Alabaos
★Foto: Julio César U. H. |
Lámparas de querosín cuya llama baila y
humea sobre repisas en los rincones de la sala o velas que chisporrotean con el
mínimo movimiento del aire denso o débiles bombillos tan escasos en vatios como
en luz, iluminan la sala y sirven de referencia visual a quienes están en el
corredor o en el patio de la casa, adonde llega de cuando en cuando poca o
mucha brisa, según la época, desde la orilla del río silente. Discurre apacible
el río, testigo de la vida y de la muerte, que en sus orillas son los
acontecimientos cotidianos desde que el mundo es mundo en estos rincones de la
selva adonde vinieron a parar huyendo de la inhumanidad y buscando su propia
vida, su propio destino, su propia paz, su propia humanidad. En el centro de la
escena está el difunto, ya casi ido de aquí e iniciando su viaje hacia allá,
presidiendo la tumba en cuya preparación se esmeraron todos, rodeado de velas
que le alumbren el camino y le alcancen la piedad divina, con un vaso de agua
de fácil acceso, de modo que no sea la última sed de su vida la que lo vaya a
detener en este paso inevitable para animarlo al cual todos han venido a
despedirlo.
Foto: Julio César U. H. |
Y por eso son noches que deben ser vividas
en su totalidad, segundo a segundo, minuto a minuto, para que no mengüe su
eficacia de acompañamiento temporal y espacial a quien irremediablemente se
está yendo de este mundo y por eso mismo se le debe ayudar a partir
tranquilamente, levemente, sin más penurias que las de la misma muerte. A este propósito
sirve el conjunto de la escena: rituales, cánticos, rezos y demás formas de compañía
y auxilio para la partida actúan de modo sinérgico con el fin de remover del camino
del difunto cualquier cosa que obstaculice o impida su marcha definitiva,
incluyendo las lágrimas y el desconsuelo infinito de sus deudos, la ausencia
del pariente que se fue lejos hace tantos años y quizás no alcance a llegar ni al
entierro, la catanga de pesca que no alcanzó a revisar, la ropa que no alcanzó
a lavar, la azotea que no terminó de desyerbar, los hijos que no alcanzó a
terminar de criar, la silla Mariapalito que se le quedó sin ajustar, los amores
imposibles que no pudo concretar… Al fin y al cabo, por lejos que vaya, de la
memoria de su gente nunca desaparecerá y de pronto su viaje sea más largo de lo
que se piensa y su itinerario tenga como destino el lugar de origen de los
ancestros primeros, al otro lado de ese océano que a veces no se conoce ni en
los mapas. Caso en el cual, ¡albricias!, les llevaría noticias de acá a esos
que viven más allá y que ni siquiera sabían de la existencia de los de acá.
Tumba. Puesta en escena en el Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), agosto 2017. Foto tomada de Twitter: @FestivAlabaos |
Por eso, para que el difunto se sienta
realmente acompañado y no abandonado a su suerte, exánime ahí entre su ataúd,
son necesarios los murmullos de las charlas íntimas o de las conversaciones
tejidas entre quienes hace tiempos no se ven; las risas e imprecaciones de
quienes afuera toman tinto o aguapanela con limoncillo o con jengibre, beben biche
o aguardiente anisado y cuentan chistes o juegan dominó; y los ronquidos
asordinados de quienes se quedan dormidos en la madrugada y se entregan al
sueño ahí mismo en la silla o en la banca en donde están sentados, como los
niños hace horas lo hicieron en la cama de sábanas que en el piso les tendieron
para el efecto. Es la vida transcurriendo al pie del ataúd que preside la tumba
ritual de quien de la vida debe terminar de marcharse del todo, so pena de
quedarse vagando atormentado por todos los rincones y momentos a los que ya no
pertenece y a los cuales, si no se va, terminará perturbando con su tormento.
Una tumba que, cumplida la novena noche, será levantada ceremoniosamente,
marcando el punto y la hora de la despedida definitiva, del adiós para siempre
de aquel que solamente desde el más allá podrá seguir siendo parte de los de
acá.
