lunes, 28 de febrero de 2022

Remanso de paz

--Ilustración de carátula de la primera y única edición
de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, novela
de Carlos Arturo Caicedo Licona.

A principios del siglo XX, cuando estaba a punto de nacer la Intendencia del Chocó, llegaron hasta Quibdó los rastros de la secesión de Panamá y los coletazos de la Guerra de los Mil días, en la cual fueron combatientes, entre otros, los prohombres chocoanos Manuel Saturio Valencia y Delfino Díaz Ruiz.

Cuando Rafael Reyes -militar boyacense y político conservador, en cuyo honor se llama Alameda Reyes la actual Calle 26 de la capital del Chocó- asumió la Presidencia, en agosto de 1904, Colombia aún olía a pólvora interpartidista de la Guerra de los Mil días y en la conciencia de sus dirigentes, aún los más pérfidos y taimados, pesaba como una flota de buques la “pérdida” de Panamá. En la tierra chocoana, antes hermana de parentesco, de tamborito y mejorana de la tierra panameña, y ahora su simple y limítrofe vecina, también se percibía ese aroma y se sentía dicho peso. De modo que una naciente dirigencia provincial -varios de cuyos integrantes habían sido soldados, capitanes y coroneles de la guerra-, conformada por artesanos, comerciantes e incipientes empresarios, presionó al triunfante Conservatismo para que reemplazara a Popayán por Bogotá como centro de poder y gobierno; y así las provincias del Atrato y del San Juan dejaran de pertenecer al Cauca y juntas formaran una nueva unidad territorial cuya administración se hiciera directamente desde la capital del país[1]: la Intendencia Nacional del Chocó.

Así las cosas, convertida en capital de la Intendencia, a fines de la primera década del siglo XX, en un lapso que se extenderá hasta el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán y el advenimiento del periodo conocido como La Violencia; Quibdó empieza a vivir un rápido crecimiento, derivado de la llegada de capitales comerciales e industriales nacionales y extranjeros a la región, la extracción de recursos maderables y no maderables de sus selvas inmensas y el boom minero del oro y el platino. En esta época, que abarca las décadas de los años 20, 30, 40, e incluso 50, del siglo XX, en medio de profundas desigualdades sociales y de una pirámide racial rayana en el apartheid, como sucedía en la Carrera Primera -calle principal y paralela al río Atrato-, el pequeño poblado de otrora terminará convertido en un emplazamiento urbano moderno, conectado mercantilmente con el mundo entero, dueño de una activa y contemporánea vida social y cultural: todo un sueño de modernidad para las élites dominantes[2].

Dos hitos marcan la llegada del medio siglo a la tierra chocoana, con epicentro en la floreciente ciudad capital. La creación del Departamento del Chocó, mediante la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947, que en su artículo 1º establece que estará formado por el territorio de la Intendencia del mismo nombre y que su capital será Quibdó. Y la nítida incursión en el escenario político, social, económico e intelectual del país de un movimiento chocoanista integrado por los primeros profesionales oriundos de esta tierra (la Generación del Carrasquilla los ha denominado el historiador Luis Fernando González), quienes habían recibido la mejor formación académica en las mejores universidades del país, en virtud de un amplio programa de becas creado por los gobiernos nacionales de la República Liberal (Olaya Herrera, López Pumarejo, Eduardo Santos) como parte de sus objetivos de universalización de la educación pública en Colombia. Diego Luis Córdoba, Adán Arriaga Andrade, Reinaldo Valencia, Eliseo Arango, Manuel Mosquera Garcés, Ramón Mosquera Rivas, Alfonso Meluk, Daniel Valois Arce, encabezan esta pléyade luminosa que engrandeció con su propia impronta, a través de un proyecto chocoanista con contenidos de reivindicación racial y sociopolítica, la presencia del Chocó en Colombia, empezando por la creación del departamento.

