antes e iba a buscar al Negro, para preguntarle que dónde le dejábamos la balsa y avisarle que ya pronto le traíamos su palanca. El Negro era un tipo tan buena gente con nosotros los pelaos que nos decía que frescos, que la amarráramos ahí detrás de una paliadera, que él ahora iba y la aseguraba.

Todero de oficio, entre sus haberes conocidos el Negro contaba una canoa, una balsa grande y una pequeña, una palanca y dos canaletes, tres varas de pesca, un tarro de anzuelos y plomadas, una atarraya, un machete viejo y otro más nuevo, un hacha con la que rajaba leña, una carreta de madera en la que cargaba de todo y cuya rueda estaba forrada con un pedazo de llanta de carro. También tenía un martillo y una barra de uña, un serrucho pequeño y una sonrisa grande de dientes brillantes e incompletos. Siempre nos pareció que el Negro sabía hacer de todo, pues de todo lo vimos haciendo: era carpintero cuando cambiaba tablas de los pisos o paredes de las casas, o cogía goteras de los techos; pescador cuando llegaba en su canoa o en la balsa con sus grandes ensartas de sardinas o pescados; agricultor cuando aparecía con plátanos, bananos, cocos, maíz, lulos, zapotes y badeas, por la calle en su carreta o en su champa por el agua; fabricante permanente de juguetes artesanales: zancos de madera y pistolas de triquitraque; chicharras infalibles y varitas de pesca para niños pequeños; avioncitos y barquitos de papel, que volaban los unos y los otros no se hundían; caucheras infalibles y divertidos dameros; lámparas de tarro de leche Klim para las noches sin luna; y así, ad infinitum, como si no existiera en el mundo algo que él no supiera hacer, arreglar o fabricar.

Un talento insuperable para la elaboración de barriletes de todo tipo y tamaño también distinguía al Negro: barriletes comunes, de dos tamaños, según la estatura del dueño; mesas o barriletes grandes; vacas o barriletes inmensos para muchachos grandotes o adultos; aviones, cajones y cometas. A cada tamaño y modelo correspondía un número de varillas en el esqueleto. A veces, el Negro ni siquiera les cobraba a los niños y muchachos por fabricarles sus barriletes. Bastaba que uno le llevara el papel seda, tela para la cola e hilaza para que él asegurara el esqueleto y entramado del barrilete. Entre varios se compraba una cajita de maicena o un poco de almidón para que el Negro hiciera el pegante necesario y pudiera así forrar el barrilete. Él mismo cortaba, labraba y pulía las varillas de guadua requeridas, según tamaño y grosor que solamente él sabía y decidía. También, sobre todo en el furor de la temporada de vientos, el Negro solía hacer barriletes sin que nadie se los hubiera encargado y a estos les ponía un precio según los quisieran con o sin la madeja de hilo. Siempre, sin falta, los vendía. Era un gusto verlo trabajar en eso y a él no le molestaba con tal de que el corrillo que le hacíamos no le estorbara en su labor. Admirables eran su paciencia y su dedicación de artesano antiguo, las cuales ya quisiera uno para las tareas de la vida. Su ceño fruncido destacaba en su cabeza rala, como sus hábiles manos sobresalían de su cuerpo menudo y macizo.

Aunque lo veíamos todos los días, nunca supimos cuándo el Negro se convirtió en ayudante oficial del siempre dicharachero Kike Valdés, uno de los dos o tres técnicos que arreglaba radios y televisores en Quibdó y que se había convertido en una especie de leyenda en cuanto a los complicados menesteres del montaje de antenas domésticas de televisión. El número de casas en donde había televisor había empezado a aumentar a principios de 1973, cuando se inauguró el servicio de luz eléctrica por interconexión y se introdujeron los créditos de fácil acceso y pago por cuotas para adquirirlos. Las antenas eran unos artefactos de varillas de aluminio que en aquel pueblo que entonces era Quibdó solo captaban la señal que la repetidora de Chocontá enviaba hasta el Alto de la Sirena -en el punto conocido como El 20, en la carretera de Antioquia hacia Quibdó- si se las acomodaba en la punta de una guadua de por lo menos diez metros de largo, que entre Kike y el Negro izaban, fijaban en tierra, aseguraban y después cuadraban hasta que la señal entraba trayendo júbilo al barrio entero, pues los televisores eran aparatos de disfrute colectivo alrededor de los cuales patotas de amigos se reunían en las casas.

