lunes, 29 de junio de 2020


Recordando al Brujo
El Brujo, Alfonso Córdoba Mosquera, acompañado por el guitarrista Gabriel Enán Mosquera.
Foto: Cortesía Douglas Cújar

Cuando falleció, el 26 de junio de 2009, El Brujo estaba a dos meses de cumplir 83 años de vida, de una vida dedicada al arte en por lo menos una decena de manifestaciones: canto, composición, orfebrería, escultura, pintura, narración, lutería, caligrafía, artesanía, talla de madera. Como un homenaje a su memoria, en el 11º aniversario de su muerte, El Guarengue reproduce este reportaje de Cromos, publicado en El Espectador el 17 de septiembre de 2014 y escrito por la periodista Gloria Castrillón. Un recorrido por su existencia, maravillosamente llena de artística brujería.

La magia creadora de Alfonso Córdoba, el Brujo del Chocó

En Quibdó nació y murió este genio creador de las artes chocoanas. Su talento cubrió la música, el canto, la joyería, la artesanía. Fue uno de los personajes más importantes del Chocó el siglo pasado. Una joya de la música.

Mientras correteaba por el barrio La Yesquita, de Quibdó, Alfonso Córdoba era feliz escuchando la música cubana y caribeña que en medio del bullicio del puerto se colaba y llegaba para endulzarle el alma. La cadencia y el sabor de los boleros, sones, calipsos y tangos se le fueron metiendo en la piel. En su cabeza revoloteaban las historias que le escuchaba a su padre, don Salomón, gran boga que encantaba a sus pasajeros con sus relatos remontando el río y las inverosímiles leyendas de don Cupertino Mosquera, el amigo de la casa que llegaba a alimentarle su ánimo aventurero.

Semejante mezcolanza en un solo cuerpecito –era tan delgado y frágil como vivaz– no podía terminar en otra cosa que no fuera genialidad. Y eso fue Alfonso Córdoba, un genio.  Le decían el «Brujo» porque no había otra forma de explicar la sabiduría que derrochó hasta el último de sus días. De sus prodigiosas manos salieron desde canciones y joyas, hasta guitarras, bongos y una escritura adornada y escrupulosa que nadie pudo replicarle. 

Nació en Quibdó, en 1926, apenas tres días antes de que San Francisco de Asís, el patrono de los quibdoseños, cumpliera 500 años. Para ese año las fiestas de San Pacho vivieron un cambio fundamental porque se integraron al mismo tiempo la banda del pueblo –esa que estaba destinada solo para las procesiones de la virgen– las chirimías (conjuntos de música tradicional) y la pólvora. 

Y fue allá, en La Yesquita, donde nacieron los grupos folclóricos y artesanos que revolucionaron la fiesta de San Francisco, y la sacaron de las paredes de la Catedral para llevarla a los barrios, por allá en 1898. Fueron los yesquiteños quienes se apropiaron de San Francisco y lo llamaron San Pacho, como quien le habla al vecino, y lo adoraron con alegorías africanas e indígenas. Allá, en ese mismo barrio donde retumbaba la sonoridad de los abozaos y alabaos, nació el Brujo, en esos días de revolución. Como si fuera una premonición de la revolución que él le haría años más tarde en el mundo de la cultura de esta ciudad.

Su infancia estuvo marcada por la música. Fue a la escuela pública y en apenas cuatro años que cursó se hizo notar. No solo era buen estudiante, como era previsible, sino que se destacó por ser «muy pulido», como recuerda don Alfredo Cújar, compañero de pupitre. Recitaba poesía como nadie y cantaba con el mismo timbre y estilo de Bienvenido Granda. «El Brujo fue fiel intérprete de la Sonora Matancera», recuerda el amigo de infancia en su casa, a pocos metros de la catedral de Quibdó. Ya por esa época se hizo célebre por su talento para hacer pequeñas tallas en madera de los santos que adornaban la iglesia. 

