lunes, 16 de septiembre de 2024

 El Santo Eccehomo de Raspadura 
relatado por Arnoldo Palacios

Fachada y atrio del Santuario (izq.), altar del templo 
e imagen venerada del Santo Eccehomo de Raspadura (Chocó). 
FOTOS: Diego Roselli, marzo de 2024. 

Arnoldo Palacios ha encontrado un nuevo lugar desde donde otear el mundo: el balcón del segundo piso de la amplia y cómoda casa nueva que su papá acaba de construir en Cértegui, adonde la familia ha regresado, luego de una larga temporada en Ibordó. Su vida en aquel momento es un asombro permanente.

Allí, en ese balcón, experimenta Arnoldo la maravillosa novedad de observar desde arriba cosas que antes solamente veía desde abajo, imaginando que incluso podría tocar la torre de la iglesia si la longitud de su brazo le alcanzara. Ahí, en ese balcón, Arnoldo experimenta -entre sobresaltado y sorprendido- el paso del primer carro que llegó al pueblo (una casita rodante, pensó cuando lo vio) y el prodigio del encendido por primera vez de la luz eléctrica en Cértegui, que asoció al infinito resplandor de una luna enorme.

En aquel balcón, donde acumuló tantos recuerdos significativos para su posterior escritura, Arnoldo Palacios soñó más de una vez con que lo llevaban adonde el Santo Eccehomo de Raspadura, cuya fama de curarlo y arreglarlo todo ya alcanzaba y excedía los confines de todo el Chocó. Así que quizás sería fácil para tan milagroso ser socorrerlo y ponerlo a caminar. Los prodigios del Eccehomo, con los detalles que había oído contar a los mayores, quedarían para siempre guardados en su mente; de tal modo que, valiéndose de aquella memoria, en el acápite XLV del Libro Tercero (De vuelta a Cértegui) de su siempre sorprendente y admirable autobiografía (Buscando mi madredediós), Arnoldo Palacios nos regala un retrato minucioso del Santo Eccehomo -o el Señor Ecce Homo, como él prefiere llamarlo en el libro-; a partir de la historia originalmente oída de labios de uno de sus narradores orales nutricios: su tío Juan… Una historia que también recogió en sus versos, en Eudomenia la cotuda, el poeta Miguel A. Caicedo Mena.

Hemos empezado a transitar el último tercio del año 2024, declarado por el Ministerio de Cultura como el Año Arnoldo Palacios, a propósito del centenario de su nacimiento. Ojalá la declaratoria haya sido útil para que la maravillosa obra de este maravilloso escritor haya sido leída por más y más gente en el Chocó, en Colombia y en el mundo... 

El Guarengue invita a sus lectores a deleitarse leyendo este relato del escritor certegueño Arnoldo Palacios sobre uno de los íconos y símbolos religiosos más relevantes del pueblo chocoano, cuyo santuario se ubica en el antiguo poblado minero del Plan de Raspadura, adonde todo devoto debería concurrir por lo menos una vez cada año para conseguir los favores del santo y, en general, mantener de su parte a la divinidad. Los favores -todo hay que decirlo- se multiplican si la concurrencia del devoto ocurre el Domingo de Cuasimodo.

Raspadura hace parte de un municipio que debió llamarse con el nombre de su cabecera municipal: Las Ánimas, en homenaje a la memoria y a la tradición; pero que, oficialmente, se llama Unión Panamericana, pues se prefirió rendirle tributo a la quimera de una carretera que probablemente nunca se construirá. Ni siquiera con la ayuda del Santo Eccehomo.

Julio César U. H.

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 El Señor Ecce Homo
 Arnoldo Palacios

Vengan sordos, vengan ciegos
Vengan mancos y tullidos

Arnoldo Palacios y su magnífica autobiografía, que es un relato histórico de su vida y la del Chocó en el siglo XX. FOTOS: Planeta y Centro Virtual Isaacs-Universidad del Valle.

Siempre oía hablar del Señor Ecce Homo, quien se encontraba en el pueblecito llamado Plan de Raspadura. Adonde él, acudían ciegos, mancos y tullidos venidos de ciudades y aldeas de todo el mundo. Aprovechando su presencia, referían a menudo los milagros del Señor Ecce Homo. Fulano de tal, ciego de nacimiento, había recobrado la vista al encender la primera vela al Señor, en la capilla del Plan de Raspadura. No sé quién llegó a cumplir su promesa, caminando con muletas; pues bien, dicho fulano regresó a su tierra; más tarde volvió, andando con sus propios pies, las muletas cargadas al hombro para que sirvieran de aliento a los enfermos; dejó al santo una muletica de oro, en señal de agradecimiento. A quien se le secaba un brazo y se le curaba, aquel obsequiaba un bracito de oro o de plata. Otros ofrendaban ojos, orejas, si el milagro había hecho ver u oír; si no, collares, prendedores, anillos, zarcillos, pulseras. Todo, fuese de oro y plata únicamente, fuese adornado con perlas o piedras preciosas. Muchos se pasaban la vida sometidos a privaciones, incluso a dejar de comprar cuatro onzas de arroz o una sardina o un banano para matar el hambre, con tal de economizar, podía ser durante varios años, lo necesario para el presente del Señor. Así, el Señor Ecce Homo había acumulado un tesoro incalculable. Si en vez de joyas, sus fieles le daban dinero, este servía para embellecer su altar y continuar la construcción de la iglesita de Raspadura.

No pasaba día sin hablar en la casa de nuestro viaje a Raspadura, de manera que yo me mantenía listo, pues, me parecía que ya mismo, por la tarde o a la mañana siguiente, nos iríamos. Pero, en verdad, el instante de embarcarnos se prolongaba con una lentitud angustiosa. ¿De qué dependía aquello? Yo sufría, callado.

