lunes, 2 de enero de 2023

 Homenaje a Pelé

El Guarengue les ofrece cuatro textos en honor de quien tan felices nos hizo a los devotos del fútbol, incluidos los que ni siquiera habíamos terminado la escuela primaria cuando comenzó su reinado. El primero es mío. Los demás son de uno de los mejores cronistas de fútbol: Eduardo Galeano. Aquí van, con una lágrima por Pelé, a quien nunca olvidaremos. 

1

Gracias, Pelé

Fue gracias a Pelé, a su plástica y grácil figura dentro de la cancha, y a su sonrisa infinita en la que reunía toda la alegría del estadio, que en los colegios y en las escuelas, en las calles y en los barrios de Quibdó -como si se tratara de la Baixada Fluminense- creció como espuma la fanaticada de la selección brasileña de fútbol, desde aquel inolvidable e insuperable Mundial de México 1970.

Félix, Carlos Alberto, Brito, Piazza, Everaldo, Gerson, Clodoaldo, Rivelino, Jairzinho, Pelé y Tostão, aquella alineación prodigiosa que pulverizó con su magia a cuanto rival se les puso al frente, nos la aprendimos de memoria para recitarla como si fuera un mantra mediante el cual se invocaran la plasticidad y la belleza, el toque y los goles, a la hora de jugar futbolito en la calle o partidos de grandes en la cancha de Chambacú; o como si fuera una lección que a quien no la supiera le acarreara una pésima nota en la libreta de calificaciones de las amistades de esquina y andén.

Desde entonces, ser hincha de fútbol iba de la mano con ser hincha de Brasil: no se podía ser lo uno sin ser lo otro. Era consustancial ser de Brasil si a uno realmente le gustaba el fútbol verdadero, es decir, el buen fútbol; o sea, el fútbol de Pelé y sus compañeros de aquel equipo de ensueño capaz de convertir en espectáculo inolvidable hasta un rutinario saque de banda. Ser el Pelé de la cancha era la ilusión secreta de todo aquel a cuyos pies llegara una pelota en los partidos dominicales de la cancha de la Normal de Quibdó.

Tanta magia nos alegró la existencia durante varios años de la infancia y se convirtió en parte sustancial de nuestra memoria para siempre. Los cuatro goles con los que Brasil derrotó a Italia aquel domingo 21 de junio de 1970 seguirán siendo, pase lo que pase, los mejores que nuestros ojos hayan visto. Recién entrados a la adolescencia, a finales de aquella década, los volvimos a ver docena y media de veces en una película que pasaban en la Heladería La Fuente, donde medio Quibdó iba a comer helados o cremas y el otro medio iba a esperar el momento en el que el dueño del negocio, Rodrigo, pusiera aquella película, para volvernos a extasiar y volverlos a celebrar como si hubieran sido acabados de anotar. “El último gol se recuerda de pie: la pelota pasó por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin Pelé la puso en bandeja, sin mirar, para que rematara Carlos Alberto, que venía en tromba”, escribió para la historia Eduardo Galeano, quien nos regaló también esta reveladora anécdota de aquel partido: “Saltamos juntos, contó Burgnich, el defensa italiano que lo marcaba; pero cuando volví a tierra, vi que Pelé se mantenía suspendido en la altura”.

Pelé es uno de los seres humanos de cualquier actividad o profesión que mayor alegría le ha aportado a la humanidad entera, en todos los rincones del planeta hasta donde su mítica figura llevó el fútbol y lo convirtió literalmente en el mejor espectáculo del mundo, en el deporte más popular de todos los tiempos. El rey ha muerto. ¡Viva el Rey! Gracias por todo, Pelé.

Julio César Uribe Hermocillo

 

2

La inmortalidad existe

Cien canciones lo nombran. A los diecisiete años fue campeón del mundo y rey del fútbol. No había cumplido veinte cuando el Gobierno de Brasil lo declaró tesoro nacional y prohibió su exportación. Ganó tres campeonatos mundiales con la Selección brasilera y dos con el Club Santos. Después de su gol número mil siguió sumando. Jugó más de mil trescientos partidos en ochenta países, un partido tras otro a ritmo de paliza, y convirtió casi mil trescientos goles. Una vez detuvo una guerra: Nigeria y Biafra hicieron una tregua para verlo jugar.

