Maternidades colectivas (I)
20 de los 25 integrantes del Salón, en la Normal de Quibdó, el 28 de diciembre de 2017. |
El grupo de 25 estudiantes del cual formé parte, que terminamos juntos la enseñanza secundaria en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, como se llamaba entonces, fuimos el mismo salón –con dos o tres variaciones apenas- entre 1° y 6° (actualmente 6° a Once, inexplicablemente sin el ordinal). Y de todos, hay un grupo de por lo menos 15 que, con ligeros cambios de grupo, hicimos juntos los cinco años de primaria. Con dos de ellos, Jesús Alito Mena Ortiz y Adinel Chaverra Durán, cursé los once años en el mismo salón; con Rafael de Jesús Bolaños Henao y Jesús Alexis Moya Gamboa cursamos 10 años juntos; con Jhalton Figueroa Rentería, 9 años. Y así sucesivamente.
De modo que imagínense los lazos
que pueden haberse generado entre muchachos que pasamos juntos tantos y tan
importantes años de nuestras vidas; no solamente en la escuela y el colegio,
que duraban todo el día de lunes a viernes, sino también en actividades de fin
de semana y, muchas veces, en las noches, cuando -además de condiscípulos- éramos vecinos. Estos lazos se
extendieron a nuestras madres, algunas de las cuales se conocían desde mucho antes,
cuando nosotros no alcanzábamos a ser ni siquiera un pensamiento de amor en sus
vidas. Y por ello, cada muerte de una de ellas es para nosotros un
acontecimiento que nos lleva a la historia compartida de nuestras vidas.
Mamá Mode
La señora Modesta Rentería Cuesta de
Figueroa era Maestra. Este sábado 3 de agosto de 2019 la acompañamos hasta el
Cementerio San José, de Quibdó, en donde su cuerpo fue inhumado, en medio de la
natural tristeza de sus hijas, de sus hijos, de toda su familia, de su hermano
Carmelo, ese cedro de la chocoanidad, cuya reciedumbre estaba conmovida cuando
llegó a la Catedral San Francisco de Asís del brazo de su hija Nigeria, quien mediante
palabras escritas con la sencillez y la belleza propias del amor se despidió de
su querida tía hasta que las lágrimas llegaron a sus ojos.
Funeral de la Señora Modesta, en la Catedral San Francisco de Asís, de Quibdó, 03 de agosto de 2019. Su ataúd es el de la derecha. Foto JCUH. |
Cuando la conocimos, la Señora Modesta trabajaba
en una escuela que se llamaba la Anexa Departamental, contigua al edificio
principal de la entonces denominada Escuela Normal Superior para Varones, de
Quibdó; en el monte de atrás, por el caminito que nos conducía al río Cabí. Era
una escuela en la que, por razones que nunca supimos, solamente había un montón
de cursos del grado 5° y no había ninguno de los demás grados. Aunque era maestra, siempre fue cómplice de nuestras pequeñas faltas escolares, tan
insignificantes e ingenuas que hasta risa le daba cuando llegábamos –entre
preocupados y asustados- a contarle nuestras pilatunas, mientras ella se fumaba
un Pielroja sin filtro. Y se reía, con sus dientes blancos y disparejos, con
sus pequeños ojos negros iluminados, con sus peinados de trencitas a la
antigua, cuando las mujeres no se alisaban su pelo, sino que sacaban el tiempo
para peinárselo bien peinado y lo lucían con la misma naturalidad con la que
lucían sus ojos o sus manos o sus piernas o cualquier otra parte de su cuerpo,
con la misma naturalidad con la que guardaban monedas entre los pliegues de las
trenzas más gruesas, aquellas que se sostenían con unas pinzas muy
sencillas,
negras, que tenían un nombre tan bello que uno no puede menos que felicitar por
su ingenio al publicista que eligió esta palabra como marca de un adminículo al
parecer tan baladí: Ilusiones. Vaya a la
tienda y me compra una ilusión, mandaban las mamás a sus hijos. Mi mamá que haga el favor y me venda una
ilusión, pedían los hijos al tendero. ¿Tenés
ilusiones, que me prestés una?, se decían entre vecinas. Ilusiones.
