lunes, 16 de septiembre de 2024

 El Santo Eccehomo de Raspadura 
relatado por Arnoldo Palacios

Fachada y atrio del Santuario (izq.), altar del templo 
e imagen venerada del Santo Eccehomo de Raspadura (Chocó). 
FOTOS: Diego Roselli, marzo de 2024. 

Arnoldo Palacios ha encontrado un nuevo lugar desde donde otear el mundo: el balcón del segundo piso de la amplia y cómoda casa nueva que su papá acaba de construir en Cértegui, adonde la familia ha regresado, luego de una larga temporada en Ibordó. Su vida en aquel momento es un asombro permanente.

Allí, en ese balcón, experimenta Arnoldo la maravillosa novedad de observar desde arriba cosas que antes solamente veía desde abajo, imaginando que incluso podría tocar la torre de la iglesia si la longitud de su brazo le alcanzara. Ahí, en ese balcón, Arnoldo experimenta -entre sobresaltado y sorprendido- el paso del primer carro que llegó al pueblo (una casita rodante, pensó cuando lo vio) y el prodigio del encendido por primera vez de la luz eléctrica en Cértegui, que asoció al infinito resplandor de una luna enorme.

En aquel balcón, donde acumuló tantos recuerdos significativos para su posterior escritura, Arnoldo Palacios soñó más de una vez con que lo llevaban adonde el Santo Eccehomo de Raspadura, cuya fama de curarlo y arreglarlo todo ya alcanzaba y excedía los confines de todo el Chocó. Así que quizás sería fácil para tan milagroso ser socorrerlo y ponerlo a caminar. Los prodigios del Eccehomo, con los detalles que había oído contar a los mayores, quedarían para siempre guardados en su mente; de tal modo que, valiéndose de aquella memoria, en el acápite XLV del Libro Tercero (De vuelta a Cértegui) de su siempre sorprendente y admirable autobiografía (Buscando mi madredediós), Arnoldo Palacios nos regala un retrato minucioso del Santo Eccehomo -o el Señor Ecce Homo, como él prefiere llamarlo en el libro-; a partir de la historia originalmente oída de labios de uno de sus narradores orales nutricios: su tío Juan… Una historia que también recogió en sus versos, en Eudomenia la cotuda, el poeta Miguel A. Caicedo Mena.

Hemos empezado a transitar el último tercio del año 2024, declarado por el Ministerio de Cultura como el Año Arnoldo Palacios, a propósito del centenario de su nacimiento. Ojalá la declaratoria haya sido útil para que la maravillosa obra de este maravilloso escritor haya sido leída por más y más gente en el Chocó, en Colombia y en el mundo... 

El Guarengue invita a sus lectores a deleitarse leyendo este relato del escritor certegueño Arnoldo Palacios sobre uno de los íconos y símbolos religiosos más relevantes del pueblo chocoano, cuyo santuario se ubica en el antiguo poblado minero del Plan de Raspadura, adonde todo devoto debería concurrir por lo menos una vez cada año para conseguir los favores del santo y, en general, mantener de su parte a la divinidad. Los favores -todo hay que decirlo- se multiplican si la concurrencia del devoto ocurre el Domingo de Cuasimodo.

Raspadura hace parte de un municipio que debió llamarse con el nombre de su cabecera municipal: Las Ánimas, en homenaje a la memoria y a la tradición; pero que, oficialmente, se llama Unión Panamericana, pues se prefirió rendirle tributo a la quimera de una carretera que probablemente nunca se construirá. Ni siquiera con la ayuda del Santo Eccehomo.

Julio César U. H.

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 El Señor Ecce Homo
 Arnoldo Palacios

Vengan sordos, vengan ciegos
Vengan mancos y tullidos

Arnoldo Palacios y su magnífica autobiografía, que es un relato histórico de su vida y la del Chocó en el siglo XX. FOTOS: Planeta y Centro Virtual Isaacs-Universidad del Valle.

