Maternidades
colectivas (II)
Doña Lucía Ortiz de Mena y la Señora Agripina Ligia Córdoba
Palacios. Fotos cortesía de sus hijos. |
Soy
uno de los 25 estudiantes del Curso 6° A que nos graduamos juntos como Maestros-Bachilleres
en la Escuela Normal Superior para Varones de Quibdó, que era como se llamaba
entonces nuestro colegio. Con dos o tres variaciones apenas, los veinticinco
fuimos el mismo salón durante los seis años de secundaria. De ese total, por lo
menos 15 habíamos hecho juntos los cinco años de primaria: con dos de estos
cursé en el mismo salón once años (primaria + secundaria); con otros dos
cursamos 10 años juntos; con algunos más, estuvimos 9 años en el mismo salón. Y
así sucesivamente. De ahí que entre nosotros persisten lazos de cercanía y
amistad que han resistido las distancias geográficas, los silencios largos y el
paso del tiempo. Lazos que incluyen a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a
nuestros padres; pero, especialmente, a nuestras madres, por los motivos que le
dan vida al siguiente texto, fundamentalmente relacionados con el papel que
ellas jugaron como madres de todos: las madres del salón.
Sus sonrisas eran tan hermosas
y refulgentes como la flor del marañón atrateño cuando cae lentamente, con
cadencias de rocío o de colorida caricia, sobre la tierra y el barro de los
patios de las casas de esas orillas silentes del río abajo, en donde se
escuchan la brisa vespertina, los cantos de treinta y nueve pájaros diferentes y
el rumor complacido del agua cuando la hiende suavemente el canalete del boga
que en la tarde regresa en su esbelta canoa, después de recoger los anzuelos,
revisar las catangas y cortar una mano de plátanos para la cena de ahora y el
desayuno de mañana. Sonrisas tan amplias que en ellas cabíamos todos. Sonrisas
tan sinceras que era inevitable terminar pensando –contentos por el privilegio-
que estaban dirigidas exclusivamente a uno. Sonrisas tan acogedoras que daban
ganas de quedarse a su alcance el resto del día. Sonrisas tan cariñosas que uno
-de verdad- sentía que ellas a uno lo querían.
Señoras Terecila Serna Ramírez y Gladys Córdoba de Lemos. Fotos cortesía de sus hijos. |
Del mismo espíritu y la misma sustancia que
su sonrisa, estaba hecha su generosidad cotidiana, permanente, invariable, en
virtud de la cual compartían con nosotros hasta lo que no tenían. Un poquito de
jugo de badea, lulo o borojó. Un trozo de cocada asada, de cuca, de envuelto de
choclo o de pan caliente. Una totuma de agua de lluvia. Un plato de arroz vacío,
de arroz con queso clavado o de arroz con longaniza. Una sopa de queso o un
poquito de atollado. Un chontaduro, unas cuantas pepas de árbol del pan o de
guama, un zapote, una guayaba, un marañón biche o maduro, un tarro de caña. Un
helado de cubeta o de copita. Un vikingo aguado, medio congelado o congelado
del todo, del color que uno lo escogiera. Un pedazo de queso de huequitos o del
desborinador. Un saludo, un consejo o
una ayuda a tiempo. Su permiso completo y una o varias mesas para que
invadiéramos sus casas con nuestras tareas, con nuestra inocente socarronería y con nuestra hambre de adolescentes
galgos de los que se comían cada uno una libra de arroz. El tocadiscos, la radiola o el equipo de sonido para que ocupáramos
la sala de sus casas con nuestras risas, nuestras amigas y nuestros bailes de
muchachos (“Quítate tú pa’ ponerme yo”
… “En mi Cuba nace una mata que sin
permiso no se pue’ tumbá” … “Vamos a
bailar la murga, la murga de Panamá” … “Soy
como la brisa que, siempre de prisa, no, no anuncia su partiiiiida” …).
Todo esto, además de la sonrisa. Y más, muchísimo más.
Astrid Henao de Bolaños, Teresa Hermosillo Rodríguez, Modesta Rentería de Figueroa y Digna Gamboa de Moya. Fotos cortesía de sus hijos. |
Eran amas de casa, maestras de escuela,
empleadas de oficina, modistas o costureras de las de máquina Singer de pedal,
fabricantes de golosinas o comidas caseras (“Se venden helados, hielo, vikingos y gaseosas”. “Hay hielo”). Eran madres de varios
hijos, en algunos casos de todos los tamaños. Como vecinas eran inmejorables.
Eran gente del pueblo: conocidas por todo el mundo, bastaban un par de referencias
para que de inmediato las identificaran. Ser sus hijos era cómodo y
gratificante, era lo más cercano al orgullo que todos teníamos, aparte de
nuestras calificaciones impecables y nuestros premios por aprovechamiento,
conducta y disciplina, que eran el orgullo de ellas. Y por eso, muchas veces,
se les aguaron los ojos en los actos de clausura del año escolar, pues tanta
penuria regada por ahí en la vida se mitigaba con las buenas noticias que
venían en las libretas de calificaciones, en los premios y reconocimientos, en
las matrículas de honor y en las becas escolares, en la certeza de que no
seríamos nosotros ninguna fuente adicional de problemas o dificultades para
ellas.
