lunes, 26 de octubre de 2020

 La ciénaga cercada

Foto: Nereo López.

Un cuento de Manuel Zapata Olivella

(1961)

El viejo Layo, el cuerpo aceitado y duro por los años, se enderezó del chinchorro para recoger la atarraya y demás útiles de pesca. Su mujer le vio el rostro arrugado y no quiso decirle nada de lo que se rumoraba en el pueblo. Probó el arroz y como le era habitual, ni siquiera miró el pescado que ella, por la fuerza de la costumbre, le servía en la orilla del plato. Ya al salir se aventuró a decirle:

—Layo, he oído comentar que la ciénaga...

El viejo se fue alejando a pasos lentos, indiferente a lo que quería decirle su mujer. Su constante práctica de pescador, a la espera silenciosa, le inyectó esa manía de despreocuparse de cuanto le rodeaba. Ni siquiera los aguijones de los mosquitos solían perturbarlo. A la orilla del río, su vida se deshilaba en viajes continuos de la ciénaga a la barranca guiado por la proa de su canoa, única brújula en el itinerario de sus días.

Se embarcó y volvió a tomar el camino del caño. Los primeros rayos de sol oreaban las sementeras de maíz. Metidos por entre los cultivos y gritando a los pájaros, sus dueños madrugaban a recoger las pocas mazorcas que les dejaba la sequía. Comparando la abundancia de su pesca con los raquíticos granos de los agricultores, pensó en el bien recibido de su padre que lo indujo a la pesquería, sin aquerenciarlo a los cultivos. Su vida era más independiente; menos sometida a los caprichos de las lluvias; más libre de trabas con el resto de los hombres.

Esa misma noche, dos extraños se aproximaron a su rancho. Todavía no se había dormido y, desnudo, sentado en el suelo, a la puerta de su casa, los vio llegar y plantarse frente a él. Nada les preguntó, pero sus ojos y su olfato los escrutaban en la oscuridad, identificándolos. Alargó el silencio porque aquellos hombres no hedían a mariscos y, por tanto, no eran gente de su trato. Tras un momento de espera, en vista de que no recibían ninguna bienvenida, aún cuando ellos tampoco habían saludado, uno de los dos exclamó:

—Aquí le traemos esta notificación.

—¿Y qué vaina es esa?

—El alcalde lo cita a la oficina. Debe firmarla —volvió a decir el desconocido, mostrándole una hoja de papel a la luz de una linterna eléctrica.

—¿Qué quiere conmigo el alcalde? A nadie le debo. Además, él sabe que yo no sé firmar.

—Está bien. Ya queda notificado —explicó el hombre con voz autoritaria. —Este señor es testigo, así, pues, mañana debe presentarse a la Alcaldía.

El viejo se rascó la cabeza, chupó nuevamente el tabaco y después de largo tiempo de meditación, midiendo cada una de sus palabras, agregó:

—No será muy temprano, esta noche voy de pesca a la ciénaga.

—Más vale que no lo haga y que se presente temprano a la Alcaldía —afirmó autoritariamente el desconocido.

Desagradole el tono y le respondió con voz descompuesta:

—Mire, quien quiera que sea usted, eso de que vaya a pescar es cosa mía —tomó un poco de respiro esforzándose en construir su frase—. Desde que mi padre murió, nadie me ha señalado la hora en que debo tirar y sacar el anzuelo.

Cumplido el mandato, sin decir más, los extraños se alejaron por donde habían venido. El viejo los siguió con mirada larga y sostenida hasta que se hundieron en la oscuridad. Desde su habitación, la mujer que había oído la charla le dijo:

—Algo jodido te tiene preparado el alcalde. La gente dice que anda metiéndole miedo a los pescadores porque...

La mujer prefirió terminar aquí su comentario. Pensó que tal vez lo que se decía no guardaba relación alguna con la cita del alcalde y no quiso alarmarlo con simples suposiciones.

Afuera los salivazos se hicieron más frecuentes entre una y otra chupada de tabaco. La inquietud por saber lo que el alcalde deseaba de él retuvo despierto al pescador en la barbacoa que le servía de lecho. Tampoco durmió su mujer, pero no cambiaron una sola palabra a todo lo largo de la noche.

Antes de que el alcalde abriera la oficina, ya estaba ahí parado, las manos sobre el palo que había cogido al salir para no llevarlas vacías, costumbre de cargar el arpón y el canalete. El alcalde no lo saludó, dándose con el silencio ínfulas de autoridad. El ceño adusto, más parsimonioso que un oidor, abrió la puerta y después de remover todas las cosas de su lugar se dignó a decir:

—¡Entre!

Layo dio varios pasos y se plantó frente a él.

—Tiene que pagar una multa de diez pesos —le notificó el alcalde sin ceremonia.

—¿Multa por qué? —respondió rápido como fósforo que rastrillaran en la pared.

A pesar de la superioridad que sentía tener sobre el pescador, el funcionario no se atrevió a mirar sus ojos alzados. Con el índice apuntando sobre el suelo, explicó:

—Por pescar en la ciénaga de los señores Argaíz.

—¿Qué ciénaga es esa? Yo nunca me he metido a pescar en ciénagas ajenas, ni sé que existan, siempre lo he hecho en la del pueblo —argumentó el viejo, un poco tranquilizado al saber que se le acusaba por un delito que no había cometido.

