lunes, 26 de septiembre de 2022

 El ejemplo de Yolanda

**Collage Viva La Ciudadanía. Semanario virtual. Octubre 2016.

Yolanda Cerón Delgado fue asesinada en Tumaco, al mediodía del 19 de septiembre de 2001, en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de La Merced, en el Parque Nariño. La orden de su asesinato, vil como el que más, fue dada por un comandante paramilitar que se hacía llamar Pablo Sevillano, quien confesó su atrocidad 20 años después, ante la Comisión de la Verdad, en una audiencia de reconocimiento de responsabilidades llevada a cabo en el municipio de Rionegro, al oriente del departamento de Antioquia, el 25 de junio del año pasado.

Allí se hicieron presentes para testimoniar su dolor, su admiración y su reconocimiento a Yolanda, dos de sus compañeros más cercanos y frecuentes de andanzas organizativas y luchas comunitarias: Ángel María Estacio y María Valeria Mina, con quienes Yolanda trabajó en el fortalecimiento y consolidación de la Asociación Campesina del río Patía Grande, sus Brazos y la Ensenada de Tumaco, ACAPA, desde finales de la década de 1980. En nombre de su gente de los municipios de Mosquera, Francisco Pizarro y Tumaco, él en versos, ella en canto, ambos con el alma bañada en lágrimas, rememoraron la trayectoria de Yolanda y su compromiso incondicional con la causa y el proceso que conduciría a estas comunidades a la obtención del título colectivo de sus territorios, en el marco de la Ley 70 de 1993, en virtud de la cual su organización se consolidaría como uno de los consejos comunitarios más representativos de las comunidades negras de la región.

Yolanda había informado a las autoridades civiles, a los militares de la Armada y a la policía de Tumaco que esto iba a suceder. Ante la duda sistemática y la despiadada conseja de que sus denuncias carecían de fundamento, Yolanda atendió la rastrera exigencia de que les entregara a los militares las pruebas de que la estaban amenazando y de que su muerte era inminente. En un detallado memorial les entregó las evidencias de su fatídica e irracional condena a muerte y puso de presente la indudable connivencia entre militares y paramilitares en Tumaco y sus alrededores. Sin miramientos ni vacilaciones, sin tapujos, Yolanda escribió y escribió, en su oficina de la Pastoral Social de la Diócesis de Tumaco, adonde había llegado con la humildad característica de su ser y de su congregación religiosa: la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, conocida como La Enseñanza, fundada en 1.607 por Juana de Lestonnac (1556-1640), quien era sobrina de Montaigne. Una congregación a la cual Yolanda se sentía totalmente orgullosa de pertenecer, y de la cual -siempre- lamentó haberse tenido que retirar, con la misma sinceridad y grandeza de espíritu con la cual a ella un día ingresó.

Yolanda misma fue hasta la Armada, en Tumaco, hasta la Alcaldía, hasta la Policía, hasta cuanta oficina le dijeron que fuera, y radicó la comunicación que había escrito con sus dedos volando sobre el teclado del computador, casi a la misma velocidad de su mente prodigiosa. Cuando la escribió, estaba pensando en su papá, que tanto la había querido en la vida. Estaba pensado en la gente de la Playa de Salahonda, que con tanto amor la había acogido sin medida. Estaba pensando en sus hermanas de La Enseñanza, a quienes tanta sororidad les debía. Estaba pensando en una nueva forma de amor, inédita hasta hace pocos años para ella… A los pocos días de que su caso, denuncia incluida, fuera tratado en uno de esos tristemente célebres e inocuos consejos de seguridad, en donde un militar tuvo la desfachatez de afirmar que el escrito parecía obra de la guerrilla, Yolanda fue asesinada, al mediodía de aquel 19 de septiembre de 2001, cuando salía de la oficina a buscar su almuerzo.

Hoy, 21 años después del horrendo crimen de Yolanda Cerón Delgado, que durante un tiempo paralizó de miedo a las comunidades y a la iglesia de Tumaco, es bastante frecuente, hasta convertirla en lugar común, citar como síntesis del legado de Yolanda una frase que ella pronunció en una entrevista durante el acto de entrega del título colectivo del territorio de comunidades negras a la ACAPA, el 29 de agosto del año 2.000, en la vereda La Playa, del Municipio de Salahonda, cuyo nombre oficial es Francisco Pizarro; quizás por la inexistencia de otros registros completos de sus palabras, intervenciones, enseñanzas y charlas durante su activa vida misionera, religiosa, de liderazgo social y de defensa de los derechos humanos. “El principal mensaje es que no se desanimen, que sigan adelante, que el trabajo apenas empieza”, fue la frase de Yolanda, grabada para la posteridad como parte de una entrevista que ella concede en ese momento y en la cual resume el proceso de obtención de aquel título colectivo del que ella -así nunca lo reconociera, como corresponde a su infinita modestia- fue artífice y motor; al igual que fue artífice e inspiradora de significativos cambios en el enfoque y las acciones pastorales del Vicariato Apostólico, posteriormente diócesis, de Tumaco. “Fueron las mismas comunidades las que trabajaron, las que lucharon, las que elaboraron su historia, su censo, sus prácticas tradicionales de producción. En síntesis, fueron las comunidades las protagonistas de este proceso de unidad, de organización, hacia la construcción de un futuro mejor para ellas y para sus hijos”. Así resumió Yolanda el proceso, en la entrevista mencionada, ese martes 29 de agosto de hace 22 años, un año antes de su triste muerte.[1]

