El brindis del bohemio:
Un
homenaje a Arturo,
el mejor mecánico de Quibdó
*Arturo en Quibdó entre los 25 y los 30 años. FOTOS: Album familiar. |
Clientes y amigos
Se llamaba Arturo Herrera, Arturo Antonio Herrera Giraldo. Arturito, Arturo o Don Arturo, lo llamaba su clientela, de la cual formaba parte un copioso y selecto grupo de profesionales de la ciudad: abogados, médicos, economistas, ingenieros, periodistas, la mayoría hombres, pero también algunas mujeres, como las doctoras Helba, Mirna y Muriel. En este grupo de clientes, que siempre dijeron que sus carros no los dejaban tocar sino de Arturo, había funcionarios, políticos de profesión y políticos ocasionales; en general, todos eran buena gente, gente del viejo Chocó, del antiguo Quibdó, de la vieja guardia, cuya fama y reconocimiento popular procedían de su pulcro ejercicio profesional; muchos de ellos aficionados a los boleros e incluso a los tangos, al igual que Arturo, y por lo menos la mitad de ellos también algo aguardienteros, otra afinidad bastante sólida con Arturo, con quien un buen número de ellos terminaron construyendo una amistad real y sincera, más allá de la relación Mecánico-Cliente.
Los abogados Jaime Sarria Misas y Ely Gómez Ortega, y el famoso cirujano Américo Abadía Figueroa, eran tres integrantes de aquella clientela inolvidable, tan asiduos como principales. Con cada uno de ellos tres, además de los asuntos de sus carros (un Renault 4 color crema, un Chevrolet Samurái amarillo y un Fiat Topolino color mostaza), las charlas eran largas y amenas, en mecedoras y sillas del andén de nuestra casa, contigua al taller, o en las mesas del andén de la tienda del frente de la casa. Con el Dr. Américo, tanto la amistad como los drinks fueron más largos aún: Arturo y él, por ejemplo, dejaron de fumar juntos una tarde cualquiera y en más de una ocasión departieron en días de descanso del médico, quien iba de visita a nuestra casa. El doctor Américo, en diversas circunstancias, estuvo siempre al tanto de la salud de Arturo, lo cuidó e intervino como cirujano en su restablecimiento… Así eran las cosas entonces: en la honestidad y decencia de las relaciones profesionales y en lo genuino y respetuoso de la amistad se diluían las diferencias sociales que pudieran existir.
De la mecánica de calle a la mecánica de patio
Arturo fue construyendo esta clientela, paso a paso, desde que montó su taller en un local alquilado de la Estación Esso N° 89, la Bomba de don Pedro Abdo García, en la Calle 30 con Carrera 7ª de Quibdó, en donde también se asentó su amigo y paisano carmeleño Conrado Agudelo, quien -mientras Arturo ejercía la mecánica- se desempeñaba como montallantas y encargado de todo lo relacionado con este ramo, como los resortes o muelles y las bandas de frenos, por ejemplo. Al agua y al sol, allí se practicaba literalmente la mecánica de patio. Estaba comenzando la década de 1970.
Posteriormente, en una decisión que conllevaría grandes y en su mayor parte positivas consecuencias sobre su vida, Arturo decidió trasladar su taller hacia el naciente barrio de la Subestación, que entonces parecía más distante del centro de Quibdó; tanto que hubo gente que le recomendó que reconsiderara su decisión, pues a ese taller allá tan lejos no iba a ir nadie. Pero él estaba en lo que estaba. Ya había -como dicen ahora en lenguaje de autoayuda- visualizado el espacio y el diseño de aquel taller: una “ramada” para empezar, decía, nombrando de este modo los cuatro guayacanes de piso iniciales, con sus respectivas cerchas y soleras, y un techo de láminas de zinc reutilizadas… Para el efecto, con sus propias manos, domingo a domingo, Arturo adecuó el solar contiguo a nuestra recién construida casa, que ladrillo a ladrillo había sido levantada con dinero de un préstamo del Instituto de Crédito Territorial y habitada sin puertas interiores, sin mesón de la cocina y sin revestimiento en las paredes de planchas grises o ladrillos pelados; pero con alegría y orgullo inefables, por Arturo, su señora (mi mamá) y nosotros, sus hijos… De un terreno medio pantanoso y anegadizo, poco firme y poco plano, Arturo sacó una explanada básica sobre la cual construyó el sueño que había visualizado.
