lunes, 29 de abril de 2019


Un chocoano llamado Miguel
(Continuación)


Continuando con nuestro homenaje al Maestro Miguel A. Caicedo, el más grande poeta costumbrista y folclórico del Chocó, de cuyo natalicio se cumplen 100 años en este 2019; les ofrecemos un texto que fue presentado como ponencia en el Congreso Internacional Literario y Cultural, realizado por la Universidad Tecnológica del Chocó Diego Luis Córdoba los días 29 y 30 de abril, en Quibdó.

La poesía folclórica de Miguel A. Caicedo como memoria oral de la chocoanidad

¿Saben ustedes cómo llegó el Maestro Miguel A. Caicedo Mena (A de Antonio, no de Ángel, valga la aclaración) a la poesía folclórica o costumbrista o popular del Chocó, de la cual posteriormente se convirtió en el exponente más inspirador e insigne? No lo pregunto para presumir que yo sí sé y ustedes no, pues sé que gran parte del auditorio lo sabe. Lo pregunto como una manera de invitarlos a que exploremos la respuesta en las propias palabras del poeta, que nos darán luces para comprender por qué, además de los valores agregados que tienen, ante todo sus poesías forman parte sustancial de la memoria oral de la chocoanidad.

Cuando ya obtuve el título de Licenciado, en el Instituto de Filología y Literatura de la Universidad de Antioquia, me vine a trabajar a Quibdó. A la hora de despedirnos, el doctor Julio César García nos dijo a los egresados de esa primera promoción que, si realizábamos un trabajo profundo de investigación en cualquiera de las ramas de la carrera, nos sería aceptado para optar al título de Magíster”; me contó Miguel A. Caicedo en una entrevista (octubre de 1986)[1] y me explicó que, con ese propósito, él emprendió un trabajo sobre la poesía tradicional chocoana del siglo XIX, mediante el cual descubrió y recopiló versiones orales de una buena cantidad de décimas y cantares producidos por la fértil imaginación de poetas anónimos y desperdigados por la selva descomunal y los innúmeros ríos del Chocó. Ese era el trabajo que planeaba presentar a la universidad; pero, el Instituto de Filología fue cerrado, razón por la cual aprovechó este material para conformar un volumen que salió publicado como Del sentimiento en la poesía popular chocoana.

Este trabajo incluyó un análisis sobre lo que él identificó como el yoísmo en esas creaciones populares, característica que en sus propias palabras se explica así: “la literatura chocoana de la última parte del siglo XIX y comienzos del siglo XX fue de pura tradición oral. Es decir, la gente sí hacía sus creaciones literarias, sus décimas más que todo; pero, todo a un título personal: Yo tal y tal cosa, yo tal y tal otra. Este yoísmo dentro de esa literatura se debió a que, después de que los negros fueron declarados libres, cada quien trataba de ser más importante que los demás. Vino, pues, ese anhelo de superación, o por lo menos de ostentación de poderío o de capacidad; y por eso todo lo hacían a nombre personal. Total, que esas décimas, en las que está plasmado todo el sentimiento popular de entonces, son muy personalistas, con un individualismo perjudicial, porque no dejó que ellos se fijaran en los problemas comunes, sino que cada quien trataba de cantar sus propias proezas.

Interesante hipótesis. Pero, la cosa va más allá:

De allí tomé yo el material para el libro “Del sentimiento en la poesía popular chocoana”, con el que yo pensaba optar al título de Magíster; y en el que yo recopilé esa poesía popular que estaba desapareciendo, como para que sirva de testimonio de la literatura de ese tiempo. Y fueron la base para que pensara en que se podía hacer algo distinto y darle a esa misma expresión popular, con ese mismo acento, con la musicalidad que ellos tenían, el carácter de comunitaria; ir haciendo las expresiones que eran generalizadas. Entonces apareció mi obra “Recuerdos de la orilla”.

Recuerdos de la orilla” tenía en el comienzo la finalidad filológica que yo perseguía, para tener los dos trabajos: estudiar esa forma de vocabulario de la gente, y ponerle un poquito de humor, para que fuera agradable a las personas extrañas, foráneas. Pero, poco a poco fui plasmando en ella todos esos sentimientos generalizados: la conducta, el vestido, la diversión, el baile, las costumbres, etcétera. Finalmente, aparecieron 24 poemas en “Recuerdos de la orilla”. Después yo fui acomodando las circunstancias, de manera que aparecieran tal como están en los casetes de Radio Universidad.

