lunes, 12 de agosto de 2019


Maternidades colectivas (II)
Doña Lucía Ortiz de Mena y la Señora Agripina Ligia Córdoba Palacios.
Fotos cortesía de sus hijos.

Soy uno de los 25 estudiantes del Curso 6° A que nos graduamos juntos como Maestros-Bachilleres en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, que era como se llamaba entonces nuestro colegio. Con dos o tres variaciones apenas, los veinticinco fuimos el mismo salón durante los seis años de secundaria. De ese total, por lo menos 15 habíamos hecho juntos los cinco años de primaria: con dos de estos cursé en el mismo salón once años (primaria + secundaria); con otros dos cursamos 10 años juntos; con algunos más, estuvimos 9 años en el mismo salón. Y así sucesivamente. De ahí que entre nosotros persisten lazos de cercanía y amistad que han resistido las distancias geográficas, los silencios largos y el paso del tiempo. Lazos que incluyen a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a nuestros padres; pero, especialmente, a nuestras madres, por los motivos que le dan vida al siguiente texto, fundamentalmente relacionados con el papel que ellas jugaron como madres de todos: las madres del salón.


Sus sonrisas eran tan hermosas y refulgentes como la flor del marañón atrateño cuando cae lentamente, con cadencias de rocío o de colorida caricia, sobre la tierra y el barro de los patios de las casas de esas orillas silentes del río abajo, en donde se escuchan la brisa vespertina, los cantos de treinta y nueve pájaros diferentes y el rumor complacido del agua cuando la hiende suavemente el canalete del boga que en la tarde regresa en su esbelta canoa, después de recoger los anzuelos, revisar las catangas y cortar una mano de plátanos para la cena de ahora y el desayuno de mañana. Sonrisas tan amplias que en ellas cabíamos todos. Sonrisas tan sinceras que era inevitable terminar pensando –contentos por el privilegio- que estaban dirigidas exclusivamente a uno. Sonrisas tan acogedoras que daban ganas de quedarse a su alcance el resto del día. Sonrisas tan cariñosas que uno -de verdad- sentía que ellas a uno lo querían.

Señoras Terecila Serna Ramírez y Gladys Córdoba de Lemos.  Fotos cortesía de sus hijos.
Del mismo espíritu y la misma sustancia que su sonrisa, estaba hecha su generosidad cotidiana, permanente, invariable, en virtud de la cual compartían con nosotros hasta lo que no tenían. Un poquito de jugo de badea, lulo o borojó. Un trozo de cocada asada, de cuca, de envuelto de choclo o de pan caliente. Una totuma de agua de lluvia. Un plato de arroz vacío, de arroz con queso clavado o de arroz con longaniza. Una sopa de queso o un poquito de atollado. Un chontaduro, unas cuantas pepas de árbol del pan o de guama, un zapote, una guayaba, un marañón biche o maduro, un tarro de caña. Un helado de cubeta o de copita. Un vikingo aguado, medio congelado o congelado del todo, del color que uno lo escogiera. Un pedazo de queso de huequitos o del desborinador. Un saludo, un consejo o una ayuda a tiempo. Su permiso completo y una o varias mesas para que invadiéramos sus casas con nuestras tareas, con nuestra inocente socarronería y con nuestra hambre de adolescentes galgos de los que se comían cada uno una libra de arroz. El tocadiscos, la radiola o el equipo de sonido para que ocupáramos la sala de sus casas con nuestras risas, nuestras amigas y nuestros bailes de muchachos (“Quítate tú pa’ ponerme yo” … “En mi Cuba nace una mata que sin permiso no se pue’ tumbá” … “Vamos a bailar la murga, la murga de Panamá” … “Soy como la brisa que, siempre de prisa, no, no anuncia su partiiiiida” …). Todo esto, además de la sonrisa. Y más, muchísimo más.

Astrid Henao de Bolaños, Teresa Hermosillo Rodríguez,
Modesta Rentería de Figueroa y Digna Gamboa de Moya. 

Fotos cortesía de sus hijos.
Eran amas de casa, maestras de escuela, empleadas de oficina, modistas o costureras de las de máquina Singer de pedal, fabricantes de golosinas o comidas caseras (“Se venden helados, hielo, vikingos y gaseosas”. “Hay hielo”). Eran madres de varios hijos, en algunos casos de todos los tamaños. Como vecinas eran inmejorables. Eran gente del pueblo: conocidas por todo el mundo, bastaban un par de referencias para que de inmediato las identificaran. Ser sus hijos era cómodo y gratificante, era lo más cercano al orgullo que todos teníamos, aparte de nuestras calificaciones impecables y nuestros premios por aprovechamiento, conducta y disciplina, que eran el orgullo de ellas. Y por eso, muchas veces, se les aguaron los ojos en los actos de clausura del año escolar, pues tanta penuria regada por ahí en la vida se mitigaba con las buenas noticias que venían en las libretas de calificaciones, en los premios y reconocimientos, en las matrículas de honor y en las becas escolares, en la certeza de que no seríamos nosotros ninguna fuente adicional de problemas o dificultades para ellas.

