lunes, 22 de abril de 2019

"Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia"
o el relato épico de la chocoanidad

Portada, pie de imprenta y créditos de la primera edición de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia.

“Los personajes son el Agua primordial, el Relámpago nunciativo del trueno, los Diluvios pluviométricos y la Tempestad sobrecogedora. Sobre todo, la Noche, esa noche definitiva de la selva chocoana, sin pasado, ni presente, ni futuro, esa Noche absoluta”[1].

I
Epopeya, leyenda, novela corta, mito y tradición oral, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, del escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona (Quibdó, 1945), constituye, sin duda alguna, un relato épico de la chocoanidad. O su “Antiguo Testamento”, como escribió Daniel Valois Arce en la presentación de contraportada a la primera edición del libro, en 1982.

Caicedo Licona retrata con fineza descriptiva, con detalles y recursos de literato consumado, con rebusques y sabidurías de profesor de Ecología, con saberes elementales de afrochocoano, con nostalgias, pesadumbres y dignidad de quibdoseño, la exuberancia, la fecundidad y la generosidad de la Naturaleza; la generosidad, la fecundidad y la exuberancia de la gente, de los hombres y las mujeres de todas las edades, del experto boga y del pescador insomne, de los curanderos y de los tamboreros, de la tejedora de escobas que en sus entrañas porta la vida y de la sabia comadrona que a este mundo la trae con su ciencia milenaria.

La primera edición de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia fue dedicada por el autor a su mamá.

Petronio Rentería es portador y símbolo de la simiente eterna de todos los linajes del universo narrativo de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, varón elegido por la Providencia para engendrar -sin que importe la extemporaneidad de ese momento de su vida- su hijo sexagésimo primero, el mesías que habrá de salvar a este universo, y a todos los linajes que lo habitan, de los estragos de una lucha de apocalíptico final. Enesilda Cuesta es la fuente de la vida, dueña y señora de la fecundidad de este universo de selva y de río, manglares y mar, paridora de treinta hijos suyos y cómplice de un número igual de hijos ajenos. Padre y madre del Santo Benito, el precursor del mesías, el del milagro salvador de todos los pescados de una subienda completa, el que avisa de los males que existen al otro lado del mundo. Padre y madre, también, de ese hijo extemporáneo cuya concepción solamente fue posible por obra y gracia del designio de la Providencia y de la eficaz ayuda de un botánico de San Basilio de Palenque, de la potencia de los insumos animales y vegetales obtenidos en los pantanos del Darién y de la plena conciencia de un pueblo entero que se dedica de tiempo completo a resucitar las virtudes empreñadoras del varón Petronio y las amatorias y fecundas virtudes de la hembra Enesilda.

El universo del relato de la Glosa, que es inevitable asemejar a una suerte de bíblica tierra prometida, es delimitado con claves históricas por su autor, para guiar al lector hacia un descubrimiento cierto, a medida que avance en la lectura: un mojón en Santa María de la Antigua del Darién, por el Caribe al norte, y otro mojón por los deltas y manglares del San Juan y del Baudó, en el extremo sur de esta nación primordialmente negra; pero, en la que también viven los chilapos con quienes vino el bullerengue para unirse al tamborito; así como el indio Amágara y su gente en las cabeceras del Munguidó; y los fulanos y zutanos de la primera calle del poblado mayor, a quienes un incendio todo lo habido se los quemó.

El agua, la omnipresente agua, la salada y dulce agua, la del río Grande, la del Mar Caribe, es el escenario de la epifanía del necesario nacimiento del mesías que este universo recreado por Caicedo Licona necesita y requiere para que sea posible sembrar fructuosamente la semilla de la paz entre el norte y el sur. Porque solamente así acontecerá -en los pantanos del Darién, a lo largo y ancho de la vertebral columna de agua del Atrato, en las riberas del San Juan, en los manglares del Baudó- la paz de la  buena vida entre los hermanos de un tronco común, tan común como suficiente para construir una balsa propia en la cual navegar las aguas del propio destino histórico, sin esperar nada más, nunca más, de nadie más que de ellos mismos, de la fuerza de su unión, de la energía motriz de su hermanamiento.

