lunes, 5 de agosto de 2019


Maternidades colectivas (I)
20 de los 25 integrantes del Salón, en la Normal de Quibdó, el 28 de diciembre de 2017.

El grupo de 25 estudiantes del cual formé parte, que terminamos juntos la enseñanza secundaria en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, como se llamaba entonces, fuimos el mismo salón –con dos o tres variaciones apenas- entre 1° y 6° (actualmente 6° a Once, inexplicablemente sin el ordinal). Y de todos, hay un grupo de por lo menos 15 que, con ligeros cambios de grupo, hicimos juntos los cinco años de primaria. Con dos de ellos, Jesús Alito Mena Ortiz y Adinel Chaverra Durán, cursé los once años en el mismo salón; con Rafael de Jesús Bolaños Henao y Jesús Alexis Moya Gamboa cursamos 10 años juntos; con Jhalton Figueroa Rentería, 9 años. Y así sucesivamente.

De modo que imagínense los lazos que pueden haberse generado entre muchachos que pasamos juntos tantos y tan importantes años de nuestras vidas; no solamente en la escuela y el colegio, que duraban todo el día de lunes a viernes, sino también en actividades de fin de semana y, muchas veces, en las noches, cuando -además de condiscípulos- éramos vecinos. Estos lazos se extendieron a nuestras madres, algunas de las cuales se conocían desde mucho antes, cuando nosotros no alcanzábamos a ser ni siquiera un pensamiento de amor en sus vidas. Y por ello, cada muerte de una de ellas es para nosotros un acontecimiento que nos lleva a la historia compartida de nuestras vidas. 

Mamá Mode
La señora Modesta Rentería Cuesta de Figueroa era Maestra. Este sábado 3 de agosto de 2019 la acompañamos hasta el Cementerio San José, de Quibdó, en donde su cuerpo fue inhumado, en medio de la natural tristeza de sus hijas, de sus hijos, de toda su familia, de su hermano Carmelo, ese cedro de la chocoanidad, cuya reciedumbre estaba conmovida cuando llegó a la Catedral San Francisco de Asís del brazo de su hija Nigeria, quien mediante palabras escritas con la sencillez y la belleza propias del amor se despidió de su querida tía hasta que las lágrimas llegaron a sus ojos.

Funeral de la Señora Modesta, en la Catedral San Francisco de Asís, de Quibdó,
03 de agosto de 2019. Su ataúd es el de la derecha. Foto JCUH.

Cuando la conocimos, la Señora Modesta trabajaba en una escuela que se llamaba la Anexa Departamental, contigua al edificio principal de la entonces denominada Escuela Normal Superior para Varones, de Quibdó; en el monte de atrás, por el caminito que nos conducía al río Cabí. Era una escuela en la que, por razones que nunca supimos, solamente había un montón de cursos del grado 5° y no había ninguno de los demás grados. Aunque era maestra, siempre fue cómplice de nuestras pequeñas faltas escolares, tan insignificantes e ingenuas que hasta risa le daba cuando llegábamos –entre preocupados y asustados- a contarle nuestras pilatunas, mientras ella se fumaba un Pielroja sin filtro. Y se reía, con sus dientes blancos y disparejos, con sus pequeños ojos negros iluminados, con sus peinados de trencitas a la antigua, cuando las mujeres no se alisaban su pelo, sino que sacaban el tiempo para peinárselo bien peinado y lo lucían con la misma naturalidad con la que lucían sus ojos o sus manos o sus piernas o cualquier otra parte de su cuerpo, con la misma naturalidad con la que guardaban monedas entre los pliegues de las trenzas más gruesas, aquellas que se sostenían con unas pinzas muy
Ilusiones
sencillas, negras, que tenían un nombre tan bello que uno no puede menos que felicitar por su ingenio al publicista que eligió esta palabra como marca de un adminículo al parecer tan baladí: Ilusiones. Vaya a la tienda y me compra una ilusión, mandaban las mamás a sus hijos. Mi mamá que haga el favor y me venda una ilusión, pedían los hijos al tendero. ¿Tenés ilusiones, que me prestés una?, se decían entre vecinas. Ilusiones.