Y, como si todo eso fuera poco, nos admiraban, nos alentaban, nos apoyaban. Admiraban, por ejemplo, la frescura de nuestra amistad de muchachos, una amistad de futbolito y baño en el aguacero recorriendo el pueblo para encontrar los mejores chorros de los techos de las casas; una amistad de tareas, derroteros para exámenes finales y bodas o comidas caseras preparadas por todos con los ingredientes que todos aportábamos; una amistad de recreo compartido en el patio de la escuela; una amistad de caminadas y paseos a La Platina, a Duatá, a Guayabal, a Cabí, a Tanando, a Tutunendo. Y nosotros admirábamos las amistades de ellas, por su antigüedad y su solidez (De verdad, ¿ustedes se conocen desde chiquitas?); el reconocimiento del que gozaban en el pueblo, la facilidad con la que resolvían los problemas de la vida, sus habilidades manuales, lo bonito de sus letras, la dignidad y la limpidez de su pobreza, su capacidad para contarnos historias sobre la Historia local y regional.

Nos alentaban siempre a seguir como íbamos, a no perder el rumbo por nada del mundo, a ser siempre amigos (“La amistad es de las cosas más bonitas que uno puede tener en la vida”), a soñar con llegar a ser alguien en la vida, a pensar que las dificultades y obstáculos del momento desaparecerían algún día y que ellas estarían vivas para cerciorarse de que así fuera. Nosotros las alentábamos diciéndoles que, cuando fuéramos grandes y trabajáramos, ellas no tendrían de qué preocuparse, porque nosotros les íbamos a ayudar a ellas y a nuestros hermanitos y nuestras hermanitas, a quienes cargábamos y hasta hacíamos dormir; las ayudábamos con los mandados y los oficios de la casa, para que no se sintieran tan solas en medio de tantas obligaciones; y charlábamos con ellas, les preguntábamos de todo, les contábamos todo.

Ellas nos apoyaban cuando les contábamos lo que queríamos ser cuando grandes, así ya nos hubieran advertido que para estudiar en la universidad sí no había con qué, que nos tocaba salir a trabajar; nos apoyaban, incluso, en las temporadas más difíciles, cuando en algunas casas no había mucho que echarle a la olla y por eso ni se prendía el fogón; cuando había que fiar en las tiendas  y recurrir a la solidaridad de las vecinas y de las mamás de nuestros amigos para pasar la mala racha; cuando ellas mismas, por momentos, no tenían más ilusiones que las que usaban para cogerse el pelo.

Nos admiraban, nos alentaban, nos apoyaban. Con su sonrisa, con su bondad, con su generosidad, nos amaban y -en algunos casos desde la eternidad- nos aman aún esas mujeres: Zenobia Salcedo de Asprilla (mamá de William), Astrid Henao de Bolaños (mamá de Rafael), Agustina Ampudia viuda de Córdoba (mamá de Jhon), Doris Durán de Chaverra (mamá de Adinel), Modesta Rentería de Figueroa (mamá de Jhalton), Florina Cuesta de Flórez (mamá de Dagoberto), Omaira Osorio de García (mamá de Luis Fernando), Lilia Tapias de González (mamá de Saúl y de Wilson), Agripina Ligia Córdoba Palacios (mamá de Valentín Guerrero), Gladys Córdoba de Lemos (mamá de Jesús Wagner), María Antonia Andrade (mamá de Víctor Julio Machado) Aura María Mena Córdoba (mamá de Segundo), Lucía Ortiz de Mena (mamá de Jesús Alito), Ana del Carmen Moreno de Moreno (mamá de Dualber), Virgelina Mosquera de Moreno (mamá de Melquisedec), Delfa Arce viuda de Mosquera (mamá de Jesús Erwin), Terecila Serna Ramírez (mamá de Jesús Alberto Moreno), Digna Emérita Gamboa de Moya (mamá de Jesús Alexis), María Tránsito Romaña (mamá de Fidelino Palacios), la mamá de José Ramírez Mosquera (a quien no conocimos porque ya no vivía cuando estudiamos con su hijo), Victoriana  Palacios Mena (mamá de Jairo Rentería), Francisca Moreno de Tréllez (mamá de José Mosley), Teresa Hermosillo Rodríguez (¡mi mamá!) y Zulma Morantes (mamá de Carlos Alberto Valdez).

¡Loada sea la memoria de estas mujeres, que dejaron su huella vital en nuestro ser! Gracias a ellas, en lo más alto del cielo de nuestras vidas siempre habrá un barrilete colorido como la esperanza, batiendo su larga cola, alegre como una ilusión.

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