lunes, 31 de enero de 2022

100 años de aviación en el Chocó

-100 años de aviación comercial 
en el Chocó-

Hidroavión Catalina en el Puerto Aéreo sobre el Atrato.
Quibdó, 1934. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

Se van a cumplir cien años de la inauguración de la aviación comercial en el Chocó. El domingo 5 de agosto de 1923, un hidroavión Junkers F13 de propiedad de la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos, SCADTA, fue el primero en surcar los cielos chocoanos y posarse sobre las aguas del Atrato, en el puerto fluvial de Quibdó, luego de más de cinco horas de vuelo desde Barranquilla e incluyendo sobrevuelos por Istmina, Condoto y Opogodó[1]. Era un vuelo exploratorio que, junto a otros posteriores, permitió estandarizar rutas de viaje seguras entre estas cuatro poblaciones del Chocó y las ciudades de Barranquilla, Cartagena, Buenaventura y Cartago; de modo que a finales de ese año Quibdó empezó a contar de modo regular con servicio de transporte aéreo de pasajeros hacia el interior del país y con servicios de correo, giros y pagos. Esta novedad contribuyó a facilitar las actividades comerciales de todo orden que se llevaban a cabo en la región, así como el manejo y administración de los procesos intensivos de extracción minera y maderera, que incluían maderas finas, tagua, caucho, pieles, oro y platino. Igualmente, los nuevos servicios facilitaron la presencia continua y el establecimiento en la ciudad de inmigrantes sirio-libaneses (turcos), norteamericanos y europeos, del Gran Caribe y del Caribe Colombiano, vallecaucanos y posteriormente antioqueños; al igual que el contacto permanente de la ciudad y la región con el país geográfico y político.

Diez años después de aquel vuelo, fue inaugurado el moderno Puerto Aéreo de Quibdó, con especificaciones de construcción que en su momento fueron alabadas por los pilotos y autoridades conocedoras de la materia. Esta obra, construida por quien ha sido considerado como uno de los pioneros de la ingeniería civil chocoana, Rodolfo Castro Baldrich[2], incluyó el Aerobar, una cómoda edificación que funcionó como terminal de pasajeros y en cuyo techo podía leerse “QUIBDÓ”, una inscripción hecha para que los pilotos pudieran verla desde el aire antes de acuatizar. El Aerobar se convirtió en un sitio de moda para las élites de la ciudad, que eran las únicas con capacidad económica para acceder al transporte aéreo. El diario ABC registraba cada día los nombres de los pasajeros más ilustres, su destino y los motivos de su viaje. El pueblo raso asistía admirado al milagro de ver volar, salir y llegar los hidroaviones. Por allí “desfilaron visitantes ilustres como Gabriel García Márquez, Jorge Artel, Gonzalo Arango, Leo Matiz, Nereo López; presidentes como Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos (antes de su posesión), al igual que ministros, intendentes, gobernadores y toda la sociedad chocoana de ese entonces que tenía ya un vuelo semanal al interior del país”[3].

Gabriel García Márquez llegando a Quibdó
como reportero de El Espectador. 1954.
FOTO: El Espectador / Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

En palabras del Intendente Nacional Emiliano Rey Barbosa, en cuya administración se construyó el moderno puerto aéreo, “el Chocó dejó de ser una leyenda para los colombianos desde el día en que la SCADTA tuvo el acierto de escoger su ruta para el comercio entre dos mares. Lo que no pudo hacerse en un siglo, no obstante la inspiración de Bolívar en su célebre carta en la que abogaba por la apertura del canal de San Pablo, lo verificó la aviación con una sola semana de estudio. Es natural que la aviación no realice el prodigio en la forma de amplias proyecciones que podría estimular un canal, pero ha logrado unir los espíritus en pocas horas de vuelo y eso ya es mucho para una zona privilegiada que estaba condenada por la vorágine tropical a permanecer alejada de sus hermanos del interior[4].

Más de 50 años después de aquel primer vuelo de la SCADTA que acuatizó en el Atrato, frente a Quibdó, la Empresa Colombiana de Aeródromos, ECA, creada en 1954 por el militar, ingeniero civil y político Gustavo Rojas Pinilla como presidente dictatorial de Colombia, concluyó la obra del primer aeropuerto de Quibdó, en predios de El Caraño, ubicados al oriente de la ciudad y aledaños a la carretera hacia Antioquia. Se cerraba así la era de los acuatizajes en el Atrato, que por más de medio siglo mantuvo a la ciudad en contacto con el país y el mundo, y se daba paso a la aviación moderna, que comenzó con los aviones DC3 de la empresa Avianca. Durante la construcción del aeropuerto de El Caraño, “como anécdota curiosa, parte de la tierra que escurría por las quebradas era lavada por los obreros del aeropuerto cuando corrió el rumor que esos lodos contenían pepitas de oro. Mas tarde, no solo vinieron sus mujeres, sino toda la familia a batear el oro. Hubo necesidad de cercar el terreno donde se construía el aeropuerto y establecer vigilancia para permitir solamente el lavado al personal de la obra por turnos, pues de lo contrario no trabajarían en las actividades propias de la construcción. El aeropuerto estaba físicamente localizado sobre una mina de oro. El oro sí apareció, pero pronto se fue acabando”[5]. La ECA construiría, además, los aeropuertos de San Andrés, Leticia y Araracuara, entre otros, como parte de la estrategia de integración territorial de la periferia colombiana. El aeropuerto de Quibdó, hoy con especificaciones más modernas y un terminal de pasajeros más digno del que hasta hace una década tenía, sigue siendo conocido como El Caraño, incluso por las tripulaciones de las aerolíneas, que con ese nombre lo mencionan en sus anuncios de salida y llegada; aunque una ordenanza departamental de 1971 estableció que se llamara Álvaro Rey Zúñiga, en homenaje al primer piloto chocoano, quien murió en el accidente de un avión de la Fuerza Aérea Colombiana, FAC, cuando tenía solamente 28 años. Era hijo de Emiliano Rey Barbosa, el Intendente Nacional que construyó el puerto aéreo de Quibdó, y de su esposa, doña Felicia Zúñiga de Rey.[6]

Álvaro Rey Zúñiga, primer piloto chocoano
de la Fuerza Aérea Colombiana, cuyo nombre lleva oficialmente
el Aeropuerto de Quibdó. FOTO: Periódico El Manduco.