Siempre oía hablar del Señor Ecce Homo, quien se encontraba en el pueblecito llamado Plan de Raspadura. Adonde él, acudían ciegos, mancos y tullidos venidos de ciudades y aldeas de todo el mundo. Aprovechando su presencia, referían a menudo los milagros del Señor Ecce Homo. Fulano de tal, ciego de nacimiento, había recobrado la vista al encender la primera vela al Señor, en la capilla del Plan de Raspadura. No sé quién llegó a cumplir su promesa, caminando con muletas; pues bien, dicho fulano regresó a su tierra; más tarde volvió, andando con sus propios pies, las muletas cargadas al hombro para que sirvieran de aliento a los enfermos; dejó al santo una muletica de oro, en señal de agradecimiento. A quien se le secaba un brazo y se le curaba, aquel obsequiaba un bracito de oro o de plata. Otros ofrendaban ojos, orejas, si el milagro había hecho ver u oír; si no, collares, prendedores, anillos, zarcillos, pulseras. Todo, fuese de oro y plata únicamente, fuese adornado con perlas o piedras preciosas. Muchos se pasaban la vida sometidos a privaciones, incluso a dejar de comprar cuatro onzas de arroz o una sardina o un banano para matar el hambre, con tal de economizar, podía ser durante varios años, lo necesario para el presente del Señor. Así, el Señor Ecce Homo había acumulado un tesoro incalculable. Si en vez de joyas, sus fieles le daban dinero, este servía para embellecer su altar y continuar la construcción de la iglesita de Raspadura.

No pasaba día sin hablar en la casa de nuestro viaje a Raspadura, de manera que yo me mantenía listo, pues, me parecía que ya mismo, por la tarde o a la mañana siguiente, nos iríamos. Pero, en verdad, el instante de embarcarnos se prolongaba con una lentitud angustiosa. ¿De qué dependía aquello? Yo sufría, callado.

La historia del Señor Ecce Homo era como un cuento. Le brillaban los ojos a mi tío Juan, su voz nos dejaba boquiabiertos, al referimos la aparición del Señor de Raspadura. Una viejecita, que ya no tenía a nadie en el mundo, vivía sola, en su cabaña, a la orilla de la quebrada Raspadura. Tenía el cabello blanquito, blanquito, de canas, como una mota de algodón. Desdentada, hablaba como si estuviese mascando una pelotica de jujú; casi ni se le entendían las palabras. El cuerpo tembleque, caminaba, ya me caigo, no me caigo. A veces, si acaso alguno se acordaba de ella, porque así es la santa humanidad, le llevaba un bocado de comida.

«¿Cómo está, madre-abuela!» -le preguntaban.

«Aquí, como la hoja seca» -respondía.

Una mañana, provista de su batea, su mate jagüero, sus cachos, desde muy temprano, se fue la viejita, con un traguito de café en el estómago, a buscar su madre-de-dios, a ver si se la encontraba, por ahí, trabajando mina, mazamorreando. Estuvo todo el santo día cateando, cateando, por aquí, por acá, más allá, con el agua hasta la cintura. Al caer la tarde, entre oscuro y claro, la viejita, rendida, bostezó y llenó la última bateada de tierra, porque hasta ese momento no había cogido ni un grano de metal. Lavó esa última bateada. Al hacer la ceja, vio, al borde de la batea, una cosita, revuelta con unos granitos de oro y platino; la cosita se movía, pero como si estuviese pegada, que no pudiera salirse. A la viejita le pareció ser algo semejante a un pedacito de papel o de trapo, enrollado. La viejita, intrigada, con sus deditos entumidos de frío, lo coge, lo desenrolla. Como ella estaba casi ciega, se restriega, se restriega, se los restriega, se restriega los ojos a ver si ve más claro. Mientras tanto le pareció que el trapito se había puesto más grande y lo metió en el mate. Arregló sus corotos dentro de la batea, la cual se colocó sobre la cabeza; se salió del río; se fue caminando por la playa, hacia su casa. Se detuvo un ratico para mirar que su cosa no se le hubiese caído; lo que constató fue que el pedacito de trapo estaba más grande y ya no cabía dentro del mate. Sin embargo, recapacitó: así como estaba lo había hallado; pero, al principio, ella no se había fijado bien. Lo extendió en el plan de la batea; lo pisó con el mate para que el viento no se lo fuera a llevar. Siguió caminando. Notó que su cosa ya estaba tan grande como un pañuelo. Siguió su camino. El pañuelo ya estaba como una pañueleta, Y cuando pisó el primer escalón de la escalerita de subir a la casa, la pañueleta no le cabía en la batea. En estico, la viejita alumbró con su lamparita de querosín. El trapo, convertido en una mantilla de lienzo completamente mojada, tuvo que colgarlo en una cuerda de secar ropa.

Con la mañanitiquita, a la vieja le pareció ver en la tela algo pintado, como con carbón de la punta de un tizón apagado. Cada vez que la vieja lo volteaba a ver, el dibujo se iba haciendo más y más visible. Antes de las doce, se distinguía un retrato, pero borroso. Y, a las doce en punto, ya estaba patente la imagen del Señor, pintada con colores. La vieja lo llevó al pueblo para enseñárselo al sacristán, el cual, maravillado, lo metió a la capilla.

