lunes, 28 de octubre de 2019


La vocación y el medio. Historia de un escritor
Carlos Arturo Truque
 
Carlos Arturo Truque fue uno de los autores incluidos en la histórica antología de cuentos colombianos
de Eduardo Pachón Padilla. Con sólo 25 cuentos escritos en sus 42 años de vida, Truque es una especie
de Juan Rulfo colombiano.
La primera vez que triunfó en un concurso literario, Gabriel García Márquez le ganó a un escritor chocoano, nacido en Condoto, quien obtuvo el tercer premio. Carlos Arturo Truque Asprilla se llamaba este escritor, de cuyo natalicio se cumplen 92 años hoy, 28 de octubre, y cuya vida, tan corta como intensa (Truque murió el 8 de enero de 1970, recién cumplidos sus 42 años de edad), transcurrió en Condoto, Cali, Popayán, Buenaventura y Bogotá. A pesar de lo poco que vivió, este condoteño ha sido considerado, en los estudios literarios colombianos, como todo un maestro del cuento; así como se ha reconocido ampliamente su contribución al desarrollo en Colombia de dicho género, que en aquellos tiempos estaba recién afincado entre los maestros de la narrativa norteamericana, de la cual se nutrió toda una generación de escritores colombianos, incluido el propio Gabo. “Al hablar de Carlos Arturo Truque tenemos que empezar diciendo que estamos enfrentados a un excelente narrador. A un maestro del cuento”.  […] Yo pienso que, a partir de la cuentística de Truque, el cuento se vigoriza y se airea mucho en el contexto de la literatura colombiana […] Truque se perfilaba como el García Márquez del Pacífico colombiano; sino que, infortunadamente, la muerte lo visitó muy temprano y solamente tuvimos la oportunidad de conocer un volumen de cuentos de este autor[2].

Hace un año, en El Guarengue, publicamos un perfil del Maestro Carlos Arturo Truque: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/carlosarturo-truque-tan-largos-sus.html. Hoy, para hacer memoria de su gloriosa existencia y de su maravillosa obra, reproducimos fragmentos de su genial y vigente artículo autobiográfico La vocación y el medio. Historia de un escritor, publicado en 1955, cuando Truque tenía 28 años, en la mítica revista colombiana Mito. Truque, generoso hasta en sus confesiones, cuenta aquí el momento vital en el que descubrió la desgarradora existencia del racismo y de la pobreza, la primera vez que fue víctima de exclusión e injusticia por tan bárbaros motivos y su experiencia iniciática en el mundo cultural nacional. Una lección de realismo, compromiso y dignidad de alguien cuya temprana muerte nunca dejaremos de lamentar.


Quien lea estas líneas, creo, no podrá atribuirlas a la amargura o al resentimiento. Soy un hombre normal, o al menos lo hubiera sido si la sociedad, tan arbitrariamente construida, me hubiera brindado las oportunidades que siempre perseguí y jamás alcancé. No por eso soy un frustrado; aún tengo ánimos suficientes para seguir una lucha, que de antemano sé perdida.

Mi vida, aparte de los sufrimientos, carece de importancia. El común denominador del pueblo colombiano es la inseguridad, la inestabilidad; ese sentimiento horrible de no hallar el lugar que corresponde al hombre en un sistema determinado. La mayoría de las ocasiones nos vemos en la necesidad de reconocer que somos una pieza demasiado suelta del engranaje social. Giramos sin correspondencia alguna y nos sentimos víctimas de fuerzas oscuras que no estamos en capacidad de controlar.

No sé desde cuándo me posesioné de esta verdad. Tal vez desde muy temprano aprendí la diferencia que media entre los débiles y los poderosos y tuve la experiencia dolorosa de saberme colocado entre los que nada tienen que exigirle a la vida, porque ya les ha sido negado todo de antemano.

Quizá pueda lo anterior ser interpretado como el grito de un desesperado o como la prueba de una marcada desadaptación al medio. Si los que tal cosa piensan hubieran estado sometidos a las pruebas que me han tocado en suerte, pensarían de diversas maneras.

Desde temprano me asedió, como perro rabioso, la injusticia humana. Desde la escuela humilde de barriada donde me enseñaron las primeras letras tuve la impresión, la certeza, de que me había señalado con su dedo implacable.

Siempre fui, no peco de orgullo o vanidad al decirlo, un buen estudiante. Me apasionaban los libros, la tinta fresca, la aureola bohemia de los escritores de la época. Pronto me sentí atraído hacia ese campo que nunca pisan los llamados hombres prácticos: las letras. No sabía cuántas malas pasadas me estaba jugando la vida al llevarme por caminos que, de haberlo pensado, no habría transitado.

[…]

Nací en la era mecánica, en un pueblo que la desconocía. Cualquier pueblo de Colombia, de esos que se quedan en un remanso de la civilización y que conservan como tesoro más preciado lo elemental en la existencia. Hasta mis ocho años no conocí la barrera que separaba a unos seres de otros. Como el pueblo era pobre, nadie pensó nunca que la riqueza era un factor para brillar y valer más que los que no la poseían. Siendo un pueblo de negros, nadie imaginó que las diferencias de pigmentación pudieran abrir abismos insalvables y ser usadas para establecer la dominación y el repudio sobre quienes se consideraron inferiores.

