lunes, 25 de mayo de 2020


4 voces chocoanistas
Río Atrato, 2020. Foto: Julio César U. H.
El esplendor del Chocó, y de Quibdó en particular, durante la primera mitad del siglo XX y hasta principios de la década de los años 1960, se marchitó. Se extinguieron las voces claras, enérgicas y comprometidas que habían enarbolado una bandera chocoanista ante la Nación colombiana y propuesto caminos de solución para conducir a la región a estadios mayores de humanidad, de bienestar, de equidad, de inclusión.

El Guarengue presenta cuatro ejemplos de la época, cuatro voces de aquellos tiempos. Veinte años antes de que el Maestro Miguel Vicente Garrido convierta este sentimiento en himno de la chocoanidad inconforme, un alcalde provincial plantea de modo contundente que “el Chocó debe obrar su propia redención” y que ya llegó la hora de hacerlo. Uno de los gobernantes más pulcros y progresistas que ha tenido el Chocó se refiere a la incomunicación vial como pecado máximo de Colombia hacia el Chocó. Y las reconocidas voces de dos de los más grandes parlamentarios de la región y del país, que en su momento ocuparon todo el escenario del Congreso de Colombia.


“Mis 41 años de vida me han enseñado la tristísima lección de que el Chocó es el hijo bastardo de Colombia, así de los ciudadanos del país como del gobierno central. Yo estoy convencido de que, para el gobierno central, el Chocó, nosotros, constituimos una fastidiosa carga. En consecuencia, he llegado tras mucho pensar a la tristísima conclusión de que el Chocó tiene que obrar su propia redención. He llegado a la hora (para mi es ya llegada) de dejar a un lado sentimientos quijotescos y pensar seriamente en presentarnos a labrar nuestra propia suerte. La naturaleza sabia y pródiga, nos legó un hogar rico más allá de toda concepción para Colombia… Yo propongo sencillamente a mis hermanos del Chocó, a su gobierno, así al actual como a los futuros, el desarrollo de una política intensa y firmemente nacionalista, dentro de la unidad nacional. Es decir, que trabajemos arduamente nosotros los del Chocó por el Chocó y para el Chocó”.

Sergio Villa Valencia, Alcalde Provincial del Pacífico. ABC, enero 3 de 1935.


“En efecto, el pecado máximo de la república es haber mantenido los territorios nacionales en el mismo estado de absurda incomunicación que durante la colonia; y, entre ellos, especialmente el Chocó, cuya vecindad a Panamá, cuyas posibilidades de un canal interoceánico que atraen sobre él las miradas voraces de las grandes potencias, y cuya prodigiosa riqueza platinífera y aurífera hacen más inexplicable y peligroso este abandono”.

Adán Arriaga Andrade, Intendente Nacional del Chocó. ABC, agosto de 1934.


“Me encumbré en los escaños del Congreso para hacer del Chocó un departamento al igual que Antioquia, Caldas y el Valle del Cauca; pero quiero denunciar a la madre Colombia que estos hermanos son injustos: del Chocó sólo se acuerdan para limitarlo en territorio y acrecentarse ellos, en vez de invadir a su hermano con el pito de las fábricas, con el mugido de sus ganados y con el oro verde de la energía eléctrica”.

Diego Luis Córdoba. Discurso pronunciado en
su homenaje a los treinta años de ejercicio parlamentario.[1]



“En el Chocó, por lo menos más de cuatro ríos han sido alterados en su curso; mueren constantemente ciudadanos colombianos porque las dragas atraviesan cables de acero en los ríos, que caen sobre los champanes y las compañías no pagan esas vidas.  Destruyen la riqueza agrícola, porque, para poder trabajar, las grúas tienen forzosamente que remover la tierra y entonces, honorables representantes, las riberas de los ríos chocoanos que estaban antes poblados de pequeños mineros, se encuentran hoy desolados, únicamente con las montañas de piedra que van dejando las dragas al paso de su poder arrasador”. 