Apagados los fuegos de la guerra con la que comienza el siglo XX y obliterado con un puñado de dólares el escarnio de la separación de Panamá, por parte de los gobiernos de la hegemonía conservadora, vive el Chocó cuatro décadas de relativa paz, de ausencia de conflicto armado en su territorio, aunque el conflicto social que la generación chocoanista aborda reverbere en cada calle, en cada pueblo, en cada río. Paz que dura hasta el primer medio año de funcionamiento del nuevo departamento. Adán Arriaga Andrade, Manuel Valdés Becerra y Sergio Abadía Arango son los gobernadores a quienes les corresponde afrontar el estallido de la violencia interpartidista desencadenada, en abril de 1948, por el asesinato de Gaitán y el subsiguiente bogotazo. La matanza o masacre del río Munguidó, en las propias goteras de Quibdó, es quizás el acontecimiento más lacerante y violento en la región durante este periodo. El escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona incluye un relato del mismo en su épica novela “Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia”[3]. Una población inerme, ajena a la guerra, dejada incluso de la mano del dios en el que cree, es sometida por unos (liberales) y por otros (chulavitas) al fuego de sus demonios y sus odios viscerales.

“Primero llegó el comandante Franco que les diéramos posada y se la negamos, porque nosotros no estábamos en guerra. Como perros hambrientos, mordiendo sus talones apareció la chulavita, preguntándonos: por dónde se metió el jefe de los liberales. Y nosotros indicamos: por allí, por el sendero que inicia en medio de esos dos naranjos. No bien perdíamos de vista a la chulavita, llegaba otra vez Franco y su guerrilla inquiriendo: en dónde se escondieron los defensores del gobierno conservador. Nosotros, evitando que se derramara sangre cristiana, señalábamos: por el sendero que se inicia al pie del caimito, sigue en los guanábanos y se pierde entre el cañaduzal. Entonces se le salió la piedra al general Dioclesiano Chitiva, comandante en jefe de la chulavita. Nos reunió aquí y dijo: o me entregan a Franco o los mato a todos, por estar de parte de los liberales”.[4]

Y ciertamente los mató. Concentró en el pueblo de Bellaluz a toda la gente de todo el río, anunciando un baile de pellejo con veinte cerdos horneados, al cual era obligación asistir. Así lo narra, en la novela de Licona, el único sobreviviente de aquel exterminio, un hombre indefenso y adrede exonerado de la muerte para usarlo como mensajero de una falsedad, maniobra con la cual el comandante chulavita redondea con plebe cinismo su fatal perfidia.

“Cuando me quitaron las vendas, vi a mis compadres desangrándose como vacas, en las riberas de las aguas. Otros flotaban bocarriba con las persianas abiertas, como mueren los liberales. Oiga, negrito -me dijo el general-, lo dejamos con vida, con la condición de que cuente la verdad y testifique con su firma, en esta acta de guerra, como lugarteniente que fue de Franco en la guerrilla, la resistencia honrosa pero inútil que opusieron estos liberales insumisos ante las fuerzas de la legitimidad”.[5]

Cuando las llamas del incendio de octubre de 1966 devastan la zona céntrica de Quibdó, sumiendo en la pesadumbre a más de medio pueblo y suscitando la compasión de todo un país, la masacre del Munguidó ya ha pasado a ser leyenda y, a pesar de tantos pesares, Quibdó vive una nueva época de relativa paz, devastado por la tragedia, pero íntegro en su determinación de renacer.

Foto: Guillermo Ossa / EL TIEMPO.

Son los tiempos de hace unos cincuenta años cuando un robo casero, casi siempre nocturno, aún era toda una novedad, noticia del día que pronto se regaba por todo el pueblo. Unas cuantas ollas de aluminio, platos de loza que se quebraban en la huida y ropa de la que amanecía tendida en el patio en las noches de verano; zapatos grandes o pequeños, bien fueran charangas Cauchosol o Panam, o zapatos de cuero Grulla o La Corona; uno o dos fogones Esso Candela y la pesada plancha eléctrica de cable envuelto en tela de paño e hilo entretejido (aún abundaban las planchas de carbón, pero no eran tan apetecidas por los rateros); cucharas, tenedores, cuchillos y enseres de cocina, incluyendo molinillos y hasta piedras de moler, constituían el botín de aquellos robos. Son los tiempos de hace unos cincuenta años, en los que, cuando la gente necesitaba ausentarse de su casa y no disponía de un candado, las puertas de entrada se aseguraban con un lazo de tela, un elástico de modistería, un pedazo de alambre o de guasca o cualquier otro elemento con el que se pudieran entrelazar y amarrar con nudo ciego las dos argollas que era costumbre instalar como mecanismo de seguridad sobre las tembleques estructuras de madera, artilugio que era reforzado mediante un aviso a los vecinos para que estuvieran pendientes de la casa en ausencia de sus dueños.