El Negro no tenía edad. Para nosotros -los niños y jovencitos que éramos sus amigos- sí era mayor, pero no tanto como para ser un señor, por ejemplo, un tío. Más bien parecía un primo grande, aunque no tan grande pues su estatura no era mucha. Alguna vez, de tanto insistirle, nos dijo su nombre y nos contó que él creía que ni siquiera toda la gente de su familia lo sabía o lo recordaba. Mamá Vito, su abuela, era la única que con ese nombre a veces lo llamaba. De resto, hasta para su hermana Otilita y para todo el que lo conocía en aquel vecindario grande que aún era Quibdó, el Negro era el Negro, así nomás, siempre sin nombre de pila. Y así ha permanecido con los años en la memoria de aquellos muchachos felices que -desde el pampón de Chambacú- con sus barriletes perfectos tocamos algún día el cielo y saludamos a las nubes con un mensaje escrito en un fragmento de la hoja arrancada de un cuaderno de la escuela. Así se ha perpetuado en la memoria de aquellos intrépidos navegantes que -gracias a su generosidad- cruzamos mil veces La Yesca en la balsa del Negro, quien se esfumó de nuestra vista del mismo modo como en algún momento desapareció de Quibdó el encanto de aquella quebrada en cuyas aguas frescas tantas veces se bañó la infantil felicidad de nuestras vidas.

Quebrada La Yesca: 1-Charco El Lavadero (1926).
2-Paso del barrio La Yesquita al Niño Jesús (1968).
FOTOS: Cartilla "La Yesca: importancia de siempre" y Codechocó.

lunes, 15 de agosto de 2022

 El fogón de la memoria

La señora Zita Emperatriz Copete Viuda de Peña,
con su biznieta Luciana y con su esposo,
el profesor Manuel Antonio Peña Córdoba.
Fotos tomadas del libro A qué sabe el Chocó.

Contemplar una foto familiar antigua es traer al presente un minuto congelado en el tiempo de aquel pasado que ahí quedó retratado. Observar los personajes y reconocerlos en su edad de entonces, en su parentesco con nosotros e incluso en los colores y telas del vestuario que en la foto lucen es literalmente regresar por un momento al instante en el que la foto fue tomada y a la época en la que dicho momento se inscribe. Sucesivamente, por llana asociación mental, nuestra memoria viaja a todos los elementos de contexto que es capaz de evocar: la casa donde vivíamos, la calle donde jugábamos, el barrio por el que deambulábamos, el pueblo que recorríamos, los vecinos con los que compartíamos la vida cotidiana, el fotógrafo y su cámara, el día y la hora y el motivo de la foto, la modista o el sastre o el almacén de donde provino el vestuario, etcétera, etcétera… Hay quienes son capaces de recordar incluso qué clima hacía ese día de hace medio siglo en el que la foto fue tomada. Un hilo casi inacabable puede desenvolverse de la madeja de la memoria con solo mirar una foto y reparar por unos minutos el conjunto de la escena. De ahí la importancia documental de la fotografía para la reconstrucción y modelación de la historia, sea la de un país entero o sea solamente la de uno mismo, simple mortal que repasa un álbum familiar en una tarde de nostalgia solitaria o en compañía.

Algo similar ocurre cuando, después de muchos años, aún más cuando ella ya no está, uno vuelve a comer una comida de las que en la infancia le preparaba y le servía la mamá. Aquella sopa de fideos con queso por la que nos desvivíamos, que rara vez alcanzaba para repetir porción y mucho menos para obtener un trozo adicional de queso, el cual terminábamos birlando -mediante cualquier treta pueril- del plato de la hermanita menor que más nos quería. Ese hígado en bistec cuyos trozos de papa se deshacían en la boca sin necesidad de morderlos y que al unísono con la gustosa suavidad de la víscera en su punto se acomodaron para siempre en nuestra memoria gustativa. Los pasteles chocoanos de arroz cuya preparación -en diciembre- era toda una fiesta que duraba un día entero. El arroz con longaniza cuyo apetitoso olor invadía la casa, hasta el porche y el amplio patio. El dulce de papaya verde o las cocadas preparadas con el afrecho de coco que quedaba después de hacer el arroz con el que tantas veces se acompañó el guiso de pargo rojo o dentón. El jugo de guayaba agria con dos o tres pedazos de hielo tintineando felices entre el vaso de vidrio. Las masitas de queso fritas para la comida de la tarde del viernes o el jujú de plátano o banano verde, con porciones generosas de queso finamente rallado, en el desayuno del sábado… Las comidas con las que uno a lo criaron (cada uno recuerda las suyas) tienen el mismo poder evocador de una fotografía. Y quizá un poco más, pues la memoria que despiertan estas comidas incluye también vivaces remembranzas auditivas, visuales y táctiles, gustativas y olfativas. Aunque sea el mismo plato y la misma receta, ninguna comida tendrá nunca el mismo sabor ni el mismo aroma que tenía la comida maternal. No será el mismo nunca el sonido del agua fría apagando la fritura previa del arroz y la cebolla en el caldero, para continuar la cocción. Por más encopetada que sea la presentación de un plato, jamás superará la imagen del decorado de rodajas de huevo cocido coronando la porción de ensalada de zanahoria, remolacha, papa y atún, servida en esos platos de loza china con grabados de florecitas de colores en los bordes. La muelle textura del bocachico sofrito integrado al caldo adobado con queso costeño o la suavidad de una pampada de banano frito no serán jamás iguales a las que uno conserva en sus recuerdos de la infancia. Nadie volverá a decirle a uno palabras de tanto aliento y motivación como las que la mamá le decía cuando le entregaba la comida y con ellas lograba convertir en banquete inolvidable hasta el plato más precario con el que desvaraba el almuerzo en tiempos de penuria.

