Ay, Bojayá…
Santísima
trinidad,
¿qué fue lo que me
pasó?
se me ausenta de
mi lado
la prenda que Dios
me dio
(Estrofa de un alabao chocoano)
Bellavista
Cristo de Bojayá |
¿Por qué si aquel crimen de guerra, del cual han pasado ya dieciocho años, se cometió en Bellavista, el mundo entero terminó conociéndolo como la Masacre de Bojayá?
En Colombia poco o nada se sabía de la existencia de este pueblo orillero antes de la masacre de aquel jueves 2 de mayo de 2002. Cuarenta y ocho horas después de la tragedia, dos periodistas que se colaron en un vuelo militar hacia el lugar, uno extranjero, que se valió de su extranjería para colarse y abogó por el otro, que era un colombiano, informaron que el sitio se llamaba Bojayá. También Bojayá lo llamaron los militares de alto rango y baja estofa que allí llegaron a negar los hechos sin tener ni la más remota idea de lo ocurrido y sin haber cruzado palabra alguna con algún sobreviviente. Igual hicieron los primeros funcionarios del gobierno nacional a los que, desde Bogotá, les tocó hablar de lo que no sabían: dijeron que lo que hubiera pasado había pasado en Bojayá.
En Colombia poco o nada se sabía de la existencia de este pueblo orillero antes de la masacre de aquel jueves 2 de mayo de 2002. Cuarenta y ocho horas después de la tragedia, dos periodistas que se colaron en un vuelo militar hacia el lugar, uno extranjero, que se valió de su extranjería para colarse y abogó por el otro, que era un colombiano, informaron que el sitio se llamaba Bojayá. También Bojayá lo llamaron los militares de alto rango y baja estofa que allí llegaron a negar los hechos sin tener ni la más remota idea de lo ocurrido y sin haber cruzado palabra alguna con algún sobreviviente. Igual hicieron los primeros funcionarios del gobierno nacional a los que, desde Bogotá, les tocó hablar de lo que no sabían: dijeron que lo que hubiera pasado había pasado en Bojayá.
Desde entonces no hubo poder humano que
hiciera posible que a los sobrevivientes de la masacre les pararan bolas cuando
llamaban Bellavista a su pueblo, a ese pueblo ahora destrozado, martirizado,
ensangrentado y, además, con su nombre cambiado. Ellos mismos, con el paso de
los días, terminaron diciendo Bojayá, en lugar de Bellavista. Hasta mucho
tiempo después, cuando sobrevivientes y renacientes llamaron Nuevo Bellavista
al asentamiento que, después de una década y cientos de peripecias, les fue
finalmente entregado, para que allí –a poco más de un kilómetro río arriba del
sitio donde vieron morir a su gente– trataran de continuar sus vidas.
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Leyner
Así, con este nombre breve, más o menos
sonoro, llamativo y nada difícil de recordar, podría haberse titulado el
documental "Bojayá, entre fuegos cruzados" (Bojayá Caught in the crossfire), que miles de colombianos vimos en
la noche del sábado 2 de mayo, a través del canal público de televisión de
Bogotá, en el 18º aniversario de la dolorosa y horrísona masacre que cada año recordamos
con pavor, tristeza y dolor. Si acaso, para efectos de énfasis y mayor
recordación entre audiencias no tan informadas, a este título se le podría añadir
un subtítulo que lo relacionara con Bojayá[1].
El título del documental y las piezas
promocionales de su presentación ofrecen más de lo que realmente vimos. En
lugar de un recorrido panorámico y polifónico a través del acontecimiento de la
masacre, antes, durante y después de ella, nos encontramos con una narración estructurada
alrededor de Leyner Palacios, no solamente como eje de la historia, sino
también como único referente de la misma, pues las menciones visuales y
testimoniales de otros personajes (la abuela que perdió dos nietos y el padre
que perdió cinco hijos) son apariciones casi de figurantes. Y por ello la
narración está hecha a su medida, a la medida de Leyner, con el ritmo narrativo
de él, de su vida hoy pública como víctima, sobreviviente y vocero de quienes
padecieron esta atrocidad; pero, con una vocería que bien pudo haber sido
validada narrativamente mediante la inclusión de unos cuantos testimonios de algunas
víctimas y de las asociaciones de víctimas, de las misioneras y misioneros que
vivieron la tragedia y del Consejo Comunitario Mayor de Comunidades Negras al cual pertenece
Bojayá, como parte de la Zona 9 en la división organizativa del territorio que
esta organización ha manejado desde hace por lo menos 30 años.
En fin, el punto, para dejarlo claro y
evitar a toda costa tergiversaciones problemáticas, es que si el documental es
una narración de la historia de vida de Leyner y su papel como vocero de los
derechos de las víctimas, lo cual no tiene nada de malo, ni de inapropiado, ni
de censurable o criticable, su título debió referirse a ese, que es su tema, y
no a la tragedia de Bojayá, que es el tema colateral, la historia paralela; una
historia que Leyner narra e interpreta y analiza con sus propias palabras, pero
que realmente no es plenamente contada por el documental, que pudo haberse
valido de imágenes fijas de apoyo y de los testimonios de otros sujetos que lo
vivieron en carne propia, para documentar aquel momento trágico y transportar
al espectador –por la vía de las imágenes, como corresponde al cine; y no
predominantemente por la vía de las palabras de Leyner, algo más propio del
medio sonoro- desde el abandono previo, pasando por el dolor de la masacre y la
incertidumbre de tener que asumir otra vida, hasta llegar a un presente en el
que Leyner brilla como la voz de su gente en los diversos ámbitos de su vida de
víctimas eternas de múltiples violencias que, en lugar de desaparecer, se renuevan
periódicamente.
Incluso, la familia de Leyner mereció mejor
suerte narrativa que esa imagen estereotipada de la mujer como una sombra
silenciosa que se ocupa de criar los hijos, que lo entrega todo en el ámbito
privado de la vida; mientras su consorte se la juega a fondo y corre riesgos en
el ámbito público, sin que ella tenga ninguna ligazón con ese ámbito, exclusivamente reservado a él, y no vaya más allá de esperar resignada y
cíclicamente el retorno de su marido, cual Penélope atrateña. Y mejor suerte
narrativa que ese papel casi de extra de la hija mayor de Leyner, una adolescente cuya experiencia de vida durante la masacre, cuando tenía solamente dos años de
nacida, merecía más que ser contada en palabras por su papá y escenificada mediante
una recreación dramática. Por no hablar del niño, a quien las palabras de su
papá enuncian como todo un personaje, pero que en la narración nunca llega a
serlo.
Leyner se merece este documental. Eso está
claro y es indudable. Pero, también su familia, sus compañeros de tragedia y de
infortunio, también Bojayá como un todo, merecían ser más que un leitmotiv.
[1] Algo así como “Leyner, el clamor de Bojayá” o “Leyner, una voz que
clama desde Bojayá”, por ejemplo.
Totalmente de acuerdo. No se justifica el desconocimiento de la persona y del papel del Presbítero Antún Ramos, quién estuvo perdido en la selva, después de la tragedia. Para no redundar, porque en este blog se ha expresado con claridad, lo que vimos fue Leyner y La Masacre de Bojayá, que hasta en la denominación fue un atropello.
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