Y los carros y los clientes empezaron a llegar. Y la vida de Arturo empezó a cambiar, al punto que, desde entonces, únicamente volvió a salir de aquella lejura, que para la época eran en Quibdó los barrios Huapango arriba y la Subestación, cuando se iba a hacer motilar en la peluquería de José Félix. Yo acababa de graduarme en la Normal de Quibdó y me había ido a trabajar de maestro al Carmen de Atrato. En las vacaciones de final de año, en vez de llegar como en las de junio a la casa alquilada donde vivíamos en la Calle 30, llegué a nuestra nueva casa, que pronto incorporaría -al lado- el taller de Arturo. Era 1978.
Poco tiempo después, a comienzos de la década de 1980, llegó allí como ayudante -después de leyendas de la ayudantía de Arturo, como Limonta, Pinta y Junior (El Panameño)- un muchacho que sería el heredero natural de los conocimientos mecánicos, de los secretos del oficio, de la herramienta y de las instalaciones del taller: mi hermano Oscar Alberto, quien cuando era un niño desbarataba hasta un balín. Repitiendo la historia de su padre y mentor, después de épocas de molicie juvenil y de juerga permanente, Oscar se metió de lleno en el oficio y lo asumió como su profesión en la vida, con la misma y brillante inteligencia con la que en su recorrido escolar inconcluso había obtenido siempre reconocimientos por sus méritos académicos.
Ello le valió heredar, paulatinamente y ante el progresivo retiro de Arturo, por motivos de salud, la confianza de la clientela original, y ampliarla e incrementarla, tal como amplió, rediseñó y mejoró notablemente las instalaciones, equipos y herramientas del taller, que convirtió en un homenaje al papá, quien murió sintiéndose orgulloso de su heredero; como quizás Oscar mismo llegue a sentirse de su propio heredero, su hijo, que actualmente trabaja con él y quien seguramente en algún momento también transite sin dudarlo el camino que lo lleve a consolidar esta herencia.
De humilde y carmeleña cuna
Arturo era hijo del matrimonio entre Julio Herrera Maya, quien murió cuando sus hijos eran niños aún, e Isabel Giraldo Gallego, quien crio a sus hijos y mantuvo su casa con un carácter recio y algo hosco, aunque con un toque de picardía y de humor en los momentos de tranquilidad, y con su índole hacendosa de viuda y señora de la casa, de la más pura estirpe carmeleña. Además de Arturo, del matrimonio Herrera Giraldo nacieron sus dos hermanos: Julio, quien aún vive en Quibdó, donde trabajó desde muy joven en entidades como la Caja Agraria y el ICT o Inscredial, y fue toda la vida apoyo y sostén de su mamá y de sus hermanos, especialmente de Oscar, el menor, chofer de profesión y un poco holgazán, fallecido hace varios años.
Humilde y campesina, un tanto precaria, aunque siempre digna, la casa natal de Arturo y sus hermanos quedaba en la vereda El Porvenir, en el municipio de El Carmen de Atrato, un paraje donde él, según me contó alguna vez, echó azadón como agricultor, en su niñez y comienzos de su juventud, cuando también alcanzó a estudiar en la Escuela Vocacional Agropecuaria; antes de irse de la casa como ayudante de un camión que iba para Medellín y que posteriormente iría hacia la Costa Atlántica, por donde deambuló un tiempo, yendo y viniendo desde y hacia Medellín; un periplo durante el cual, instruido por el camionero, conoció los primeros rudimentos de la mecánica automotriz. Era casi un niño. Y siendo casi un niño trabajó también “voleando pala”, como él decía, en la carretera Quibdó-Bolívar, época de la cual recordaba las dolorosas ampollas en sus manos, su llanto y el consuelo de los obreros adultos, que le ayudaban a terminar las tareas que a él le encomendaban.