Verlo jugar, bien valía una tregua y mucho más. Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban. Cuando saltaba, subía en el aire como si el aire fuera una escalera. Cuando ejecutaba un tiro libre, los rivales que formaban la barrera querían ponerse al revés, de cara a la meta, para no perderse el golazo.

Había nacido en casa pobre, en un pueblito remoto, y llegó a cumbres del poder y la fortuna, donde los negros tienen prohibida la entrada. Fuera de las canchas nunca regaló un minuto de su tiempo, y jamás una moneda se le cayó del bolsillo. Pero quienes tuvimos la oportunidad de verlo jugar hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe.

Eduardo Galeano.

“El fútbol a sol y sombra”, 1995.


3

Tú eres Pelé

Dos clubes británicos disputaban el último partido del campeonato. No faltaba mucho para el pitazo final, y seguían empatados, cuando un jugador chocó con otro y cayó despatarrado al piso.

Una camilla lo retiró de la cancha y en un santiamén todo el equipo médico puso manos a la obra, pero el desmayado no reaccionaba. Pasaban los minutos, los siglos, y el entrenador se estaba tragando el reloj con agujas y todo. Ya había hecho los cambios reglamentarios. Sus muchachos, diez contra once, se defendían como podían, pero no era mucho lo que podían. La derrota se veía venir, cuando de pronto el médico corrió hacia el entrenador y le anunció, eufórico:

—¡Lo logramos! ¡Está despertando!

Y en voz baja, agregó:

—Pero no sabe quién es.

El entrenador se acercó al jugador, que balbuceaba incoherencias mientras intentaba levantarse, y al oído le informó:

—Tú eres Pelé.

Ganaron cinco a cero.

Hace años escuché, en Londres, esta mentira que decía la verdad.

 

Eduardo Galeano.

“Espejos. Una historia casi universal”, 2008

 

4

El Gol Mil de Pelé

Fue en 1969. El club Santos jugaba contra el Vasco da Gama en el estadio Maracaná. Pelé atravesó la cancha en ráfaga, esquivando a los rivales en el aire, sin tocar el suelo, y cuando ya se metía en el arco con pelota y todo, fue derribado. El árbitro pitó penal. Pelé no quiso tirarlo. Cien mil personas lo obligaron, gritando su nombre.

Pelé había hecho muchos goles en Maracaná. Goles prodigiosos, como aquel en 1961, contra el club Fluminense, cuando había gambeteado a siete jugadores y al arquero también. Pero este penal era diferente: la gente sintió que algo tenía de sagrado. Y por eso hizo silencio el pueblo más bullanguero del mundo. El clamor de la multitud calló de pronto, como obedeciendo una orden: nadie hablaba, nadie respiraba, nadie estaba allí. Súbitamente en las tribunas no hubo nadie, y en la cancha tampoco. Pelé y el arquero, Andrada, estaban solos. A solas, esperaban. Pelé, parado junto a la pelota en el punto blanco del penal. Doce pasos más allá, Andrada, encogido, al acecho, entre los palos.

El guardameta alcanzó a rozarla, pero Pelé clavó la pelota en la red. Era su gol número mil. Ningún otro jugador había hecho mil goles en la historia del fútbol profesional. Entonces la multitud volvió a existir, y saltó como un niño loco de alegría, iluminando la noche.

Eduardo Galeano.

“El fútbol a sol y sombra”, 1995.

 

2 comentarios:

  1. Qué alegría y que placer produce al lector leer una excelente crónica, es como si estuviera bebiendo un vaso de agua en el desierto. Gracias escritor Julio César Uribe por retrotrarnos estás narrativas históricas

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  2. Excelente Compañero... Seguiremos siendo los Niños que alguna vez nos deslumbró un tal Edson Arantes do Nascimento y nos condujo al mítico país del Fútbol... Un Abrazo Caribe ... 🌴🌴

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