Cien años después del comienzo de la aviación comercial en el Chocó y aunque su uso se ha extendido y masificado, de modo que, por ejemplo, desde hace más de treinta años, lo más frecuente es que los estudiantes universitarios chocoanos viajen cada vez más en avión que en los buses de Rápido Ochoa; el acceso a este transporte va rumbo a convertirse nuevamente en un lujo impagable. Las tarifas de ida y regreso entre Quibdó y Bogotá o Cali llegan a costar hasta millón y medio de pesos, y se ha vuelto frecuente que un trayecto en la ruta a Medellín, uno de los destinos más frecuentes, llegue a costar hasta medio millón de pesos. EasyFly, empresa que en julio de 2020, alegando haber sufrido los efectos económicos negativos de la parálisis de operaciones por la pandemia, accedió a un Trámite de Negociación de Emergencia de un acuerdo de reorganización, ante la Superintendencia de Sociedades, y Satena, la aerolínea estatal caracterizada por volar a los antiguos “Territorios nacionales”, son las dos compañías que atienden principalmente el servicio aéreo de pasajeros, mensajería y carga desde o hacia Quibdó y manejan a su antojo el mercado de tiquetes aéreos hacia el interior de Colombia, sin que hasta ahora haya habido control de ningún tipo, a pesar de las múltiples, periódicas, recurrentes y reiteradas denuncias que son presentadas a cuanta autoridad pareciera tener competencia en el asunto. Por el contrario, cada vez más da la impresión que para estas aerolíneas, en materia de precios de sus vuelos desde y hacia Quibdó, todo el año es temporada alta; al punto que resulta más barato viajar a destinos turísticos como Panamá o Isla Margarita, incluso a veces hacia Miami, que desde o hacia la capital del Chocó, ruta esta en la que nunca se ofrecen tarifas promocionales, por lo menos desde o hacia Bogotá.

Hoy, como ayer, los precios de estos tiquetes aéreos son exorbitantes, tan desmesurados que casi literalmente están por las nubes. En 1930, una nota del periódico ABC, de Quibdó, ponía de presente el mismo problema. Mientras por un vuelo entre Bogotá y Girardot, con duración de 45 minutos, la SCADTA cobraba $22.50; un vuelo entre Quibdó e Istmina (25 minutos) costaba $41.20. 

Tarifa de pasajes aéreos Quibdó-Istmina

Recientemente fue inaugurado el servicio de pasajeros entre Bogotá y Girardot, utilizando aeroplanos de la SCADTA. El tiempo que gasta un avión entre los dos puntos es de 45 minutos y el valor del pasaje es de $22.50 oro.

 

El caso nada tendría de particular, pero es lo cierto que si comparamos el tiempo que gasta cada avión en ir de Girardot a Bogotá o viceversa y el valor que se cobra por el pasaje, con el tiempo en que dura un viaje de Quibdó a Istmina (25 a 30 minutos) y el valor del pasaje ($41.20), salta a la vista la enorme diferencia.

 

Bueno sería que el agente de dicha empresa en esta ciudad hiciera conocer de la gerencia de Bogotá esta irregularidad. Hace tres años el público chocoano se viene quejando de la enorme tarifa que rige para los vuelos entre Istmina y Quibdó, la que es verdaderamente alta y a cuya circunstancia se debe que la mayoría de las personas que tienen que viajar entre las dos provincias acudan todavía al viejo sistema de las canoas. Es justo y racional que el valor del pasaje sea rebajado por lo menos a $25.00 oro como estuvo al principio, cuando se inició en el Chocó el servicio de navegación aérea.

 

Periódico ABC, Quibdó, edición Nº 2287,

2 de octubre de 1930.

 

Como en 1930 a las canoas, ¿nos tocará hoy acudir nuevamente a las carreteras? ¿O simplemente terminaremos conformándonos con mirar el cielo cada vez que pase un avión y gritarle, agitando la mano en señal de saludo: “adiós, papá”; “adiós, mamá”; como hacíamos cuando éramos niños y la posibilidad de montarnos en un avión era tan remota como la distancia creciente que del mismo nos separaba mientras lo veíamos surcando el cielo, hasta que se nos perdía de vista…?

 

El famoso Aerobar, en el Puerto Aéreo de Quibdó (1933),
y aviso publicitario de la SCADTA en el periódico ABC.
FOTOS: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.


[1] Díaz Cañadas, Gonzalo. HISTORIA DEL AEROPUERTO EL CARAÑO DE QUIBDÓ. En: https://volavi.co/aviacion/aeropuertos-colombianos/historia-aeropuerto-el-carano-quibdo-choco

[2] Rodolfo Castro Baldrich, padre de Rubén, Néstor y Ligia Castro Torrijos, músicos y compositores a quienes se debe una parte del patrimonio de música tradicional chocoana, empezó estudios de Ingeniería Civil en la Universidad del Cauca, los cuales no concluyó. Completó de modo autodidacta su formación en Quibdó, alcanzando tal éxito profesional que fue varias veces Ingeniero de Obras de la Intendencia del Chocó, además de responsable del trazado y constructor principal de las carreteras Quibdó-Bolívar (Antioquia) y Quibdó-Istmina, así como constructor del antiguo Hospital San Francisco de Asís y del primer puente sobre el río San Juan para cruzar del centro de Istmina al barrio Pueblo Nuevo.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] EMPRESA COLOMBIANA DE AERÓDROMOS – ECA. En: https://volavi.co/aviacion/historia/empresa-colombiana-de-aerodromos-eca

[6] Sobre Álvaro Rey Zúñiga puede leerse en El Manduco la reseña biográfica de Américo Murillo Londoño, titulada Álvaro Rey Zúñiga, primer piloto chocoano de la Fuerza Aérea Colombiana: https://elmanduco.com.co/2021/06/19/alvaro-rey-zuniga-primer-oficial-chocoano-de-la-fuerza-aerea-colombiana-mis-memorias-primera-partepor-americo-murillo-londono/.


lunes, 24 de enero de 2022

Vagamundeando por el Chocó

 Vagamundeando por el Chocó

-4 relatos de Manuel Zapata Olivella-

Manuel Zapata Olivella. Foto: MZO Abridor de caminos. 
En: https://manuelzapataolivella.co/galeria-mzo/

Entre 1943 y 1947, cuando le faltaba poco para su grado como Médico en la Universidad Nacional de Colombia, Manuel Zapata Olivella emprendió uno de sus vagamundajes más extensos, prolíficos y aventureros, el cual lo condujo a Centroamérica y México, hasta la frontera con Estados Unidos, luego de una expedición que cubrió regiones entonces ignotas de Colombia, como Buenaventura urbana y rural, y el Pacífico chocoano, incluyendo una travesía desde Nuquí, en busca del río San Juan para llegar hasta Istmina y de allí seguir a Quibdó, desde donde partiría en un vapor hasta Cartagena, detrás de cuyas murallas, en palabras del propio autonombrado vagabundo, “el hogar paterno me esperaba para que rindiera cuentas por mi vagabundaje”.

Manuel Zapata Olivella narró -con el alma en la mano- el conjunto de esta aventura en un libro de relatos de viaje titulado Pasión vagabunda, originalmente publicado en 1949 y reeditado en el 2020[1], como parte de la conmemoración del Año Manuel Zapata Olivella, declarado por el Ministerio de Cultura, en homenaje al centenario de su nacimiento. El Guarengue ofrece a sus lectores cuatro relatos de Pasión Vagabunda que dan cuenta del paso de este insigne ser por tierras pacíficas y chocoanas, como parte de su periplo vital, de aquella aventura material y espiritual de un Zapata Olivella que entonces buscaba en la vagamundería algo de sentido para sus profundas desazones y sus tormentos ontológicos, que desembocarían en su Changó El gran putas.

