lunes, 30 de diciembre de 2019


Nostalgias buenas
Foto: Julio César U. H.
Navidad y Año Nuevo, Nochebuena y Año Viejo, en gran parte, están hechos de nostalgia. Y la nostalgia -por lo general- se asocia con la tristeza y la tristeza con las penas y las penas con el dolor. De ahí a las lágrimas -muchas veces- hay menos de un paso. Por ello, cuando uno dice que siente nostalgia, casi siempre hay alguien de muy buena fe -con un cariño que uno siempre debe valorar- que intenta consolarlo a uno y lo invita a olvidar aquello que provoca la nostalgia. Pero, no: no necesariamente la nostalgia proviene del dolor, de las penas, de la tristeza ni de los eventos negativos que generaron estos sentimientos y esas sensaciones; y no necesariamente la nostalgia es algo que uno deba quitarse de encima o sacudirse como una partícula de mugre sobre la camisa. A veces, más veces de las que uno se da cuenta y para fortuna de uno y de su alma, uno siente lo que podemos llamar nostalgias buenas, aquellas que son más extrañamiento, añoranza o recuerdo, que melancolía, pesadumbre y desazón.

Es una nostalgia buena la que se siente, por ejemplo, cuando uno recuerda la primera vez que fue capaz de leer completa una frase en el tablero de un salón de clases, en una cartilla, en un libro, en un periódico o en una revista y, a partir de ese momento, no paró de leer todo lo que estuviera escrito, en los letreros comerciales e institucionales, en las envolturas o papeles tirados en la calle, en los empaques de los alimentos, de los jabones y de los medicamentos, en las cartillas escolares, en las libretas de calificaciones, en cuanto libro se atravesara, en los documentos de identidad de la mamá o del papá, en las listas que a uno le entregaban para que fuera a hacer los mandados... Nostalgias como esta son nostalgias buenas porque, si bien hay un momento en el que la evocación va de pronto encharcando los ojos, produciendo estremecimientos en la piel y pequeñas conmociones interiores; el conjunto de la sensación tiene algo de regocijo y se siente bien estimular a la memoria para que nos traiga al momento más y más detalles; logrado lo cual, la vida es una fiesta digna de celebrar, incluso si hay una que otra lágrima que se resbala por la cara.

Foto: Julio César U. H.
Son nostalgias buenas, claro está, las que provienen de los buenos amores, de los amores verdaderos, de aquellos amores tan auténticos que en su momento fueron catalogados como los amores de la vida, como los amores definitivos; pero, que dejaron de ser lo uno y lo otro, y se trastearon para ese rincón del alma en donde viven y vivirán -hasta que el cerebro nos lo permita- apoltronados y felices en su condición de buenos recuerdos, en su calidad de recuerdos felices. En estos casos, la nostalgia buena es tan buena que, contando con el tiempo y con la disposición para hacerlo, uno podría pasar horas evocando, recordando, disfrutando, cada detalle escénico de esos amores cuyo recuerdo es como un conjuro que hace nacer de inmediato sonrisas en los labios, brillo en los ojos y risotadas de felicidad en el alma, que arrebatada grita ¡que viva el amor! y uno le contesta mentalmente: ¡que viva! Y, en coro con su alma, uno proclama deseos de larga vida para el amor. La nostalgia buena tiene, entonces, el tono exacto de ese azul que, por razones de amor, conocemos como Azul Cielo, el mismo bajo el cual -en alguna tarde de viernes- aconteció un beso inolvidable, en un sitio inolvidable, con aquella mirada inolvidable y tan poderosa que casi podía tocarse y que nos entrelazó para siempre con la dueña de esos ojos de miel brillante, del alboroto negro de esos cabellos y de aquella piel tan tersa, fragante y hermosa como la de un borojó maduro y fresco colgado aún de su rama.

Aunque podría parecer que es así, las nostalgias buenas no dependen del pasado remoto para acontecer. A veces les basta el fresco ayer, casi vigente y simple, el ayer que aún no cumple veinticuatro horas; por ejemplo, cuando sentados en el avión que nos alejará de aquella sonrisa que nos edifica, contemplando por la ventanilla los últimos retazos del paisaje bajo el cual acariciamos la fina lisura de esas manos, se nos viene de frente a la memoria, como una cascada copiosa y refrescante, esa mirada que la anoche de anoche nos alegró la vida hasta el embeleso. Otras veces les basta un cuarto de hora para nacer, cuando el avión despega y los ojos aguados nos recuerdan el último abrazo de la hija hermosa y del hijo lindo que buen viaje nos acaban de desear.

Foto: Julio César U. H.
Las nostalgias buenas tampoco dependen exclusivamente de los amores de pareja o de los entrañables amores filiales. La amistad es también fuente prolija y permanente de muy buenas nostalgias buenas: la hermosura indeclinable de la cara feliz de las amigas del alma y la camaradería siempre hilarante de los buenos amigos suelen traernos nostalgias buenas cuando pasa algún tiempo sin que los veamos. A veces, incluso, bastan uno o dos fines de semana de ausencia, para sentir añoranzas de la mirada, de la sonrisa, de la complicidad, de la belleza, de la ternura, de la camaradería, de la conversación infinita y de la carcajada espontánea, que siempre traen consigo las amigas y los amigos.

Ni qué decir de la fraternidad como fuente de nostalgias buenas. Las hermanas y los hermanos son las primeras amistades a toda prueba que uno tiene en la vida, los primeros polos a tierra para evitar el desvarío y los primeros cómplices para viajar entre sueños a lugares tan lejanos que ni siquiera sabemos dónde quedan. Y, por eso, de ese amor primigenio, que casi siempre madura y se ennoblece con los años, uno aprende una buena parte de la vida, una parte buena que después –siempre- se reflejará en nostalgias buenas, que -incluso- van más allá de la sangre compartida.

Aunque no tienen horarios específicos ni agenda alguna que las gobierne, es usual que algunas de las mejores nostalgias buenas sobrevengan en aquel instante mágico cuando las últimas luces del día se hunden en la penumbra incipiente de la noche, haciendo nacer, primero, un divertimento puro hecho de Azul Cielo, que al cabo de un minuto largo le da paso a una lluvia inobjetable de colores de tal belleza y lucidez que pareciera una combinación de las paletas de Van Gogh, Toulouse-Lautrec y Gauguin combinadas por Andy Warhol. Ese momento, en lenguaje de nostalgias buenas, se llama atarnochecer y finaliza cadenciosamente con un bello y lento fundido al negro, que nos conduce al reino fabuloso de los sueños, despiertos o dormidos, al que llamamos noche; reino para el cual, todo hay que decirlo, nunca están de más una buena copa de vino y una buena compañía.

Foto: Julio César U. H.
Así, pues, que esa risa súbita e incontrolable, natural, espontánea y auténtica, sin ton ni son, como a propósito de nada, con la que a veces sorprendemos a los demás y les hacemos pensar y decir que quien solo se ríe de sus picardías se acuerda, la mayoría de las veces es fruto del trance prodigioso y de la deliciosa invasión de una o varias nostalgias buenas, como aquellas con las que, ojalá, cada uno de nosotros despida el Año Viejo 2019 y le dé la bienvenida al Año Nuevo 2020, a la medianoche de este 31 de diciembre. ¡Felicidades! 

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