La historia del Señor Ecce Homo era como un cuento. Le brillaban los ojos a mi tío Juan, su voz nos dejaba boquiabiertos, al referimos la aparición del Señor de Raspadura. Una viejecita, que ya no tenía a nadie en el mundo, vivía sola, en su cabaña, a la orilla de la quebrada Raspadura. Tenía el cabello blanquito, blanquito, de canas, como una mota de algodón. Desdentada, hablaba como si estuviese mascando una pelotica de jujú; casi ni se le entendían las palabras. El cuerpo tembleque, caminaba, ya me caigo, no me caigo. A veces, si acaso alguno se acordaba de ella, porque así es la santa humanidad, le llevaba un bocado de comida.

«¿Cómo está, madre-abuela!» -le preguntaban.

«Aquí, como la hoja seca» -respondía.

Una mañana, provista de su batea, su mate jagüero, sus cachos, desde muy temprano, se fue la viejita, con un traguito de café en el estómago, a buscar su madre-de-dios, a ver si se la encontraba, por ahí, trabajando mina, mazamorreando. Estuvo todo el santo día cateando, cateando, por aquí, por acá, más allá, con el agua hasta la cintura. Al caer la tarde, entre oscuro y claro, la viejita, rendida, bostezó y llenó la última bateada de tierra, porque hasta ese momento no había cogido ni un grano de metal. Lavó esa última bateada. Al hacer la ceja, vio, al borde de la batea, una cosita, revuelta con unos granitos de oro y platino; la cosita se movía, pero como si estuviese pegada, que no pudiera salirse. A la viejita le pareció ser algo semejante a un pedacito de papel o de trapo, enrollado. La viejita, intrigada, con sus deditos entumidos de frío, lo coge, lo desenrolla. Como ella estaba casi ciega, se restriega, se restriega, se los restriega, se restriega los ojos a ver si ve más claro. Mientras tanto le pareció que el trapito se había puesto más grande y lo metió en el mate. Arregló sus corotos dentro de la batea, la cual se colocó sobre la cabeza; se salió del río; se fue caminando por la playa, hacia su casa. Se detuvo un ratico para mirar que su cosa no se le hubiese caído; lo que constató fue que el pedacito de trapo estaba más grande y ya no cabía dentro del mate. Sin embargo, recapacitó: así como estaba lo había hallado; pero, al principio, ella no se había fijado bien. Lo extendió en el plan de la batea; lo pisó con el mate para que el viento no se lo fuera a llevar. Siguió caminando. Notó que su cosa ya estaba tan grande como un pañuelo. Siguió su camino. El pañuelo ya estaba como una pañueleta, Y cuando pisó el primer escalón de la escalerita de subir a la casa, la pañueleta no le cabía en la batea. En estico, la viejita alumbró con su lamparita de querosín. El trapo, convertido en una mantilla de lienzo completamente mojada, tuvo que colgarlo en una cuerda de secar ropa.

Con la mañanitiquita, a la vieja le pareció ver en la tela algo pintado, como con carbón de la punta de un tizón apagado. Cada vez que la vieja lo volteaba a ver, el dibujo se iba haciendo más y más visible. Antes de las doce, se distinguía un retrato, pero borroso. Y, a las doce en punto, ya estaba patente la imagen del Señor, pintada con colores. La vieja lo llevó al pueblo para enseñárselo al sacristán, el cual, maravillado, lo metió a la capilla.

El asunto se quedó así hasta cuando el Señor de Raspadura comenzó a hacer milagros: curaba paralíticos, a los mudos los hacía hablar. Repetidas ocasiones le ocurrió al sacristán entrar a la capilla, durante el peso del día, y no encontrar al Señor; en cambio, por la tarde, a la hora de la oración, lo volvía a topar, todo lleno de barro, como si hubiese estado trabajando mina. Su fama fue creciendo..., porque nadie puede tapar el sol con la mano...

Istmina 1929 (Hermanos Acevedo) y 1930 (Scadta).
Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
El cura párroco de Istmina, capital de la provincia del San Juan, pidió que le llevaran al Señor para conocerlo. Y cuando el sacerdote vio semejante maravilla, decidió conservarla en la iglesia parroquial. Los comisionados de Raspadura protestaron; pero, ante el poder y argumentos del presbítero, cedieron y regresaron tristes a su villorrio, el cual recibió la noticia con indignación. Al día siguiente, el Señor reapareció en su capillita pobre de Raspadura. ¡Se devolvió él solo!

El cura de Istmina se alarmó. Se trasladó, en persona, al Plan de Raspadura, dispuesto a llevarse al Señor, costare lo que costare. El pueblo se opuso. El ministro de Dios insistió. Y cuando se propuso sacarlo, a la fuerza, de la iglesita, el Señor se creció, de suerte que no cupo por la puerta. El comentario llegó a oídos del arzobispo; este despachó a un pintor para que lo pintara, dejara la copia en Raspadura y le llevara el modelo. El pintor lo pintó tan perfecto que no se sabía cuál era el uno ni cuál era el otro. La única diferencia consistía en que el uno era nuevo y el otro era viejo.

«La gente de Raspadura preferirá el nuevo al viejo, naturalmente» -había comentado anticipadamente el arzobispo.

Cuando el pincelista metió al viejo Señor dentro de una caja de hierro, que llevaba lista para ello, ya se estaba murmurando que los fieles planeaban lincharlo. No hubo sangre porque los ancianos del pueblo aconsejaron acatar la propia voluntad del Señor. Horas después de haberse marchado del Plan de Raspadura, todavía en camino, el pintor sacó su llave, abrió la caja y en ella encontró fue el cuadro que él mismo había pintado con su propia mano. El Señor, el viejo, ya había reaparecido en su capilla. Y se dice que estaba bañado en sudor. Más tarde cundió la noticia de que al pintor se le había secado el brazo derecho.

En otra ocasión, un dibujante, de buena fe, reprodujo el óleo para conservarlo él, en su propia morada, por cariño. Quizá debido a lo noble de su intención, no se le vino encima una desgracia, sino que no pudo llevar a cabo su empeño; pues, a medida que ejecutaba la obra, íntegro, todo el trabajo se le borraba. Y si fotografiaban al Señor, la máquina se dañaba o el rollo se velaba.