Su exigua estadía en Buenaventura, incluyendo el hambre, la dormida en la banca de un parque y su sorpresivo nombramiento como médico de Nuquí están narrados en Tras las huellas del difunto, en donde -de modo vívido y conmovedor- Zapata Olivella nos muestra la precariedad de la vida de un puñado de hombres y mujeres tan cotidianamente cercanos a la muerte que ni la ciencia médica puede auxiliarlos, pues “la enfermedad era superior al médico… [y] …nada podría hacer un Pasteur o un Koch con los implementos de que disponía y sin medicinas”.

En Oro y miseria, Zapata Olivella relata su intensa navegación en búsqueda del río San Juan, desde Nuquí, y su llegada a Istmina, en donde contrasta la abundancia de “las grandes compañías mineras norteamericanas” con “la explotación, la esclavitud y el hambre de los mineros”.

Allí, en Istmina, nuevamente el azar juega a favor del vagabundo Zapata Olivella, esta vez para situarlo como médico en el Hospital Eduardo Santos y como su director por dos días, gracias al doctor Abel Ballesteros, el médico de planta, quien, procedente de Bogotá, “cuando supo que necesitaban a un voluntario para enfrentarse a las selvas chocoanas, ya no en calidad de médico, sino como misionero abnegado, aceptó el cargo que todos rechazaban”. Este episodio está narrado en El cirujano de los negros.

Finalmente, en Retorno al hogar, Manuel Zapata Olivella relata su arribo a Quibdó, desde Istmina, su encuentro con los eternos aguaceros y con la vastedad imponente y apacible del Atrato, donde “los mismos panoramas hermosos, la misma afluencia de gente de color, las mismas enfermedades y la misma miseria herían mis pupilas asombradas”. Relata, igualmente, su viaje de regreso a Cartagena.

JCUH

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Tras la huella del difunto
Manuel Zapata Olivella

Tres amigos que ya no me abandonarían me espolearon esa noche: el hambre, el frío y las lluvias. Cuando toda posibilidad de escape hacia el mar fue imposible, regresé la vista atrás, sobre el pequeño poblado que no había visto en mi carrera hacia el muelle. Buenaventura es una ciudad alegre, matizada de colores, sol y agua. En torno a la bahía las casas de los ricos y las oficinas públicas; más allá, sobre una pequeña colina, se aglomeran en desorden las viviendas humildes, a veces de barro, otras de madera. Instintivamente dirigí mis pasos sobre la barriada pobre, de cuyo seno brotaba el sonsonete de un tamboreo.

Noche negra, fiesta de abolengo africano que, olvidada de la historia, florecía en ancestros telúricos. Los cultivadores del plátano, del arroz y la caña, los negros del Pacífico, se habían reunido ese sábado para bailar el “currulao”. Los instrumentos, la danza y los bailarines tenían las huellas africanas. Una marimba de madera, dos tambores, uno pequeño que se permitía un parloteo, y otro grande, casi con un metro de diámetro, de piel dura, que mantenía el ritmo monótono del baile. En torno a esta orquesta primitiva circulaban los cantores, hombres y mujeres, atormentados por la atracción del canto que los emborrachaba como la luz del escarabajo.

Traté de confundirme con aquellos hermanos, pero mis pies no pudieron trenzar el ritmo, en apariencia fácil, de los bailarines. Muchos de ellos se reían de mi testarudez, pero otros, los ancianos, me miraban con cierta desconfianza, celosos de sus ritmos ante los extraños. La baraúnda se celebraba debajo de un techo de zinc en un inmenso corredor con pretensiones de mercado. En torno a la gente que libaba alcohol con desesperación, menudeaban los puestos de comida en donde se fritaba el pescado apetitoso, los chorizos y la carne salada. El hambre un poco adormecida por la emoción del baile, se despertó al golpe de la brisa preñada de marisco. Me acerqué a los comensales en espera de una posta de pescado obsequiada o de cualquier otro presente; pero aquellos hombres comían, hablaban y gesticulaban haciendo caso omiso de mis miradas, insistentes y alucinadas, como las de los perros que se escurrían por entre mis piernas.

Cansado por el largo viaje y acosado por el sueño, me alejé de la barriada en fiesta en busca de un parque. Sobre el primer escaño estiré mis músculos con la esperanza de soñar con un banquete sanchopancesco. En la madrugada el frío comenzó a aterirme y con dificultad me movía en la escasa superficie de la banca, dura y fría a la vez. El cielo se preñó de nubarrones y una ventisca venida del mar remojó mis ropas. En otras circunstancias hubiera huido con tiempo del aguacero que se insinuaba, pero sólo lo hice cuando la lluvia abundante anegó el parque y alrededores. Corrí hasta las oficinas del correo y en el umbral volví a estirar mi anatomía.

Los primeros peatones me despertaron. El día era esplendoroso, perfumado por la brisa del mar. Una sola obsesión perturbaba mi mente: comer. Las horas fueron pasando sin el manjar apetecido y, ya entrada la noche, me dispuse a pasar otro banquete en sueños. La misma hambre me impedía pensar sobre mi destino. Atropelladamente me circundaban las ideas de viajes fantásticos como los de Simbad, pero todos ellos se suicidaban sin el hechizo oriental. Esa noche llegué a una conclusión: visitaría la Dirección de Higiene.

A la mañana siguiente penetré hasta el despacho del director y me identifiqué como estudiante de la Universidad Nacional. Para excusar mi mal pergenio, inventé no sé qué historia, pero lo cierto fue que el facultativo me acogió con muestras de gran entusiasmo, cosa que vine a explicarme más tarde. Me presentó a otros colegas, uno de los cuales se creía un sabio olvidado por la injusticia de los hombres. Este último me llevó a su laboratorio, en donde me mostró algunas placas microscópicas de sus supuestos grandes descubrimientos.

Al día siguiente asistí a un funeral inesperado. Todo el mundo en la Dirección de Higiene vestía de blanco riguroso y de corbatas negras. Después marchamos en un carro hasta el puerto, en donde sin pompa ni gloria, descendieron el cadáver de un médico, víctima de no sé qué enfermedad, en ejercicio de su profesión. Cuando dejamos en buena paz al colega, el Director me sorprendió con esta buena nueva:

—Mi querido doctor, usted es un hombre afortunado. Ayer no sabía cómo ayudarlo, pero ahora creo que puede reemplazar al difunto.

Acepté sin vacilaciones y esa misma tarde partía hacia la costa del Chocó a un punto perdido en la selva, llamado Nuquí. La gasolinera se desprendió rápidamente del puerto, sin que aún supiera yo a qué aventura me enfrentaba. Después de veinte horas de camino, siempre bordeando el panorama de arrecifes en donde las olas se estrellaban con enjundia salvaje, entramos a una pequeña bahía adornada de cocoteros. Toda la población corrió a recibirnos: un puñado de hombres famélicos, desarrapados y sombríos.

—¿Usted es el nuevo doctor?