Era tal su inquietud que, al crecer, Quibdó se le quedó pequeña. Aunque amaba su pueblo y era feliz recorriendo el Baudó, el Atrato o el San Juan en busca de buenas maderas y oro para fabricar cuanta cosa se le ocurría, el Brujo tuvo que volar pronto para encontrarle sosiego a su alma aventurera. Por aquella época los quibdoseños no buscaban su futuro en Cali o Medellín, como lo hacen hoy. En aquel tiempo preferían tomar un barco de vapor que los llevara, en un día y medio, a Barranquilla o Cartagena, ciudades mágicas y exuberantes para perderse en la bohemia y la música. 

Allá fue a parar el Brujo. En Barranquilla colmó su inquietud de orfebre con unos joyeros italianos de los que aprendió técnicas y secretos insospechados; conformó una familia (tuvo cuatro hijos con Margarita Herrera) y pudo crear su primer grupo musical, Los mayorales del ritmo. Fueron 18 años de vida artística, tocando, cantando, creando.

Al regresar a su Quibdó del alma, la ciudad seguía siendo un hervidero musical. De alguna manera el Brujo sentía que era momento de volver a la tierra para sembrar todo aquello que había recogido en tierras lejanas (Cartagena, Galapa, Mompox). «Él se devolvió porque extrañaba su tierra, él se inspiraba en la selva y siempre prefirió la música del Pacífico, la del Caribe le parecía repetitiva y pobre de letra», dice Daysi, una de las nietas que le sigue los pasos en la música. Su llegada a Quibdó marcó un antes y un después en la vida de este pueblo.

Foto: Cortesía Douglas Cújar.

El negrito contento
«Yo soy un negrito contento / que a Dios le doy las gracias / por haberme dado como bendición / la dicha, de haber nacido en el Chocó».

Pulido como siempre, ahora con boina, ropa elegante y finos tratos con la gente, el Brujo llegó como un huracán que lo revuelca todo. Cantaba su Negrito contento –primer gran éxito musical– y traía debajo del brazo canciones, partituras, joyas y mucho ingenio. Le faltaron manos y tiempo para hacer lo que quería. Lo primero fue conformar su primer grupo en Quibdó. Se juntó con un maestro de escuela que no ejercía por andar de carpintero, con tres empleados de la cárcel –dos expertos en contabilidad y uno en manejo de armas–, y con un puñado de músicos que estaban desperdigados. De ahí salió algo llamado Los negritos del ritmo. Eran Lucho Palomeque, Santos Moreno Blandón, Carlos Rengifo, Augusto Lozano, Eduardo Halaby, Carlos Bechara, y el Brujo, entre otros, bajo la dirección de Neptolio Córdoba. Esa fue la primera orquesta moderna de Quibdó que tocaba en el único hotel cinco estrellas de la ciudad, el Citará. Era la primera vez que músicos de los barrios populares tocaban para los más pudientes, y era la primera vez que una orquesta de semejantes dimensiones tocaba en vivo en el pueblo. Y era en aquellas memorables fiestas que un jovencito pobre y talentoso lograba colarse para deleitarse con la música. Una noche, en medio de un receso de la orquesta, ese jovencito tomó prestada la trompeta para robarle unas notas, escondido en un baño. Ese jovencito se llamaba Jairo Varela.

Asentado en La Yesquita, El Brujo no se conformó con su éxito musical. Mientras buscaba la oportunidad de grabar un disco, puso su taller de orfebrería. Con sus manos inquietas y sabias fabricó sus propios instrumentos para la orquesta, diseñó las más hermosas joyas con técnicas que nadie en el Chocó conocía y escribía y escribía canciones con esa letra inimitable. La faceta de orfebre del Brujo dejó a todos boquiabiertos. Trabajaba la filigrana como ninguno en su tierra y además fabricó una herramienta que hasta el sol de hoy no se ha reemplazado y que les cambió la vida a los joyeros del Chocó. Se inventó un soplete para soldar el metal que se operaba con el pie y no con la boca, como durante siglos se hizo, a costa de la vida de los orfebres que morían contaminados por el mercurio y otros gases tóxicos. Sus creaciones le dieron la vuelta al mundo y con una de ellas se ganó el Premio Nacional de Artesanías de Colombia en 2005.