Ese es el inagotable valor y el significado inigualable que tienen las cocinas familiares, tradicionales o parentales, las que uno disfrutó y vivió en el seno de su familia, de la mano de su mamá, de sus parientes e incluso de sus vecinos. “Son cocinas cargadas de tradiciones; llenas de emociones y de nostalgias, en las que las sombras oscuras del pasado lejano cobran vida a cada paso, a cada fogonazo, para sazonar la vida con gratos recuerdos”, dice el investigador Carlos Humberto Illera Montoya, Profesor titular del Departamento de Antropología de la Universidad del Cauca, en Popayán. Y añade de magistral modo: “En las cocinas parentales aparecen las hambres calmadas con las comidas improvisadas al calor del afecto, surgidas del ingenio de madres, abuelas, tías y demás mujeres abnegadas a las cuales la vida puso en el camino de sus familias para alimentarlas con sus deliciosos preparitos. En esas cocinas los refinamientos escultóricos y pintorescos no hallaban cabida, pues el ingenio y la creatividad no se podían derrochar sino en la solución inmediata de resolver lo que urgía: qué se va a comer hoy… mañana será otro día”[1].

Y justamente por eso es incomparable el valor y enorme es la importancia que para la preservación del patrimonio y de la tradición cultural del Chocó, y de Quibdó en particular, tiene el libro A qué sabe el Chocó, un relato sobre la vida y la cocina de Doña Zita Emperatriz Copete Mosquera viuda de Peña, la Señora Zita, como la conocemos desde cuando éramos muchachos y compartíamos los juegos de la calle con sus hijos por ahí en La Yesca o Chambacú o en la confluencia de la Calle de las Águilas con la Carrera 5ª, junto a la antigua casa de la señora Niza, al frente del andén donde Mamá Vito vendía sus cocadas, su sosiega y sus pepas de árbol del pan, o en el andén de la casa del Mayor Fulton.


Presentado públicamente el pasado 30 de julio, en Quibdó, este bello libro es una iniciativa básicamente familiar, un homenaje a esta matrona que, con más de 90 años de edad, mantiene vigente gran parte de sus memorias vitales y coquinarias, que en el fondo son lo mismo, pues sus preparaciones, platos y recetas forman parte de la totalidad de su vida y datan de la generación anterior a ella, la generación de su mamá, de quien las aprendió y quien a su vez las heredó de la suya, que fue en su momento depositaria de la tradición que también de niña aprendió, y así ininterrumpidamente, cadenciosamente, generación tras generación, a través del tiempo, que es precisamente el sustento de las cocinas parentales, tradicionales, familiares, locales, autóctonas.

“A qué sabe el Chocó” es un proyecto familiar que ha estado en la mente y corazones de los hijos de Zita Emperatriz Copete de Peña y que a través de las nuevas generaciones se está materializando. El libro pretende honrar las historias de Mamá Ziti, cargadas de significado espiritual, emocional y ancestral, pues en ellas se encuentran todas las generaciones anteriores y desde la unión con el gran padre, abuelo y bisabuelo, Manuel Antonio Peña Córdoba, su compañero de infancia y de toda la vida. Es por esto que este trasciende las fronteras de un recetario, para situarse en la magia de los aromas y olores que nos recuerdan estas historias cargadas de amor y pasión traducidos en un plato de comida”[2].