Dedicatoria autógrafa de Caicedo Licona en un ejemplar de la primera edición
de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia.
II
Múltiples son las hazañas, aventuras y proezas que acontecen, en la eterna disputa entre el agua, el aire, el fuego y la tierra, para que permanezca la vida en esta nación que tiene como eje acuático al río Grande (el Atrato) y que se extiende desde un rincón del Darién y el Caribe, adonde “un día que ya nadie recuerda” llegó Petronio Rentería, negro Congo de linaje, que se escapó de una cuadrilla de esclavos de Pascual de Andagoya; hasta la tierra de los manglares y el río San Juan. “Hecho un cimarrón en este monte, guiado por la estrella de Quito, […] llegó sin más compañía a este refugio del Caribe; y cuál no sería su asombro, al penetrar en la matriz de este embudo natural de la América del Sur, que él descubrió por detrás con la sorpresa con que Balboa lo descubrió por delante…” (pág. 11)[2]. Rotundamente fracasado en su intento de sobresalir como músico de tambora, en una tierra de “expertos ejecutores de bongoes de cuero de tatabro y tamboras de cuero de ternero biche” (pág. 49), Petronio triunfa como bailarín: “su fama de parejo jullero se extendió como el agua. Ningún baile de importancia se formalizó en el río, hasta cuando él fue quien fue, sin la presencia del negro Petronio” (pp. 51-52). Además,  lo ajusta la suerte cuando, “un día cualquiera, un médico de la selva que no tuvo descendencia, viéndose de improviso ante las puertas de la muerte, lo escogió como sucesor y lo instruyó en los secretos de los vegetales, transformándolo en curandero famoso” (pág. 53).

Un día de abril, cuando ya Petronio ha procreado 60 hijos, 30 con Enesilda y 30 con mujeres de siete pueblos río arriba, en bailes de bullerengue y tamborito; una tempestad, un vendaval, una lluvia de fuego, un cataclismo, amenazan la existencia del pueblo. Un muchacho llamado Luisito vuela por los aires, hasta perderse sobre los cielos de Londres, por haber cometido el error de querer apagar este fuego con agua, sin fijarse en el torbellino de furia en el que venía convertido el viento. “Llamas de purgatorio, que lavan las conciencias, pero que no matan” o “un fuego necesario” (pp. 17-18), en dos horas, de tres a cinco de la tarde, queman una a una las ranchas del pueblo. Si desde la época del cometa nadie había visto tanto desastre en un solo día, es seguro que algún mensaje existe en todo esto, concluyen todos. “No sé quién abrevió el camino buscando al viejo Elías, único viviente experto en materiales de la creación” (pp. 18-19), quien explicó: “Es la primera y última advertencia de los brujos de Viro-Viro […] Lo hicieron por venganza…si en veinte años no les mandamos una razón convincente, ahí sí nos matan” (pp. 19-20).

Carlos Arturo Caicedo Licona en el malecón de Quibdó, octubre 2007.
Foto: León Darío Peláez.
Ante semejante anuncio, el pueblo entero en vigilia se dedica a esperar una señal sobre lo que habrán de hacer. Trasnochados, ven aparecer su nombre dibujado sobre las ondas del río: Petronio, el único Petronio del pueblo, Petronio Rentería, escogido por la mano de la Providencia, para engendrar en Enesilda Cuesta el varón que debía llevar, en menos de veinte años, explicaciones convincentes a los brujos de Viro-Viro” (pág. 21)... “Nadie supo cómo, pero antes de 90 días quedó Enesilda embarazada” (pág. 29).

De las manos de la comadrona Tomasa, este mesías llega al mundo y es ombligado y preparado para su futura misión. “Desde este día a este muchacho no le puede nadie” (pág. 10), sentencia Tomasa. Pues “cuentan que a un mortal así preparado no le hace la tormenta, ni la fulminante electricidad del rayo, domina a los caimanes, se hace obedecer del león, le temen las sierpes y no lo ahoga el agua” (pág. 10) … Y llega el día de emprender su mesiánica travesía: “Maduró, se transformó en hombre. Era inminente que subiera por el río para llevarle un estandarte de paz a los brujos de Viro-Viro” (pág. 31).