Desde su llegada al Vicariato Apostólico de Tumaco, a mediados de la década de 1980, para integrarse a la misión que las religiosas de La Enseñanza tenían en La Playa de Salahonda, Yolanda trajo nuevos vientos a su congregación. Aunque era tímida por naturaleza, entabló rápidamente una conexión especial con mujeres del lugar que empezaron a encontrar en ella a una amiga cercana y a una interlocutora sobre temas de preocupación comunitaria, una persona realmente y vivamente interesada en su vida cotidiana, en su presente y en su futuro, en sus historias, en su familia, en los secretos de estas mares y estos montes, de estas orillas y estas playas, varios de cuyos asentamientos datan de hace más de cuatro siglos. Así que pronto Yolanda se hizo a un lugar entre la gente y fue acogida plenamente en la vida comunitaria y en el trabajo pastoral de sus hermanas de congregación. Martina Granja, Mercedes Yepes, Teotista Alarcón, María Valeria Mina, Ángel María Estacio y Juan Carlos Angulo, quien la conoció siendo un niño de escuela primaria, son algunas de las personas con las que Yolanda se amistó y fraternizó para siempre y con quienes -entre decenas más de líderes y lideresas del Patía Grande- construyó paso a paso el proceso organizativo de las comunidades, reunido en ACAPA.

El Padre José Ricardo Cruel Angulo, un sacerdote que conoció a Yolanda desde su llegada al entonces Vicariato Apostólico, sintetizó así su aporte al trabajo de esta iglesia local: “La Diócesis de Tumaco venía en un trabajo importante de pastoral; pero, a través de esta espiritualidad, este compromiso de Yolanda, la diócesis empieza a ver otros horizontes, empieza a asumir las culturas que están dentro de su territorio como muy importantes y las empieza a asumir como propias, en el sentido de ponerse de su lado, de acompañarlas en sus procesos de reivindicación de sus derechos”[2]. Por su parte, el obispo emérito de Tumaco, Gustavo Girón Higuita, quien dirigió los destinos pastorales de esta jurisdicción como Vicariato y como Diócesis, reconoció también el papel de Yolanda en la renovación del trabajo eclesial: “Fue ella realmente una de las propulsoras mayores en nuestra diócesis de este trabajo de favorecer las comunidades negras y apoyarlas. Ella sentía muy en su corazón la suerte de todas estas comunidades”.[3]

A través de su evidente y genuino compromiso en defensa de la vida, de su ejemplar humildad y de su capacidad inagotable para estudiar y comprender la realidad social de las comunidades, Yolanda se ganó paulatinamente la confianza del clero local y de los misioneros de la Orden de Carmelitas Descalzos, a la cual también pertenecía el obispo Girón Higuita. Sus propuestas e ideas empezaron a calar en la visión pastoral de esta iglesia, lo cual se tradujo en apoyos cada vez mayores al proceso de comunidades negras en la región. De fondo estaba la noción de espiritualidad de Yolanda: “Espiritualidad es también esa forma de ser, de pensar, de vivir y de comprometernos por la que hemos optado y con la que queremos contribuir a la construcción de la nueva sociedad en el día a día. Es el sentido que le damos a lo que hacemos, incluso a los errores”, escribió Yolanda en una nota personal, de su puño y letra, en junio de 1994. Este párrafo también la sintetiza.

“Sin la presencia de la Hermana Yolanda, yo no veo reparación posible. Porque la Hermana significaba mucho para nosotros. Para mí la reparación más importante que nos podrían hacer las personas que mataron a la Hermana sería garantizarnos todos los derechos por los cuales nosotros hemos venido luchando”, expresó Juan Carlos Angulo, dirigente histórico de ACAPA, quien desde los ocho años de edad compartió el proceso organizativo con Yolanda, en un homenaje en el décimo aniversario de la muerte de esta mujer ejemplar.

Veintiún años después de su muerte, la vida de Yolanda Cerón Delgado es y seguirá siendo un ejemplo de autenticidad, compromiso y valentía en la defensa de la vida y los derechos de la gente del Pacífico afrocolombiano.



[1] La breve entrevista a Yolanda Cerón está incluida en un video en homenaje a su vida, producido por la Diócesis de Tumaco en el año 2011. "El trabajo apenas empieza", es su título y puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=70XTvlszlxU

[2] "El trabajo apenas empieza". Video homenaje a Yolanda Cerón. Diócesis de Tumaco, 2011. En: https://www.youtube.com/watch?v=70XTvlszlxU

[3] Ibidem.

lunes, 19 de septiembre de 2022

 Cuarenta mil almas y diez mil caimanes

Mapa oficial de la Intendencia Nacional del Chocó, 1907.

Es lunes. En el puerto platanero de Quibdó quedan todavía algunas canoas ranchadas en donde han pernoctado bogas y campesinos que llegaron en la madrugada del sábado para el mercado semanal de la ciudad. Aún quedan dos semanas del mes de marzo de este año de 1930, que tan inope se ha ido tornando debido a la enorme crisis económica del mundo, cuyos estragos han alcanzado a la Intendencia Nacional del Chocó. Dentro de un mes exactamente, el 17 de abril, será jueves santo, primer día del triduo pascual de este año. Dentro de unos quince o veinte días, poco antes de que comience la semana santa, Abraham Hauad demandará al municipio de Condoto ante el juez primero del circuito provincial del San Juan, doctor Sergio Abadía Arango. El comerciante turco reclama el reconocimiento económico de una serie de órdenes de pago que ha comprado hasta por la mitad de su precio a distintos contratistas y empleados públicos, quienes no tuvieron otra salida ante la precariedad actual de su situación económica.

