La vocación y el medio. Historia de un
escritor
Carlos
Arturo Truque
La
primera vez que triunfó en un concurso literario, Gabriel García Márquez le ganó a
un escritor chocoano, nacido en Condoto, quien obtuvo el tercer premio. Carlos Arturo Truque Asprilla se
llamaba este escritor, de cuyo natalicio se cumplen 92 años hoy, 28 de octubre,
y cuya vida, tan corta como intensa (Truque murió el 8 de enero de 1970, recién
cumplidos sus 42 años de edad), transcurrió en Condoto, Cali, Popayán,
Buenaventura y Bogotá. A pesar de lo poco que vivió, este condoteño ha sido
considerado, en los estudios literarios colombianos, como todo un maestro del
cuento; así como se ha reconocido ampliamente su contribución al desarrollo en
Colombia de dicho género, que en aquellos tiempos estaba recién afincado entre
los maestros de la narrativa norteamericana, de la cual se nutrió toda una
generación de escritores colombianos, incluido el propio Gabo. “Al hablar de Carlos Arturo Truque tenemos
que empezar diciendo que estamos enfrentados a un excelente narrador. A un
maestro del cuento”. […] Yo pienso que,
a partir de la cuentística de Truque, el cuento se vigoriza y se airea mucho en
el contexto de la literatura colombiana […] Truque se perfilaba como el García
Márquez del Pacífico colombiano; sino que, infortunadamente, la muerte lo
visitó muy temprano y solamente tuvimos la oportunidad de conocer un volumen de
cuentos de este autor”[2].
Hace
un año, en El Guarengue, publicamos
un perfil del Maestro Carlos Arturo Truque: https://miguarengue.blogspot.com/2018/10/carlosarturo-truque-tan-largos-sus.html.
Hoy, para hacer memoria de su gloriosa existencia y de su maravillosa obra, reproducimos
fragmentos de su genial y vigente artículo autobiográfico La vocación y el medio. Historia de un escritor, publicado en 1955,
cuando Truque tenía 28 años, en la mítica revista colombiana Mito. Truque,
generoso hasta en sus confesiones, cuenta aquí el momento vital en el que
descubrió la desgarradora existencia del racismo y de la pobreza, la primera
vez que fue víctima de exclusión e injusticia por tan bárbaros motivos y su
experiencia iniciática en el mundo cultural nacional. Una lección de realismo, compromiso y dignidad de alguien cuya temprana muerte nunca dejaremos de lamentar.
Quien lea estas líneas, creo, no podrá
atribuirlas a la amargura o al resentimiento. Soy un hombre normal, o al menos
lo hubiera sido si la sociedad, tan arbitrariamente construida, me hubiera
brindado las oportunidades que siempre perseguí y jamás alcancé. No por eso soy
un frustrado; aún tengo ánimos suficientes para seguir una lucha, que de
antemano sé perdida.
Mi vida, aparte de los sufrimientos, carece
de importancia. El común denominador del pueblo colombiano es la inseguridad,
la inestabilidad; ese sentimiento horrible de no hallar el lugar que
corresponde al hombre en un sistema determinado. La mayoría de las ocasiones nos vemos en la necesidad de
reconocer que somos una pieza demasiado suelta del engranaje social. Giramos
sin correspondencia alguna y nos sentimos víctimas de fuerzas oscuras que no estamos
en capacidad de controlar.
No sé desde cuándo me posesioné de esta verdad. Tal vez desde muy
temprano aprendí la diferencia que media entre los débiles y los poderosos y
tuve la experiencia dolorosa de saberme colocado entre los que nada tienen que
exigirle a la vida, porque ya les ha sido negado todo de antemano.
Quizá pueda lo anterior ser interpretado como el grito de un desesperado
o como la prueba de una marcada desadaptación al medio. Si los que tal cosa
piensan hubieran estado sometidos a las pruebas que me han tocado en suerte,
pensarían de diversas maneras.
Desde temprano me asedió, como perro rabioso, la injusticia humana. Desde
la escuela humilde de barriada donde me enseñaron las primeras letras tuve la
impresión, la certeza, de que me había señalado con su dedo implacable.