Y quizás por eso, porque se trata de evitar
que esta alma querida se convierta en una simple alma en pena, el silencio en
el velorio solamente es total cuando -llegado el momento- murmullos, voces y
ruidos de acompañamiento se transforman en rezos salmodiados y responsoriales,
entonados de corrido por rezanderos de vieja data, que nacieron para el oficio
cuando aún se hablaba latín en las misas y responsos, cuando los curas todavía
hablaban, regañaban y maldecían en aquel español de España tan incomprensible
como llamativo para la gente. Cada rezandero con su propia cadencia, cada
rezandero con su propio latín, cada rezandero con su propia entonación; todos
los rezanderos con el mismo sentimiento, con la misma intención de acercar al
difunto a lo sagrado por la mediación de cada oración repetida y desgranada en
su vieja camándula desgastada, con los ojos entornados de la misma manera, con
el mismo énfasis en el amén, con el mismo porte de ministros religiosos por
obra y gracia de su gente y únicamente para el servicio de su gente.
Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), octubre 2019. Foto: Norma Londoño - Jamitah Encendida. |
Terminado el primer rezo, cuando han
transcurrido tres horas largas después del último vestigio de luz del
crepúsculo, el silencio se agiganta hasta volverse descomunal, y se sacraliza
hasta hacerse imponente y majestuoso. Acontece entonces el primer canto de
alabao de la noche, transportado hacia el infinito por una voz inefable, usualmente
más de contralto que de soprano y con el tono de un ángel del coro celestial a
quien la noticia de la muerte hubiera apesadumbrado. La solemnidad del canto aumenta
y su volumen total alcanza a llenar cada rincón del monte en la noche de
velorio, apaciguando a las sierpes, conteniendo al demonio, adormeciendo a las
fieras, cuando a la tesitura fina de la solista se suman los vibratos y
falsetes naturales de un coro responsorial, casi siempre de mujeres, algunas
veces incluyendo uno o dos hombres. Solista y coro forman entonces una armonía que
hace aún más suntuosa la elegía, capaz de sosegar hasta las más hondas
tristezas y de mitigar el dolor colectivo con los melismas improvisados de sus
voces, que impregnan de sobrenaturalidad, de misticismo, cada recoveco del alma
de quien escucha, hasta conmocionarle el ser y estremecerle la vida. Viajando a
placer por la escala tonal, la armonía de voces -en perfecto contrapunto- resuena
sobre la inánime humanidad del difunto, vibra sobre la superficie del cuerpo
rígido para seguirlo guiando por el camino hacia su viaje definitivo, como lo
había empezado a hacer el rezo; de modo que se vaya desprendiendo, nota a nota,
estrofa a estrofa, de los rescoldos del ánima que aún le quedan y que lo
sostienen aún en esta orilla donde sus ojos vieron por primera vez la vida y
donde ahora, cerrados para siempre, acaban de verla por última vez y empiezan a
acceder a los misterios de la muerte.
Foto: Julio César U. H. |
De allí que los alabaos, en conjunto,
incluyendo los gualíes, que son el
equivalente cantoral para los velorios de niñas o niños; los romances, que relatan pasajes bíblicos o
relatos doctrinales completos, con intenciones de catequesis o recordación de
tiempos litúrgicos especiales, como la Navidad o las fiestas del santoral; las salves, dirigidas a esos grandes amigos
de la gente que son los santos y a la Virgen como gran protectora; los santodioses,
hechos más como antífonas de invocación del poder divino, de su fortaleza y de
su inmortalidad; sean una especie de síntesis doctrinal del catolicismo, de
autoría más o menos colectiva y de funcionalidad litúrgica renovada y adecuada
a sus necesidades por las propias comunidades; asignando a cada género una
funcionalidad y un escenario precisos, en el ritual correspondiente.
Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), agosto 2017. Foto tomada de Twitter: @FestivAlabaos |
Sus letras son básicamente paráfrasis de
cosas escuchadas, cantadas y, así sea en escasas ocasiones, también leídas en
misales y catecismos o en la biblia; interpretaciones y reinterpretaciones,
adaptaciones o nuevas versiones de relatos bíblicos y de lecciones doctrinales;
pero, en clave de pueblo, en clave de comunidad e incluso en clave de parentela.
Por ello, los alabaos conservan algunos rasgos que les dan originalidad y permiten
diferenciarlos de las composiciones vernáculas del cantoral oficial de la
liturgia romana, tales como su ritmo narrativo constante, que incluye la
definición de personajes y la presentación de una historia, cuyo desenlace por
lo general es positivo; y su cercanía en el trato a los personajes sagrados: Isabel
no es tanto santa como prima de María, quien, además de ser la Virgen por
antonomasia, es la mujer de San José, y llora por su hijo, como madre que es; así
como Jesús tiene sus primos y su familia en Belén y también se entristece -y hasta
llora- cuando sabe que se va a morir…
Tan rico acervo literario, religioso,
coral, musical, poético, doctrinal y teológico no fue creado en un solo momento
dado o estático. No. Nació sincrónicamente con el nacimiento de lo negro como
autorrepresentación. Fue surgiendo simultáneamente con las nociones de familia
y de parentela, el sentido de grupo, de comunidad y de pueblo; en un proceso
que comenzó en los escenarios de adoctrinamiento religioso de las víctimas
originales de la trata transatlántica, que a duras penas entendían lo que
estaba ocurriendo y lo que les estaban diciendo; y se fue desarrollando paso a
paso, estirpe tras estirpe, generación tras generación, de modo continuo, como
parte del bagaje común que aquellos seres -que originalmente ni siquiera se
conocían entre ellos- fueron instaurando y compartiendo como marcas o mojones
simbólicos de una identidad que paulatinamente fue deviniendo en identidad
común y compartida, fruto de su construcción colectiva, de la valiente
reinterpretación de su sometimiento y su resignificación en la convivencia y la
familiaridad como emblemas de libertad.
Foto: Julio César U. H. |
El querosín de las lámparas se ha agotado.
Solamente queda una que medio alumbra, con una llama que se aferra a la humedad
remanente de la mecha y contraría al viento frío de la madrugada. De las velas
solamente quedó la mancha aceitosa de su presencia sobre la madera, con
excepción de los cirios custodios del ataúd, que apagarse no pueden, pues el
difunto perdería el rumbo en la oscuridad. El rezandero ha terminado con un
latinajo bien echado en medio de la penumbra, que todos repiten con voz de
recién despertados en las sillas y bancas en las que, desde el sueño,
acompañaron toda la noche. La cantadora eleva hasta el infinito el último Santo
Dios del velorio, que despierta a las criaturas en el monte y en el río, que
sobresalta a los niños cobijados por el frío. El coro responde. La armonía se
completa. La solemnidad impera, cuando el sol empieza a asomarse y todos irán
saliendo, poco a poco, por tandas, para no dejar nunca solo al muerto, a
bañarse y a cambiarse para el entierro, a quitarse de encima la incertidumbre,
para revestirse con la certeza de que aquel ser bien querido ahora está bien
ido.
Foto: Julio César U. H., octubre 2019 |
Dios que es santo, Dios que es fuerte, Dios
que es fuerte e inmortal, tienda su mano y acoja al hermano que en la caja de
madera inerte yace, exánime en su oscuridad. Y María, su mamá también nuestra, que
conoce el dolor de ver morir a un hijo, interceda por él, lo acoja y lo
acompañe, su mano le tienda y le sirva de guía. Amén.
Para
Héctor Emilio Rodríguez Aguilar
y
todo el equipo organizador del Encuentro anual
de
Alabaos, Gualíes y Levantamiento de tumbas, en
Andagoya, Medio San Juan, Chocó.
Gracias por ayudar a mantener con vida los ritos de muerte de nuestra gente.
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