Ilusiones |
A la luz de los años que han pasado, he
terminado imaginándome a la Señora Modesta como una especie de consejera y
asesora previa o ex-ante (Advisor,
podríamos también decir) de nuestra niñez, que nos preparaba para el inevitable
encuentro con nuestras mamás, ese tenso e intimidante momento en el que –llegados
a nuestras casas, nosotros, que éramos un dechado de virtudes- tendríamos que
contarles por qué llegábamos a esa hora, si a esa hora debíamos estar en clase;
y –peor aún- que nos habían rebajado en Conducta y en Disciplina porque nos habíamos
volado de clase para ir a ver a Esmeralda,
aquella telenovela de Venevisión de la cual lo sabíamos todo: que Delia Fiallo,
una cubana que vivía en Venezuela, era la libretista; que el actor que hacía
del Doctor Juan Pablo Peñalver (hijo del desalmado Rogelio Peñalver) se llamaba
José Bardina y que se llamaba Lupita Ferrer aquella actriz, tan hermosa como
una ilusión (pero, no de las de pinza del cabello), que hacía el papel de la
joven ciega Esmeralda Rivera, cuya belleza no alcanzábamos a describir con el vocabulario
del que disponíamos en ese momento, cuando teníamos entre 12 y 13 años.
Lupita Ferrer y José Bardina, en Esmeralda. |
Por supuesto, la telenovela de la
transgresión escolar la veíamos allá en su casa del barrio Niño Jesús, que
quedaba a escasos 5 minutos de la escuela. Una casa que, con el tiempo, se
volvió de todos nosotros, los condiscípulos de Jhalton, su segundo hijo, quien
fue el culpable de que nos
mantuviéramos ahí metidos, incluso los fines de semana. Allí las puertas
siempre estaban abiertas y el televisor prendido para que viéramos las
telenovelas, como Esmeralda, y series norteamericanas como Viaje al fondo al
mar o Perdidos en el espacio o Viaje a las estrellas. Allí la cocina siempre
estaba disponible para nosotros, para que hiciéramos esas comidas colectivas de
amigos, que se llamaban bodas, que cocinábamos
entre todos y para las que cada uno llevaba los ingredientes que pudiera llevar.
Cuando la Señora Modesta veía que la receta tenía algún grado de complejidad
por fuera de nuestro alcance, de inmediato intervenía: como aquellas veces en
las que comprábamos en la orilla del río varias ensartas de sardinas comunes o
de rabicoloradas y dos o tres plátanos y ella nos hacía la respectiva fritanga
o cocinaba bananos verdes para acompañar esos manjares crujientes que eran las
sardinas.
El culmen de la complicidad de la Señora
Modesta con nosotros fue aquella inolvidable mañana, hacia las 9 y media, cuando
ya habíamos terminado la primaria y estábamos en el último grado de la
secundaria (6° entonces), rumbo hacia el título que nos entregarían como primera
promoción de Maestros Bachilleres de la Normal de Quibdó. Fuimos llegando en
grupitos a la casa, hasta completar casi los 25 que conformábamos el salón, los
mismos que habíamos pasado juntos los seis años de la Normal y varios que
veníamos juntos desde Primerito de
primaria; lo cual nos hacía un grupo compacto, compañeros de niñez, hermanos de
la vida, amigos de todos los momentos de aquella vida pueblerina de aquel
Quibdó en donde por las noches todavía hacía silencio.
No sabíamos cómo empezar a contarle a la
señora Modesta lo que nos había pasado; pero, había que hacerlo. -Nos echaron,
empezó no me acuerdo quién. -Y no podemos volver al colegio hasta el lunes (era
miércoles) y debemos ir con los acudientes, añadió otro (siempre en la Normal
hablaban de los acudientes, cuando las únicas que siempre acudían eran nuestras
mamás). -Y si el problema no se arregla no nos dejan graduar y avisan a la
Normal de Istmina y a la de Tadó y a las demás normales del país para que no
nos den cupo, remató alguien más. Y Bolaños y yo le explicamos que era que nos
había dado por apilar las sillas del salón, poniéndolas una encima de otra
hasta que la torre tocaba el techo y se tambaleaba con muchas posibilidades de
caerse; como parte de una protesta que incluía unos letreros que habíamos
puesto en las columnas de los pasillos del primer piso, en los cuales manifestábamos
nuestro descontento porque la cancha de fútbol de la Normal, que toda la vida
había sido nuestro patio de recreo, nuestro campo deportivo, donde recibíamos
las bastas clases de Educación Física con Efracho, uno de nuestros sitios de no
hacer nada, se la estaba apropiando Coldeportes, la había cercado y no teníamos
acceso a ella, como si fuera de ellos y no de nosotros, dizque porque allí iba
a quedar el estadio de fútbol de Quibdó. Y eso no nos parecía justo con
nosotros ni con la Normal, que perdía su cancha y a cambio no recibía nada.