En esos casetes están contenidos los aspectos generales, los puntos de vista generalizados de esa misma comunidad; pero, del pueblo, no de las personas ilustradas. Porque el pueblo es el que hace la lengua y, cuando se va a hacer uso del vocabulario chocoano, no se busca el de las personas ilustradas, sino cuál es la modalidad que practica la gente”.

Como es evidente en sus propias palabras, lo que comenzó siendo una tesis de grado se convirtió en un registro apasionado, agradable, paulatino y periódico de dinámicas y rasgos esenciales de la cultura regional; a la manera de los juglares, cronistas y decimeros populares, en cuyo legado se inspiró Miguel A. Caicedo para documentar minuciosamente la vida misma de la gente, utilizando para ello su propio lenguaje, su habla particular: el idiolecto de la chocoanidad. Razón ésta por la cual, en su poesía costumbrista hay una serie de elementos constantes, identificables, que sirven como vehículo formal y temático, semiótico y sintáctico, de comunicación del universo que a través de ella documenta y registra el poeta. A esos elementos, señalando los cinco principales, me refiero a continuación.

Geografía y toponimia son, simultáneamente, recursos textuales y elementos de autorreconocimiento, en las poesías folclóricas del Maestro Caicedo. Así, por ejemplo, Negra del bunde amargo, “ilustra con una cadencia rítmica, semejante a la danza, el recorrido geográfico de música y movimiento por todos los rincones de su tierra[2]”. O, dicho de otra manera: la sensualidad, el goce, la alegría, la felicidad de la danza, la lúdica del cuerpo, la energía de la pasión, recorren de sur a norte, de occidente a oriente, transversalmente y en diagonal, todo el territorio del Chocó, como recorre el baile los territorios del amor.

NEGRA DEL BUNDE AMARGO
¡Bunde! recuerdo amargo sobre la negra zamba
sarcasmo en contraste de lo que pasó.
Y la negrita agita las piernas, ¡caramba!
cómo suena un bunde allá en Taridó

Suenas y resuenas en bailes y rumbas
en incendio amargo de La Isla y Capá
y como el cuerpo en ansias, que cimbra,
retumbas allá en Primavera y en Capurganá.
Bebará arde en bunde, Bojayá lo tumba,
bunde salpicado de Mutumbudó
Calor de unas venas que se rompen zumba
sobre las riberas de Lloró y Pató.

Y bailan y sudan con la patizamba,
la greñé risueña como la cuscús.
Todas las negritas se saben La Bamba
en Tadó, Aguaclara, Cabí, Managrú,
Riosucio, Troje, Pepé, Munguidó,
Calima, Sapzurro y en Togoromá.
En Beté, la negra no el bunde olvidó,
ni en Istmina, El Tambo, ni en Charambirá.

Bunde en lejanía suena en el Truandó
y el eco revive quemando a Murrí
El Tapón retumba y en Opogodó
se siente el recuerdo de Cucurrupí.
Titumate siente que el bunde lo inunda
y hay en Playa de Oro bundear de Neguá
Tagachí calienta con ansias profundas
el bunde en mareas sobre Sautatá.

Bunde raudo en cumbias suena en Paimadó,
el mismo que inunda Condoto, Quibdó
y riega esas ansias por todo el Chocó.
Bunde endemoniado que arde en Bagadó,
y caderas que oscilan en Mumbaradó.
Bunde con el África ardiendo en las venas
y esos pies que alcanzan al hueco bongó,
las manos en alto sacudiendo penas…
Bunde en Tutunendo, bunde en Juradó.

El bunde, caramba, cómo suda y suda
esa cálida negra de Domongodó,
cómo quiebra el cuerpo en la girancia ruda
y agita esas piernas…bunde en Peradó.
Ah, y esa negra zamba de arena y bambú,
negra fuego y agua de Curbaradó,
negra consentida allá en Dipurdú
y orillera en fresco del Pie de Pató.

Negra en tamborito, pasión de Nuquí,
negra dulce y sangre junto al Mungarrá,
carne estremecida que allá en Acandí
es Sipí en recuerdo junto al Tamaná.
Negra que del negro la fuerza derrumbas,
del negro que te ama porque goces tú,
tu cuerpo es un cáliz de ardores y rumbas,
negra boquipompa, ¡negrita cuscú!