Hay conmoción por todas partes de la Intendencia. Desde Bogotá, el representante a la Cámara Reinaldo Valencia sostiene que el Chocó va camino a la ruina y, en Quibdó, su amigo y contertulio, Lisandro Mosquera Lozano, califica como desconsoladora la situación de privaciones, hambre y desolación que se vive en la provincia del San Juan, de donde acaba de regresar luego de larga estadía como empleado intendencial. El Intendente Nacional, Jorge Valencia Lozano, ha ordenado esta mañana la suspensión definitiva y hasta nueva orden de todos los trabajos en las obras públicas que en el momento se adelantan en la ciudad capital, entre ellas la construcción de la casa de gobierno o palacio intendencial, y la apertura de servicios del Hospital San Francisco de Asís, cuya construcción básica está prácticamente terminada. Están exhaustas las arcas de la Intendencia y la deuda por concepto del servicio público se incrementa cada día. Así que, según lo explica el Intendente, la medida es preventiva de males peores y ha sido tomada para afrontar una situación fiscal que él considera pavorosa y frente a la cual le han pedido desde Bogotá que tenga paciencia. Paciencia a la cual él le ha sumado su característica responsabilidad.

Un mes atrás, el domingo 9 de febrero de 1930, se realizaron las elecciones presidenciales en toda Colombia. El triunfo del liberal boyacense Enrique Olaya Herrera puso fin a la hegemonía conservadora de casi medio siglo en el poder. El poeta payanés Guillermo Valencia (conservador) y el General Alfredo Vásquez Cobo (disidente conservador), por más de 120 mil y más de 150 mil votos de diferencia, respectivamente, fueron los derrotados. En el Chocó, únicamente en El Carmen de Atrato y en Tadó no triunfó el candidato liberal. En El Carmen, los resultados fueron: 107 votos por Valencia contra solamente 32 por Olaya y 12 por Ospina; en Tadó ganó Vásquez Cobo, con 634 votos, frente a 462 de Olaya Herrera y 20 de Valencia. De resto, Olaya Herrera barrió literalmente en las urnas chocoanas. En Quibdó, por ejemplo, Valencia obtuvo 93 votos, contra 1.187 del candidato liberal y 173 del disidente conservador, quien incluso también le ganó a Valencia en Bagadó, Istmina, Tadó, Nóvita y Sipí. En estos dos últimos y en el municipio de Baudó, Valencia obtuvo cero votos. En resumen, de la votación total de 7.173 votos en el Chocó, solo el 8% correspondió al conservador Valencia; Vásquez Cobo lo duplicó, con el 17%; y Olaya Herrera obtuvo una abultada mayoría de 5.381 votos (75%) y es ahora el nuevo presidente, con quien se inaugurará el periodo conocido como la República Liberal, que tantos cambios traerá al país en todos los aspectos.

En este nuevo escenario, que incluye un incremento significativo del número de votantes en todo el país, han puesto sus esperanzas de progreso los liberales chocoanos, gran parte de ellos gente del pueblo raso, como los campesinos a quienes se les están madurando decenas de raciones de plátanos que no alcanzaron a venderse el sábado, día de mercado en el puerto platanero, a la orilla del río Atrato. Ya han dormido dos noches seguidas ahí mismo, en sus canoas ranchadas, de modo que no pueden seguir esperando. Así que venden lo que pueden a precio de huevo y regalan el resto a parientes y conocidos, para poder regresar a sus orillas de siempre, no sea que se les vaya la semana aquí en Quibdó, esperando lo que no va a llegar tan pronto como ellos quisieran: un precio mejor, tanto para su plátano y demás productos, como para la sal, el querosín, el árnica y otras dos o tres cosas indispensables que alcanzaron a comprar con los reales que consiguieron con las ventas.

Olaya Herrera y López Pumarejo en el ámbito nacional,
Valencia Lozano y Arriaga Andrade en el ámbito regional,
estuvieron entre los primeros artífices del cambio en el Chocó,
a partir de la década de 1930.
FOTOS: Licencia Creative Commons Wikipedia.
Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó.

“Cerca de la mitad de la población campesina, es decir, 40.000 escombros humanos que agonizan, roídos por el pian y la miseria, sobre el suelo más rico de Colombia, exigen la inmediata intervención del Estado”, escribirá cinco años después Adán Arriaga Andrade, el patricio liberal, padre del derecho laboral colombiano, quien fue también uno de los mejores administradores de la Intendencia Nacional del Chocó[1]. A las carencias estructurales en educación, salud e ingresos, el pueblo chocoano hubo de sumarle los variados males provenientes de la crisis económica mundial del año 1929, que seguirían vigentes por algunos años más, aunque no a todos los sectores de la región los afectarán por igual.

Mientras despiden masivamente a sus obreros o los obligan a trabajar sin paga durante el tiempo que los capataces dictaminen, las empresas mineras extranjeras, como la Chocó Pacífico en Istmina, Andagoya y Condoto, terminarán de raspar prolijamente con sus dragas -como se raspan de un caldero los restos del crujiente arroz pegado- las orillas y los lechos de los ríos hasta agotar las existencias de metales preciosos en las cantidades que para ellas resultan atractivas y rentables, y dejarle el cascote y la desesperanza a los mineros de batea y almocafre.

