lunes, 23 de diciembre de 2019


Navidades

Cuando fuimos totalmente conscientes de que la fiesta de Navidad realmente no era el 24 de diciembre, sino el 25, ya éramos adolescentes, entre dieciséis y dieciocho años, acabábamos de terminar el colegio, hacía poco nos habíamos graduado como maestros bachilleres e incluso ya varios habíamos empezado a trabajar. Terminamos de entender entonces por qué el 25 era el que figuraba en rojo en los calendarios de Pielroja y el que aparecía claramente marcado como Fiesta de la Natividad del Señor, mientras que en la hojita del 24 decía Nochebuena. Antes de eso, no entendíamos bien el asunto, ni nos importaba mucho, pues nuestra atención navideña anual se centraba en los mismos e invariables momentos: el principal, cómo no, la noche del 24, y el 25 en dos partes, las primeras horas de la mañana y de la media mañana hacia el mediodía.

El 24 de diciembre, a la medianoche, era sin duda un momento cumbre. El Niño Dios venía hasta cada cama infantil y, en el lugar en el que mejor le pareciera, preferiblemente en la cabecera, nos dejaba el regalo o los regalos, mientras nosotros dormíamos o fingíamos hacerlo, después de que nos habían mandado a dormir, rompiendo el feliz hechizo que era para nosotros mantenernos despiertos hasta bien tarde una o dos veces al año. Pero, también las primeras horas de la mañana del 25 tenían su encanto: mientras los adultos aún dormían sus trasnochos y amanecidas, los niños y las niñas de los vecindarios de Quibdó salíamos al andén a exhibir nuestros regalos y a ver los regalos de los demás; una ceremonia sin ritual durante la cual -en muchos casos- nos visitaban el desencanto y un poco de pesadumbre, cuando, frente a la pelotica de caucho de letras y números, que venía en unos tonos raros de café, azul o verde, que uno rebotaba contento, aparecía el vecinito con el balón de fútbol de cuero, cosido, número 5, más un par de tenis-guayos, unas medias de fútbol y otras cosas, como baleros, trompos, tomatodos, loterías o bingos y Hágase rico o Monopolio; o cuando, frente a la típica muñeca pequeña de la hermanita de uno, a la que no se le movía nada, que traía el vestido pintado en el cuerpo y a la que, si acaso, se le podían zafar los brazos y las piernas, aparecía la vecinita conduciendo una carriola casi del tamaño de ella, portando un muñeco o una muñeca que abrían y cerraban los ojos, movían los brazos y las piernas, tenían tetero, ropa y juguetes (un juguete que tenía más juguetes que algunos niños), mostrando una caja de ollas de variados tamaños, con tapas y todo, plancha, estufa, platos, etcétera; mejor dicho, un kit completo de reproducción temprana e inaugural del rol de sumisión doméstica de la mujer.

En ese entonces no era muy relevante la evidente diferencia de estrato en los regalos que el Niño Dios traía a cada casa del vecindario, pues, desde la media mañana del 25 de diciembre en adelante hasta finales de enero -cuando tocaba regresar a la escuela o al colegio- todos los niños, todas las niñas, terminábamos jugando con todos los juguetes, como si todos fueran de todos; pero, sabiendo siempre de quién era cada uno. Los andenes de las casas y los bordes de las calles quibdoseñas terminaban convertidos en cocinas, para meter en las ollitas todo tipo de yerbas y piedritas y arena, con agua de charco o de pozo, para cuando nos diera hambre; en patios de recreo, en mesas de juego, en canchas improvisadas, para jugar eternos campeonatos de pataditas, cuya meta ascendía de 100 hasta 1000, en los que oficiábamos el milagro de mantener la pelota de caucho en el aire sostenida por sucesivas y suaves patadas –pataditas- que los espectadores y los competidores que no estaban en turno iban contando en coro para que no hubiera lugar a dudas ni a bellaquerías (que era como denominábamos a las trampas en cualquier juego); o para invertir un mes jugando Monopolio mañanas o tardes o noches enteras, con tal entusiasmo y frenesí que dejábamos el tablero intacto y los billetes de cada uno y del banco contabilizados antes de irnos a almorzar o a comer cada uno a su casa cuando nos llamaban o hasta el otro día cuando la noche nos cogía y era a dormir a lo que nos llamaban; para continuar el juego después del almuerzo o la comida o al otro día después del desayuno.