Así mismo ocurre en El Bochinche. Los topónimos y la geografía chocoana son recursos narrativos que el poeta Caicedo usa para denotar con precisión los alcances del gigantesco barullo que el propio tío de la Niña María arma alrededor de su buen nombre y de su honra, vapuleada hasta los últimos rincones del Chocó.

EL BOCHINCHE
Ey, Niña María, qué le pasa a usté,
que la veo brava y no sé por qué.
Déjeme a yo quieta, vengo ‘e la Ispeción
con el arma en pena y una comezón
de ve cómo juegan con la honra ajena
y mi Dioj ej bueno que no loj condena.
Bujté bien recuerda que yo el otro ría
me´staba casando con Pedro Manuer,
el má jovencito de Ño Rafaer.
Ah, sí, de esaj cosaj doy el testimonio,
mucha gente hablaba de´se matrimonio
y no era pa’ menos de vé cómo andaban
de arriba pa’bajo y se acariciaban.

¡Ve! Un día cualquiera, jue llegando bravo,
la cara arrugara y me ‘ijo que nunca
má yo ique le hablara,
que él sabía con quién, cuándo y cómo
y a’onde ijque lo engañaba.
Ñanguita lo quise alcanzá, le’rigo
me salió corriendo
como de una fiera o un mal enemigo
y de allá de lejos me jue maldiciendo.

Nunca máj lo vire, él se jue de aquí
y en Nóvita un día que ‘tuve p’uallá,
según una vieja de allá del Parmá,
me vine a ‘rá cuenta que la cosa jue
que un día pasando por Boca de Amé,
cuando iba pa´bajo, pa Bebaramá,
un tipo le’rijo jue a mi tío José
que a’el le parecía que’l hijo de Arcesio
a yo me quería.

Mi tío una talde le contó a Tomasa,
la mojana esa, la muy cara’e taza
y esa lengua’e lima que too critica
regó la noticia puallá en Cacarica,
se jue pa’ Sapzurro y sin maj ni máj,
cuando Ña Camila iba a Panamá,
lerijo quizquera que me habían visto
charlando celquita con un tal Calixto
en la casa vieja de Má Trenirá.
Y esa jijuemadre, bebiendo su biche,
en un tamborito por allá en Curiche,
a una tal Josefa cogió y le contó,
que según decían en Bahía Solano,
yo manque chiquita ya quebraba grano,
que yo era tan viva que tenía tré,
con Pacho, Calixto y Pedro Manué

Y esa cosa, mana, allí no queró
y lo pior de too, llegó a Coreró,
corrió por la costa, Panguí y Arusí,
Utría y El Valle, La Playa y Coquí;
pasó por Pizarro y allá en Viruró
una vieja de desas la cosa enreró
y rijo quizquera que me habían visto
con Pacho encerrara en la casa vieja
de mi tía Ana Clara.
Yo acá bien tranquila, lerigo, veavé,
y mi nombre andaba por Pie de Pepé,
Dubasa, Playita y Docampadó
y too esos pueblos de allá’el Bauró;
pasó porMandinga, recorrió el San Juan
y allá en Playa de Oro un tal Sebastián,
de acá de La Vuelta, a un señor Cristino,
de allá’e San Marino, cogió y le contó
que por Las Hamacas andaban diciendo
que según contaban en Capá y Lloró
quizque el otroría que yo había bajao
por unos remerios pa’cá pa’ Quibdó,
que no era pu’enjuerma, sino quijque yo
quijquera un hijito que le había botao
al hijo de Arcesio, al tal Ezequiel.

Así jue la cosa, lo oyó tío José
y ahí mejmito al punto y sin preguntá
le contó toíto a Pedro Manuel.
Yo que había jurao que si averiguaba
quién me había metío en este bochinche
por lo más sagrado, lo desgañitaba
pa’ que a otra persona no hiciera corrinche,
me muero’e la rabia, lerigo, veavé,
de ve que no pueo matá a tío José,
que enterró a mi taita cuando se murió;
pero, quiera el diablo que cuando él se muera
lo lleven cantando con la lengua afuera
por ta’e lengüilargo sin necesirá
y diciendo cosaj que no fueran cielta,
y que allá San Pedro le cierre la puerta
y lo empuje a’i mesmo pande Sataná.


En la poesía folclórica de Miguel A. Caicedo, ritos y fiestas, creencias y mitos, son elementos narrativos y escénicos, a la vez que atributos culturales. En La gran fiesta patronal, el poeta nos recuerda uno de los dones proverbiales y ancestrales de los santos en la cultura regional: apagar incendios.

