lunes, 28 de octubre de 2019


La vocación y el medio. Historia de un escritor
Carlos Arturo Truque
 
Carlos Arturo Truque fue uno de los autores incluidos en la histórica antología de cuentos colombianos
de Eduardo Pachón Padilla. Con sólo 25 cuentos escritos en sus 42 años de vida, Truque es una especie
de Juan Rulfo colombiano.
La primera vez que triunfó en un concurso literario, Gabriel García Márquez le ganó a un escritor chocoano, nacido en Condoto, quien obtuvo el tercer premio. Carlos Arturo Truque Asprilla se llamaba este escritor, de cuyo natalicio se cumplen 92 años hoy, 28 de octubre, y cuya vida, tan corta como intensa (Truque murió el 8 de enero de 1970, recién cumplidos sus 42 años de edad), transcurrió en Condoto, Cali, Popayán, Buenaventura y Bogotá. A pesar de lo poco que vivió, este condoteño ha sido considerado, en los estudios literarios colombianos, como todo un maestro del cuento; así como se ha reconocido ampliamente su contribución al desarrollo en Colombia de dicho género, que en aquellos tiempos estaba recién afincado entre los maestros de la narrativa norteamericana, de la cual se nutrió toda una generación de escritores colombianos, incluido el propio Gabo. “Al hablar de Carlos Arturo Truque tenemos que empezar diciendo que estamos enfrentados a un excelente narrador. A un maestro del cuento”.  […] Yo pienso que, a partir de la cuentística de Truque, el cuento se vigoriza y se airea mucho en el contexto de la literatura colombiana […] Truque se perfilaba como el García Márquez del Pacífico colombiano; sino que, infortunadamente, la muerte lo visitó muy temprano y solamente tuvimos la oportunidad de conocer un volumen de cuentos de este autor[2].

Hace un año, en El Guarengue, publicamos un perfil del Maestro Carlos Arturo Truque: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/carlosarturo-truque-tan-largos-sus.html. Hoy, para hacer memoria de su gloriosa existencia y de su maravillosa obra, reproducimos fragmentos de su genial y vigente artículo autobiográfico La vocación y el medio. Historia de un escritor, publicado en 1955, cuando Truque tenía 28 años, en la mítica revista colombiana Mito. Truque, generoso hasta en sus confesiones, cuenta aquí el momento vital en el que descubrió la desgarradora existencia del racismo y de la pobreza, la primera vez que fue víctima de exclusión e injusticia por tan bárbaros motivos y su experiencia iniciática en el mundo cultural nacional. Una lección de realismo, compromiso y dignidad de alguien cuya temprana muerte nunca dejaremos de lamentar.


Quien lea estas líneas, creo, no podrá atribuirlas a la amargura o al resentimiento. Soy un hombre normal, o al menos lo hubiera sido si la sociedad, tan arbitrariamente construida, me hubiera brindado las oportunidades que siempre perseguí y jamás alcancé. No por eso soy un frustrado; aún tengo ánimos suficientes para seguir una lucha, que de antemano sé perdida.

Mi vida, aparte de los sufrimientos, carece de importancia. El común denominador del pueblo colombiano es la inseguridad, la inestabilidad; ese sentimiento horrible de no hallar el lugar que corresponde al hombre en un sistema determinado. La mayoría de las ocasiones nos vemos en la necesidad de reconocer que somos una pieza demasiado suelta del engranaje social. Giramos sin correspondencia alguna y nos sentimos víctimas de fuerzas oscuras que no estamos en capacidad de controlar.

No sé desde cuándo me posesioné de esta verdad. Tal vez desde muy temprano aprendí la diferencia que media entre los débiles y los poderosos y tuve la experiencia dolorosa de saberme colocado entre los que nada tienen que exigirle a la vida, porque ya les ha sido negado todo de antemano.

Quizá pueda lo anterior ser interpretado como el grito de un desesperado o como la prueba de una marcada desadaptación al medio. Si los que tal cosa piensan hubieran estado sometidos a las pruebas que me han tocado en suerte, pensarían de diversas maneras.

Desde temprano me asedió, como perro rabioso, la injusticia humana. Desde la escuela humilde de barriada donde me enseñaron las primeras letras tuve la impresión, la certeza, de que me había señalado con su dedo implacable.