Poco antes del viaje, Enesilda cree conveniente contarle a su hijo que tiene un hermano santo y le cuenta los pormenores de su santidad. Le habla de todos los brebajes que ella le suministró al muchacho para prevenirlo de toda suerte de males. Y le cuenta su única equivocación: “para inmunizarlo contra la envidia, le di, en la totumada con agua de plata bendita, zumo de chamico. Por lo que pasó luego, supe que se me fue la mano, y me excedí en el brebaje de daturina. Tu hermano antes del desayuno bajó al río y no volvimos jamás a tener noticias de él” (pág. 32), hasta que él mismo les cuenta -cuando reaparece y regresa- que andaba en un extenso viaje a través de los mares, en compañía de un bocachico mero que le enseñó a respirar bajo el agua e impulsados por la corriente del Golfo de México, que los llevó hasta la Florida y Terranova, y después hasta las costas de Inglaterra, donde estuvieron en peligro, porque “esa gente no está en su sitio; como les sobra tiempo y les falta oficio, se dedicaron a cavar huecos planetarios en el mar. Y el hijo de esta selva, amante de la armonía del universo, habló con voz de profeta, a pesar de que algunos malintencionados empezaron a calumniarlo, regando a lo largo y ancho del río la especie de que se le estaba corriendo el coco…” (pág. 42).

Benito vive, entonces, tiempos tormentosos. Pero, de pronto, en plena época de subienda, a los pescadores se les acaba la sal, así que “nada impedía que se pudriera el pescao. […] Benito, -llegó a decirle alguien- tienes que inventarte algo que nos saque del apuro, porque eres el único que conoce el mundo” (pág. 43). Tan asombrado como la gente del pueblo queda el lector con lo que hace Benito para conjurar la crisis de la sal: “Ese muchacho es un santo, pensaron las gentes, volteando por las noches en sus camastros, sin poder conciliar el sueño ante la pureza del milagro. Para constatarlo, sin ponerse de acuerdo con los demás, Elías trajo una totuma con agua del centro del río y le dijo: Benito, lávate en esta agua las manos. Ahí nos quedamos con la boca abierta” (pp. 43-44), sigue contando Enesilda. Su historia concluye con la sobrehumana y pasmosa escena de la desaparición de Benito, “el único negro elevado con el voto de ustedes a Santo” (pág. 21), en aquel árbol de chibugá.

Día viene y día va. El mesías a quien su mamá le ha contado la milagrosa historia de su hermano santo emprende su solemne travesía, durante la cual, día tras día, pasa por la desembocadura del río Arquía, por Bebará, Beté, Tanguí y Las Mercedes. A las nueve de la mañana del último día sobrepasó las bocas del río Munguidó y notó que el color del río era excesivamente rojo, cosa rara, pues él tenía la certeza de que “en esta selva no había barro suficiente para colorear tamaña cantidad de agua” (pág. 83). El agua era caliente al tacto. Bebió con las manos en cuenco y, “al instante, le invadió un sudor espeso; paralizado de terror rebotó en el fondo de la canoa y perdió el conocimiento, de tal forma que nosotros lo dimos por muerto, en cuanto lo encontramos a la deriva, aquí arribita de Sanceno” (pág. 83). A las doce del mediodía, después de atenderlo y despertarlo, Juanchera le cuenta con detalles las atrocidades ocurridas en esa noche de baile con doble clarinete, allá en Bellaluz, cuando el comandante chulavita y su tropa hicieron de las suyas en cuatro pueblos del Munguidó, en nombre de la ley y de la paz: “Te cuento que te desmayaste, muchacho, porque bebiste agua-sangre. Nosotros no cocinamos con esta agua. Es que se necesita mucho hígado para comerse uno, en sancocho de plátano, yuca y pescao, el alma de nuestros propios hijos o de nuestras propias madres” (pág. 91), le explica Juanchera, a quien los chulavitas hicieron firmar un acta diciendo que él –único sobreviviente de aquella noche nefanda- había sido lugarteniente en la guerrilla liberal y que lo ocurrido había sido producto de “la resistencia honrosa, pero inútil, que opusieron estos liberales insumisos ante las fuerzas de la legitimidad” (pág. 90). ¡Válgame Dios!

