lunes, 27 de abril de 2020


Teletrabajos
Foto y edición: Julio César U. H.

Laura
A Laura le preocupa el notable incremento del consumo de energía eléctrica registrado en la factura que ya le llegó y que será mayor el próximo mes, cuando incluya la temporada alta de la cuarentena y no solamente sus primeros días. Nadie le va a ayudar a pagar esa factura, como tampoco le van a reconocer ni un peso por los gastos en los que incurrió para garantizar la logística necesaria para convertir en oficina un rincón de su casa: compró una silla ergonómica, porque la del comedor que estaba usando amenazaba con dejarla sin espalda; compró un escritorio apropiado para la nueva silla, pues ahora la inadecuada era la mesa del comedor; compró un plan mensual de Internet que alcance para atender su trabajo, pues antes no tenía porque no lo necesitaba, pero, ahora, los datos del plan de su celular ya no dan abasto; compró unos audífonos y un micrófono de buena calidad, pues los de dotación no registran ni los sonidos del silencio, para atender la media docena de reuniones diarias en las que le toca estar durante las nueve horas que trabaja de lunes a viernes. Todo eso con su tarjeta de crédito, la cual paga con su sueldo mensual de un poco más de dos salarios mínimos, que es el mismo con el que paga las cuotas del crédito del apartamento y del carro, los servicios públicos domiciliarios, los impuestos, el mercado y sus artículos de aseo personal, una botella de vino al mes, su ropa y el tercer posgrado que está haciendo, así como la ayuda mensual que le da desde hace varios años a una parienta pobre para ayudarle un poco con los gastos de su ahijada.

Luzma
Luzma casi se va de espaldas cuando se enteró de que un mando medio de la empresa en la que trabaja, uno de esos reyezuelos serviles de cuanto jefe se le atraviese y tirano despiadado de cuanto empleado de menor rango se cruce en su camino, había propuesto que le suspendieran temporalmente el contrato de trabajo, haciendo uso de los artículos de una ley y de un decreto que citó con solvencia ante la concurrencia de una teleconferencia de jefes y subjefes a través de Zoom, una semana después de que la empresa hubiera mandado al personal a que realizara trabajo en casa, sin haber ni siquiera mirado las respuestas a la encuesta sobre facilidades tecnológicas y condiciones domésticas de cada empleado para trabajar en su casa, que a la carrera hicieron a pocas horas de haber comunicado la medida mediante una circular del Gerente General. Luzma había dicho claramente, en aquella encuesta tan veloz como inútil, que ella no tiene computador, que en su casa a duras penas hay servicio de luz eléctrica y que ella no tiene ni mesa ni silla apropiadas para trabajar allá la jornada de ocho horas diarias, ni un ambiente propicio, pues ella, sus tres hermanos, su mamá y su papá viven en un espacio tan reducido que de milagro tienen diferenciados los sitios de dormida de cada quien. Pero, ni sus múltiples jefes, ni el reyezuelo entrometido, habían leído su encuesta ni sus correos, en los que ella les advirtió claramente su imposibilidad de trabajar en casa y les propuso que ella seguía yendo a la oficina, para cumplir con sus obligaciones. El Gerente ordena que le faciliten un computador portátil; pero, queda por solucionar lo del internet. Es entonces cuando surge la propuesta de despedirla hasta que pase la emergencia, pues qué más podemos hacer; pero, es también entonces cuando Isa, una compañera de trabajo de Luzma que ya ha hablado el asunto con su esposo, interviene en la reunión y ofrece su casa para que Luzma se vaya a pasar allá la cuarentena y así pueda trabajar, para poder seguir ayudando con el salario mínimo que se gana al sostenimiento de su hogar, como también lo hacían los demás miembros de su familia hasta que decretaron el aislamiento obligatorio y ellos no pudieron volver a salir a rebuscarse cada día.

Sandra
Como los presos de las películas antiguas el tiempo de su cautiverio, así registra Sandra sus días de inactividad, que ya llegan a cuarenta, mediante rayas trazadas con lo que queda de un lápiz negro Nº 2 tan gastado que pareciera que su hijo mayor, el que cursa séptimo grado, lo hubiera usado para hacer las tareas desde el preescolar. Su hijo menor se burla de ella y, precisamente, le dice que parece una interna de correccional gringa, marcando cada día que pasa sobre la superficie al lado del espejo en el que se maquilla y se peina cada mañana antes de empezar su viaje de dos horas hacia el salón de belleza en el que trabaja como manicurista, y al cual no se sabe cuándo podrá volver. Aunque está inscrita en cuanto programa de ayuda gubernamental han anunciado para gente como ella, madre soltera, estrato 2, dependiente de un ingreso diario, Sandra no ha recibido más que la propaganda oficial. Ya casi va a empezar el segundo mes de arriendo que no podrá pagar. En la tienda de la esquina ya le dijeron que después del próximo mercado no le fían más. Sus clientas viven al otro extremo de la ciudad y a distancia no les puede hacer las uñas. Por debajo de la puerta de su casa acaban de deslizar un papel del tamaño de una tarjeta de presentación de las que Sandra una vez mandó a imprimir para promocionar sus servicios de estilista profesional. El papelito ofrece préstamos con un novedoso plan de intereses y una forma de pago que en el texto llaman, escrito así, Kuarentena, y que no explican en qué consiste, pues quien quiera saber debe llamar al número telefónico que allí aparece anotado. Sandra le da mil pesos a su hijo menor y le dice que vuele hasta la droguería del barrio y le haga una recarga a su celular; pero, que se mueva, carajo, que para antier es tarde.


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N.B: Las tres historias son reales. Cada una ocurre en una ciudad diferente.




1 comentario:

  1. Bien Julio: Esta pandemia nos colmó de historias ineditas. Cada familia y cada persona se convirtió en protagonista de su tragedia, gozo, asueto o beneficio.

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