Y, como si todo eso fuera poco, nos
admiraban, nos alentaban, nos apoyaban. Admiraban, por ejemplo, la frescura de
nuestra amistad de muchachos, una amistad de futbolito y baño en el aguacero
recorriendo el pueblo para encontrar los mejores chorros de los techos de las
casas; una amistad de tareas, derroteros para exámenes finales y bodas o comidas caseras preparadas por
todos con los ingredientes que todos aportábamos; una amistad de recreo
compartido en el patio de la escuela; una amistad de caminadas y paseos a La
Platina, a Duatá, a Guayabal, a Cabí, a Tanando, a Tutunendo. Y nosotros
admirábamos las amistades de ellas, por su antigüedad y su solidez (De verdad, ¿ustedes se conocen desde
chiquitas?); el reconocimiento del que gozaban en el pueblo, la facilidad
con la que resolvían los problemas de la vida, sus habilidades manuales, lo
bonito de sus letras, la dignidad y la limpidez de su pobreza, su capacidad
para contarnos historias sobre la Historia local y regional.
Nos alentaban siempre a seguir como íbamos,
a no perder el rumbo por nada del mundo, a ser siempre amigos (“La amistad es de las cosas más bonitas que
uno puede tener en la vida”), a soñar con llegar a ser alguien en la vida, a pensar que las dificultades y obstáculos
del momento desaparecerían algún día y que ellas estarían vivas para
cerciorarse de que así fuera. Nosotros las alentábamos diciéndoles que, cuando
fuéramos grandes y trabajáramos, ellas no tendrían de qué preocuparse, porque
nosotros les íbamos a ayudar a ellas y a nuestros hermanitos y nuestras
hermanitas, a quienes cargábamos y hasta hacíamos dormir; las ayudábamos con
los mandados y los oficios de la casa, para que no se sintieran tan solas en
medio de tantas obligaciones; y charlábamos con ellas, les preguntábamos de
todo, les contábamos todo.
Ellas nos apoyaban cuando les contábamos lo
que queríamos ser cuando grandes, así ya nos hubieran advertido que para
estudiar en la universidad sí no había con qué, que nos tocaba salir a trabajar;
nos apoyaban, incluso, en las temporadas más difíciles, cuando en algunas casas
no había mucho que echarle a la olla y por eso ni se prendía el fogón; cuando
había que fiar en las tiendas y recurrir
a la solidaridad de las vecinas y de las mamás de nuestros amigos para pasar la
mala racha; cuando ellas mismas, por momentos, no tenían más ilusiones que las que
usaban para cogerse el pelo.
Nos admiraban, nos alentaban, nos apoyaban.
Con su sonrisa, con su bondad, con su generosidad, nos amaban y -en algunos
casos desde la eternidad- nos aman aún esas mujeres: Zenobia Salcedo de
Asprilla (mamá de William), Astrid Henao de Bolaños (mamá de Rafael), Agustina
Ampudia viuda de Córdoba (mamá de Jhon), Doris Durán de Chaverra (mamá de
Adinel), Modesta Rentería de Figueroa (mamá de Jhalton), Florina Cuesta de
Flórez (mamá de Dagoberto), Omaira Osorio de García (mamá de Luis Fernando), Lilia
Tapias de González (mamá de Saúl y de Wilson), Agripina Ligia Córdoba Palacios
(mamá de Valentín Guerrero), Gladys Córdoba de Lemos (mamá de Jesús Wagner), María
Antonia Andrade (mamá de Víctor Julio Machado) Aura María Mena Córdoba (mamá de
Segundo), Lucía Ortiz de Mena (mamá de Jesús Alito), Ana del Carmen Moreno de
Moreno (mamá de Dualber), Virgelina Mosquera de Moreno (mamá de Melquisedec), Delfa
Arce viuda de Mosquera (mamá de Jesús Erwin), Terecila Serna Ramírez (mamá de
Jesús Alberto Moreno), Digna Emérita Gamboa de Moya (mamá de Jesús Alexis), María
Tránsito Romaña (mamá de Fidelino Palacios), la mamá de José Ramírez Mosquera
(a quien no conocimos porque ya no vivía cuando estudiamos con su hijo), Victoriana Palacios Mena (mamá de Jairo Rentería), Francisca
Moreno de Tréllez (mamá de José Mosley), Teresa Hermosillo Rodríguez (¡mi mamá!)
y Zulma Morantes (mamá de Carlos Alberto Valdez).
¡Loada sea la memoria de estas mujeres, que
dejaron su huella vital en nuestro ser! Gracias a ellas, en lo más alto del
cielo de nuestras vidas siempre habrá un barrilete colorido como la esperanza,
batiendo su larga cola, alegre como una ilusión.
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