Como se anota en el prólogo del libro, escrito por el profesor Illera Montoya, “las preparaciones simples, cotidianas y sencillas que Zita nos ofrece en este libro derivan su grandeza de la pasión con que ella sabe hacerlas, del conocimiento que le ha dado la experiencia y de su voluntad para enfrentar su cocina sin cansancio. Su carácter lo adquieren en medio de su ingenuidad, de su humildad, sin aspavientos y sin alardes”[3]. Las recetas de dichas preparaciones, compiladas por su hija Ana Teresa y por su nieta Angélica, de boca de la propia Señora Zita, aparecen agrupadas en las siguientes categorías: Dulces (suspiros, enyucados, birimbí, etc.), Comidas especiales (pasteles, mondongo, longaniza, guarrú, etc.), Comidas cotidianas (sopa de queso, dentón ahumado, locro, atollado, jujú, etc.), Vendajes o comida preparada para la venta (domplines, pandeyucas, almojábanas, pan ayemado, etc.) y Bebidas (jugo de lulo chocoano y de borojó, chicha de maíz y de arroz, etc.).

Además del prólogo, el libro contiene una introducción hecha por su nieta Angélica Patricia Peña Cubillos, hija menor de David (hijo menor de la Señora Zita) y de su esposa Patricia. Igualmente, un sucinto repaso de la historia de vida de la matrona, incluyendo los reconocimientos que por su cocina ha recibido y un repaso evocador de la cocina de cuatro barrios de Quibdó en los años 40 del siglo pasado, cuando la Señora Zita se estableció para siempre en La Yesquita.

“Zita Emperatriz Copete de Peña nació el 10 de junio de 1930 en el municipio de Tadó. Su padre, Griseldino Copete, murió cuando Mamá Ziti tenía 5 años. Su madre, Ana Teresa Mosquera, también de Tadó, era maestra y trabajaba en caseríos y corregimientos de los ríos Atrato, San Juan y Baudó, y murió cuando ella tenía 15 años. Por esto, Mamá Ziti se crio en Quibdó bajo el cuidado de sus hermanas y hermanos mayores en el barrio La Yesquita, donde llegó a la edad de 9 años: Colombia Copete Mosquera, quien fue la primera Licenciada en Educación Física en el Chocó; Miliza, una de las primeras comerciantes de Quibdó; Piedad Lilí, también educadora; Atilano, quien era sastre y Elimeleth Copete, quien se pensionó como trabajador en el puerto de Buenaventura”[4].

Los contenidos mencionados ocupan la tercera parte de la bella publicación del libro, cuyo diseño y diagramación son obra de la diseñadora gráfica Luisa Fernanda Peña Cubillos, quien sumó su talento al de su hermana, al de su tía y al de su papá, para redondear el trabajo de edición que con ellas y él tuve el honor de hacer. Las otras dos terceras partes son ocupadas por las recetas de la Señora Zita, agrupadas como antes se indicó. Las bellas fotografías que ilustran el libro le muestran al lector la mayor parte de los platos cuyas recetas se incluyen, así como escenas familiares memorables de los Peña Copete y de su parentela extensa. Los retratos de la Señora Zita en su cocina o en el patio de su casa repleto de matas tienen la impronta del fotógrafo y diseñador gráfico chocoano Andrés Mauricio Mosquera Mosquera (Waosolo), a quien, junto a José Alejandro Restrepo Penagos y Nicolás Cubillos Mora, debe el libro su material fotográfico, que se nutrió también de los álbumes familiares.


Es un verdadero gusto recorrer las páginas de este libro y sentir que cada imagen, cada fragmento de la memoria de la Señora Zita y cada receta de su cocina lo llevan a uno de la mano por los caminos de la tradición culinaria de orillas y pueblos del Chocó, por las calles y andenes de la historia de Quibdó a través de su comida parental, por los rincones más queridos de la memoria personal, familiar y barrial. Los aromas y sabores que uno alcanza a evocar mientras transita sin prisa y con todo el gusto del mundo por las bellas páginas de este libro terminan recordándonos literalmente a qué sabe el Chocó, desde el talento de esta mujer tan majestuosa como su nombre y tan “menuda como un soplo”: Zita Emperatriz Copete viuda de Peña.[5]


[1] Illera Montoya, Carlos Humberto. Cocinas parentales de Popayán. Cinco ensayos con sabor a tradición. Corporación Gastronómica de Popayán y Alcaldía de Popayán. 2019. 224 pp. Pág. 11.

