lunes, 14 de octubre de 2019


Alabaos
★Foto: Julio César U. H.
Lámparas de querosín cuya llama baila y humea sobre repisas en los rincones de la sala o velas que chisporrotean con el mínimo movimiento del aire denso o débiles bombillos tan escasos en vatios como en luz, iluminan la sala y sirven de referencia visual a quienes están en el corredor o en el patio de la casa, adonde llega de cuando en cuando poca o mucha brisa, según la época, desde la orilla del río silente. Discurre apacible el río, testigo de la vida y de la muerte, que en sus orillas son los acontecimientos cotidianos desde que el mundo es mundo en estos rincones de la selva adonde vinieron a parar huyendo de la inhumanidad y buscando su propia vida, su propio destino, su propia paz, su propia humanidad. En el centro de la escena está el difunto, ya casi ido de aquí e iniciando su viaje hacia allá, presidiendo la tumba en cuya preparación se esmeraron todos, rodeado de velas que le alumbren el camino y le alcancen la piedad divina, con un vaso de agua de fácil acceso, de modo que no sea la última sed de su vida la que lo vaya a detener en este paso inevitable para animarlo al cual todos han venido a despedirlo.

Foto: Julio César U. H.
Son noches largas, como el río en cuya orilla transcurren. Noches con estrellas y luz de luna, unas veces; otras veces con tempestades y oscuridad. Pero, siempre, son noches llenas de gente con las mismas dudas y con las mismas preguntas que sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos, sus madres, sus abuelas, sus tatarabuelas, sobre la vida de acá y la muerte más allá de donde la vista alcanza a ver; preguntas y dudas que han pasado de una generación a otra casi intactas o con respuestas bastante parciales, desde hace por lo menos dos siglos. Son noches guiadas por solidaridades genuinas y tristezas verdaderas, unas y otras nacidas de las honduras emocionales de estos seres y de estas comunidades que encontraron en el parentesco extendido y en la vecindad fraternal suficientes motivos para vivir como viven la muerte de sus miembros; desde antaño, desde las noches de insomne esclavitud, cuando encontraron en la muerte la única forma de libertad, porque permitía el regreso del alma a aquellos sitios de donde nunca los cuerpos debieron haber salido.

Y por eso son noches que deben ser vividas en su totalidad, segundo a segundo, minuto a minuto, para que no mengüe su eficacia de acompañamiento temporal y espacial a quien irremediablemente se está yendo de este mundo y por eso mismo se le debe ayudar a partir tranquilamente, levemente, sin más penurias que las de la misma muerte. A este propósito sirve el conjunto de la escena: rituales, cánticos, rezos y demás formas de compañía y auxilio para la partida actúan de modo sinérgico con el fin de remover del camino del difunto cualquier cosa que obstaculice o impida su marcha definitiva, incluyendo las lágrimas y el desconsuelo infinito de sus deudos, la ausencia del pariente que se fue lejos hace tantos años y quizás no alcance a llegar ni al entierro, la catanga de pesca que no alcanzó a revisar, la ropa que no alcanzó a lavar, la azotea que no terminó de desyerbar, los hijos que no alcanzó a terminar de criar, la silla Mariapalito que se le quedó sin ajustar, los amores imposibles que no pudo concretar… Al fin y al cabo, por lejos que vaya, de la memoria de su gente nunca desaparecerá y de pronto su viaje sea más largo de lo que se piensa y su itinerario tenga como destino el lugar de origen de los ancestros primeros, al otro lado de ese océano que a veces no se conoce ni en los mapas. Caso en el cual, ¡albricias!, les llevaría noticias de acá a esos que viven más allá y que ni siquiera sabían de la existencia de los de acá.

Tumba. Puesta en escena en el Encuentro de Alabaos,
Gualíes y Levantamiento de Tumbas,
Andagoya (Chocó), agosto 2017.
Foto tomada de Twitter:
@FestivAlabaos
Por eso, para que el difunto se sienta realmente acompañado y no abandonado a su suerte, exánime ahí entre su ataúd, son necesarios los murmullos de las charlas íntimas o de las conversaciones tejidas entre quienes hace tiempos no se ven; las risas e imprecaciones de quienes afuera toman tinto o aguapanela con limoncillo o con jengibre, beben biche o aguardiente anisado y cuentan chistes o juegan dominó; y los ronquidos asordinados de quienes se quedan dormidos en la madrugada y se entregan al sueño ahí mismo en la silla o en la banca en donde están sentados, como los niños hace horas lo hicieron en la cama de sábanas que en el piso les tendieron para el efecto. Es la vida transcurriendo al pie del ataúd que preside la tumba ritual de quien de la vida debe terminar de marcharse del todo, so pena de quedarse vagando atormentado por todos los rincones y momentos a los que ya no pertenece y a los cuales, si no se va, terminará perturbando con su tormento. Una tumba que, cumplida la novena noche, será levantada ceremoniosamente, marcando el punto y la hora de la despedida definitiva, del adiós para siempre de aquel que solamente desde el más allá podrá seguir siendo parte de los de acá.