Libreta militar de Arturo en una reposición de 1976. Foto: Julio César U, H. |
Arturo tenía 22 años recién cumplidos, una libreta militar en la que decía que su ocupación era conductor; una licencia o patente de conducción de alta categoría; una pinta de galán de cine; una bolsa pequeña, hecha de caucho de neumático, con herramientas básicas de mecánica que usaba para trabajos callejeros; y una tendencia a la bohemia quibdoseña de entonces, cuando nació su primer hijo con mi mamá: Carlos Arturo. Diecisiete meses después nacería Teresita. Casi dos años después nacería Oscar, el heredero de la profesión, del taller y de la clientela de Arturo. Y tres años largos después llegaría Mery, la menor de la casa, en tiempos en los que Arturo se había enrolado como chofer de la firma SIARCO, que construía, junto a PERVEL, los primeros kilómetros de la Carretera Panamericana en el Chocó; un trabajo que incluía internarse monte adentro, en los campamentos, por periodos de varios meses, cumplidos los cuales salía a descansos más o menos proporcionales, con cabellera de hippie y hambres atrasadas.
Dignos hijos y dignas hijas de su padre, mis hermanos Carlos y Tere, Oscar y Mery heredaron por línea directa el inmenso talento y la prodigiosa inteligencia de Arturo, su enorme capacidad de abstracción y de resolución de problemas complejos, su lógica admirable e inagotable. Y también su humor medio corrosivo y bastante creativo… De esa inteligencia fui beneficiario, pues entre mi mamá y Arturo me enseñaron a resolver los crucigramas de los periódicos; así como a perfeccionar mi lectura en voz alta, ya que, durante mucho tiempo, así como a ella yo le leía novelas mientras cosía en su vieja máquina Singer, a él le leía casi completa una revista de mecánica a la que estaba suscrito: Motrix, en un orden que él me indicaba luego de que yo le leía el índice, mientras él descansaba al final de su jornada de trabajo. Del mismo modo, fui su primer secretario para la elaboración de facturas, cuentas de cobro, listas de repuestos y cotizaciones para sus clientes; un puesto que después ocuparon también mis hermanas Tere y Mery, y por supuesto mi hermano Oscar.
Siempre recordaré que, así como las primeras versiones de la historia local y regional de Quibdó y del Chocó las recibí de mi mamá, de Arturo recibí la primera explicación acerca de la violencia interpartidista de los años 1950 en Colombia, de cuyos crudos sucesos en El Carmen de Atrato él alcanzaba a tener memoria y de cuya memoria había nacido su militancia liberal, incluyendo el MRL del “compañero” López; por quien lo acompañé a votar en las elecciones presidenciales de abril de 1974, ataviados él y yo con pantalones de terlete de color vinotinto y camisetas rojas. La victoria de López Michelsen fue celebrada efusivamente por Arturo, a quien le bastaba que no hubieran ganado los godos con el hijo de Laureano Gómez, ni la tal María Eugenia esa, que era hija de Rojas Pinilla.
Resiliencia
Aunque la palabra y el concepto que entraña -como ha sucedido con tantas en nuestra lengua- han sido desdibujados por su uso tan repetitivo como inadecuado a raíz de la pandemia de Covid-19; no hallo otra que refleje mejor la vida de Arturo que la palabra resiliencia.
De ser abuelo sacó Arturo gran parte de la felicidad de sus últimos años de vida. Fotos originales y reproducción: Julio César U. H. |
Siempre lo llamé Arturo. Sin embargo, fuimos padre e hijo en innumerables circunstancias de nuestras vidas… Cuando después de muchos años de presentarme ante la gente como el hijo de su mujer o el hijo de Teresita, empezó a presentarme con orgullo como su hijo mayor; de modo natural y sin que para ello mediara ninguna ceremonia ni preludio alguno… Cuando viajamos juntos en un jeep Willys sin carpa entre Quibdó y Bolívar, donde lo dejamos para que le pusieran una carpa nueva, y seguimos en bus hacia Medellín, para llegar directamente al Hospital San Vicente de Paúl, donde le diagnosticarían una enfermedad de la cual pensó que moriría y de la cual salió airoso… Cuando me confesó, bajo sigilo, los efectos no visibles de las sesiones de radioterapia en su humanidad… Cuando me aconsejó y me tranquilizó en una de las circunstancias más adversas de mi vida y logró convencerme, a dúo con mi mamá, de que la vida seguía… Cuando me mostró -siendo yo un niño- cómo se doblaba el periódico para leerlo con mayor comodidad y cómo se podía introducir una mesa de cuatro patas por el vano de una puerta más angosta que la mesa… Cuando me pidió que intercediera por él ante mi mamá… Y en todas las ocasiones en las que, con el paso de los años, aprendió a expresarme explícitamente su afecto y a manifestarme lo orgulloso que estaba de mí.