[2] Copete de Peña Zita Emperatriz. A qué sabe el Chocó. Primera edición: junio 2022. Bogotá, Peku S.A.S. 95 pp. Pág. 12-13.

[3] Ibidem. Pág. 9.

[4] Ibidem. Pág. 15.

[5] Una de las mejores formar de sumarse al merecido homenaje a la Señora Zita, que es este libro, es adquiriendo el mismo. Para ello, se pueden comunicar en Bogotá con Angélica Peña (3015340906) o con Ana Teresa Peña, en su casa materna en La Yesquita, en Quibdó.

lunes, 8 de agosto de 2022

 Hasta que la dignidad se haga costumbre

Homenaje de la Senadora María José Pizarro a su padre.
FOTO: Twitter @PizarroMariaJo

No es común hallar alegría auténtica en los eventos políticos de sociedades tan pervertidas y degradadas políticamente como la nuestra, donde el gobierno nacional saliente no tiene ni siquiera el decoro de mantener la cortesía y las buenas maneras con el entrante. La alegría real, la que deriva de lo bueno o del bien, es bastante escasa -o inexistente- en dichos eventos y, en general, en la política de Colombia. Siempre se alegra, cómo no, quien triunfa electoralmente o es nombrado en algún puesto; pero, festeja más que cualquier otra cosa la consecución de objetivos estrictamente individuales y los beneficios que obtendrá de su elección o nombramiento; así como sus seguidores o electores o nominadores festejan con él o ella los réditos particulares y privados que del puesto público recibirán. Se trata de festejar el botín de unos cuantos, no una oportunidad de servicio a la sociedad. Es, pues, realmente, la vana satisfacción de quien deriva placer solamente de su propio beneficio: una falsa alegría.

Por eso, daba aún más gusto ver las caras de la gente en el acto de posesión presidencial de ayer en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Era conmovedor ver tanta gente emocionada, sinceramente emocionada, por estar ahí asistiendo a esa ceremonia, así fuera de lejos, en la mitad de una multitud, con hambre y sin siquiera agua para tomar, pues con nada de comer o de beber dejaban ingresar al lugar. Sentían alegría. Y su alegría era genuina. Y era genuina porque nacía de la esperanza en el futuro, de la esperanza de que, por primera vez, alguien en el puesto de presidente se preocupara realmente por ellos, ellas, sus familias, sus barrios, sus comunidades, sus problemas. Y una vicepresidenta fuera parecida a ellas y ellos, por su procedencia, por su identidad, por su historia, por su compromiso y por su transparencia. Auténtica era la alegría que allí reinaba, entre tanta gente que, en su mayoría, había llegado desde antes del mediodía. O en la que se reunió en los parques y plazas de los alrededores, para disfrutar de las presentaciones artísticas previas a la ceremonia, que después verían en las pantallas gigantes dispuestas para la transmisión de televisión.

De esa alegría, de esa esperanza de futuro, estaban hechos los gritos coreados por la multitud: “¡Sí se pudo, sí se pudo, sí se pudo!”. “¡Petro, amigo, el pueblo está contigo!”. “¡Alerta, alerta, alerta, que camina la lucha de los pueblos de América Latina!”. Gritos estos que, a modo de consignas, pero esta vez no de reclamo airado, sino de jubilosa celebración, le daban al acto de toma de posesión presidencial de Colombia un aire de tumultuosa manifestación política, de concurrido plantón de los nadies y las nadies en torno a una victoria que sentían como suya. Lo cual, justo es decirlo, compromete aún más al nuevo gobierno con la gente de lo que pudiera comprometerlo el juramento que el nuevo presidente hizo ante el “ciudadano senador” que preside el Congreso Nacional: el infaltable Roy Barreras, quién lo creyera.

Además de la alegría, auténtica y genuina, una buena cantidad de detalles hicieron significativo y memorable aquel acto. No hubo alfombras rojas. Para nadie. Ni siquiera para Petro y su familia. Tampoco para los invitados especiales y protocolarios. Entre estos invitados, además del sastre femenino y del traje sobre medidas o el esmoquin masculino, había toda clase de pintas, una diversidad antes impensable, de la cual formaron parte los bonitos atuendos de la vicepresidenta, Francia Márquez, y de David Racero, presidente de la Cámara, ambos diseñados y cosidos por talento afrocolombiano.