Pelotas de letras, tomatodo y balero.
La primera jornada de estreno colectivo de los juguetes navideños, el 25 de diciembre, comenzaba a las 6:30 o 7 de la mañana y concluía hacia las 9 o 10 de la mañana, cuando uno por uno, como si se hubieran puesto de acuerdo para hacerlo, las mamás nos iban llamando para que fuéramos a bañarnos y a vestirnos con la ropa nueva que el Niño Dios nos había traído o, en todo caso, con ropa limpia si no había nueva. Íbamos entonces saliendo otra vez al andén, olorosos a Jabón Paramí o Sanit, acicalados, contemplando la inmaculada novedad de los zapatos o disfrutando el olor a nuevo de la camisa y admirando la jardinera nueva y la colorida blusa de la vecinita linda que –sin que entendiéramos a ciencia cierta lo que ocurría- nos movía algo por allá adentro, que no sabíamos qué era ni dónde estaba; pero, que se movía de un modo más emocionante que el viento cuando elevaba a los barriletes, más refrescante que La Yesca cuando nos bañaba hasta el alma, más envolvente que la sonrisa de la mamá cuando nos miraba y nos decía que como habíamos quedado de bonitos así bañados y vestidos. Y nos íbamos reuniendo, espontáneamente, sonrientes, cómplices, amigos, compañeros, hermanos de la vida en esos vecindarios felices, y dedicábamos los primeros minutos de este nuevo momento a piropearnos mutuamente sobre nuestro vestuario nuevo y les ayudábamos a los más pequeños a amarrarse los zapatos o a acomodarse el cuello de la camisa o la pretina del pantalón que les picaban o a abrocharles a las niñas el zarcillo que estaba a punto de caerse o la pulsera que se había quitado para que la viéramos todos. Y entonces, de pronto, alguien proponía que jugáramos alguna cosa con los juguetes nuevos. Y todos, a una, salíamos disparados hacia las casas a traer nuevamente los juguetes, que uno a uno se iban poniendo en el suelo del andén o de la sala de la casa que hubiéramos elegido como escenario central de la nueva sesión. Y cada uno y cada una a lo suyo: que comidita allá, que pataditas acá, que papá y mamá por aquí, que lotería, bingo o monopolio por allá… Nos visitaba entonces la felicidad, que llegaba cogida de la mano de la amistad, ambas caminando al son de la buena vecindad.

De propiedad colectiva -bastante colectiva, pues finalmente alcanzaba para que tomáramos de ella hasta 40 muchachitos y muchachitas- era también la botella de vino Seco Bandera que, en su momento e infaltablemente, cada 24 de diciembre nos regaló la Señora Niza a los niños del vecindario, para que la compartiéramos en tragos del tamaño de la tapa de aquella botella cilíndrica y de cuello largo, que tenía –si mal no recuerdo- 375 cc de contenido y que ella nos entregaba acompañada de un paquete de unas 10 o 15 galletas Sultanas o Macarena, que nosotros nos íbamos comiendo en trozos diminutos cortados con las uñas, de modo que las hacíamos durar tantas horas como el vino y a veces más[1]

También de propiedad colectiva, por la libertad y la confianza con las que a su alrededor nos reuníamos cada noche, entre el 16 y el 24 de diciembre, parecía el inmenso, colorido, atractivo e ingenioso pesebre de la casa de la familia Cristancho Olier, en Munguidocito, el cual ocupaba media sala y cuya elaboración era encabezada por la propia señora Estela, quien también nos premiaba al final de cada día con sus deliciosos pudines. Alrededor de ese pesebre, que parecía una clase de Geografía por la perfección de su diseño en cuanto a topografía, niveles y altitudes, o una clase de Arte, por la belleza y creatividad de sus fondos y objetos decorativos, se cantaban los villancicos y canciones mejor entonadas que uno recuerde de la infancia, quizás porque ahí -en esa casa- todos eran cantantes y músicos; no en vano fue allí donde nació y creció Nicolás Cristancho (Macabí), el portentoso primer pianista que tuvo el Grupo Niche. Fue allí también donde los jóvenes y las jóvenes de la casa (Teodoro y Chucho, Julia Rosa y Susana) nos explicaban a los más pequeños (incluyendo a su hermano Nicolás y a sus hermanas Matea y Ana Marta) cuál de esos animalitos que nosotros nunca habíamos visto y, en muchos casos todavía nos demoraríamos muchos años para ver, era una oveja, cuál un cisne, cuál un pato, cuál una vaca; nos hablaban del desierto y de esa especie de Lucero de Quito que era la Estrella de Belén; nos enseñaban que esos trocitos de espejo eran lagos y nos explicaban el complejo asunto de la mula y del buey, el enredo de los reyes magos trayendo algo que sabíamos qué era (oro), algo que no entendíamos cómo podían traerlo si era un humo o sahumerio oloroso que echaban en las procesiones de semana santa en la Catedral (incienso) y algo de cuya existencia no teníamos ni sospecha (mirra); y nos hablaban del carpintero José, de su esposa María, que era prima hermana de Isabel e hija del señor Joaquín y de la señora Ana.

