Cuarentenas de ayer
El lunes 29 de abril de 1935, la Dirección
Intendencial de Higiene del Chocó ordenó el cierre de “colegios, escuelas y salones de espectáculos públicos, en atención a
que la epidemia de la gripa o influenza se ha recrudecido y está tomando cada
día características más graves” [1].
Aún no habían pasado tres meses de la inauguración del Hospital San Francisco
de Asís, de Quibdó. Hacía 10 días que se había celebrado la Procesión del santo sepulcro, con bastante concurrencia e incluyendo gente venida de los campos o
zonas rurales, como en todas las celebraciones de la Semana Santa de ese año. Veintiún
días atrás había sido creada la Cámara de Comercio de Quibdó, con jurisdicción
en todo el territorio de la Intendencia del Chocó.
El cierre preventivo fue ordenado por el
término de esa semana, pues en todas las casas de Quibdó había cuatro o cinco
enfermos y la epidemia ya se extendía hasta Tutunendo. El médico Antonio José
Rodríguez, de la Dirección de Higiene, en su acostumbrada visita dominical a
ese corregimiento, había constatado con sus propios ojos que allí más del 30%
de la población estaba enferma de gripa o influenza y que, incluso, dos
enfermos se encontraban en estado agónico. “La
consulta externa del Hospital es insuficiente para atender a los exámenes. Las
fórmulas se siguen despachando gratuitamente en la Botica Alemana”,
informaba el periódico ABC, de Quibdó, en su edición 2991, del 29 de abril de 1935 [2].
El Médico Jefe del hospital era entonces el
Doctor Alfonso Borda Mendoza, primero en ocupar dicho cargo, quien había
llegado a la ciudad en octubre del año anterior, para asumir el nombramiento
hecho por la Intendencia y organizar todo lo necesario para la inauguración del
hospital, que se llevaría a cabo el domingo 3 de febrero de 1935.
El territorio chocoano era entonces
bastante insalubre, pues, por ejemplo, aún en ciudades como Quibdó abundaban
pantanos que actuaban como focos infecciosos, no existía un servicio de agua
potable y las aguas servidas corrían libremente por patios y calles, a través
de cloacas improvisadas o en los patios de las casas, ya que tampoco había aún
servicio de alcantarillado. De ahí que, con acierto admirable para una época en
la que aún no se sabía tanto de epidemiología y salud pública como hoy, la
Dirección Intendencial de Higiene y el Hospital contaban con un equipo médico
dedicado a la realización in situ de campañas intensivas de salubridad.
Así, el Doctor Jesús Sánchez Núñez tenía a
su cargo la zona del Litoral Pacífico, que atendía desde Nuquí, pues la colonización
dirigida de Bahía Solano aún no estaba concluida y el lugar aún no tenía categoría
municipal. La lancha Beato Claret, de propiedad del Padre Francisco Onetti,
Misionero Claretiano, le servía frecuentemente de apoyo para su labor, hasta
que dispuso de su propia lancha, puesta en funcionamiento a la manera de un
centro médico ambulante.
El Bajo Atrato estaba a cargo del Doctor
Alfredo Lleras Pizarro, quien tenía su sede en Sautatá, donde se ubicaba el
famoso ingenio azucarero de los Meluk y los Abuchar, empresarios sirios que llegaron a
tener en ese lugar 400 trabajadores de planta y 18 kilómetros de rieles para el
transporte interno del producto de las zafras o temporadas de corte de caña
para la producción de azúcar. Gran parte de las campañas sanitarias de esta
subregión se llevaban a cabo por vía fluvial, mediante recorridos programados
del médico para dar comienzo a las acciones preventivas y de control de
enfermedades; así como para prestar sus servicios de consulta médica.
La atención de la zona del San Juan estaba
distribuida entre el Doctor Germán Abadía Santamaría, quien atendía desde Istmina,
y el Doctor Emilio Dualiby, quien lo hacía desde Condoto. En ambos casos, como
lo registran los informes de la época, eran notorios y eficientes los servicios
médicos prestados por estos profesionales.
Quibdó estaba a cargo del Doctor Antonio
José Rodríguez, reconocido como un “fervoroso
partidario de las campañas” [3],
pues no solamente fue su promotor, desde la Dirección Intendencial de Higiene, sino
que, además, fue precursor en la preparación de personal paramédico, como los
llamados inspectores de sanidad, jóvenes chocoanos a quienes él mismo preparó
en labores de prevención y atención básica, como apoyo a los médicos
encargados, por ejemplo en las campañas contra el pian [4].
En Tadó, Sipí, Nóvita, Condoto e Istmina, los médicos contaban con el apoyo de dichos
inspectores de sanidad.
Esta modalidad de cobertura del servicio
público de higiene y salud se mantuvo casi igual hasta los primeros años de la
vida departamental del Chocó, cuando no pocas cosas provenientes de la era
intendencial empezaron a ser modificadas, en nombre de la autonomía que le
confería a la región su nueva condición político-administrativa.