Vine, si puede decirse, limpio a la vida. Esta me enseñó bien pronto la lección que el bueno de mi pueblo no se había podido aprender: que el mundo está fundado sobre valores bien diversos y, como la vida no da nada sin arrancar un dolor, este conocimiento me desgarró y destruyó en lo más puro que puede tener un ser humano: la fe en la ajena bondad.

Sucedió de la manera más sencilla: desde el pueblo fui trasladado a Cali, que por entonces comenzaba a tener aires de gran ciudad, y matriculado en la escuela pública de San Nicolás. Como lo dije anteriormente, me gustaba estudiar y me destaqué muy pronto como uno de los mejores alumnos de la escuela. Hacía, cuando sucedió lo inesperado, el tercer grado elemental.

Había estudiado mucho para rendir los exámenes finales y, además, el mequetrefe de mi maestro, un caramelo de pedagogía religiosa, para usar una frase grata de Barba, había dividido el curso en dos grupos: Griegos y Romanos. Yo era el capitán de los griegos, honor que se dispensaba al alumno que mejores resultados diera.

Con todos estos antecedentes era natural que esperara mi aprobación como hecho cumplido y, a más de eso, ganar uno de los premios dispensados a los estudiantes destacados. Si hubiera tenido un poco de conocimiento del corazón humano, no habría esperado tanto; porque mi santo maestro, ahora lo entiendo claramente, nos endilgaba, por quitarme allá estas pajas, sus buenos discursos sobre el nacionalsocialismo (España estaba en plena Guerra Civil), muy adobados con comprensibles capítulos de Mi lucha. Si, como digo, hubiera podido entender bien lo que ese hombre pensaba y hubiera estado en capacidad de sacar ciertas deducciones, no me habría forjado las ilusiones que me forjé.

Tengo la convicción profunda de haber contestado acertadamente el ochenta por ciento de las preguntas que figuraban en el cuestionario y recuerdo haber salido de clase con el orgullo de quien siente que ha cumplido con su deber de la mejor forma posible. No puede engañarme el recuerdo. El día de la entrega de los informes finales me pusieron el vestido más presentable que tienen los chicos de barriada: el uniforme escolar. Desde temprano estuvimos con la buena señora que se había encargado de mí, rondando por el parquecito que había frente a la escuela, esperando la hora del comienzo de la ceremonia, que ella, en su ingenuidad y yo en la mía, creíamos de una importancia excepcional.

Al comenzar tocaron la campana y nos hicieron formar frente a una tarima, sobre la cual se hallaban los profesores (no les gustaba que los llamaran de manera distinta), con unas caras apropiadas para la ocasión. El mío me distinguió, porque me hallaba al principio de la fila, y me regaló una sonrisa completa. Todavía no he podido saber si me la brindó para consolarme anticipadamente o para burlarse simplemente de mí. El director hizo sonar una campanita y acabó, como de un golpe, con los murmullos que hacían los padres de familia y la chiquillería. Después de unas breves palabras, pronunciadas temblorosamente, se sentó aliviado y comenzó a llamar por sus nombres a los alumnos del primer grupo. Me sentía realmente cansado con tanto tiempo como llevaba en pie. A cada nombre, se adelantaba alguien de la fila y recibía su certificado. Algunos padres, furiosos por el resultado adverso, las emprendían a trompadas contra sus hijos. Compadecía sinceramente sus sufrimientos, pero me consolaba pensando que a mí no podía sucederme lo que a ellos estaba sucediendo.

El primero de mi grupo fue llamado. Era un tartamudo que nunca pudo encontrar la manera de dar una lección en forma correcta; porque, a más de tartamudear, nunca se las aprendía. El padre se hallaba a un lado de la señora que iba en representación de mi familia. Le vi recibir el certificado del hijo, abrirlo y leerlo y hacer un gesto de satisfacción. Esto me extrañó un tanto, pero pronto me consolé, atribuyéndole al maestro una bondad que estaba lejos de poseer.

Cuando llegó mi turno, me adelanté, con cierta timidez, debo confesarlo, pero con una seguridad interior que tenía por qué ser justificada. Recibí el certificado y ni siquiera lo abrí. Tal como me fuera entregado lo llevé a quien me representaba. Ella no sabía leer y se quedó aturdida, sin saber qué hacer con un papel que, a lo mejor, le reservaba una alegría o una decepción. Porque me quería de una manera dulce y buena, como solo saben querer aquellos que no tienen sino eso para dar.

El padre del tartamudo comprendió la situación y se apresuró a decirle: —¡Si usted quiere, señora…! Ella le tendió el papel. El hombre lo abrió y dejó escapar este comentario: —¡Negro sinvergüenza…! Y dirigiéndose a ella: —¡Ha perdido el año…! ¡Póngalo a trabajar, señora! ¡Esa porquería no va a servir para nada…!