Afrodescendientes e indígenas conformaban gran parte del público general. También del grupo de invitados especiales y de participantes de primer plano en la ceremonia. La Maestra Betty Garcés, soprano afrocolombiana, oriunda de Buenaventura, interpretó -como era de esperarse, de modo magistral- el Himno Nacional. Stephany Perlaza, joven periodista afro, caleña, y Martha Rentería, comunicadora indígena del Putumayo, condujeron la transmisión oficial previa a la ceremonia de posesión presidencial. La Maestra Teresita Gómez, pionera en el país de la presencia afrodescendiente en los estudios de conservatorio y en la interpretación profesional de música clásica, no solamente actuó como pianista principal de las sinfónicas que interpretaron el Himno Nacional; también llenó con su limpia ejecución de “Hacia el calvario”, pieza popular de la música andina colombiana, compuesta por el inmortal Carlos Vieco y que hizo famosa el célebre doctor Alfonso Ortiz Tirado; y del Nocturno en mi bemol mayor, de Chopin, el crudo e incómodo momento de receso obligado, mientras llegaba a la tarima la espada de Simón Bolívar, que bien podía haber estado ahí de no ser por la poquedad del pueril y lúgubre Duque, ahora expresidente, para bien del país.

En la imposición a Petro de la banda presidencial, y aunque el protocolo manda que lo haga únicamente el presidente del Congreso Nacional, tomó parte la Senadora María José Pizarro, quien llegó ataviada con una chaqueta que llevaba tejida la imagen de su padre acompañada de la leyenda: que la lucha por la paz no nos cueste la vida. Sus entrañables lágrimas de emoción resumen medio siglo de historia de nuestra nación. “Venga esa mano, país”, daban ganas de decir. “¡Palabra que sí!”

“Invitados de honor: Arnulfo Muñoz, pescador de Honda (Tolima); Katherine Gil, líder juvenil de Quibdó (Chocó); Kelly Garcés, barrendera del aseo de la ciudad de Medellín; Rigoberto López, campesino cafetero de Anserma (Caldas); Iván de Jesús Londoño, silletero, de flores, de Santa Helena (Antioquia); Genoveva Palacios, vendedora ambulante en el departamento del Chocó”[1]. Así, uno a uno, una por una, los incluyó Petro en los saludos protocolarios de su primer discurso como Presidente de Colombia, cuando apenas había saludado a los dignatarios del Congreso (Racero y Barreras) y a la plana mayor de presidentes de otros países, y antes de saludar a los demás invitados internacionales y a la plana mayor del ámbito nacional. En las casas de estos invitados de honor había pernoctado Petro durante la campaña electoral y con ellos había compartido unas horas de vida cotidiana. No cabían de la emoción los saludados, ahora revestidos de honor como invitados. No cabían de la emoción los miles de nadies que abarrotaban la Plaza de Bolívar: sentían que su lugar había cambiado. El efecto simbólico del gesto se había consumado.

Minutos antes, Francia Elena Márquez Mina había añadido al convencional y protocolario “sí juro” un poco más de una docena de palabras para darle su propio sentido al juramento formal como Vicepresidenta de Colombia: “…también juro ante mis ancestros y ancestras, hasta que la dignidad se haga costumbre”, proclamó con emocionada firmeza. La ovación del público general no se hizo esperar. En primer plano de la escena política nacional estaba aconteciendo una performance recordatoria de nuestra condición multiétnica y pluricultural, protagonizada por la misma mujer negra a quien con saña racista, clasista y machista zahirieron durante la campaña electoral ignorantes de toda laya, hasta connotadas personalidades de la política y el periodismo. Una lección de dignidad: nunca antes una juramentación vicepresidencial había tenido tanta importancia ni había sido tan celebrada por tanta gente del común en todos los rincones de Colombia.

Juramentación de Francia Márquez-Foto AFP/El País (España)

Si Gustavo Petro le hubiera dado a Francia Márquez la oportunidad de hablar en el acto oficial en el que se posesionó como Presidente de Colombia y la juramentó a ella como Vicepresidenta, habría incorporado un símbolo más, igualmente poderoso, a la enorme riqueza simbólica de la ceremonia y a la inmensa alegría con la que esta fue vivida por la gente común y corriente que colmó más de la mitad de la Plaza de Bolívar, en Bogotá, y a millones de colombianos que siguieron la transmisión de televisión; este 7 de agosto de 2022, que por tantas razones será especialmente recordado en la historia política nacional.