Carlos Arturo Caicedo Licona, Quibdó, octubre 2007.
Foto: León Darío Peláez

III
Consciente de que va cogido del tiempo, el héroe y mesías, el último hijo de Petronio y Enesilda, “tuvo la precaución, antes de abandonar el caserío de Sanceno, de enviar un mensaje detallando sus tropiezos, en el pico de una paloma de la selva, a los brujos de Viro-Viro. Además, tuvo la prudencia de esperar la respuesta, que antes de una hora vino, originalmente aprobada con la huella inconfundible de las cenizas del tabaco doblado personalmente por Cosongo Cabila. Pospuesta la entrevista, el hombre no tenía prisa” (pág. 93); así que al arribar al poblado mayor, previa y abundante pitanza en los mesones del mercado público, entra a una posada y allí se queda inmediatamente dormido, hasta la una de la mañana, cuando le echaron agua fría en la cara para despertarlo, porque el poblado mayor se estaba incendiando.

Abatida está la chocoanidad después de haber presenciado cómo el fuego exterminó gran parte del “poblado mayor de los negros[3] y solamente se detuvo por una combinación redentora de agua derramada, misericordia divina e inmolación heroica. El agua es derramada por la multitud sufriente, mediante una cadena de baldes llenos, que pasan de mano en mano desde el río hasta el incendio. La misericordia divina provee el súbito cambio de dirección del viento, “debido a la mano misericordiosa del Seráfico de Asís, cuya imagen arropada en oro y orquídeas, con sus ojos de Margarita núbil y sus labios temblorosos, sollozó en un segundo que pocos vieron, a pocos metros de la última casa engullida por el animal voraz” (pág. 96). Y el héroe y mesías, engendrado en plena senectud por Petronio Rentería y Enesilda Cuesta con el único y exclusivo propósito de salvar de la furia de los brujos de Viro-Viro a este mundo gobernado por los cuatro elementos; usando el poder de la piedra de ara que en su muñeca lleva enterrada desde el mismo momento en que nació y las virtudes de las lágrimas de su hermano Benito, el santo negro que desapareció en la inmensidad del árbol de chibugá, de una de cuyas raíces “superficiales y pequeñas, sacó Pedrarias el palo con que mandó a hacer el hacha para cortarle la cabeza a Vasco Núñez de Balboa” (pág. 46); consigue el apagamiento total del incendio, evitando así que el poblado mayor desaparezca del todo en ese mismo momento.

Ante las cenizas del pueblo y de la inmolación, la voz colectiva y omnipresente de la chocoanidad exclama, en honda lamentación: “…y pensar que alguna vez tuvimos abrigo con qué cubrir la desnudez, hasta que nos extraviamos sin vigor ni reino, por caminos donde no hay luz ni senda; y, atraídos cual serpientes por la sonaja de las panderetas, nos arrastramos cada vez más pálidos, sin nada vivificante, esperando, siempre esperando, que en otros cielos, otros dioses, armen la almadía en que flote sin riesgo esta raza, mientras cicatrizan sus quemaduras expuestas al sirimiri del agua” (pp. 98-99). FIN.

Carlos Arturo Caicedo Licona a la orilla del Atrato,
el río Grande en su Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia.
Quibdó, octubre 2007. Foto: León Darío Peláez.
Los brujos de Viro-Viro siguen esperando que el héroe y mesías llegue hasta su presencia y así ponga término a su misión salvadora del universo de la chocoanidad. Para cumplirla, él ha viajado desde los confines del norte, en donde el Atrato y el Caribe se juntan, teniendo como testigos a las ciénegas y a los pantanos del Darién, al eco de las tamboras que devuelven encrespado y espumoso las olas del mar. Lleva rumbo sur, hacia los meandros de aquella tierra de manglares y litorales, en donde la vida discurre temblorosa por las entrañas líquidas del Baudó y del San Juan. Los brujos de Viro-Viro acaban de columbrar lo que acontecerá. También Petronio Rentería y Enesilda Cuesta empiezan a barruntar, en el aire y en el agua, en el suelo y en el trueno, lo que sobrevendrá.





[1] Valois Arce, Daniel, en: Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 páginas. Contraportada.

[2] El número de la página, entre paréntesis, corresponde a la primera edición del libro, reseñada en la nota anterior.

[3] Esta denominación la usa Caicedo Licona a lo largo de la obra, para referirse a Quibdó.

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