Por otra parte, a sus pies, el Señor Ecce Homo tenía escrita una oración. A causa de experiencias nefastas estaba absolutamente prohibido aprenderse dicha oración o copiarla, fuera de ser casi imposible retenerla siquiera un instante en la mente. A muchos, al hacer el esfuerzo, les dolía la cabeza. Había personas que alcanzaban a aprendérsela; tan pronto como salían de la iglesia la olvidaban. Los más necios sí seguían recordándola; pero únicamente hasta llegar a la casa, donde enloquecían.

Dentro de la iglesia, se aconsejaba no clavarle la vista, fija, al Señor Ecce Homo porque él tenía los ojos vivos y aquel que lo miraba de más podía quedar ciego. Por eso era que donde uno se colocara, aun no estando exactamente frente a su cara, el Señor lo iba siguiendo con la vista, desde su altarcito, en el fondo del rincón izquierdo, al lado del altar mayor.

Tomado de: Buscando mi madredediós. Arnoldo Palacios, octubre de 2009. Universidad del Valle, Ministerio de Cultura. ISBN 978-958-670-753-4. 345 páginas. Pp. 180-183.

 

lunes, 9 de septiembre de 2024

 3 sucesos históricos del Chocó
en la Gobernación de Ramón Mosquera Rivas

Quibdó antes del incendio de 1966. Parque Infantil, con monumento a Cristo Rey. Izquierda: Hotel de Turismo Citará. Derecha: Edificio de La Confianza, establecimiento comercial de propiedad de Fausto Abuchar y socios, que fue comprado en 1967 para que funcionara provisionalmente la Gobernación del Chocó. FOTO: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.

20 años se cumplieron, en enero de 2024, del fallecimiento en Bogotá de Ramón Mosquera Rivas. 120 años de su natalicio se conmemorarán en julio de 2025. Ingeniero Civil y de Minas de la célebre Escuela Nacional de Minas, posteriormente Facultad, de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín; Mosquera Rivas es uno de los intelectuales más lúcidos de aquella generación de jóvenes chocoanos: la Generación de la Dignidad, que nacieron con el siglo XX y durante la primera mitad del mismo le dieron lustre al Chocó de múltiples e históricas maneras.[1]

Ramón Mosquera Rivas nació en Istmina, el 13 de julio de 1905. Murió en Bogotá, próximo a cumplir 100 años, el 5 de enero de 2004. Su trayectoria en el sector público fue larga, productiva y ampliamente reconocida. Trabajó como Personero municipal y Concejal de Istmina; Director general de Obras públicas, Secretario de Hacienda e Ingeniero de la Intendencia Nacional del Chocó; profesor de aritmética, álgebra y geometría en el Colegio Carrasquilla de Quibdó; profesor de aritmética, álgebra e historia natural en la Normal de Señoritas de Istmina; ingeniero de trazado y construcción de varias vías nacionales; Representante a la Cámara; Ingeniero Jefe del Instituto de Fomento Municipal, Insfopal, en el Chocó y en Cundinamarca; Jefe de la División de Minas de este Ministerio; entre otros cargos, además del ejercicio de su profesión de manera independiente, durante varios años.

Ejerció la Gobernación del Chocó entre el 20 de agosto de 1966 y el 15 de septiembre de 1968, cargo en el cual sucedió a Olmedo Paz Arriaga y fue sucedido por Esaú Becerra y Córdoba. Tres sucesos significativos, que marcaron la historia local de Quibdó y la historia regional del para entonces aún joven Departamento del Chocó, ocurrieron en su primer año de gobierno, dos de ellos en los dos primeros meses de su administración.

“…el piso del salón de sesiones cedió ante el peso de la enorme multitud…”[2]

El 1° de octubre de 1966, mientras Mosquera Rivas -quien se había posesionado escaso mes y medio antes- presidía el acto inaugural del periodo ordinario de sesiones de esta corporación, colapsó el salón de la Asamblea Departamental del Chocó, ubicado en un tercer piso, construido en vigas de madera y tiras de chonta, por el exceso de peso de la numerosa concurrencia. Una parte de los asistentes cayó al segundo piso, entre ellos un famoso médico del Hospital San Francisco de Asís, de Quibdó.

Como lo narró posteriormente Mosquera Rivas, en su autobiografía, “el más afectado con la caída fue el Doctor Varela, médico de la Universidad de Cartagena, que venía prestando sus servicios asistenciales al departamento hacía varios años, [y] nunca llegó a recuperarse de los traumas sufridos, por los cuales quedó cojo.”[3]

Aún no había terminado de sobreponerse al sobresalto que le ocasionó este accidente, cuando aconteció una catástrofe de enormes proporciones, que cambió para siempre la faz de Quibdó e influyó de manera importante en el devenir del Chocó.

“Como si fuera una noche de plenilunio…”[4]

25 días después del colapso del piso del salón de la Asamblea Departamental, cuando se disponía a dormir y recostado en su cama revisaba documentos oficiales, el Gobernador Ramón Mosquera Rivas supo del pavoroso incendio que en ese mismo instante destruía metro a metro la zona céntrica de Quibdó. “Serían las 11 p.m. Cuando aún no había empezado a conciliar el sueño, escuché los primeros gritos de “fuego”, “incendio”, “se quema Quibdó” … Entonces empecé a vestirme con ropa de calle, para salir. Antes de hacerlo, pasó el destartalado y único carro de bomberos con que contaba la ciudad, manejado por los titulares y unos pocos voluntarios, entre los cuales iba el comerciante Abdo García, quien después resultó gravemente herido a causa de un espantoso choque que sufrió el vehículo contra incendios.”[5]