LA GRAN FIESTA PATRONAL (Fragmento)
[…]
Luego la fe creció desmesurada,
después de aquel incendio del Convento,
cuando la gente, muy desesperada,
tuvo una gran idea de momento
y por sublime inspiración divina,
en una acción que resultó genial,
a San Francisco puso en una esquina
allá cerquita de la Catedral
y antes de que la llama lo atacara,
en forma inusitada, extraña o rara,
el viento sur se agigantó valiente
y demostrando un inmenso poderío
hizo del fuego una columna ardiente,
la convirtió en un arco y la clavó en el río.
[…]


En la cultura regional, los santos tienen, además, virtudes curativas, campo en el cual sobresale el Santo Eccehomo, de Raspadura. Sus características de personalidad, milagros y formas de relación con sus devotos los narra el poeta Caicedo, con detalle, en varios de sus poemas, como en Eudomenia la cotuda, donde el compa Nicasio nos regala un cuadro de personalidad y atributos de este santo:

Y este santo es bueno, pues fíjese vea,
busté ve a sus plantas zapato, batea,
pico, pala, cacho, y mano y ojo en purito oro,
que le hicieron mancos y tuertos y cojos:
según el milagro, asina el endoso,
¡qué santo tan bueno y tan milagroso!
Ve, compa Nicasio, y a yo qué me dice,
si yo lo conozco, cuando se enoja
también hay que ver; si no hubiera sido
po’un señor Orozco, que me jue llegando
como ángel de guarda, llegó derechito
como una pedrada en un ojo tuelto
y antes de salise, me dijo: le alvielto
quereje de tale mirando la cara,
porque va y se embrava y no le ayuda nara.

El diálogo entre compadres continúa, explicando lo sucedido a Eudomenia, quien “tenía unos cotos como calabazo” y “unos lobanilloj colgando en los brazoj”, y buscó toda clase de recursos para su curación, hasta que alguien le aconsejó:

Bujté ´tá en sus brete ej por puda locura
váyase ahora mesmo a vé ese gran santo
que hace loj milagroj allá en Raspaúra.

Ña Euromenia así lo hace “y a poquito tiempo se quedó sin nara”. Con sus alhajas le retribuye el favor al santo y, ahora sin impedimentos estéticos, se dedica a una vida de sibarita: fiestas van y fiestas vienen, desprecia varones, selecciona a los que le gustan, viste elegantemente, se vuelve hasta presumida…

Y un día en un baile pol ta’e charlatana,
¡póngale conato! y an luego no venga
con que no va’cré. En mitá del baile,
no hablando en voj baja, dijo:
ey, crijtiano, que hasta entre los santoj
anda el interé, ahora estoy bonita
es porque rí mi alhaja.
Acabó la pieza y se jue a sentá
y no bien lo hizo, cuando ¡choroló!
No se pare, mano, ¿qué jue que pasó?
Puej los trej coldone y el par de zalcillo
le cayeron juntos encima’él vestío.
[…]
Ahí anda Euromenia con suj lobanilloj,
ya son cuatro cotoj colgando, vea, ve
aremá, pa’que no se pueda poné loj zalcilloj
ahora en cada oreja le cuelga un choibá.

Las estructuras de parentesco, familiaridad y vecindad, a la vez que aportan picaresca y color a la narrativa, subrayan sin nombrarlo el carácter colectivo de la cultural regional. En este aspecto, la pieza clásica del repertorio costumbrista del Maestro Caicedo es El parentesco.

EL PARENTESCO
Oía una vieja buenos comentarios
que hacían tres mozas por aspectos varios
acerca de una muchacha bonita
que hacia ellos venía en la tardecita
y cuando la bella muy cerca pasaba
la vieja ufanada así la llamaba:
Vevé vo ejta niña, la’rel traje velde
atendeme hijita que nara se pielde.
Ey, si tai bonita, qué bonita tai,
‘ecime una cosita: ¿cómo te ñamai?
Yo me llamo Rosa y mi apelativo
es de los Moreno de allá donde vivo.
Decime una cosa, ¿voj di’aonde vení?
¿Vos no habís viviro es allá en Tanguí?
No, señora, vea, yo soy de Purré,
vivo en Pacurita porque me casé
y hace algunos días me vine pa’cá
a buscá remedios en el hospital
y ahora ej que el mérico, er dotó Pipí
dizque yo antuavía no me puero í.