—El otro se murió de fiebre porque era blanco. Pero usted resistirá lo mesmo que nojotros.

—Allí, doctor, al pie de la quebrada está su casa.

Yo respondía con una sonrisa imborrable, única. La gasolinera se alejó y cuando la vi perderse en el horizonte marino, comencé a darme cuenta de la situación en que quedaba. Todas las personas me saludaban con muestras de simpatía desde las puertas de sus casas. Noté que los adultos se movían con pereza; parecían fantasmas clavados en la tierra. Después supe que eran pianosos, reumáticos, palúdicos y parasitados, que vivían merced a esa obstinación de la raza negra queriendo sobrevivir al trópico.

La casa de mi antecesor era de madera, desmantelada por las lluvias y las tormentas. Pude ver arrinconadas muchas botellas de ron vacías, revueltas con muestras de medicina, algodón y ampolletas. El olor del lugar me era conocido. Di varios pasos y recorrí con ellos los estrechos límites; me acerqué al botiquín y lo hallé vacío, busqué inútilmente un microscopio, pregunté por una jeringa al encargado de la casa, solicité agua, pedí jabón. Allí no había nada y mucho menos un botiquín médico. No obstante, esa noche soñé despierto el sueño más bello de mi vida. Ya que el destino lo quería, sería un nuevo Livingston en aquella aldea. Con paciencia y abnegación me convertiría en el apóstol de aquellos negros enfermos, abatidos por la inclemencia y el abandono.

A la mañana siguiente di comienzo a mis tareas, limpiando la casa y recibiendo a la mayor parte de la población de Nuquí. En un libro manchado que sirviera para cuentas, fui apuntando los nombres de los enfermos y en frente, su mal. ¿Estaba seguro de mis diagnósticos? No. ¿Qué importaba eso? Entonces supe cuánto desatino tenían mis profesores, que, convertidos en fiscales, acosaban a los alumnos para sorprenderlos en la primera falla, la más minúscula, al recitar las características de una enfermedad. Repito que nada de eso importaba. Allí estaban Diego López, Juan Marroquín, Eustasia Mosquera y otros, todos pianosos, todos palúdicos, todos reumáticos, todos con el hígado agrandado, todos con el bazo gigante, todos con diarreas, todos con hambre. ¿Para qué servía un diagnóstico? Lo esencial era tener un poquito de valor y de sentido común, que desgraciadamente, y aún no me lo perdono, no tuve frente a tales desgraciados.

Con los primeros muertos me sentí vencido. La enfermedad era superior al médico. Desde luego que nada podría hacer un Pasteur o un Koch con los implementos de que disponía y sin medicinas. Pero confieso que más que la impotencia, el gusano del vagabundaje carcomía la abnegación por redimir a mis hermanos. Una noche, atormentado por la fiebre o la alucinación, registré entre las botellas de mi antecesor en busca de un trago de aguardiente. Mientras reparaba a la luz de la lámpara cada una de las botellas vacías, comprendí cuál había sido la enfermedad del heroico médico, abandonado en tales soledades. La impaciencia, la conciencia de no poder enfrentarse al mal, tal vez un fracaso operatorio o un pinchazo de mosquito, lo llevaron hasta allí, hasta el aguardiente, en busca de un alivio transitorio que, a fin de cuentas, se convirtió en definitivo.

Manuel Zapata Olivella en su época de estudiante
de Medicina en la Universidad Nacional
de Colombia. Foto con dedicatoria para su madre.
Tomada de: MZO Abridor de Caminos. https://manuelzapataolivella.co/galeria-mzo/

Oro y miseria
Manuel Zapata Olivella

Quince días después, en la visita periódica que hacía la gasolinera a las poblaciones costaneras, presenté mi renuncia ante el capitán.

Se mostró asombrado, no de la renuncia, si no de mi resolución de quedarme.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No sé exactamente. Pero me quedo.

Sí lo sabía, pero no quise desnudarme en confesiones. Ya bastante tenía con los consejos de algunos ancianos en la aldea que me pidieron desistiera de mis planes, pues consideraban que era empresa de nativos, no de civilizados. Esa misma mañana me puse en marcha. Junto con dos de los más robustos mozos, emprendimos la jornada a lo largo de la costa y a través de la selva para alcanzar las márgenes del San Juan.

Me sentía capaz de rivalizar con un Bolívar o un Ulises. Cruzar la selva chocoana para caer al istmo, era en mi mente afiebrada, una minúscula odisea. Cargado de provisiones y sin otra arma que el profundo conocimiento que mis guías tenían de la región, fuimos andando por el invisible camino de la selva. ¡Cómo olvidar tantas emociones! La naturaleza bravía, mostrando sus colmillos de barro, sus ojos de clorofila, sus cabelleras de lluvias sin fin y su cuerpo moreno, invisible, pero presente en cada paso. Confieso que ante la belleza del espectáculo, bajo la impudicia del agua y el paisaje, me sentí muy lejos del tigre, de la serpiente y del tapir que tanto mencionaran para amedrantarme. Dos días de camino y una noche de descanso en una aldea de los indios cilanes, perdidos entre la maraña de bejucos y las caravanas de corozos, me condujeron al San Juan. Luego en canoas fui ascendiendo hasta Istmina, población cuyo nombre recuerda el canal que abrió en sus inmediaciones un cura para unir a los dos océanos. Ubicada en el estrecho istmo que separa las cabeceras de los ríos San Juan y Atrato, que corren en sentido contrario, el primero hacia el Pacífico y el otro hacia el Atlántico, esta zona del Chocó ha sido la más traficada desde los tiempos de la conquista española. Hoy puede verse en ella lo característico de la región: por un lado, las grandes compañías mineras norteamericanas, dragando los ríos y afluentes en busca de los metales preciosos que abundan en su cieno y por otro la explotación, la esclavitud y el hambre de los mineros que no alcanzan a cubrir con el mezquino salario el pago de su manutención ni las medicinas para curarse de los males endémicos.

El pian, como he dicho, hace estragos en toda la población. Aquí como en ninguna otra parte de Colombia, los hombres sufren de deformación de los huesos, los dolores lacerantes, las úlceras o pianomas abiertos que a la vez que hacen sufrir son foco de contagio. Por otra parte, los parásitos, el paludismo y el reumatismo que adquieren a la orilla de los ríos, sacando el oro y el platino en batehuela, completan el cuadro ignominioso de su esclavitud. Viven nadando en oro, pero este no les sirve ni para alimentarse, manteniéndose de plátanos y queso en una región donde la carne es un lujo.

Cuando llegué al Chocó, las compañías mineras, apoyadas por la Institución Rockefeller, pregonaban una batida general contra el pian y el paludismo. No pasaba de ser una farsa; el bismuto y la metoquina, aun cuando llegaran por toneladas, no podían aniquilar tales padecimientos, hijos del bajo nivel de vida a que se esclaviza el minero. Ya podían llevar los pesados fardos de medicinas, que los pianosos y palúdicos se multiplicarían con su ritmo ascendente, aniquilador. Afortunadamente para mí, en Istmina, estuve lejos de aquella asquerosa máscara que ennoblecía a las compañías norteamericanas ante los ojos de la nación.