Mientras los campesinos entresacan uno que otro palo para sus casas y enseres, y cultivan día a día lo que el sábado llevarán al mercado de Quibdó, de las selvas chocoanas, especialmente del Medio y Bajo Atrato, continuarán saliendo maderas finas y productos no maderables, como tagua, balata, ipecacuana y quina. Igualmente, miles de animales de monte morirán torturados por sus verdugos extranjeros, a quienes les interesa exclusivamente su piel, altamente cotizada en los mercados internacionales de la fatuidad marroquinera. De hecho, este lunes 17 de marzo de 1930, están de paso por Quibdó los alemanes Otto Benz y Frank Keep, quienes vienen de Atrato abajo y llevan rumbo hacia el río Baudó, “para continuar en su empresa de cacería de caimanes”, como lo narra una nota del periódico ABC, que los entrevista con un entusiasmo digno de mejor causa, para que ellos relaten sus sórdidas tácticas de caza, mediante las cuales, en 1929 lograron exportar cerca de 10.000 pieles, es decir, mataron cerca de 10.000 caimanes.

“¿Qué número de caimanes calcula usted, Míster Benz, que se hayan destruido por los cazadores?”, pregunta el cronista del diario ABC, de Quibdó. “A ciencia cierta no puedo precisar. En estas labores se hallan empeñados muchos habitantes del Bajo Atrato, y mientras una parte trabaja, por ejemplo, en la ciénaga de Tadía, la otra se encuentra diseminada en las demás, que como usted sabe, son muchísimas. En la ciénaga del Limón, se mataban de 30 a 40 animales por noche, entre los individuos que trabajamos allí. Esto duró por varias semanas. En la llamada La Honda, una de las más grandes del Atrato, se cazaron, también entre todos los que estábamos en cacería, algo más de 600”; responden con satisfacción los alemanes, a quienes ABC despide con inusitado entusiasmo: “Dimos un estrecho apretón a estos dos hombres de buena voluntad, que se dedican día y noche al trabajo, y les manifestamos nuestros agradecimientos por los datos que dejamos transcritos”[2]. En el mes que acaba de pasar, febrero de 1930, calculan los alemanes que mataron 900 caimanes.

Cuatro días antes, en Condoto, se lleva a cabo una reunión de liberales “con el objeto de acordar el obsequio de una tarjeta de oro al doctor Enrique Olaya Herrera, por su resonante triunfo en el debate presidencial”[3]. Este hecho da una idea del tamaño de las esperanzas que, en medio de la crisis, han suscitado en el Chocó las promesas liberales de cambio, que se materializarán en los significativos avances de la tierra chocoana, en el curso de dos décadas, cuyo comienzo se debe -justo es reconocerlo- al gobierno de  “Concentración nacional”, de Olaya Herrera, bajo el lema “Hagamos de Colombia un pueblo grande”, y al gobierno de la “Revolución en marcha”, de Alfonso López Pumarejo.

El acceso a educación superior de buena calidad -financiada por el Estado- para los abundantes talentos regionales marcará positivamente el devenir de la comarca, que de la mano de sus propios hijos alcanzará su sueño de progreso y autonomía, cifrado en la obtención de la categoría política de departamento. El mejoramiento e incremento de la oferta e infraestructura de educación primaria y secundaria de carácter público y gratuito en la región contribuirá a la democratización de la vida ciudadana, a la ruptura de barreras de exclusión y al acceso de las mujeres a escenarios diferentes al matrimonio y el hogar. La inauguración del primer hospital que mereció tal nombre en el Chocó, el hoy decadente San Francisco de Asís, traerá consigo ejemplares campañas de salubridad en todos los rincones de la región, mediante las cuales se erradicarán endemias y epidemias, disminuyendo significativamente las periódicas mortandades en los campos del Chocó. Amplios y eficientes programas de apoyo a la agricultura y a la producción en las zonas rurales, dirigidos por agrónomos y técnicos que recorren el territorio chocoano, contribuirán al mejoramiento de las economías locales y a la estabilización del mercado regional. Una fábrica oficial de licores y una lotería de beneficencia incrementarán los caudales propios del nuevo departamento. La infraestructura de la región alcanzará puntos de auge hasta entonces impensables, incluyendo edificios públicos dignos, trazado y pavimentación de calles, la primera carretera hacia el interior del país, plantas eléctricas, servicios telegráficos y el primer acueducto de Quibdó… 

Estos y otros acontecimientos de verdadera gobernanza le darán sustento a la esperanza. Buenos tiempos han llegado y permanecerán hasta que dure -como emblema del liderazgo regional y distintivo del servicio público- el compromiso con la propia tierra y la propia gente, a través del ejercicio profesional idóneo, digno y honrado.


[1] El texto completo de Arriaga Andrade fue materia de un artículo de El Guarengue: Como si hoy fuera ayer. Los problemas del Chocó según Adán Arriaga Andrade, que puede leerse en: https://miguarengue.blogspot.com/2020/03/como-si-hoy-fuera-ayer-los-problemas.html

[2] ABC, Quibdó, 17 de marzo de 1930. Edición Nº 2157. La cacería de caimanes en el Atrato ha dado magníficos resultados. En La Honda se pescaron 600. Diez mil pieles se exportaron en 1929.