Foto y plano del área destruida por el incendio del 26 de octubre de 1966, en Quibdó. 
Fuente: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó.
De inmediato, el Gobernador Mosquera Rivas salió a enterarse de primera mano de la situación: “Llegué a la zona de iniciación del incendio, donde el fuego había alcanzado alturas de más de 30 metros y la ciudad, inclusive la orilla opuesta del Río Atrato, se veía iluminada, como si fuera una noche de plenilunio”.[6] Se comunicó, en cuanto pudo, con el presidente Carlos Lleras Restrepo, quien le expresó su solidaridad y le brindó inmediato apoyo. De hecho, a la mañana siguiente, jueves 27 de octubre de 1966, cuando Quibdó aún humeaba, arribó a la ciudad el consejero presidencial Emilio Urrea Delgado, portando ayuda significativa y órdenes expresas del presidente de apersonarse de la situación, garantizar una inmediata atención de los damnificados y coordinar con el Gobernador del Chocó tanto las acciones inmediatas y urgentes, como las estrategias a largo plazo.

Una tremenda calamidad

Dichas órdenes y mensajes fueron reiterados por el presidente Lleras Restrepo, quien al igual que el Gobernador llevaba poco tiempo en su cargo (menos de 3 meses); en una alocución a través de la Radiodifusora Nacional de Colombia, en la que, entre otras cosas, expresó: “Hoy, infortunadamente, tengo que comenzar refiriéndome a una gran catástrofe: el incendio de Quibdó, sobre el cual el país apenas empieza a conocer detalles; pero, que reviste todas las características de una tremenda calamidad. Desde el primer momento, el Gobierno ha actuado para tratar de aliviar la suerte de las víctimas... He recibido, hace pocos minutos, una comunicación de don Emilio Urrea en que me da cuenta de la magnitud de la catástrofe. Cerca de una tercera parte de la población de Quibdó ha quedado destruida, y en esa parte están comprendidos los principales edificios públicos: la Gobernación, el edificio de telecomunicaciones, los juzgados, etc. Será necesario un grande esfuerzo nacional para remediar este daño; pero, yo quisiera que ese esfuerzo no revistiera tan solo las características de una gestión fiscal, de un auxilio dado por el Tesoro Nacional. Me parece que se presenta a los colombianos la oportunidad de hacer un gran acto de solidaridad con los compatriotas que viven en una tierra pobre, sujeta a un clima inclemente, que se cuenta entre las regiones más deprimidas económicamente en la Nación”.[7]

Reconstrucción y remodelación

Superado el momento crítico de la emergencia, los gobiernos nacional y departamental acometieron la ejecución de acciones de fondo, para empezar cuanto antes la reconstrucción y remodelación de Quibdó. “Restablecida la calma, sobrevino el periodo de la reconstrucción, el cual comenzó con los estudios que hicieron las universidades Nacional y de los Andes, acompañados por técnicos urbanistas y el Instituto de Crédito Territorial”, anota al respecto Ramón Mosquera Rivas.[8] En la primera comisión de la Universidad Nacional viajó la entonces estudiante de Arquitectura Gilma Mosquera Torres (hija del Gobernador, quien nada tuvo que ver en su participación en la comisión académica), cuya trayectoria profesional sería posteriormente reconocida en todos los ámbitos profesionales y académicos nacionales e internacionales; y viajó también el famoso arquitecto y urbanista francés Jacques Aprile-Gniset, quien se vinculó a Colombia desde 1966 y contribuyó a la consolidación académica de sus áreas de conocimiento en la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá y Medellín) y en la Universidad del Valle, y conformó con la Doctora Mosquera Torres una de las duplas más famosas de investigadores del hábitat y la arquitectura popular de las comunidades del Pacífico colombiano, incluyendo la zona del Atrato Medio.

Un acontecimiento urbanístico

Malecón de Quibdó. Atardecer en el río Atrato. FOTO: Julio César U. H.-El Guarengue

Entre todos los cambios urbanísticos y arquitectónicos de la ciudad de Quibdó, a raíz del calamitoso incendio del 26 de octubre de 1966, se destacan las construcciones de viviendas familiares a cargo del Banco Central Hipotecario, el Instituto de Crédito Territorial y firmas constructoras privadas contratadas por la Nación para la ejecución de diversas obras; la construcción de una plaza de mercado a la orilla del río; y uno de los acontecimientos urbanísticos de mayor trascendencia en la historia de la ciudad: la decisión de conservar sin edificaciones la orilla del Atrato, para adelantar la construcción de un malecón.

Este acontecimiento es rememorado por el Gobernador Ramón Mosquera Rivas en su estupenda autobiografía, Recuerdos de un hijo de mineros: “…la reconstrucción resultó benéfica para la ciudad, ya que su aspecto, en la parte incendiada, cambió por completo. Por otra parte, se eliminaron las casas que se anclaban en zancos (guayacanes) en la orilla del Atrato, lo que permitió despejar la vista panorámica de la margen opuesta y la desembocadura de los ríos Quito y Cabí, hermosísima, sobre todo cuando en las tardes se admiran crepúsculos multicolores… Y además deja que las brisas del río refresquen la ciudad, a lo largo del bonito malecón construido para solaz de los habitantes, en las tardes veraniegas…”.[9]

El edificio de “La Confianza”

Edificio original de "La Confianza"-
Servicentro Esso. 1965 (aprox.)
FOTO: Archivo fotográfico
y fílmico del Chocó

El plan de edificios nacionales, departamentales y municipales ordenado por la Ley 1ª de 1967 -norma en cuyo marco se tomaron la mayor parte de las medidas de reconstrucción y remodelación de Quibdó- nunca se cumplió. Así lo recuerda el entonces Gobernador del Chocó, Ramón Mosquera Rivas, “Por el incumplimiento de esa parte de la Ley 1ª de 1967, la gobernación continúa instalada en el edificio que poco después del incendio se le compró a la empresa comercial “La Confianza”, y al cual se le hicieron algunas mejoras para adaptarlo a los servicios de oficinas…”.[10]

Con posterioridad al incendio, las oficinas gubernamentales fueron instaladas en varios establecimientos, como el Politécnico Femenino. Parte de las instalaciones del edificio de la empresa comercial La Confianza fueron usadas como depósitos de las ayudas enviadas de casi todas las capitales del país y recogidas por la Cruz Roja. Y fue entonces cuando surgió la idea de comprar ese edificio para dos fines: para adaptarlo provisionalmente como sede de la Gobernación, mientras se construía un Centro Administrativo que recogiera las oficinas nacionales, departamentales y municipales; y para que, posteriormente, sus instalaciones formaran parte adicional del Hotel de Turismo Citará, de propiedad del Departamento.