El cirujano de los negros
Manuel Zapata Olivella

Al enterarme de que había en el lugar un hospital del gobierno colombiano, me dirigí a él con la esperanza de hallar alojamiento. Más que eso encontré comprensión, trabajo y humildad. Al frente del Hospital "Eduardo Santos", estaba el doctor Abel Ballesteros, desde hacía cuatro años, desde su fundación. Para él no fue necesario que mostrara mi carnet de estudiante de medicina. A su vez había huido de la capital, en donde las envidias e intrigas profesionales le cerraban las puertas de las salas de cirugía. Cuando supo que necesitaban a un voluntario para enfrentarse a las selvas chocoanas, ya no en calidad de médico, sino como misionero abnegado, aceptó el cargo que todos rechazaban.

—Cuando salí de Bogotá, me dijo, todos mis enemigos se alegraron. Sabían que no volvería con vida, o por lo menos, con una esplenomegalia.

Dispuesto a triunfar, el joven cirujano se dedicó con estoicismo a la profesión.

No contaba entonces la región con el hospital que había yo encontrado y en aquel medio bárbaro se dedicó a practicar la más primitiva cirugía. A media noche, bajo los aguaceros, de a pie por sendas infectadas de víboras, llevaba el alivio de su ciencia a los negros refugiados en la selva.

Muchos años después el gobierno se decidió a fundar el hospital, y para el cirujano comenzó una nueva odisea, enseñando a enfermeras, convenciendo a los nativos de la necesidad de las operaciones, hasta que la sala de cirugía fue ocupada diariamente. Úteros, próstatas, riñones y estómagos; las más arriesgadas intervenciones fueron practicadas allí, en mitad de la selva, sin más recursos que mucha higiene y gran valor.

“Para esta gente soy algo más que un médico”, me dijo un día. Bastaba ver la cara que ponían sus enfermos para comprender que estaba en lo cierto. Ante este hombre me fue fácil confesarme. Le hablé de mis ambiciones literarias, de mi desaliento en la patria, de la fiebre de vagabundaje y otras cosas que él supo comprender. Antes de que yo abandonara definitivamente la carrera médica, quiso pedirme un favor. Hacía mucho que no iba a la capital de la Intendencia, Quibdó, y quería aprovechar mi visita para encomendarme por algunos días la dirección del hospital, pues tenía diligencias urgentes que realizar allí.

Jamás pude haber imaginado que en mi ruta de vagabundo iba a ser honrado con aquel título honorífico. Aunque la medicina no me atraía, por aquel hombre yo hubiera hecho lo que necesitara y algo más. Estuve, pues, frente a 58 enfermos durante unos días. No pude dormir con la preocupación de tener bajo mi responsabilidad la vida de tantos desgraciados. Días y noches, vigilaba atento sus pulsos, sus dolores, sus quejas. Para ellos debí ser un ángel, pero me sentía el más diabólico de los tormentos. Dos días después, al regresar mi amigo, pude ofrecerle con orgullo el producto del primer parto que había realizado sin ayuda alguna.

—Este pícaro, doctor, se dio la satisfacción de darme el susto más grande de mi vida —le dije, entregándole al recién nacido.

—Llevará su nombre. Se lo prometo.

Al dejar a aquel apóstol quedé vivamente impresionado. Desde entonces he llevado el firme propósito de recoger sus experiencias, las mismas de todos los médicos rurales que a diario, lejos de los cómodos laboratorios y de las envidias profesionales, hacen de la medicina más que una ciencia, un martirologio que sólo puede recompensar el agradecimiento desmedido de los infelices campesinos que se han visto rescatados de la muerte por una incisión audaz y oportuna.

Foto: MZO Abridor de caminos.
https://manuelzapataolivella.co/galeria-mzo/

Retorno al hogar
Manuel Zapata Olivella

De Istmina a Quibdó hice un viaje azaroso en champán. Jamás había estado en una región donde lloviera tanto. Día y noche se dejaba caer la lluvia abundante. No existían techos ni pulgada de tierra inmune a la humedad. Fácilmente se explicaba la abundancia de la malaria. Bajo un torrencial aguacero llegué a la capital, de noche, cruzando sus calles como ríos desbordados. Al amanecer, pude acercarme, en un momento de intermitencia, al Atrato rumoroso, lento y profundo. Era fácil explicarse que hubiera servido de inspiración a más de media docena de poetas. Las calles y las avenidas de su caudal convidaban al camino como en un río helado.

Varios días estuve en Quibdó, errabundo y despreocupado, gracias a unos pesos que habíame obsequiado el colega cirujano. Los mismos panoramas hermosos, la misma afluencia de gente de color, las mismas enfermedades y la misma miseria herían mis pupilas asombradas. Tierra que espera la aurora de tiempos mejores, de hombres y máquinas que sepan transformar en riquezas para todos sus inmensos yacimientos de plata, oro y platino. Tuve oportunidad de asistir a bailes de negros, de ver pescar cocodrilos y babillas, de cazar zainos, y otros deportes que allí tienen el valor de la lucha por la vida. Aislada por completo de la civilización, Quibdó pasa hambres sin cuento. De vez en cuando, al ritmo preconcebido de fletadores, llegan las lanchas y canoas cargadas de víveres, queso y carne, que se venden a precio de guerra.

Los bajos del río Atrato son anegadizos, sembrados de ciénagas y pantanos. Este inconveniente geográfico impidió que tratara de seguir de a pie hacia Cartagena, lugar de residencia de mi familia. Derruido por el cansancio, rotas las ropas y sin programas en la vida, temía volver a casa, en donde me esperaban cargado de títulos y honores. Seguro de que mi pasión de vagabundo saltaría todos los obstáculos familiares, tomé un vaporcito sobre las quietas aguas del Atrato y embriagado por el paisaje olvidé mis temores de hijo desobediente.

Las márgenes, invioladas aún, se cubrían de una espesa vegetación. La corriente mansa, hasta el punto de haber lugares en donde las hojas caídas parecían no andar, se me antojaba un río que de repente se hubiera quedado sin vida. Escondidos tras la arboleda, al igual que una virgen ruborosa, se ocultaban los puebluchos; sus moradores, al oír los silbidos del barco, corrían alborozados a la orilla para saludarnos con las banderolas blancas de sus dentaduras. Después de varios días de camino, comenzó a insinuarse la proximidad del mar. Desde muy lejos venía la brisa fresca que se confundía con el vaho de la vegetación. Todo el mundo estuvo atento al llegar a la desembocadura: el río, sin aspavientos ni cobardía, se entregaba sumiso, con su voluminoso caudal, al mar Caribe. Lo pintoresco había quedado atrás, porque el mar, en su ámbito de gigante, apenas mostraba sus curvadas espaldas durante las largas horas de viaje. Algunos pasajeros no pudieron resistir el bamboleo de la nave y presas del mareo permanecieron en sus camarotes; yo, como viajaba de tercera, no tenía aquel refugio; pero algo más confortable avivaba mi espíritu: cuentos de marineros, espirales en torno al mar como el corazón de un caracol.