Siempre fui, no peco de orgullo o vanidad al decirlo, un buen estudiante. Me apasionaban los libros, la tinta fresca, la aureola bohemia de los escritores de la época. Pronto me sentí atraído hacia ese campo que nunca pisan los llamados hombres prácticos: las letras. No sabía cuántas malas pasadas me estaba jugando la vida al llevarme por caminos que, de haberlo pensado, no habría transitado.

[…]

Nací en la era mecánica, en un pueblo que la desconocía. Cualquier pueblo de Colombia, de esos que se quedan en un remanso de la civilización y que conservan como tesoro más preciado lo elemental en la existencia. Hasta mis ocho años no conocí la barrera que separaba a unos seres de otros. Como el pueblo era pobre, nadie pensó nunca que la riqueza era un factor para brillar y valer más que los que no la poseían. Siendo un pueblo de negros, nadie imaginó que las diferencias de pigmentación pudieran abrir abismos insalvables y ser usadas para establecer la dominación y el repudio sobre quienes se consideraron inferiores.

Vine, si puede decirse, limpio a la vida. Esta me enseñó bien pronto la lección que el bueno de mi pueblo no se había podido aprender: que el mundo está fundado sobre valores bien diversos y, como la vida no da nada sin arrancar un dolor, este conocimiento me desgarró y destruyó en lo más puro que puede tener un ser humano: la fe en la ajena bondad.

Sucedió de la manera más sencilla: desde el pueblo fui trasladado a Cali, que por entonces comenzaba a tener aires de gran ciudad, y matriculado en la escuela pública de San Nicolás. Como lo dije anteriormente, me gustaba estudiar y me destaqué muy pronto como uno de los mejores alumnos de la escuela. Hacía, cuando sucedió lo inesperado, el tercer grado elemental.

Había estudiado mucho para rendir los exámenes finales y, además, el mequetrefe de mi maestro, un caramelo de pedagogía religiosa, para usar una frase grata de Barba, había dividido el curso en dos grupos: Griegos y Romanos. Yo era el capitán de los griegos, honor que se dispensaba al alumno que mejores resultados diera.

Con todos estos antecedentes era natural que esperara mi aprobación como hecho cumplido y, a más de eso, ganar uno de los premios dispensados a los estudiantes destacados. Si hubiera tenido un poco de conocimiento del corazón humano, no habría esperado tanto; porque mi santo maestro, ahora lo entiendo claramente, nos endilgaba, por quitarme allá estas pajas, sus buenos discursos sobre el nacionalsocialismo (España estaba en plena Guerra Civil), muy adobados con comprensibles capítulos de Mi lucha. Si, como digo, hubiera podido entender bien lo que ese hombre pensaba y hubiera estado en capacidad de sacar ciertas deducciones, no me habría forjado las ilusiones que me forjé.

Tengo la convicción profunda de haber contestado acertadamente el ochenta por ciento de las preguntas que figuraban en el cuestionario y recuerdo haber salido de clase con el orgullo de quien siente que ha cumplido con su deber de la mejor forma posible. No puede engañarme el recuerdo. El día de la entrega de los informes finales me pusieron el vestido más presentable que tienen los chicos de barriada: el uniforme escolar. Desde temprano estuvimos con la buena señora que se había encargado de mí, rondando por el parquecito que había frente a la escuela, esperando la hora del comienzo de la ceremonia, que ella, en su ingenuidad y yo en la mía, creíamos de una importancia excepcional.

Al comenzar tocaron la campana y nos hicieron formar frente a una tarima, sobre la cual se hallaban los profesores (no les gustaba que los llamaran de manera distinta), con unas caras apropiadas para la ocasión. El mío me distinguió, porque me hallaba al principio de la fila, y me regaló una sonrisa completa. Todavía no he podido saber si me la brindó para consolarme anticipadamente o para burlarse simplemente de mí. El director hizo sonar una campanita y acabó, como de un golpe, con los murmullos que hacían los padres de familia y la chiquillería. Después de unas breves palabras, pronunciadas temblorosamente, se sentó aliviado y comenzó a llamar por sus nombres a los alumnos del primer grupo. Me sentía realmente cansado con tanto tiempo como llevaba en pie. A cada nombre, se adelantaba alguien de la fila y recibía su certificado. Algunos padres, furiosos por el resultado adverso, las emprendían a trompadas contra sus hijos. Compadecía sinceramente sus sufrimientos, pero me consolaba pensando que a mí no podía sucederme lo que a ellos estaba sucediendo.