[3] ABC, Quibdó, 13 de marzo de 1930. Tarjeta de oro para el Presidente Olaya Herrera.

lunes, 12 de septiembre de 2022

 Vandumias

*FOTOS: archivo El Guarengue*

Las frutas nativas ocupaban la primera línea de los mecatos de nuestra época. Nos gustaban tanto, que suspirábamos por ellas cuando su tiempo de cosecha se acercaba, cuando en los palos de los patios de las casas de Quibdó o en las canoas campesinas del mercado a la orilla del Atrato aparecían las primicias de marañón o de zapote, de guama o de caimito, por ejemplo. Las consumíamos a placer, insaciablemente, en los recreos de la escuela o del colegio, en los paseos escolares o familiares, en las caminatas o patotas de amigos sentados en los andenes y esquinas de los barrios donde pasábamos los ratos de ocio echando chistes y mentiras, contando anécdotas y cuentos. Las frutas -chocoanas- eran parte de nuestra vida cotidiana. Nadie, ningún adulto, -y eso era quizá lo mejor- tenía que exhortarnos, obligarnos o motivarnos a comerlas. Por el contrario, muchas veces nos pedían limitar el consumo so pena de un dolor de barriga por empacho o indigestión.

Y es por eso que hay sabores y aromas, consistencias y colores, que se quedaron para siempre en la memoria y forman parte del elenco estelar de la sapidez de nuestras vidas. El deleite cremoso de una pepa de árbol del pan cuya concha retirábamos con los propios dedos. La dulzura refrescante de un tarro de caña de azúcar, dulce o agria, pelada a diente limpio y chupada hasta dejarla convertida en un bagazo mustio. La inefable presencia de un marañón maduro, de sabor tan impecable como la belleza de sus flores tapizando los patios con el mismo color del cielo atrateño en un crepúsculo de verano. El olor impecable y liso del caimito maduro y su sabor pegajoso y lento. El colorido tesoro escondido de las cinco pepas carnosas de un zapote bien maduro y su jugo escurriéndose por la comisura de los labios. La agridulzura de una guayaba biche y la candidez rosada de una guayaba madura deshaciéndose en la boca. Una coronilla aguándonos la boca o un lulo con sal estremeciéndonos la vida. Aquella dulzura única de la que solo se sabe cuando se come piña chocoana. El sabor aterciopelado y blanquecino de la guama, cuyas pepas entreabiertas casi siempre terminaban de aretes, narigueras o uñas postizas en los juegos infantiles. El placer glorioso, amarillo y polvoroso de un chontaduro con sal o con un buen pedazo de panela campesina aliñada.

Pero, no todo eran frutas en el reino infantil de las vandumias de los tiempos idos hace menos tiempo del que podría pensarse. También estaban las delicias que salían de las manos y de las cocinas de las señoras que las vendían en el andén de sus casas o en los recreos de escuelas y colegios o en las canastas y bandejas que recorrían las calles en las manos o sobre las cabezas de sus hijas y sus hijos. De este embrujo misceláneo formaban parte la sosiega de maíz (cancharina, cofio o cuscús, en otras regiones); las cocadas: de panela y coco, asadas, de piña, de papaya; las panelitas de leche y las velitas, los panes dulces y las cucas; las panochas y panderos; los pandeyucas y las runchas; los envueltos de coco, de maduro, de choclo y de sal o de masa simple; los queques y enyucados, los domplines y las donas; las masitas fritas con queso y las hojaldras calientes y crujientes; los pasteles de Taurina a la entrada o salida del Teatro César Conto; las parvas de la panadería La Caucana: pan batido de punta, cubanitos y borrachos; el maní tostado en cucurucho de papel, que en su bicicleta vendía el manisero. O aquellos pequeños banquetes consistentes en tres o cuatro ensartas de sardinas fritas (cocó o rabicolorada), con plátano cocido o en tajadas fritas; o simplemente arroz vacío o arroz con queso clavado y hasta longaniza, de vez en cuando; que se preparaban en las inolvidables bodas, aquellas divertidas reuniones de amigos que en las tardes se juntaban en la cocina de una casa para cocinar lo que resultara del conjunto de ingredientes que entre todos llevaban o compraban… Todo ello acompañado de kolitas caseras y avenas con leche o sin leche, jugos de borojó y lulo, badea y guayaba agria, etcétera, etcétera, de cuanta fruta hubiera, que para eso siempre había.

El auge o frenesí de los empaques plásticos, principalmente chuspas
-de todos los tamaños y para todos los usos-,
se dio en Quibdó a finales de la década de 1970.
Antes de eso todos los empaques eran de materiales reciclables,
como papel Kraft, hojas y cortezas vegetales.
FOTOS: Mercado Libre.

Éramos felices y lo sabíamos, aunque no lo proclamáramos ni lo dijéramos mucho, y aunque a veces -dadas las condiciones del entorno- no lo pareciera. De lo que sí no sabíamos entonces era de lo saludable que comíamos, de lo sanas que en general eran nuestras vandumias. Tampoco supimos nunca, en aquellos maravillosos años, que el papel de envolver, que era como llamábamos al Kraft de diversas densidades en el que nos entregaban desde el queso costeño en las tiendas hasta los medicamentos en las farmacias, los adornos de modistería en las cacharrerías, los panes calientes de los hornos caseros de barro de los barrios de nuestra infancia, las parvas de la Panadería La Caucana, los cucuruchos de maní que en su bicicleta vendía el sonriente manisero, e incluso las hojaldras que vendían las señoras en las esquinas y en los andenes de sus casas; eran la mejor envoltura que podría haber y que, años después de haber inundado las casas, las calles, los barrios, los solares, las quebradas y los ríos, la vida toda, de plástico de todos los tamaños, usos, densidades y composiciones, la humanidad toda desearía regresar a aquellos tiempos en los que nosotros vivimos y que, para ello, sería necesario imponer tributos por parte del Estado.