Aquella suerte de apacible villorrio, que durante cuarenta años había sido capital de la Intendencia Nacional del Chocó y desde 1947 ostentaba la categoría de capital del departamento del mismo nombre, aún estaba entonces habitado principalmente por gente buena y honrada, que se ganaba la vida trabajando o -en medio de sus carencias y penurias- la sobrellevaba con dignidad y decoro, con la ayuda siempre oportuna de amistades o parientes, que en aquella época no daban limosnas sino solidaridad. La sencilla vida del día a día, en las calles polvorientas o empantanadas, transcurría sin alteraciones distintas al decurso natural de los nacimientos y los fallecimientos naturales: las nuevas modalidades de guerra que para entonces habían comenzado en la zona andina del país eran algo distante, de lo que aún no se tenía ni siquiera una noción completa más allá de la que traían las noticias de prensa, a través de El Tiempo y El Espectador, que venían de Bogotá en avión, o de El Colombiano, que solía llegar en el bus de Rápido Ochoa; o de las que se escuchaban a través de las ondas hertzianas, como decían los locutores de las emisoras de todo el país que llegaban hasta los radios de tubos marca Philips, que era usual encontrar entronizados en mesas o repisas de madera en las casas quibdoseñas.

En aquel plácido poblado, los niveles de desigualdad social y económica, aunque eran significativos, no eran mayores que los actuales ni su gravedad era tan escandalosa como la de ahora; pues, por poner un ejemplo de memoria, ningún niño moría de hambre o agonizaba por física desnutrición, ni la plata de los ricos se usaba para disponer de la conciencia o de la vida de los demás ni adueñarse pantagruélicamente de la mayor parte de los bienes disponibles en esa pequeña ciudad que aún podía recorrerse a pie. Unos cuantos enfermos mentales y dos o tres desvalidos, todos conocidos, eran los únicos pordioseros que había en el pueblo y tenían incluso horarios y rutas de recolección de caridades y limosnas, la mayor parte de ellas en especies, como alimentos, ropa, zapatos y objetos en desuso y buen estado. En medio de las carencias, aún los más pobres podían ir a la escuela, así no lo hicieran a la anexa de niñas o al colegio integrado de las monjas, así no alcanzaran cupo en la Normal de Varones y en su escuela anexa, ni en el Carrasquilla y mucho menos en el Claret; sino en el Barrio Escolar, donde se concentraban la mayor cantidad de escuelas públicas de la ciudad.

Tal vez porque lo bueno no dura o porque todo tiene su final y nada dura para siempre, o porque todo lo del pobre es robado, o porque a esta tierra de Dios se la hurtó el diablo, como diría Don Miguel A. Caicedo; o, mejor dicho, por causas estructurales y determinantes objetivas más sólidas y elocuentes que la benevolente pedagogía de los dichos y aforismos, simultáneamente con la desinstitucionalización de la cosa pública y la entronización de la trampa y el engaño como emblemas políticos y administrativos, aquel periodo de relativa paz de Quibdó y el Chocó llegó también a su fin, de un modo día a día más brutal, sanguinario e inhumano. Aquella sociedad de caseríos bucólicos y de pueblos grandes en donde aún todo lo bueno era posible, incluso la alegría y el silencio, terminó sumida en un baño permanente de sangre y lágrimas, con la aflicción y el desasosiego ocupando el lugar en donde antes habitaban la sonrisa y la serenidad de una vida bastante sencilla pero muy digna. Era el final de la década de los ochenta. La estirpe chocoanista, que había dado lustre a la región con su honradez e inteligencia, ya no estaba presente para salvaguardarnos. Tampoco su espíritu ni su ejemplo. Era el final de lo que alguna vez alcanzamos a pensar que siempre sería un remanso de paz.

“…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua”. Carlos Arturo Caicedo Licona. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia.



[3] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 pp. Pág. 83-91.

[4] Ibidem, pág. 85.

[5] Ibidem, pág. 90

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