El primero de mi grupo fue llamado. Era un tartamudo que nunca pudo encontrar la manera de dar una lección en forma correcta; porque, a más de tartamudear, nunca se las aprendía. El padre se hallaba a un lado de la señora que iba en representación de mi familia. Le vi recibir el certificado del hijo, abrirlo y leerlo y hacer un gesto de satisfacción. Esto me extrañó un tanto, pero pronto me consolé, atribuyéndole al maestro una bondad que estaba lejos de poseer.

Cuando llegó mi turno, me adelanté, con cierta timidez, debo confesarlo, pero con una seguridad interior que tenía por qué ser justificada. Recibí el certificado y ni siquiera lo abrí. Tal como me fuera entregado lo llevé a quien me representaba. Ella no sabía leer y se quedó aturdida, sin saber qué hacer con un papel que, a lo mejor, le reservaba una alegría o una decepción. Porque me quería de una manera dulce y buena, como solo saben querer aquellos que no tienen sino eso para dar.

El padre del tartamudo comprendió la situación y se apresuró a decirle: —¡Si usted quiere, señora…! Ella le tendió el papel. El hombre lo abrió y dejó escapar este comentario: —¡Negro sinvergüenza…! Y dirigiéndose a ella: —¡Ha perdido el año…! ¡Póngalo a trabajar, señora! ¡Esa porquería no va a servir para nada…!

De momento no entendí. Pensé que el hombre había leído mal y le pedí que me dejara ver el certificado. Era cierto. Allí estaba escrito, no había duda, yo mismo podía constatarlo. Me pregunté por qué, desconcertado. El maestro seguía en su sitio. Lo miré con rabia, con odio capaz de causarle la muerte, con una furia igual a la del hombre a quien dan una palmada que no se ha merecido. No recuerdo que hubiese sonreído. Me sostuvo la mirada, retándome, provocándome. Es una de las pocas veces que me he sentido capaz de arrancarle la vida a alguien con un sentimiento de felicidad. Nunca volví a ver a ese hombre en la vida. Pero sus ojos se han seguido repitiendo en otros que he conocido, como si fueran él mismo con rostro diferente.

[…]

El incidente que he narrado trajo consecuencias irreparables. Yo era un introvertido y desde entonces lo fui más. Me acostumbré a hacer una vida para ser gozada solo por mí. Y fui desarrollando un crudo egoísmo que hubiera llegado a destrozarme, si no hubiera tenido la pasión de llenar cuartillas. Eso constituía una especie de compensación para mi anormal comunicación con el mundo exterior. Hallé una forma de volcarme sobre él, de hacerlo partícipe de mi mundo y participar a mi vez del suyo. Y nada fuera de lo común hubiera sucedido si la actividad literaria cuando se posesiona de un hombre no le restara la capacidad de actuar en otros campos; pero la creación exige la entrega absoluta, la rendición incondicional, el sometimiento a todas las contingencias, para brindar en cambio el breve placer de una nota laudatoria o el perecedero resplandor de un triunfo que dura lo que una candelada de verano.

[…]

Tengo, eso sí, una fe profunda en la fuerza de los humildes. Sé que vendrán otros hombres y harán accesible el camino a los que vengan detrás de nosotros con idénticos anhelos. A ellos les tocará la vida limpia que no hemos tenido la oportunidad de vivir. Mientras tanto, es nuestro deber sostenernos firmes para no hacernos acreedores a su desprecio.

En los nombres de sus hijas, Carlos Arturo Truque también hizo evidente la trascendencia con la que vivió su vida. Nadezhda (esperanza, en ruso) fue puesto en memoria de la mujer que creó el sistema de bibliotecas públicas de la Unión Soviética y coordinó el diseño del sistema de educación pública de la Revolución, en el cual se educaron miles de estudiantes de todos los países del mundo. Leticia Colombia es una apelación al sentimiento nacional, como América lo es a la patria regional. Su esposa, la palmireña Nelly Vélez, fue su más leal cómplice hasta la muerte.



[1] Entrevista al Profesor Fabio Martínez, escritor, investigador y docente de la Universidad del Valle, en el programa Tiempo de Letras, una producción del Programa Editorial de la Universidad del Valle. En: https://www.youtube.com/watch?v=f2IIvcKdKwI (publicado el 19 de agosto de 2015).

2 comentarios:

  1. Increíblemente real, hermoso, triste y conmovedor relato. Una gran pluma, sin duda alguna.
    Gracias, julio César, por recordarlo.

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