lunes, 13 de diciembre de 2021

La ombligada del mesías negro

 “Desde este día a este muchacho no le puede nadie”:
La ombligada del mesías negro
en Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia,
de Carlos Arturo Caicedo Licona
Portada y contraportada de la primera y única edición (1982)
de Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, de Carlos Arturo Caicedo Licona.

Epopeya, leyenda, novela corta, mito y tradición oral, Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia, del escritor chocoano Carlos Arturo Caicedo Licona (Quibdó, 1945), constituye sin duda alguna un relato épico de la chocoanidad. O su “Antiguo Testamento”, como escribió Daniel Valois Arce en la presentación de contraportada a la primera edición del libro, en 1982[1].

 

Un día de abril, cuando ya Petronio Rentería ha procreado 60 hijos, 30 con Enesilda y 30 con mujeres de siete pueblos río arriba, en bailes de bullerengue y tamborito; una tempestad, un vendaval, una lluvia de fuego, un cataclismo, amenazan la existencia del pueblo. “Es la primera y última advertencia de los brujos de Viro-Viro […] Lo hicieron por venganza…si en veinte años no les mandamos una razón convincente, ahí sí nos matan[2].

 

Ante semejante anuncio, el pueblo entero en vigilia se dedica a esperar una señal sobre lo que habrán de hacer. Trasnochados, ven aparecer su nombre dibujado sobre las ondas del río: Petronio, el único Petronio del pueblo, “escogido por la mano de la Providencia para engendrar en Enesilda Cuesta el varón que debía llevar, en menos de veinte años, explicaciones convincentes a los brujos de Viro-Viro[3]. De las manos de la comadrona Tomasa, este mesías, este héroe esperado que ha de hacer las paces con los brujos de Viro-Viro, llega al mundo y es ombligado y preparado desde ese momento para su futura misión.

 

A propósito del comienzo de la novena de Navidad, he aquí la narración del alumbramiento y ombligada de este mesías negro, que conforma el primer acápite (páginas 7-11) de la novela maravillosa de Caicedo Licona.

 

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Nació bajo la lluvia interminable, en un pueblo de selvas y de ríos, y sobre un diluvio de árboles que nadie había visto juntos jamás. Nació justo en el día y la hora en que Petronio anunció que iba a nacer. Pero nosotros nunca creímos que la criatura fuera tan puntual, hasta que lo vimos sano en las manos de la comadrona Tomasa. Enesilda reposaba en el catre de madera, con los pies recostados sobre la pared, por encima del nivel de su cabeza, con la intención de que se le volteara el cuajo, después de haberle avisado al hombre que: “Este dolor lo que soy yo sí no lo repito más”. Y nosotros pensamos que tenía razón, luego de treinta dolores fatigosos iguales a sus años de mujer con marido bajo techo. A pesar de ser hija de quien era y de haberla atendido quien la atendió, este parto fue mucho más difícil que los treinta alumbramientos anteriores. Nosotros no teníamos por qué saberlo, embelesados como estábamos en la sonrisa del bebito de ébano que jugaba abrazado a su primer rayo de sol. “Este dolor es como la muerte”, dijo estirada bocarriba sobre el camastro. Tenía encima una manta vieja pero limpia de género oriental, herencia sagrada de la abuela Vicenta, en la cual habíase condensado una mezcla íntima entre el sabor milenario y el sabor amargo. Treinta veces antes salió la cobija del baúl para cumplir el mismo oficio. Ahora, yacía empapada de esencia de calaguala, que previene el dolor de los huesos, de almizcle de caimán, que detiene la degeneración de la sangre, y veteada con limaduras de caparazón de armadillo, que impiden la eclampsia. La hembra recostaba los moños ensortijados de su pelo sobre hojas maduras de matarratón, mientras decía a una vecina que acomodaba la cobija como mejor podía sobre sus nalgas: “Esta hierba espanta los mosquitos y me prepara un sueño corto, porque hay una cosa que tampoco saben estos malditos hombres, que una mujer recién parida duerme, pero no puede hacerlo mucho porque se desliza en un pris-pras al sueño de la muerte”. Nos desentendimos de ella para no perdernos de lo bueno y corrimos hacia el patio posterior de la casa cuando mamá Tomasa ya comenzaba. La comadrona suspendió de las paticas al niño con la mano izquierda, con la derecha le dio tres suaves palmadas: en las corvas, en la espalda y en las nalgas; respiró profundo, batió en sus mandíbulas un enorme trozo de tabaco y escupió el pucho macerado, envuelto en la espesura de sus babas, a un recipiente de totumo rebosante de agua de lluvia templada al sereno de la media noche y, mientras murmuraba una oración de indios Cunas que ahora no recuerdo, escurrió el brebaje por las paredes del cuerpo de la criatura vuelta de cara al sol, explicando: “El alma humana es una chispa de substancia de los astros y quien mira desde pequeño cara a cara al sol no le tiene miedo a nadie jamás”. Caminó dos pasos. Cuando tuvo a centímetros de sus pies el pozo que mandó a excavar cuando supo que Enesilda estaba embarazada, lo dejó caer de golpe en el hueco verdeamarillento de algas. Nosotros pensamos secarlo con nuestro sobrecogimiento, fruto doliente del miedo. Ella, imperturbable, se adelantó, lo limpió con un pañal de agua bendita aromado en ricino salvaje, y se lo entregó a María, diciéndonos: “Ahora tampoco le harán daño los animales, el frío, la luna, ni el agua”. Trajeron una pepita de oro, un trocito de uña de tigre pintado y una faja llamada ombliguero. Tomasa enredó el fajón con los rastros del tigre hasta cuando dio muestras de que le faltaba aire. Entonces, giró la pepita de oro sobre las miradas curiosas para que supiéramos que el metal no estaba escaso de quilates; tomó la manita derecha del infante, friccionó su muñeca con esencia de guadua y codillo blanco en zumo de limón, y con una aguja encebada de palo negro se la empujó hasta el éter, sitio en que el metal no irradia la sangre y en el cual el oro que vale se convierte en piedra de ara. Cuentan que a un mortal así preparado no le hace tormenta, ni la fulminante electricidad del rayo, domina a los caimanes, se hace obedecer del león, le temen las sierpes y no lo ahoga el agua. Tomasa, envolviéndonos con su mirada escrutadora, apuntó: “Desde este día a este muchacho no le puede nadie”. Cuando un pariente gritó: “Enesilda, cogé tu hijo”, yo me quité del turbión del patio, donde caían desgranados los muchachos, desde los cocoteros, los caimitos, los marañones y los guayabos, evitando que el olor a rabo de chucha revuelto en ajo macho de los viejos, que también pasan, me borre de la memoria esta historia que viví hace años.

Carlos Arturo Caicedo Licona, Quibdó, 2007. Foto: León Darío Peláez.


[1] Uribe Hermocillo, Julio César (2019). "Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia" o el relato épico de la chocoanidad. En El Guarengue: https://miguarengue.blogspot.com/2019/04/glosa-paseada-bajo-el-fuego-y-la-lluvia.html

[2] Caicedo Licona, Carlos Arturo. Glosa paseada bajo el fuego y la lluvia. 1ª edición, noviembre de 1982. Editorial Lealon. 99 pp. Pág. 19-20.

[3] Ibidem, pág. 21.

 

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