Pero su regreso a La Yesquita no fue solo para poner su joyería. Apenas llegó se vinculó a las fiestas de San Pacho, tan importantes para este barrio donde se gestó la pueblerización de la celebración religiosa. Y ahí también revolucionó. Hasta ese momento, cada barrio desfilaba con un disfraz, una carroza grande sobre la que se montaban muñecos cabezones que representaban personajes de la picaresca local, siguiendo la costumbre traída siglos atrás por los padres claretianos. Al Brujo se le ocurrió que había que cambiar aquella cosa estática y sosa y que el muñeco cabezón debía ser reemplazado por figuras en movimiento que representaran la realidad de su pueblo oprimido. Así que se encerraba en el patio de su casa todas las noches armado con martillos, clavos, poleas y maderas. 

De ahí en adelante, las fiestas de San Pacho no volvieron a ser las mismas. Cada disfraz que hacía el Brujo era para criticar a la Iglesia, a los políticos corruptos, al saqueo del oro por parte de las multinacionales, al olvido del Estado… no dejó títere con cabeza.  Cada San Pacho, la ciudad entera esperaba con ansias los disfraces que salían de su taller. Cada creación era el secreto mejor guardado de La Yesquita. Muchas veces intentaron, sin éxito, escabullirse hacia el patio de la casa para descubrir su última idea. Se hizo mito viviente entre los muchachitos más inquietos del barrio que buscaban a un señor que era brujo y que fabricaba inventos maravillosos. Todos querían verlo trabajar. «Él estaba rodeado de misterio, yo fui a conocerlo y estar ahí para alcanzarle el martillo, conseguirle los clavos o cargarle la madera», recuerda Carlos Valencia, uno de los más traviesos vecinitos del sector, hoy conocido como «Tostao», integrante de Chocquibtown, quien se convirtió años más tarde en uno de sus aprendices en la música.
  
Lo cierto es que en Quibdó, en cada San Pacho, la gente se negaba a aceptar esos cabezones estáticos antiguos; todos reclamaban «movimiento, movimiento». 

Foto: Najle Silva.

El negrito en Bogotá
No contento con revolucionar la joyería, la música y las fiestas de San Pacho, el Brujo seguía en su empeño de grabar un disco. Los vientos del momento decían que era Bogotá la ciudad donde la música del Pacífico podía florecer. Una generación de talentosos músicos emigró desde el Atrato a la capital. La mayoría de ellos aprendió los secretos de la música en la Catedral de Quibdó, formados por el padre Isaac Rodríguez. De esa manera, el Brujo llegó a Bogotá, entre otros, con Jairo Varela, Alexis Lozano y un blanco de ojos verdes al que le decían Macabí, uno de los mejores pianistas del Chocó. Con ellos soñó grabar, por fin, un disco.

Llegaron a Bogotá en 1979. Tocaron las puertas de los sitios que le rendían culto a la salsa, hasta que lograron instalarse en Ramón Antigua, en la calle 82 con 16. «El sitio estaba quebrado, no era nada –recuerda Leonardo Álvarez, el dueño– pero, con la voz auténtica del Brujo y la genialidad de esos músicos, en poco tiempo floreció y ya no le cabía la gente». Intelectuales, políticos, artistas, todos caían seducidos por el encanto del Brujo. Cada fin de semana se hacían concursos para descubrir talentos y, después del cierre oficial, los bohemios más empedernidos se quedaban de puertas para adentro para escuchar las historias fantásticas que aquel negrito contento les relataba con su magia chocoana. «Cuando el Brujo cantaba los boleros era el momento estelar de la noche. En boca suya escuché por primera vez La caderona, en su estilo tan único», recuerda Carlos Vives, que en aquel momento era un universitario samario de 21 años que llegaba a meseriar y soñaba con cantar un bolero al lado del Brujo. 