De momento no entendí. Pensé que el hombre había leído mal y le pedí que me dejara ver el certificado. Era cierto. Allí estaba escrito, no había duda, yo mismo podía constatarlo. Me pregunté por qué, desconcertado. El maestro seguía en su sitio. Lo miré con rabia, con odio capaz de causarle la muerte, con una furia igual a la del hombre a quien dan una palmada que no se ha merecido. No recuerdo que hubiese sonreído. Me sostuvo la mirada, retándome, provocándome. Es una de las pocas veces que me he sentido capaz de arrancarle la vida a alguien con un sentimiento de felicidad. Nunca volví a ver a ese hombre en la vida. Pero sus ojos se han seguido repitiendo en otros que he conocido, como si fueran él mismo con rostro diferente.

[…]

El incidente que he narrado trajo consecuencias irreparables. Yo era un introvertido y desde entonces lo fui más. Me acostumbré a hacer una vida para ser gozada solo por mí. Y fui desarrollando un crudo egoísmo que hubiera llegado a destrozarme, si no hubiera tenido la pasión de llenar cuartillas. Eso constituía una especie de compensación para mi anormal comunicación con el mundo exterior. Hallé una forma de volcarme sobre él, de hacerlo partícipe de mi mundo y participar a mi vez del suyo. Y nada fuera de lo común hubiera sucedido si la actividad literaria cuando se posesiona de un hombre no le restara la capacidad de actuar en otros campos; pero la creación exige la entrega absoluta, la rendición incondicional, el sometimiento a todas las contingencias, para brindar en cambio el breve placer de una nota laudatoria o el perecedero resplandor de un triunfo que dura lo que una candelada de verano.

[…]

Tengo, eso sí, una fe profunda en la fuerza de los humildes. Sé que vendrán otros hombres y harán accesible el camino a los que vengan detrás de nosotros con idénticos anhelos. A ellos les tocará la vida limpia que no hemos tenido la oportunidad de vivir. Mientras tanto, es nuestro deber sostenernos firmes para no hacernos acreedores a su desprecio.

En los nombres de sus hijas, Carlos Arturo Truque también hizo evidente la trascendencia con la que vivió su vida. Nadezhda (esperanza, en ruso) fue puesto en memoria de la mujer que creó el sistema de bibliotecas públicas de la Unión Soviética y coordinó el diseño del sistema de educación pública de la Revolución, en el cual se educaron miles de estudiantes de todos los países del mundo. Leticia Colombia es una apelación al sentimiento nacional, como América lo es a la patria regional. Su esposa, la palmireña Nelly Vélez, fue su más leal cómplice hasta la muerte.



[1] Entrevista al Profesor Fabio Martínez, escritor, investigador y docente de la Universidad del Valle, en el programa Tiempo de Letras, una producción del Programa Editorial de la Universidad del Valle. En: https://www.youtube.com/watch?v=f2IIvcKdKwI (publicado el 19 de agosto de 2015).

lunes, 21 de octubre de 2019


53 años después
Así era la Carrera Primera de Quibdó cuando la quemó el incendio del 26 de octubre de 1966.
Foto 1: Fondo Nereo López, Biblioteca Nacional de Colombia.
Foto 2: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

¡Incendio, incendio, incendio! ¡Se quema Quibdó, se quema Quibdó! ¡San Francisco de Asís, amparanos y favorecenos! Eran los gritos de decenas de quibdoseños aterrorizados y despavoridos, corriendo sin rumbo alguno, regresando de afuera (lo cercano al río) hacia adentro (lo distante del río) del pueblo grande que era entonces Quibdó, cerca de la medianoche del miércoles 26 de octubre de 1966, para contarle a todo el mundo las dimensiones de la tragedia.

En lugar de nubes, en el cielo de Quibdó había llamas y humo. Las llamas eran descomunales arreboles de fuego puro, amarillo, rojizo, anaranjado, blancuzco, de volumen y extensión nunca antes vistos. Unas llamas tan encendidas que alcanzaban a iluminar los rostros de la muchedumbre entristecida que contemplaba –sin poder hacer mayor cosa para impedirlo- la desaparición de su propio pueblo engullido por el fuego. El humo era tan denso, tan gris (de un gris tan desconocido), tan negro (de un negro tan desconocido), tan blanco (de un blanco tan desconocido), que los niños no sabían si preocuparse por lo malo que alcanzaban a entender que era o dedicarse a contemplarlo como un milagro del cielo oscuro e iluminado a la vez, como cuando llueve y hace sol porque está pariendo la Diabla.

Quibdó en llamas, 26 de octubre de 1966. Abajo a la derecha, gente rebuscando entre las ruinas del incendio.
Fotos: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó
Las llamas iniciaron su avasallador paso por el almacén de Crescencio Maturana, ubicado en la parte sur de la Carrera Primera (Cabecera) y consumieron todo lo que encontraron hacia las carreras Segunda, Tercera y Cuarta (Yesquita) hasta la esquina de la Calle 25 con la Carrera Primera. El incendio duró hasta las 7 de la mañana del día 27. El espectáculo era dantesco, sólo escombros humeantes alteraban el triste panorama y unas personas apostadas en la zona miraban con tristeza en lo que habían quedado sus patrimonios después de tantos años de trabajo honesto”, contaba Carlos Díaz Carrasco, el Mono Díaz.