Ramón Lozano Garcés.
Intervención como Representante a la Cámara en la sesión
del día 4 de agosto de 1959, “La situación minera del país”.[2]



lunes, 18 de mayo de 2020


Una intendencia y dos comisarías 

Entre junio de 1911 y julio de 1915, el territorio del actual Departamento del Chocó estuvo conformado por la Intendencia Nacional del Chocó, la Comisaría de Juradó y la Comisaría de Urabá; estas dos últimas creadas mediante el Decreto Nº 540, del 7 de junio de 1911, expedido por Carlos E. Restrepo como Presidente de la República y Pedro M. Carreño, como Ministro de Gobierno, con áreas segregadas del Chocó, principalmente, y con una pequeña porción de Antioquia.

En julio de 1915, habiéndose percatado de que la creación de las comisarías de Urabá y Juradó no había contribuido realmente al logro de los fines originales de incrementar el poblamiento y propiciar el desarrollo en estas zonas apartadas, el gobiernos nacional puso fin a la medida. El ordenamiento político-administrativo fue modificado nuevamente y a la Intendencia Nacional del Chocó se le reintegraron las partes de su territorio que habían sido segregadas para delimitar las comisarías.

En ambos casos, la colonización y el poblamiento se aceleraron años después. En la década de los años 1930, con patrocinio económico y logístico del gobierno central, se promovió la creación de la Colonia Agrícola de Bahía Solano (1935), en el Pacífico chocoano. En los años 1950, el gobierno de Antioquia promovió la colonización de su parte de Urabá, con fines de fortalecimiento de la industria bananera; mientras que un misionero claretiano promovió la colonización, por parte de cordobeses y antioqueños, del sector chocoano de esa región, en los años 1960.

El territorio delimitado para la Comisaría de Urabá era básicamente el que rodeaba el golfo del mismo nombre. El Municipio de Acandí fue establecido como su capital y a él se adscribieron los corregimientos de Titumate, Turbo y Necoclí. El Censo de 1912 reporta para esta comisaría un total de 6.476 habitantes, 5.000 de los cuales son “salvajes”, que es la categoría con la cual el censo registró a los indígenas “no civilizados”; el dato de cuya población podía ser consolidado por la autoridad local con base en observaciones propias e informaciones de pobladores, y oficializado mediante una comunicación formal dirigida a la organización censal y a las autoridades regionales y nacionales. Los otros 1.746 habitantes corresponden a la población del Municipio de Acandí y sus tres corregimientos, en los cuales hay 799 hombres y 677 mujeres.

La Comisaría de Juradó, por su parte, abarcaba la Costa Pacífica Chocoana. Incluía dos municipios: Pizarro, con los corregimientos de Cuevita, Arusí y Nuquí; y Litoral, con los corregimientos de Nabugá, Gella y Juradó. Como capital, se fijó inicialmente al propio poblado de Juradó; pero, como lo informa el Censo General de la República de Colombia levantado el 5 de marzo de 1912, “por dificultades de localidad, la capital reside temporalmente en Pizarro” [1]. Esto es, que resultaba más fácil llegar a Pizarro que a Juradó y, por tanto, era más práctico administrar la Comisaría desde allá y no desde aquí.

En el Censo de 1912 [2], se registra una población de 8.207 habitantes para la Comisaría de Juradó: 5.657 en el Municipio de Pizarro y sus corregimientos (2.844 hombres y 2.813 mujeres); 1050 habitantes en el Municipio del Litoral y sus corregimientos (540 hombres, 510 mujeres); y 1.500 “salvajes”, cuya discriminación por sexo no presenta el censo, seguramente por la manera en la que fue, como se indicó antes, calculado el dato.

En el mismo censo, Quibdó, capital de la Intendencia Nacional del Chocó, tiene 15.756 habitantes: 7.566 hombres y 8.190 mujeres. La población total de la Intendencia es de 68.127 habitantes: 58.127 habitantes en las poblaciones de Quibdó, Bagadó, Riosucio, Carmen, Neguá, Istmina, Tadó, Baudó, Nóvita, Condoto y Pueblorrico [3], de los cuales 30.892 son mujeres y 27.235 son hombres. Los 10.000 habitantes restantes aparecen clasificados como “irreductibles”, otra categoría similar a “salvajes”, en referencia a los indígenas que no han podido ser reducidos por autoridades civiles y misioneros a través de internados indígenas.