A la luz de los años que han pasado, he terminado imaginándome a la Señora Modesta como una especie de consejera y asesora previa o ex-ante (Advisor, podríamos también decir) de nuestra niñez, que nos preparaba para el inevitable encuentro con nuestras mamás, ese tenso e intimidante momento en el que –llegados a nuestras casas, nosotros, que éramos un dechado de virtudes- tendríamos que contarles por qué llegábamos a esa hora, si a esa hora debíamos estar en clase; y –peor aún- que nos habían rebajado en Conducta y en Disciplina porque nos habíamos volado de clase para ir a ver a Esmeralda, aquella telenovela de Venevisión de la cual lo sabíamos todo: que Delia Fiallo, una cubana que vivía en Venezuela, era la libretista; que el actor que hacía del Doctor Juan Pablo Peñalver (hijo del desalmado Rogelio Peñalver) se llamaba José Bardina y que se llamaba Lupita Ferrer aquella actriz, tan hermosa como una ilusión (pero, no de las de pinza del cabello), que hacía el papel de la joven ciega Esmeralda Rivera, cuya belleza no alcanzábamos a describir con el vocabulario del que disponíamos en ese momento, cuando teníamos entre 12 y 13 años.

Lupita Ferrer y José Bardina,
en Esmeralda.
Por supuesto, la telenovela de la transgresión escolar la veíamos allá en su casa del barrio Niño Jesús, que quedaba a escasos 5 minutos de la escuela. Una casa que, con el tiempo, se volvió de todos nosotros, los condiscípulos de Jhalton, su segundo hijo, quien fue el culpable de que nos mantuviéramos ahí metidos, incluso los fines de semana. Allí las puertas siempre estaban abiertas y el televisor prendido para que viéramos las telenovelas, como Esmeralda, y series norteamericanas como Viaje al fondo al mar o Perdidos en el espacio o Viaje a las estrellas. Allí la cocina siempre estaba disponible para nosotros, para que hiciéramos esas comidas colectivas de amigos, que se llamaban bodas, que cocinábamos entre todos y para las que cada uno llevaba los ingredientes que pudiera llevar. Cuando la Señora Modesta veía que la receta tenía algún grado de complejidad por fuera de nuestro alcance, de inmediato intervenía: como aquellas veces en las que comprábamos en la orilla del río varias ensartas de sardinas comunes o de rabicoloradas y dos o tres plátanos y ella nos hacía la respectiva fritanga o cocinaba bananos verdes para acompañar esos manjares crujientes que eran las sardinas.

El culmen de la complicidad de la Señora Modesta con nosotros fue aquella inolvidable mañana, hacia las 9 y media, cuando ya habíamos terminado la primaria y estábamos en el último grado de la secundaria (6° entonces), rumbo hacia el título que nos entregarían como primera promoción de Maestros Bachilleres de la Normal de Quibdó. Fuimos llegando en grupitos a la casa, hasta completar casi los 25 que conformábamos el salón, los mismos que habíamos pasado juntos los seis años de la Normal y varios que veníamos juntos desde Primerito de primaria; lo cual nos hacía un grupo compacto, compañeros de niñez, hermanos de la vida, amigos de todos los momentos de aquella vida pueblerina de aquel Quibdó en donde por las noches todavía hacía silencio.

No sabíamos cómo empezar a contarle a la señora Modesta lo que nos había pasado; pero, había que hacerlo. -Nos echaron, empezó no me acuerdo quién. -Y no podemos volver al colegio hasta el lunes (era miércoles) y debemos ir con los acudientes, añadió otro (siempre en la Normal hablaban de los acudientes, cuando las únicas que siempre acudían eran nuestras mamás). -Y si el problema no se arregla no nos dejan graduar y avisan a la Normal de Istmina y a la de Tadó y a las demás normales del país para que no nos den cupo, remató alguien más. Y Bolaños y yo le explicamos que era que nos había dado por apilar las sillas del salón, poniéndolas una encima de otra hasta que la torre tocaba el techo y se tambaleaba con muchas posibilidades de caerse; como parte de una protesta que incluía unos letreros que habíamos puesto en las columnas de los pasillos del primer piso, en los cuales manifestábamos nuestro descontento porque la cancha de fútbol de la Normal, que toda la vida había sido nuestro patio de recreo, nuestro campo deportivo, donde recibíamos las bastas clases de Educación Física con Efracho, uno de nuestros sitios de no hacer nada, se la estaba apropiando Coldeportes, la había cercado y no teníamos acceso a ella, como si fuera de ellos y no de nosotros, dizque porque allí iba a quedar el estadio de fútbol de Quibdó. Y eso no nos parecía justo con nosotros ni con la Normal, que perdía su cancha y a cambio no recibía nada.