A esa hora de la mañana, los rescoldos todavía humeaban, las cenizas tiznaban las manos y las pequeñas brasas las quemaban. Adultos y niños rebuscaban entre las ruinas, porque ya varias personas habían salido felices, en medio de la desolación, celebrando con regocijo el hallazgo de una alhaja, de billetes que no habían terminado de quemarse, de objetos chamuscados que quizás todavía podrían tener algún valor, como un tenedor de mango labrado, al parecer de plata. Un niño de escasos cinco años, que venía desde Munguidocito a hacer un mandado, se agachó también a cavar en el suelo tibio, en la Carrera Segunda con Calle 25. Un peso y un centavo ($1,01) fue la fortuna que desenterró, distribuida en cinco monedas: una moneda de 50 centavos, dos monedas de 20 centavos, una moneda de 10 centavos y una moneda de 1 centavo, medio escaldadas; pero, en buen estado.

Monedas de la época del Incendio de Quibdó el 26 de octubre de 1966.

Mientras en la casa del afortunado niño aún estaban decidiendo qué comprar con las monedas, en tiempos en los que el salario mínimo era un poco más de 400 pesos, en las casas que habían sobrevivido al incendio y tenían radios de tubos -marca Philips casi todos- escucharon la alocución presidencial de Carlos Lleras Restrepo, quien se refirió al incendio como “gran catástrofe” y afirmó que revestía “todas las características de una tremenda calamidad” e invitó a todos los empleados del país, públicos y privados, a que destinaran un porcentaje de su sueldo de ese mes “para formar un fondo de ayuda a los damnificados de Quibdó, porcentaje que naturalmente debe ser más grande en los sueldos altos”. Lleras Restrepo informó al país que “cerca de una tercera parte de la población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones, los juzgados, etc.”.

¿Qué había ocurrido? Aún no se sabía, nunca se supo, ya jamás se sabrá. Lo único cierto es que el incendio comenzó en un almacén de propiedad de Crescencio Maturana (a quien llamaban a escondidas Burro de oro), donde vendían petróleo, pólvora, dinamita, juegos pirotécnicos y gasolina. Unos decían que por un cortocircuito. Otros dijeron que fue un accidente, bien porque una rata u otro animal tumbó una lámpara sobre recipientes que contenían gasolina; o porque la lámpara esa o una vela cayó sobre unas tablas impregnadas de petróleo y el fuego continuó hacia los galones de gasolina y demás elementos inflamables que allí había. Lo cierto del caso es que nada difícil le quedó a la candela seguir su curso, casa a casa, edificación a edificación, cuadra a cuadra, manzana a manzana.

Catedral San Francisco de Asís. Quibdó.
Foto: Julio César U. H.
Pero, resulta que 22 días antes, durante la Procesión de los Gozos Franciscanos, celebrada como parte de las Fiestas Patronales de San Francisco de Asís, al amanecer del 4 de octubre, un grupo de borrachos había alterado el ambiente de piedad y devoción religiosa con el que suele transcurrir este acto. De ahí que aún hay quienes atribuyen el incendio –sea cual fuere su detonante- a un castigo divino que la imaginación mágico-religiosa del pueblo llamó Cordonazo Franciscano y cuyo origen atribuyó a la maldición del cura de turno por el blasfemo desaguisado cometido por los borrachos.

Con castigo o sin castigo de San Pacho o de Dios o de ambos, a Quibdó había que reconstruirlo. De modo que tres meses después, el 25 de enero de 1967, siendo Manuel Mosquera Garcés Presidente del Senado, Misael Pastrana Borrero Ministro de Gobierno y Abdón Espinosa Valderrama Ministro de Hacienda y Crédito Público, el Presidente de la República, Carlos Lleras Restrepo, sancionó la Ley 1 de 1967,[1] por la cual se provee a la reconstrucción de las zonas devastadas por el incendio de Quibdó, y la ayuda a los damnificados por este mismo suceso. Los primeros seis artículos de la ley prescriben lo correspondiente al otorgamiento de créditos a los damnificados, por parte del Banco Central Hipotecario y por parte de bancos comerciales, cuando no se cumplan los requisitos para acceder a los primeros. El artículo 7° establece que “toda persona natural o jurídica que tenga interés en utilizar los créditos autorizados en la presente Ley, deberá presentar al "Comité de Coordinación Ciudadana", las respectivas solicitudes dentro de los plazos y condiciones que para tal efecto determine el Gobierno”.

Vista parcial y croquis del área de Quibdó destruida totalmente por el incendio del 26 de octubre de 1966.
Foto y plano: Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

Por otra parte, durante cuatro meses se cobró en el país un recargo, denominado “Pro-ciudad Quibdó”, del 10% en el costo de las boletas de entrada a espectáculos públicos, cuyo producido debía ser “consignado en la Tesorería General de la República, a órdenes del "Comité de coordinación ciudadana", según el artículo 8° de la Ley 1 de 1967. Así como (Artículo 9º), se destinó “la suma de treinta millones de pesos ($ 30'000.000.00), para la construcción de un edificio donde funcionen las dependencias nacionales, departamentales y municipales de Quibdó y para la adquisición de los terrenos y edificios necesarios para la remodelación y reconstrucción” de la ciudad. A los contribuyentes damnificados por el incendio se les concedieron beneficios tributarios, tales como plazos de gracia, rebajas y exoneraciones (artículos 10, 11 y 12 de la Ley).

