Las primeras muletas
de Arnoldo Palacios
1-Arnoldo Palacios, 2015. Foto: Pablo Salgado Barrientos. 2. Tumba de Arnoldo Palacios en Cértegui (Chocó). Foto: Universo Centro. |
Julio César U. H.
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De "Buscando mi madredediós", textos de los acápites 77 al 79:
LXXVII • LAS
MULETAS Y LA LIBERTAD
Una mañanita, estando en Ibordó, me dirigí hacia la playa, en cuatro patas. No hacía calor, los pajarillos revoloteaban, se reunían, silbaban. El río continuaba siendo mi fuente de atracción. Sentado, en la orilla, soñaba con poder un día de estos adentrarme yo solo hasta las entrañas de la selva, palpar sus secretos. De la casa me venía el ruido de la cocina, donde se preparaba el desayuno, y el rumor de las conversaciones de mis tíos, mientras saboreaban el café caliente.
De pronto vi a mi papá parado detrás de mí con dos palos en las manos.
«Santos, párate» -me dijo, ayudándome a ponerme de pie, valiéndome especialmente de la pierna izquierda, con la cual podía sostenerme, ya que la derecha no me servía para nada.
Naturalmente, solo, yo no podía mantenerme parado. Tenía que recostarme contra algo o agarrarme de algún punto resistente con las manos. Ahora mi papá me dijo que me aferrara a él, mientras me colocaba en las axilas los dos palos, parados en tierra, cada uno con una tablita clavada en los extremos superiores; en la mitad de cada palo, atravesados dos palitos, clavados los cuales debía yo asir con las manos. En dicha posición tenía que poder mantenerme de pie, sin recostarme a nada, y sin que nadie me sostuviese. Yo me aferré a esos palos tal como me lo indicaba mi papá; pero haciendo una fuerza tal que se me iban a reventar los músculos de casi todo el cuerpo.
«No, no es una fuerza en esa forma, no, Santos. Es no más para mantener el equilibrio, parado, solo» -me explicó mi papá.
«Sí, papá» -dije, como quien ha comprendido. Efectivamente, yo había entendido. Pero, del dicho al hecho hay mucho trecho. Yo seguía aferrándome a los palos como si estos estuviesen fijos y no debieran moverse de su puesto. Apretaba yo los dientes y el estómago para con el esfuerzo no desprenderme de los dos pilares sobre los cuales descansaba todo mi ser.
«Mira, Santos: primero, siéntate, descansa» -me habló mi papá.
Se colocó los palos en la forma en que me los puso a mí e hizo ademán de caminar. Echó adelante los palos tal si avanzaran sus hombros, primero, y luego daba el paso con la pierna izquierda. Dio, pues, varios pasos, yo poniéndole cuidado a sus movimientos.
«Levántate, Santos. Yo te iré sosteniendo. Trata de hacer como hice yo, que no te vas a caer. No, no te vas a caer» -me aseguró mi papá.
Fue así. Aquella mañana cambió mi existencia de reptil. Ya no me arrastraré más. Y no fue posible que me mantuviera sentado. El mundo se me hizo aún más grande y se hinchó mi necesidad de andar. Esa tarde mi papá la consagró a fabricarme unas muletas, cada una compuesta por un solo palo, más dos piezas bien clavadas, una para la mano, otra con una cavidad cómoda, aunque áspera, para soportar el cuerpo debajo del sobaco.
Me costaba mucho levantarme del suelo, solo; no me era fácil, a pesar de la potencia de mis brazos, mantener quietas las muletas, pues estas se ladeaban para un lado o para otro dando conmigo en tierra. Al principio mi papá me ayudaba; luego, resolvió dejarme libre, ejercitarme. Ya de pie, podía manejar mis muletas; me echaba a andar procurando no sentarme a fin de evitar el problema de volver a pararme. Me cansaba, sudaba a chorros; la pierna izquierda, la única válida, perdió su aliento, me ardía la planta del pie de tanto frotarse contra el cascajo y con el sol inclemente ardían las piedras y la arena. Agotado, me detenía; todo mi cuerpo reposaba sobre mis brazos, sobre mis puños cerrados alrededor de las agarraderas. Con la práctica, en la casa, me agarraba de una silla para pararme; afuera descubrí que por doquier había un barranco, alguna rama de árbol bajita, listos a darme su ayuda para levantarme cuando, cansado, me sentaba.