Siempre fui, no peco de orgullo o vanidad al decirlo, un buen
estudiante. Me apasionaban los libros, la tinta fresca, la aureola bohemia de
los escritores de la época. Pronto me sentí atraído hacia ese campo que nunca
pisan los llamados hombres prácticos: las letras. No sabía cuántas malas
pasadas me estaba jugando la vida al llevarme por caminos que, de haberlo
pensado, no habría transitado.
[…]
Nací en la era mecánica, en un pueblo que la desconocía. Cualquier pueblo
de Colombia, de esos que se quedan en un remanso de la civilización y que
conservan como tesoro más preciado lo elemental en la existencia. Hasta mis
ocho años no conocí la barrera que separaba a unos seres de otros. Como el
pueblo era pobre, nadie pensó nunca que la riqueza era un factor para brillar y
valer más que los que no la poseían. Siendo un pueblo de negros, nadie imaginó que
las diferencias de pigmentación pudieran abrir abismos insalvables y ser usadas
para establecer la dominación y el repudio sobre quienes se consideraron
inferiores.
Vine, si puede decirse, limpio a la vida. Esta me enseñó bien pronto
la lección que el bueno de mi pueblo no se había podido aprender: que el mundo
está fundado sobre valores bien diversos y, como la vida no da nada sin
arrancar un dolor, este conocimiento me desgarró y destruyó en lo más puro que puede tener un ser humano:
la fe en la ajena bondad.
Sucedió de la manera más sencilla: desde el pueblo fui trasladado a
Cali, que por entonces comenzaba a tener aires de gran ciudad, y matriculado en
la escuela pública de San Nicolás. Como lo dije anteriormente, me gustaba
estudiar y me destaqué muy pronto como uno de los mejores alumnos de la
escuela. Hacía, cuando sucedió lo inesperado, el tercer grado elemental.
Había estudiado mucho para rendir los exámenes finales y, además, el
mequetrefe de mi maestro, un caramelo de pedagogía religiosa, para usar una
frase grata de Barba, había dividido el curso en dos grupos: Griegos y Romanos.
Yo era el capitán de los griegos, honor que se dispensaba al alumno que mejores
resultados diera.
Con todos estos antecedentes era natural que esperara mi aprobación
como hecho cumplido y, a más de eso, ganar uno de los premios dispensados a los
estudiantes destacados. Si hubiera tenido un poco de conocimiento del corazón
humano, no habría esperado tanto; porque mi santo maestro, ahora lo entiendo
claramente, nos endilgaba, por quitarme allá estas pajas, sus buenos discursos
sobre el nacionalsocialismo (España estaba en plena Guerra Civil), muy adobados
con comprensibles capítulos de Mi lucha.
Si, como digo, hubiera podido entender bien lo que ese hombre pensaba y hubiera
estado en capacidad de sacar ciertas deducciones, no me habría forjado las
ilusiones que me forjé.
Tengo la convicción profunda de haber contestado acertadamente el
ochenta por ciento de las preguntas que figuraban en el cuestionario y recuerdo
haber salido de clase con el orgullo de quien siente que ha cumplido con su
deber de la mejor forma posible. No puede engañarme el recuerdo. El día de la
entrega de los informes finales me pusieron el vestido más presentable que
tienen los chicos de barriada: el uniforme escolar. Desde temprano estuvimos
con la buena señora que se había encargado de mí, rondando por el parquecito
que había frente a la escuela, esperando la hora del comienzo de la ceremonia,
que ella, en su ingenuidad y yo en la mía, creíamos de una importancia
excepcional.
Al comenzar tocaron la campana y nos hicieron formar frente a una
tarima, sobre la cual se hallaban los profesores (no les gustaba que los llamaran
de manera distinta), con unas caras apropiadas para la ocasión. El mío me
distinguió, porque me hallaba al principio de la fila, y me regaló una sonrisa
completa. Todavía no he podido saber si me la brindó para consolarme anticipadamente
o para burlarse simplemente de mí. El director hizo sonar una campanita y
acabó, como de un golpe, con los murmullos que hacían los padres de familia y la
chiquillería. Después de unas breves palabras, pronunciadas temblorosamente, se
sentó aliviado y comenzó a llamar por sus nombres a los alumnos del primer
grupo. Me sentía realmente cansado con tanto tiempo como llevaba en pie. A cada
nombre, se adelantaba alguien de la fila y recibía su certificado. Algunos
padres, furiosos por el resultado adverso, las emprendían a trompadas contra
sus hijos. Compadecía sinceramente sus sufrimientos, pero me consolaba pensando
que a mí no podía sucederme lo que a ellos estaba sucediendo.