El bohemio puro
Arturo Herrera fue realmente el mejor mecánico de Quibdó por lo menos durante dos décadas. Sin embargo, nunca subvaloró la sabiduría del Maestro Areiza, a quien respetaba por su conocimiento de la mecánica Diesel, ni la del Maestro Alfonso, a cuyo taller de Kennedy mandaba con frecuencia piezas de motores o de cajas para que las rectificaran o arreglaran. A ambos colegas los consultaba cuando lo creía necesario.
Arturo fue también perito de tránsito de Quibdó en tiempos en los que su amigo Ricardo Arango Mosquera (Richard) fue el Inspector Municipal. Y fue durante varios años chofer de la Fábrica de Licores del Chocó, en tiempos de Antún Bechara, cuando el aguardiente Platino se ganó un premio internacional por su excelsa calidad, de la cual él y mi mamá daban fe permanente.
Arturo fue también, aunque no lo pareciera, un melómano, bastante conocedor de la música que le gustaba, de la llamada música vieja, de los boleros, de bambucos y demás aires de la música andina colombiana, del tango más auténtico y de las milongas más puras… Tenía buena memoria para los nombres de cantantes y músicos, de agrupaciones y compositores, de ritmos y circunstancias, con una solvencia tal que trascendía el valor comercial de la música de artistas como Los Trovadores de Cuyo, Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Peronet e Izurieta, Carlos Gardel, Garzón y Collazos, y otro montón de intérpretes y compositores de su gusto, que en la mayoría de los casos fue siempre un gusto compartido con mi mamá.
Buen vecino, patrón justo en el pago de sus ayudantes, leal en la amistad, generoso y solidario con la gente que necesitara ayuda material, amigo de los amigos de sus hijos e hijas, respetuoso en el trato de sus clientes, atento y servicial con su mamá, a quien durante muchos años visitó y ayudó periódicamente; Arturo era un buen hombre, de quien uno podía aprender muchas cosas y envidiar otras, como su condición de ambidextro perfecto, que podía hacer de todo con ambas manos, con excepción de escribir.
Quizás algún 31 de diciembre de estos que nos faltan por vivir, los de su prole nos volvamos a reunir para recibir el año nuevo escuchando juntos "El brindis del bohemio", como lo hacíamos cada año con Arturo, que era nuestro bohemio puro, “de noble corazón y gran cabeza… aquél que sin ambages declaraba que solo ambicionaba robarle inspiración a la tristeza”. Recordaré entonces la incontenible risa de Arturo una vez que le dije -solo para ver qué me decía- que en la parte de esa poesía donde dice que "el bohemio calló" era del verbo caer y no del verbo callar, como siempre habíamos pensado.
Arturo, si es posible que lo sepa, otra vez expresaría su orgullo de ser tu padre, sin ningún preámbulo.
ResponderBorrarQué bueno contar, reconocer y agradecer su historia, compañía y asistencia por mucho tiempo en tu vida, la de tu mamá, tus hermanos y los de él, sus amigos y clientes.
Leer esas líneas me identifican también un poco, con otros “Arturos” que como el tuyo, dejaron su esencia y ejemplos de vida en algunos de nosotros.
Gracias por tú recordarlo así y de paso, darme la oportunidad de agradecer también, a los que yo tuve.
Hermano Julio, que pluma para narrar la vida de tu familia con tanta claridad.
ResponderBorrarYo que conozco tu familia me transportaste a tiempos de Quibdó inolvidables, dignos de recordar para recrear nuestro existir y de la familia como la tuya del Chocó.