Algunos detalles de la adquisición del edificio de “La Confianza” fueron relatados en su autobiografía por el Gobernador Ramón Mosquera Rivas. “…La negociación la adelantamos con el Delegado Presidencial, Don Emilio Urrea, directamente con los directivos de la empresa, Don Mariano Montero y Don Fausto Abuchar. El negocio se hizo previo concepto favorable del entonces Ministro de Obras Públicas, Doctor Bernardo Garcés Córdoba, el Ministro de Gobierno, Doctor Misael Pastrana Borrero y el Delegado Presidencial. La suma de $780.000, valor con el cual en aquel entonces no se podía construir ni siquiera las bases de tal edificio de tres pisos, se me hace irrisoria. ”[11]

Por herencia nominal del establecimiento comercial que motivó la construcción original del edificio, para la venta de combustibles, lubricantes y repuestos automotores, así como para el expendio de artículos industriales y de ferretería, y la administración de otros negocios de sus propietarios, entre ellos la extracción maderera y el transporte fluvial por el río Atrato desde y hacia Cartagena; el edificio que sirve como sede a la Gobernación del Chocó terminó llamándose “Palacio de La Confianza”, denominación que -la verdad sea dicha- no deja de tener un tinte sardónico.

La Huelga

Menos de un mes después de esta denuncia 
en el periódico El Espectador,
comenzaría en Quibdó la Huelga
de Agua y Luz. FOTO: Chocó 7 días.

Menos de un año después de aquel pavoroso incendio, el martes 22 de agosto de 1967, comenzó en Quibdó un movimiento de protesta cívica conocido como la Huelga de Agua y Luz, que marcó un hito en la historia de la protesta social de la segunda mitad del siglo XX en el Chocó. Habían transcurrido 10 meses del pavoroso incendio que el 26 de octubre de 1966 consumió casi íntegra la zona céntrica, comercial, residencial y oficial de Quibdó. Aún podían mirarse las ruinas y todavía había quienes escarbaban y lavaban en sus bateas la tierra agostada por aquel fuego casi imparable que ardió toda una noche y a la siguiente todavía humeaba.

A nadie le cabía en la cabeza que, en una ciudad medio arruinada, capital de un departamento al que siempre le prometían de todo, no solamente hubieran sucumbido las esperanzas entre las llamas del incendio, sino que además no existieran servicios tan elementales como el agua corriente y la luz eléctrica.

De este suceso histórico sacó Ramón Mosquera Rivas, quien lo consideró “motín estudiantil y asonada contra las autoridades legalmente encargadas de la administración”, su remoquete de Ramón Plomo; pues, dada su condición de Gobernador, la gente le atribuyó en su totalidad las decisiones que condujeron a que la denominada Huelga de Agua y Luz finalizara con un saldo de 3 muertos, 7 heridos y 33 detenidos (13 de ellos menores de edad).

Fueron, pues, accidentados y desafiantes, los dos años largos durante los cuales ejerció como Gobernador del Chocó el ingeniero istmineño Ramón Mosquera Rivas, quien publicó su informe de gestión con sus propios recursos económicos, en un folleto titulado “Balance de una Administración”, como lo explica enfáticamente en su autobiografía, en la cual incluye el texto del informe.

Aprendiz de sastre, mientras estudiaba la escuela primaria; portero de la Prefectura provincial del San Juan, en Istmina; y estudiante tardío de bachillerato en el Colegio Carrasquilla, de Quibdó (iba a cumplir 18 años cuando ingresó al primer curso); Ramón Mosquera Rivas heredó la entereza de sus mayores y también su longevidad: sus abuelos murieron con más de 100 años de edad y a él le faltaron seis meses de vida para alcanzar el siglo… Ramón Mosquera Rivas fue, simultáneamente, testigo y protagonista, actor y cronista de la vida del Chocó durante la totalidad de su existencia.



[1] Sobre la generación de Ramón Mosquera Rivas, se puede leer en El Guarengue La Generación de la Dignidad: https://miguarengue.blogspot.com/2024/05/la-generacion-de-la-dignidad-ramon.html

Sobre Ramón Mosquera Rivas, algunos artículos anteriores de El Guarengue son los siguientes:

*Como si hoy fuera ayer (II). El desarrollo del Chocó según Ramón Mosquera Rivas:

https://miguarengue.blogspot.com/2020/03/como-si-hoy-fuera-ayer-ii-el-desarrollo.html

*Confluencias: https://miguarengue.blogspot.com/2020/01/confluencias-draga-n-2-de-la-compania.html

*DYNA N° 9 – 1934. 3ª Parte. Un retrato del Chocó de entonces:

https://miguarengue.blogspot.com/2023/04/dyna-n-9-1934-un-retrato-del-choco-de.html

[2] Ramón Mosquera Rivas. Recuerdos de un hijo de mineros. Editorial Difusión, Medellín, s.f. 231 páginas. Pág. 178.

[3] Ibidem. Pág. 179.

[4] Ibidem.

[5] Ídem. Ibidem.

[6] Ídem. Pág. 180.

