La playa de Quibdó: una remembranza
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*Río Atrato en Quibdó en un verano de enero. FOTO: Julio César U. H. Archivo El Guarengue |
Desde el fondo del lago andante que nos habían contado que había dicho Humboldt que era el Atrato, día tras día, aquella playa emergía, como si estuviera naciendo ante nuestros ojos una isla, de arena fina y oscura, mullida, firme, con bordes de piedrilla y cascajo, al final de los cuales se hallaba el vacío inmenso, casi infinito, de la hoya del río, de donde difícilmente había regreso. Aquella isla, nuestra isla, podía alojar a la mitad del pueblo, que en las tardes llegaba hasta ella para refrescar la vida y de paso alegrarla en plena mitad de su Atrato de siempre, en la desembocadura del río Quito y a un paso del entonces todavía naciente barrio Bahía Solano o Avenida Bahía Solano, que era la orilla opuesta al emplazamiento del centro de la ciudad.
Esa otra orilla del río, para entonces incipientemente poblada, había empezado a llamarse así porque se juraba que si se seguían en línea recta los piélagos, humedales, pantaneros y trochas que había detrás de aquel monte espeso, donde cantaba un gallo sin pescuezo, se podría llegar a la mar que casi ningún quibdoseño de entonces conocía: la costa chocoana del Pacífico, más exactamente a una de sus tres poblaciones insignias: Bahía Solano, de donde quincenalmente o semanalmente un avión traía exquisitas delicias gastronómicas, como los mariscos y el pescado de mar. Bahía Solano y Bojayá, según nos habían enseñado en la escuela, eran los únicos municipios chocoanos cuyas cabeceras municipales tenían un nombre diferente al del municipio: Ciudad Mutis y Bellavista.
Los más avezados cruzaban nadando, el resto pasábamos en canoas, que cobraban unas cuantas monedas por el traslado entre la orilla de la carrera primera y el borde de aquella playa tan descomunal como fascinante… En ambos casos el riesgo era el mismo: que el ímpetu de la corriente se llevara al nadador y produjera por lo menos un ahogado por temporada, o que, con idéntico resultado, la canoa naufragara por el exceso de gente embarcada o por la imprudencia de nadadores que a ella se aferraban para cruzar con menos esfuerzo. Una venturosa combinación de buena suerte, socorrismo improvisado y habilidades de nación impidió siempre que la cuota anual de tragedia pasara de una o dos víctimas, máximo tres, un año en el que hasta los más valientes se entristecieron y se atemorizaron, y les prometieron a sus familias que pasarían en canoa y, si se podía, en los cada vez más populares Johnson, como se llamaba a los botes con motor fuera de borda de esa marca, que lo pasaban a uno en dos por tres o en un santiamén, según fuera la potencia del motor.
Aquella
playa del Atrato emanaba de lo profundo del agua como si fuese un islote
primario del pleistoceno temprano. Con ella llegaban a Quibdó, además del más ardiente calor y del incendio diario de colores del atardecer, arrumes
infinitos de bocachico fresco, en decenas de canoas y botes de todos los
tamaños, en los que saltaban y brillaban tantos pescados como estrellas había en el cielo a la media
noche, destinados a llenar de sabor y alegría las tres comidas de todos los días, en
todas las casas de todas las calles de todos los barrios de ese pueblo grande
donde por esos tiempos, todavía, era vida la vida.
Muy explícita y bien llevada esta remembranza de la playa. Lo haces como quien cuenta una película.Yo era de los irresponsables que se atrevían a cruzar el Atrato nadando; desistí de este acto suicida el día en que se ahogó mi condiscípulo en el Colegio Carrasquilla Primo Antonio Rodriguez Rojas (enero de 1976). A partir de ese día, nunca más me atreví a desafiar esas aguas y opté por pagar al boga el traslado a la otra orilla. Primo Antonio preparaba su entrada a la Universidad de Antioquia como estudiante de física. Era un excelente nadador y a pesar de ello, le dio un calambre que se lo llevó. Sus progenitores eran de Cundinamarca y él había nacido en Neguá en donde su padre era dragoneante de la policía... Un verdadero "flash back".
ResponderBorrarLascario Barboza
Gracias, Lascario, por traer a la memoria ese suceso, que fue doloroso para todo Quibdó. Y gracias por leer y valorar El Guarengue.
BorrarMuchas gracias. Se disfrutó a plenitud, pero también hubo muchos ahogados.
ResponderBorrarBonitos tiempos.
Eurípides Salas F.
Sí, Maestro, los ahogados eran una tragedia consustancial y lamentable.
BorrarGracias, maestro por su narrativa. Crucé el Atrato nadando, sin plata de por medio. Recuerdo gritar: auxilio, cojanmen mi gente que me ahogo. Casicito y me ahogo. En esta misma playa, mientras lavaba, me detuve y escribí Restregando el dolor.
ResponderBorrarGracias por compartir este recuerdo tan bonito e impactante de supervivencia. Saludos.
BorrarExcelente, Julio. Leerlo es un placer y una cátedra de nostalgia. !!!!!
ResponderBorrarPacho Valderrama
Que relato tan hermoso ,tiempos tan lindos fueron disfrutar del nado en este río, vinieron a mi mente tantos recuerdos gratos de mi epoca escolar.
ResponderBorrarCon gratitud recibo estos recuerdos, porque en esa playa compartíamos amigos del barrio donde habitabamos La Yesquita, donde alcance a compartir de estos buenos y recordados momentos con Julio Cesar.
ResponderBorrarNadie como Julio para revivir todos esos episodios del Quibdó del ayer. Es un privilegio contar con su pluma, que nos hace volver al pasado, donde "Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven al rincón donde vivieron, donde acaso floreció más de un amor". Gracias Julio.
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