Una noche entramos a Cartagena. La ciudad dormía displicente, con esa evocación de epopeyas grandiosas de las cuales le queda el recuerdo en sus murallas. Una honda inquietud me atormentaba. Allí detrás de los muros, el hogar paterno me esperaba para que rindiera cuentas por mi vagabundaje.



[1] Zapata Olivella, Manuel. Pasión vagabunda. Universidad del Valle. Tercera edición 2020. ISBN edición digital (pdf): 978-958-5599-88-8. 234 pág. Pp. 58-67. 

En: http://zapataolivella.univalle.edu.co/

lunes, 17 de enero de 2022

MIANMCO

 MIANMCO

Miguel Ángel Mosquera Conto, MIANMCO.
Foto: Radio Universidad del Chocó.

Estilógrafo en mano, una noche de agosto de hace medio siglo, en la sala de la casa del barrio Pandeyuca de Quibdó que nos había arrendado su mamá, la señora Escolástica, y que era contigua a la suya propia, donde él vivía con ella; Miguel Ángel Mosquera Conto escribió MIANMCO en una hoja de cuaderno que me pidió que le trajera y me explicó letra por letra, incluyendo la N antes de la M, el acrónimo que había escogido desde hacía varios años como su nombre distintivo, su firma de artista, su nombre público y familiar. Él apenas comenzaba la tercera década de su vida, yo completaba la primera década de la mía. MIANMCO, mi papá, mi mamá y Playas Marinas, un acordeonero hábil, alto y jovial que al momento estaba a punto de graduarse en la Normal como Maestro Superior, estaban tomando aguardiente y departiendo alegremente, alrededor de las historias que se contaban y al son de los vallenatos que se cantaban. Había un plato de picada de queso costeño cortado en pequeños cubos, con tomate en rodajas, cebolla y limón. Había una libreta sobre una mesita y dentro de la libreta estaban los esbozos iniciales del disfraz que MIANMCO ejecutaría ese año para que el Pandeyuca compitiera en las Fiestas de San Pacho, información esta que en aquella época era casi un secreto de Estado.

Escultor y pintor, dibujante y diseñador, ebanista y tallador de madera, músico y ajedrecista, este genio quibdoseño de ceño adusto y voz ronca, casi gutural a veces, de palabra franca y de risa alegre, de mirada profunda y cuerpo enjuto, era hijo del gran Miguel “Santero”, uno de los primeros artistas chocoanos negros cuyas obras de arte religioso (un santo sepulcro y un Cristo crucificado, entre otras) fueron acogidas por la iglesia católica en sus templos, específicamente en la Catedral de Quibdó, en donde también se desempeñó como restaurador de imaginería religiosa y diseñador de decorados para fiestas de guardar y tiempos litúrgicos especiales, como la semana santa y la Navidad. Miguel Ángel Mosquera Lozano se llamaba el Santero y, quizás por eso, buscando eludir la inevitable y permanente confusión de su homonimia, MIANMCO decidió llamarse de este modo y no con su nombre de pila.

Disfraz, alegoría o carroza en las Fiestas de San Pacho.
Foto: Talento Chocoano.
Contemporáneamente con El Brujo, ese otro genio llamado Alfonso Córdoba Mosquera[1], MIANMCO convirtió literalmente en una manifestación integral de arte el diseño, elaboración, construcción y funcionamiento de los llamados disfraces de las Fiestas Patronales de San Francisco de Asís, de Quibdó, que desde 2012 forman parte de la lista de patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, de la Unesco. Casi podría decirse que hizo de esta conjunción de expresiones un género especial dentro de las artes plásticas, por su rica combinación de saberes, habilidades y técnicas escultóricas, pictóricas, arquitectónicas, mecánicas y de teatro de títeres, todas reunidas en una carroza de madera en la cual se instala la compleja puesta en escena de una alegoría con base en personajes de gran tamaño y dotados de movimientos minuciosamente planificados y controlados tras bambalinas, en un entorno o escenario de gran formato, elaborado todo en madera de balso y otras especies, con una variedad tan amplia como sea necesario de movimientos que se logran mediante winches, poleas y otros mecanismos de interconexión entre las partes y de transmisión de movimiento. El resultado es un conjunto que constituye una representación escénica de alto realismo, de carácter documental, crítico y satírico, de hechos y problemáticas de la vida social y política de la región o del país.

MIANMCO retratado por el fotógrafo chocoano Andrés Mosquera (Waosolo).

Los muñecos o personajes de las alegorías de MIANMCO (él prefería decir alegoría en vez de disfraz) se caracterizaron siempre por la perfecta definición de sus rostros y figuras, por la alta calidad estética de su manufactura; así como el decorado de sus carrozas portantes del conjunto escénico fue siempre de un colorido tan bien logrado que no le sobraba un trazo, ningún tono disonaba y siempre impactaba agradablemente a la primera vista, de tal modo que sus obras, así como las de El Brujo, terminaron teniendo tal impronta de autor que la población quibdoseña terminó reconociendo la autoría de cada trabajo anual, por lo menos en el caso de estos dos genios del gremio de los actualmente llamados “disfraceros”. Todo ello con menos variedad disponible de materiales e insumos y muchísimo menos dinero destinado a la ejecución del disfraz, pues en aquellos tiempos no había casi patrocinios y los dineros provenían de las colectas barriales y de diversas actividades para la recolección de fondos, como las tómbolas o bailes juveniles, las ventas de comida típica, las rifas, la recolección de óbolos en las calles mediante la instalación de retenes con lazos de lado a lado de la vía, que impidieran el paso de gente y vehículos, los cuales debían dar un aporte para poder continuar su camino; entre otras prácticas que concitaban la unión entre vecinos y la solidaridad barrial en pro de la justa causa de una decorosa participación en las fiestas de San Pacho.

Estos disfraces o carrozas, generalmente de alto contenido sociopolítico, aunque también en ocasiones tienen carácter lúdico o evocan valores y bienes comunes de la región, como su biodiversidad o su historia, son obras efímeras, transitorias, una especie de planificada performance que cuando la Fiesta de San Pacho termina, cada año, dejan de existir y le dan paso a una nueva obra el año siguiente. No obstante, para MIANMCO cada año era un nuevo reto artístico plasmar las ideas definidas junto con los líderes barriales en propuestas novedosas de diseño y en ejecuciones estéticas capaces de comunicar con eficacia -desde su enorme y admirable belleza plástica y su complejidad estructural y funcional- mensajes contundentes que llegaran al alma del pueblo que, extasiado y feliz, contemplaba el paso de la carroza y alborozado reclamaba en cada esquina el movimiento de la escena… Hoy, progresivamente desde hace unos treinta años, aunque los disfraces siguen siendo importantes e incluso, a raíz de la declaratoria patrimonial de la Unesco, se han adelantado acciones para mantener y enriquecer la tradición de los “disfraceros”; las comparsas barriales, caracterizadas por la vistosidad de los atavíos y trajes cada vez más finos y costosos que lucen las mujeres y los hombres que las integran, han terminado robándose el show en los desfiles barriales y en el desfile general del 3 de octubre, donde antes el elemento central eran los disfraces. “Un adiós sentido al maestro Mianco. Con su partida queda huérfano el arte de construcción de disfraces que es parte fundamental del patrimonio que constituye las fiestas de San Pacho, recordándonos que no promover la cultura es ir enterrándola poco a poco. Paz en su tumba maestro” [SIC], expresó en un tuit del 11 de enero Carolina Córdoba Curi (@NubiaCarolinaCC), aludiendo precisamente al trascendental papel de MIANMCO en esta actividad sustancial de las fiestas franciscanas de Quibdó, ya que fue el autor de por lo menos cincuenta disfraces a lo largo de su vida, la mayoría de ellos premiados.