El asunto se quedó así hasta cuando el Señor de Raspadura comenzó a hacer milagros: curaba paralíticos, a los mudos los hacía hablar. Repetidas ocasiones le ocurrió al sacristán entrar a la capilla, durante el peso del día, y no encontrar al Señor; en cambio, por la tarde, a la hora de la oración, lo volvía a topar, todo lleno de barro, como si hubiese estado trabajando mina. Su fama fue creciendo..., porque nadie puede tapar el sol con la mano...

Istmina 1929 (Hermanos Acevedo) y 1930 (Scadta).
Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
El cura párroco de Istmina, capital de la provincia del San Juan, pidió que le llevaran al Señor para conocerlo. Y cuando el sacerdote vio semejante maravilla, decidió conservarla en la iglesia parroquial. Los comisionados de Raspadura protestaron; pero, ante el poder y argumentos del presbítero, cedieron y regresaron tristes a su villorrio, el cual recibió la noticia con indignación. Al día siguiente, el Señor reapareció en su capillita pobre de Raspadura. ¡Se devolvió él solo!

El cura de Istmina se alarmó. Se trasladó, en persona, al Plan de Raspadura, dispuesto a llevarse al Señor, costare lo que costare. El pueblo se opuso. El ministro de Dios insistió. Y cuando se propuso sacarlo, a la fuerza, de la iglesita, el Señor se creció, de suerte que no cupo por la puerta. El comentario llegó a oídos del arzobispo; este despachó a un pintor para que lo pintara, dejara la copia en Raspadura y le llevara el modelo. El pintor lo pintó tan perfecto que no se sabía cuál era el uno ni cuál era el otro. La única diferencia consistía en que el uno era nuevo y el otro era viejo.

«La gente de Raspadura preferirá el nuevo al viejo, naturalmente» -había comentado anticipadamente el arzobispo.

Cuando el pincelista metió al viejo Señor dentro de una caja de hierro, que llevaba lista para ello, ya se estaba murmurando que los fieles planeaban lincharlo. No hubo sangre porque los ancianos del pueblo aconsejaron acatar la propia voluntad del Señor. Horas después de haberse marchado del Plan de Raspadura, todavía en camino, el pintor sacó su llave, abrió la caja y en ella encontró fue el cuadro que él mismo había pintado con su propia mano. El Señor, el viejo, ya había reaparecido en su capilla. Y se dice que estaba bañado en sudor. Más tarde cundió la noticia de que al pintor se le había secado el brazo derecho.

En otra ocasión, un dibujante, de buena fe, reprodujo el óleo para conservarlo él, en su propia morada, por cariño. Quizá debido a lo noble de su intención, no se le vino encima una desgracia, sino que no pudo llevar a cabo su empeño; pues, a medida que ejecutaba la obra, íntegro, todo el trabajo se le borraba. Y si fotografiaban al Señor, la máquina se dañaba o el rollo se velaba.

Por otra parte, a sus pies, el Señor Ecce Homo tenía escrita una oración. A causa de experiencias nefastas estaba absolutamente prohibido aprenderse dicha oración o copiarla, fuera de ser casi imposible retenerla siquiera un instante en la mente. A muchos, al hacer el esfuerzo, les dolía la cabeza. Había personas que alcanzaban a aprendérsela; tan pronto como salían de la iglesia la olvidaban. Los más necios sí seguían recordándola; pero únicamente hasta llegar a la casa, donde enloquecían.

Dentro de la iglesia, se aconsejaba no clavarle la vista, fija, al Señor Ecce Homo porque él tenía los ojos vivos y aquel que lo miraba de más podía quedar ciego. Por eso era que donde uno se colocara, aun no estando exactamente frente a su cara, el Señor lo iba siguiendo con la vista, desde su altarcito, en el fondo del rincón izquierdo, al lado del altar mayor.

Tomado de: Buscando mi madredediós. Arnoldo Palacios, octubre de 2009. Universidad del Valle, Ministerio de Cultura. ISBN 978-958-670-753-4. 345 páginas. Pp. 180-183.

 

2 comentarios:

  1. Al Santo Ecce Homo lo conocí a través de mi papá que declaraba milagros en primera persona, fue muy devoto, nos llevaba a Raspadura y he perpetuado mi Fe. No conocía nada de la historia, muy interesante. Gracias Julio por la transmisión de conocimiento de cada lunes. Un abrazo

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    1. Muchas gracias, Mery, por compartir tan significativo recuerdo. Y por su lealtad semanal hacia El Guarengue. Un abrazo.

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