Quibdó, Carrera Primera años antes del incendio de 1966. Foto: Archivo fotográfico y fílmico del Chocó. |
Para no ir muy lejos, en Quibdó, por
ejemplo, el acueducto para la zona central de la ciudad fue inaugurado en el
año 1942 y el alcantarillado de la misma zona data de la década de los años
1960; ambas obras fueron producto del trabajo del Instituto de
Fomento Municipal, Insfopal, y Acuachocó. Una draga del Ministerio de Obras
Públicas rellenó los pantanos del dique del Atrato, casi hasta el lomerío de la
ciudad, entre finales de los años 1960 y principios de los 1970. Las vacunas
llegaron hasta las propias escuelas y los hogares en esa misma época. Los
controles de salud de la población, con énfasis en la niñez, se hacían con
regularidad y eficiencia, y gratuitamente, por la Dirección de Higiene; incluso, las escuelas y colegios tenían acceso a un servicio médico gratuito y las autorizaciones para su uso las expedían enfermeras auxiliares que atendían las enfermerías que había en dichos establecimientos. Todo esto modificó
radicalmente el panorama de la salud pública de la ciudad, aunque los problemas no desaparecieron.
De hecho, mientras las vacunas se masificaban
y toda la población se convenció de su utilidad y accedió a ellas, entre 1950 y
1975, aproximadamente, aún la Dirección de Higiene tenía que vérselas en Quibdó
con periódicas y cíclicas epidemias de sarampión, viruela, varicela, paperas y
rubeola, por ejemplo. Amplios sectores de la ciudad, sin distingo de clase ni
raza, mucho menos de sexo, religión o filiación partidista, eran cada año presa
de dichas enfermedades. En una misma casa de aquel Quibdó de hace 50 años fácilmente
se encontraban simultáneamente enfermos de sarampión, varicela y viruela, la
mayoría de las veces conviviendo en los mismos dormitorios e incluso en las
mismas camas.
Los médicos del Hospital San Francisco de
Asís, aún ubicado en la loma donde fue originalmente y bellamente construido, y
el personal del servicio público de Higiene, una de cuyas últimas ubicaciones
fue la casa de don Delfino Díaz en la que hoy funciona la organización
Cocomacia (Carrera 3ª entre calles 23 y 24), desplegaban todo su potencial
científico y humano para combatir esas olas epidémicas. Y a fe que lo
lograban, con una eficacia envidiable, quizás porque a su humanismo y
responsabilidad se sumaba el carácter público y gratuito del sistema, que era
literalmente un servicio estatal, no un negocio privado.
Es así como, además de los tratamientos que
ordenaban para curar la enfermedad ya presente, el personal médico y de
enfermería prescribía medidas para impedir su expansión por contagio, tales
como el aislamiento temporal o cuarentena, de cuyas bondades convencían a
adultos responsables y a niños y jóvenes enfermos; al punto que, durante los
días que fueran necesarios, los hermanos sanos no se acercaban a los enfermos
aún si compartían el mismo dormitorio en la casa, los enfermos no se asomaban
ni a la puerta de la calle y se resignaban a jugar lo que se pudiera jugar
desde la cama, acostados. Aunque, claro, no faltaban las infracciones, como
aquella frecuente de perseguir al hermano sano por toda la casa intimidándolo
con la posibilidad de contagiarlo si no hacía lo que el enfermo quería.
Algo de héroes y heroínas tenían aquellos
niños y aquellas niñas que, durante por lo menos una semana y a veces más,
soportaban casi sin rascarse aquella monstruosa picazón, ese escozor de mil
diablos cuya intensidad no podían explicar porque aún no tenían suficientes
palabras para hacerlo. Dos promesas básicas movían su heroísmo: que no les
quedarían cicatrices ni manchas indelebles en el cuerpo y que cada vez que se
pudiera les comprarían una malta para que se la tomaran como refrigerio,
adicional a la comida, que incluía para ellos alimentos o porciones
adicionales. El miedo a que las paperas de los hombres se bajaran a los
testículos y las de las mujeres a los senos era una cosa que ninguno de los
enfermos entendía realmente, pero que sí los asustaba lo suficiente para no
correr ni hacer actividades físicas mientras duraba el peligro, un lapso que
era controlado por la mamá, quien, alguno de esos días, cuando la niña o el
niño ni siquiera lo esperaban, les contestaba que sí a la insistente pregunta
matutina diaria acerca de si ya podían salir a jugar.
[1] Periódico ABC. La Dirección de Higiene ordenó hoy cierre de
escuelas, colegios y salones de espectáculos. ABC, Quibdó, edición 2991, abril
29 de 1935.
[2] Ibidem.
[3] Periódico ABC, edición 2952, 9 de febrero de 1935. En:
[4] El pian llegó a ser una enfermedad endémica en vastas zonas del
mundo, entre los años 1920 y 1970, aproximadamente. En el Chocó fue muy
frecuente y gran parte de los esfuerzos médicos durante más de tres décadas se
orientaron a su erradicación. Más información acerca de esta enfermedad, puede
ser consultada en esta nota de la OMS: https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/yaws
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