Ay, contame mi arma, qué’s lo que tenés.
Ay, l’he cogiro un orio a la calne’ré,
no puero ve el queso, Jesús creo en Dios Pagre,
ni la calne’puelco ni la cola’e bagre.
Tate quieta, mija, que’se no ej aiciente.
Decime una cosa, ¿tu papá es Vicente?
No, señora, vea, mi taita se ñamaba Juan
y era hijo del brujo ñamase Juabián.
¿…Y Juabián no eda diallá ‘e Tajuato,
que tenía roza pu’acá en el Atrato
y en di’ai jue que un día se jue pa’ Purré,
se cogió allá arriba con Mana Pascuala,
qu’era la chapiara pa’ barré la sala
y en toas las jiestas eda la primeda,
muy bonita ella, donosa, julleda,
antej que’se día que yo me venía
me’rió una polleda que no le selvía…?

No, señora, uté ta muy errada, porque esa no eda
puej la mama mía se ñamaba Esnera
y antej trabajaba en la Carretera.
Ahhhhh…¡mi mana Esmera, ahora sí caí:
esa buena moza de allá re Cabí!
Crijtiano, ¿no rigo que la sangre tira?
Eso le’recía yo a Ña Casimira
la hija mayorcita de mi Marcha Emilia,
una gente sabe quién ej su juamilia.
Di’ande que te vire ya lo ariviné,
na’má jue pa’ eso que yo te ñamé.
Ya sabei, mijita, que así tan viejita y tan arrugaíta
y voj tan bonita y tan jovencita,
di’ai mesmito somoj. Si veij a Manuel,
decile que siempre yo me acuerdo d’él
que yo no m’he muelto, que tuavía toy viva,
que no sea maluco, que a rato me escriba
y que cuando él venga diallá de Cabí
cualquier día de dejtos nos vemos pu’ahí.

En los versos finales de El Parentesco, aparece un rasgo distintivo del parentesco chocoano, adicional a la amplitud y extensión de una red en la que todos en algún momento caben. Se trata de la autoridad de los viejos o mayores, quienes la hacían valer proclamándola directamente, haciendo referencia a ella, o mediante los reclamos explícitos e implícitos que sobre el abandono y el olvido hacían y aún hacen en sus razones o recados. Así podemos verlo, de un modo más amplio y específico, en La carta.

LA CARTA
Jacinta, una vieja de allá de Negría,
la vieja más vieja en esa región,
para un hijo ausente mandó el otro día
le hiciera una carta Felipe Ramón.
Hízola el muchacho con gran precaución,
se la leyó a la vieja con puntos y comas,
y le dijo: Uhmmm, tá muy bueno too
lo que le pusitéis; pero, yo quería ponele argo más.
Ecile, pongamos, que el choncho chiripe,
que trajo su taita de Togoromá,
se me alzó una talde po’el chuscal pa’bajo:
ya van cuatro lunaj y no ha vuelto má.
Abajo ponele que no sea embustedo,
esagraecío, negro jaibaná,
que un día me dijo que iba pa Purricha
y an luego yo supe que taba en Catrú.
Ahora es que me cuenta que está ijque puallá
ande unos que ricen quizque jauruyú.
Añerile ai mesmo que yo toy enjuerma
y no tengo plata pa dime a curá,
que yo toy ‘esnura que no tengo ropa
y ansina no puero bajá a la ciurá.
Ah, y también añerile que pollo y gallina
de los que me trujo ya no tengo má,
que cambié loj huevo por queso y arró
y ni an pipa tengo ya con qué fumá.
Ahí mejmo añerile que toy muelta de hambre,
que no tengo perro que cace animal,
que cambié los huevos por panela y sal,
y el gato cañengo no sirve pa ná.
También añerile que un día de muelte
yo empeñé la alhaja de má Trinidá,
que se tá peldiendo, que venga a sacala,
polque yo no puero bajá a la ciurá.
Cuantimá ponele que se venga a veme,
que ejte chiro ‘e vieja ya no aguanta má,
que si se demora pa vení volando,
cuando venga encuentra el cuelpo ‘e su mama
comío ‘e gusano, sin necesirá.

El abandono y la pobreza, el sentimiento de exclusión, aparecen como datos de la realidad y como clamores reivindicativos de la voz popular a la que sirve como vehículo el poeta, sin estridencias, con sentimiento profundo y profunda dignidad. Es magistral en este sentido, por claro y concreto, sencillo y contundente, el crudo relato de La pordiosera.

