Teletrabajos
Foto y edición: Julio César U. H. |
Laura
A Laura le preocupa el notable incremento
del consumo de energía eléctrica registrado en la factura que ya le llegó y que
será mayor el próximo mes, cuando incluya la temporada alta de la cuarentena y
no solamente sus primeros días. Nadie le va a ayudar a pagar esa factura, como
tampoco le van a reconocer ni un peso por los gastos en los que incurrió para
garantizar la logística necesaria para convertir en oficina un rincón de su
casa: compró una silla ergonómica, porque la del
comedor que estaba usando amenazaba con dejarla sin espalda; compró un escritorio
apropiado para la nueva silla, pues ahora la inadecuada era la mesa del comedor; compró
un plan mensual de Internet que alcance para atender su trabajo, pues antes no tenía
porque no lo necesitaba, pero, ahora, los datos del plan de su celular ya no dan
abasto; compró unos audífonos y un micrófono de buena calidad, pues los de
dotación no registran ni los sonidos del silencio, para atender la media docena
de reuniones diarias en las que le toca estar durante las nueve horas que
trabaja de lunes a viernes. Todo eso con su
tarjeta de crédito, la cual paga con su sueldo mensual de un poco más de dos
salarios mínimos, que es el mismo con el que paga las cuotas del crédito del apartamento
y del carro, los servicios públicos domiciliarios, los impuestos, el mercado y
sus artículos de aseo personal, una botella de vino al mes, su ropa y el tercer
posgrado que está haciendo, así como la ayuda mensual que le da desde hace
varios años a una parienta pobre para ayudarle un poco con los gastos de su
ahijada.
Luzma
Luzma casi se va de espaldas cuando se
enteró de que un mando medio de la empresa en la que trabaja, uno de esos
reyezuelos serviles de cuanto jefe se le atraviese y tirano despiadado de
cuanto empleado de menor rango se cruce en su camino, había propuesto que le
suspendieran temporalmente el contrato de trabajo, haciendo uso de los
artículos de una ley y de un decreto que citó con solvencia ante la
concurrencia de una teleconferencia de jefes y subjefes a través de Zoom, una
semana después de que la empresa hubiera mandado al personal a que realizara
trabajo en casa, sin haber ni siquiera mirado las respuestas a la encuesta
sobre facilidades tecnológicas y condiciones domésticas de cada empleado para
trabajar en su casa, que a la carrera hicieron a pocas horas de haber
comunicado la medida mediante una circular del Gerente General. Luzma había
dicho claramente, en aquella encuesta tan veloz como inútil, que ella no tiene
computador, que en su casa a duras penas hay servicio de luz eléctrica y que
ella no tiene ni mesa ni silla apropiadas para trabajar allá la jornada de ocho
horas diarias, ni un ambiente propicio, pues ella, sus tres hermanos, su mamá y
su papá viven en un espacio tan reducido que de milagro tienen diferenciados
los sitios de dormida de cada quien. Pero, ni sus múltiples jefes, ni el
reyezuelo entrometido, habían leído su encuesta ni sus correos, en los que ella
les advirtió claramente su imposibilidad de trabajar en casa y les propuso que
ella seguía yendo a la oficina, para cumplir con sus obligaciones. El Gerente
ordena que le faciliten un computador portátil; pero, queda por solucionar lo del
internet. Es entonces cuando surge la propuesta de despedirla hasta que pase la
emergencia, pues qué más podemos hacer; pero, es también entonces cuando Isa, una
compañera de trabajo de Luzma que ya ha hablado el asunto con su esposo, interviene
en la reunión y ofrece su casa para que Luzma se vaya a pasar allá la
cuarentena y así pueda trabajar, para poder seguir ayudando con el salario
mínimo que se gana al sostenimiento de su hogar, como también lo hacían los
demás miembros de su familia hasta que decretaron el aislamiento obligatorio y
ellos no pudieron volver a salir a rebuscarse cada día.
Sandra
Como los presos de las películas antiguas el
tiempo de su cautiverio, así registra Sandra sus días de inactividad, que ya
llegan a cuarenta, mediante rayas trazadas con lo que queda de un lápiz negro
Nº 2 tan gastado que pareciera que su hijo mayor, el que cursa séptimo grado,
lo hubiera usado para hacer las tareas desde el preescolar. Su hijo menor se
burla de ella y, precisamente, le dice que parece una interna de correccional gringa, marcando cada día que pasa sobre la superficie al lado del
espejo en el que se maquilla y se peina cada mañana antes de empezar su viaje
de dos horas hacia el salón de belleza en el que trabaja como manicurista, y al
cual no se sabe cuándo podrá volver. Aunque está inscrita en cuanto programa de
ayuda gubernamental han anunciado para gente como ella, madre soltera, estrato
2, dependiente de un ingreso diario, Sandra no ha recibido más que la
propaganda oficial. Ya casi va a empezar el segundo mes de arriendo que no
podrá pagar. En la tienda de la esquina ya le dijeron que después del próximo
mercado no le fían más. Sus clientas viven al otro extremo de la ciudad y a
distancia no les puede hacer las uñas.
Por debajo de la puerta de su casa acaban de deslizar un papel del tamaño de
una tarjeta de presentación de las que Sandra una vez mandó a imprimir para
promocionar sus servicios de estilista profesional. El papelito ofrece
préstamos con un novedoso plan de intereses y una forma de pago que en el texto
llaman, escrito así, Kuarentena, y que no explican en qué consiste, pues quien
quiera saber debe llamar al número telefónico que allí aparece anotado. Sandra
le da mil pesos a su hijo menor y le dice que vuele hasta la droguería
del barrio y le haga una recarga a su celular; pero, que se mueva, carajo, que
para antier es tarde.
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N.B:
Las tres historias son reales. Cada una ocurre en una ciudad diferente.
Bien Julio: Esta pandemia nos colmó de historias ineditas. Cada familia y cada persona se convirtió en protagonista de su tragedia, gozo, asueto o beneficio.
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