Quizás la Fundación Fiestas Franciscanas de Quibdó, que actualmente es responsable de San Pacho, podría -basada en los archivos de la fiesta y en la memoria de unos cuantos egregios conocedores de la historia de la misma- recabar datos como el número exacto, años, nombres y barrios de los disfraces de los que MIANMCO fue autor y levantar fichas técnicas de los mismos, al igual que compilar y digitalizar las fotos de ellos que aún existan. Dicha información, como parte de una crónica o historia de vida sobre la existencia y la obra artística de MIANMCO, así como sobre el contexto de Quibdó donde su vida transcurrió, acompañada de los reportajes o entrevistas y demás trabajos de todo género hechos acerca de él, serían valiosa materia para configurar y editar una publicación que se convirtiera en parte del homenaje que por lo menos Quibdó debería tributarle. Instituir y otorgar el Premio MIANMCO a la mayor calidad artística de los disfraces y el Premio Miguel Santero a la mayor calidad artística de los arcos o altares devocionales de cada año en las fiestas de San Pacho sería otra forma de recordar y mantener viva en la memoria de la gente la invaluable herencia artística y cultural que él nos legó, mediante la cual engalanó y dio lustre a la sabiduría artística que de su padre recibió. Y quizás la Universidad del Chocó podría enmarcar para siempre su memoria creando la Cátedra MIANMCO o la Cátedra El Brujo, una especie de cátedra abierta por la que podrían pasar de modo electivo estudiantes de todas las carreras, para escuchar de los propios artistas de la región reflexiones y propuestas en torno a la preservación étnica y cultural, a la dignificación y al engrandecimiento de las artes y los artistas de la región.

Foto: Víctor Galeano.
En: https://www.semana.com/periodismo-cultural
---revista-arcadia/articulo/los-disfraces-de-miamco/71574/


MIANMCO había nacido en noviembre de 1939. Con su fallecimiento, a los 82 años de edad, este 10 de enero de 2022, “pierde la comunidad del barrio Pandeyuca de Quibdó su mejor exponente artístico y el hijo que engrandeció la tradición sanpachera de los cánticos de Teresita Martínez de Varela; el legado organizativo de María Licona, “Mariquita"; las notas de acordeón de Daniel Gamboa y Carlos Rivas -Morao-; y la música de La Timba del Pandeyuca (sexteto) con Jorge Perea -Totío-, Pedro Córdoba -Chamat-, Félix Rivas Martínez -Chungulito-, Lucho Rentería -"Cayayo"- y Miguel Arango -"Pica-la-res"-[2].

Nunca olvidaré que aquella noche de hace más de medio siglo, cuando yo era un niño de escuela primaria y él un artista joven ya reconocido, además de enseñarme la composición y significado del acrónimo que había adoptado como nombre, MIANMCO abrió su libreta y me mostró los bocetos del disfraz que estaba diseñando y que después construiría para que el Barrio Pandeyuca participara en la Fiesta de San Pacho: El Hijo del Aire se llamaba y creo que ganó ese año el concurso de disfraces. Tampoco olvidaré que lo vi tocando acordeón y caja, jugando ajedrez y dibujando a mano alzada sus explicaciones sobre perspectiva y escala.

El alma quibdoseña está de luto, como bien lo expresó Douglas Cújar al conocer la infausta noticia de la muerte de tan grande y admirable artista. Gloria eterna al arte de MIANMCO, a su imperecedera genialidad y a la sencillez sosegada de su humanidad.

lunes, 10 de enero de 2022

Al Maestro con cariño

 Al Maestro con cariño

Afiche promocional de Al Maestro con cariño
y Sidney Poitier con su estatuilla del Premio Oscar a Mejor Actor, 1964.
Fotos: BBC Mundo.

A un mes largo de cumplir 95 años de vida, murió en Bahamas Sidney Poitier, a quien mis amigos de infancia y yo conocimos comenzando la década de los años 1970 en una función vespertina del Teatro César Conto, de Quibdó, en una película que rompió la trillada rutina de la cartelera a la cual teníamos acceso los menores de edad, que estaba compuesta únicamente de karatekas, cowboys, soldados y detectives, y uno que otro luchador mexicano enmascarado. To Sir, with love era el título original de la película de Poitier, el cual aparece escrito a mano, en una de las escenas finales, en la tarjeta que acompaña un regalo que los estudiantes le entregan a su maestro, Mark Thackeray (Sidney Poitier), como símbolo de gratitud inmensa y de enorme afecto hacia quien, sobrepasando todas las situaciones de irrespeto y patanería de sus estudiantes, les va mostrando cuál es el camino para ellos deseable, hasta encarrilarlos y mostrarles que la vida puede valer la pena y que ellos pueden ser felices, a pesar de las difíciles condiciones en las que crecen en un suburbio de Londres, en donde se ubica esta escuela pública.

La conmovedora escena tiene lugar en la fiesta de final del curso escolar y concluye con Poitier (el Maestro Tackeray) rompiendo su carta de renuncia a la escuela. “A pesar de estar de acuerdo con afirmaciones sobre el sentimentalismo de la película, y que le da una clasificación mediocre, el Virgin Film Guide asegura: "lo que hace [de esta] una película agradable es la naturaleza mítica del personaje de Poitier. Se las arregla para parecer como una persona real, al mismo tiempo que incorpora todo lo que hay que saber acerca de la moral, el respeto y la integridad"[1].​ El personaje de Poitier es en realidad un ingeniero que a causa del desempleo termina convertido en ese maravilloso maestro al cual los rebeldes y a veces hasta pérfidos estudiantes terminan pidiéndole que no los deje, a través de aquel regalo que entregan “Al Maestro con cariño”, título en español de la película.[2]

La filmografía de Sidney Poitier comprende su participación como protagonista o personaje estelar en más de 50 películas. Poitier fue nominado en dos ocasiones al Premio Oscar como Mejor Actor y lo obtuvo en abril de 1964, por su papel protagónico en Los lirios del valle (Lilies of the field). Fue la primera vez que un actor negro recibió este premio en esa categoría: “estaba tan sorprendido que salté dos metros de mi asiento”, le contaría Poitier a The New York Times. Igualmente, en 2002, le fue otorgado el máximo reconocimiento honorífico de los Premios Oscar: el Oscar a su trayectoria como actor. En ese mismo año, como Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama le confirió la Medalla de la Libertad.