Esta ley creó el Fondo pro Remodelación de Quibdó, en el cual se sumaron el aporte nacional ordenado en la misma; las contribuciones y donaciones de entidades públicas y privadas y de personas naturales para ese fin, el producido de la cuota de recargo y toda partida presupuestal que posteriormente fuera apropiada. Este fondo tendría una duración de dos años, prorrogable por uno adicional, a criterio del Presidente de la República. Un Comité de coordinación ciudadana, nombrado por el Gobierno Nacional, fue el encargado de administrar el Fondo en todos sus aspectos.

Vista actual de las casas de la llamada Remodelación de Quibdó,
construidas a raíz del incendio del 26 de octubre de 1966.
Fotos: Julio César U. H.
De todo esto quedaron las casas igualitas de La Yesquita y el centro de Quibdó (carreras Primera y Segunda), hoy bastante deterioradas, que los quibdoseños viejos siguen llamando La Remodelación. En esas casas fue donde por primera vez hubo timbres en Quibdó, para llamar a la puerta. en lugar de tocar con los nudillos y gritar tun-tún a viva voz. Así mismo, quedó Codechocó, que fue creada como Corporación nacional para el desarrollo del Chocó, en 1968, para encargarse de la remodelación que había empezado el Fondo creado en 1967; y, por supuesto, quedó el Malecón, originalmente construido durante la gobernación de Esteban Caicedo Córdoba e inaugurado 7 u 8 años después del incendio.

A la parte del malecón adyacente al Palacio Episcopal o Convento aún hay gente que la llama El Quemado, así como todavía hay quien habla del Puerto Platanero para referirse a la sección del malecón situada al sur de la desembocadura de la Calle 25 en la Carrera Primera; y hay quienes hablan de La Cabecera, para referirse al punto donde termina la actual Plaza de Mercado, en donde sale una callecita de cascajo que viene del Puerto Arenero. El edificio principal  de esta plaza fue una donación de la Gobernación de Antioquia a Quibdó, a raíz del incendio, y se ubica al frente del actual búnker de la Fiscalía, que ocupó el lugar en el que -pocos años después del incendio- fue construido y funcionó el Instituto de Mercadeo Agropecuario, Idema, uno de los tantos institutos descentralizados que creó Lleras Restrepo, y que durante mucho tiempo fue un alivio para la economía doméstica de los quibdoseños, por los bajos precios a los que se vendían artículos como arroz, aceite, leche en polvo, azúcar, fríjoles, lentejas, etc. y uno de los primeros lugares de Quibdó en donde se pagaba en cajas registradoras, una de las cuales, la más eficiente, era atendida por la siempre amable y colaborativa señora Juanita Moldón.

Quibdó 2019.
Foto: Julio César U. H.
Douglas Cujar Cañadas, Arquitecto y Gestor Cultural quibdoseño, afirmó alguna vez que “el incendio de Quibdó, del año 1966, no solo borró de un tajo una linda y respetada arquitectura caribeña, sino que desapareció unas bellas tradiciones de un conglomerado social lleno de valores”. 53 años después de aquel incendio descomunal, Quibdó camina hacia su ruina estética, cultural, histórica, arquitectónica y patrimonial, en medio de un tráfico de inmarcesible locura y una ausencia total de gobernanza y ordenamiento territorial.

Y para un mal como este, sí, ningún fondo pro remodelación de la ciudad existe ni existirá…




[1] El texto completo de la Ley 1 de 1967 puede consultarse en: http://www.suin-juriscol.gov.co/viewDocument.asp?ruta=Leyes/1556064


lunes, 14 de octubre de 2019


Alabaos
★Foto: Julio César U. H.
Lámparas de querosín cuya llama baila y humea sobre repisas en los rincones de la sala o velas que chisporrotean con el mínimo movimiento del aire denso o débiles bombillos tan escasos en vatios como en luz, iluminan la sala y sirven de referencia visual a quienes están en el corredor o en el patio de la casa, adonde llega de cuando en cuando poca o mucha brisa, según la época, desde la orilla del río silente. Discurre apacible el río, testigo de la vida y de la muerte, que en sus orillas son los acontecimientos cotidianos desde que el mundo es mundo en estos rincones de la selva adonde vinieron a parar huyendo de la inhumanidad y buscando su propia vida, su propio destino, su propia paz, su propia humanidad. En el centro de la escena está el difunto, ya casi ido de aquí e iniciando su viaje hacia allá, presidiendo la tumba en cuya preparación se esmeraron todos, rodeado de velas que le alumbren el camino y le alcancen la piedad divina, con un vaso de agua de fácil acceso, de modo que no sea la última sed de su vida la que lo vaya a detener en este paso inevitable para animarlo al cual todos han venido a despedirlo.

Foto: Julio César U. H.
Son noches largas, como el río en cuya orilla transcurren. Noches con estrellas y luz de luna, unas veces; otras veces con tempestades y oscuridad. Pero, siempre, son noches llenas de gente con las mismas dudas y con las mismas preguntas que sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos, sus madres, sus abuelas, sus tatarabuelas, sobre la vida de acá y la muerte más allá de donde la vista alcanza a ver; preguntas y dudas que han pasado de una generación a otra casi intactas o con respuestas bastante parciales, desde hace por lo menos dos siglos. Son noches guiadas por solidaridades genuinas y tristezas verdaderas, unas y otras nacidas de las honduras emocionales de estos seres y de estas comunidades que encontraron en el parentesco extendido y en la vecindad fraternal suficientes motivos para vivir como viven la muerte de sus miembros; desde antaño, desde las noches de insomne esclavitud, cuando encontraron en la muerte la única forma de libertad, porque permitía el regreso del alma a aquellos sitios de donde nunca los cuerpos debieron haber salido.