La Señora Modesta nos escuchó, sin más interrupciones que las necesarias para precisar uno que otro dato del relato. Y nos dijo que la cosa sí era muy grave, que estaba muy preocupada, que no nos podían hacer eso porque entonces qué sería de nosotros, si no nos graduábamos. Nos dijo que era nuestro deber ir a contarles a nuestras mamás y que ellas iban a hacer todo lo posible para que no nos pasara nada. Nosotros no éramos conscientes de lo asustados que estábamos. Salimos en grupitos hacia nuestras casas y les contamos a nuestras mamás. Y ellas –como la Señora Modesta- también se preocuparon mucho y también dijeron que no nos podían hacer eso. Y hablaron entre ellas, quién sabe qué, sobre la reunión a la que tenían que ir el lunes, en donde se iba a decidir nuestro futuro. Yo recuerdo que mi mamá, Teresita, habló con su amiga de infancia, Astrid, la mamá de Bolaños; y con la Señora Digna, la mamá de Moya.

Finalmente, no nos pasó nada de eso. Nos graduamos un 7 de diciembre. Nuestras mamás, que a lo largo de los años de escuela y colegio habían terminado siendo tan amigas entre ellas como amigos éramos nosotros, fueron muy felices, quizás un poquito más que nosotros. Nos organizaron una comida en la casa de Melqui (donde Mamá Ina y Mamá Pacha) que quedaba al frente de la casa de Moya, esa casa donde la señora Digna tantas veces también nos había hecho sentir como en nuestra propia casa.

Sepelio de la Señora Modesta.
03.08.2017
Cuando el sacerdote asperjó por última vez agua bendita sobre el ataúd dentro del cual iba rumbo al cementerio la Señora Modesta, ahí en la puerta principal de la Catedral, eran las tres de la tarde pasadas. El sol había empezado a amainar, como para hacernos más llevadero el recorrido fúnebre. Viendo a Jhalton y a Juancho, a Mencho, Alba y Carlitos, y recordando al Chino, pensé que habían sido nuestros hermanitos y hermanitas en la infancia. Me sentí inmensamente afortunado de haber conocido a la Señora Modesta y haber sido beneficiario de su generosidad, de su hospitalidad y de su cariño, que en poco tiempo nos llevaron a todos los del salón a llamarla Mamá Mode. Y recordé la risa que a ella y a mi mamá les daba porque Jhalton y yo, durante tres años, tuvimos idéntica la letra, al punto que una vez Pacho Díaz nos acusó de haber intercambiado nuestras pruebas en un examen de Psicología: -como si estos dos muchachos necesitaran de eso, le dijo Modesta a mi mamá, quien estuvo a punto de hablar con el Rector de la Normal, Don Jorge Valencia Díaz, para decirle que le dijera al profesor que respetara, que Jhalton y yo no éramos ningunos pasteleros.

6 comentarios:

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    1. Julio, leer estas líneas implosiona nuestras mentes con recuerdos excepcionales, distantes por el trasegar del tiempo, pero que afloran raudos por tu narrativa precisa, inteligente y renovada. Recordar es vivir, pero también es reafirmar una legado de amistad y cambambería vivido con intensidad.
      Modesta nos adoptó temporalmente y su actitud fue influyente en nuestro caracter y determinación para lo que hoy somos. Paz en su tuma MAMA MODE. Gracias Julio.
      Julio, se te olvidó que después del baile donde VIRGO, nos fuimos a la Alameda de comparados beber aguardiente en el bat ENTEVE frente el negocio de mi papá.eda

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    2. Gracias a vos por tus generosas apreciaciones y por leer El Guarengue, en donde trato de rememorar en nombre de todos las cosas que vivimos en aquellos tiempos.

      Sí, olvidé mencionar lo del bar. Y que también fuimos a jugar billar donde Chitiva (Alameda con Sexta).

      Saludos.

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  2. Julio, qué hermoso homenaje a la memoria de nuestra mamá Mode.
    Tu pluma sigue siendo la memoria colectiva del Chocó. Esa manera tan sencilla y amena en que reconstruyes nuestra historia es digna de resaltar.
    Algún dia muy cercano tenemos que recopilar todas estas remembranzas en un gran libro que le recuerde a nuestros coetáneos nuestro hermosao asado, y a nuestros hijos y nuevas generaciones le muestre cómo era ese paraiso donde crecimos y nos formamos sus mayores.
    Mamá Mode, descansa en paz y esperanos con una ensarta fresca de rabicoloradas.

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    1. Gracias, Hermano Nabuco, por tu generoso comentario. Me honra contarte entre mis lectores.

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