Juradó: https://es.wikipedia.org/wiki/Comisar%C3%ADa_de_Jurad%C3%B3

Fomentar el poblamiento y desarrollo de zonas apartadas de la Intendencia del Chocó, como la Costa Pacífica y el Darién, fue el propósito principal del gobierno nacional con la creación de las comisarías de Juradó y Urabá. Esto incluyó, en el campo económico, promover con mayor ahínco la siembra de plantaciones de banano con fines de exportación, en el territorio de la Comisaría de Urabá; y de arroz, coco y cítricos en la Comisaría de Juradó, en donde además se aspiraba a que la población incursionara en la pesca a gran escala, con fines comerciales. Para ello, desde Bogotá son nombrados los llamados Agrónomos Nacionales, quienes vienen con la misión de diseñar y establecer con la población planes agrícolas y pecuarios, así como de aprovechamiento forestal y pesquero, según las directrices trazadas por los ministerios nacionales. José M. Torres Herrera y Alberto Nanclares son dos de aquellos agrónomos, que en la década de los años 1930 recorrieron estos territorios diagnosticando, planificando y brindando su asesoría a los agricultores y pescadores.

La creación de las comisarías de Juradó y Urabá apuntaba también a fortalecer el sentido de patria y de nacionalidad entre colombianos que vivían lejos de Quibdó y aún más de Bogotá, pero muy cerca de Panamá, de la recién perdida y aún no plenamente lamentada Panamá. De allí que fuera una práctica frecuente entre los policías de los pequeños destacamentos presentes en dichas zonas empezar y terminar el día izando la bandera y entonando el Himno Nacional. Esta labor simbólica sería complementada, sin falta, por los maestros que llegaban hasta esos lugares a llevar los conocimientos básicos de la ciencia, los principios y dogmas de la religión, y los denominados valores nacionales; así como por los misioneros que cada cierto tiempo pasaban por estos lugares administrando sacramentos pendientes.

“Hacer patria” se llamaba a ese conjunto de acciones materiales e inmateriales con las cuales se reafirmaba la soberanía colombiana en tierras que –en la mayoría de los casos– ni los gobernantes regionales conocían. El conjunto incluía, mal que bien, conocer y atender las necesidades de la gente, así como ayudarlos a materializar sus proyectos de vida y convertirlos en parte de un proyecto de Nación. Quizás hoy también falte “hacer patria” en sitios como Pizarro, Nuquí, Bahía Solano, Juradó y Acandí; por no mencionar los otros veinticinco municipios que hoy conforman el Departamento que sucedió a la antigua Intendencia del Chocó.



[1] Censo General de la República de Colombia levantado el 5 de marzo de 1912, presentado al Congreso en sus sesiones ordinarias de 1912 por el Ministro de Gobierno Doctor Pedro M. Carreño. 

[2] Ibidem.

[3] Pueblorrico es actualmente Pueblo Rico, un municipio de Risaralda.

lunes, 11 de mayo de 2020


El Chocó
Gonzalo Arango con el poeta popular chocoano Blas María
y una mujer llamada Andrea, en Quibdó, 1965.

Foto: René Orozco Echeverry.

Por Gonzalo Arango [1]


(Fragmento) 

En Condoto quedaba toda la tristeza del mundo. Juré volver algún día, si algún día yo fuera Dios para redimirlos, pero como ser Dios no está en mis planes, por eso nunca volveré. Por desgracia, a diez kilómetros de su miseria hay una mina que podría redimirlos: ¡su mina! Pero las dragas de La Chocó Pacífico escarban día y noche en busca de las esquivas chispas del infierno: el platino. Y mientras los negros tosen tuberculosis y se entierran vivos en los socavones, el amo se despereza, desayuna con un vaso de whisky, y arroja tres maldiciones en inglés: una contra la lluvia, otra contra los zancudos, y la otra contra el negro maldito de su destino.

Poco antes de que Dios hiciera el sol y la luna, era ya de noche y llovía sobre el Atrato. Río caudaloso que cruza la selva, uno de los más hondos del mundo. Arrastra en su cauce la belleza más fabulosa y la miseria más horripilante: paisajes paradisíacos, leyendas de dioses muertos, razas sumergidas en la noche inmemorial.