Y por eso son noches que deben ser vividas en su totalidad, segundo a segundo, minuto a minuto, para que no mengüe su eficacia de acompañamiento temporal y espacial a quien irremediablemente se está yendo de este mundo y por eso mismo se le debe ayudar a partir tranquilamente, levemente, sin más penurias que las de la misma muerte. A este propósito sirve el conjunto de la escena: rituales, cánticos, rezos y demás formas de compañía y auxilio para la partida actúan de modo sinérgico con el fin de remover del camino del difunto cualquier cosa que obstaculice o impida su marcha definitiva, incluyendo las lágrimas y el desconsuelo infinito de sus deudos, la ausencia del pariente que se fue lejos hace tantos años y quizás no alcance a llegar ni al entierro, la catanga de pesca que no alcanzó a revisar, la ropa que no alcanzó a lavar, la azotea que no terminó de desyerbar, los hijos que no alcanzó a terminar de criar, la silla Mariapalito que se le quedó sin ajustar, los amores imposibles que no pudo concretar… Al fin y al cabo, por lejos que vaya, de la memoria de su gente nunca desaparecerá y de pronto su viaje sea más largo de lo que se piensa y su itinerario tenga como destino el lugar de origen de los ancestros primeros, al otro lado de ese océano que a veces no se conoce ni en los mapas. Caso en el cual, ¡albricias!, les llevaría noticias de acá a esos que viven más allá y que ni siquiera sabían de la existencia de los de acá.

Tumba. Puesta en escena en el Encuentro de Alabaos,
Gualíes y Levantamiento de Tumbas,
Andagoya (Chocó), agosto 2017.
Foto tomada de Twitter:
@FestivAlabaos
Por eso, para que el difunto se sienta realmente acompañado y no abandonado a su suerte, exánime ahí entre su ataúd, son necesarios los murmullos de las charlas íntimas o de las conversaciones tejidas entre quienes hace tiempos no se ven; las risas e imprecaciones de quienes afuera toman tinto o aguapanela con limoncillo o con jengibre, beben biche o aguardiente anisado y cuentan chistes o juegan dominó; y los ronquidos asordinados de quienes se quedan dormidos en la madrugada y se entregan al sueño ahí mismo en la silla o en la banca en donde están sentados, como los niños hace horas lo hicieron en la cama de sábanas que en el piso les tendieron para el efecto. Es la vida transcurriendo al pie del ataúd que preside la tumba ritual de quien de la vida debe terminar de marcharse del todo, so pena de quedarse vagando atormentado por todos los rincones y momentos a los que ya no pertenece y a los cuales, si no se va, terminará perturbando con su tormento. Una tumba que, cumplida la novena noche, será levantada ceremoniosamente, marcando el punto y la hora de la despedida definitiva, del adiós para siempre de aquel que solamente desde el más allá podrá seguir siendo parte de los de acá.

Y quizás por eso, porque se trata de evitar que esta alma querida se convierta en una simple alma en pena, el silencio en el velorio solamente es total cuando -llegado el momento- murmullos, voces y ruidos de acompañamiento se transforman en rezos salmodiados y responsoriales, entonados de corrido por rezanderos de vieja data, que nacieron para el oficio cuando aún se hablaba latín en las misas y responsos, cuando los curas todavía hablaban, regañaban y maldecían en aquel español de España tan incomprensible como llamativo para la gente. Cada rezandero con su propia cadencia, cada rezandero con su propio latín, cada rezandero con su propia entonación; todos los rezanderos con el mismo sentimiento, con la misma intención de acercar al difunto a lo sagrado por la mediación de cada oración repetida y desgranada en su vieja camándula desgastada, con los ojos entornados de la misma manera, con el mismo énfasis en el amén, con el mismo porte de ministros religiosos por obra y gracia de su gente y únicamente para el servicio de su gente.

Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), octubre 2019.
Foto: Norma Londoño - Jamitah Encendida.
Terminado el primer rezo, cuando han transcurrido tres horas largas después del último vestigio de luz del crepúsculo, el silencio se agiganta hasta volverse descomunal, y se sacraliza hasta hacerse imponente y majestuoso. Acontece entonces el primer canto de alabao de la noche, transportado hacia el infinito por una voz inefable, usualmente más de contralto que de soprano y con el tono de un ángel del coro celestial a quien la noticia de la muerte hubiera apesadumbrado. La solemnidad del canto aumenta y su volumen total alcanza a llenar cada rincón del monte en la noche de velorio, apaciguando a las sierpes, conteniendo al demonio, adormeciendo a las fieras, cuando a la tesitura fina de la solista se suman los vibratos y falsetes naturales de un coro responsorial, casi siempre de mujeres, algunas veces incluyendo uno o dos hombres. Solista y coro forman entonces una armonía que hace aún más suntuosa la elegía, capaz de sosegar hasta las más hondas tristezas y de mitigar el dolor colectivo con los melismas improvisados de sus voces, que impregnan de sobrenaturalidad, de misticismo, cada recoveco del alma de quien escucha, hasta conmocionarle el ser y estremecerle la vida. Viajando a placer por la escala tonal, la armonía de voces -en perfecto contrapunto- resuena sobre la inánime humanidad del difunto, vibra sobre la superficie del cuerpo rígido para seguirlo guiando por el camino hacia su viaje definitivo, como lo había empezado a hacer el rezo; de modo que se vaya desprendiendo, nota a nota, estrofa a estrofa, de los rescoldos del ánima que aún le quedan y que lo sostienen aún en esta orilla donde sus ojos vieron por primera vez la vida y donde ahora, cerrados para siempre, acaban de verla por última vez y empiezan a acceder a los misterios de la muerte.