LA PORDIOSERA
En una de aquestas ciudades chocoanas,
a la que amo mucho y cuánto no sé,
conteniendo el llanto en una mañana,
me contó esta historia sin saber por qué
una sesentona que al paso encontré.

Yo tenía mi roza, junto a la ranchita
rorira de toro, le’rigo, señó.
Allá taba el milpeso con el chuntaúro,
churima y bejuco, el paloé pacó
y loj racimitoj de guineo maúro,
er guamo, el bareo, la parma’e nolí,
al lao er saledo y el almirajó.
Había un raicero cerquita pu’ahí
ande yo pescaba o echaba el horró
y mi comirita nunca me jualtaba
pa´dale a mi hijito su ñame y arró.

Te nía un colino cerquita de ahí.
Le’rigo que ‘taba bonito bonito
y entre rato, vea, mi yuca covaba
y cuando cosa mejó no topaba
siempre cocinaba mis primitivito
o era un pite’queso con dulce’guayaba;
y cuando la cosa mu’maluca taba,
si no conseguía zapote o caimito
bajaba a la playa a mazamorriá
y argo yo lej daba a mij muchachito,
los encomendaba a María y José,
y nara faltaba pa’ su tentempié.

Una taldecita llegó un hombre deésoj
con un gringo altote, le’rigo, veavé,
le’rió a mi marío ijque ochenta peso
pa’ comprale too o si no iba a ve
y que en too caso tenía que vendé
porque eran las leises con la autorirá.
Y en la mañanita, usté no lo cré
apenaj purimo venino en su potro
porque ahí mesmito se formó el traqueo
y máquina p’un lao y máquina pu’el otro.
Y adioj la playita del mazamorreo,
la palma’e champimpe con el borojó,
ey, la trincherita, también el raicero
di’onde yo sacaba cargao el horró,
adioj la piñita, jartón y Tahití
y tóo lo que había pa’ uno viví.

Yo no tuve escuela, pa’ sabé escrebí,
ay, pol dioj le digo, ¡qué suelte incutrina!
Yo no sé naíta pa’hacé en ojuicina,
tampoco ‘e cocina no sé ni un ninín:
allá en mi orillita era la sin maj
pa’hacé mi tumbito y asá mi cachín.
Yo ya toy muy vieja pa’lavá y planchá.
Si yo argo le piro, perdone, señó,
jue que la injusticia y la mala suelte
se loj llevó a toos y yo ejtoy de muelte
de’ande que me vive de allá de Acosó.

Buscando la vira, hollé con mis plantas
Mumbú, San Isidro, San Miguel, Las Santas,
‘tuve en San Lorenzo y allá en Profundó,
en Cértegui ‘tuve, veavé, señó
y en un poco’e palte que ya ni’an me acueldo,
allá en Platinero, Caliche e Iró.
Tóos se murieron y he quedao solita
yo no tengo, vea, ni’an una alhajita
pa énterrá a mi hijito que se me murió
y toy en ayuna, sin comé narita,
piriéndole a toros una limosnita,
¡una limosnita, por amor de Dios!
 
La bichera aborda una variante del mismo problema, referente al enfrentamiento que hubo a mediados del siglo pasado, entre la producción de aguardiente casero, artesanal, biche, adelantada fundamentalmente por mujeres; y los políticos y funcionarios encargados del posicionamiento comercial del aguardiente producido por la Fábrica de licores. Este caso ejemplifica una problemática constante en cuanto al desarrollo regional: la falta de reconocimiento de los sistemas tradicionales de producción, en las perspectivas de desarrollo del sector estatal; o lo que uno podría tomar como una muestra cotidiana de la construcción de un Estado sin Nación.

LA BICHERA (Fragmento)
Veanles ve esa figura, veanvé,
conmigo ijque venía sacá su anché
y no se fija, gente del infierno,
que a nosotros nos tiene su gobierno
muriéndonos de hambre y sin trabajo
y no le importa uno de acá abajo;
no le compran la caña ni el guarapo,
ni la miel, y se buscan esoj sapos
pa’ no ‘ejale a uno ‘e qué viví.
No puede sé que uno deje así pogrí
el sudor de la frente sin provecho
y el tal genérico se mande ar pecho;
si a uno nara le compran ejta gente
con qué’j que va’comprale su aguardiente.
Quijque van a vorvé, que vuervan pué,
ya yo sé, pa’ salímeles primero
y aunque se vuelvan sapo curandero
a yo ya no me vuerven a cogé.