Nada mal nos habría ido a los quibdoseños de hace medio siglo con la reforma tributaria que actualmente se tramita en el Congreso de Colombia en materia de impuestos a los mecatos y antojos, o vandumias, en la jerga local de la época. De ser aprobada esta sección de la ley propuesta, se impondrían gravámenes a la comida ultraprocesada -también conocida como comida chatarra, por obvias razones de su escasa o nula calidad nutritiva- y a las bebidas azucaradas, aquellas que, además de saborizantes artificiales y agua -casi siempre carbonatada- contienen azúcar añadida o añadido, que de ambas maneras, en masculino y femenino, se puede endulzar hasta el hastío un falso jugo, una gaseosa o menjurjes similares de esos que se convirtieron, para desgracia de la nutrición y la salud del pueblo colombiano, en bebidas más consumidas que el agua o los jugos de frutas de verdad. Igual de bien nos habría ido respecto al gravamen a los plásticos de un solo uso, aquellos que se usan y se tiran a la basura o al río después de que el producto que ellos envuelven es extraído o consumido.


lunes, 5 de septiembre de 2022

 La Alborada General
de las Fiestas de San Pacho


"El 3 de septiembre en la noche, sale la Alborada.
Toditos los barrios se juntan en la madrugada
y entre voladores, chirimías, todos celebramos,
y vibra en nosotros la fe que le tenemos a San Pacho".
Homenaje a San Pacho. Hansel Camacho.[1]

San Francisco de Asís en oración.
Francisco de Zurbarán, siglo XVII.
San Francisco de Asís. Fragmento de un mural
de Maximino Cerezo Barredo, en Quibdó.

En la tarde del 3 de octubre de 1226, a los 44 años de edad, Francisco de Asís murió en su pueblo natal. Menos de dos años después, el 16 de julio de 1228, fue canonizado por quien en vida había sido uno de sus mejores amigos y a quien le había vaticinado que alcanzaría el papado: Ugolino de Segni, quien había sido gran defensor de las denominadas órdenes mendicantes -como la orden franciscana- y quien al ser elegido sumo pontífice de la iglesia católica adoptó el nombre de Gregorio IX.

Siete siglos después de la muerte de San Francisco de Asís, a mediados del año 1926, a unos diez mil kilómetros de distancia en línea recta de aquella pequeña ciudad italiana en cuya basílica se hallan los restos del santo, cuya tumba es visitada cada año por millones de turistas peregrinos; a orillas del río Atrato, en Quibdó, una población con una docena de calles y una decena de carreras, cuya población no pasa de 25.000 habitantes, agrupados en siete barrios, repartidos en doce sectores; un grupo de hombres y mujeres que gozan de reconocimiento popular y cuentan con ascendiente sobre sus vecinos promueven acciones para fortalecer y organizar mejor la fiesta que en homenaje a este santo se viene celebrando cada año -desde 1648- en la ciudad que los vio nacer o en donde transcurren sus vidas en la actualidad.[2]

Puede que la Iglesia mande la parada en todo lo referente a los asuntos religiosos; pero, el pueblo es depositario y sujeto de sus tradiciones, de sus creencias, de su espíritu festivo y bien puede mandar la parada en lo referente a cómo organizar las cosas de la mejor manera, pues ideas no es precisamente lo que falta. Esto piensa el honorable ciudadano liberal Balbino Arriaga Castro, cuyas ideas sobre el particular son apoyadas por amplios sectores del comercio y de la sociedad local. Don Azarías Valencia y don Julio Perea Quesada, al igual que una reconocida matrona del barrio de la Yesca[3], la señora Raimunda Cuesta, quienes mantienen relaciones cordiales con los padres claretianos, misioneros a cargo de la Prefectura Apostólica y de la parroquia de Quibdó, secundan a don Balbino y lo acompañan en la dirección de su empeño.

Sucesivas reuniones se llevan a cabo en un pequeño despacho de la iglesia parroquial, situada en el costado norte de la plaza central de Quibdó, que desde 1910 ha sido bautizada Centenario de la Independencia, en conmemoración de dicha efeméride de Colombia, y en donde hasta la actualidad permanece en su lugar un obelisco o columna conmemorativa del magno acontecimiento. Los señores Arriaga, Valencia y Perea, y la señora Cuesta, tratan de estar siempre presentes en estas reuniones con el misionero claretiano español Nicolás Medrano, hombre en quien -salvo algunas diferencias ideológicas, que mejor no se tocan para no empañar el asunto central- todos reconocen espíritu progresista, talento artístico y verdadera preocupación por la grey. De hecho, es el Padre Medrano quien ha tomado, literalmente, la batuta de la idea de crear una banda municipal de música a la altura de las capacidades artísticas que abundan en estos lares, como él mismo lo reconoce, y de esta ciudad que cada día se parece más a un halo iridiscente de la luz del progreso en la remota mitad de la copiosa selva atrateña.