Y quizás por eso, porque se trata de evitar que esta alma querida se convierta en una simple alma en pena, el silencio en el velorio solamente es total cuando -llegado el momento- murmullos, voces y ruidos de acompañamiento se transforman en rezos salmodiados y responsoriales, entonados de corrido por rezanderos de vieja data, que nacieron para el oficio cuando aún se hablaba latín en las misas y responsos, cuando los curas todavía hablaban, regañaban y maldecían en aquel español de España tan incomprensible como llamativo para la gente. Cada rezandero con su propia cadencia, cada rezandero con su propio latín, cada rezandero con su propia entonación; todos los rezanderos con el mismo sentimiento, con la misma intención de acercar al difunto a lo sagrado por la mediación de cada oración repetida y desgranada en su vieja camándula desgastada, con los ojos entornados de la misma manera, con el mismo énfasis en el amén, con el mismo porte de ministros religiosos por obra y gracia de su gente y únicamente para el servicio de su gente.

Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), octubre 2019.
Foto: Norma Londoño - Jamitah Encendida.
Terminado el primer rezo, cuando han transcurrido tres horas largas después del último vestigio de luz del crepúsculo, el silencio se agiganta hasta volverse descomunal, y se sacraliza hasta hacerse imponente y majestuoso. Acontece entonces el primer canto de alabao de la noche, transportado hacia el infinito por una voz inefable, usualmente más de contralto que de soprano y con el tono de un ángel del coro celestial a quien la noticia de la muerte hubiera apesadumbrado. La solemnidad del canto aumenta y su volumen total alcanza a llenar cada rincón del monte en la noche de velorio, apaciguando a las sierpes, conteniendo al demonio, adormeciendo a las fieras, cuando a la tesitura fina de la solista se suman los vibratos y falsetes naturales de un coro responsorial, casi siempre de mujeres, algunas veces incluyendo uno o dos hombres. Solista y coro forman entonces una armonía que hace aún más suntuosa la elegía, capaz de sosegar hasta las más hondas tristezas y de mitigar el dolor colectivo con los melismas improvisados de sus voces, que impregnan de sobrenaturalidad, de misticismo, cada recoveco del alma de quien escucha, hasta conmocionarle el ser y estremecerle la vida. Viajando a placer por la escala tonal, la armonía de voces -en perfecto contrapunto- resuena sobre la inánime humanidad del difunto, vibra sobre la superficie del cuerpo rígido para seguirlo guiando por el camino hacia su viaje definitivo, como lo había empezado a hacer el rezo; de modo que se vaya desprendiendo, nota a nota, estrofa a estrofa, de los rescoldos del ánima que aún le quedan y que lo sostienen aún en esta orilla donde sus ojos vieron por primera vez la vida y donde ahora, cerrados para siempre, acaban de verla por última vez y empiezan a acceder a los misterios de la muerte.

Foto: Julio César U. H.
Los alabaos, cantos fúnebres de los pueblos negros del Chocó, son los mismos arrullos y romances del Pacífico Sur de Colombia y de su extensión hacia Ecuador (Esmeraldas y Manabí) y Perú (Lambayeque, Piura, Yapatera, Chincha, Cañete). Nacieron de adaptaciones libres hechas del canon y del cantoral católico de las misas de los difuntos y de los santos; del triduo pascual de la Semana Santa, con énfasis en los tormentos y en las tristezas del día de la muerte de Jesucristo, que es el viernes santo, y de su resurrección el sábado santo a la medianoche; de las celebraciones a la propia madre de Dios, la Virgen María; y de las versiones populares del misterio completo de un Dios que es -a la vez- uno y trino; que mora en el cielo, pero que también fue niño y adulto en la tierra y, como la gente, tuvo familia y parientes.

De allí que los alabaos, en conjunto, incluyendo los gualíes, que son el equivalente cantoral para los velorios de niñas o niños; los romances, que relatan pasajes bíblicos o relatos doctrinales completos, con intenciones de catequesis o recordación de tiempos litúrgicos especiales, como la Navidad o las fiestas del santoral; las salves, dirigidas a esos grandes amigos de la gente que son los santos y a la Virgen como gran protectora; los santodioses, hechos más como antífonas de invocación del poder divino, de su fortaleza y de su inmortalidad; sean una especie de síntesis doctrinal del catolicismo, de autoría más o menos colectiva y de funcionalidad litúrgica renovada y adecuada a sus necesidades por las propias comunidades; asignando a cada género una funcionalidad y un escenario precisos, en el ritual correspondiente.