Don Arturo debe estar feliz de que lo recuerdes con amor y gratitud.
Bendiciones manito.
Excelente relato y hermoso homenaje a Arturo, el bohemio puro!!. Tu prosa Julio tiene la virtud de hacer sentir al lector parte del entorno que recrea. Gracias por la grata reminiscencia sobre personas y circunstancias que también hicieron y hacen parte de mi vida.
ResponderBorrarPacho Valderrama
Brindo por la esperanza que a la vida nos lanza a vencer los rigores del destino.
ResponderBorrarLa esperanza, nuestra dulce amiga que, sus penas mitiga y convierte un vergel nuestro camino.
Excelente tributo a la memoria de un personaje querido por todo el mundo en Quibdó. No sabía que hubiese muerto tan joven.
Recuerdo a Gilberto Cano quien también era cliente suyo arreglarle una camioneta Ford de platón en el que solía llevar a sus hijos a Tanando en compañía de invitados como yo. Se destila mucha gratitud y amor en tu escrito. Me ha tocado la fibra del sentimiento. ¡¡Felicitaciones!!.
Lascario Barboza Díaz
Gracias Julio César por hacerle honor a un buen hombre, he disfrutado ésta historia como ninguna otra. Saludos.
ResponderBorrarJorge Valencia Valencia.
Muy bacano el homenaje al viejo y a toda una tradición familiar de trabajo serio y honrado que han seguido tu hermano y sobrino.
ResponderBorrarGonzalo Díaz Cañadas
Muy conmovedor este escrito. Podría decir que conocí al señor Arturo a través de la calidad de sus hijos, especialmente su hija Teresa, mi profesora.
ResponderBorrarQue gratos recuerdos Hermano Julio
ResponderBorrarSegundo Mena Murillo
Excelente, que bueno exaltar la vida y obra de personas que trabajaron por el Chocó. Es un homenaje póstumo hermoso, que esquisites de pluma, mis respetos👏🏼 muy loable labor.
ResponderBorrarFelicitaciones Maestro de pluma exquisita, se va uno adentrando en su escrito y se transporta al lugar y ve al personaje. Super 👏🏼👏🏼
ResponderBorrarBetsy del Carmen Amaya P.
Excelente semblanza de Arturo Herrera, una persona buena, honesta, trabajadora que todos los que lo conocimos recordamos con agrado. Dario Cujar C.
ResponderBorrarMerecido homenaje a Arturo
ResponderBorrarUn hombre trabajador y noble de los que ya no hay
Edu Arango
En 1976, compré en Bogotá un Renault 6, de color azul, para sumarse al único automóvil que había en Quibdó, que era también Renault, pero 12, para uso del entonces Gobernador del Chocó, Manuel Barcha Garcés, de quien fui su Secretario de Gobierno, hasta cuándo llegó su remplazo, Osías Lozano Diaz. Los demás carros de Quibdó, o eran volquetas, o camperos. Arturo Herrera atendía a sus clientes en la estación de gasolina de Pedro Abdo García y se ocupó igualmente de hacerle mantenimiento y mecánica a mi carrito, por recomendación de Pedro Abdo, casado con Yamileth,hermana de mi mamá. Para el año siguiente en 1977, hice un viaje a Cartagena y mi conductor fue Conrado Agudelo, en esa ciudad estaba de moda polarizar los vidrios de los automóviles y el mío no fue la excepción. Te imaginas el trajín que tuvo ese carro, estaba en plena flor de mi juventud. Arturo, siempre fue mi mecánico y después de fallecido él, asumió la misión Oscar su hijo.
ResponderBorrarAmérico Murillo Londoño
Gracias manito, hemos hablado muchas veces de tantas anécdotas y recuerdos, algunas veces repetimos las historias, sin embargo, aquí dejaste inmortalizada la vida de mi papá y resalto tu papel fundamental como hermano mayor. Tu esencia, tu profesión, tu sabiduría, nos permite en este escrito rendirle un homenaje. Me siento muy afortunada de ser su hija y de ser tu hermana. Te quiero mucho
ResponderBorrarMuchas gracias por sus palabras, hermanita querida. Un abrazo.
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