—Pues esa ciénaga que usted llama del pueblo —advirtió el alcalde con severidad— es de los señores Argaíz.

Apoyándose sobre el báculo, Layo preguntó con sorna:

—¿De cuándo acá les pertenece y está prohibido pescar ahí?

El alcalde volvió a remover los objetos, reafirmando sus palabras con ademanes:

—Eso lo sabe todo el mundo en el pueblo y usted mismo, aun cuando se haga el sordo.

Cambió de golpe la expresión del pescador. De la sorpresa porque se le acusara de una infracción de la que no se sentía culpable, pasó a la nerviosidad y al coraje. Las palabras que reservara en su mutismo cotidiano se agolparon en sus labios pugnando por salir.

—Conque esos señores Argaíz, no contentos con haber cercado los playones del pueblo, ahora se han cogido la ciénaga. Y usted, señor alcalde, —agregó señalándole con el índice— hijo del viejo Agamenón Torralbo, su padre, que desde pequeño le consta que esas tierras y esa ciénaga son de todo el pueblo, ¿ahora porque ellos lo han hecho alcaldito, comadrea semejante vagabundería? Oiga don Rafael Torralbo Cienfuegos, yo conocí a todos sus abuelos, gente bien medida y le puedo asegurar que ninguno de ellos, que Dios me los tenga en el Cielo, mirarían con buenos ojos que su nombre, el buen nombre de los Torralbo y Cienfuegos, sirva de tapujo al robo y descaro de los Argaíz. Además —dijo para terminar su acusación—, ¿si el pueblo no puede pescar en la ciénaga, de dónde carajo va a sacar el pescado para alimentarse?

El alcalde no tuvo más argumento que dirigirse a un policial, sentado a su diestra en espera de recibir órdenes:

—¡Métame a este atrevido y sinvergüenza al calabozo por irrespeto, desobediencia y falsas acusaciones a la autoridad!

De un salto el policial agarró del cuello al anciano, le arrebató el palo que le hacía de bastón y a empellones lo condujo a la celda donde lo dejó tendido en el suelo de un garrotazo. Media hora después el pueblo se aglomeraba frente a la oficina, rodeando a la mujer del pescador que pedía clemencia al alcalde. Lejos de oír sus súplicas y la de los vecinos, este montó en su mula, y orondo y campante salió a dar un vistazo a sus cultivos de maíz en plena recolección.

A los dos días el viejo Layo fue puesto en libertad bajo la amenaza de encarcelamiento si comentaba lo sucedido o si violaba la prohibición de pescar en la ciénaga de los Argaíz. Algunos vecinos y amigos se reunieron a la puerta de la Alcaldía para rendirle su pesar por el encarcelamiento, mas el viejo Layo partió delante de su mujer sin responderles nada. Sus ojos condenaban con el desprecio la pasividad de esos mismos hombres que se condolían en vez de defender los derechos del pueblo. No concebía que un rótulo de propiedad pudiera escribirse sobre la ciénaga, donde desde la más temprana infancia su padre le enseñó a manejar el cordel y a soltar libremente la atarraya sobre los peces que Dios había echado al agua. Ni las amenazas del alcalde, ni los golpes del gendarme, ni el silencio cobarde del pueblo, le privarían del derecho que sentía tener por aquella ciénaga que vio siempre sin estacas y sin dueños.

Esa tarde, pues, para que todo el pueblo lo viera, bajo los últimos destellos del sol, montó en su champa y ante el asombro de los pescadores que en la barranca del río comentaban la prohibición, el viejo Layo, con atarraya y arpones, tomó rumbo de la ciénaga. Indefectiblemente, sobre la amenaza de la autoridad, se dirigía a cumplir su habitual pesca hasta entonces solo perturbada por los vientos, las lluvias y la sequía.

Al llegar al extremo del caño, encontró que varias estacas hundidas en el agua, impedían el acceso a la ciénaga. En la orilla, sin camisa, luciendo la gorra del uniforme ladeada, un policía montaba guardia con el fusil entre las piernas. No se inmutó al ver al pescador y ya cerca, observando que buscaba un portillo por donde pasar su canoa, le dijo:

—Pague los diez pesos y lo dejo pasar.

—¿Qué diez pesos? —interrogó el anciano, conteniendo su furia por aquella intromisión.

El policía, sin darse prisa, pues le sobraba tiempo para dormir, le explicó:

—Es la orden de los señores Argaíz. Todo el que quiera pescar en su ciénaga debe pagar diez pesos.

Una sonrisa maliciosa se prendió en los labios del viejo, diciéndose en voz alta:

—Ahora comprendo el negocito entre los Argaíz y el alcalde.

Sin importarle el fusil, Layo arrancó una estaca, enderezó la canoa y de un golpe de palanca, entró en las aguas de la ciénaga donde los peces saltaban apelotonados. Y el disparo que el pueblo presentía con inquietud se oyó a todo lo largo de la corriente.

***

Esa noche, acompañada por el silencio de casi todo el pueblo, la mujer no quería perturbar con su llanto la serenidad del viejo Layo. A la luz del mechón se veía su cuerpo semidesnudo como había pasado toda la vida, los ojos cerrados, los labios cosidos por la muerte, más desafiante que nunca.

Tomado de: CUENTOS DE MUERTE Y LIBERTAD. 
Universidad del Valle, 2020

Portada de la edición 2020, coordinada por la Universidad del Valle

 

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