Pudines, galletas Sultanas y pastel chocoano.
En aquellas navidades primeras de la infancia, no había casi buñuelos y la natilla no existía. Llegaron posteriormente, cuando ya poco nos interesaban las cosas dulces y las de sal las usábamos para comer o desayunar. Lo que sí abundaba era el arroz de leche, con clavos de olor, canela y nuez moscada, con coco rallado y hasta con sus pedacitos de queso clavado. Así como los dulces de papaya verde y de marañón verde, las cocadas cocidas con el afrecho del coco que se había usado para el arroz, las masas fritas y las hojaldras, la chicha de cáscaras de piña condimentada con canela y nuez moscada. Y, por supuesto, la comida-comida, como los pasteles chocoanos de arroz, preparados y cocinados durante más de medio día en el patio de las casas; los sancochos de gallina o de pollo, de carne ahumada o carne seca; el locro de papa con queso; el arroz con longaniza y queso clavado; el birimbí y el guarrú, las runchas y los atrancagatos; entre otros manjares de la cocina local, que se compartían entre las casas del vecindario, a través de los patios o mediante el envío expreso con quienes hacíamos de mandaderos en cada familia.

Nunca fue para nosotros motivo de preocupación establecer con certeza si la existencia del Niño Dios era leyenda y ficción o realidad real. Quizás porque sabíamos de antemano, con bastante anticipación, si a fulano o a zutana les iba a traer o no esto o lo otro que ellos aspiraban a recibir; o si era mejor, y en eso ayudábamos todos, que cambiaran de pretensión y se decidieran por aquella otra cosa, más accesible por su precio, igualmente bonita y buena para jugar. De modo que, realidad o ficción, nosotros conocíamos –y muy pocas veces fallábamos- los alcances y posibilidades del Niño Dios en cada caso y en cada casa, con un nivel de acierto inmejorable. Y era bueno saberlo así, inocentemente, sin rebusques ni arranques de arribismo, solidariamente, colectivamente, porque de ese modo –y sin saber siquiera que lo estábamos haciendo- aprendimos desde entonces y para siempre que el valor de cada cosa que tengamos proviene de la cosa misma y de su importancia para nosotros, y no de su comparación con las cosas que tienen los demás; y que ese valor es, por ello, un valor absoluto, incontrovertible, único, que no se tasa en el mercado, que -como el cariño verdadero en la canción- ni se compra ni se vende, y que no define nuestro ser, pues al fin y al cabo –como también de paso lo aprendimos- somos lo que somos y no lo que tenemos, y no somos por lo que tenemos ni seremos más porque tengamos más.

Un tanto alejados de las prácticas religiosas, con excepción de una que otra misa ocasional, navidad tras navidad, aprendimos en la práctica del vecindario lo que ningún catecismo ni catequesis nos enseñó sobre el simbolismo del nacimiento de Belén: la humildad y el desprendimiento de un dios que, pudiendo nacer en el lujo total en el que nacen los hijos de millones de quienes dicen creer en él y lo veneran en imágenes coronadas, de traje rosadito y sonrisa inerte, eligió nacer en la sencillez de quien no necesita más de lo necesario para vivir con decencia y honestidad, con entereza y autenticidad. Enhorabuena por aquellas navidades.


Para Carlos Dueñas y Edwin Velásquez, dos amigos de infancia que se murieron antes de tiempo y sin que nos volviéramos a ver después de aquella época.

Para Nicolás Cristancho Olier, gran amigo de un tramo de infancia del que espero no se haya olvidado, no por mí, sino por la infancia.







[1] En aquellos tiempos y en jerga quibdoseña, a esta práctica de comerse algo lentamente, en trozos tan diminutos y de modo tan demorado que se pudiera disfrutar durante mucho tiempo, se le denominaba mininguiar o mininguear. Muchas veces, alguien mininguiaba simple y llanamente para provocar o hacerle fieros a las amigas y a los amigos, con algo muy apetecido que en ese momento se estuviera comiendo.

2 comentarios:

  1. Cómo siempre siguiendo tus historias anécdotas de vivencias comunes
    Fraternal abrazo

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  2. Ahí sí es como dicen: recordar es vivir. Gracias por leer mis historias. ¡Felicidades!

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