Encuentro de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de Tumbas, Andagoya (Chocó), agosto 2017.
Foto tomada de Twitter: @FestivAlabaos
Sus letras son básicamente paráfrasis de cosas escuchadas, cantadas y, así sea en escasas ocasiones, también leídas en misales y catecismos o en la biblia; interpretaciones y reinterpretaciones, adaptaciones o nuevas versiones de relatos bíblicos y de lecciones doctrinales; pero, en clave de pueblo, en clave de comunidad e incluso en clave de parentela. Por ello, los alabaos conservan algunos rasgos que les dan originalidad y permiten diferenciarlos de las composiciones vernáculas del cantoral oficial de la liturgia romana, tales como su ritmo narrativo constante, que incluye la definición de personajes y la presentación de una historia, cuyo desenlace por lo general es positivo; y su cercanía en el trato a los personajes sagrados: Isabel no es tanto santa como prima de María, quien, además de ser la Virgen por antonomasia, es la mujer de San José, y llora por su hijo, como madre que es; así como Jesús tiene sus primos y su familia en Belén y también se entristece -y hasta llora- cuando sabe que se va a morir…

Tan rico acervo literario, religioso, coral, musical, poético, doctrinal y teológico no fue creado en un solo momento dado o estático. No. Nació sincrónicamente con el nacimiento de lo negro como autorrepresentación. Fue surgiendo simultáneamente con las nociones de familia y de parentela, el sentido de grupo, de comunidad y de pueblo; en un proceso que comenzó en los escenarios de adoctrinamiento religioso de las víctimas originales de la trata transatlántica, que a duras penas entendían lo que estaba ocurriendo y lo que les estaban diciendo; y se fue desarrollando paso a paso, estirpe tras estirpe, generación tras generación, de modo continuo, como parte del bagaje común que aquellos seres -que originalmente ni siquiera se conocían entre ellos- fueron instaurando y compartiendo como marcas o mojones simbólicos de una identidad que paulatinamente fue deviniendo en identidad común y compartida, fruto de su construcción colectiva, de la valiente reinterpretación de su sometimiento y su resignificación en la convivencia y la familiaridad como emblemas de libertad.

Foto: Julio César U. H.
Proscrito históricamente de los espacios oficiales de la religión, el alabao halló refugio en el único escenario íntimo y privado, propio y autónomo, por fuera del control de los propietarios de los entables y de las haciendas: los ritos de muerte. Ritos estos que, leídos desde el dolor y la resistencia, fueron construidos paso a paso, escena a escena, ritual por ritual, como un estricto protocolo de despedida para quien viaja hacia la eternidad y, de ese modo, se libra de los males de acá y puede regresar allá; como una especie de ceremonia de paso, durante la cual la profundidad del canto eleva las almas, incluida la del difunto, al plano de lo sacro, de lo desconocido, del más allá. De manera que el difunto es guiado por el camino hacia su viaje definitivo por las sendas del misterio mediante los rezos y los alabaos, que son, todo en uno, elegía, letanía, salmo, coro responsorial, expresión pública de fe, manifestación de esperanza, narración de deseos colectivos, búsqueda de libertad y de trascendencia de quienes fueron privados de aquella por la fuerza y reducidos a nada para impedirles ser algo más que fuerza de trabajo.

El querosín de las lámparas se ha agotado. Solamente queda una que medio alumbra, con una llama que se aferra a la humedad remanente de la mecha y contraría al viento frío de la madrugada. De las velas solamente quedó la mancha aceitosa de su presencia sobre la madera, con excepción de los cirios custodios del ataúd, que apagarse no pueden, pues el difunto perdería el rumbo en la oscuridad. El rezandero ha terminado con un latinajo bien echado en medio de la penumbra, que todos repiten con voz de recién despertados en las sillas y bancas en las que, desde el sueño, acompañaron toda la noche. La cantadora eleva hasta el infinito el último Santo Dios del velorio, que despierta a las criaturas en el monte y en el río, que sobresalta a los niños cobijados por el frío. El coro responde. La armonía se completa. La solemnidad impera, cuando el sol empieza a asomarse y todos irán saliendo, poco a poco, por tandas, para no dejar nunca solo al muerto, a bañarse y a cambiarse para el entierro, a quitarse de encima la incertidumbre, para revestirse con la certeza de que aquel ser bien querido ahora está bien ido.

Foto: Julio César U. H., octubre 2019
Dios que es santo, Dios que es fuerte, Dios que es fuerte e inmortal, tienda su mano y acoja al hermano que en la caja de madera inerte yace, exánime en su oscuridad. Y María, su mamá también nuestra, que conoce el dolor de ver morir a un hijo, interceda por él, lo acoja y lo acompañe, su mano le tienda y le sirva de guía. Amén.

Para Héctor Emilio Rodríguez Aguilar 
y todo el equipo organizador del Encuentro anual
de Alabaos, Gualíes y Levantamiento de  tumbas, en Andagoya, Medio San Juan, Chocó.
Gracias por ayudar a mantener con vida los ritos de muerte de nuestra gente.






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