El Atrato se hace caudaloso en Lloró, donde se le derrama un río de lágrimas: el Andágueda. De allí hacia el norte, el río antropófago se devora con una sed insaciable la vida de medio país, mil afluentes que multiplican sus aguas, para desembocar exhausto y torrentoso en el Caribe, preñando de agua dulce la Bahía de Colombia en el Golfo del Darién, esa violación profunda y azul del Atlántico que, muerto de sed de tierra, se traga un vasto territorio de selva virgen con el insaciable lamido de sus olas.

Sentado en un balcón que da sobre el río, a media noche, oigo su silencio. El Espíritu de Dios baja sobre las aguas, o tal vez canta. Cuando el Espíritu de Dios duerme, sobre el río se desliza furtivamente el silencio. Sobre este silencio, aumentado por la quietud aterradora de la selva, como un ferrocarril de agua, susurra el remo solitario de una piragua piloteada por un pescador negro, o por un cholo ebrio de chicha perdido en la noche, sin saber si la corriente baja, o sube, o se estancó. Tal es la quietud. Pero el cholo se orientará por el latido de su sangre, por la memoria casi borrosa del lejano y milenario imperio de donde vino, aguas oscuras, aguas al fondo de la prehistoria, hacia el origen remoto y olvidado de sí mismo.

La vida del Chocó está formada de oscuridad y tormentas como en el Génesis. El soplo luminoso de Dios no ha maldecido aún el barro del que engendró el espíritu. Por eso, este terrón tenebroso de selva es un vestigio del paraíso que sobrevive a la maldición divina, y conserva su primitiva inocencia.

Fieros rayos acuchillan el cielo y cae la lluvia. El aguacero puede durar días y noches o no terminar nunca. Da la sensación de que el cielo aplastara la tierra, y uno se pregunta: “Dios mío, ¿de qué misterio vengo, será acaso del misterio de tu olvido? Y, hacia qué región del misterio va mi ser, ¿será también hacia la nada de tu olvido cósmico?”.

Me incliné sobre la baranda podrida que da al río, y miré al fondo. Tal vez allá encontraría la respuesta, o tal vez no. Nada era verdad: el río y yo éramos parte del misterio de Dios.

Página de la revista Cromos con la publicación
de El Chocó, de Gonzalo Arango, julio 1965.
La lluvia silencia el dolor de los hombres y ahoga sus sueños. En la orilla lejana, como un fuego fantasma, titila la luz de un pescador. O ¿será un pez estrella que salta hacia su origen divino? Súbitamente la luz desaparece en las aguas.

Llega la mañana, mezcla de perfume de selva y avara luz de sol. Entonces la orilla se convierte en un alegre festival sobre el barro: piraguas de cholos que se embarcaron en la selva hace días y noches navegando aguas abajo, bajo un torrente de lluvias o un torrente de estrellas, y ahora atracan en la orilla pestilente con sus racimos de frutas, jaulas de pájaros, micos salvajes, collares de finas almendras, amuletos de dioses, arcos y flechas envenenadas, calabazas de chicha, y fuera de venta, hermosas cholas semidesnudas que cubren sus senos con collares, y se maquillan con tinturas vegetales. Por su parte, la negramenta aporta al mercado enormes racimos de plátanos, plateados manojos de peces que chapotean agonizantes en las canoas.

A medida que el sol se despliega en el cielo y brilla nítido entre las nubes, en el mercado acuático los negros despliegan sus sonrisas blancas en un alegre alboroto de ofertas y demandas, con un pie en las canoas y otro en el barro. Y tres razas que viven del río se mezclan en la orilla en busca de alimento, como animales anfibios.