Foto: Julio César U. H.
Los alabaos, cantos fúnebres de los pueblos negros del Chocó, son los mismos arrullos y romances del Pacífico Sur de Colombia y de su extensión hacia Ecuador (Esmeraldas y Manabí) y Perú (Lambayeque, Piura, Yapatera, Chincha, Cañete). Nacieron de adaptaciones libres hechas del canon y del cantoral católico de las misas de los difuntos y de los santos; del triduo pascual de la Semana Santa, con énfasis en los tormentos y en las tristezas del día de la muerte de Jesucristo, que es el viernes santo, y de su resurrección el sábado santo a la medianoche; de las celebraciones a la propia madre de Dios, la Virgen María; y de las versiones populares del misterio completo de un Dios que es -a la vez- uno y trino; que mora en el cielo, pero que también fue niño y adulto en la tierra y, como la gente, tuvo familia y parientes.

De allí que los alabaos, en conjunto, incluyendo los gualíes, que son el equivalente cantoral para los velorios de niñas o niños; los romances, que relatan pasajes bíblicos o relatos doctrinales completos, con intenciones de catequesis o recordación de tiempos litúrgicos especiales, como la Navidad o las fiestas del santoral; las salves, dirigidas a esos grandes amigos de la gente que son los santos y a la Virgen como gran protectora; los santodioses, hechos más como antífonas de invocación del poder divino, de su fortaleza y de su inmortalidad; sean una especie de síntesis doctrinal del catolicismo, de autoría más o menos colectiva y de funcionalidad litúrgica renovada y adecuada a sus necesidades por las propias comunidades; asignando a cada género una funcionalidad y un escenario precisos, en el ritual correspondiente.

Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), agosto 2017.
Foto tomada de Twitter: @FestivAlabaos
Sus letras son básicamente paráfrasis de cosas escuchadas, cantadas y, así sea en escasas ocasiones, también leídas en misales y catecismos o en la biblia; interpretaciones y reinterpretaciones, adaptaciones o nuevas versiones de relatos bíblicos y de lecciones doctrinales; pero, en clave de pueblo, en clave de comunidad e incluso en clave de parentela. Por ello, los alabaos conservan algunos rasgos que les dan originalidad y permiten diferenciarlos de las composiciones vernáculas del cantoral oficial de la liturgia romana, tales como su ritmo narrativo constante, que incluye la definición de personajes y la presentación de una historia, cuyo desenlace por lo general es positivo; y su cercanía en el trato a los personajes sagrados: Isabel no es tanto santa como prima de María, quien, además de ser la Virgen por antonomasia, es la mujer de San José, y llora por su hijo, como madre que es; así como Jesús tiene sus primos y su familia en Belén y también se entristece -y hasta llora- cuando sabe que se va a morir…

Tan rico acervo literario, religioso, coral, musical, poético, doctrinal y teológico no fue creado en un solo momento dado o estático. No. Nació sincrónicamente con el nacimiento de lo negro como autorrepresentación. Fue surgiendo simultáneamente con las nociones de familia y de parentela, el sentido de grupo, de comunidad y de pueblo; en un proceso que comenzó en los escenarios de adoctrinamiento religioso de las víctimas originales de la trata transatlántica, que a duras penas entendían lo que estaba ocurriendo y lo que les estaban diciendo; y se fue desarrollando paso a paso, estirpe tras estirpe, generación tras generación, de modo continuo, como parte del bagaje común que aquellos seres -que originalmente ni siquiera se conocían entre ellos- fueron instaurando y compartiendo como marcas o mojones simbólicos de una identidad que paulatinamente fue deviniendo en identidad común y compartida, fruto de su construcción colectiva, de la valiente reinterpretación de su sometimiento y su resignificación en la convivencia y la familiaridad como emblemas de libertad.

Foto: Julio César U. H.
Proscrito históricamente de los espacios oficiales de la religión, el alabao halló refugio en el único escenario íntimo y privado, propio y autónomo, por fuera del control de los propietarios de los entables y de las haciendas: los ritos de muerte. Ritos estos que, leídos desde el dolor y la resistencia, fueron construidos paso a paso, escena a escena, ritual por ritual, como un estricto protocolo de despedida para quien viaja hacia la eternidad y, de ese modo, se libra de los males de acá y puede regresar allá; como una especie de ceremonia de paso, durante la cual la profundidad del canto eleva las almas, incluida la del difunto, al plano de lo sacro, de lo desconocido, del más allá. De manera que el difunto es guiado por el camino hacia su viaje definitivo por las sendas del misterio mediante los rezos y los alabaos, que son, todo en uno, elegía, letanía, salmo, coro responsorial, expresión pública de fe, manifestación de esperanza, narración de deseos colectivos, búsqueda de libertad y de trascendencia de quienes fueron privados de aquella por la fuerza y reducidos a nada para impedirles ser algo más que fuerza de trabajo.