La exuberancia de la naturaleza y el uso que hace el campesino de la biodiversidad y de los recursos naturales que ella le ofrece aparecen como elementos definitorios de la vida cotidiana de los personajes de Caicedo y, por ende, de su propia y sólida identidad. Lo acabamos de ver en el minucioso inventario que hace La pordiosera de recursos para la subsistencia y el bienestar.

El conocimiento detallado y la identificación de estos recursos son parte sustancial de la cultura. Por lo cual, La bogotana encarna el riesgo de la erosión cultural: rendida ante la hegemonía, La Bogotana cede y pierde su identidad.

LA BOGOTANA
Un bello domingo de mañana clara
sucedió este caso que no es cosa rara.
Entre tanta gente que en la plaza había,
con su minifalda, cartera brillante,
iba una muchacha llena de alegría
y junto a una vieja quedó de repente,
miró yerbas frescas, plátanos, maduros,
y al fin se detuvo en los chontaduros.
Oiga, veavé, señora, ¿es que estas frutillas
las traen ahora de los merellines o ‘re Bogotá?
Y dijo la vieja: ve, ¿vo’en qué que taj,
pa’recí que nunca viste pijivay?
Cansara ‘e metete tus tré al desayuno,
yo sé que tu taita nomá era Ño Bruno.
Y la joven esa, ya por no callar,
en una salida que el diablo inspiró,
en caso omiso, volvió a preguntar,
cuando señalaba un almirajó:
oiga, ¿y el tubérculo que tiene ese palo
se come así crúo o hay que cocínalo?
Quitate ‘e mi vista, ve, vo, ejta muchacha,
voj seguramente fuisteis jue ‘re cacha,
porque aquí la gente que viene ilustrara
nunca va saliendo con esaj bobara.
Cristiano, no’rigo que el Chocó es de malas,
esta tierra de uno si está muy fregara,
que hasta el que no sirve tiene que negala.
Eso se lo decía yo a Mana Pascuala,
que ejtaj patirrucias que se van de aquí
nomás que han pasado ya de Munguirrí
y ya ijque son paisaj o son bogotanas
y andan ej con ganaj de ta’re julana.
Aquí comen caga con su mananilla,
la ráij de mafafa que dicen ñamón,
avientan su chure, jaltan su babilla
y hasta hechas laj bobas comen su chamón.
Viven en la orilla buscando bocón,
achicando pozaj, asando cachín,
se jartan de iguana, comen su ratón
y si no hay más nara se llenan de achín.
Se van pa’llá juera quijque a trabajá
y a poquito vienen de mui’encopetara,
dijque no conocen las cosas de acá,
que too ‘ta malo, no sirve pa’ nara
y creen que ellas valen maj que los demás.
La catilinaria confundió a la joven,
que buscó refugio en la explicación
y buscando el modo de evitar la riña
entregó a la vieja esta sinrazón:
oiga, yo le’rigo, aguaite nomá,
porque usté no sabe jue que se enojó;
por eso, yo, ahora, le entro a explicá
que yo, di antes si era de acá del Chocó;
pero, hace seis meses vivo en Bogotá.

El médico de los brujos trae también una muestra de la pródiga oferta de la naturaleza. Así quien la use sea un embaucador y un avivato de orilla, esta pieza ilustra el uso de plantas con fines curativos y un poquitico de gastronomía.

EL MÉDICO DE LOS BRUJOS (Fragmento)
[….]
que ella ijque tenía que viví en paruma
y comé bastante de cosa baluma
como el aguacate, pacó, chuntaúro,
con atrancagato, rellena y maúro,
con chere curao y con chicharrón,
con yuca golpiara y cardo’e bocón
[…]
antoncej venía ese tal dotó
a hacé unos regüeltoj con goma’e jojoche
pa’untale en el cuelpo a la prima noche;
también mejorana, orozú y albaca,
ay, pol dioj, mi gente, cosa tan bellaca.
Maj luego le’raba ijque beberizo
de la verdolaga con el altamiso
gallinaza, mora y otro poco’e mil
que traía del monte, también toronjil,
con la celedonia y concha’e jenené
[….]
En la mañanita, ese era un apuro
pa’ darle los baños con el cascajero,
malva, siempreviva y un poquito’e blero,
casa’e muchilero con el limoncillo,
sauco y golondrina con el botoncillo
y an luego la toma de estopa de coco
con hoja’e mastranco y ráij de heliotropo.