[7] Alocución del presidente de la República Carlos Lleras Restrepo a propósito del incendio del 26 de octubre de 1996 en Quibdó. En: https://www.senalmemoria.co/la-voz-del-poder/carlos-alberto-lleras-restrepo 

En El Guarengue, 24 de octubre de 2022, puede leerse la crónica Recuerdos del Incendio: https://miguarengue.blogspot.com/2022/10/recuerdos-del-incendio-asi-era-la.html

[8] Ramón Mosquera Rivas. Recuerdos de un hijo de mineros. Editorial Difusión, Medellín, s.f. 231 páginas. Pág. 183.

[9] Ibidem. Pág. 184.

[10] Ibidem. Pág. 185.

[11] Ibidem. Pág. 186. El valor de compra del edificio aparece diferente unas páginas más adelante en la autobiografía de Mosquera Rivas: $680.000 (pág. 197). 

lunes, 2 de septiembre de 2024

 Biblioteca de la Chocoanidad: 
lumbre y hogar de la literatura regional

Autores chocoanos como Rogerio Velásquez y Miguel A. Caicedo, y algunos libros de su autoría, como estos, formarían parte de una Biblioteca de la Chocoanidad. FOTOS: Archivo El Guarengue.
Se conmemoraron, el viernes 30 de agosto, 105 años del nacimiento del poeta, escritor, educador, memorioso y prolífico relator chocoano Miguel A. Caicedo Mena, nacido el último sábado de agosto de 1919 en el corregimiento quibdoseño de La Troje, un poblado proverbial y famoso por la longevidad de su gente, atribuida a la prodigiosa composición de las aguas que lo recorren y lo bañan.

Como siempre, una vez más, tan significativo aniversario nos llega como seguramente nos llegará, en abril de 2025, la conmemoración de los 30 años de la muerte del Maestro Caicedo…: sin que podamos disponer ampliamente de su extensa obra, que comprende más de 30 publicaciones impresas y un centenar de poesías costumbristas grabadas en su propia voz en Radio Universidad del Chocó y difundidas en una decena de casetes; ya que estas publicaciones solamente se encuentran –aunque de modo parcial y escaso– en colecciones particulares y entre los olvidados anaqueles de una que otra biblioteca de los colegios grandes de Quibdó y de la Universidad del Chocó; en donde no existe una cátedra en su homenaje y con su nombre, no existen planes de reedición de sus obras impresas y de digitalización de sus poesías; ni siquiera ahora que la UTCH ha adoptado como eslogan su condición interétnica, intercultural y biodiversa.

Un deber cultural

Es por ello que, desde El Guarengue-Relatos del Chocó profundo, hemos insistido –y lo vamos a seguir haciendo hasta cuando sea necesario– en plantear como una urgencia patrimonial del Chocó la constitución y puesta en marcha de un fondo o colección editorial de autores chocoanos, una Biblioteca de la Chocoanidad, a través de la cual se reediten y rescaten para el presente, y para el futuro se resguarden y preserven, las obras hoy desperdigadas, poco conocidas e ignotas, de tantos autores de la región que siguen siendo más mentados que leídos.

Es un deber cultural reiterarlo, a ver si algún día en alguna parte la idea tiene eco y es acogida como una contribución al bien cultural común de la región; pues, engtre otras cosas, solamente así las nuevas generaciones regionales, a las que tanto se menciona para endilgarles su desconocimiento de la tradición y del pasado de la región, podrán disponer de fuentes literarias y documentales en donde nutrir su intelecto y su gusto y su alma en relación con dicho pasado, dicha tradición y la multiplicidad de perspectivas de un conjunto representativo de autores que se podrían reeditar, con una estructuración apropiada de la colección, una identidad editorial bien lograda y memorable, ediciones dignas y asequibles, y una curaduría rigurosa, seria y comprometida con las letras y las glorias de la región.

Dos esfuerzos valiosos

Escasos esfuerzos se han hecho para subsanar el déficit o vacío de publicación y promoción de autores y obras literarias del Chocó, aún en la misma región, donde las políticas culturales relacionadas con el libro son prácticamente inexistentes y donde ni siquiera han existido librerías y hasta hace poco tiempo no existía una biblioteca pública mínimamente dotada.[1] Dos iniciativas merecen reconocimiento por el papel que en su momento cumplieron en la escena regional, una de la UTCH y otra de la Diócesis de Quibdó.

Es significativo el aporte que hizo en sus orígenes y primeros años, entre 1972 y 1990, la Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba, con la publicación de varios títulos de autores como Miguel A. Caicedo y César E. Rivas Lara, entre otros, a través de su oficina de Extensión Cultural y de su establecimiento comercial Gráficas Universitarias del Chocó. Eran ediciones rústicas, de un tiraje entre 200 y 300 ejemplares, que se distribuían principalmente en Quibdó; y de las cuales hoy quedan pocos ejemplares en bibliotecas particulares, ejemplares estos que, en la mayoría de los casos son los únicos existentes.

Igualmente, fue valioso el trabajo editorial de la Diócesis de Quibdó, desarrollado entre 1986 y 2000, con fondos de un proyecto de desarrollo rural patrocinado por Misereor; mediante el cual publicó, entre otros, trabajos indigenistas de Mauricio Pardo (El convite de los espíritus, sobre el jaibanismo y la espiritualidad embera) y Jesús Flórez (Cruz o Jai Tuma, que es una completa historia del Internado Indígena de Aguasal); así como la primera antología del Poeta del Pueblo, Isnel Alecio Mosquera Rentería (Canto a mi pueblo). Sin ser de lujo, estas publicaciones contaron con ediciones bien cuidadas, ilustraciones y fotografías originales, y una preocupación reconocible por el diseño, a cargo en ese entonces de Adolfo Gamboa Valencia y Virgilio Bueno Rubio, quienes también se encargaron, durante buena parte del tiempo, de la impresión de los libros, en el taller de Gráficas La Aurora, en los sótanos del Convento de Quibdó.

Editorial “el propio bolsillo”

Estos tres libros de Carlos Arturo Caicedo Licona también formarían parte, entre otros, de una Biblioteca de la Chocoanidad. FOTOS: archivo El Guarengue.