El primero de mi grupo fue llamado. Era un tartamudo que nunca pudo
encontrar la manera de dar una lección en forma correcta; porque, a más de
tartamudear, nunca se las aprendía. El padre se hallaba a un lado de la señora
que iba en representación de mi familia. Le vi recibir el certificado del hijo,
abrirlo y leerlo y hacer un gesto de satisfacción. Esto me extrañó un tanto, pero
pronto me consolé, atribuyéndole al maestro una bondad que estaba lejos de
poseer.
Cuando llegó mi turno, me adelanté, con cierta timidez, debo confesarlo,
pero con una seguridad interior que tenía por qué ser justificada. Recibí el
certificado y ni siquiera lo abrí. Tal como me fuera entregado lo llevé a quien
me representaba. Ella no sabía leer y se quedó aturdida, sin saber qué hacer
con un papel que, a lo mejor, le reservaba una alegría o una decepción. Porque
me quería de una manera dulce y buena, como solo saben querer aquellos que no tienen
sino eso para dar.
El padre del tartamudo comprendió la situación y se apresuró a decirle:
—¡Si usted quiere, señora…! Ella le tendió el papel. El hombre lo abrió y dejó
escapar este comentario: —¡Negro sinvergüenza…! Y dirigiéndose a ella: —¡Ha
perdido el año…! ¡Póngalo a trabajar, señora! ¡Esa porquería no va a servir
para nada…!
De momento no entendí. Pensé que el hombre había leído mal y le pedí
que me dejara ver el certificado. Era cierto. Allí estaba escrito, no había
duda, yo mismo podía constatarlo. Me pregunté por qué, desconcertado. El
maestro seguía en su sitio. Lo miré con rabia, con odio capaz de causarle la
muerte, con una furia igual a la del hombre a quien dan una palmada que no se
ha merecido. No recuerdo que hubiese sonreído. Me sostuvo la mirada, retándome,
provocándome. Es una de las pocas veces que me he sentido capaz de arrancarle
la vida a alguien con un sentimiento de felicidad. Nunca volví a ver a ese hombre
en la vida. Pero sus ojos se han seguido repitiendo en otros que he conocido,
como si fueran él mismo con rostro diferente.
[…]
El incidente que he narrado trajo consecuencias irreparables. Yo era
un introvertido y desde entonces lo fui más. Me acostumbré a hacer una vida
para ser gozada solo por mí. Y fui desarrollando un crudo egoísmo que hubiera
llegado a destrozarme, si no hubiera tenido la pasión de llenar cuartillas. Eso
constituía una especie de compensación para mi anormal comunicación con el
mundo exterior. Hallé una forma de volcarme sobre él, de hacerlo partícipe de mi
mundo y participar a mi vez del suyo. Y nada fuera de lo común hubiera sucedido
si la actividad literaria cuando se posesiona de un hombre no le restara la
capacidad de actuar en otros campos; pero la creación exige la entrega
absoluta, la rendición incondicional, el sometimiento a todas las
contingencias, para brindar en cambio el breve placer de una nota laudatoria o
el perecedero resplandor de un triunfo que dura lo que una candelada de verano.
[…]
Tengo, eso sí, una fe profunda en la fuerza de los humildes. Sé que
vendrán otros hombres y harán accesible el camino a los que vengan detrás de
nosotros con idénticos anhelos. A ellos les tocará la vida limpia que no hemos
tenido la oportunidad de vivir. Mientras tanto, es nuestro deber sostenernos
firmes para no hacernos acreedores a su desprecio.
[1] Entrevista al Profesor Fabio Martínez, escritor, investigador y docente
de la Universidad del Valle, en el programa Tiempo de Letras, una producción
del Programa Editorial de la Universidad del Valle. En: https://www.youtube.com/watch?v=f2IIvcKdKwI
(publicado el 19 de agosto de 2015).
Increíblemente real, hermoso, triste y conmovedor relato. Una gran pluma, sin duda alguna.
ResponderBorrarGracias, julio César, por recordarlo.
Es un deber de chocoanidad recordar a gente como Truque.
BorrarQue aspectos problemáticos alcanzan a identificar a través de la narración
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