Alexis Lozano dice que en aquel momento estaban buscando el éxito con Niche, pero en algún momento se descartó la idea de que el Brujo fuera el cantante, como se había pensado. «Era cuestión de estilo, Jairo buscaba un cantante de salsa». Alexis y el Brujo se quedaron en Bogotá y conformaron El negro y su timba y Alexis y su banda, dos grupos que crecieron en paralelo al grupo Guayacán, mientras Jairo Varela se iba a Nueva York persiguiendo el éxito con Niche.

«Fue una vida difícil. Él vivió en el barrio Santafé porque allá se concentraban los caleños, los calentanos, y también vivió en Fontibón, en una casa que Jairo tenía para los músicos», dice Douglas Cújar, un arquitecto que se dejó fascinar por las historias del Brujo y se dedicó a investigarle la vida, hasta convertirse en su biógrafo no oficial.

En ese apartamento del Santafé vivieron hasta doce personas, todos músicos y cantantes destacados, según recuerda Félix Mena, el hijo mayor (aunque no de sangre) del Brujo. Dice que su padre se cansó de buscar el éxito y se devolvió para Quibdó porque lo jalaba el amor por sus nueve hijos. 

Retornó con el mismo ímpetu de antes a seguir buscando la forma de grabar. Lo hizo en Medellín con Alexis y con el Trío Atrato. No paró de escribir y crear. Formó músicos y joyeros y siguió ganándose los concursos de disfraces en cada San Pacho. Solo Mianmco, un gran amigo y artesano, logró ponerle competencia y arrebatarle varios premios. «A veces a él se le acababa la madera y me pedía. Yo se la llevaba hasta su casa», recuerda el anciano en su taller, donde todavía trabaja como el último de los grandes disfraceros del Chocó.

Solo dejó su Quibdó del alma cuando le hicieron una propuesta de hacer talleres de orfebrería en Bogotá. Pasaba varias horas del día en una casa del barrio Teusaquillo conocida como la casa de los Mojarra, porque allí ensayaban, entre otros, Mojarra Eléctrica, Chocquibtown y La 33. Fue su reencuentro con viejos amigos como Tostao y con la buena vibra de un puñado de muchachos chocoanos que le aprendían al Brujo con cada anécdota que les contaba. Vivió algunos años hasta que el corazón le falló y tuvo que volver a su tierra. 

Foto: Najle Silva
Llegó agotado y enfermo, pero su pueblo lo adoraba y le reconocía su entrega al arte. También le llegaron reconocimientos nacionales, como el que le hizo la ministra de Cultura Paula Moreno; y el festival Petronio Álvarez le dedicó una de sus versiones.

Al final de sus días, el Brujo fue reconocido. Tal vez no tanto como se merecía, reconoce su hija Johana. «Hubo placas y discursos, pero eso no es suficiente». Y lo dice porque dentro de un baúl que guarda su viuda hay más de 500 canciones inéditas. Un gran tesoro que se quedó allí, escrito en la hermosa caligrafía del Brujo, pero que no logró convertirse en canciones por la falta de apoyo al talento que en el Chocó surge a borbotones.

Poco antes de su muerte, y en medio del homenaje en el Petronio Álvarez (2007), Alexis Lozano se lo llevó a su casa en Cali y le grabó tres discos, uno de boleros, otro de timba y uno más de folclor, que permanecen inéditos aún. Esa es la última herencia de un hombre que revolucionó las artes de su pueblo chocoano, desde el primero hasta el último de sus días.


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