Ideas van, ideas vienen. Días y semanas transcurren, desde el mes de María, que fue cuando empezaron en forma los intercambios entre Medrano y varios grupos de quibdoseños sobre la tradición franciscana. Sucesivas reuniones después de las misas dominicales, encuentros casuales en los salones sociales y cafés de la ciudad, charlas particulares entre mujeres y hombres de distintas zonas, oficios, instituciones y gremios de la ciudad. La siembra en tierra buena da buena cosecha: “De esa época datan algunos de los elementos fundamentales del esquema ceremonial de la celebración de las Fiestas de San Francisco de Asís o San Pacho, en Quibdó, en los que se integran componentes religiosos y componentes seculares o laicos de la festividad, tales como la asignación de un día a cada barrio, las carrozas alegóricas o disfraces, los monumentos o altares religiosos o arcos que se preparan para la procesión solemne del 4 de octubre, las alboradas y desayunos franciscanos con los que comienza el día de cada barrio, las comparsas barriales organizadas por vecinos y amigos, y las desaparecidas vacalocas”[4].

La Alborada General, en su modalidad de recorrido por todos y cada uno de los barrios y pregón del comienzo de las fiestas, es un elemento sustancial incluido también en la estructura adoptada hace casi un siglo para esta celebración anual en homenaje al santo patrono de la ciudad -entre el 19 de septiembre y el 5 de octubre- que desde el año 2012 fue reconocida por la Unesco como Patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad.

Igualmente, este nuevo esquema celebrativo de las fiestas de San Pacho incluyó también las representaciones o juntas barriales, que confluyen en una junta organizadora central, en ambos casos con el liderazgo de hombres y mujeres cuya legitimidad en la representación proviene de ese nuevo eje de identidad que es el barrio, nuevo escenario de la vida cotidiana y de la cultura de las comunidades y familias que en él se asientan, que en cierto sentido suple a la orilla y al pequeño caserío rural como espacios comunes, de confluencia y encuentro. “Los barrios en que se divide la ciudad para festejar a San Francisco se dieron cita anoche, a las doce, para anunciar el mes que falta para la fecha del patrono; con varias salvas de artillería y recorrido de la banda de músicos por las calles”, informa el diario ABC, el jueves 4 de septiembre de 1930, en una nota titulada Alborada general de las fiestas franciscanas.

Treinta años después de publicada aquella nota de prensa, el gran Rogerio Velásquez Murillo, primer antropólogo negro de Colombia, chocoano y eminente precursor de la etnografía en las comunidades negras del país, registró la alborada general en su clásico artículo “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó” [5], publicado en la Revista Colombiana de Folklore. En dicho texto, Rogerio Velásquez empieza por explicar y contextualizar el sentido de esta alborada y deja claro que esta parte de la fiesta es una novedad introducida a finales de la década de los años 20 del siglo XX:

“COMIENZOS DE LA FESTIVIDAD

El 4 de septiembre de cada año, a las doce de la noche, se da el aviso colectivo de que la fiesta se avecina. La manera escogida para noticiar a los católicos es la de disparar, desde todos los ángulos del pueblo, cohetes y pedreros, con el escándalo de gentes que gritan y cantan con la chirimía a la cabeza. Esta forma de alistarse para los eventos patronales nació en 1929, con motivo del centenario del Santo, y se conserva y practica por orgullo local”[6].

Es muy probable que el dato de 1929 sea un lapsus calami de la revista, que transcribió ese año en vez de 1926, que fue realmente cuando en Quibdó -a instancias de los misioneros claretianos- se le dio relieve a la efeméride de la muerte del santo, de la cual se conmemoraban entonces 700 años. No obstante, con lapsus o sin él, el dato del investigador Velásquez confirma y deja claro que es a finales de los años 20 cuando se reconfigura la estructura de la fiesta y toma fuerza el esquema barrial. De ahí que en el siguiente párrafo y con su mirada etnográfica, don Rogerio nos describa los detalles del transcurso de la alborada, destacando entre ellos -como elemento central- la importancia del barrio como escenario de la fiesta patronal de la ciudad y, de contera, la importancia de los líderes barriales de la misma, que a lo largo de los años serán considerados jefes y presidentes de los barrios.

Las fiestas de San Pacho incorporan así la configuración cultural y la apropiación territorial del escenario urbano de Quibdó por la comunidad negra, integrada tanto por miembros notables -con presencia en el ámbito social, económico y político de la ciudad- como por el pueblo raso, de procedencia rural, que ha llegado de los campos aledaños al centro poblado y ha reproducido aquí, en este nuevo espacio, su estilo lineal y ribereño de poblamiento en las tres grandes quebradas de Quibdó: La Yesca, La Aurora y El Caraño; en sus diques y pantanos y en el lomerío adyacente que se extiende hacia el oriente, es decir, hacia adentro, en lenguaje campesino.