En el malecón alquilo una canoa y subo por el río rumbo a la selva. Avanzo algunos kilómetros bajo un sol de candela y atraco en “Pueblo Mugre”. Paso el día charlando con bellas nativas y soy feliz. El sol se pone en la curva de la selva, cae la noche. Como hemos bebido dos calabazas de chicha que compramos a los cholos, me siento un poco borracho y sin ganas de regresar. Uno de los nativos me ofrece una estera para dormir, y en la cocina huele a pescado. Me quedo. Asoman las primeras estrellas. Purifico mi alma de racionalismos amargos, mis últimos gusanos de ciudad. Morirán en mí, poco a poco, mientras yo resucito. Ya mueren, los oigo morir, pues no soportan esta dicha. Mi cuerpo será un templo y en él preparo los altares de los nuevos dioses. La noche será un dios. Libre de la servidumbre mental, me desnudo como una fruta y reclamo un sitio bajo las estrellas, entre los árboles. Florezco de amor al mundo, a los reinos eternos de la naturaleza. Soy súbdito de esos reinos. Me tiendo sobre la tierra y la oigo germinar como un vientre. Es el amor de Dios quien la fecunda. Soy hijo natural de ese amor. De cara al cielo celebro mi vida como un milagro. Los últimos pájaros emigran a sus nidos en la selva. También ellos celebran con sus cantos la gloria de Dios. Mi corazón, como un petardo, estalla de dicha. Rezo en silencio a los dioses que ignoro. Dios debe ser este himno de adoración que sale del corazón de todo lo viviente.

Dios, tú existes en esta selva. Te pido perdón si en las ciudades te niego. No sé quién eres, ni qué eres. Yo soy mortal y razonable. Pero creo en el misterio de este universo que amo sin comprender. Oh, Dios mío, Tú eres también un misterio, pero ¡existes!

Cromos Nº 2.495. Bogotá, julio 5 de 1965, pp. 12 - 16.

Gonzalo Arango en Quibdó en uno de los embarcaderos
a orillas del río Atrato. 1965. Foto: René Orozco Echeverry.
Para la época, Johnson era la marca dominante en motores 
fuera de borda; al punto que durante mucho tiempo
la gente llamó Johnson a cualquier motor fuera de borda,
sin importar su marca.




[1] Gonzalo Arango nació en Andes (Antioquia), en 1931, y murió en Gachancipá (Cundinamarca), en 1976. Escritor, periodista y poeta, fue el fundador del Nadaísmo. El presente texto fue tomado de la web gonzaloarango.com: https://www.gonzaloarango.com/ideas/elchoco.html

lunes, 4 de mayo de 2020


Ay, Bojayá…

Santísima trinidad,
¿qué fue lo que me pasó?
se me ausenta de mi lado
la prenda que Dios me dio
 (Estrofa de un alabao chocoano)


Bellavista
Cristo de Bojayá
¿Por qué si aquel crimen de guerra, del cual han pasado ya dieciocho años, se cometió en Bellavista, el mundo entero terminó conociéndolo como la Masacre de Bojayá?

En Colombia poco o nada se sabía de la existencia de este pueblo orillero antes de la masacre de aquel jueves 2 de mayo de 2002. Cuarenta y ocho horas después de la tragedia, dos periodistas que se colaron en un vuelo militar hacia el lugar, uno extranjero, que se valió de su extranjería para colarse y abogó por el otro, que era un colombiano, informaron que el sitio se llamaba Bojayá. También Bojayá lo llamaron los militares de alto rango y baja estofa que allí llegaron a negar los hechos sin tener ni la más remota idea de lo ocurrido y sin haber cruzado palabra alguna con algún sobreviviente. Igual hicieron los primeros funcionarios del gobierno nacional a los que, desde Bogotá, les tocó hablar de lo que no sabían: dijeron que lo que hubiera pasado había pasado en Bojayá.

Desde entonces no hubo poder humano que hiciera posible que a los sobrevivientes de la masacre les pararan bolas cuando llamaban Bellavista a su pueblo, a ese pueblo ahora destrozado, martirizado, ensangrentado y, además, con su nombre cambiado. Ellos mismos, con el paso de los días, terminaron diciendo Bojayá, en lugar de Bellavista. Hasta mucho tiempo después, cuando sobrevivientes y renacientes llamaron Nuevo Bellavista al asentamiento que, después de una década y cientos de peripecias, les fue finalmente entregado, para que allí –a poco más de un kilómetro río arriba del sitio donde vieron morir a su gente– trataran de continuar sus vidas.

