lunes, 4 de mayo de 2020


Ay, Bojayá…

Santísima trinidad,
¿qué fue lo que me pasó?
se me ausenta de mi lado
la prenda que Dios me dio
 (Estrofa de un alabao chocoano)


Bellavista
Cristo de Bojayá
¿Por qué si aquel crimen de guerra, del cual han pasado ya dieciocho años, se cometió en Bellavista, el mundo entero terminó conociéndolo como la Masacre de Bojayá?

En Colombia poco o nada se sabía de la existencia de este pueblo orillero antes de la masacre de aquel jueves 2 de mayo de 2002. Cuarenta y ocho horas después de la tragedia, dos periodistas que se colaron en un vuelo militar hacia el lugar, uno extranjero, que se valió de su extranjería para colarse y abogó por el otro, que era un colombiano, informaron que el sitio se llamaba Bojayá. También Bojayá lo llamaron los militares de alto rango y baja estofa que allí llegaron a negar los hechos sin tener ni la más remota idea de lo ocurrido y sin haber cruzado palabra alguna con algún sobreviviente. Igual hicieron los primeros funcionarios del gobierno nacional a los que, desde Bogotá, les tocó hablar de lo que no sabían: dijeron que lo que hubiera pasado había pasado en Bojayá.

Desde entonces no hubo poder humano que hiciera posible que a los sobrevivientes de la masacre les pararan bolas cuando llamaban Bellavista a su pueblo, a ese pueblo ahora destrozado, martirizado, ensangrentado y, además, con su nombre cambiado. Ellos mismos, con el paso de los días, terminaron diciendo Bojayá, en lugar de Bellavista. Hasta mucho tiempo después, cuando sobrevivientes y renacientes llamaron Nuevo Bellavista al asentamiento que, después de una década y cientos de peripecias, les fue finalmente entregado, para que allí –a poco más de un kilómetro río arriba del sitio donde vieron morir a su gente– trataran de continuar sus vidas.

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Leyner
Así, con este nombre breve, más o menos sonoro, llamativo y nada difícil de recordar, podría haberse titulado el documental "Bojayá, entre fuegos cruzados" (Bojayá Caught in the crossfire), que miles de colombianos vimos en la noche del sábado 2 de mayo, a través del canal público de televisión de Bogotá, en el 18º aniversario de la dolorosa y horrísona masacre que cada año recordamos con pavor, tristeza y dolor. Si acaso, para efectos de énfasis y mayor recordación entre audiencias no tan informadas, a este título se le podría añadir un subtítulo que lo relacionara con Bojayá[1].

El título del documental y las piezas promocionales de su presentación ofrecen más de lo que realmente vimos. En lugar de un recorrido panorámico y polifónico a través del acontecimiento de la masacre, antes, durante y después de ella, nos encontramos con una narración estructurada alrededor de Leyner Palacios, no solamente como eje de la historia, sino también como único referente de la misma, pues las menciones visuales y testimoniales de otros personajes (la abuela que perdió dos nietos y el padre que perdió cinco hijos) son apariciones casi de figurantes. Y por ello la narración está hecha a su medida, a la medida de Leyner, con el ritmo narrativo de él, de su vida hoy pública como víctima, sobreviviente y vocero de quienes padecieron esta atrocidad; pero, con una vocería que bien pudo haber sido validada narrativamente mediante la inclusión de unos cuantos testimonios de algunas víctimas y de las asociaciones de víctimas, de las misioneras y misioneros que vivieron la tragedia y del Consejo Comunitario Mayor de Comunidades Negras al cual pertenece Bojayá, como parte de la Zona 9 en la división organizativa del territorio que esta organización ha manejado desde hace por lo menos 30 años.

En fin, el punto, para dejarlo claro y evitar a toda costa tergiversaciones problemáticas, es que si el documental es una narración de la historia de vida de Leyner y su papel como vocero de los derechos de las víctimas, lo cual no tiene nada de malo, ni de inapropiado, ni de censurable o criticable, su título debió referirse a ese, que es su tema, y no a la tragedia de Bojayá, que es el tema colateral, la historia paralela; una historia que Leyner narra e interpreta y analiza con sus propias palabras, pero que realmente no es plenamente contada por el documental, que pudo haberse valido de imágenes fijas de apoyo y de los testimonios de otros sujetos que lo vivieron en carne propia, para documentar aquel momento trágico y transportar al espectador –por la vía de las imágenes, como corresponde al cine; y no predominantemente por la vía de las palabras de Leyner, algo más propio del medio sonoro- desde el abandono previo, pasando por el dolor de la masacre y la incertidumbre de tener que asumir otra vida, hasta llegar a un presente en el que Leyner brilla como la voz de su gente en los diversos ámbitos de su vida de víctimas eternas de múltiples violencias que, en lugar de desaparecer, se renuevan periódicamente.

Incluso, la familia de Leyner mereció mejor suerte narrativa que esa imagen estereotipada de la mujer como una sombra silenciosa que se ocupa de criar los hijos, que lo entrega todo en el ámbito privado de la vida; mientras su consorte se la juega a fondo y corre riesgos en el ámbito público, sin que ella tenga ninguna ligazón con ese ámbito, exclusivamente reservado a él, y no vaya más allá de esperar resignada y cíclicamente el retorno de su marido, cual Penélope atrateña. Y mejor suerte narrativa que ese papel casi de extra de la hija mayor de Leyner, una adolescente cuya experiencia de vida durante la masacre, cuando tenía solamente dos años de nacida, merecía más que ser contada en palabras por su papá y escenificada mediante una recreación dramática. Por no hablar del niño, a quien las palabras de su papá enuncian como todo un personaje, pero que en la narración nunca llega a serlo.

Leyner se merece este documental. Eso está claro y es indudable. Pero, también su familia, sus compañeros de tragedia y de infortunio, también Bojayá como un todo, merecían ser más que un leitmotiv.



[1] Algo así como “Leyner, el clamor de Bojayá” o “Leyner, una voz que clama desde Bojayá”, por ejemplo.

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo. No se justifica el desconocimiento de la persona y del papel del Presbítero Antún Ramos, quién estuvo perdido en la selva, después de la tragedia. Para no redundar, porque en este blog se ha expresado con claridad, lo que vimos fue Leyner y La Masacre de Bojayá, que hasta en la denominación fue un atropello.

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