Esta imagen de San Francisco de Asís,
en la Catedral de Quibdó, fue declarada
bien de interés cultural del ámbito nacional,
en el año 2006. En 2021 fue restaurada
por el Ministerio de Cultura.
FOTO: León Darío Peláez, 2008.
Las fiestas de San Pacho, así mismo, hacen posible el reconocimiento de una cierta dosis de poder a miembros de cada comunidad barrial a quienes sus vecinos invisten de autoridad para gobernar ese tramo feliz de la vida que son los días que dura la fiesta. De ahí que -como lo relata Rogerio Velásquez- en ese momento -y quizá hasta los años ochenta- no haya participación en eventos centrales de la fiesta, como la alborada general, de la comunidad blanca mestiza que ha detentado el poder político y económico, y que ha hecho de la distribución espacial original de la ciudad, con la carrera primera, paralela al río Atrato, como epicentro de todas las manifestaciones e instancias de poder, un reducto exclusivo y en gran medida excluyente. Tal concentración de poder, delimitación espacial incluida, es simbólicamente fragmentada por la estructura barrial que ahora será el escenario y territorio de las fiestas patronales, y por el poder conferido a los vecinos que las lideran en sus vecindarios, en estos nuevos escenarios de familia, comunidad y cultura popular en los que -desde principios del siglo XX- se convierten los barrios de Quibdó, como una nueva expresión de la antigua casa grande de la zona rural.

Este es el relato de Rogerio Velásquez al respecto:

“La concurrencia, ingiriendo bebidas, inicia un recorrido por los diversos barrios, que esperan el tumulto. En las casas de los jefes de cada uno de aquéllos, los músicos, sin esperar otra gratificación que algunas copas de aguardiente, ejecutan piezas antiguas, como bundes y bambucos. Descortesía que resiente es la de pasar de largo por las habitaciones de los cabecillas sin hacer lo que se ha dicho. Sólo la Banda de Música de San Francisco, única en la ciudad, tiene el privilegio de cruzar los arrabales sin detenerse en ninguna parte.

 

Cuando los ejecutantes se dispersan, se forman murgas parciales que amanecen cantando y bailando en las calles o en casas amigas. En este regocijo, como en otros que veremos, no cooperan ni participan hombres de la raza blanca”[7].

Ha pasado casi un siglo después de la introducción, en la estructura organizativa de la festividad, de la Alborada General de las Fiestas Patronales de San Francisco de Asís, en Quibdó, Chocó, Colombia, en su modalidad de pregón festivo que ahora recorre los barrios de la ciudad y no se limita, como hace un tiempo, a una breve procesión devocional por las inmediaciones del templo parroquial. Han pasado sesenta y dos años después de la publicación de un artículo en el que Don Rogerio Velásquez describe con precisión etnográfica este acontecimiento inaugural de la fiesta. Este sábado 3 de septiembre de 2022, una de las promociones publicadas convocando a los quibdoseños a participar de la Alborada General pregona: Desde hoy 3 de septiembre, la ciudad de Quibdó se viste de fiesta… y el resto de su texto es paráfrasis de la ya inmortal canción -del artista chocoano Hansel Camacho- “Homenaje a San Pacho”, que -treinta años después de su lanzamiento- es una expresión simbólica integral de la fiesta: una maravillosa y melodiosa versión -en ritmo de salsa y con sabor barrial- de ese otro emblema de la fiesta que es el solemne himno religioso “Gloria a San Francisco de Asís”, popularmente conocido como los Gozos Franciscanos, obra del misionero claretiano Nicolás Medrano, quien lo compuso como parte de la reestructuración de la fiesta en la tercera década del siglo XX.

Los significados y significantes de acontecimientos centrales de las Fiestas de San Pacho como la Alborada General, vistos en perspectiva histórica y en clave simbólica de etnicidad y cultura popular, son los que en el devenir de la tradición convierten a San Pacho en “la fiesta de mi pueblo”, como reza el lema distintivo de las festividades en este año 2022. No es en la vana opulencia del caché, que emula los carnavales de simple consumo turístico de otras latitudes, en donde se asienta el carácter patrimonial que para la humanidad toda tienen estas fiestas, según la declaratoria y el reconocimiento de la Unesco. La solemnidad de la tradición reside en su esencia, más que en los aditamentos con los que cada época la acicale.


[1] La canción completa, que se convirtió de facto en himno de la fiesta, puede oírse en:

https://www.youtube.com/watch?v=EoNz5avj8BA

[2] Los datos sobre el perímetro urbano de Quibdó están basados en un artículo de Andrés Fernando Villa, quien bajo el seudónimo de Aristo Velarde describe la ciudad en el periódico ABC a principios de la década de 1930. El texto de Villa es citado en: González Escobar, Luis Fernando. QUIBDÓ, Contexto histórico, desarrollo urbano y patrimonio arquitectónico. Centro de publicaciones Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín. Primera edición: febrero 2003. 362 pp. Pp. 190-191.

[3] Hasta la década de 1930, el actual barrio Yesca Grande se llamaba solamente La Yesca, sin el calificativo, que se le añadió para diferenciarlo del populoso barrio de La Yesquita, uno de los barrios de mayor peso y tradición en la celebración de las Fiestas de San Pacho, en Quibdó. Ambos nombres aluden a la quebrada que discurre por ambos barrios: La Yesca, que desemboca al río Atrato y es eje de poblamiento urbano desde mediados del siglo XX.

[4] El Guarengue, 4 de octubre de 2021. Nicolás Medrano, el Misionero Claretiano que compuso los Gozos Franciscanos. Primera Parte. En:

https://miguarengue.blogspot.com/2021/10/nicolas-medrano-el-misioneroclaretiano.html

[5] Velásquez Murillo, Rogerio. “La Fiesta de San Francisco de Asís en Quibdó”. Revista Colombiana de Folklore, volumen 4, 1960. Págs. 16-37.

En: https://www.bibliotecadigitaldebogota.gov.co/resources/2910695/

[6] Idem. Ibidem.

[7] Idem. Ibidem.