[1] Discurso del Presidente Gustavo Petro: https://www.youtube.com/watch?v=qCfpGx7sZXc

lunes, 1 de agosto de 2022

 Emil Nauffal Dualiby

* Del libro Grandes del Chocó y cortesía Gonzalo Díaz Cañadas.

Emil Nauffal Dualiby se las sabía todas en materia de política nacional. Minutos antes de que la televisión, en ese entonces totalmente pública y en blanco y negro, diera a conocer en la transmisión oficial de la posesión presidencial los nombres de quienes integraban el gabinete ministerial del nuevo presidente de Colombia, Alfonso López Michelsen; ya Emil, papel y lapicero en una mano y en la otra una copa de aguardiente reluciente y transparente, nos había anticipado la nómina casi completa, ahí en la sala de la casa, donde departía con mi mamá y mi papá, donde tantos días y noches achicaron aguardiente Platino con o sin guitarra para que él cantara Cabaretera y otros cuantos boleros y algunas canciones chocoanas que se sabía. A mí me encantaba verlo ahí, hablando de todo, contando chistes, burlándose de cuanta cosa se les ocurría a los tres, conversando del viejo Chocó, de política nacional o regional, de amores y desamores, de boleros o de tangos, de guarachas o de sones. El humor de Emil era un pozo sin fondo. Yo era el mandadero oficial de estas reuniones, el comeviejo o metido-a-grande al que le permitían estar ahí como uno más, pero atento siempre a lo que necesitaran: un vaso o una copa o un plato de la cocina, cigarrillos o aguardiente de la tienda, queso o limón o cebolla o tomate para las picadas o pasantes.

Emil Nauffal Dualiby era una mente brillante, como su incipiente calvicie de cuarentón o sus gruesos lentes de miope cegatón. Ignoro cómo llegó a ser la estrella que fue en el periodismo regional del Chocó, en Ecos del Atrato, la emisora en la que todos los quibdoseños lo oímos con gusto y devoción durante gran parte de la década de 1970. Emil hacía en su totalidad, íntegro, desde la consecución de la información hasta su redacción y locución, uno de los mejores noticieros que haya tenido la radio chocoana, quizás equiparado únicamente por el de esa otra maravilla de nuestro antiguo periodismo que era el Mono Díaz. Escuchar aquel noticiero de Emil dejaba la sensación, al final, de quedar totalmente y muy bien informado, así como de haber oído un noticiero de verdad, profesional, digno de cualquier emisora del ámbito nacional, en tiempos en los que la radio -en todo el país- reinaba por encima de los otros medios en materia de inmediatez y actualidad noticiosa. Incluso cuando estaba evidentemente enguayabado, tanto que hasta se le notaba en la dicción enredada, Emil era todo un profesional del periodismo y la locución.

Emil tenía una creatividad inagotable para convertir en noticia de interés cosas que de origen no lo eran, como el viaje de un parlamentario o gobernante chocoano, así fuera de vacaciones. O la visita, así fuera de cortesía, de cualquier personaje nacional -político o no- a la tierra chocoana. A los artistas también los convertía en noticia, más allá de su presentación en el coliseo, como lo hizo en su momento con Alci Acosta, a quien entrevistó en medio de la barahúnda de su concierto. Y como lo hizo también con Leonor González Mina, La Negra Grande de Colombia, a quien rescató del tumultuoso bochinche según el cual ella era hija de una señora de Cértegui que la había abandonado y que por ese motivo había terminado adoptada y criada por otra familia, que no era la suya, por allá en un pueblo del Valle del Cauca llamado Robles. Emil, primero, reprodujo la corrinchera especie sobre La Negra Grande; pero, al otro día, la entrevistó, para que ella pusiera las cosas en su sitio, con una voz que al principio sonaba molesta, pero que en la charla con Emil fue derivando hacia la sonrisa divertida ante semejante ocurrencia.