El querosín de las lámparas se ha agotado. Solamente queda una que medio alumbra, con una llama que se aferra a la humedad remanente de la mecha y contraría al viento frío de la madrugada. De las velas solamente quedó la mancha aceitosa de su presencia sobre la madera, con excepción de los cirios custodios del ataúd, que apagarse no pueden, pues el difunto perdería el rumbo en la oscuridad. El rezandero ha terminado con un latinajo bien echado en medio de la penumbra, que todos repiten con voz de recién despertados en las sillas y bancas en las que, desde el sueño, acompañaron toda la noche. La cantadora eleva hasta el infinito el último Santo Dios del velorio, que despierta a las criaturas en el monte y en el río, que sobresalta a los niños cobijados por el frío. El coro responde. La armonía se completa. La solemnidad impera, cuando el sol empieza a asomarse y todos irán saliendo, poco a poco, por tandas, para no dejar nunca solo al muerto, a bañarse y a cambiarse para el entierro, a quitarse de encima la incertidumbre, para revestirse con la certeza de que aquel ser bien querido ahora está bien ido.

Foto: Julio César U. H., octubre 2019
Dios que es santo, Dios que es fuerte, Dios que es fuerte e inmortal, tienda su mano y acoja al hermano que en la caja de madera inerte yace, exánime en su oscuridad. Y María, su mamá también nuestra, que conoce el dolor de ver morir a un hijo, interceda por él, lo acoja y lo acompañe, su mano le tienda y le sirva de guía. Amén.

Para Héctor Emilio Rodríguez Aguilar 
y todo el equipo organizador del Encuentro anual
de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de  tumbas, en Andagoya, Medio San Juan, Chocó.
Gracias por ayudar a mantener con vida los ritos de muerte de nuestra gente.






lunes, 7 de octubre de 2019



Pola La Ola

Andes. Foto: Julio César U. H.
Pola La Ola era una ola verde como el pacífico mar del cual formaba parte en la Ensenada de Utría.

Pola La Ola era una ola muy risueña y juguetona, que acostumbraba ser muy hospitalaria, tanto con los bañistas como con los pescadores y los navegantes.

Pero también Pola La Ola era muy soñadora y aventurera. Y por eso decidió un día irse detrás de un barco que tuviera como destino la Costa Azul, pues ella había oído decir a otras olas viajeras que allí todas las olas eran azules.

Pola La Ola salió, pues, rumbo hacia la Costa Azul, prendida de la popa de un Trasatlántico que pasó por la ensenada un viernes al atardecer.

Pola La Ola se despidió de sus hermanas con risas y abrazos suaves, miró hacia las playas de Nuquí y se fue con su alegre nostalgia de viajera feliz.

Cuando habían pasado muchos días, después de muchas olas desconocidas que fue saludando al paso, en una noche tibia y estrellada, Pola La Ola, con su verde presencia, avistó la Costa Azul. Allí, ayudada gentilmente por la luna, pudo ver que, efectivamente, en la Costa Azul todas las olas eran azules.

Las azules parientas de Pola La Ola reaccionaron de diferentes maneras frente a la verde presencia de Pola La Ola. Unas se enojaron y la trataron como a una intrusa y hasta quisieron echarla provocando una subida de la marea transparente donde el Trasatlántico acababa de atracar. Otras se diluyeron, indiferentes, en el conjunto azul de su pequeña ensenada, como una muestra de su malestar.

A unas y a otras, sus azules hermanas las convencieron, con argumentos líquidos y saladas ternuras, de que no tenía nada malo que una ola verde, tan bonita como Pola La Ola, fuera a visitarlas desde tan lejanas e históricas tierras.

Hechas las paces con todas las olas azules de la Costa Azul, la ensenada se hermoseó con el matiz novedoso de Pola La Ola. Sus nuevas compañeras se sorprendieron por la belleza del conjunto. Inclusive, algunas, las más adultas de la familia, se alzaron rizadas y encopetadas para ver su hogar desde arriba. Fue tal la belleza que las impactó que, agitadas, recogieron sus crestas velozmente y llegaron con la propuesta unánime de nombrar a Pola la Ola como la Reina de las Olas de la Costa Azul.

Todas aprobaron la idea con sus espumosos aplausos blancos y leves. Pola La Ola aceptó tan bello y gratificante nombramiento. Y desde ese día Pola La Ola es la reina verde de las olas azules de la Costa Azul, donde sólo pueden verla, como una diminuta franja móvil, juguetona y risueña, ¡toda una hermosura!, quienes lleguen con los ojos cargados de sueños e ilusiones, en los anocheceres tibios y estrellados, cuando la luna alumbra los amores verdaderos de los hombres y mujeres que aman la libertad.