Tenemos pues que las cinco categorías que acabamos de ilustrar: 1) geografía y toponimia; 2) mundo festivo y mágico-religioso; 3) parentesco y familiaridad; 4) la cuestión social; 5) naturaleza, recursos y biodiversidad, funcionan como sintagmas estructurantes del relato poético en los versos costumbristas de Miguel A. Caicedo. De tal manera que en ellos nos entrega un universo temático concebido y construido para caracterizar -de modo íntegro y agudo, comprehensivo y englobante, sin pretensiones científicas, pero sí con profunda y envidiable intuición exegética- el ser cultural de la chocoanidad. Con una estructura definida y constante, fácilmente reconocible; y con un dominio castizo del idioma, hábil y recursivo como el que más en la confección precisa de los versos de sus poesías, el Maestro Caicedo encuentra siempre la rima justa, nunca forzada, añadiendo infaltablemente un nuevo dato en cada línea, un dato nuevo en cada verso; ilustrando así al oyente sobre el contexto, la situación, los personajes, el nudo y el desenlace de la anécdota fabulosa que en cada poesía cuenta, cual acontecimiento de la historia regional que uno en su memoria guarda para citar, de modo cabal, si en algún momento fuera justo y necesario, y suficiente no fuera la academia para dar cuenta del pasado.

Desde sus tiempos de profesional recién graduado, que se entrenaba en las lides de la investigación lingüística, Miguel A. Caicedo entendió perfectamente que una porción significativa de la cultura chocoana reposa en comunidades en donde “el canal privilegiado para la satisfacción de las necesidades comunicativas es el oral, porque son comunidades ágrafas o comunidades en las que poco se producen textos escritos[3]; razón por la cual la tradición oral es el soporte principal para la preservación del acervo colectivo: “…es en las sociedades de tradición oral donde no sólo la memoria está más desarrollada, sino que es más fuerte ese vínculo entre el hombre y la palabra. Allí donde la escritura no existe, el hombre depende de su expresión oral, de su palabra. Ella le vincula y le compromete. Él es su palabra y su palabra da fe de lo que él es. La cohesión misma de la sociedad descansa en el valor y el respeto de la palabra[4], como escribiera hace 40 años el sabio e intelectual africano Amadou Hampâté Bâ, alma de la oralidad en los escenarios internacionales de la Unesco. O como acertadamente anotara Libardo Arriaga Copete: “…En cantares rústicos, como quien mira en un espejo, el pueblo retrata su propia alma. Interpretarla, traducirla, es función eminente del poeta que puede acercarse a esa fuente sencilla y trivial y de ella extraer zumos de belleza [5]. Que fue lo que, justamente, hizo Miguel A. Caicedo: relatar e historiar su propia cultura en casi un centenar de poesías folclóricas que, en conjunto, constituyen un verdadero tratado de chocoanidad.

Además de la inigualable diversión y el poderoso encanto que en sus lectores y oyentes ejercen, las poesías folclóricas de Miguel A. Caicedo funcionan como textos culturales, como memoria oral de la vida pueblerina, rural, comarcana, vecinal, y como crónicas precisas del mundo quibdoseño de la ciudad. Es decir, como relatos colectivos de aquella chocoanidad en virtud de la cual todo el mundo sabe lo de todo el mundo, todo el mundo se conoce, todo se cuenta para que todo el mundo lo sepa, porque todo lo debe saber todo el mundo: al fin y al cabo, parodiando al novel Gabo después Nobel, se trata de una antigua y extensa casa de por lo menos medio millón de parientes.



[1] Todas las citas entre comillas atribuidas a Miguel A. Caicedo son fiel transcripción de una entrevista que le hice en Quibdó, en octubre de 1986.

[2] Comunicaciones UTCH, 10 de agosto de 2015.

[3] Llerena Villalobos, Rito. La función poética en la canción folclórica. El caso del Vallenato. En: Revista Lingüística de Asolme (Asociación de lingüistas de Medellín). Vol. 1, N° 1, 1983. Pp. 39-50.

[4] Amadou Hampâté Bâ. El poder de la palabra. El Correo de la Unesco, agosto-septiembre 1979. Pp. 17-23. Pág. 17.

[5] Arriaga Copete, Libardo. Citado por: Rivas Lara, César en: De Rogerio Velásquez a Miguel Caicedo. Quibdó, Gráficas Universitarias del Chocó, 1970. Pp. 90-95.

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