La admirable agudeza y la natural habilidad que Emil Nauffal Dualiby tenía para entrevistar a los personajes, famosos o no, convertían cada entrevista en un momento de cercanía del oyente de la emisora con los entrevistados. Quizás lo lograba por su tremenda memoria histórica, por lo ilustrado y culto que era en diversas materias, las cuales incluían el arte y la literatura. Esta virtud de Emil lo llevaría a aportar a la radio chocoana un hito singular en el plano cultural: un programa de poesía en las noches de los sábados, en el cual -además de la selección de poemas y poetas- él mismo, el propio Emil, interpretaba, leía y declamaba las poesías seleccionadas. Allí, a esa hora, los muchachos de la época que oíamos radio, escuchamos por primera vez los poemas de Dora Castellanos, Meira Delmar y Teresa Martínez de Varela, y supimos que Luz Colombia Zarkanchenko de González, una de las pioneras de la participación de las mujeres chocoanas en política, era también poeta. Gracias, Emil. Allí, en ese espacio radial casi inverosímil, también fue de las primeras veces en las que oímos amplificadas por el poder de la emisora e igualmente en la voz de Emil Nauffal Dualiby, poesías costumbristas del Maestro Miguel A. Caicedo Mena, poeta de la chocoanidad, como El perrito rabón, que Emil interpretaba con gracia magistral.

Con la misma diligencia y capacidad con las que hacía el noticiero, una vez que este terminaba, al filo de la una y media de la tarde, cuando en las calles de Quibdó reverberaba el sol sobre el asfalto recientemente aplicado, sancochándolo hasta punto de melcocha; la voz de Emil Nauffal Dualiby reaparecía en un programa de publicidad política pagada del Partido Conservador, de media hora de duración. “Mi partido glorioso / mi partido azul Conservador / su bandera victoriosa / con Bolívar el Libertador”, cantaba un coro bastante bueno al comienzo y final del programa y como cortina musical entre una y otra nota de las que leía Emil, esta vez con voz de tribuno, de militante, como lo era, de dicho partido, al cual, la verdad, lo acercaba únicamente su filiación nominal, pues su pensamiento era el de todo un liberal.

La chispa de Emil Nauffal Dualiby era incandescente e inextinguible. No había momento en el que no se le ocurriera un gracejo absolutamente divertido, una salida insólita y burbujeante de risas. “Esa lengua tuya, Emil, por Dios”, le decía mi mamá muerta de risa y él igualmente muerto de risa le contestaba: “Ay, Teresita, cuál lengua, no me calumniés…”. Los domingos en la mañana, especialmente en festividades como el Día del Padre o el Día de la Madre, o en días diferentes, pero de fiestas patrias, cuando aún no existían los lunes festivos de la llamada Ley Emiliani; Emil desenguayababa frente al micrófono de Ecos del Atrato, animando un programa de complacencias musicales, que entre una y otra canción enriquecía con sus ocurrencias, que por lo general concebía directamente para sus amistades, a quienes aludía o no por sus nombres, según el tamaño de la invención que hiciera. Una vez dijo que mi mamá estaba regalando pasteles chocoanos, que los primeros cinco oyentes que llamaran podían arrimar hasta la casa y reclamar de a dos cada uno. Y otra vez, conociendo los gustos musicales individuales y compartidos de ambos, se dedicó a poner canciones que supuestamente mi mamá le dedicaba a mi papá y viceversa, pero con unas frases de doble sentido que solamente ellos entendían, aunque a cualquiera mucha risa le producían.

Emil Nauffal Dualiby nació en Quibdó, en junio de 1934, aunque buena parte de su juventud transcurrió en Istmina. De hecho, mucha gente pensó siempre que era istmineño, cosa que él no desmentía ni corregía. Su papá era un turco, sirio-libanés, de aquellos de la oleada migrante a Colombia de principios del siglo XX: Manuel Nauffal Chejbda, se llamaba. Su mamá era Eyda Dualiby Perea. No tengo claro, casi nadie a quien le he preguntado, cuándo y dónde fue que Emil murió. Ni una foto en la supuestamente infinita Internet fue posible conseguir.

También en Cali pasó Emil varios años y allí fue empleado, como Contador juramentado, en varias empresas, como Croydon, Fleischmann e Ingenio Central Castilla. Su ingreso a la radio se dio en las emisoras La Voz de Cali y Radio Pacífico[1]. Quizás de allá venía cuando llegó a Quibdó y durante casi una década brilló, literalmente con la propia luz de su inteligencia y su ingenio, en la radio quibdoseña y posteriormente en Istmina y en Tadó. Gracias, Emil Nauffal Dualiby, por toda la alegría y demás que nos diste a los quibdoseños de la época, incluidos los niños, en tu paso por Ecos del Atrato, en los 1.400 de nuestro histórico dial.


[1] Estos pocos datos biográficos son tomados de: Inmigrantes a Colombia. Personajes extranjeros llegados a Colombia, de Luis Álvaro Gallo Martínez. Bogotá D.C., abril de 2011. ISBN 978-958-44-5711-0.