A cada ratico me caía. Pese a lo plano del terreno de mi escenario alrededor de nuestra casa en Ibordó, el campo es campo, y había huecos, depresiones, palos atravesados, pedrancones, quebraditas, corrientes del río para atravesar, piedras babosas en el fondo del agua. A menudo las muletas se me enterraban en el lodo que bruscamente surgía a mi paso. Pero nunca me metí una caída que merezca recordar por haberme causado mal. O, quizá, no me impresionaban esos golpes. Lo esencial era andar. Caer, levantarme, soportar, hacían parte natural de mi nueva vida, caminando. También quienes no usaban muletas se caían, y hasta sufrían percances terribles, descomponerse un pie, romperse una rodilla...
LXXVIII • LAS MULETAS
[…]
Esas muletas no me estorbaban para nada; aprendí a manejarlas como si fueran un par de alas. No las abandonaba sino mientras me sentaba y ¡eso! que continuaba con ellas asidas a mis manos, listas para emprender la marcha; también las dejaba acostaditas sobre la arena, tocando el agua, cuando me arrojaba al río, esto la mayor parte del día, pues en el agua yo podía caminar sin ayuda de nada ni de nadie, lo cual aumentaba mi encanto de poder andar. Ni mi papá, ni mi mamá me contrariaron con recomendaciones de que tuviera cuidado con una caída, con irme a ahogar, con alguna bestia. Siempre me dejaron libre. Jamás me impidieron vagar. No faltaba más, para andar me había labrado mi papá mis muletas con el pleno consentimiento de mi mamá.
Resulta que las muletas se gastaban. El contacto con las piedras se las comía en un dos por tres; cortas me cansaban. Mi papá las calzaba y otra vez rápido se las comía la tierra. Esto sí me desesperaba. Pero seguramente ya mi papá estaba meditando en la solución.
LXXIX • LAS
MULETAS (2)
Regresamos a Cértegui. Mi tío Juan me hizo unas muletas muy bonitas, como esas que se velan en el diccionario; incluso les puso una almohadilla para amortiguar el roce de la madera en las axilas. Y mi tío Benicio, herrero, el papá de José del Carmen, me les colocó en los extremos sendos recatones. El constante toque de la tierra es tan violento que el mismo hierro se consumía, y en poco tiempo.
Ese problema de las muletas me aburría: yo lo soportaba en silencio; comprendía que no era fácil reemplazarlas a cada rato. Lo peor era que las muletas me despedazaban la camisa debajo del brazo, en un momento. Me las remendaban y otra vez se comían. Al fin y al cabo, no era tan importante al lado de mi posibilidad de andar. Y yo andaba, y entre más caminaba, me parecía que no andaba y andando iba. Sin embargo, penetrar propiamente a la selva no me era fácil. Desde que no hubiera un sendero, aunque hecho por los marranos, no dejaba entrar a su vientre la selva, a causa de la tupida, aspérrima maleza mezclada de lambedera, aruñagato. Una cosa era vista la inmensidad atrayente desde la orilla. Penetrar bajo ese ropaje era una tarea de gente adiestrada, de monteadores, como mi padrino Tobías, mi tía Carlota, mi tío Aristides.[1]
[1] Relatos
tomados de: Arnoldo Palacios. Buscando mi madredediós. Octubre de 2009.
Universidad del Valle, Ministerio de Cultura. ISBN 978-958-670-753-4. 345
páginas. Pp. 279-283.
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