2002. Entrega de la Medalla de la Libertad a Sidney Poitier
por Barack Obama como Presidente de los Estados Unidos.
Foto: EFE.

Desde que lo vimos en aquella película, sentimos a Poitier como si fuera alguien cercano a nuestras vidas, y desde entonces no hubo film suyo que llegara al Teatro César Conto que no hiciéramos todo lo posible por ver. Pasábamos largos ratos contemplando y comentando las fotos impresas en colores o en blanco y negro, en tamaño 20x25 cm., que pegaban en las carteleras en las que anunciaban la pronta exhibición de las películas o su programación, indicando función, horario, precio y categoría de público permitida; así como los preciosos afiches del tamaño de una hoja de cartulina, que pegaban en las vitrinas que el teatro tenía a su entrada junto a las taquillas y en el espacioso hall donde quedaban las escaleras de caracol hacia el segundo piso y las entradas para el primero, es decir, para palco y luneta.

Uno de mis más entrañables amigos de aquella divertida infancia quibdoseña me dijo un día, a la salida de una de las películas, que él a veces veía a Sidney Poitier como si fuera un paisano que hubiera triunfado. Le dije que me pasaba igual. Y nos divertimos mucho repitiendo a lo largo de las semanas, durante los regresos del colegio a la casa o en los intermedios de la jornada, los diálogos que recordábamos de la película, intercambiándonos el rol de Poitier y compitiendo entre nosotros para ver quién imitaba mejor la gestualidad y el tono de su actuación. La majestad actoral, la naturalidad interpretativa y la fuerza de la presencia escénica de Sidney Poitier habían hecho efecto en unos muchachos de Quibdó que ni siquiera habían nacido cuando él ya se estaba consagrando.

Esta especie de “Efecto Poitier” fue tan profundo que, en el último año de colegio, en la portada de pasta dura y argollada de mi fólder cinco materias, pegué una calcomanía en la que se leía “Free Angela Davis” debajo de una foto hermosa de ella altiva y desafiante con su afro inmenso, y en la tapa posterior pegué con Colbón una foto de Poitier sonriente, con la estatuilla del Oscar entre sus manos, que había recortado de una vieja edición de la revista Life en Español.

Sidney Poitier con Martin Luther King, 1964. Twitter: @BerniceKing

lunes, 3 de enero de 2022

Cielo de tambores

Cielo de tambores

"Cielo de tambores, cielo de tambores
cielo, cielo que mi raza llena de colores".
(Jairo Varela/Grupo Niche. 1990).

Con la rítmica magia de sus piernas y su cuerpo todo, Martín Carabalí Carabalí remontó las estrellas en la noche ribereña y gris de luna casi llena. El bombo agitaba conjuros ancestrales con cada golpe recio del mazo sobre su cuero de tatabro maduro. El requinto era una incitación a la guerra de las sensaciones, danza pura en la nitidez de sus redobles largos. El viejo bombardino acariciaba con agudos arpegios la boca del músico viejo de labio enrojecido, que en su trance aguardientero resoplaba feliz la mágica pasión de un pasillo negro e infinito. El negro, prolongado y accidentado cuerpo del trajinado clarinete daba cuenta musical de las más profundas emociones del trance de aquel músico negro que se extasiaba en improvisaciones programadas, aguijoneándole con sus locuras musicales el alma bailarina a Martín Carabalí. Los platillos, mientras tanto, marcaban la doble y metálica explosión de su júbilo oxidado y roto en los oídos de todo el baile de fiesteros.

La luna bailaba juguetona con las nubes grises del crudo verano de principios de año. Las estrellas parpadeaban rítmicos y lejanos adioses, pícaras y luminosas convocatorias al paroxismo de Martín Carabalí Carabalí, quien a su vez convertía su propio frenesí en invitación perpetua a los fiesteros para que se murieran de alegría en esa noche aún entera y de locura plena.

La negra mujer bella de Martín Carabalí apuró el aguardiente biche que en la botella le ofrecían, sin parar de bailar con su marido, con el brazo izquierdo rodeándole los hombros que tantas noches la habían aprisionado con ternura contra el suelo del petate antiguo donde cada año habían engendrado un hijo. Martín Carabalí Carabalí, ombligado con ausencia y yerbas de monte, la conducía suave por el centro del salón, brillante su cuerpo y ceñida su camisa por la alegría que sudaba su humanidad toda, que se agitaba dócil al conjuro de la chirimía.

- Esta noche no paramos -le susurró en el oído a su mujer, acariciándola de paso con sus labios. 

La mujer se estremeció hasta los tuétanos, se apretó más contra su hombre y les gritó a los músicos:

- No paren de tocar, que esta noche apenas está naciendo. Péguele duro a ese bombo, compadre, para que me golpee el sentimiento.

- ¡Porque lo bailao es lo único que no pueden quitarnos! -gritó el doble Carabalí, Martín, el negro sorbe-vientos, revienta-cadenas, quiebra-huesos, el del giro inesperado en el baile, el de la garganta prodigiosa para la bulla y el aguardiente, el que en una noche de fiesta había matado todas las amarguras y se había hecho feliz para siempre, el que había leído en las estrellas de esta noche de río y chirimía una invitación a ocupar el cielo con su danza.

- Póngame a chillar el clarinete en la cintura, compadrito -gritó nuevamente con enérgico alborozo la hembra de encendido cuerpo.

Los instrumentos volvían a nacer con cada grito. Los platillos al chocar juntaban las ganas estridentes de los dos cuerpos bailarines. La gravedad opaca del bombardino hacía eco del cadencioso vaivén de las piernas transfiguradas. Y el requinto repetía incesante los murmullos acezantes de la vida. En la madrugada del baile de fiesteros, la fervorosa alegría de ese pueblo santero espantó sin pesares a la lluvia y se plantó con su luz en medio de la sala. Las velas se opacaron, la felicidad se prendió del todo, los cuerpos flotaron en el aire denso de cigarrillos y tabacos, aguardiente y chirimía.

Martín Carabalí Carabalí, bichero virtuoso y experimentado, se bebió de un trago la mitad de la botella de ese aguardiente de caña que su mujer había preparado con sus propias manos. Aferrados uno al otro, girando sin parar, recorriendo el salón de punta a punta, se fueron olvidando del mundo de aquí abajo. En el amanecer velado por el amago de aguacero, abrazados se colgaron de la punta de luz de la última estrella matutina, abrazaron la luna y se fueron para siempre a llenar de tambores el cielo inocente del Atrato, que desde esa noche no solo truena, sino que además suena con el ritmo eterno del bombo de Martín Carabalí Carabalí, que toca al compás de las estremecidas caderas de su hembra, la reina del bullerengue, Estefanía Caicedo.

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TEXTO: Capítulo 3 de la novela "Doble y orgullosamente Carabalí".
Julio César Uribe Hermocillo, abril 2010. Editorial FUCLA.

FOTO: ICANH.