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Leyner
Así, con este nombre breve, más o menos sonoro, llamativo y nada difícil de recordar, podría haberse titulado el documental "Bojayá, entre fuegos cruzados" (Bojayá Caught in the crossfire), que miles de colombianos vimos en la noche del sábado 2 de mayo, a través del canal público de televisión de Bogotá, en el 18º aniversario de la dolorosa y horrísona masacre que cada año recordamos con pavor, tristeza y dolor. Si acaso, para efectos de énfasis y mayor recordación entre audiencias no tan informadas, a este título se le podría añadir un subtítulo que lo relacionara con Bojayá[1].

El título del documental y las piezas promocionales de su presentación ofrecen más de lo que realmente vimos. En lugar de un recorrido panorámico y polifónico a través del acontecimiento de la masacre, antes, durante y después de ella, nos encontramos con una narración estructurada alrededor de Leyner Palacios, no solamente como eje de la historia, sino también como único referente de la misma, pues las menciones visuales y testimoniales de otros personajes (la abuela que perdió dos nietos y el padre que perdió cinco hijos) son apariciones casi de figurantes. Y por ello la narración está hecha a su medida, a la medida de Leyner, con el ritmo narrativo de él, de su vida hoy pública como víctima, sobreviviente y vocero de quienes padecieron esta atrocidad; pero, con una vocería que bien pudo haber sido validada narrativamente mediante la inclusión de unos cuantos testimonios de algunas víctimas y de las asociaciones de víctimas, de las misioneras y misioneros que vivieron la tragedia y del Consejo Comunitario Mayor de Comunidades Negras al cual pertenece Bojayá, como parte de la Zona 9 en la división organizativa del territorio que esta organización ha manejado desde hace por lo menos 30 años.

En fin, el punto, para dejarlo claro y evitar a toda costa tergiversaciones problemáticas, es que si el documental es una narración de la historia de vida de Leyner y su papel como vocero de los derechos de las víctimas, lo cual no tiene nada de malo, ni de inapropiado, ni de censurable o criticable, su título debió referirse a ese, que es su tema, y no a la tragedia de Bojayá, que es el tema colateral, la historia paralela; una historia que Leyner narra e interpreta y analiza con sus propias palabras, pero que realmente no es plenamente contada por el documental, que pudo haberse valido de imágenes fijas de apoyo y de los testimonios de otros sujetos que lo vivieron en carne propia, para documentar aquel momento trágico y transportar al espectador –por la vía de las imágenes, como corresponde al cine; y no predominantemente por la vía de las palabras de Leyner, algo más propio del medio sonoro- desde el abandono previo, pasando por el dolor de la masacre y la incertidumbre de tener que asumir otra vida, hasta llegar a un presente en el que Leyner brilla como la voz de su gente en los diversos ámbitos de su vida de víctimas eternas de múltiples violencias que, en lugar de desaparecer, se renuevan periódicamente.

Incluso, la familia de Leyner mereció mejor suerte narrativa que esa imagen estereotipada de la mujer como una sombra silenciosa que se ocupa de criar los hijos, que lo entrega todo en el ámbito privado de la vida; mientras su consorte se la juega a fondo y corre riesgos en el ámbito público, sin que ella tenga ninguna ligazón con ese ámbito, exclusivamente reservado a él, y no vaya más allá de esperar resignada y cíclicamente el retorno de su marido, cual Penélope atrateña. Y mejor suerte narrativa que ese papel casi de extra de la hija mayor de Leyner, una adolescente cuya experiencia de vida durante la masacre, cuando tenía solamente dos años de nacida, merecía más que ser contada en palabras por su papá y escenificada mediante una recreación dramática. Por no hablar del niño, a quien las palabras de su papá enuncian como todo un personaje, pero que en la narración nunca llega a serlo.

Leyner se merece este documental. Eso está claro y es indudable. Pero, también su familia, sus compañeros de tragedia y de infortunio, también Bojayá como un todo, merecían ser más que un leitmotiv.



[1] Algo así como “Leyner, el clamor de Bojayá” o “Leyner, una voz que clama desde Bojayá”, por ejemplo.