Ante la imposibilidad de esas dos iniciativas editoriales para acoger la mayor parte o la totalidad de la obra inédita de autores chocoanos o sobre temas chocoanos, y de reeditar obras valiosas escasamente conocidas; es obvio que un buen número de títulos y autores no tuvieron acceso o cabida en las mismas. De ahí que, simultáneamente con ellas, la autofinanciación de las publicaciones se convirtió en una práctica frecuente de los escritores de la región, quienes sumaban a sus propios recursos económicos los aportes hechos por comerciantes y entidades; al igual que recurrían a ediciones rústicas, en editoriales de bajo costo, entre las cuales hizo carrera Editorial Lealon, de Medellín.

Los aportes de la Fábrica de Licores del Chocó y de la Lotería del Chocó, ambas desaparecidas, cofinanciaron varias publicaciones en esa época, a cambio solamente de una mención en los libros publicados y de un número pactado de ejemplares para distribución por parte de estas entidades. Por ejemplo, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, de Carlos Arturo Caicedo Licona, que puede considerarse -junto a Las estrellas son negras, de Arnoldo Palacios- la novela más importante de la literatura contemporánea del Chocó, pudo ser publicada gracias al auspicio de la Fábrica de Licores del Chocó, siendo gerente Jorge Rivas Lara. A este patrocinio se sumaron, por un lado, la contribución económica de una docena de comerciantes de Quibdó, cuyos nombres son listados al final de la publicación: Epifanio Álvarez C., William Gaviria López, Gilberto Cano, Calixto Castillo B., Hermanos Rivera, Manuel y Ramón Parra, Edgardo Trujillo, Pedro Abdo García, Rafael Ramírez y Rafael Moncada; y, por otro lado, los recursos del propio bolsillo del autor, derivados de su sueldo de profesor universitario.

Un vacío evidente

Aunque en los últimos 30 años, principalmente por efecto del boom institucional de la etnicidad negra, generado por la expedición de la Constitución Política de 1991 y la Ley 70 de 1993 o Ley de Comunidades Negras, y de las políticas públicas derivadas de estos dos hitos jurídico-políticos, se ha incrementado en general la presencia de escritores y poetas del Pacífico en la escena pública nacional, así como un incremento de la publicación de sus obras; con los escritores chocoanos no ha ocurrido igual y, por el contrario, se vive una situación paradójica: si alguien quisiera hacerlo, es casi imposible difundir la valiosa obra de autores como Miguel A. Caicedo, Carlos Arturo Caicedo Licona y César E. Rivas Lara, porque editorialmente su obra prácticamente no existe; ya que no volvió a ser publicada, de algunos títulos no se consiguen ejemplares, y otros son muy escasos y bastante difíciles de obtener. Ello a pesar de que su reconocimiento se ha incrementado por el estudio que de sus trabajos se ha hecho en programas académicos universitarios, tanto nacionales como extranjeros.

Y es que en Colombia, aun con el boom mencionado, no ha sido habitual la publicación de autores, autoras y textos originarios del Chocó, con excepción de aquellos escritores cuya vida transcurrió fuera de la región y accedieron previamente al reconocimiento, y a veces a la fama, por su participación destacada en círculos artísticos nacionales e internacionales; como es el emblemático caso de Arnoldo Palacios y de su novela Las estrellas son negras, así como de su obra periodística, su autobiografía y sus demás producciones, reconocidas y publicadas, incluso por instituciones públicas, después de su trayectoria por Europa, su vida en París y su establecimiento en la campiña francesa...

Aunque no se trata de una competencia estéril para ver quién tiene menos, hay sí que decir, para efectos contextuales, que lo anteriormente afirmado para el caso del Chocó no ocurre en la misma medida con las producciones literarias ni con los autores del Litoral Pacífico de Nariño, Cauca y Valle del Cauca; los cuales han recibido mayores apoyos –así pudieran considerarse todavía insuficientes– de las gobernaciones departamentales y de las universidades públicas regionales: Universidad de Nariño, Universidad del Cauca y Universidad del Valle, respectivamente; amén de su inclusión en algunas colecciones de universidades de fuera de la región, como la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional de Colombia, además de Colcultura, en su época, y del posterior Ministerio de Cultura.

Por lo menos una veintena de autores/as y un centenar de títulos podrían conformar, de partida, una Biblioteca de la Chocoanidad. FOTOS: Archivo El Guarengue.

Existe, pues, una situación particular de vacío o déficit de conocimiento, difusión y publicación de la producción literaria del Chocó en Colombia. Esta situación induce a que en el país se piense con bastante frecuencia que en el Chocó no hay producción intelectual y literaria adicional a la de los autores publicados en las colecciones mencionadas; e induce a que se crea que la obra de dichos autores se limita estrictamente a los títulos publicados, así como su vida y su chocoanidad estaría circunscrita a las breves reseñas de solapa, muchas veces con datos biográficos incompletos o imprecisos; con excepción de los sesudos textos producidos para las ediciones de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana.

Dos bibliotecas precursoras

La Biblioteca de Literatura Afrocolombiana del Ministerio de Cultura (2008-2010) incluyó autores chocoanos, lo cual es loable por el rescate que hizo de ellos y la relevancia que al publicarlos les dio. Pero, su inclusión se dio en la misma lógica que la de Arnoldo Palacios: gran parte de su vida transcurrió fuera del Chocó y cobraron importancia porque se forjaron una historia en escenarios intelectuales reconocidos y por los estudios literarios que, alrededor de su figura y su obra, se han adelantado en universidades nacionales y extranjeras. Es el caso de Carlos Arturo Truque (Vivan los compañeros), Hugo Salazar Valdés (Antología íntima) y Gregorio Sánchez Gómez (La bruja de las minas); cuyas valiosas obras aún no son suficientemente conocidas y quizás lo serían menos si su vida hubiera transcurrido totalmente en el Chocó.