La Señora Modesta nos escuchó, sin más
interrupciones que las necesarias para precisar uno que otro dato del relato. Y
nos dijo que la cosa sí era muy grave, que estaba muy preocupada, que no nos
podían hacer eso porque entonces qué sería de nosotros, si no nos graduábamos.
Nos dijo que era nuestro deber ir a contarles a nuestras mamás y que ellas iban
a hacer todo lo posible para que no nos pasara nada. Nosotros no éramos
conscientes de lo asustados que estábamos. Salimos en grupitos hacia nuestras
casas y les contamos a nuestras mamás. Y ellas –como la Señora Modesta- también
se preocuparon mucho y también dijeron que no nos podían hacer eso. Y hablaron
entre ellas, quién sabe qué, sobre la reunión a la que tenían que ir el lunes,
en donde se iba a decidir nuestro futuro. Yo recuerdo que mi mamá, Teresita,
habló con su amiga de infancia, Astrid, la mamá de Bolaños; y con la Señora
Digna, la mamá de Moya.
Finalmente, no nos pasó nada de eso. Nos
graduamos un 7 de diciembre. Nuestras mamás, que a lo largo de los años de
escuela y colegio habían terminado siendo tan amigas entre ellas como amigos
éramos nosotros, fueron muy felices, quizás un poquito más que nosotros. Nos
organizaron una comida en la casa de Melqui (donde Mamá Ina y Mamá Pacha) que
quedaba al frente de la casa de Moya, esa casa donde la señora Digna tantas
veces también nos había hecho sentir como en nuestra propia casa.
Sepelio de la Señora Modesta. 03.08.2017 |
Cuando el sacerdote asperjó por última vez
agua bendita sobre el ataúd dentro del cual iba rumbo al cementerio la Señora
Modesta, ahí en la puerta principal de la Catedral, eran las tres de la tarde
pasadas. El sol había empezado a amainar, como para hacernos más llevadero el
recorrido fúnebre. Viendo a Jhalton y a Juancho, a Mencho, Alba y Carlitos, y
recordando al Chino, pensé que habían sido nuestros hermanitos y hermanitas en
la infancia. Me sentí inmensamente afortunado de haber conocido a la Señora
Modesta y haber sido beneficiario de su generosidad, de su hospitalidad y de su
cariño, que en poco tiempo nos llevaron a todos los del salón a llamarla Mamá
Mode. Y recordé la risa que a ella y a mi mamá les daba porque Jhalton y yo,
durante tres años, tuvimos idéntica la letra, al punto que una vez Pacho Díaz
nos acusó de haber intercambiado nuestras pruebas en un examen de Psicología: -como
si estos dos muchachos necesitaran de eso, le dijo Modesta a mi mamá, quien
estuvo a punto de hablar con el Rector de la Normal, Don Jorge Valencia Díaz,
para decirle que le dijera al profesor que respetara, que Jhalton y yo no
éramos ningunos pasteleros.
Personas que dejan huella
ResponderBorrarExactamente.
BorrarJulio, leer estas líneas implosiona nuestras mentes con recuerdos excepcionales, distantes por el trasegar del tiempo, pero que afloran raudos por tu narrativa precisa, inteligente y renovada. Recordar es vivir, pero también es reafirmar una legado de amistad y cambambería vivido con intensidad.
BorrarModesta nos adoptó temporalmente y su actitud fue influyente en nuestro caracter y determinación para lo que hoy somos. Paz en su tuma MAMA MODE. Gracias Julio.
Julio, se te olvidó que después del baile donde VIRGO, nos fuimos a la Alameda de comparados beber aguardiente en el bat ENTEVE frente el negocio de mi papá.eda
Gracias a vos por tus generosas apreciaciones y por leer El Guarengue, en donde trato de rememorar en nombre de todos las cosas que vivimos en aquellos tiempos.
BorrarSí, olvidé mencionar lo del bar. Y que también fuimos a jugar billar donde Chitiva (Alameda con Sexta).
Saludos.
Julio, qué hermoso homenaje a la memoria de nuestra mamá Mode.
ResponderBorrarTu pluma sigue siendo la memoria colectiva del Chocó. Esa manera tan sencilla y amena en que reconstruyes nuestra historia es digna de resaltar.
Algún dia muy cercano tenemos que recopilar todas estas remembranzas en un gran libro que le recuerde a nuestros coetáneos nuestro hermosao asado, y a nuestros hijos y nuevas generaciones le muestre cómo era ese paraiso donde crecimos y nos formamos sus mayores.
Mamá Mode, descansa en paz y esperanos con una ensarta fresca de rabicoloradas.
Gracias, Hermano Nabuco, por tu generoso comentario. Me honra contarte entre mis lectores.
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