El antropólogo, investigador y escritor Rogerio Velásquez, una selección de cuyos trabajos fue publicada en dicha biblioteca, constituye una excepción a lo dicho. Con su propio esfuerzo y por su propia iniciativa, y desde el propio Chocó, donde vivía, Velásquez logró posicionar sus trabajos antropológicos -desde mediados del siglo XX- en el ámbito académico nacional, tanto por su calidad investigativa, como por la riqueza de sus contenidos y las virtudes de su estilo literario. La calidad de sus trabajos y la introducción de los estudios de comunidades negras del Pacífico en la antropología nacional le abrieron las puertas de publicaciones especializadas, como las revistas de la Universidad de Antioquia y de la Universidad del Cauca, donde Velásquez estudió. Estas publicaciones acogieron sus artículos con respeto y satisfacción, al igual que la Revista Colombiana de Folclor, en la cual publicó la mayor parte de sus trabajos.

La preeminencia académica de Rogerio Velásquez, un precursor de los estudios negros en Colombia, le abrió otras puertas editoriales a su producción literaria e investigativa, dentro de la cual han sido destacadas en el ámbito nacional la novela Memorias del odio, sobre Manuel Saturio Valencia, y El Chocó en la Independencia de Colombia, su trabajo pionero y clásico en el campo de la etnohistoria y de la Historia regional. Sin embargo, no existe una antología o selección de sus múltiples artículos sobre la cultura y la gente del Pacífico y en especial del Chocó, los cuales, aunque en conjunto son material valioso para la comprensión del devenir de esta región; siguen dispersos en publicaciones antiguas a las que no siempre la gente puede acceder.

Antes de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, hace ya más de 30 años, una colección de Colcultura denominada Biblioteca del Darién publicó títulos como Río abajo, de Reinaldo Valencia Lozano; Poesía popular chocoana, de Miguel A. Caicedo; Las memorias del odio, de Rogerio Velásquez; Vivan los compañeros, de Carlos Arturo Truque; entre otros. Y dejó dicho algo fundamental: “no es la intención de este proyecto tapar un hueco; por el contrario, busca enriquecer un vacío con gran calidad literaria. Y además que sirva de consulta a los chocoanos, que hoy en su gran mayoría, ignoran esta sólida tradición cultural”[2]. El periodista y escritor Alfonso Carvajal, quien por cerca de dos años ejerció como corresponsal del diario El Tiempo en el Chocó, fue el coordinador de aquella inolvidable colección.

Recientemente, en 2022, dos autoras chocoanas, Teresa Martínez de Varela (Mi Cristo negro) y Amalialú Posso Figueroa (Mido mi cuarta y me paro en ella), fueron incluidas en la Biblioteca de Escritoras Colombianas, del Ministerio de Cultura.

Una urgencia patrimonial

Es, pues, una tarea perentoria e ineludible, rescatar del olvido y salvar de su inminente desaparición una buena cantidad de obras literarias de autores chocoanos -por lo menos un centenar, para empezar- que, escritas a mano o en máquinas de escribir, en originales corregidos con lápices rojos o lapiceros azules, se vertieron directamente a las galeras o al offset de las imprentas de la época, de modo que sus manuscritos desaparecieron y aquellos textos quedaron para la posteridad única y exclusivamente en aquellas ediciones que son literalmente únicas, pues son libros que nunca fueron reeditados y de los cuales no existen versiones digitales.

Aquellos libros impresos por esa única vez fueron desapareciendo de los anaqueles de las oficinas institucionales de Quibdó y el resto del Chocó, de las bibliotecas de los colegios, de las pequeñas colecciones particulares de maestros y profesionales; hasta llegar al punto en el que nos encontramos hoy, cuando de la mayoría de esos libros quedan tan pocos ejemplares que uno celebra cuando halla uno y lo preserva mediante el recurso espurio de una fotocopia.

Es posible, incluso, que de algunos títulos publicados no queden ejemplares o, por lo menos, no sepamos dónde podría encontrarse alguno. Las inclemencias del tiempo, del clima, del entorno, de la falta de curaduría, han puesto también su cuota de devastación en esta especie de desastre cultural, literario, bibliográfico y patrimonial del Chocó, ignorado sistemáticamente por las instituciones y autoridades locales, regionales y nacionales; y por las entidades culturales y de cooperación internacional, que han excluido de sus intereses y presupuestos a la literatura chocoana, pues privilegian el patrocinio de otras manifestaciones artísticas en las que prácticamente han encasillado en los últimos años al arte y a la cultura de la región.

Nada nos ganamos con vanagloriarnos de Miguel A. Caicedo, si ni siquiera podemos acceder a los más de 30 libros que publicó durante la segunda mitad del siglo XX… Nada nos ganamos enorgulleciéndonos de ser paisanos de Rogerio Velásquez, de Carlos Arturo Caicedo Licona, de Carlos Arturo Truque, de Teresa Martínez de Varela o de Arnoldo Palacios, si el acceso a su obra no es expedito para la comunidad chocoana.

La Biblioteca de la Chocoanidad sería una bella oportunidad para que las viejas y las nuevas generaciones de la región chocoana nos encontráramos alrededor de la lumbre y el hogar de las letras de nuestros escritores y nuestras escritoras, que han narrado la vida y la historia, la tradición y la identidad de las que tanto nos enorgullecemos, pero de las cuales -a veces- poco leemos y conocemos. De paso, sería un modo digno de mostrarle a Colombia esta otra parte -también sustancial- de nuestro patrimonio regional.



[1] Larga vida a la Librería Bagatá, una iniciativa bastante oportuna y un tanto quijotesca de la Corporación Cuenta Chocó-Rogerio Velásquez, y de su director y fundador, Jhonmer Hinestroza Ramírez; librería que fue abierta recientemente en Quibdó, en la Carrera , al frente del Colegio Carrasquilla.

[2] La Biblioteca del Darién. El Tiempo, 22 de abril de 1993.